Capítulo 7

Esperas en la oscuridad con tu pistola. Los relámpagos del horizonte hacen que parezca que los árboles se mueven, te muestran la tenue silueta de la carretera, el destello plateado de las vías y la oscura cavidad del canal. Estás intercambiando las noches con Bart, tratando de mantener a la gente en el lado correcto de la frontera.

El viento ha vuelto a cambiar y a arreciar, soplando con fuerza desde el oeste. Montello se comunica con Harlow todo el día; las elegantes mansiones al borde del pueblo están ardiendo y sus cúpulas se derrumban sobre el suelo. Incluso aquí, al este de Amistad, puedes olfatear la llegada del fuego; el aire es pesado y algo especiado. Al oeste, el cielo refulge; se ilumina como en los primeros minutos tras la salida del sol.

Estás convencido de que todo el pueblo lo sabe. Hoy Gillett Condon condujo a su familia hasta la frontera y le propinó un latigazo a Millard cuando este trató de detenerlos. Bart los tiene encerrados en la cárcel de Shawano, pero Millard tiene un ojo herido. Dijo que sacó su pistola, pero no disparó. Eso es culpa tuya. El doctor dice que podría perderlo para siempre.

Esperas quitándote los mosquitos de la frente, golpeándote en el pelo. Has diseñado un refugio a un lado del canal y te has metido en él como un cazador. Te recuerda a las misiones de guardia, con el río corriendo invisible bajo las lluvias de primavera, ocultando las pisadas y el crujir de las ramas. Al menos aquí tienes el brillo de las estrellas sobre las hojas, el reflejo de los relámpagos haciéndolo todo visible de repente. Observas la carretera, atento al sonido de unas botas o al trote de unos cascos.

Siempre te ha gustado la noche, el silencio, el manto de estrellas sobre ti. Una vez en agosto tu madre te despertó y te condujo afuera, hacia el frescor de los campos para ver las estrellas fugaces; te cogía de la mano y decía que aquello era obra de Dios. No necesitaba decirlo; lo supiste con solo mirar hacia arriba: que toda la creación era un regalo de Él, y que sería una estupidez no aceptarlo. Qué cerca te sentías de todo por entonces, como si por fin hubieras encontrado tu sitio. Aún puedes hacerlo, simplemente dirigiendo tu cabeza hacia lo alto, escudriñando entre los árboles. Ya casi es agosto, lo sabes por el cinturón de Orión.

Una rana toro croa desde el canal y una multitud de ellas la siguen con su profundo canto. Te mueves y te frotas la nuca, un mosquito rueda bajo tu mano. Bajas el percutor de tu Colt y vuelves a soltarlo. Te mantienes alerta.

Gillett Condon, piensas. Ese pequeño bastardo.

Estaba desesperado por su familia.

¿Acaso no lo estamos todos?

Tú no.

¿No? Tú solo estás chiflado. Loco Jacob.

Más destellos en el cielo por el este, y ahí están los raíles, adentrándose en la oscuridad, luego vuelven a desaparecer de la vista. Miras el polvo blanco de la carretera; la señal es una sombra rectangular bajo la luz de la luna. En casa, Amelia duerme, Marta te está esperando en la mecedora. Tienes que empezar a comer más, piensas. Todas esas patatas con tocino están haciendo estragos en tu estómago.

Un caballo relincha.

No.

Contienes el aliento. Las ranas continúan croando.

Sí, un traqueteo metálico; un estribo suelto o un bocado golpeando un diente. Luego nada.

De nuevo el traqueteo, más cerca.

Examinas la carretera, escudriñando la oscuridad. El ruido es más fuerte ahora, casi está sobre ti, y entonces oyes el golpeteo de una silla de montar; no en la carretera, sino detrás de ti, en el camino del canal.

Te vuelves para ver una llama sobre la frente del caballo, flotando de forma fantasmal. Se acerca caminando, el jinete intenta ser silencioso.

Agachas la cabeza y sales ruidosamente del refugio; levantas tu pistola para que la vean. Avanzas entre los matorrales hacia el camino del canal, con los brazos sobre tu cabeza.

—Le advierto que se detenga —exclamas. Tenías planeado decir algo más, pero el jinete grita: «¡Arre!», y el caballo acelera dirigiéndose hacia ti.

Apuntas con la pistola y le avisas: «¡Alto!», como si volvieras a estar en la guerra.

No se detiene. El caballo se abalanza sobre ti, una de sus rodillas te golpea en el pecho. El impacto te hace caer en los matorrales y tu sombrero y tu Colt salen volando.

