DOS

Los Brooks vivían en North Topeka Street, tan cerca de casa de Cora que otra mujer habría tardado menos de un cuarto de hora en ir a pie. Pero a Cora le llevó mucho más tiempo porque, como era su costumbre desde hacía tiempo, cada vez que oía el motor de un coche que pasaba, levantaba el parasol para ver si era alguien a quien conocía. Si un amigo suyo o de Alan tenía la amabilidad de parar para preguntar si necesitaba que la llevara o para hacer algún comentario sobre el tiempo de aquella magnífica mañana de junio, ella se detenía con mucho gusto para conversar durante unos minutos. Agradecía la vida de barrio, sobre todo en esa pequeña ciudad que aún le parecía muy grande después de tantos años. Esa mañana, no obstante, dijo que no a cuantos se ofrecieron a llevarla en coche, y se limitó a explicar que iba a reunirse con una amiga.

Aun así, llegó a su destino a tiempo, ya que había salido de casa temprano en previsión de las distracciones, y el reloj marcaba las once en punto cuando tuvo a la vista la casa de los Brooks. Pese a estar pintada de un gris apagado, era difícil pasarla por alto. En una manzana de casas grandes, era con diferencia la mayor de todas; sus tres plantas ocupaban más de la mitad de la distancia entre la calle y el callejón trasero. En realidad, parecía excesiva, demasiado grande para la parcela de tamaño medio que ocupaba. Todas las ventanas delanteras estaban abiertas a la brisa, excepto una con una grieta irregular a lo largo del marco, quizá demasiado frágil para levantarla. El césped alrededor estaba recién cortado, y varios lilos, aún en flor, encuadraban el umbrío porche de piedra caliza. Cuando Cora subió por los peldaños de la escalinata, un abejorro la circundó dos veces antes de perder interés y alejarse zumbando.

Myra abrió la puerta con una sonrisa, y Cora recordó de pronto, no sin cierta sorpresa, lo menuda que era su anfitriona. La propia Cora era de estatura algo inferior a la media y no estaba habituada a bajar la vista para mirar a otra mujer adulta, pero superaba a Myra casi en diez centímetros. La imagen que tenía de Myra no era de una mujer baja: no se la veía precisamente baja cuando estaba en el estrado, y tenía la voz grave de una mujer más alta. Pese a su escasa estatura, Cora nunca había oído a nadie calificar a Myra Brooks de «mona» o «adorable» o siquiera «bonita». Decían que era «hermosa» o «cautivadora» o «atractiva». Ese día, incluso el cuello pálido de Myra parecía largo, alzándose desde una blusa de seda blanca con cuello camisero redondo, y la falda, con la cintura pinzada y un pudoroso dobladillo justo por encima del tobillo, confería a su cuerpo una apariencia aún más alargada. Un mechón de pelo oscuro había escapado del moño, en la parte de atrás de la cabeza, y le caía casi hasta el hombro.

—Cora. Cuánto me alegro de verte. —Tenía una voz apaciguadora, melodiosa y casi convincente. Por teléfono había simulado saber quién era Cora. Ahora tomó con una mano la de Cora y con la otra el parasol—. ¿Has venido caminando? ¿Con este calor? Me tienes impresionada. Yo con este sol me amustio, te lo aseguro.

—No son más que unas pocas manzanas —respondió Cora, pese a tener la espalda húmeda de sudor. Sacó el pañuelo del bolso y se enjugó la frente con unos toquecitos. Myra esperó, y era cierto que, examinándola de cerca, se la veía un tanto rendida. Llevaba mal abrochados los botones de nácar de la blusa, con lo que le quedaba un ojal de más en la garganta y un botón de nácar de más en la parte de abajo.

—Ven a sentarte, por favor. Te traeré una limonada. ¿O prefieres un té? Y perdona por el estado de la casa. —Sacudió la cabeza, apartando la mirada—. La chica suele venir a las nueve, pero por alguna razón hoy no ha dado señales de vida. Y no tiene teléfono, claro está. —Levantó las manos al aire y suspiró—. Lo único que puede hacerse es esperar.

