El fuego no llega en formación, como un frente de tropas que barre todo a su paso. Avanza entre los árboles secos igual que un espía, cabalga sobre el ardiente viento. Mientras impulsas la vagoneta hacia el pueblo, el cielo da vueltas, espeso y oscuro como un tornado, derramando escombros. Piñas ardientes caen del cielo, similares a bombas incendiarias, prendiendo fuego en la maleza. Los árboles se agitan, dejando caer sus hojas; aparecen remolinos de polvo en el camino y luego se desvanecen. Tienes el pañuelo atado sobre la nariz, y aun así, cada vez que respiras es como trabajar en un horno. Todo está tardando demasiado, pero no te atreves a liberar una mano para mirar el reloj. Cualquier otro día podrías oír el resoplido del mercancías al sur del pueblo, el claro chiflido de su silbato, pero el viento, los árboles, todo es ensordecedor, así que empujas con fuerza, confiando en que llegarás a tiempo a la meta.
En el lugar donde el carril se cambia, las vías están cubiertas de ceniza, pero cae con tanta fuerza que no puedes estar seguro. A lo lejos, un silbato de vapor exhala una larga llamada, y te vuelves, esperando ver la enorme locomotora pasando por debajo, el conductor impulsándola, el guardafrenos incapaz de detenerla. Solamente ves una ventisca de ceniza; y entonces vuelve a sonar, y miras al norte, hacia el pueblo. Es el molino, advirtiendo de que el fuego se aproxima lentamente. Suena y suena; un niño que nunca dejará de llorar.
¿Quién lo está haciendo? —te preguntas.
No es Cyril. Probablemente John Cole.
Te doblas y empujas la barra hacia abajo, luego de vuelta hacia arriba con fuerza. Tu pecho está peor, los músculos te duelen como si te acuchillasen. El silbato es una buena señal, piensas; el molino aún está en pie. Y John Cole tiene bastante sentido común para salir de allí mientras pueda. Esperas que no sea Cyril.
Todo esto es por tu culpa.
Una lluvia de ramas te azota, una bellota cae sobre la palanca y tú empujas con más fuerza. En los árboles a tu derecha un pequeño fuego se agita en la oscuridad, al acecho como un animal. El río ya no está lejos, solo una curva más y luego la lenta y prolongada cuesta que llega hasta el puente. Confías en que Harlow se haya ocupado de que estén preparados. Si aún no son las tres, falta muy poco para que lo sean.
Tomas la curva y están ahí delante, de pie sobre la vía; solo unos pocos, puede que siete, y todos arrastran bolsas de viaje y llevan pañuelo; como un puñado de atracadores. Harlow, Cyril y algunos de los hombres de John. Ni una mujer entre ellos. Kip Cheyney se encuentra tumbado sobre un carro, envuelto en un delantal de cuero para protegerlo de los rescoldos. Echas el freno con demasiada fuerza y te ves lanzado contra la palanca; otro golpe. Fred Lembeck llega corriendo, buscando el equilibrio con su único brazo.
—¿Va a llegar ya? —pregunta. Es difícil oír en mitad del estruendo.
—Debería —respondes, y miras la hora; faltan cinco minutos—. ¿Dónde está todo el mundo?
—La mayoría de ellos, en el río —dice mientras señala y tú estiras el cuello para ver lo que queda de Amistad, treinta personas agitándose hasta la cintura en las sucias aguas, remojándose unos a otros. A algunos de ellos no los has visto desde el comienzo de esto; los Karmann o los Armbruster. Sus pertenencias cubren la orilla más próxima: relojes, cazuelas o una máquina de coser envuelta en un edredón. Los niños están liados con mantas empapadas y sus madres les sacuden el pelo. Llantos y lamentos. Katie Merrill sostiene una sombrilla de encaje; los rescoldos impactan en ella y humea durante un minuto antes de arder por completo. Una vaca solitaria deambula entre ellos mugiendo, apartándolos a empujones, y en la superficie del agua flota una multitud de peces, muertos por el calor.
—Muchos no fueron capaces de esperar —explica Fred—. Pensaron que el tren nunca llegaría.
Sabes quiénes son esos tipos. Emmet Nelligan. Los Bagwell. ¿Y por qué iban a creerte, Loco Jacob, el Enterrador?
Bajas la mirada hacia la vía. El cielo es un muro de oscuridad en el oeste.
—Vendrá —aseguras. Y realmente lo crees. ¿Qué otra opción te queda en este momento?
Kip Cheney se ha desmayado, probablemente debido a la valeriana. Le das unas palmadas en los hombros a Cyril, contento de verlo; le perdonas que se durmiera. Harlow te obsequia con un asentimiento de confianza.
Vuelves a mirar el reloj. Es una locura; ¿realmente crees que hoy van a seguir su ruta?
Te alejas de los hombres de John y permaneces en medio del puente. Lo que queda de Amistad te mira, esperando tus palabras, y piensas en Chase, en que tú tienes aun menos que ofrecerles.
O puede que lo mismo; una oración.
No es suficiente para ellos, admítelo. Desean ser salvados mientras todavía permanecen en este mundo. Al igual que tú, ¿no es cierto?
