No recordaba cómo era el edificio. Tal vez nunca lo vio desde fuera. Pero sí se acordaba de la azotea, plana, cubierta de gravilla, y tan larga que si una niña gritaba desde un extremo un día ventoso, otra niña no la oía desde el extremo opuesto. A cada lado se alzaba un muro de ladrillo beis, demasiado alto como para que Cora, o hasta las niñas mayores, vieran por encima, incluso subidas a una silla. Ganchos metálicos sobresalían de las paredes, pero no les permitían utilizarlos para trepar. Si una niña lo intentaba y la descubrían, pobre de ella, como se complacían en decir las monjas. Los ganchos eran para anudar los tendederos, cordeles tensados a través de la azotea. Las palomas —y a veces las gaviotas— se posaban en el muro, miraban a Cora con un solo ojo, luego se volvían y alzaban el vuelo.
Las niñas mayores subían la ropa mojada por la escalera en canastas, y cada una de estas llevaba una etiqueta con el nombre del dueño. Cora y las demás pequeñas colgaban las prendas con pinzas, a veces encaramándose a sillas. Ella no sabía leer los nombres de las etiquetas, pero las monjas les habían indicado que colocaran la canasta al principio de cada tendedero, para que no se confundiera la ropa. Todas las prendas debían colgarse con cuidado, ya que los clientes pagaban por el servicio. Si un pantalón o una falda caía a la gravilla a causa del viento, había que lavarlo de nuevo, y las niñas mayores se molestaban. Ya bastante trabajaban. Casi todas tenían cicatrices en las manos y los antebrazos, quemaduras causadas por las planchas o el agua hirviendo. Imogene, que contaba casi catorce años y era muy buena, había permitido a Cora tocarle una quemadura en el dorso de la mano. Ya no le dolía, dijo. La piel había cicatrizado, quedándole un corazón ladeado de un color rojo parduzco, áspero al tacto bajo los dedos de Cora.
Los domingos las dejaban salir al jardín trasero, siempre y cuando tuvieran cuidado con las plantas. Había un árbol, recordaba Cora. No les permitían trepar a él. Las niñas mayores se sentaban debajo y charlaban, o se hacían trenzas en el pelo unas a otras. Todas saltaban a la comba, usando un cordel de tender con un nudo en el centro para darle peso. Algunas jugaban a la gallinita ciega. Cuando nevaba, jugaban al zorro y las ocas.
Dentro había un dormitorio, y la cama de Cora era una más en una larga hilera. En invierno les daban un jersey y dormían con él puesto, no solo porque hacía frío, sino porque si una perdía el jersey, pobre de ella. Comían en la planta baja, en un gran salón con mesas alargadas y barrotes cruzados en las ventanas. No debían hablar a menos que antes les dirigieran la palabra a ellas. Algunas monjas eran amables y pacientes, pero otras no, y todas vestían el hábito, con lo que resultaba difícil distinguir a unas de otras hasta que una las tenía cerca y la miraban a la cara. La hermana Josephine podía volverse y convertirse en la hermana Mary, o en la hermana Delores, que era joven y guapa pero también llevaba encima una palmeta de madera. Convenía atenerse a las normas y mostrar respeto en todo momento.
Era el Hogar para Niñas Sin Amigos de Nueva York. Mary Jane, que sabía leer, dijo que esas eran las palabras pintadas a la entrada en un letrero. Cora no le veía el sentido a ese nombre. Ella sí tenía amigas. Mary Jane era su amiga, y también lo eran Little Rose, y Patricia, y Betsy, todas las niñas menores, e incluso Imogene si Cora no la molestaba demasiado. «Significa sin padres —aclaró Mary Jane—. Huérfanas.» Pero eso tampoco tenía sentido. El padre de Rose iba casi todos los domingos. Rose decía que pronto iría a buscarlas a ella y a su hermana. Se las llevaría a casa. Y la madre de Patricia estaba en el hospital, enferma de tuberculosis pero viva.
Cora no tenía padres, al menos que ella supiera. Conservaba únicamente un amago de recuerdo, o un recuerdo de un recuerdo, o quizá solo un sueño: una mujer de pelo oscuro, rizado como el de ella, cubierta con un chal rojo de punto. Era su voz lo que Cora recordaba —o imaginaba— con mayor claridad, pronunciando palabras desconocidas en una lengua extraña y también, claramente, el nombre de Cora.