Cora asintió, comprensiva, aunque ella siempre intentaba limpiar lo mejor posible antes de que Della llegase, para no causarle una mala impresión, para que Della no volviera a su casa y contara a los suyos que su señora blanca era muy dejada. Mientras seguía a Myra al salón, vio claramente que a su anfitriona no le agobiaba esa clase de preocupaciones. La sala en sí era preciosa, amplia y diáfana, y corría el aire gracias a las dos grandes ventanas. Pero reinaba el desorden. En el suelo, sin motivo aparente, había una cuchara, una estilográfica, una raqueta de bádminton, un calzador y también una muñeca desnuda a la que le faltaba un ojo azul. Más allá, asomando debajo de un encantador canapé de brocado, se veían unos calcetines sucios al lado de un ejemplar abierto y boca abajo de Cándido. Cora fingió no ver los calcetines e intentó respirar por la boca. Pese a las ventanas abiertas, impregnaba el aire un claro olor a pan quemado.

Myra suspiró.

—He estado toda la mañana trabajando en el piso de arriba. La semana que viene doy una charla sobre Wagner. —Se agachó para recoger la cuchara, la muñeca y la raqueta—. Los niños me están volviendo loca. Se supone que ni siquiera deberían entrar en el salón. Estoy muy abochornada, de verdad. Enseguida vuelvo. ¿Un té? ¿Has dicho que te apetece un té? ¿O limonada?

Cora tardó un momento en contestar. Había esperado la perfección, habitaciones tan hermosas como la propia Myra.

—Una limonada está bien.

Myra salió por una puerta corredera y la cerró. Cora se quedó de pie donde estaba, preguntándose si debía esconder de un puntapié los calcetines sucios debajo del canapé. Tras una breve vacilación, lo hizo, y después, satisfecha del resultado, volvió a examinar el salón. Había libros, observó, por todas partes. El latín sin esfuerzo descansaba en el alféizar de la ventana, y el marcapáginas, una cinta verde deshilachada, flameaba por efecto de la brisa. Una pequeña pila de libros se alzaba en la mesita de centro. Se acercó un paso y echó un vistazo a los títulos. Los poemas de Goethe. Un artista en Corfú. Las aventuras de Sherlock Holmes. El origen de las especies. En el suelo, bajo una silla tapizada, vio Las obras selectas de Shakespeare, colocado allí como si fuera un escabel.

Unos pasos rápidos descendieron por una escalera entre los crujidos de los peldaños, y al cabo de un momento entró desde el pasillo una niña de pelo rizado de unos siete años. Con una cuchara comía de una taza de té algo que parecía baño de chocolate, y tenía embadurnadas la pechera de la blusa, las mejillas pálidas y la punta de la nariz. Se sobresaltó al descubrir la presencia de Cora.

—Hola —saludó Cora con su tono más tierno—. Soy la señora Carlisle, amiga de tu madre. Estoy aquí esperándola.

La niña engulló otra cucharada de chocolate.

—¿Dónde está mi madre?

Cora señaló con la cabeza la puerta corredera cerrada.

—Ahí dentro, creo.

La puerta se abrió. Myra entró despreocupadamente en el salón con un vaso de limonada en cada mano. Su sonrisa desapareció en cuanto vio a la niña.

—Cariño, ¿qué comes? —Aunque habló con suavidad, sin levantar la voz, entregó a Cora las dos limonadas para quitarle la taza y la cuchara a la niña. Miró el contenido de la taza y torció el gesto—. June. Esto no es un almuerzo aceptable. No veo necesidad de decírtelo. Ve al baño y lávate la cara. Luego ve a buscar a Theo.

—Está jugando al bádminton él solo —respondió la niña—. Ha dicho que no quería jugar con nadie.

—Tonterías. Acabo de encontrar la otra raqueta donde él no debería haberla dejado, y ahora está junto a la puerta de atrás. Cuando te hayas lavado, ve a buscarla, y luego sal a jugar con Theo. Mamá tiene visita. Y no se hable más.

Dicho esto, Myra se volvió hacia Cora, de nuevo sonriente, y recuperó una de las limonadas. Ahora, advirtió Cora, tenía bien abrochada la blusa.

—Por favor —dijo, señalando la silla tapizada.

—¡Cuántos libros! Estoy impresionada —comentó Cora. Al sentarse, procuró no tocar con los pies el Shakespeare que había bajo la silla.