—Muy bien —exclamas—. Quiero ver a todos subidos en las vías ahora mismo. Dejad vuestras cosas, no las necesitaréis.
Tienes que volver a decírselo, entonces bajas a ayudarles a salir, confiando en Fred para que vigile las vías. Chapotean a través del agua y se arrastran por la orilla, la cual resbala debido a la ceniza. Cada paso es una tortura con la ropa pegada a sus cuerpos; es una segunda piel del color del barro. Cyril casi se cae. Estás sediento a causa de la vagoneta, así que introduces una mano en el río para beber; el agua es grisácea y sabe a lejía, por lo que la escupes.
—¡Sheriff! —te llama Fred desde el puente. Señala frenéticamente hacia abajo, a la vía, y no necesitas escuchar el resto de lo que dice.
Asciendes por la orilla y corres hacia el puente. Incluso con esta luz, puedes ver la abundante nube de humo del mercancías que se eleva por encima de la curva.
Empujas la vagoneta a la vía de al lado y coges el rifle. Preparas a todo el mundo, formando una línea de escaramuza de a cuatro sobre las vías, contigo a la cabeza. La nube parece hacerse más oscura cuanto más se acerca; usa un buen carbón, aunque todavía no puedes oír el vapor, solo el viento agitando los árboles. Das un paso hacia delante ampliando tu campo de visión; tratas de adivinar por dónde aparecerá la locomotora entre los pinos.
Esto debe ser lo que se siente al detener un tren.
En realidad, eso es lo que estás haciendo, ¿verdad?
La cabeza del tren asoma por la curva; el «apartavacas», el faro frontal y la chimenea. Estás más elevado y apuntas hacia abajo, con el cañón fijo en la locomotora. No ves al maquinista, y piensas en realizar un disparo, solo como aviso. Ahora puedes oír el resoplido de la caldera, sentir cómo cede la base de los raíles bajo el peso del tren, la gravilla crujiendo bajo tus pies.
Abres fuego por encima de la cabina, el agudo impacto resuena, canturreando en tus oídos igual que un insecto.
Otro disparo al mismo sitio.
El maquinista asoma la nariz por la ventana y toca el silbato. Tú ondeas el rifle, luego le apuntas a él. Se agacha y vuelve a tocar el silbato.
No es una decisión difícil. Si no se detiene, lo matarás por toda esta gente. Ya te has decidido, te has justificado.
Qué fácil parece este mandamiento, y sin embargo mírate.
No se mueve ninguno de los que está a tu espalda, ni uno solo de ellos. De repente los amas por esto. Sabes que puedes hacerlo.
Los raíles vibran y tú no apartas los ojos de la ventana, conteniendo la respiración.
Su guante se asoma, te inquietas; y entonces el acero chirría cuando él activa los frenos. Las ruedas motoras patinan sobre los raíles, emitiendo un agudo quejido estridente, parecido al de afilar un cuchillo con una piedra. Quieres taparte los oídos, aunque luego vuelve a ser soportable. La inclinación ralentiza al tren, hace que la enorme masa negra vaya más lento.
Y, sin embargo, no bajas el arma; la dejas apuntándole para que sepa quién está al mando. Esto no tiene nada que ver con ellos ni con nadie, es algo entre vosotros. Sabes que no es verdad, pero cuando finalmente apartas el cañón casi te sientes engañado. Él os habría pasado por encima. Y tú estabas dispuesto a ello, no puedes negarlo.
Tiene tu edad, con el rostro encendido, las patillas hasta la barba y está tan enfadado como un leñador canadiense borracho. Frunce el ceño desde su puesto como si fuera él quien tiene el arma. Haces el gesto de guardarla.
—¿Se puede saber qué diablos es todo esto?
—Le estaríamos agradecidos si pudiera llevarnos hasta Shawano —le dices.
—La señal del túnel dice que no debo tomar pasajeros.
—Yo puse esa señal.
—Así que ahora se supone que debo llevar a esta gente porque usted lo diga, ¿no es así?
—Ninguno está enfermo, yo respondo por ellos. Todos pueden caber en un vagón, ni siquiera tiene que verlos. Toda la operación no nos llevará más de cinco minutos. De lo contrario, nos alcanzará el incendio.
Él se vuelve para observar el cielo, las humeantes ramas y las hojas que caen alrededor del vagón de cola. Te mira; el rifle apoyado en tu costado mirando al suelo y tu dedo aún sobre el gatillo.
—Tres minutos —concede—. Y de ninguna manera voy a acercarme a ellos.
Al principio cunde el pánico; una multitud de manos que agarran la puerta para abrirla. Te ves obligado a gritarles para que dejen entrar a Kip Cheney, pero finalmente lo hacen. En realidad, el vagón lleva una carga de piezas de tractor desde Montello. Las mujeres se sientan sobre las cajas y los hombres las usan para apoyar sus espaldas cubiertas de barro. No hay ventanas, así que dejas la puerta abierta para que corra el aire.