No puedes respirar. Te quedas tumbado y jadeas durante un minuto, recuperando el control. Te ha dado justo encima del corazón, ya de por sí una zona delicada. Te aprietas en las costillas con el pulgar para ver si están rotas. No. Aun así, estás sin aliento y te duele al ponerte de pie.

Tu sombrero se encuentra en un arbusto de arándanos, ni siquiera se ha manchado. Has perdido tu pistola y está oscuro.

—¡Bastardo! —dices, porque sabes quién era; deberías haber sospechado que intentaría pasar. Estás seguro de que, durante ese momento en el que podrías haber disparado, en el que deberías haber disparado, piensas reprochándotelo, viste bajo el tenue resplandor del relámpago el cobarde rostro de tu amigo Fenton.

Te arrastras de rodillas, tanteando el suelo en busca de tu arma; el pecho te duele con cada latido. Es como una aguja que te estuviera cosiendo. Finalmente, tu mano topa con el metal. Para tu sorpresa, descubres que el percutor estaba apretado. No sabías que estabas tan cerca de hacerlo. Te enfundas el arma y abrochas el cierre. Sabes que es una estupidez disparar de rabia, y ahora mismo no confías en ti.

—Debería haberle matado —lamentas.

Te quedas callado. ¿Significa eso que estás de acuerdo?

Bart tiene que enterarse, así que subes a la vagoneta y la pones en marcha. Cada empujón que das a la manivela te resulta doloroso, así que acabas dejándolo, dejándote ir cuesta abajo a través de la oscuridad. Esperas que sea un calambre, pero cuando te dispones a forzar el músculo, te duele como si tuvieras alguna lesión. Tu brazo derecho funciona mejor, y lo utilizas durante un rato. Pasas la casa del viejo Meyer y el lago del Ermitaño. El cielo se ilumina para volver a oscurecerse al acto. Finalmente llegas al río. Te deslizas sobre los soportes del puente y echas el freno; te apeas y caminas a lo largo de la orilla hasta el puente de Ender y luego hacia el pueblo. Parece que todo el mundo está durmiendo.

Llamas a la puerta de Harlow. Se oyen varios ruidos antes de que abra la puerta en pijama, adormilado.

—No —te dice—. ¿Fenton? Me estás tomando el pelo.

—Le vi con mis propios ojos —aseguras, y aun así, continúa sacudiendo la cabeza. Coge su llavero, colgado de un clavo, sale a la acera con los pies desnudos y te deja entrar en su oficina.

—No creas que alguien va a contestar a estas horas de la noche —advierte mientras se sienta al aparato. Le dices que no importa y le das las gracias, incluso antes de mandar el mensaje; se lo agradeces de nuevo cuando se vuelve a la cama.

Deberías regresar al exterior, pero te duele al respirar profundamente. El aire huele a ceniza. Estás bien, solo es un golpe; mañana te va a doler, eso es todo.

¿Por qué eres tan optimista? ¿Es que no has aprendido nada?

Los relámpagos te confunden; te muestran la carretera bajo los robles, las ordenadas casas de tus vecinos, sus huertas y sus caminos adoquinados. Te preguntas quién te espía desde detrás de las cortinas, cuántos del pueblo te están observando.

Ayer quemaste una casa con alguien en ella. Doc te lo pidió. Se trataba de la de los Winslet, al oeste del pueblo. Roland finalmente había muerto y Doc te convenció de que no había tiempo para enterrarlo, de que había mucho por hacer. Aunque era cierto, discutiste con él. Pero estabas demasiado cansado o, al menos, esa es la excusa que te das ahora. La idea no te gustaba, lo dijiste, pero llevaste a la cuadrilla, empapaste los rodapiés con queroseno y te quedaste ahí mirando como ardía, enfadado con todo el mundo, excepto con los trabajadores seleccionados para el servicio. Pensaste en Roland en la cama bajo las sucias sábanas, y en cómo te gustaría ser encontrado. Y mientras estabas allí mirando, resentido, todos visteis la silueta en la ventana del ático, en el cuarto de los enfermos, golpeando el cristal con sus frágiles brazos desnudos hasta que cayó, haciéndose añicos sobre el tejado del porche. La lenta tía de Eau Claire; todos la habíais olvidado. Hiciste un trabajo tan bueno que no tuvo ninguna oportunidad. Ella gritaba, pero era demasiado anciana para saltar y el humo no tardó mucho en llegar a las ventanas; el tejado se derrumbó y los restos en llamas subían hacia el cielo. Más tarde la encontraste en el sótano, más ligera que una pluma. Cuando fuiste a ver a Doc, agachó la cabeza y pasó sus manos a través de su pelo; pudiste ver sus dedos, inflamados por la infección. Él no dijo que estaba cansado o enfermo como tú, no buscó excusas. «Estará mejor muerta», dijo y, antes de que pudieras animarle, te miró de tal forma que supiste que no lo creía así.