—Ah. —Myra puso cara de desesperación—. Los niños siempre los dejan tirados por ahí. No pueden guardarlos en la biblioteca porque Leonard tiene allí los libros de derecho. De hecho, esa parte de la casa está inclinándose de tantos como hay, y pesan lo suyo. —Vio sonreír a Cora y movió la cabeza—. No. En serio. Los cimientos se han hundido treinta y cinco centímetros. Por eso se agrietan las ventanas. Y no está dispuesto a deshacerse de un solo libro.

Cora rebuscó en su cabeza alguna queja menor que plantear sobre Alan, aunque solo fuera para manifestar comprensión. Pero no se le ocurrió nada comparable. Alan también tenía muchos libros de derecho, pero estaba segura de que si los cimientos empezaran a hundirse bajo su peso, él se desprendería de unos cuantos.

Se miraron. Cora consideraba que era Myra quien debía iniciar la conversación.

—Una niña preciosa —comentó, señalando la puerta corredera por la que había desaparecido June.

—Gracias. Espera a ver a Louise.

Cora la miró sin comprender. Myra reparó en su expresión y se encogió de hombros.

—Nunca la has visto, deduzco. Disculpa. Solo pretendo ser franca. Pienso que debo serlo, dado el carácter de la… misión para la que te has ofrecido voluntaria. —Miró a Cora con escepticismo—. Debes saber que serás la acompañante de una chica que no solo es excepcionalmente guapa, sino también muy terca.

Cora se quedó desconcertada de nuevo. Por lo visto, no hacía falta conversación alguna: Myra ya había decidido que Cora era una acompañante adecuada. Cora había imaginado que recibiría la aprobación a posteriori, junto con alguna muestra de gratitud, pero también había esperado que Myra hiciera antes alguna pregunta, algún simulacro de entrevista.

—He oído decir que es muy guapa —respondió Cora.

—¿Y qué más has oído decir?

Cora se irguió.

—¡No! ¡No me refiero a nada espantoso! —Myra se inclinó y dio a Cora una palmada tranquilizadora en el brazo. Tenía las manos grandes para una mujer tan pequeña, los dedos estrechos y largos—. No pretendía alarmarte. Solo… Supongo que tienes muchas amigas en la ciudad. —Volvió a reclinarse y cruzó los tobillos—. Me preguntaba si habías hablado, por ejemplo, con Alice Campbell.

Cora negó con la cabeza. La limonada estaba tan ácida que apenas podía beberse. Tuvo que esforzarse para no hacer un mohín.

—Verás, Alice Campbell da clases de danza y dicción en la Academia de Música de Wichita. —Myra pronunció esta frase como si fuese algo risible, una broma en sí misma—. Louise estudió con ella varios años. Se tiraban los trastos a la cabeza, por así decirlo. La señora Campbell la consideraba… —Miró por una de las grandes ventanas, como si buscara las palabras exactas mimada, irascible y ofensiva. Añadió otros adjetivos, recuerdo. El caso es que expulsó a Louise de las clases.

Cora arrugó la frente. Iría a Nueva York. Ya lo había decidido. Si se echaba atrás, quizá no fuera nunca. Aun así, ese dato complicaba la idea que se había formado del viaje que la esperaba.

—No diré que esas cosas no sean verdad —prosiguió Myra, dejando el vaso en la mesa—. O que lo sean a veces. —Sonrió—. Me atrevería a decir que yo sé mejor que nadie lo intratable que puede llegar a ser Louise. Pero también sé que por dura que Louise sea a veces con los demás, siempre es aún más dura consigo misma. —Movió la mano en un gesto de displicencia—. El suyo es un temperamento artístico. Y ya ahora tiene mucho más talento del que jamás tendrá la señora Campbell, la verdad sea dicha, y lo tiene desde hace tiempo. Ella misma se dio cuenta cuando todavía era su alumna. En realidad, ese fue el problema.

Algo pesado cayó al suelo en el piso de arriba, justo encima de ellas. Una voz masculina exclamó: «¡Idiota!». Cora alzó la mirada. Myra pareció no oír nada.

—¿Estás diciendo que será… difícil de controlar? —preguntó Cora.