—¿Estamos todos? —preguntas y, al no responder nadie, corres hasta el centro del puente y gritas hacia el agua. La vaca se dirige al puente de Ender. Justo cuando estás manipulando la vagoneta para engancharla al tren, John Cole llega como una exhalación por la orilla. La caldera no deja de soltar vapor, silbando como una tetera; el pistón desprende gotas de agua. Levantas una mano hacia el guardafrenos para que espere, entonces apremias a John para que suba.
—¿Dónde está Marta? —pregunta sin aliento.
—Todavía tengo que volver —contestas, lo cual es cierto, y señalas la vagoneta.
—Es mejor que te des prisa. El tejado del molino ya está ardiendo.
—Entra —le dices; luego corres hacia delante y subes a la cabina con el maquinista.
—Puedo manejarla solo, gracias —afirma y, cuando ve que no te mueves de allí, tira del cordel sobre su cabeza y el silbido te ensordece; empuja una palanca y el tren comienza a avanzar.
Conoces cada piedra de este tramo; cada árbol. El mercancías parece más lento que tu vagoneta, tarda una infinidad en aumentar la presión del vapor. La locomotora oscila y los enganches traquetean; los vagones chocan entre si y vuelven a tensarse. El maquinista no te mira; tan solo al rifle, como si estuviera pensando en arrebatártelo. Todavía estás dispuesto a dispararle, aunque tu cabeza está en otro sitio, descansando un momento, anticipando lo que tienes que hacer. No hay tiempo, pero se lo prometiste a Marta. Probablemente no te quede tiempo para encargarte de ellas y de Doc apropiadamente. Es entonces cuando bordeáis la orilla del lago del Ermitaño, con el agua ennegrecida entre los árboles, y te acuerdas de él.
Es lo bastante listo para meterse en el agua; ya hablaste con él acerca de eso. Puede estar loco, pero no es ningún estúpido.
¿Igual que tú?
El pantano se seca por ambos lados y puedes ver pequeñas llamas ardiendo sobre las espadañas. Aquí la ceniza es igual de espesa y, cuando te giras para mirar atrás, parece como si el fuego te estuviera persiguiendo; el cielo es iracundo y refulgente, con un brillo semejante a la visión del infierno de algún artista. Sin razón alguna, miras el reloj; ni siquiera ves la hora. Te preguntas si Shawano está lo bastante lejos, o si sería mejor seguir hacia el este, apurando todo el combustible.
—No pienso parar por nadie hasta saber que estamos a salvo —coincide el maquinista.
Le das las gracias por dejar subir a la gente de Amistad.
—No es que haya tenido otra opción —responde.
Mantiene abierta la válvula y el tren se sacude en su marcha; los vagones traquetean. Casi has llegado. Te preguntas cómo le irá a Henrik Paulsen y a su familia. Crees que deberías haber hallado alguna forma de convencerlo, conmoverlo con algún discurso. Ahora es demasiado tarde.
Es demasiado tarde para muchos de ellos. ¿A cuántos has dejado atrás?
A Chase. A la Colonia entera.
Deberíais haber tenido un plan, tú y Doc.
El canal pasa a vuestro lado, el sendero que va sobre él está repleto de huellas de pezuñas. Piensas en Fenton; eso fue tan solo anoche. Hace dos semanas te encantaba el calor, la calma del verano. Es desconcertante la rapidez con la que se derrumba todo.
Justo delante, una columna de humo se eleva desde los árboles y el maquinista aminora; se inclina hacia delante, escudriñando. El humo va directo hacia arriba, una hilera negra, y temes que se trate de otro tren.
—¿Qué es eso? —inquieres.
—Es en las vías —señala y, a lo lejos, al tiempo que lanzas un bramido, puedes ver un montón de traviesas en llamas. Están justo en la frontera del pueblo.
Ese viejo Bart. Igual que en Kentucky.
—No aminore —le ordenas.
—No podemos atravesarlo.
—Le ordeno que lo haga.
—¡Vamos a descarrilar! —exclama, y mantiene sus ojos fijos en los tuyos para que sepas que lo dice en serio. Desearías haber cerrado las puertas; entonces podrías simplemente agacharte.
—De acuerdo —concedes.
El maquinista tira de la válvula y aminoráis hasta llegar a la barrera de traviesas, oteando los árboles por si es una emboscada. Están apiladas en un tipi, como una hoguera de campamento. Bart debe haberlas encendido; aún puedes oler el queroseno.
Es él, con Millard, quien lleva un parche en un ojo. Aparecen por tu lado ciego, sin sombrero. Mantienes escondido el rifle tras el marco de la ventana y los saludas con la mano. Ellos observan el tren de un lado a otro antes de dirigirse hacia ti.
—¿Qué traes aquí, Jake? —inquiere Bart, y te preguntas si ha sido Fenton quien se lo ha dicho. Ese hijo de perra; debe de haber sido él.
—A todos los que quedan. Tuvimos que dejar atrás a los enfermos.
—¿Ya ha pasado la cuarentena?
—Claro.
—Creía que Doc había dictado una semana más.
—Puedo responder por todos los que están aquí. Ni siquiera abandonaremos el tren, tan solo…
—Sabes que no puedo permitirlo —te interrumpe, y su rostro cambia, tornándose severo—. He estado viendo a tu gente todo el día.