—¿Yo soy huérfana? —preguntó Cora.
—Lo eres —contestó Mary Jane.
Las niñas mayores llamaban «irlandesa» a Mary Jane por su manera de hablar.
—Todas lo somos. Por eso estamos aquí.
Las monjas bendecían la mesa antes de cada comida. «Porque has rescatado a los pobres que pedían ayuda, y a aquellos sin padre que no contaban con el auxilio de nadie.» Las niñas solo tenían que esperar y después santiguarse y decir «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén». Siempre desayunaban y almorzaban cereales. Las monjas también comían cereales. Echaban pasas cuando las tenían, y entonces Cora comía con un codo a cada lado del plato, porque algunas de las niñas mayores tenían los dedos largos. Cenaban sopa de judías con verduras, y si alguna era tan tonta como para quejarse, recibía un sermón sobre la gratitud, y sobre cuántos miles de niños en las calles de Nueva York darían cualquier cosa por recibir tres comidas al día, por no hablar ya de tener un techo sobre sus cabezas. Si la que se quejaba no estaba contenta, sugería una monja, podía marcharse y dejar sitio a una niña verdaderamente hambrienta, que se alegraría de ocupar su cama y su lugar a la mesa. Podía tener la certeza de que había una larga cola esperando.
Por lo visto, eso era cierto. Cuando llegaba una niña nueva, siempre se la veía más flaca y sucia que Cora y las otras. Las monjas tenían que afeitar el pelo a las nuevas, porque muchas llegaban directamente de las barriadas o incluso de las calles, y los piojos eran siempre un motivo de preocupación. Las nuevas comían sus cereales deprisa, rascando el cuenco con la cuchara, y las monjas las dejaban repetir una e incluso dos veces hasta que se recuperaban y perdían esa expresión mortecina en los ojos y el pelo por fin empezaba a crecerles otra vez. Solo Patricia había llegado regordeta, y nunca le habían afeitado aquel precioso cabello rubio suyo; además, era la única que se enfurruñaba por la comida, que hacía muecas cuando las monjas no miraban. Patricia le contó a Cora que, incluso despierta, soñaba con tartas y queso y carne ahumada. Cora sabía qué era la carne ahumada, porque a veces el aire en la azotea olía tan bien que deseaba darle un bocado, y otra niña decía que ese era el olor de la carne asándose en un fogón. Pero nunca había probado las otras cosas con las que Patricia soñaba, o al menos no lo recordaba, y por eso ella, a diferencia de Patricia, no vivía atormentada por su pérdida.
Cora no recordaba haber estado en ningún otro sitio aparte del hogar. Big Bess, que estaba a punto de cumplir trece años, decía que se acordaba de cuando Cora llegó, y que ya no era un bebé, sino una niña regordeta que ya caminaba y se volvía cuando la llamaban por su nombre. Pero eso era lo único que sabía. Cora preguntó una vez a la hermana Josephine quién la había llevado allí, y dónde había estado antes, e incluso la hermana Josephine, que era de lejos la monja más buena de todas, con sus mellas en los dientes bien visibles cuando sonreía, la única que nunca amenazaba siquiera con utilizar la palmeta, incluso ella le había dicho con firmeza a Cora que esas preguntas eran impertinentes y que debía considerarse hija de Dios, y además una hija afortunada.
Un día, no mucho después de perder su primer diente, Cora pasó a ser incluso más afortunada. Al menos eso le dijeron. La hermana Delores la llevaría a una pequeña excursión junto con otras seis de las niñas menores. Tendrían que comportarse mejor que nunca, salir en silencio mientras sus compañeras hacían la colada. Deberían salir de inmediato. Tendrían que abrocharse los jerseys, porque hacía frío.
Cora, agarrada de la mano de Mary Jane, supuso que llegarían a tiempo para la cena. Sentía solo emoción, una apasionante ruptura de la rutina, mientras Mary Jane y ella seguían a Patricia y Little Rose y a las otras niñas afortunadas que, detrás de la hermana Delores, bajaron por la escalera, cruzaron la gran puerta del edificio y, por fin, salieron por la verja a la calle, que Cora únicamente había visto desde la ventana del piso de arriba. Incluso Mary Jane, que ya había perdido todos los dientes de leche y tenía los nuevos, y que sabía hacer el puente perfectamente, parecía asustada. Tras los pasos de la hermana Delores doblaron la esquina, y de pronto había gente por todas partes, algunos a pie, otros en carruajes, en medio del chacoloteo de los caballos, moviéndose todos muy deprisa. A veces debían alargar el paso para evitar las pilas de bosta de los caballos. Cora se subió el cuello del jersey para taparse la nariz y respiró a través de la lana. La hermana Delores tenía que recogerse el hábito de vez en cuando, y Cora veía sus medias negras. Las llevaba rotas por los talones y dejaban entrever la piel blanca.