Después de eso, recorrías las casas desiertas derramando el bote mientras llamabas y llamabas. Solo entonces acercabas el ascua al sofá, al diván o a la mampara. Incluso aunque nadie en el pueblo lo supo, es cierto, te odian, aunque Marta diga lo contrario. Y si no, deberían. Tú te odias.

La puerta está cerrada y te sirves de la luna para encontrar tu llave. Marta está dormida en la mecedora, con los brazos cruzados sobre su regazo. La llevas a la cama como a un niño somnoliento. Debe ser por todas las horribles cosas que están ocurriendo, pero te parece más bonita aún; más preciosa, ahora que todo el mundo está en tu contra. Ella se agita con el roce de tu piel, gime y arrulla debajo de ti; luego vuelve a quedarse dormida, como si todo hubiera sido un sueño. Por primera vez en semanas, te duermes con facilidad, enroscado a ella, con tu cabeza sobre su pecho.

Por la mañana tienes un enorme cardenal oscuro y Marta insiste en que vayas a ver a Doc. Fuera, el cielo está nublado y cae una ligera nevada; la calle está cubierta de un grisáceo polvo de ceniza.

El carro de los Bagwell está aparcado ante su puerta, repleto de muebles atados con un cordel. La familia entera está ayudando; los niños llevan los brazos cargados de ropa.

—¿Adónde os dirigís? —le preguntas a Tom mientras anuda un saco.

—A Shawano —responde sin mirarte.

—No os dejarán entrar.

—No nos vamos a quedar aquí —dice—. Eso está bien para los enfermos, pero no hay razón para que nosotros lo hagamos; no con ese incendio.

—Lo comprendo —afirmas, y es verdad. No estás seguro de qué hacer al respecto. Le dices que tenga cuidado y te diriges a ver a Doc. La calle está cubierta de marcas de carro, un montón de huellas grises. Debe haber unos tres centímetros de esa porquería. Intentas no correr.

La ceniza se asienta sobre el palenque y ensucia el agua del abrevadero. La puerta de Doc está cerrada pero no hay ningún cartel que diga que ha salido a atender llamadas. Golpeas y golpeas y, finalmente, aparece tras la cortina, asomando solo su cabeza. Te saluda con la mano antes de volver a desaparecer, luego regresa un minuto más tarde ataviado con una bata y te hace pasar; se queda quieto mirando la lluvia de ceniza como si fuera un niño.

Su cara muestra una raya de la almohada y tiene la mano vendada. Hay una costra negra de sangre en la comisura de su boca. Cuando te invita a que tomes asiento, su voz es ronca, apenas un quejido, como si su garganta se cerrase.

Lo miras, incapaz de decir ni una sola palabra.

Parece decepcionado contigo; ¿o con él mismo? Ambos os encaráis igual que en un duelo de pistolas.

—Diablos —grazna—, supongo que ya no tiene sentido ocultarlo.

—¿Cuándo lo supiste? —preguntas, pensando que no es posible. Aguantó tanto tiempo que creíste que era como tú, que no podía contagiarse. Durante un minuto desearías poder hacerlo. Ahora vas a estar solo.

—Hace un par de días. No mucho.

Diriges la vista hacia la alfombra, como si contuviera alguna pista. Se está disculpando, pero tú le quitas importancia.

—¿Se lo has dicho ya a Irma?

—Aún no.

—Es mejor que le mandes un mensaje. No sabemos por cuánto tiempo más podrás hacerlo. Lo digo por el incendio.

—Sé lo que quieres decir.

Dices que lo sientes y él se limita a asentir; hace girar el pisapapeles con su mano buena. Maldito sea.

—Siento mucho tener que abandonarte —susurra tratando de sonreír. Es difícil oírle bien, así que te inclinas hacia el escritorio.

—¿Alguna idea sobre lo que piensas hacer? —inquiere.

—Sacar de aquí a los sanos en el mercancías —contestas como si hubiera sido tu idea desde el principio. Lo ha sido, pero no crees que funcione.

—Mantenerlos en él —deduce—. Y traerlos de vuelta después.

—Tendré que pedir a Bart que me ayude a mantenerlos en ruta.

Él asiente, mirando caer la ceniza.

—Es una buena idea. Es lo que iba a sugerirte que hicieras.

Le devuelves el asentimiento con un «gracias», y le haces saber que aprecias su confianza en ti.

—Empezaré al oeste del pueblo e iré hacia el este.

—No te preocupes por los enfermos. No hay nada que puedas hacer.

