TRES

Union Station era, quizá, el edificio más elegante de Wichita. Construido apenas unos años antes de la guerra, era relativamente nuevo. Adornaban la entrada principal columnas de granito y ventanas en arco de más de seis metros de altura. El interior era todo un gran espacio diáfano, y esa luminosa mañana de julio haces de luz largos y oblicuos se proyectaban sobre el suelo de mármol. La gente, con sus billetes y sus maletas, avanzaba resueltamente entre la sombra y la luz, en medio del rumor de pasos y conversaciones. Cora y Alan, junto con Leonard Brooks, ocupaban uno de los bancos de madera dispuestos en el perímetro. El banco, de respaldo alto, tenía el mismo aspecto y producía la misma sensación que un banco de iglesia, y Cora mantenía la espalda muy erguida, lanzando alguna que otra mirada al enorme reloj situado en lo alto de una pared. Louise había ido al servicio de señoras hacía veinte minutos.

—Tomaréis el tren de Santa Fe hasta Chicago —explicó Alan, mirando el billete de Cora—. Tendréis dos horas para el transbordo, tiempo de sobra. Pero probablemente encontraréis el enlace enseguida. —Le dirigió una mirada elocuente, enjugándose la frente con un pañuelo—. La estación de Chicago puede ser abrumadora.

Cora, con las manos firmemente cerradas en el regazo, todavía enguantadas, consiguió asentir. Tenía diecisiete años cuando llegó a Wichita por primera vez, literalmente recién salida de la granja, y su tren se detuvo en la antigua estación, mucho más pequeña y menos imponente que esta. Sin embargo, en aquel entonces le había causado emoción e inquietud ver a tantas personas y tanto movimiento, y a todas aquellas mujeres elegantes de talle encorsetado que lucían faldas con cinturón y blusas de cuello alto. Para Cora, incluso ahora, Wichita era la gran ciudad. Alan, que se había criado allí, daba por sentadas las multitudes y el bullicio, y había asistido a congresos jurídicos por todo el país. Ahora estaba diciéndole que incluso él podía sentirse abrumado en el edificio de Union Station en Chicago, donde ella tendría que orientarse a la mañana siguiente temprano para poder tomar otro tren con destino a una ciudad aún más grande, llevando a remolque a la joven a su cargo.

—Eso si el tren es puntual. —Leonard Brooks se reclinó y sacó un reloj del bolsillo del chaleco, indiferente a las esferas de la columna—. Esta huelga podría durar todo el verano. Harding tiene que intervenir.

Era un hombre bajo pero de apariencia intensa, sus ojos más negros que castaños, su cabello tan oscuro como el de Louise y el de Myra. No era mucho más alto que ellas, pero también él daba la impresión de ser al menos de estatura media. Tenía la nariz larga y afilada y el hábito de quedarse con la mirada perdida de un modo que inducía a imaginar profundas reflexiones. Leonard Brooks poseía una mente admirable, según Alan, y muchas posibilidades de conseguir un nombramiento en la judicatura. Sí parecía obsesionado con su trabajo, advirtió Cora. Poco después de abrirse paso por la estación con una maleta en cada mano y Louise a su lado, había intentado iniciar una conversación con Alan acerca de un fallo reciente sobre impuestos patrimoniales. Solo cuando Alan se aclaró la garganta y dirigió a Cora una larga mirada, el señor Brooks pareció recordar que la razón por la que estaba allí era ella. Una vez centrado, se mostró cortés y dijo que tanto a Myra como a él les complacía que Cora se hiciera cargo de Louise. Pero ahora hablaba y hablaba sobre la huelga del ferrocarril, pese a que su hija, que aún no había vuelto de su larguísima visita al servicio de señoras, se disponía a emprender su primer auténtico viaje lejos de casa.

—Es un debate interesante —comentó el señor Brooks, mirando a Alan—. Los trabajadores tienen derecho a la huelga, pero cabría pensar que también la gente tiene derecho a un transporte fiable.

—Voy a ver si Louise está bien —dijo Cora con el tono más relajado posible. No quería dar la impresión de que no sabía dónde paraba la chica ya antes de subirse al tren. Pero empezaba a preocuparse, y no se le ocurría otra excusa para ir en su busca. La propia Cora acababa de volver del servicio de señoras cuando Louise decidió que necesitaba ir. Ahora, mientras Cora cruzaba la estación, acompañada del golpeteo de sus zapatos de tacón bajo en el mármol, se le ocurrió que tal vez la chica había evitado adrede ir al lavabo al mismo tiempo que ella.