—No. Al contrario. Quiero aplacar tus temores. Verás, sea cual sea el temperamento de Louise, tendrás más influencia de la que nadie ha tenido jamás sobre ella, incluida yo. Tú eres su billete a Nueva York, y ella lo sabe. En cuanto llegues allí seguirás teniendo una gran influencia, porque si tú decides regresar a casa, ella tendrá que hacerlo también. Eso su padre lo ha dejado muy claro.

Arriba, en algún lugar, se rompió un cristal. A eso siguió de inmediato un grito femenino pero gutural. Cora dirigió otra mirada al techo, y luego al rostro indiferente de su anfitriona.

—De modo que contigo —prosiguió Myra— nuestra pequeña leona debería ser dócil como un cordero. Sabe lo mucho que me ha costado convencer a su padre de que la deje ir, y no pondrá en peligro el resultado. Para ella, estudiar con Ted Shawn y Ruth St. Denis es una oportunidad extraordinaria. ¿Has oído hablar de Denishawn?

Dejó caer esta última pregunta como de pasada, como si en realidad no necesitara respuesta. Cora estuvo a punto de asentir, pero de pronto se dio cuenta de que debía ser sincera y movió la cabeza en un gesto de negación. Myra parecía atónita.

—¿No conoces la compañía de danza Denishawn?

Cora volvió a negar con la cabeza.

—Pues es la compañía de danza más innovadora del país. ¿No fuiste a verlos cuando estuvieron aquí en noviembre pasado? ¿En el Crawford?

Cora, ya irritada, volvió a negar con la cabeza. Recordaba vagamente los anuncios de un grupo de danza, pero ni ella ni Alan habían sentido interés. Myra la observaba con la frente un tanto fruncida. Era evidente que acababa de formarse una opinión.

—Pues no sabes lo que te perdiste. Ted Shawn y Martha Graham interpretaron los papeles principales, y estuvieron fabulosos. No como las memeces que suelen llegar aquí, a provincias. —Con el ceño arrugado, lanzó una mirada por la ventana delantera—. Denishawn ofrece danza moderna que es realmente moderna, artística. Su coreografía está un poco en deuda con Isadora Duncan, pero no del todo. También ellos son innovadores, y son los mejores. —Callándose por un momento, se miró las manos—. No sabes cuánto me alegro por Louise.

Cora oyó claramente una bofetada, y otro grito que podía atribuirse a la parte agredida, fuera cual fuese su sexo. Aclarándose la garganta, señaló el techo.

—¿No deberíamos ir a… investigar?

Myra dirigió la vista al techo.

—No hace falta —musitó, alisándose la falda—. Ella misma vendrá a nosotras, no te quepa duda.

Unos pasos bajaron por una escalera, incluso más rápidos y ligeros que los de June.

—¡Mamá!

Myra no contestó.

—¡Mamá!

—Estamos aquí, cariño —respondió Myra, levantando la voz—. En el salón. Comportándonos civilizadamente.

En la puerta apareció una chica con la mano derecha en el hombro izquierdo, los ojos oscuros empañados por las lágrimas. Cora no tuvo la menor duda de que tenía ante sí a Louise: incluso llorando y con la piel en torno a los ojos hinchada a causa de la ira, era de una belleza espectacular. Baja y menuda como su madre, tenía también la misma tez pálida y la cara en forma de corazón, así como los mismos ojos y el mismo pelo oscuros. Pero su mandíbula era más firme, y sus mejillas aún tan angelicales como las de la pequeña June. Todo esto lo enmarcaba el excepcional cabello negro, lustroso y lacio, cortado justo por debajo de las orejas, con las puntas dirigidas al frente a ambos lados como si fueran flechas que señalaban sus labios carnosos. La lisa cortina formada por el denso flequillo se interrumpía bruscamente justo encima de las cejas. Viola tenía razón. Pese a lo mucho que se parecía a su madre, esa chica era ciertamente única.

—Martin me ha pegado —dijo.

—¿Pegado? —preguntó Myra—. ¿O abofeteado? Después de años viviendo con vosotros dos, supongo que sé distinguir la diferencia al oírlo, incluso a un piso de distancia.

—¡Me ha dejado marca!

