La primera vez que Cora oyó el nombre de Louise Brooks se hallaba en un Ford modelo T aparcado ante la biblioteca de Wichita, esperando a que parase de llover. Si Cora hubiese estado sola, y sin carga, quizá habría echado a correr por el césped y subido por los peldaños de piedra de la biblioteca, pero esa mañana su amiga Viola Hammond y ella habían ido de puerta en puerta por todo el barrio, recogiendo libros para la nueva sala infantil, y el sustancioso fruto de sus esfuerzos permanecía seco y a buen recaudo dentro de cuatro cajas en el asiento trasero. La tormenta, decidieron, sería pasajera, y no podían arriesgarse a que los libros se mojaran.
Y además, pensó Cora contemplando la lluvia, tampoco tenía nada mejor que hacer. Sus hijos pasarían todo el verano trabajando en una granja en los aledaños de Winfield y se habían ido ya. En otoño se marcharían a la universidad. Cora aún no se había acostumbrado del todo a la tranquilidad, ni a la libertad, de esa nueva etapa en su vida. Ahora, mucho después de terminar Della sus faenas del día, la casa permanecía limpia, sin huellas de barro en el suelo, sin discos esparcidos en torno al gramófono. No había disputas por el coche en que mediar, ni partidos de tenis en el club a los que ir a animar, ni redacciones que elogiar y corregir. La despensa y la heladera estaban bien abastecidas de comida sin necesidad de visitas diarias a la tienda. Ese día, con Alan en el trabajo, no tenía ningún motivo para darse prisa en volver a casa.
—Me alegro de que hayamos utilizado vuestro coche y no el nuestro —comentó Viola a la vez que se reacomodaba el sombrero, que era bonito: un turbante alto adornado con una pluma de avestruz cayendo en espiral desde la copa—. La gente dice que los coches cerrados son un lujo, pero en un día como este no es así.
Cora le dirigió una sonrisa de modestia, o eso esperaba transmitir. Aquel no solo era un coche cubierto, sino que además tenía arranque eléctrico. «Los coches de manivela no son cosa de damas», como decía el anuncio, aunque Alan había reconocido que tampoco él echaba de menos darle a la manivela.
Viola se volvió y lanzó una ojeada a los libros, en el asiento trasero.
—La gente ha sido generosa —admitió. Diez años mayor que Cora, de sienes ya plateadas, hablaba con la autoridad que le confería su edad—. En general. Te habrás dado cuenta de que Myra Brooks ni siquiera ha abierto la puerta.
Cora no se había percatado. Ella se había ocupado de la otra acera de la calle.
—Tal vez no estaba en casa.
—He oído el piano. —Viola deslizó la mirada hacia Cora—. No se ha molestado en parar de tocar cuando he llamado. Aunque lo hace muy bien, debo admitir.
Un relámpago surcó el cielo al oeste, y si bien las dos dieron un respingo, Cora, sin pensarlo, sonrió. Siempre le habían gustado esas tormentas de finales de primavera. Llegaban en un abrir y cerrar de ojos, avanzando desde la llanura en columnas de nubes en expansión, un grato alivio después del calor del día. Una hora antes, mientras Cora y Viola recolectaban los libros, lucía un sol caliente en el cielo azul. Ahora la lluvia caía con tal fuerza que cortaba las hojas verdes del gran roble plantado ante la biblioteca. Las lilas temblaban y se mecían.
—¿No te parece que es una esnob insoportable?
Cora vaciló. No le gustaba el chismorreo, pero la verdad era que no podía considerar a Myra Brooks amiga suya. ¿Y a cuántas reuniones de sufragistas habían asistido juntas? ¿Cuántas veces se habían manifestado juntas en la calle? Así y todo, si Cora se cruzara en ese momento con Myra en Douglas Avenue, esta ni siquiera la saludaría. Pero siempre había tenido la sensación de que Myra actuaba de esta manera no tanto por esnobismo como porque simplemente no registraba su existencia, y cabía la posibilidad de que no fuera nada personal. Al parecer, Myra Brooks no miraba a nadie, según había observado Cora, no a menos que fuera ella quien hablaba, y en ese caso solo miraba a los demás porque estaba pendiente de la impresión que causaba. Y sin embargo a ella sí la miraba todo el mundo, claro. Era tal vez la mujer más hermosa que Cora había visto en persona: tenía una tez pálida, sin tacha, y grandes ojos oscuros, además de todo aquel pelo abundante y oscuro. Sin duda poseía talento como oradora: nunca hablaba con voz estridente y su dicción era nítida. Pero todos sabían que la razón por la que Myra se había convertido en una portavoz especialmente útil para el movimiento era su físico, un buen antídoto ante la idea que ofrecía la prensa sobre la imagen de una sufragista. Y saltaba a la vista que era inteligente, cultivada. Según decían, lo sabía todo sobre la música, conocía las obras de todos los compositores famosos. Y sabía cautivar, eso por descontado. Una vez, desde el estrado, miró a Cora a los ojos y le sonrió como si fueran amigas.