Esa sospecha se le antojó más fundada cuando dobló una esquina ocupada por un limpiabotas y encontró a Louise reclinada contra una pared bebiendo una coca-cola directamente de la botella. A su lado, un chico alto con un rumboso abrigo y sombrero de ala plana permanecía también apoyado en la pared, con el brazo extendido, para volverse hacia Louise más cómodamente y verla mejor, cosa con la que sin duda disfrutaba.

—Louise, aquí estás.

Los dos se irguieron. Louise se apartó la botella de la boca. El chico, como Cora vio en ese momento, en realidad era un hombre joven, cercano a los treinta como mínimo, con un asomo de barba rubia en el mentón. Posó en Cora sus ojos claros con visible decepción en el semblante.

Cora miró a Louise.

—Me preocupaba que te hubieras perdido —dijo, y enseguida lo lamentó por lo evidente que era la mentira.

Louise asintió. Sin volver a mirar en dirección al hombre, se encaminó rápidamente hacia Cora. Lucía un vestido de color marfil, largo hasta la pantorrilla, con un cuello a lo Peter Pan, sin sombrero, y llevaba unos tacones muy altos, tan altos, de hecho, que su cabeza casi quedaba a la par de la de Cora. Sonrió, pero mantenía fijos en el rostro de Cora sus ojos oscuros, esforzándose a todas luces en interpretar sus intenciones. «¿Va a darme problemas? —parecía preguntar—. ¿Ya desde el principio? ¿Cuándo podríamos llevarnos tan bien?»

—No es más que un viejo amigo del colegio.

Cora no respondió. Le pareció mucho más probable que Louise, en menos de media hora, se hubiera encontrado con un total desconocido, quizá de fuera de la ciudad, y le hubiera permitido invitarla a un refresco. Pero era imposible saberlo con certeza, y no era sensato iniciar una discusión por algo que no podía demostrar.

—Deberíamos volver —dijo cordialmente—. No tardaremos en subir al tren.

—¿Le apetece un sorbo? —Louise ladeó la botella hacia ella.

Cora negó con la cabeza. Cuando llegaran a Nueva York no existiría ya la posibilidad de tropezarse con conocidos, y ella estaría en mejor situación para explicar a Louise los riesgos —para su persona y para su reputación— de aceptar invitaciones de un desconocido. Era una niña, recordó Cora. Inocente. «Sin madre», había dicho Viola. Probablemente ansiaba orientación. Por Dios, pero si incluso había ido a catequesis, y por voluntad propia. Solo necesitaba atención e instrucción. En cuanto subieran al tren, Cora se proponía proporcionarle lo uno y lo otro.

Se despidió de Alan en el andén. El cielo brillaba de tal modo que no pudo alzar la vista, así que se miró las manos, que él tenía aferradas entre las suyas. Ya se habían separado otras veces. Cuando los niños eran pequeños, Cora los llevaba a Lawrence, para visitar a la hermana y los sobrinos de Alan, mientras él se quedaba trabajando en Wichita. Pero nunca había pasado fuera todo un mes. Y nunca se había marchado tan lejos.

—Tu baúl ya está consignado —dijo él—. Deberían entregarlo la noche de tu llegada. Pero ya me avisarás si necesitas algo. —Hablaba en voz baja, quizá para que Leonard Brooks no pensara que había pasado por alto alguna necesidad—. No lo dudes —añadió—. Lo que sea.

Cora asintió, y al percibir que él hacía ademán de bajar el rostro hacia ella, inclinó la mejilla para que la besara. Por encima del hombro de Alan, vio a Louise observarlos descaradamente, con la mano recta bajo el flequillo lacio. Sus miradas se cruzaron. La muchacha entornó los ojos. Cora desvió la vista.

—Quiero que obedezcas a la señora Carlisle —decía Leonard Brooks a Louise, pero levantando la voz lo suficiente para que lo oyeran Cora y Alan. Con los pulgares enganchados a los tirantes, se balanceaba sobre las punteras de los zapatos. Su hija, con tacones, era más alta que él—. Confío en recibir informes solo de tu esfuerzo en la academia y tu buen comportamiento.

Louise, inclinando la cabeza, lo miró desde arriba con la pequeña bolsa de viaje cargada a la espalda.

—Así será, papá. Te lo prometo. —Podía tener un aspecto muy juvenil, muy infantil, pensó Cora. Pero solo a veces. Y aparentemente dominaba ese truco a la perfección.