Louise apartó la mano y se levantó la manga del vestido de color crema para mostrar una porción de piel que no solo estaba roja, sino que empezaba a amoratarse en la parte superior. Cora ahogó una exclamación. Louise la miró, pero solo por un momento.

—Martin es más grande que yo. Es mayor. Y estaba en mi habitación, ¡leyendo mi diario! ¿Cómo puedes tolerarle semejante nivel de insolencia? —Se señaló el brazo—. ¿Y de violencia?

Myra sonrió, a todas luces encontrando gracioso el dramatismo que destilaban las palabras de su hija. Cora, en cambio, consideró legítimas ambas preguntas. La marca en el brazo de la chica presentaba mal aspecto. Si ese tal Martin era mayor que Louise, debía de rondar la edad de los gemelos. Y Cora no se imaginaba a Howard ni a Earle golpeando a una chica menor, ni de hecho a ninguna chica. Sencillamente no serían capaces. Y si uno de ellos, perdiendo la cabeza, llegara a hacerlo, tendría que rendir cuentas ante Cora y Alan, quienes se tomarían un incidente así mucho más en serio que la mujer que permanecía sentada ante ella con una sonrisa.

—La insolencia y la violencia de tu hermano no serán un problema para ti durante mucho más tiempo —dijo Myra, ahogando un bostezo—. Y podrás tener tu preciado diario a salvo en Nueva York gracias a esta mujer. Louise, me gustaría presentarte a Cora Carlisle.

La chica miró a Cora. No dijo nada, pero su expresión era una evidente mezcla de repulsión y tolerancia. Cora no imaginaba qué había en ella para inspirar tales sentimientos. De cara a esa visita se había esmerado en ofrecer una imagen agradable. Llevaba un vestido modesto pero elegante, e incluso un largo collar de cuentas. Desde luego, vestía tan bien como Myra. Pero el desprecio en los ojos de esa chica era inequívoco. Era la expresión con que un niño mira el brócoli que debe comerse antes del postre, la habitación que debe limpiar antes del juego. Era una mirada de temor que resultaba mucho más insufrible por la juventud y belleza de la chica, por su tez pálida y el mohín de sus labios. Cora notó que se sonrojaba. No había sido objeto de tal condescendencia desde hacía años.

Se apresuró a levantarse y tender la mano.

—Hola —dijo, sonriente, y miró a la chica a los ojos. La diferencia de estaturas, decidió, le sería útil—. Encantada de conocerte. Espero que tengamos un viaje maravilloso.

—Mucho gusto —respondió la chica con un tartamudeo. No sabía mentir tan bien como su madre ni de lejos. Dio a Cora un flácido apretón de manos y volvió a aferrarse el brazo dolorido.

—Siento lo del brazo. Eso tiene que doler.

No era más que la verdad, pero Cora lo dijo amablemente, y fue como si hiciera girar una llave invisible. Los preciosos ojos volvieron a arrasarse en lágrimas, y esta vez parecieron posarse en Cora de otra manera.

—Gracias —respondió Louise—. Sí duele.

—Nunca había oído hablar de Denishawn —dijo Myra. Permaneció sentada, sonriendo a su hija, expectante. Cora experimentó el primer amago de una fuerte antipatía.

—¿Nunca ha oído hablar de Denishawn? —También Louise pareció quedarse de una pieza.

—No —respondió Cora. Confiaba en que si lo dejaba claro de una vez, quizá no se lo preguntaran ya más.

La chica y su madre cruzaron una mirada. Fijaron la vista en Cora con aquellos ojos oscuros idénticos, más parecidas que antes.

—¿Por qué vas, entonces? —preguntó Myra con un tono cordial, pese a que su sonrisa no tenía nada de cordial—. ¿Qué te atrae de Nueva York?

Cora tragó saliva. Debería haber previsto esa pregunta, y preparado una respuesta. Vagas asociaciones con la ciudad de Nueva York desfilaron por su mente: la estatua de la Libertad, los inmigrantes, la venta ilegal de alcohol, la miseria de las casas de vecindad, Broadway.

—Me encanta el buen teatro —contestó.

Louise ahogó una exclamación. Su sonrisa no se parecía en absoluto a la de su madre: su satisfacción era tan sincera como lo había sido antes su desdén.