En la siguiente esquina la hermana Delores se detuvo y anunció que esperarían allí el ómnibus. Ninguna de ellas sabía qué era un ómnibus, pero todas le tenían demasiado miedo a la hermana Delores como para preguntárselo. En el ómnibus, dijo, debían permanecer sentadas en silencio, lo más cerca de ella posible. No debían hablar con desconocidos ni intentar hacer amigos. Quería que supieran que habría un cordel a lo largo del ómnibus, y que estaba atado al tobillo del cochero. Sabía que las niñas sentirían curiosidad por el cordel, y por eso les explicaba previamente que servía para indicar al cochero cuándo parar. Si alguien deseaba apearse en determinado lugar, debía tirar del cordel, y el cochero detenía los caballos. La hermana Delores esperaba que todas las niñas entendieran que en su grupo ella era la única que tocaría ese cordel, ya que ella era la única que sabía adónde iban. Si una de las niñas consideraba divertido tirar del cordel y obligaba a parar al cochero sin razón, allá ella. Pero la niña graciosa debía saber que cuando el ómnibus parase, ella tendría que apearse, y se apearía sola.
En el ómnibus, que resultó ser un carruaje con bancos tirado por un triste caballo zaino, las niñas se mantuvieron muy calladas, con las manos entrelazadas en el regazo. Nadie tocó, ni miró siquiera, el cordel.
Su destino era un edificio de obra vista con altos ventanales y olor a hígado de bacalao. Cuando entraron, la hermana Delores saludó a una mujer con gafas que no era monja y le dijo que las niñas y ella necesitaban quedarse un momento a solas. La mujer con gafas sonrió y las acompañó a una sala con un crucifijo, un cuadro de Jesús y una bandera de Estados Unidos. Había sillas de madera, en su mayoría del tamaño adecuado para un niño. Cuando la mujer que no era monja salió, la hermana Delores pidió a las niñas que se sentaran, y ella tomó asiento en una silla mayor. Les sonrió con su cara bonita y les dijo que en realidad aquello no era una excursión. De hecho, añadió, todavía sonriente, estaban a punto de emprender una gran aventura, por gentileza de la Asociación de Ayuda a la Infancia, que había recaudado una gran suma de dinero para socorrer a niñas como ellas.
—Os colocan en casas —les explicó con una expresión más amable y feliz que nunca, sus ojos azules muy abiertos y, por primera y única vez que Cora recordase, chispeantes—. Dentro de unas horas tomaréis un tren. Iréis muy, muy lejos, porque en el Medio Oeste hay personas buenas, en lugares como Ohio, Misuri y Nebraska, que quieren tener a un niño en su casa. —Sin dejar de sonreír, juntó las palmas de las manos—. Todas vais a encontrar una familia.
Cora, sentada en su pequeña silla de madera, sintió que se le detenía la sangre. Miró a Mary Jane, que en su estupefacción parecía incapaz de moverse pero exhibía una extraña sonrisa en el rostro. Cora cabeceó. La hermana Delores le daba miedo, pero el tren le daba más miedo aún. No quería ir a Ohio. Y Betsy… Betsy no estaba con ellas.
—Yo ya tengo familia —afirmó Patricia. En su voz se percibía el pánico de alguien a punto de llorar—. Mi madre está en el hospital. No sabrá dónde encontrarme.
Rose dijo que ella tampoco podía marcharse de Nueva York. Su padre iría a buscarla el día menos pensado. A ella y a su hermana mayor.
—Esto ya está decidido —atajó la hermana Delores en voz baja, de nuevo con su mirada severa, la que mejor conocían—. Si os dejaron con nosotras, es porque no tenéis a nadie más. Tal vez los padres de algunas de vosotras os hayan hecho promesas que no pueden cumplir. No debéis contar con eso.
—Mi padre vendrá a por mí —aseguró Rose.