Su padre se enjugó la frente y, entrecerrando los ojos, miró el tren que esperaba detrás de ella.

—Con lo que cuesta esa academia, espero que cuando vuelvas seas la mejor bailarina de Wichita.

Cora y Alan sonrieron. Pero Louise se limitó a observarlo con un parpadeo. Por un momento pareció que no sabía qué decir, o incluso —marcando aún más su hermoso mohín— que se había sentido dolida. De pronto Cora tuvo la impresión de que era mayor, de que se le apagaba la mirada al bajar la barbilla.

—No seas tonto. Ya lo soy.

Suavizó el tono al pronunciar estas palabras, en la medida en que podía suavizarse para decir algo así, y añadió una sonrisa como de pasada. Por lo visto, Leonard Brooks, para sorpresa de Cora, encontró graciosa la condescendencia de su hija. O eso, o no se molestó en dirigirle lo que en apariencia habría sido una reprimenda necesaria. La propia Cora habría atajado semejante grosería. Pero no era ese su papel. Todavía no.

Naturalmente, pocos años después Cora entendería mejor la irritación de Louise ante la ignorancia de su padre: ser la mejor bailarina de Wichita no era ni mucho menos su máxima ambición. En apenas unos años las revistas hablarían de ella, de sus películas, de su alocada vida social. Recibiría dos mil cartas de admiradores cada semana, y las mujeres de todo el país intentarían imitar su peinado. Antes de concluir la década, sería famosa en dos continentes. Para entonces, si Leonard Brooks quería ver a su hija mayor bailar y deslumbrar, tendría que pagar la entrada del cine como todo el mundo, y verla en una pantalla de diez metros.

En el tren disponían de su propio compartimento abierto, sentadas Cora y Louise una frente a la otra en sendos asientos dobles. Las cortinas de las ventanas, de un terciopelo granate a juego con la tapicería de los asientos, estaban corridas, y en lo alto había dos pequeñas lámparas de lectura, una para cada una. No necesitarían literas antes de llegar a Chicago, de ahí que los compartimentos no estuvieran separados por tabiques. Por lo general, a Cora le gustaba el espacio abierto de los vagones diurnos, pero en ese viaje en concreto recelaba. Antes siquiera de salir de la estación, un hombre que aparentaba más o menos la edad de Cora, sentado al otro lado del pasillo, les preguntó si querían que las ayudara a bajar la ventana de guillotina. El hombre en cuestión, observó Cora, no se ofreció a bajar la de las dos ancianas que ocupaban el compartimento justo detrás de ellas, y habló a Louise directamente. Cora se apresuró a contestar, diciéndole que ya lo avisaría cuando necesitaran bajar la ventana, si es que se daba el caso. Empleó un tono cortés pero firme, y el verdadero mensaje quedó claro: ella era la guardiana de la puerta.

Si Louise se sentía agobiada a causa de ese aislamiento impuesto por Cora, no lo exteriorizó. La radiante expresión de su rostro parecía incontenible y general, no dirigida a nadie en particular. Mirara a donde mirara —el techo del vagón, los otros pasajeros, Douglas Avenue vista desde el puente—, su júbilo era manifiesto y, al parecer, tan privado como si estuviese sola. No hizo ningún comentario, pero cuando los engranajes del tren gimieron y chascaron, sonrió, tamborileándose en el regazo con los dedos. Golpeteó el suelo con las punteras de los zapatos. Cuando por fin sonó el silbato y el tren arrancó, alzó la barbilla, cerró los ojos y exhaló un suspiro.

—Es emocionante —aventuró Cora. A sus hijos les encantaban los viajes en tren cuando eran pequeños, e incluso de mayores. Los dos insistían en sentarse junto a la ventanilla, para observar las nubes de vapor, y durante años, o esa impresión tenía ella, en todos los viajes había tenido que pedir permiso al revisor para visitar la locomotora.

—¡Y que lo diga! —Louise la premió con una radiante sonrisa antes de volverse hacia el cristal. Cora aspiró humo de tabaco y un aroma a polvo de talco. Al otro lado del pasillo, en diagonal respecto a ella, un bebé lloraba en brazos de su madre. Esta intentaba tranquilizar al pequeño con arrullos y besos; al fracasar en sus esfuerzos, se volvió y dirigió una mirada de disculpa a sus vecinos. Cora cruzó una mirada con ella y sonrió.