—En realidad no la conozco —dijo Cora. Volvió a mirar por el parabrisas borroso y observó a la gente que salía de un tranvía y corría para ponerse a cubierto. Alan había ido a trabajar en tranvía, y por eso ella pudo disponer del Ford.
—Pues yo te informaré: Myra Brooks es una esnob insoportable. —Viola se volvió hacia Cora con una sonrisita, y la pluma de avestruz le rozó la barbilla—. Este es el último ejemplo: acaba de enviar una nota a la secretaría del club. Por lo visto, madame Brooks busca a alguien para que acompañe a una de sus hijas a Nueva York este verano. La mayor, Louise, ha sido admitida en una prestigiosa academia de danza de allí, pero solo tiene quince años. De hecho, Myra quiere que vaya con ella una de nosotras. ¡Durante más de un mes! —Viola parecía gratamente indignada, las mejillas arreboladas, los ojos encendidos—. Francamente, ¿qué quieres que te diga? Pero ¿qué se ha creído? ¿Qué somos las criadas? ¿Que una de nosotras será su niñera irlandesa? —Frunció el ceño y movió la cabeza en un gesto de negación—. Casi todas tenemos maridos progresistas, pero no me imagino a ninguno de ellos prescindiendo de su esposa durante más de un mes para que vaya nada menos que a Nueva York. Y ella, Myra, no puede ir de tan ocupada como está. Tiene que quedarse tirada en su casa, tocando el piano.
Cora apretó los labios. Nueva York. Sintió de inmediato el anhelo de otros tiempos.
—Bueno, debe de tener otros hijos a los que cuidar.
—Sí, claro que sí, pero esa no es la razón. No se ocupa de ellos. No tienen madre, esos niños. La pobre Louise va a catequesis sola. El tutor es Edward Vincent, y cada domingo pasa a recogerla por su casa y luego la lleva de vuelta. Lo sé porque me lo ha contado la esposa de él. Myra y Leonard son presuntamente presbiterianos, pero nunca se los ve en la iglesia, ¿verdad que no? Es que son muy sofisticados, ¿entiendes? Tampoco obligan a los otros hijos a ir.
—Eso dice mucho en favor de la hija, que hace el esfuerzo de ir sola. —Cora ladeó la cabeza—. No sé si la he visto alguna vez.
—¿A Louise? Huy, te acordarías. Es inconfundible. Tiene el pelo negro como Myra, pero totalmente liso, como una oriental, y lo lleva cortado a lo paje. —Viola se señaló justo por debajo de las orejas—. No es por seguir la moda del peinado bob. Se lo cortó hace ya años, cuando se mudaron aquí. Lo lleva demasiado corto y austero… Horrible, en mi opinión, nada femenino. Aun así, debo decir que es una chica guapísima. Más que su madre. —Sonriendo, se recostó en el asiento—. En eso hay cierta justicia, creo yo.
Cora intentó imaginarse a esa chica morena, más hermosa que su hermosa madre. Se llevó la mano enguantada a la parte de atrás del pelo, que era oscuro pero no destacaba. Desde luego no lo tenía totalmente liso, pero le quedaba presentable, o eso esperaba, recogido bajo el sombrero de paja. Le habían dicho que el suyo era un rostro agraciado, de expresión amable, y podía considerarse afortunada por su buena dentadura. Pero en conjunto eso no daba lugar a una belleza rutilante. Y contaba ya treinta y seis años.