—Tu padre es un borracho. —La hermana Delores la miró sin pestañear—. Si fuese capaz de mantenerse sobrio a lo largo de la semana, podría conservar un empleo y venir a buscarte como dice que hará. Pero no lo ha hecho, ¿verdad que no? ¿Lo ha hecho? No. Ni lo hará. Lo siento. No quiero ser cruel, pero eres demasiado crédula. Ya ha pasado un año, Rose. No vamos a desaprovechar una oportunidad como esta; no puedes quedarte esperando aquí por una promesa vacía.
Rose rompió a llorar, con sollozos más sonoros y agudos que los de Patricia. Se agarró las puntas de las trenzas castañas y se las llevó a los ojos. Cora sintió calor detrás de sus propios párpados y un temblor en el labio inferior. Ese tren, ese tren horrible, partía al cabo de unas horas. Ya no regresarían al hogar. No volvería a ver a la hermana Josephine. Ni a Imogene. Ni a Betsy. Le darían su cama a una niña flaca con la cabeza rapada. Quizá ya lo habían hecho.
—Basta ya. Basta de llantos. No os dais cuenta de lo afortunadas que sois. —La hermana Delores las miró—. No iba a decíroslo, pero antes de subir al tren cada una de vosotras recibirá un vestido nuevo.
Mary Jane se volvió hacia Cora con un destello de entusiasmo en la mirada. Tendió el brazo y dio un apretón a Cora en la mano. Creía que Cora era como ella. Ninguna de las dos tenía una madre en el hospital, ni un padre con buenas intenciones, ni una hermana mayor que dejar atrás. No que ellas supieran. Pero Cora volvió a mover la cabeza en un gesto de negación. Le traía sin cuidado que la hermana la viera. No sabía si su madre estaba en el hospital, o si tenía un padre dispuesto a ir a por ella. Aun así, era una posibilidad. El tren la alejaría de todo cuanto conocía, de la persona que era.
—No quiero ir —declaró Patricia. Ahora lloraba a moco tendido—. No quiero ir. No quiero una familia. Yo ya tengo una madre.
La hermana Delores se apresuró a ponerse en pie. Era imposible saber si llevaba encima la palmeta. Patricia se encogió para apartarse de ella.
Cora alzó la vista hacia una ventana en lo alto de una pared, hacia la porción de cielo gris que se veía más allá. Aun si pudiera llegar a aquella ventana y de algún modo atravesarla volando, ¿adónde iría? Habían desayunado antes de salir, y ya volvía a tener hambre.
—Qué egoísta —dijo la hermana Delores, mirando todavía a Patricia. Cabeceó, y el velo le rozó los hombros—. Mira que negar a otra niña un sitio donde dormir y comida suficiente por rechazar una oportunidad.
—Que vaya otra en mi lugar —replicó Patricia—. Puede ir otra al Medio Oeste.
—Niña tonta. —La hermana Delores arrugó el ceño—. Vais a buenas casas. No pueden colocar a alguien recién rescatado de la calle.
Al otro lado de la puerta lloró un niño. Oyeron una voz joven, distinta de la de ellos. La voz de un chico.
—¿Por qué nosotras? —preguntó Mary Jane—. ¿Por qué no las otras niñas?
La hermana Delores inclinó la cabeza, como para dar gracias a alguien por hacer, finalmente, una pregunta lógica.
—Solo hay siete plazas para nosotras —respondió—. De ciento cincuenta. Y nos han dicho que las menores tienen más posibilidades. Hace ya un tiempo que mandamos a los bebés.
—Betsy es más pequeña que yo —adujo Cora. No estaba defendiendo a su joven amiga. Esperaba que la hermana comprendiese su error, la llevara de regreso al hogar y metiera a Betsy en el tren.
La hermana Delores movió la cabeza en un gesto de negación.
—Betsy es retrasada. Se le nota solo con mirarla a los ojos. Nos han dicho que nadie la querría.
Alzó la vista hacia el cuadro de Jesús. Las niñas entendieron que no debían hablar. Incluso de perfil, con el rostro medio oculto por el velo, el hastío de la hermana Delores era evidente.
—Queremos a todos los hijos del Señor. —Mantuvo la mirada fija en el cuadro—. Pero solo unos cuantos pueden subir al tren.
Respiró hondo y echó los hombros atrás. No levantó la voz. No le hacía falta. Le bastaba con hablar en voz baja y fijar en ellas la mirada severa de sus ojos azules.