—¡Adiós, Wichita! —Louise se despidió con la mano de Douglas Avenue mientras el denso tráfico de coches oscuros desaparecía bajo el puente—. ¡Ojalá pudiera decir que te echaré de menos! ¡Pero lo dudo mucho!

Cora hizo ademán de tocarle el brazo. Sin duda algunos de los otros pasajeros eran de Wichita, y aún no habían abandonado su ciudad. No era necesario ofender a nadie. Pero la advertencia estaba de más: Louise había dado por terminada su despedida. Ni siquiera mientras dejaban atrás las calles de su infancia, los edificios cuadrados de ladrillo y las casas de una sola planta, los parques arbolados y las agujas de las iglesias, mostró el menor interés en la vista. Prefirió abrir la bolsa y sacar su material de lectura, del que Cora hizo rápido y perspicaz inventario: el número de julio de Harper’s Bazaar, el número de junio de Vanity Fair, un libro titulado La filosofía de Arthur Schopenhauer. Antes de salir de la ciudad, allí donde las calles pavimentadas daban paso a caminos de tierra y campos, Louise parecía ya inmersa en el libro. De vez en cuando lo dejaba abierto sobre el regazo y, con una pluma de tinta azul, subrayaba algo o señalaba una página. Pero por lo regular el libro era un muro ante su cara. La tapa era de un marrón apagado.

Bien, pensó Cora. No necesitaba que la chica fuera sociable. Iba ya preparada con su propia lectura, que sacó del bolso. Tal vez ella no dejaba los más diversos libros tirados por el salón, pero disfrutaba de un buen relato tanto como el que más. Para ese viaje se había llevado un número de Ladies’ Home Journal y la última novela de Edith Wharton. Normalmente se habría mantenido fiel a su fuente de satisfacción preferida, algún libro de Temple Bailey, de quien cabía esperar narraciones gratificantes sobre valerosas heroínas que superaban en ingenio a vampiresas maquilladas y metían en vereda a maridos descarriados. Pero para ese viaje, consciente de que fuera cual fuese el título elegido incurriría en la mirada crítica de la muchacha, y el dato sin duda acabaría en conocimiento de Myra, Cora había ido a la librería y comprado La edad de la inocencia, que, si bien estaba escrita por una mujer, acababa de ganar el premio Pulitzer y por tanto, pensaba ella, sería inmune a los reproches incluso del peor de los esnobs. Además, estaba ambientada en la ciudad de Nueva York, y aunque la acción transcurría en el siglo anterior, Cora pensó que sería interesante leer sobre el lugar hacia el que iban, imaginar a personajes muertos hacía tiempo paseando por las mismas calles que ella pronto pisaría. Por el momento le gustaba la narración. Y le encantaban los detalles históricos, todos esos carruajes y vestidos rozagantes. Pese a que el tren avanzaba ya ruidosamente por campos abiertos, y el aire del vagón se caldeaba por efecto del sol cada vez más alto, Cora pasaba las páginas con facilidad, sintiéndose virtuosa e inteligente.

—¿Qué lee?

Alzó la vista. Louise, tras dejar su propio libro en la falda, la miraba fijamente. Su pelo negro, a pesar del calor, permanecía tan liso como el cristal.

—Nada, solo esto. —Cora marcó el punto con el dedo y enseñó la tapa a la muchacha. Ahora el cielo estaba más despejado. Se reacomodó el ala del sombrero.

—Ah. —Louise arrugó la nariz—. Ya lo he leído. Mi madre también.

—¿No te gustó? —preguntó Cora, por más que la respuesta era ya evidente en la expresión de la muchacha. La única duda era si Louise y Myra habían coincidido al respecto. Cora sospechaba que sí.

La casa de la alegría es mejor. Pero, en general, la novela histórica me aburre. —Se advirtió un asomo de disculpa en la voz de la muchacha, lo justo para incordiar—. Todo es tan opresivo. Todas esas absurdas normas y costumbres sobre quién es invitado a una fiesta y quién puede ser visto por quién. —Metió la mano en el bolso y sacó un paquete de goma de mascar—. Es tedioso y falso. No conseguí interesarme.

—Ganó el Pulitzer.

—Y ese héroe, si quiere llamarlo así. Al final resulta tan patético, tan cobarde. —Se metió un chicle en la boca y ofreció otro a Cora, que lo rechazó—. Está enamorado de la condesa Olenska, la única mujer auténtica del libro. ¿Y resulta que ella es inasequible porque está divorciada? Menuda bobada. Y luego va y se casa con esa mema, la aburrida de May Welland, y se siente muy noble por ello. Es un idiota. Se merece su desdicha. Pero no sé si se merece un libro.