—Lo sé.

—Chase puede darte problemas; déjalo en paz.

—Lo haré.

—No pierdas el tiempo con él.

—No lo perderé —contestas, pero, acertadamente, no te cree.

—Jacob —dice y empieza a toser, haciéndote esperar—. No puedes salvar a todos. Ese no es tu trabajo aquí.

Le demuestras con un gesto que lo has captado. ¿Por qué no puedes simplemente estar de acuerdo con él?

—¿Te he contado lo de Fenton? —preguntas; y se lo cuentas.

—Hijo de perra —espeta.

Se acerca y te retira hacia atrás la camisa para echar un vistazo. Puedes oler su mano, la sangre en su aliento.

—Sí, es un buen golpe. —Lo aprieta con los pulgares hasta que gruñes—. Pero no hay nada roto.

Tendrás que ir a ver a Harlow para que envíe un mensaje a Montello, pedirle al ferrocarril que contenga al mercancías donde cruza el río, al sur del pueblo. Telegrafiar a Bart para informarle. Harlow puede anunciarlo aquí mientras tú reúnes a todos en el oeste. El mercancías pasa alrededor de las tres, de modo que todavía te quedan seis horas completas. Sabes que no serán suficientes. No conseguirás llevarlos a todos.

Te detienes en mitad de la explicación.

—¿Qué pasa? —pregunta Doc.

—Alguien debería estar tocando la campana.

—Cyril.

—¿Lo has oído esta mañana? —preguntas; porque tú no lo has oído.

Doc sacude su cabeza, y piensas en Cyril estrechando tu mano tras la misa, elogiando tu sermón antes de marcharse como si hubiera gente detrás de él.

—Tendré que conseguir a alguien —afirmas.

—Mira si John Cole tiene algún hombre de sobra.

—Buena idea. —Te pones en pie y encajas el sombrero en tu cabeza, entonces te detienes.

—Márchate —dice Doc.

—Volveré para hacerte una visita.

—No hay nada que puedas hacer por mí —te dice.

—Vendré y te contaré lo que está haciendo Chase.

—Aquí estaré —afirma despreocupado, pero entonces se levanta y te ofrece su mano. Os la estrecháis como si estuvierais sellando un pacto.

—Cuida de Marta y Amelia —te recuerda al marcharte, y prometes que lo harás.

En el exterior, Carl Soderholm pasa con su carruaje; su yegua baya levanta una nube grisácea. Te ve pero no te saluda, tampoco aminora; solo continúa dirigiéndose al este del pueblo, hacia el puente de Ender. Cuando cruzas la calle, el aire te quema en los ojos y te seca la lengua. La puerta de Fenton está abierta. Miras dentro y el lugar está patas arriba: los estantes vacíos, el suelo cubierto de restos de productos. Te recuerda al saqueo de Kentucky. Caminas entre el desorden. Su armero está vacío, han arrancado la cerradura. Faltan todas las navajas de la vitrina.

Harlow asoma la cabeza con un telegrama.

—Bart ha tenido problemas en la frontera.

Estás metido hasta las rodillas entre destrozados sacos de harina y le pides que te lo lea.

—Dice que uno de sus ayudantes tuvo que disparar a una persona.

—¿A quién?

—A Emmet Nelligan. Dice que pasó a toda velocidad. Ha metido a toda la familia en la cárcel.

A grandes zancadas, pasas por encima de los desperdicios y lees tú mismo el mensaje. Bart ha levantado una barricada para que nadie más intente cruzar la frontera. Aún no hay noticias de Millard. Maldices y encargas a Harlow que responda al mensaje. Le explicas todo el plan y lo que tiene que hacer.

—Montello aún responde —dice Harlow.

—No me importa —replicas—. Serán unos estúpidos si se quedan allí. Después de que entre el mercancías, diles que suban a bordo. Y consigue a alguien para que toque esa campana.

Al oeste del pueblo el cielo está más oscuro y el viento llega cargado; la cálida ceniza te irrita las mejillas. Todo está resbaladizo y no puedes ir tan rápido como deseas. El pecho no te duele mucho, solo son las secuelas de un golpe. Por fin, alguien está tocando la campana, con un ritmo lento y acompasado. Pasas junto a los escombros de las casas de Millie y Elsa, los Winslet y los Heilemann. Parece Kentucky durante la guerra; aquellos interminables pasos entre las montañas por los que marchabas, los cadáveres de los cerdos secándose al sol, niños que se escondían detrás de sus madres. Pasas la casa de los Ramsay, todavía tapada con tablones. Tienes la tentación de pararte en su verja y correr hasta el porche para ver si ella sigue con vida. Probablemente no; ya han pasado días. Lo harás a la vuelta, prometes, si tienes tiempo. El horizonte está tan oscuro como un tornado. Cuando pasas junto al campo sembrado con las ovejas de Terfel, ni siquiera puedes olerlas.