—Voy a decíroslo una vez más, solo una. Si estáis ahora aquí sentadas, sois niñas con mucha suerte. Y por vuestro propio bien, os aseguro que os subiréis a ese tren.
No sabían que formaban parte de un éxodo, una migración en masa que se prolongó a lo largo de setenta años. Ignoraban que la Asociación de Ayuda a la Infancia ya había llenado, y seguiría llenando, un tren tras otro con niños indigentes de la Gran Ciudad. Mientras duró el programa, se enviaron casi doscientos mil niños a lo que, por lo general, fue una vida más fácil entre las familias agrícolas del Medio Oeste, con sus abundantes campos y su aire más puro, sus limpias calles mayores y sus meriendas parroquiales, sus formales parejas jóvenes que querían un hijo.
O un peón para la labranza. Un joven esclavo. Un aprendiz obligado a trabajar largas horas hiciera frío o calor, y que no necesitara mucho alimento. Un prisionero a quien nadie echara en falta, al que se podía golpear, matar de hambre, atormentar, desnudar y violar, todo en la intimidad del hogar.
La rutina era casi siempre la misma. Se enviaban circulares por correo unas semanas antes de que el tren saliera: niños en busca de hogar. Edades diversas. Ambos sexos. Disciplinados. Blancos, de más estaba decirlo. Se comunicaría la dirección, el momento y el lugar del reparto en fecha posterior.
Los trenes no iban todos los años a las mismas poblaciones. La Asociación las mantenía en rotación, considerando que las oportunidades serían mayores si una comunidad no estaba ya saturada de huérfanos, si los huérfanos que tenían eran una excepción, no una amenaza a la demografía. Y había muchos pueblos donde elegir junto a las vías del tren. Las agentes, mujeres con listas que también viajaban en los trenes, les dijeron a los niños que no se preocuparan si no los escogían en las primeras paradas. La gente siempre se decantaba antes por los bebés. En cuanto los hubiesen distribuido a todos, prometieron las agentes, los mayores tendrían una oportunidad.
Aun así, los aleccionaron. Les enseñaron a sonreír cuando les sonrieran, y a cantar «Jesús me ama» cuando se les ordenara. A las niñas les dijeron que si unos padres potenciales les pedían que se recogieran la falda, obedecieran, para mostrarles que tenían las piernas rectas. Dos niños pelirrojos ocupaban el asiento frente a Cora. Incluso dormidos iban agarrados de la mano. El mayor le dijo a la agente que eran hermanos, y que no podían separarlos. Ella contestó que haría lo posible.
Cuando el tren llegaba a un nuevo pueblo, adecentaban a los niños: les lavaban la cara y las manos, los peinaban, les cambiaban la ropa. Ya antes de salir de Nueva York los habían bañado, y les habían entregado no solo una muda de ropa bonita, sino dos: una para el viaje, y otra más bonita aún para la selección. Tenían buenos abrigos y zapatos nuevos de su número, gorras para los chicos, cintas para las chicas. Las agentes eran expertas en hacer trenzas y atar los cordones de los zapatos y borrar todo rastro de lágrimas o siestas interrumpidas. Cuando los niños estaban limpios y presentables, los conducían a una especie de escenario, normalmente en una iglesia o un teatro o un palacio de la ópera. Siempre se congregaba una muchedumbre. La gente se acercaba hasta allí solo para ver.
Incluso entonces Cora comprendió el peligro en que se hallaba, saliendo a un escenario tras otro, permaneciendo inmóvil mientras los adultos pululaban alrededor, examinándolos a ella y a los otros niños, pidiendo a algunos que abrieran la boca y enseñaran los dientes. Se alegró de no ser chico. Hombres y mujeres estrujaban los brazos flacos de los chicos para comprobar la musculatura, y palpaban rodillas y escurridas caderas. Algunos dejaban claras sus necesidades. «¿Has ordeñado alguna vez una vaca?» «¿Has pelado alguna vez mazorcas?» «¿Eres enfermizo?» «¿Eran tus padres enfermizos?» «¿Sabes lo que quiere decir trabajar?» Pero ser niña tampoco suponía una gran ventaja. En una parada, Cora oyó a un hombre de barba larga decirle a una niña mayor con gruesas trenzas negras lo guapa que era, y que había perdido a su mujer hacía unos años, y que ahora estaba solo en la casa, pero era una casa grande, ¿y a ella le gustaban los bebés? La niña, en lugar de contestar, empezó a toser, fuerte e intencionadamente, sin siquiera taparse la boca con la mano, la cara roja como si se asfixiara, hasta que el hombre se alejó. Cuando pasó ante Cora, con expresión lúgubre, ella también tosió.