—Kip Cheney sufre quemaduras que necesitan atención.
—Lo siento Jake.
—Ninguna de estas personas está enferma —protestas.
—No puedo arriesgarme.
—¿Qué hiciste con el resto de ellos, Emmet Nelligan y los demás?
—Lo único que podía hacer; obligarlos a volver.
—¿Dónde están todos?
—Ese no es mi problema, ni el tuyo.
Bart se sobresalta al reparar en John Cole, que ha salido del vagón.
—Vuelve ahí dentro —le advierte; después lo repite en un grito cuando John le pregunta qué ocurre.
—No puedes hacer esto —dice John. Es un hombre corpulento, y Bart se ve obligado a retroceder—. Te lo digo desde ahora mismo; no vamos a volver después de todo esto.
—Cállate —le espeta Bart—, y vuelve ahí dentro.
John no se aleja y comienza a gritar, amenazándolo.
—¡Maldito seas! ¡No vamos a volver!
—¡Vuelve a meterte ahí dentro antes de que te dispare!
Millard hace amago de coger su pistola, y te encuentras apuntando a Bart, quien tiene su Colt encañonada en la cara de John.
Sabes adónde se dirige esto y lo que tienes que hacer. Hay treinta y tantas personas en ese vagón. El fuego no va a detenerse.
—Bart —lo llamas—, déjalo.
—¡Vuelve ahí dentro!
John se gira para llamar tu atención. Quiere embestirle, coger la pistola y ponérsela en la cara.
—Vuelve a entrar —le dices, y ahora Bart descubre el rifle.
—Será mejor que sueltes eso ahora mismo —te advierte mientras mueve el arma para apuntarte.
—Te estoy avisando —afirmas—. Así que ayúdame, porque voy a abrirte un agujero.
—No puedo permitir que esta gente entre en mi pueblo, lo sabes.
—No tengo tiempo para esto. —Y no lo tienes. Él no va a escucharte. Es sencillo cuando lo asumes. Has mantenido la esperanza demasiado tiempo. Y mira adónde te ha llevado. A Doc, a Marta, a todos los que amas.
—Jake, tienes que entender…
—¿Vas a dejarnos pasar?
—No puedo.
—No quieres.
—No puedo —replica y se mantiene firme. Lo conoces, sabes que habla en serio.
—Que conste que te he avisado —lamentas. ¿Y podrías decir lo que te motiva? ¿Acaso es algo como lo de Chase y su gente? ¿Como el Ermitaño y sus patos? ¿Es alguna clase de amor? Porque le disparas en el corazón, te vuelves y alcanzas también a Millard.
—Jesús bendito —susurra el maquinista a tu espalda.
—Quita eso de ahí —le dices a John.
Él no se mueve, se queda ahí, asombrado. Vuelves a decirlo, y luego te bajas y empiezas a arrastrar las traviesas con el gancho del parachoques. En un momento, el resto de la cuadrilla se baja para ayudarte. Dejas que ellos terminen la tarea, te alejas de las llamas y miras a Bart y a Millard, tumbados boca arriba sobre el polvo. John se te acerca, pero no le dices nada. Caminas de vuelta a la vagoneta y comienzas a desengancharla. Las cadenas están calientes, y tienes que usar los guantes.
Una parte de ti lo siente y otra no. Lo sientes por Millard; él no sabía lo que le esperaba. Con Bart todavía estás enfadado. Precisamente él, de todas las personas, debería saber lo que Amistad significa para ti. Ninguna de estas personas está enferma, pero él jamás te habría creído. Habríais tenido que sentaros allí a morir como la gente de Chase, cuando no hay necesidad.
¿Es que eso te excusa?
No.
¿Es malvado?
No estás seguro.
Entonces, ¿qué es?
No lo sabes.
Desenganchas la vagoneta y la empujas con un pie. La palanca se balancea, luego se para, esperando que subas.
Caminas hacia delante pasando junto a Bart y Millard que aún yacen allí, desangrándose. Los rostros del interior del vagón te siguen, pero tú no les correspondes. Parece claro que, aunque amas a estas personas, no formas parte de ellas; que incluso al cuidarlas no has conseguido más que condenarte a ti mismo.
Le entregas el rifle a John y le dices que suba junto al maquinista. Los demás vuelven al vagón, acomodándose de nuevo en las cajas. Los dejas, marchándote en la otra dirección. Nadie protesta; saben lo que has hecho.
—Cuídese, sheriff —exclama Harlow.
—Tú también —respondes.
Cyril se despide con la mano y, durante un minuto, desearías poder ir con ellos, darles una explicación. Pero se te pasa.
Sobre la vagoneta, miras hacia atrás. Allí están aún Bart y Millard; la nube de vapor se eleva desde la caldera. Esperas a que salgan antes de empezar a impulsarte hacia el pueblo. Al oeste, el cielo está oscuro como la noche; hay un destello rojizo justo sobre el horizonte.
El pecho te duele de haber estado parado, pero la cuesta te ayuda. El canal es un pozo de ceniza, no hay ni rastro del agua. Sigues mirando atrás; el tren no parece moverse y entonces tomas una curva y desaparece; ves el pantano en llamas, con las espadañas ondeando como carbones encendidos. El lago del Ermitaño se mueve entre los árboles, retrocediendo.