Aceleras todo el camino hasta la abertura del túnel de Cobb, donde John Cole y su cuadrilla se encuentran ensanchando el cortafuegos. El aire corre lleno de rescoldos; repiquetean como el granizo sobre los árboles. La hierba se prende en llamas, y los hombres la pisotean frenéticamente en una danza colectiva, como si hubiera una serpiente de cascabel; luego vuelven a recoger sus palas. Mientras estás hablando con John, una cierva zigzaguea entre la cuadrilla y pasa junto a ti en dirección al pueblo.

—No os quedéis aquí durante mucho tiempo —aconsejas a John.

—No te preocupes por eso —responde—. Tan solo asegúrate de que ese tren esté allí.

De vuelta, pasas por la «C» del campamento del pantano, situada junto a un camino de troncos que retrocede hasta los pinos. Allí no queda nadie, deduces, y si están muertos, no puedes quemar el lugar porque se encuentra en mitad del bosque. Es así de sencillo. ¿Entonces por qué estás parado junto a la señal? ¿Por qué te quedas ahí deliberándolo y preguntándote cómo responderá tu bicicleta a los surcos?

Ha pasado una semana.

«No pierdas el tiempo», te dijo Doc.

Se refería a Chase.

Se refería a los muertos.

Exacto; eso fue en lo que no estabas de acuerdo con él. Los muertos necesitan que alguien se ocupe de ellos. ¿No es ese tu deber?

Es solo uno de tus trabajos y, ahora mismo, un lujo que no te puedes permitir. El aire te irrita con los rescoldos. Ten sensatez. Monta en tu bicicleta y pedalea.

Pasas los umbrales de los Dole, los Schnackmeier y el de Margaret Kyne. Los dejas para que mueran por el fuego.

Quizá ya están muertos.

Esperas que así sea. Los imaginas en el suelo de la despensa o yaciendo en el salón. Probablemente estén junto a la puerta, habiendo gastado su último aliento intentando abrir la cerradura y maldiciendo tu nombre.

¿Y qué? ¿Quieres decir que lo lamentas? ¿Qué vas a solucionar con eso? Eres tan responsable de su muerte como la enfermedad. ¿Acaso has salvado a alguno de ellos?

No a Amelia. No a Marta. No a Doc.

La primera casa en la que te detienes es la de los Paulsen. Las ventanas tienen echados los postigos. Llamas a la puerta. Un ruido, luego pasos, el tintineo de unas llaves y Henrik Paulsen abre la puerta con una escopeta apoyada en la cadera.

—Retrocede, si no te importa —te advierte, y obedeces—. No estás enfermo, ¿verdad?

—No —contestas y le preguntas lo mismo a él.

—No. Y tampoco tengo pensado contagiarme.

Mantienes las manos delante de ti y le explicas lo del mercancías; aun así, ni se inmuta. Sale al porche buscando a tus ayudantes con la mirada, entonces te obliga a bajar los escalones hacia el jardín.

—No voy a mezclarme con nadie del pueblo si puedo evitarlo.

—Mira a lo lejos —le indicas y, lentamente, señalas hacia la masa negra que se acerca.

—¿John Cole está todavía trabajando en ese cortafuegos? —inquiere.

—Sí.

—Entonces no sabemos hacia dónde irá. ¿No es cierto?

Te muestras de acuerdo con él y vuelves a explicarle el plan.

—¿Dónde están todos los demás? —pregunta dibujando un círculo con el cañón—. Si te llevas a todos, ¿dónde están?

No puedes responderle.

—No, señor —te dice—, si hemos logrado llegar hasta aquí, correremos el riesgo. En el peor de los casos, siempre podemos bajar al pozo.

Te habías olvidado de eso. Se trata de un viejo truco indio, aunque, teniendo en cuenta el tamaño de este fuego, no crees que haya muchas probabilidades de que funcione. Se lo dices a Henrik, aunque admites que es posible que tu plan tampoco sea infalible.

—A cada uno, lo suyo —sentencia y, cuando asientes ante su lógica, baja el cañón de su arma—. Sin resentimientos, sheriff.

—En absoluto —coincides y dejas caer tus brazos—. Después pasaré a verte.

—Te lo agradecería.

Mientras te alejas, descubres que no te sorprende. A la gente no le gusta abandonar sus hogares. Empaquetarán la plata, la enterrarán en su jardín y la extraerán caliente tras el paso del fuego. Sin escatimar en nada, se defenderán por su cuenta. Lo comprendes mejor que nadie; a la gente no le gusta dejar atrás aquello a lo que está acostumbrada.