—Mis propias hijas amenazan con cortarse el pelo —comentó Viola con un suspiro—. Tonterías. Eso del bob no es más que una fiebre. Cuando pase, todas las que se han dejado arrastrar por la moda tardarán años en volver a tenerlo largo. Mucha gente se niega a contratar a chicas con el peinado bob. Yo intento prevenirlas, pero no me hacen caso. Se ríen de mí. Además, tienen su propio vocabulario, un código secreto que utilizan ellas y sus amigas. ¿Sabes cómo me llamó Ethel el otro día? Me llamó wurp. Esa palabra no existe. Pero cuando se lo digo, se echan a reír.
—Solo quieren ponerte nerviosa —dijo Cora con una sonrisa—. Y estoy segura de que a la hora de la verdad no se cortarán el pelo. —Ciertamente parecía poco probable. En las revistas se veía un sinfín de chicas con el pelo corto, pero en Wichita el bob era todavía una rareza—. Aun así, opino que a algunas chicas les queda bien —añadió Cora tímidamente—. El pelo corto, quiero decir. Y una debe de sentirse más fresca y más ligera. Imagina: podrías tirar todas tus horquillas a la basura.
Viola la miró enarcando las cejas.
—No te preocupes. No lo haré. —Cora volvió a tocarse el pelo por detrás—. Aunque quizá sí lo haría si fuera más joven.
Ahora la lluvia, más intensa, repiqueteaba con fuerza en el techo del coche. Viola se cruzó de brazos.
—Pues si mis hijas se cortan el pelo, no será para tirar las horquillas a la basura, eso te lo aseguro. Lo harán para provocar. Para tener un aspecto provocativo. En eso consiste la moda hoy día, según parece. Eso es lo que se proponen todos los jóvenes. —Más que confusa o indignada, se la veía escandalizada—. No lo entiendo, Cora. Las crie para que tuvieran sentido del decoro. Y de pronto las dos están obsesionadas con enseñar las rodillas a todo el mundo. Se recogen las faldas al salir de casa. Me he dado cuenta por las cinturillas. Sé que me desafían. Además, se bajan las medias. —Mientras contemplaba la lluvia, se formaron arrugas bajo sus ojos—. Lo que no entiendo es por qué lo hacen, qué se les ha metido en esas cabecitas suyas, cómo es que no les preocupa la imagen que ofrecen. Cuando yo era joven, nunca sentí la necesidad de enseñar las rodillas en público. —Cabeceó—. Esas dos me dan más disgustos que mis cuatro hijos varones juntos. Te envidio, Cora. Tienes suerte de tener solo hijos.
Quizá, pensó Cora. Ciertamente le complacía la actitud masculina de los gemelos, su salud robusta y su seguridad en sí mismos, su gusto práctico en la indumentaria, sus reconciliaciones fáciles después de las peleas acaloradas. Earle era más menudo y callado que Howard, pero incluso él parecía capaz de olvidarse de todas las preocupaciones cuando empuñaba una raqueta o un bate. A Cora le agradaba también que los dos quisieran trabajar en una granja, y que vieran la vida rural y la actividad física como una aventura, aunque le preocupaba que no imaginasen siquiera la cantidad de trabajo a la que se habían comprometido. Y sabía que en efecto había sido afortunada con sus hijos, y no únicamente en el sentido que le daba Viola. Los Henderson, sus vecinos, tenían un hijo solo cuatro años mayor que los gemelos. Pero esos pocos años habían representado una gran diferencia: Stuart Henderson murió a principios de 1918, combatiendo en Francia. Al cabo de cuatro años, Cora aún no salía de su asombro. Para ella, Stuart Henderson sería siempre un adolescente desgarbado que sonreía y saludaba desde su bicicleta a sus propios hijos, estos por entonces pequeños, todavía en pantalón corto. Sin duda, parecía que la suerte con los hijos dependía del momento en que nacían.
Pero al margen de lo que dijera Viola, Cora pensaba que se las habría arreglado igual de bien de haber tenido hijas. Posiblemente, con la combinación adecuada de instrucción y comprensión, no habría tenido el menor problema con niñas. Quizá Viola se equivocaba en su planteamiento.