Puede ser ridículo, pero estás preocupado por él. Siempre lo has considerado como parte de Amistad, y eso no ha cambiado.
¿Y qué hay de los enfermos? ¿Puedes descartarlos tan fácilmente? ¿Qué hay de Bart y Millard? ¿Dónde acaban tus responsabilidades?
A veces tienes que elegir.
¿Pero es que no ves la vanidad en tus decisiones? ¿Acaso no lo lamentas por completo? ¿Por qué necesitas creer que haces lo correcto? Al final, ¿confías en que eso te salvará?
No.
El sonido del fuego es más fuerte cuando te acercas al pueblo, parece el continuo flujo de una catarata. El puente está intacto, y el de Ender, justo sobre el río. La orilla está cubierta con las pertenencias de la gente del pueblo. La vaca se ha ido; solo quedan los peces, flotando en la superficie. Corres hacia el pueblo, pensando que ojalá tuvieras tu bicicleta, ya que cada bocanada de aire te quema la garganta. El viento sopla tan fuerte que te ves obligado a inclinarte hacia él, mientras tu piel es sazonada con el polvo.
El molino ya ha sido pasto de las llamas, y la manguera de la bomba de agua también se ha quemado. La carpintería es un campo de ceniza negra, una mancha en la tierra. Te detienes a echar un vistazo, pero luego te lo piensas mejor cuando un caballo encabritado pasa a toda velocidad arrastrando a su lado un carrito con una rueda destrozada hasta los radios. Lo conoces; es la yegua baya de los Soderholm, y te preguntas qué hizo Bart con ellos.
«Obligarlos a volver», dijo.
Estaba en su derecho. ¿Por qué aún tratas de justificarlo?
Amistad todavía resiste. El campanario está intacto; lo compruebas desde lejos y cuando alcanzas la calle principal, ves que todo está bien: las vacías oficinas del County Record, el banco o la fundición. La tienda de Fenton, la consulta de Doc, la cárcel, el establo y la posada de Ritter. Todos los edificios abandonados, con sus puertas abiertas, las ventanas rotas y las existencias esparcidas por toda la calle.
¿Quién haría esto?, piensas, pero la prueba es irrefutable; alguien lo hizo. Allí está el papel secante de Doc, y tus carteles de «Se busca», tirados por todas partes como en un chiste. Durante un rato olvidas lo que estás haciendo y te quedas ahí, incrédulo y rabioso; desgarrado por lo que le han hecho a tu pueblo.
El aire está lleno de rescoldos. Un ascua prende la acera y tú aplastas las llamas con tus botas.
Al otro lado de la calle, una rama aterriza sobre el tejado de Fenton, y las tablas chispean y prenden. Corres hacia el abrevadero, pero está vacío. Tiras el cubo y te apresuras en ir a casa; te pican los ojos.
Bajo los robles hay tan solo un poco de ceniza. No ha entrado nadie en las casas de tus vecinos; sus contraventanas están bien cerradas contra el fuego; sin duda son unos propietarios optimistas. Esperas ver tu casa saqueada; miedo contra esperanza, pero está bien, y lo agradeces. Saltas la cerca y buscas tus llaves, seguro de tus intenciones. Al menos puedes mantener esta promesa.
Marta está en el sofá, con Amelia en sus brazos. Su cabeza se inclina hacia delante, como si quisiera frotar su nariz con la de la niña.
Te sientas a su lado, levantas su barbilla y la besas.
Ella te mira, sus ojos están blancuzcos, su boca torcida en una mueca y sus labios encogidos, mostrando sus dientes perfectos. Debiste haber usado más fluido. Casi deseas decirle que lo sientes.
Lo sientes.
—Es la hora —dices.
Pero yo no quiero irme.
No quieres discutir, y vuelves a besarla, abrazándote a ella por última vez. Lo comprende.
Recoges el ataúd de Amelia de la bodega y de nuevo la introduces en su interior; la bendices.
El patio trasero está cubierto de ceniza; el jardín se perfila claramente. Cavas en el mismo sitio bajo el manzano silvestre y coges la cruz que hay encima de la cuna, pero en esta ocasión pareces pronunciar las palabras con menos sentimiento, aceleradamente, dándote prisa por terminar. Eso no está bien, y sientes un peso en tu interior.
Lamentas no disponer de un ataúd para Marta. Qué desperdicio; con todo ese cedro pulido en el sótano de la cárcel. Habrías construido uno encantador, poniendo todo tu esfuerzo; puede que con una ventana para su rostro, incluyendo incrustaciones de plata. Algo digno de ella.
Quitas la cruz de la pared que hay sobre tu cama.
La tierra tampoco es lo bastante profunda.
—Lo intento —murmuras, y las cenizas caen cálidas sobre tu nuca.
Puedes sentir su suavidad entre tus brazos y su fuerte perfume. La llevas a través del pasillo; sus pies rozan la pared.
La tumbas al lado de Amelia; le arreglas el pelo con la ayuda de tus dedos. Lleva puesta la blusa azul; se alegraría de saberlo.