—¡Bien, pues! ¡No está usted tan mal después de todo!

Cora no supo cómo interpretar esas palabras.

—Para mí, el teatro es la pera —afirmó Louise—. Quiero ir a todas las representaciones de Broadway.

Cora asintió afablemente. No le importaba ir al teatro. Myra observó a Cora con la cabeza ladeada.

—Es curioso. No recuerdo haberte visto nunca en las funciones aquí en la ciudad.

Cora rebuscó en su memoria alguna obra a la que hubiera asistido en los últimos cinco años. Nada. Prefería ir al cine, ver las caras de cerca. Y no le importaba tener que leer.

—No ha dicho que le guste el teatro local, mamá. —Louise se volvió hacia Cora—. Se refiere al teatro de calidad, ¿verdad? No la culpo. Aquí es todo un horror, lo mismo pasa con la danza. Estoy impaciente por ver una representación auténtica.

—También yo —coincidió Cora. Louise y ella se sonrieron. Supuso que Broadway no le disgustaría.

—Louise, querida —dijo Myra sin apartar la mirada de Cora—, me alegro mucho de que seáis tan amigas. Pero la señora Carlisle y yo aún tenemos unas cuantas cosas de las que hablar.

Louise miró a su madre y luego a Cora, como si esperara discernir cuál sería exactamente el tema de la conversación. Al no recibir indicación alguna, se encogió de hombros y se volvió para marcharse. Cuando pasó al lado de la mesita de centro, agarró el primer libro de la pila sin mirar el título. Echó un vistazo por encima del hombro.

—Ya nos veremos en julio —exclamó. Agitó la mano que sostenía el libro en un gesto de despedida y dirigió a Cora un brevísimo guiño.

Myra la informó sobre los detalles: Louise y ella se alojarían en un bloque de apartamentos cercano a Riverside Drive que había recomendado Denishawn. Leonard ya había comprado los billetes de tren y pagado por adelantado el apartamento, aunque, advirtió Myra, quizá fuera mejor que Louise pensara que el alquiler se pagaba semanalmente. Cora administraría el dinero para gastos; él le entregaría al menos el monto equivalente a una semana cuando fuera a despedirlas a la estación, y le enviaría el resto por giro telegráfico a petición de ella. Los fondos no eran inagotables, pero no tenía que ser especialmente frugal: querían que Louise experimentara Nueva York, o al menos una parte de la ciudad. Los museos. El teatro. Los restaurantes. De hecho, cualquier forma de entretenimiento saludable estaba bien.

Mientras Myra le hablaba, Cora la observó y se ablandó un poco. Tal vez todo ese esnobismo con Denishawn escondía ciertos celos, o una simple inquietud materna. Quizá Myra habría deseado acompañar ella misma a Louise. No debía de ser fácil enviar así a una hija con una simple conocida. Y Myra se había tomado la molestia de organizar el viaje con una acompañante, de buscarla. Obviamente, aquello le importaba. Quizá solo estaba preocupada, como lo estaría cualquier madre.

De modo que cuando llegó la hora de marcharse, y Myra y ella estaban en el amplio y oscuro vestíbulo, Cora hizo acopio de valor.

—Quiero que sepas —le dijo a Myra, encogiéndose un poco para no sentirse tan alta— que te agradezco que me hayas contado lo de la profesora de danza, esa con la que Louise no se llevó bien. Pero, de verdad, a mí me da la impresión de que tu hija es una jovencita encantadora. Según me han contado, incluso va a mi iglesia.

—Iba —replicó Myra con tono inexpresivo.

—Ah, bueno. En cualquier caso, quiero que sepas que puedes quedarte tranquila respecto al viaje. He hablado de ir al teatro, sí, pero te garantizo que me tomaré muy en serio mi responsabilidad principal. Doy por hecho que Louise es una chica decente, pero me aseguraré de mantenerla a salvo.

Myra enarcó las cejas, sonriendo como si Cora hubiese hecho un comentario gracioso.

—Fue Leonard quien insistió en la acompañante —dijo, abriendo la puerta al sol y al calor. Se protegió los ojos con la palma de la mano, pero su sonrisa permaneció inalterable—. Encontrarte a ti fue idea suya. Yo solo quiero que vaya.