—Te lo digo en serio, Cora. A esta nueva generación le pasa algo. No les interesa ninguna de las cosas importantes. Cuando nosotras éramos jóvenes, deseábamos votar. Queríamos la reforma social. Hoy día las chicas solo quieren… pasearse por ahí prácticamente desnudas para que las contemplen. Es como si no tuvieran ninguna otra vocación.
Cora no podía discrepar. Realmente era un escándalo la cantidad de piel que enseñaban las chicas en esos tiempos. Y ella no era una vieja puritana ni una señora Grundy, y casi con toda certeza no era una wurp, aunque tampoco ella sabía qué significaba esa palabra. Cora se alegró cuando los dobladillos subieron veintidós centímetros por encima del tobillo. Se veía un poco la pierna, cierto, pero ese cambio parecía sensato: se acabó eso de arrastrar las faldas por el barro, de llevar a casa la fiebre tifoidea y a saber qué más. Y un dobladillo hasta las pantorrillas era sin duda preferible a las ridículas faldas de tubo, estrechísimas en torno a los tobillos, con las que ella misma, en su día, había ido de aquí para allá con paso tambaleante, y todo por seguir la moda. Aun así, ahora las chicas lucían faldas tan cortas que enseñaban las rodillas cada vez que soplaba el viento, y para eso no existía ninguna razón práctica. Viola tenía razón: una chica con una falda así de corta solo quería que la miraran, y que la miraran de una manera determinada. Cora incluso había visto a unas cuantas mujeres de su misma edad enseñar las rodillas, allí en Wichita, y la verdad era que esas matronas medio desnudas ofrecían una imagen especialmente vulgar, o eso opinaba ella.
Viola la miró y se le iluminó el rostro.
—Esa es una de las razones por las que voy a unirme al Klan.
Cora se volvió.
—¿Cómo?
—El Klan. El Ku Klux Klan. Enviaron a un representante al club la semana pasada. Ojalá hubieras estado allí, Cora. Tienen mucho interés en que se incorporen mujeres, en que ocupen cargos.
—No lo dudo —musitó Cora—. Nosotras votamos.
—No seas cínica. Hablaron de cuestiones mucho más concretas. Saben que están en juego asuntos serios que atañen a las mujeres, y que las mujeres necesitan participar en la lucha. —La pluma de avestruz oscilaba mientras hablaba—. Se oponen a toda esta modernización, todas estas influencias externas en nuestra juventud. Están interesados en la pureza racial, desde luego, pero están igual de interesados en inculcar pureza personal en las jóvenes. Necesitamos mantener pura nuestra raza, y bien sabe Dios que necesitamos preservar su continuidad. Mi cuñado dice que se avecina un auténtico asalto al poder, y lo están planeando todo en los sótanos del Vaticano. Esa es la verdadera razón por la que los católicos tienen tantos hijos, ¿sabes?, y entretanto nosotros solo tenemos uno o dos, o ninguno… —La voz de Viola se apagó. Apretó los labios. Cora tardó un momento en comprender—. Lo siento. No me refería a ti. Tu situación es distinta.
Cora le restó importancia con un gesto. Los gemelos eran sus únicos hijos. Pero tanto ella como Viola guardaron silencio por un momento, y únicamente se oyó el golpeteo de la lluvia.
—En cualquier caso —añadió por fin Viola—, creo que sería bueno para las chicas mezclarse con personas buenas y morales.
Cora tragó saliva, sintiendo que le faltaba el aliento. Llevaba corsé un día tras otro desde hacía tantos años que casi nunca lo percibía como una incomodidad. Le parecía que formaba parte de su cuerpo. Pero en momentos de malestar, como ese, cobraba conciencia de la opresión en su caja torácica. Tendría que elegir las palabras con cuidado. No podía mostrar un interés personal.
—Huy, Viola. ¿El Klan? No sé —dijo con tono despreocupado, para no delatar su verdadera opinión—. Con esos hábitos blancos, y esas capuchas con los horripilantes agujeros para los ojos… —Agitó las manos enguantadas—. Y todo eso de los brujos y los brujos mayores y las hogueras… —A la vez que sonreía, observó los pequeños ojos azules de Viola, analizando lo que veía en ellos. Tenía que plantearse sus opciones, el mejor camino hacia el resultado deseado. Viola era mayor, pero Cora era más rica. Podía sacar partido de eso—. Simplemente parece un poco… vulgar. —Se encogió de hombros, en actitud de disculpa.