—Lo hice lo mejor que pude —afirmas.
Lo sé, Jacob.
Le dices que la amas y vuelcas la primera pala de tierra. El viento levanta el polvo, lo dispersa como ceniza. Lo haces despacio, casi intencionadamente. ¿Es que esperas que el fuego pueda prender aquí y consumirte? ¿O es veneración, una deuda que has de saldar con ella?
Por favor, no me dejes.
—No, tengo que hacerlo.
Con los ojos cerrados, pronuncias de memoria una oración por los muertos; luego esperas allí, sin saber qué hacer. Es ese momento de la ceremonia en el que te acercas a los dolientes y los acompañas desde el patio de la iglesia, junto al resto de sus amigos, en una lenta procesión. Hoy no hay velatorio. Estás vivo; parece otro fracaso. ¿Cuántas veces puedes decir que lo sientes? ¿Es cierto que después de todo lo que has predicado, prefieres vivir como un pecador a rendirte ante Él y ser perdonado?
¿De verdad crees que esa es tu elección?
Caminas a través de la casa y sales por la puerta principal. El viento te empuja, levanta tu sombrero y lo arroja contra un árbol; entonces lo vuelve a bajar y lo impulsa por la carretera hacia el pueblo. Ahora hace más calor. Una ventana estalla, la estaca de una cerca pasa rodando, y la ceniza no deja de caer. Sientes una punzada de dolor en la cabeza, alzas una mano para tocarla y notas una llama; tu pelo está ardiendo. Te lo sacudes mientras empiezas a correr.
La tienda de Fenton está ardiendo, y la farmacia de los Soderholm; oyes el ruido del cristal cuando explotan las botellas. Sus ventanas se están derritiendo y el cristal parece de caramelo. Un remolino de viento barre los escombros que hay sobre la calle y, antes de que puedas alcanzar la acera de Doc, esta se prende y comienza a arder. Tu bicicleta está apoyada junto a la puerta de la cárcel y vas directo a por ella, ignorando el calor. La arrastras a la calle, te montas y das la vuelta hacia el puente de Ender; Amistad pasa a ambos lados de ti, como cortinas gemelas. Y ahora, recuerda esto: no haces nada para salvarla.
El asiento está caliente y te resulta difícil respirar. El fuego atruena, retumba como disparos de cañón. No te detienes hasta cruzar el río, y entonces vomitas, escupes flema, toses y jadeas. Detrás de ti, la cúpula del establo se derrumba sobre sí misma, el blanco campanario humea y de repente brota una llamarada.
¿Por qué siempre tienes que mirar atrás?
Incluso aquí no estás a salvo. Justo delante de ti, el tejado del puente de Ender arde en llamas, y tú te levantas y pedaleas.
Crees que ya te has alejado, pero más allá los campos están abrasados, también tramos enteros de bosque y hay árboles caídos sobre la carretera. Un ciervo yace chamuscado en una zanja, sus patas no son más que muñones. La cerca de los Karmann está en llamas y también las colmenas del viejo Meyer.
Sobre las copas de los árboles, el viento se arremolina a tu lado, rugiendo, desprendiendo tablas, trozos de madera en llamas y fragmentos arrugados de los anuncios que recuerdas del puente de Ender. Se prenden en los campos y se mueven con rapidez, igual que el fuego en la pradera; pasan volando junto a ti, tan solo aminorando cuando alcanzan un obstáculo o el frondoso borde del bosque. Pero incluso allí puede atraparte; la maleza está muy seca, agostada después de un mes sin lluvia. Crees que si logras llegar al lago del Ermitaño, podrás meterte dentro y dejar que pase de largo.
Piensas en todo esto, aunque sabes que no te dará tiempo.
Y entonces, un cambio de viento y ya está sobre ti, igual que un chaparrón, rodeándote; un estruendo y los árboles caen a ambos lados. Tomas la curva y allí está el lago. No aminoras; traqueteas con fuerza por la zanja hacia los árboles. Tiras a un lado la bicicleta y corres. La maleza se termina y entonces ya no ves nada más que el gris de las cenizas sobre el agua. Las marañas de espinas te arañan la cara. Puedes oír el crujido de los árboles debido al calor, el chasquido de las ramas cuando caen y el sordo golpe de la tierra al recibir el impacto. Entonces te encuentras corriendo por la orilla, con el agua trabando tus piernas, el lodo reteniéndote; y te lanzas de cabeza para ir hacia el centro del lago, con el amargo regusto a lejía en tu boca.
Permaneces en el mismo centro, sostenido en el agua moviendo las piernas, girándote para ver los árboles, por si alguno cayera en tu dirección, como un hacha sobre tu cabeza. Entre la tormenta de ceniza, apenas puedes discernir la cueva del Ermitaño en la otra orilla, pero a él no lo ves. Tampoco ves sus patos. Los juncos están ardiendo. Pataleas y pataleas.
El humo se abre paso entre los árboles, avanza sobre la superficie del agua y, durante un minuto, es medianoche; estás completamente ciego y sin poder respirar. Toses con la mano en tu boca, luchando por respirar. Justo entonces, el humo se desvanece; un soplo de viento se lo lleva y el cielo brilla hasta doler.