Cora fijó la mirada en el libro. ¿Enamorado de la condesa Olenska? ¿Una mujer divorciada? Cora no se esperaba eso. Que sintiera deseo por ella, sí. Quizá la muchacha lo había interpretado mal. Quizá no conocía aún la diferencia.

—Huy. —Louise, otra vez infantil, se llevó los dedos a los labios—. ¿Le he estropeado la lectura? Lo siento.

—En absoluto —contestó Cora—. Leo por el lenguaje, no por el argumento.

Había oído decir eso a alguien una vez, y se le antojó que aquel era un buen momento para repetirlo. Miró por la ventana, con el pelo negro de la muchacha en su visión periférica. Fuera, en la pradera, el día parecía tórrido y el aire no se movía. Unas cuantas vacas Angus permanecían hundidas hasta las rodillas en una charca lodosa, casi todas apiñadas a la sombra de un único sauce. Probablemente el tren pasaría por delante de la vieja granja, no al lado mismo, pero cerca. Recordó los tiempos en que, tendida en la cama por la noche, en una oscuridad absoluta, aguzaba el oído, atenta a los silbatos.

—Su marido es muy guapo.

Cora la miró, sorprendida.

—Ah, sí. Gracias.

—¿Qué edad tiene?

—¿Cómo dices?

—¿Qué edad tiene su marido?

—Cuarenta y ocho.

—Mucho mayor que usted.

—No tanto —dijo Cora. No sabía bien si era un cumplido.

—Mi padre es casi veinte años mayor que mi madre. Tiene la edad del padre de ella.

—Ah. —Cora sonrió—. Bueno, eso no es raro. A menudo, cuando el hombre es mayor se forma una buena pareja.

La chica miró a Cora como si hubiese pronunciado unas palabras sabias y no conocidas en general.

—¿Cariño? ¿Estás bien?

Louise asintió, y un mechón negro se adhirió a su mejilla.

—Sí. —Se miró las manos, apoyadas en el regazo. A continuación, como si saliera de un hechizo por la fuerza, parpadeó y alzó la vista—. Mi madre se arrepiente. De haberse casado con él, quiero decir.

Cora respiró hondo.

—No deberías decirme eso. No es asunto mío. —Desvió la mirada para demostrar que hablaba en serio.

—A ella le traería sin cuidado. No es una cuestión personal. No es nada contra él. Ni contra nosotros. Sencillamente, no le gusta su vida. No quería casarse, pero su padre la obligó porque mi padre tenía dinero. Tampoco quería hijos.

Cora volvió a mirarla.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Ella. Y se lo dijo a mi padre cuando se casaron. Dijo que si él de verdad quería casarse, pues bien, y si quería hijos, se los daría, pero tendría que buscar a alguien para que nos cuidara. —Louise se encogió de hombros—. Él no lo hizo.

Cora esperó, a fin de elegir bien las palabras. Tal vez Myra había comentado eso en broma, como hacían algunas mujeres. A Cora nunca le había gustado esa clase de humor. No tenía gracia decirle a una niña que no era deseada. Pensó en la pequeña June, deambulando por la casa.

—Seguro que no lo dijo en serio.

—Sí lo dijo en serio.

Louise mantenía una expresión y un tono jocosos, actitud que Cora no entendía. Un comentario así por parte de una madre debía de ser doloroso. Desde luego Myra era una mujer espantosa; y el mundo, un lugar injusto.

—Quizá sintió eso durante un tiempo —señaló Cora, dirigiendo a Louise la más benévola de las miradas—. Pero estoy segura de que ahora adora a todos sus hijos. Debe de entender la suerte que tiene.

Louise frunció el entrecejo.

—No lo dijo con maldad, si eso es lo que está usted pensando. Ya le he dicho que no es nada personal. —Miró a Cora con frialdad, recostándose en el asiento—. No es nada contra nosotros. Tuvo seis hermanos y hermanas menores, y hablo solo de los que sobrevivieron. Su madre estaba siempre enferma, y ella tuvo que cuidar de los demás. Así que ya se había cansado de bebés incluso antes de conocer a mi padre. No se lo echo en cara.

Cora guardó silencio, escarmentada. Nunca habría sospechado que Myra Brooks hubiese tenido una infancia difícil.

Louise le sostuvo la mirada.