Viola ladeó la cabeza y dijo:
—Pero mucha gente es…
—Precisamente.
Cora volvió a sonreír. Había elegido la palabra correcta, la más exacta. Era como si estuvieran de compras en los grandes almacenes Innes y Cora hubiese mostrado desdén ante una porcelana con un dibujo feo. Sabía ya, con toda certidumbre, que Viola se lo replantearía.
Cuando paró de llover, se apearon y llevaron las cajas adentro, esquivando los charcos, dos viajes cada una. Dentro, mientras esperaban a la bibliotecaria, charlaron de otras cosas. Hojearon un ejemplar en un estado impecable de Alicia en el País de las Maravillas, sonriendo ante las ilustraciones. Se detuvieron en el hotel Lassen para tomar un té, y después Cora llevó a Viola a casa.
Muchos años más tarde, este tranquilo regreso a casa con Viola sería la parte de la historia a causa de la cual Cora, al contarla, perdería momentáneamente la buena opinión que de ella tenía una sobrina nieta a la que adoraba. Esta sobrina nieta, quien a los diecisiete años, dicho sea de paso, llevaba el pelo mucho más largo de lo que habría querido su madre, en 1961 se echaría a llorar de pura frustración por no tener edad para unirse a los Jinetes de la Libertad en el sur. A menudo reñía a Cora por emplear la expresión «de color», pero en general le demostraba más paciencia que a sus padres, entendiendo que su tía Cora no era una persona odiosa, sino solo una anciana con un lenguaje contaminado.
Pero esa paciencia se vio puesta a prueba cuando oyó hablar de Viola. La sobrina nieta de Cora no podía comprender por qué su tía abuela había conservado la amistad de una mujer que se planteó siquiera unirse al Klan. ¿Es que no sabía qué le hacían a la gente? Su sobrina nieta miraba a Cora con desprecio, los ojos llorosos y desolados. ¿Es que no estaba al corriente de sus cobardes crímenes? ¿Del asesinato de personas inocentes?
Sí, decía Cora, pero al final Viola no se incorporó al Klan. Solo porque era una esnob, replicaba su sobrina nieta. No porque el Klan fuera repugnante. Eran otros tiempos, se limitaba a decir Cora, defendiendo a su vieja amiga, que ya había muerto hacía tiempo. (De cáncer. Había empezado a fumar cuando sus hijas adquirieron este hábito.) Ten en cuenta las cifras, intentaba explicar Cora. Aquel día lluvioso con Viola tuvo lugar a principios del verano de 1922, cuando el Klan contaba con seis mil miembros en el término municipal de la ciudad, y en Wichita solo había ocho mil almas en total. Eso no era anormal en aquellos tiempos. El Klan iba en aumento en muchas localidades, en muchos estados. ¿Acaso la gente era más tonta entonces? ¿Más vil? Podía ser, admitió Cora. Pero era un error pensar que si hubieras vivido en esa época, no habrías pecado de la misma ignorancia, siendo incapaz de salir de ella por medio del razonamiento. La propia Cora había escapado de esa estupidez en particular solo por sus circunstancias especiales. Otras confusiones la habían acompañado durante más tiempo.
Ahora hay estupidez de sobra, afirmó la sobrina nieta, y yo sé distinguirla. Cierto, concedió Cora, y yo me enorgullezco de ti por eso. Pero quizá haya aún más, y tú no te das cuenta. ¿Sabes de qué estoy hablando, cariño? Para alguien que se cría junto a los corrales, ese olor es sencillamente el olor del aire. No sabes qué podría pensar de ti algún día una persona más joven, y del hedor que aún respiramos sin darnos cuenta, sea el que sea. Escúchame, cariño. Por favor. Soy vieja, y esto es algo que he aprendido.
Después de dejar a Viola en su casa, Cora regresó al centro y aparcó en Douglas, justo delante del despacho de Alan. Nadie la miró dos veces cuando se apeó del coche. Apenas dos años antes, uno de los acontecimientos más comentados en la Feria del Trigo anual fue el Desfile de Conductoras. Ni siquiera entonces los organizadores tuvieron grandes dificultades para encontrar a casi veinte mujeres deseosas de exhibir su aptitud al volante de distintos coches. Cora condujo el quinto de la fila, con Alan sentado orgullosamente junto a ella.