Yancey Thigpen ya ha escapado. Sus caballos deambulan por el pasto trasero sin ataduras, estornudando y agitando sus cabezas ante las cenizas. Ha cerrado el granero, por lo que no pueden meterse dentro; se ha dejado abierta la puerta principal. Te alegras de que se haya marchado, tan solo esperas que no vaya hacia la frontera.

Fred Lembeck dice que va a empaquetar sus cosas con calma, como si no hubiera planeado marcharse. Por alguna razón te hace sentir furioso. Crees que un hombre con un solo brazo debería estar acostumbrado a anticiparse.

—Coge solo lo que necesites —le dices; entonces piensas en lo ridículo que suena. Mañana puede que no quede nada de la casa. Cógelo todo, piensas.

—Voy a tardar un rato —exclama desde la parte de atrás.

—Nos encontraremos en el río —le comunicas—, justo debajo del puente de Ender. —Y cuando te aseguras de que te ha oído, continúas.

En la casa de los Huebner te sorprende encontrar allí a Carl con su familia.

—Pensaba que estabais en Shawano —afirmas.

—Lo estaba, pero no podía quedarme allí. No con esto.

—Supongo que te entiendo —dices y le explicas el plan. Cada vez lo haces más rápido y cuantas más veces lo cuentas, mejor aspecto tiene. A Terfel lo has convencido de que funcionará.

La siguiente casa es la de los Ramsay y, en contra de tu prudencia, aminoras y te bajas junto a la verja. Está echado el pestillo; el lugar se ha cubierto de ceniza y la señal sigue advirtiendo a la gente de que se mantenga alejada. Algunos trozos de la «C» se han resquebrajado y caído al suelo, pero el candado está perfectamente. Golpeas la puerta y escuchas.

Nada. Pero ya te lo esperabas.

Caminas por el porche y observas a través de los tablones. El interior está oscuro. Hay platos rotos y algo que podría ser sangre sobre la alfombra. Gritas su nombre y esperas.

Das la vuelta y miras por el otro lado. Los tablones están intactos; vuelves a subir las escaleras del porche y sacas la llave. Te apresuras alrededor de las escaleras, luego hacia arriba. Su olor es lo primero que percibes. Ella está en un pasillo. Sus piernas yacen atravesadas en el corredor y el resto del cuerpo en el dormitorio. Las moscas revolotean sobre un charco de vómito seco. Es amarillento, moteado con pequeños puntos rojos: cabezas de cerillas.

En qué ser tan cruel te has convertido, pensando que es preferible al insecticida. Entonces es cierto, te has vuelto completamente loco, absolutamente indiferente hacia aquellos que conoces. Cada día queda menos de ti mismo. Cómo te gustaría dejarlo todo y acompañarla. Tu estómago convulsionándose entre productos químicos sería una penitencia, una ofrenda previa a la liberación. Pero entonces, ¿quién se ocuparía de Amistad?

Te arrodillas y recitas concienzudamente una oración. Con los ojos muy cerrados, imaginas a Sarah Ramsay en la cocina, cortando las cabezas de las cerillas de dos en dos, haciendo un montoncito. Acopias aliento y le pides a Dios que te de fuerza, que te perdone; luego te levantas y te alejas, dejándola imperdonablemente sin atención.

La carretera ha desaparecido; es un estanque de ceniza. En el pueblo, las campanas suenan apagadas y débiles. El viento es fuerte y cálido, empujándote hacia delante; te levanta el sombrero e irrita tu nuca. Cada rescoldo te hace gruñir. Ahora comprendes por qué el infierno está lleno de fuego. Solo Dios sabe cómo les irá a John Cole y a su cuadrilla.

Justo en las afueras del pueblo, una golondrina cae desde el cielo, en picado, sobre el marchito maizal que hay junto a ti. Te vuelves justo a tiempo para ver caer a una bandada al completo, torciendo los tallos muertos, golpeando el polvo como el granizo, como una lluvia de piedras. Caen a tu alrededor, diluviando sobre tu espalda. Sus cuerpos cubren la carretera, muertos aunque inmaculados. Cuando te agachas para tocar uno, notas que sus plumas están calientes y sus ojos en blanco.

Compruebas el cielo, otra vez vacío, y entonces un cuervo vuela sobre los árboles, ileso.

¿Es eso una profecía? Aunque puedes ignorarlo por completo. No existe un solo pecado que Amistad tenga que enmendar. No existe ninguna razón detrás de todo esto.