El fuego llega repentinamente; no desde las copas de los árboles como imaginabas, sino de la maleza, acorralando a un zorro que huye por delante. Su pelaje se cubre de llamas, tropieza y el fuego lo sobrepasa. Los pinos se doblegan ante el calor, se retuercen y crujen; la pulpa de los troncos estalla como un cañón. El fuego se extiende por todas partes, escala por las ramas y salta hacia el cielo. Llega desde el oeste y sigue al viento por ambos lados; es un sólido muro que lo arrasa todo; te abrasa la cara, por lo que tienes que sumergirte bajo el agua y contener la respiración. El agua se caldea, se vuelve tan caliente como la de una bañera y, cuando te ves obligado a ascender de nuevo, tu nariz está a escasos centímetros de un pez sol muerto. Lo apartas de un manotazo y un árbol cae sobre la orilla más lejana con un chapoteo.
Las llamas desnudan los pinos secos, haciendo caer todo su ramaje, que flota sobre ti; las agujas de pino relucen crepitantes. El agua está negra como el aceite usado. El lago de fuego, piensas. Si alguien se lo merece, ese eres tú.
Sí, un asesino. Un amante de los muertos.
Llévame, entonces, piensas.
¿Lo dices en serio?
Aunque el fuego continúa avanzando, los árboles han dejado de humear, y también el suelo. El estruendo te llega ahora desde el este, alejándose como una tormenta. Nadas entre los peces hacia la orilla más lejana, temiendo toparte con el Ermitaño flotando boca abajo, con sus patos contoneándose a su lado, aún vivos, picoteando su cabeza.
Pero no lo ves. La orilla está caliente y te arrastras hacia fuera, cubierto de mugre. La hierba ha ennegrecido, incluso el barro alrededor de la boca de la cueva.
—¿Hola? —llamas—. ¿Hola?
Avanzas por la orilla mirando el interior de las grisáceas aguas. Examinas los troncos muertos bajo la capa de suciedad. Hay tanta ceniza que es difícil ver algo; uno de estos bultos podría ser él.
Asomas la cabeza por la entrada de la cueva y vuelves a llamar.
Conoces demasiado bien el olor que te llega ahora, pero eso es malo. Te obliga a parar y a taparte la nariz con una mano.
Ahí está él, con sus patos, tumbado sobre su espalda. Los patos se encuentran alineados como un adorno a lo largo de la pared, colocados como juguetes; no ves ninguna marca o señal en ellos y piensas en la enfermedad. El fuego no ha tocado nada. Ha ocurrido hace tiempo. Tiene la garganta rajada; el petate del ejército está cubierto por su propia sangre, seca y oscura. Su cabeza reposa en una almohada de paja. En su mano abierta, yace la navaja con incrustaciones de perla negra, como si quisiera devolvértela.
Enfermedad y desesperación.
¿Pero quién? piensas. ¿Quién demonios pudo habérsela contagiado?
Y la respuesta acude a ti. Aquel encuentro en la presa de los castores.
Así que eres tú; has sido tú todo el tiempo. A todos ellos: Marta, Doc, Sarah Ramsay. Debe haber sido el soldado o Lydia Flynn; después nadie salvo tú.
Entonces, ¿por qué no mueres?
¿Y qué hay del tren? ¿Mataste a Bart y a Millard para nada? O aún peor: para atravesar la frontera y extender la infección.
Te abres camino hasta las vías. Están totalmente quemadas. En el bosque, los árboles caen constantemente, con un espasmo y luego un temblor; la tierra levanta un soplido de ascuas y los rescoldos revolotean como luciérnagas. Caminas sobre las inestables traviesas, dejando huellas; tu ropa mojada se te pega, aferrándose a tu cuerpo. El viento es suave y casi hay silencio, incluso hace frío. No hay pájaros, no hay nada. Las cenizas han dejado de caer y ya puedes respirar más fácilmente; cada bocanada es como un vaso de agua. A lo lejos el fuego retumba, el cielo tiene un aspecto amenazador. Ahora se encuentra muy lejos. No habías contado con su velocidad.
Dejas el pantano y sales junto al canal. Bart y Millard aún siguen allí, con el mismo color que la tierra, como si formaran parte de ella. Se han quedado sin pelo y su ropa se ha quemado. Tendrás que encargarte de ellos lo mejor que puedas.
Lo lamentas, pero ¿qué consigues con eso?
Sigues caminando hacia Shawano, preguntándote con cuántos de ellos has hablado, a cuántos has tocado. No tiene sentido; Cyril está en el vagón, y Harlow, y John subido junto al maquinista.
¿Qué se supone que tienes que hacer? ¿Detenerlos?
Bart lo intentó.
Él tenía razón, lo admites, pero ahora estarán a medio camino de Milwaukee.
Caminarás tanto como haga falta.
Te preguntas cómo estará Kip Cheney, si habrá alguien cuidando de él, si ese doctor ha examinado a alguno más, a alguien del pueblo. Recuerdas lo que Doc dijo acerca de la epidemia en St. Joe. La mitad.
Jesús misericordioso, piensas.