Tuvo que empujar con fuerza la enorme puerta del despacho de Alan, y cuando por fin logró abrirla vio y percibió por qué le había costado tanto. El ventanal de la sala delantera estaba abierto a la brisa enfriada por la lluvia, y un gran ventilador eléctrico apuntaba directamente hacia ella. A su izquierda se sentaban dos jóvenes mecanógrafas a las que no conocía. La secretaria de Alan, de pie detrás de otro escritorio, accionaba con las dos manos el manubrio de una multicopista rotativa. Cuando reparó en la presencia de Cora, se interrumpió.
—¡Vaya, señora Carlisle! ¡Encantada de verla!
Cora advirtió que el tecleo cesaba y las mecanógrafas alzaban la vista para mirarla de arriba abajo. A ella no le sorprendió verse sometida a tal examen. Su marido era un hombre apuesto. Cora sonrió a las chicas. Las dos eran jóvenes, y una de ellas muy bonita. Ninguna planteaba la menor amenaza.
—Permítame avisarlo de que está usted aquí —dijo la secretaria. Llevaba un delantal manchado de tinta sobre el vestido.
—No, no —respondió Cora, echando una ojeada a su reloj—. No lo moleste, por favor. Son casi las cinco. Esperaré.
Pero la puerta del despacho de Alan se abrió. Él asomó la cabeza y sonrió.
—¡Cariño! Ya me parecía a mí que había oído tu voz. ¡Qué agradable sorpresa!
Se dirigía ya hacia ella con los brazos extendidos, alto y esbelto con su terno: una imagen digna de verse, ciertamente. Tenía doce años más que Cora, pero conservaba una buena mata de cabello castaño oscuro. Cora miró de soslayo a las mecanógrafas justo lo suficiente para comprobar que mantenían toda su atención puesta en ella, como si fuera la heroína de una película muda. Alan se inclinó para besarla en la mejilla, emanando un tenue aroma a puro. A Cora le pareció oír suspirar a alguien.
—Te has mojado —comentó él, tocándole el ala del sombrero con dos dedos. Lo dijo con cierto tono de reprensión.
—Ya solo chispea, pero es posible que vuelva a llover más —dijo ella en voz baja—. He pasado para ver si querías que te llevara a casa. No pretendía interrumpirte.
Su aparición no era ninguna molestia, aseguró él. Le presentó a las mecanógrafas y elogió sus aptitudes a la vez que guiaba a Cora con delicadeza hacia su despacho apoyando la mano en su cintura. Había allí unos hombres que quería que conociera, dijo, unos clientes nuevos de la compañía del gas y el petróleo. Tres hombres se pusieron en pie cuando Cora entró y ella los saludó cortésmente, intentando memorizar sus rostros y sus nombres. Estaban encantados de conocerla, dijo uno: su marido había hablado de ella en términos muy elogiosos. Cora fingió sorprenderse, desplegando una sonrisa tan ensayada que parecía real.
Y al cabo de un momento eran ya las cinco, hora de marcharse. Alan estrechó la mano a los tres hombres, se puso el sombrero, tomó el paraguas del paragüero y, bromeando, se disculpó por las prisas, pero su coche lo esperaba. Los hombres le sonrieron a él y luego a ella. Alguien propuso una velada en un futuro cercano. Su mujer telefonearía a Cora para ponerse de acuerdo en la fecha.
—Será un placer —dijo ella.
Cuando salieron, la lluvia, en efecto, había arreciado. Alan se ofreció a acercar el coche a la puerta, pero ella insistió en que no era necesario si compartían el paraguas. Corrieron hacia el coche, muy juntos, con las cabezas gachas. Él le abrió la puerta y le ofreció el apoyo del brazo mientras ella subía al asiento del acompañante, tapándola en todo momento con el paraguas hasta que ella estuvo a salvo dentro.