Te detienes en casa y sacas a Marta de la cama; la vistes y la sientas en el sofá junto a Amelia. Les explicas el plan mientras las preparas.

Ella te pregunta si volverás, y tú la tranquilizas. Comprende que tengas que ayudar primero a los demás, no lo cuestiona. La besas para demostrar lo agradecido que estás por tenerla. Lo sabe.

Pero no nos dejes aquí, bromea.

—No lo haré —prometes y te despides con la mano, luego cierras con llave la puerta al salir.

Harlow te está esperando en el exterior de la cárcel con un mensaje en sus manos. La campana es ensordecedora.

—Montello ha caído —grita agitando la cinta de papel que lo demuestra.

Se trata de su último mensaje.

«El fuego está aquí. Debemos partir de inmediato. Aconsejamos que hagan lo mismo.»

—¿Cuándo ha llegado?

Harlow cuenta las perforaciones en la cinta.

—Once cuarenta. Hace unos diez minutos.

Buscas tu reloj, convencido de que es más temprano.

No. ¿Cómo se te ha ido el tiempo?

—¿Shawano aún resiste? —preguntas.

—Acabo de enviar un mensaje. Todavía no han respondido. Estoy seguro de que Bart está muy ocupado. Hay un montón de gente que ha partido en esa dirección.

—Él puede encargarse de ellos —vociferas, más que nada para convencerte a ti mismo—. ¿Quién está tocando la campana?

—Cyril.

—¿Dónde estaba esta mañana?

—No lo sé —responde, y se encoge de hombros cuando insistes en ello—. A lo mejor se acostó tarde.

Al otro lado de la calle, la cuadrilla del molino arroja cubos de agua sobre el tejado de Fenton. Dejad que arda, es lo que te gustaría decir. Nada de esto tiene sentido.

Justo cuando estás entrando para coger tu rifle, John Cole y sus hombres entran raudos en el pueblo virando bruscamente; los caballos del tiro tienen espuma negra alrededor de la boca. Se bajan todos y se apresuran para sacar a alguien de la parte de atrás. Corres hacia allí y ves que a uno de los hombres le faltan las cejas, su rostro es una máscara de hollín. Cargan con un hombre grande sobre unas parihuelas improvisadas; está tan negro como un actor en un espectáculo cómico racista[5] y la ropa se le ha pegado a la piel.

—El fuego ha cruzado la línea —te informa John, mientras lo llevan a la consulta de Doc.

—No podéis entrar ahí —le adviertes—. Tiene la enfermedad. Traedlo aquí.

Abres de golpe la puerta de la cárcel y lo dejan en el suelo.

El hombre tose y gimotea sin mover los labios. Es Kip Cheyney, ni siquiera lo has reconocido. Se le pueden ver los dedos a través de los agujeros en sus guantes; están llenos de pompas y manchas de sangre.

—Voy a ver lo que dice Doc —prometes, y los dejas allí, a su alrededor como si fueran dolientes.

Golpeteas el cristal y el marco. Lo llamas.

Esperas, impaciente por que abra las cortinas con su sibilante respiración. Confías en que no aparezca con la bata puesta.

Pruebas a abrir el tirador, vuelves a llamar.

John sale a la acera.

—¿No está ahí?

Le pides prestado un guante y rompes el cristal de la puerta. John quiere acompañarte a través del vestíbulo, pero le obligas a volverse recordándole que Doc está enfermo.

Está en el cuarto del fondo, tumbado encima de las colchas, todavía con la bata puesta. Sus ojos están cerrados, sus labios abiertos. Uno de sus brazos cuelga por un lado, el dorso de la mano está tocando el suelo. En la mesita de noche reposa un frasco vacío de láudano y, apoyada contra la lámpara, hay una carta para Irma, escrita en papel del caro.

—Maldita sea —lamentas—. Maldito sea todo.

Te agachas y levantas el brazo de Doc; lo dejas a su lado y rápidamente le ofreces la misma oración que diste a Sarah Ramsay. Doc. Maldita sea. Sientes la necesidad de decir unas palabras en su favor pero, al igual que con el sermón, no sabes cómo empezar. ¿Qué significa decir que fue un buen hombre? Pero él lo fue. Ayudó a los demás, amó a Irma. Eso cuenta para algo.

Te incorporas e introduces la carta en tu chaqueta. Te acercas al armario. Debe haber algún bálsamo para las quemaduras en algún sitio. Carl Soderholm lo sabría, pero se ha marchado con el resto de ellos, los cobardes, y buscas entre los tarros, cajas y tubos, examinando las etiquetas.