Más adelante, hay algo negro sobre las vías y te estiras para ver lo que es. Es pequeño, quizá una locomotora de maniobras. No es lo bastante grande para ser el mercancías.
Caminas más deprisa, luego empiezas a correr.
La cosa negra es la caldera de una locomotora. Eso es lo primero que ves.
Más cerca, puedes ver el eje de las ruedas, desencajado tras la locomotora, los vagones desenganchados y el armazón de acero de un vagón de transporte. No queda más que metal, los enganches aún están sujetos sobre las vías.
Dejas de correr y caminas, tratando de no imaginar el fuego persiguiendo al tren, la enorme ola de llamas pasándole por encima.
Así que lo sabes incluso antes de ver el torcido esqueleto del vagón. No significa que estés preparado para verlo. Si algo has aprendido de todo esto, es que la esperanza es más fácil de abandonar que el dolor.
El terreno está completamente abrasado y los cuerpos yacen diseminados por el camino, retorcidos en la tierra. Han encogido y no están como Bart y Millard; no puedes distinguir quién es quién. Sus manos no son más que muñones, sus caras han desaparecido. Los niños son obvios; el resto es imposible. No te molestas en contarlos. Parece como si hubieran estado corriendo hacia los árboles. No llegaron muy lejos.
John y el maquinista aún están en la cabina, la válvula del acelerador abierta del todo. La pala del vagón de cola es ya tan solo el metal, cálido al tacto; el mango está completamente consumido. Bajas de un salto y caminas entre los cuerpos; te sientas en el polvo y meditas sobre ellos. Cyril está aquí, en alguna parte, y Harlow, y Fred Lembeck. El resto de Amistad.
Todavía te sientes en deuda con ellos; en realidad se lo debes; así que vuelves a subir a la locomotora y recoges lo que queda de la pala. Es duro, pero la tierra está suelta y además tienes guantes. Estás acostumbrado al trabajo. En Kentucky, hiciste esto durante semanas.
Recuerdas cómo atendías al pequeño noruego, teniendo un gran cuidado. Todos pensaban que era tu amigo, que los dos erais inseparables, por la forma en que cuidabas de él, tan afectuosamente. No habrías permitido que nadie lo tocase. Le abotonabas las mangas para que no vieran las marcas en sus brazos, de donde arrancabas la carne cuando todos estaban dormidos. Pronunciaste una oración después de enterrarlo y le hiciste otra promesa a Dios, convirtiéndote al instante en un hombre nuevo. Pero ¿realmente cambiaste? Pensabas que lo habías hecho. Ahora no estás seguro.
Los más difíciles son John y el maquinista, a quienes has de bajar cuidadosamente; sus cuerpos son delicados, ligeros como el carbón. Y entonces, cuando crees que has acabado, descubres a quien debe ser el guardafrenos al lado del vagón de carga. Terminaste con todos pero te olvidaste de él y te disculpas en silencio. Está anocheciendo cuando te ocupas de Bart y Millard, y ya es noche cerrada cuando preparas al Ermitaño para el descanso eterno, con sus patos a su lado, igual que hijos.
Te sientas en la cueva, abriendo y cerrando la navaja a la luz de una vela; el mundo del Ermitaño se extiende a tu alrededor. Has enrollado el petate y has liado un cigarrillo para cubrir el olor a sangre. La navaja está afilada y, durante un segundo, sientes la tentación. Ambas muñecas y luego la garganta, un corte profundo.
No. Vuelves a plegarla y la colocas en su abollado plato de lata.
Porque todavía crees; ¿no es cierto? Porque de verdad amas este mundo.
No estás seguro del todo, ¿verdad? Es más fácil estar solo.
No.
Sí. Solo, sin nadie más. No mientas, te gusta que sea así.
—No —dices, aunque tampoco tiene nada que ver con ser humilde. Toda esa idea de la penitencia es egoísta, desacertada. No puedes negociar con Dios o comprarlo con piedades. Eso es lo que has descubierto; que incluso albergando las mejores intenciones, incluso con todos tus meditados sermones, profundos sentimientos y buenas obras, no puedes salvar a nadie, y menos a ti mismo.
Y aun así, no es una derrota. Después de todo, todavía puedes ser salvado. Tu madre estaba equivocada; no depende de ti. Siempre ha sido Su decisión.
Recoges la pala, apagas la vela y sales al exterior. La luna titila sobre el lago, las estrellas salpican el nítido cielo. Aún persiste el olor a ceniza. Siempre lo hará, supones. Caminas en la oscuridad, avanzas a tientas entre los árboles hasta llegar a las vías. Miras al este, hacia Shawano, como si un tren pudiera pasar de un momento a otro; entonces te diriges a Amistad, con la pala arañando tu pierna a cada paso que das.
Para ti no es un misterio la razón por la que estás haciendo esto. No es un secreto. Un hombre que se ha perdido solo desea irse a casa. Un paria, aunque solo sea una pequeña parte de él, desea encajar; ser, al final, perdonado. ¿Acaso no elevan aquellas almas del infierno sus rostros hacia el cielo? Esta noche, piensas, necesitas estar con aquellos que amas.