Rose fue la primera del grupo en irse. Cora no vio a quien la eligió. Su nerviosismo en el escenario era tal que ni siquiera advirtió la ausencia de Rose hasta que estuvieron otra vez en el tren y le quedó todo el asiento para ella. Mary Jane fue elegida en la parada siguiente, echándose casi a los brazos de un hombre joven con abrigo negro y bastón que le preguntó si le gustaría tener su propio poni. Su mujer era guapa y llevaba una falda larga verde y una elegante chaqueta a juego, el pelo rubio en bucles bajo el sombrero. Caminando ya entre ellos, Mary Jane se volvió para despedirse de Cora con la mano y un destello de pérdida asomó a sus ojos, pero enseguida miró sonriente al hombre de nuevo y desapareció por la puerta.
Cora tampoco vio marcharse a Patricia.
En la primera parada de Kansas más de la mitad de los niños se habían ido, pero a Cora no la habían elegido aún. Sabía que era en parte culpa suya. Algunos niños entonaban la canción de Jesús en todos los escenarios, y era cierto que recibían más atención. Pero Cora era muy tímida y, a su manera infantil, demasiado recelosa. Recordaba cuentos que había contado la hermana Josephine, Hansel y Gretel y Blancanieves. Seguro que las personas que se presentaban en los escenarios eran igual de capaces de disfrazarse, de mostrarse buenas y amables ante la mirada de las agentes, para transformarse en brujas y duendes devoradores de niños en cuanto desaparecían de su vista. Se preguntó qué pasaría si no llegaban a elegirla, si, parada tras parada y escenario tras escenario, tenía que volver al tren hasta que por fin… ¿qué? El tren no podía seguir adelante eternamente. Las agentes tendrían que volver a Nueva York. Si Cora seguía aún con ellas, podía regresar también.
Esa idea le rondaba por la cabeza cuando vio por primera vez a los Kaufmann. Eran los dos altos, pálidos y desgarbados. Cora los miró con curiosidad más que por interés personal. El hombre era mayor que la mujer, con profundas arrugas en la frente, labios finos y exangües. La mujer, más joven, era quizá su hija, pero no era guapa como la mujer del vestido verde que se había llevado a Mary Jane. Tenía los ojos pequeños y pálidos, la nariz afilada. Un gorro de guinga le cubría el pelo.
—Hola —le dijo a Cora.
Tanto el hombre como la mujer se agacharon para tener el rostro a la altura del de ella. Cora no pudo toser ni simular que era retrasada: una de las agentes estaba allí mismo, observando. El hombre le preguntó cómo se llamaba y ella se lo dijo. Le preguntó la edad y ella respondió que no lo sabía, pero que acababa de perder su primer diente de leche. El hombre y la mujer se rieron como si Cora hubiese dicho algo graciosísimo, como si fuera una de las niñas entonando la canción de Jesús, esforzándose por enternecerlos. Les dirigió una mirada severa, pero ellos siguieron sonriendo. El hombre miró a la mujer. La mujer asintió.
—Nos gustaría que vinieras a vivir con nosotros —dijo él—. Nos gustaría que fueras nuestra niñita.
—Tenemos una habitación ya preparada. Tu habitación. —La mujer sonrió, enseñando unos dientes delanteros prominentes—. Con ventana, y una cama. Y un pequeño tocador.
Cora los miró, sin exteriorizar nada. No podían ser sus padres. No se parecían a ella en nada. Y no habían hablado de un poni. Además, aquel era un pueblo extraño, con una calle mayor seca y polvorienta. Y soplaba el viento. En el camino desde la estación, el viento casi la había derribado.
De pronto, la agente estaba detrás de ella.
—Es tímida. Y sin duda está cansada. Han pasado varios días en el tren.
—Y tendrá hambre, imagino —dijo la mujer. Eso parecía preocuparla.
La agente, todavía detrás de Cora, le dio un empujón.
—Anda, ve —dijo, no a modo de pregunta—. Y sé agradecida, ¿eh? Creo que eres una niña afortunada.