—Si sabe leer, es por lo lista que es, por lo mucho que le gustan los libros y la música. Aprendió por su cuenta. —Levantó la barbilla—. Lo aprendió todo por su cuenta. Y sabe mucho más que la mayoría de la gente.

Cora asintió, deseosa de darle la razón. No había pretendido que la muchacha se pusiera a la defensiva respecto a su madre. Se tocó la sien izquierda. La temperatura en el vagón había subido.

—En cualquier caso… —Louise se interrumpió para hacer un globo con la goma de mascar—. Yo no voy a tener una caterva de críos. Ni siquiera uno. Eso desde luego.

Cora sonrió.

—Bueno. Tienes mucho tiempo por delante para cambiar de idea.

—No cambiaré de idea.

Permanecieron un rato en silencio, Louise mirando por la ventana, Cora con la vista puesta en el pasillo. Sabía que lo prudente era dejar pasar esa conversación, dejar que la muchacha pensara lo que quisiera. El tiempo lo diría. Pero estaba irritada. En el tono de Louise se adivinaba cierto orgullo e irreflexión, como si se creyera con más derechos que nadie.

—Pensarás de otra manera cuando te enamores —dijo Cora—. Puede que ahora no lo creas, pero quizá algún día quieras casarte.

—Mmm. —Louise sonrió y levantó su libro—. Schopenhauer escribe sobre el matrimonio. Dice que casarse es como hundir la mano a ciegas en un saco lleno de serpientes con la esperanza de encontrar una anguila.

—No me digas. —Cora miró el libro con desdén.

—La verdad es que creo que me gustaría casarme algún día —dijo Louise, bajando otra vez el libro—. Solo que no quiero hijos.

Cora casi se rio ante la inocencia de la muchacha. La pobre aún no entendía cómo llegaban al mundo los bebés, que eran fruto del matrimonio, lo decidiera uno o no. Pero de pronto, mirando a Louise a los ojos, cayó en la cuenta de que aquello a lo que se refería la muchacha, aquello a lo que quería ir a parar, no era inocente en absoluto. Cora miró el cielo por la ventana, fingiendo interés en una nube que era de color azul por debajo. No podía hacer mucho más. Solo unos meses antes, Margaret Sanger[1] había sido detenida por plantear en público si el control de la natalidad era moral. La tacharon de obscena. Y eso ocurrió en Nueva York, si Cora no recordaba mal. En todo caso, no tenía intención de iniciar una conversación así con nadie a bordo de un tren en Kansas; muchas gracias, pero no.

Y menos aún con una adolescente.

Cuando el revisor anunció Kansas City, Louise apartó la vista del libro y botó un poco en el asiento.

—Eso significa que hemos cruzado la frontera del estado. —Juntando las manos en una teatral pose de oración, miró primero a Cora y luego el techo abovedado del vagón—. ¡He salido de Kansas! ¡Gracias, Dios mío! ¡He conseguido salir!

Cora miró por la ventana. La Union Station de Kansas City era como la estación de Wichita aumentada, igual de hermosa pero dos o incluso tres veces más grande. Así serían las cosas, comprendió. Conforme avanzaran hacia el este, a un ritmo lento y regular, todo sería más grande.

—¿Usted había salido antes del estado? —Louise le dirigió una cordial mirada de curiosidad.

—No. —Cora se reclinó en el asiento—. He viajado por Kansas, pero nada más.

Se atusó el cabello y se recolocó una horquilla, decidida a eludir la reacción de Louise. No necesitaba verla. Imaginaba la expresión de decepción, incluso de rechazo. Admitir abiertamente la insignificancia de su vida sería un delito aún peor que no conocer la compañía de danza Denishawn.

La verdad habría obrado a su favor, quizá impresionando a la chica. Pero la vieja mentira, tan arraigada, había asomado fácilmente a sus labios: la había contado tantas veces que le parecía verdad, incluso en ese momento, mientras el roce uniforme de las ruedas en los raíles avivaba sus recuerdos. En aquel otro largo viaje no era más que una niña, acompañada por otros niños pero a la vez sola, no en dirección este sino rumbo al oeste. Tenía hambre. Su asiento, recordaba, era de madera dura, y las noches, largas y totalmente oscuras. Pero los sonidos eran los mismos, así como el silbato y los engranajes; también el balanceo, que era lo que mejor recordaba. En aquel entonces, como ahora, se sentía casi mareada de miedo y anhelo, avanzando deprisa hacia otro mundo, y hacia todo lo que aún no conocía.