En el coche seguían manteniendo un trato cordial, aunque el ambiente entre ellos siempre era distinto cuando estaban a solas. Cora le habló de la biblioteca y la sala infantil, y él la felicitó por su buena acción. Ella dijo que había estado fuera de casa casi todo el día. Tendría que calentar un poco de sopa para la cena, pero había pasado por el mercado y podía preparar una buena ensalada, y quedaba pan. Una cena ligera le parecía bien, dijo él. Ahora que los chicos se habían ido, no era lo mismo sentarse a la mesa para una comilona, y más les valía acostumbrarse. Si tomaban un bocado rápido, añadió él, podían ir luego al cine y ver la película que hubiera en cartel. Cora accedió, complacida con la idea. De cuantos maridos conocía, el suyo era el único dispuesto a acompañarla a ver cualquier cosa; de hecho, había aguantado entera El caíd sin poner cara de hastío cuando salía Valentino. En ese sentido, Cora tenía suerte. Tenía suerte en muchos sentidos.
Así y todo, se aclaró la garganta.
—Alan, ¿conoces a Leonard Brooks?
Cora aguardó su gesto de asentimiento, pese a que ya sabía la respuesta. Alan conocía a todos los demás abogados de la ciudad.
—Verás —prosiguió ella—, su hija mayor ha entrado en una academia de danza de Nueva York. Su mujer y él quieren que una mujer mayor casada la acompañe. Durante el mes de julio, y parte de agosto. —Frotó los labios entre sí—. Creo que voy a ir.
Cora lanzó una breve mirada a Alan y advirtió su sorpresa antes de volverse de nuevo hacia su ventanilla. Ya se acercaban a casa, circulando por las calles arboladas, dejando atrás las bonitas residencias y los cuidados jardines de sus vecinos. Era mucho lo que echaría de menos en su ausencia: las reuniones en el club y el té con las otras mujeres, el picnic de verano en los montes Flint. Muy probablemente se perdería el nacimiento del cuarto hijo de una amiga, lo cual era una pena, ya que iba a ser la madrina del niño. Echaría en falta a sus amigas, y también a Alan, naturalmente. Y esas calles que tan bien conocía. Pero su mundo seguiría allí cuando ella regresara, y esa era su ocasión para ir.
Alan guardó silencio hasta que se detuvieron ante la casa. Cuando habló, lo hizo con voz queda y tono cauto.
—¿Cuándo has tomado esa decisión?
—Hoy. —Cora se quitó un guante y, recorriendo el cristal con la yema de un dedo, siguió la trayectoria de una gota de lluvia. No te preocupes. Volveré. No es más que una pequeña aventura. Como la de los gemelos en la granja. Estaré de regreso antes de que se marchen a la universidad.
Cora alzó la vista para contemplar la casa, preciosa incluso bajo la lluvia, aunque demasiado grande para ellos. Era una casa construida —y comprada— para una familia numerosa, pero, dadas las circunstancias, nunca habían utilizado la tercera planta más que como cuarto de juegos, y más tarde a modo de almacén. Aun así, ni siquiera ahora que los gemelos se habían marchado querían venderla, ni Alan ni ella. Seguía agradándoles ese vecindario tranquilo, y también les gustaba la casa, lo majestuosa que se veía desde la calle con su porche circundante y la torreta rematada en punta. Se decían, a modo de justificación, que para los gemelos sería agradable reencontrarse con un lugar familiar cuando regresaran a casa. Conservarían las habitaciones de los chicos tal como ellos las habían dejado, con las camas hechas, sus antiguos libros en las estanterías, para atraerlos así en las vacaciones de verano y en las fiestas.
—¿La ciudad de Nueva York? —preguntó Alan.
Ella asintió.
—¿Tienes alguna razón en particular para querer ir?
Ella se volvió y abarcó con una sola mirada sus ojos de expresión cálida y su mentón hendido, bien afeitado. La primera vez que ella le vio la cara, no era más que una niña. Hacía diecinueve años que vivían bajo el mismo techo. Él sabía cuál era esa razón en particular.
—Puede que escarbe un poco —contestó ella.
—¿Estás segura de que es lo mejor?
—Puedo hablar con Della por la mañana para que venga más temprano, o que se quede hasta más tarde. O lo uno y lo otro. —Sonrió—. En el peor de los casos, ganarás peso. Es mucho mejor cocinera que yo.
—Cora. —Alan cabeceó—. Sabes que no es eso lo que estoy preguntando.
Ella desvió la mirada, con la mano apoyada ya en la puerta. Dio por concluida la conversación. Había tomado la decisión de ir, y como los dos sabían muy bien, entre ellos ya estaba todo dicho.