Ahí yace Doc. No te sientes decepcionado con él, no lo estás, pero se te cae una botella y no puedes dejar de patear los trozos rotos y soltar una maldición. No hay tiempo. Maldito sea todo, es suficiente.

Abres un envase que parece cera de los oídos y huele a pomada de bolso[6]. Supones que Kip estaría mejor dormido y encuentras un frasco de gotas de valeriana.

—Tan solo sigue las instrucciones que hay en él —le dices a John—. Y no digas nada por ahí de que Doc está enfermo.

Él asiente, lo promete.

Le cuentas que te diriges a la Colonia, que volverás para recoger a los demás bajo el río. Quieres que John se asegure de que estén preparados cuando regreses; todos los que vengan. Pueden traer a Kip en el carro.

Él te mira, confuso.

—Habla con Harlow —le aconsejas—. Él conoce el plan.

Coges tu rifle y pones rumbo al puente de Ender. La carretera está plagada de surcos, y en las cenizas yace una jaula de pájaros aplastada; hay un canario en su interior, aferrado lateralmente a su columpio. Recoges el destartalado armatoste y el pájaro se mueve y bate sus alas.

Fuerzas los barrotes con tu navaja y lo liberas, luego tiras la jaula a un lado.

No te felicites. Piensa en Doc, lo dejas allí para que se pudra como un animal.

¿Por qué no puedes comprenderle? Sarah Ramsay. Millie.

Porque es una tentación en la que casi has caído.

Porque no es correcto.

La vagoneta está donde la dejaste. Dejas el rifle sobre la plataforma y empujas; el golpe del pecho te trae a la memoria la pasada noche. Entiendes a Fenton. Durante el asedio, los hombres preferían salir corriendo desde detrás de los caballos y ser asesinados a tiros que permanecer allí tirados otra noche. Cuántas cosas en la vida se reducen a tener paciencia, a estar dispuesto a aceptarlas, a esperar una mejor ocasión.

Los árboles se acercan a gran velocidad y te envuelven, y la campana enmudece en la distancia. Cyril se saltó tocar al amanecer. Según parece, ya no puedes depender de nadie.

No es por Doc, no te refieres a eso.

Él lo hizo lo mejor que pudo.

¿Lo hizo?

Te concentras en la palanca, no tratas de responder por él. Te duelen los hombros y tienes dañada la clavícula. Tomas la curva y entras en la zona de los Nokes; las vías están oxidadas por el desuso y los helechos golpean la parte delantera de la vagoneta. El cielo ha cobrado un tono amarillento, como antes de una tormenta. Te preguntas si Chase los ha bajado a todos a las minas, y entonces desearías haberlo pensado antes. Ahora es demasiado tarde, jamás lograrías llevarlos a tiempo. Quizá ha llenado la mansión con los enfermos; deben estar a rebosar, y las enfermeras no darán abasto, agobiadas. Te imaginas que haya quemado el caserón hasta los cimientos, que se desmoronase temblando hacia la tierra, como los de Montello, con las enfermeras en el interior. El Apocalipsis, los últimos días. El fuego que purifica la tierra. Lo encendería con el queroseno que compró el otro día la mujer corpulenta. Tendrías que haberlo supuesto. ¿Qué clase de detective de novela barata eres tú?

No, lo habrías visto, incluso entre toda la podredumbre. Además, Chase es como tú, ¿no era eso lo que tratabas de decirle a Doc? Habrá enviado a la gente sana al sur del pueblo, detrás del circo; manteniendo aquí a los enfermos para atenderlos. Él es responsable de su rebaño, algo que ahora dudas de ti mismo.

Pero existe el riesgo de que los rumores de los chavales sean ciertos y, después de todo lo que has visto durante la semana, no descartarías encontrarte con una horrenda ceremonia, una comunión en la que los creyentes se alinean para besar los labios enfermos de su mesías.

Aquí cualquier cosa es posible. Los árboles parecen confirmarlo; el bosque lleno de sombras, una lluvia ígnea cayendo del cielo. Es un alivio tomar la última curva del carril y ver la mansión todavía en pie, y los graneros, almacenes de maíz y muros de piedra. Y entonces ves que allí no hay nadie, ni un alma.

Echas el freno, coges el rifle y te bajas de la vagoneta. Hay viento en los árboles, oyes el golpeteo de la ceniza. La puerta de entrada es un arco hecho con ramas; el signo de la sagrada luz se balancea colgado de ella. «Rev. S. P. Chase», reza. Cruzas un largo sendero abierto hacia la mansión. No hay huellas de pies, ni de pezuñas, ni de nada. Las ventanas están cerradas; los escalones del porche, cubiertos de ceniza.

Más allá de la mansión hay una caseta para los vehículos y también está cerrada; luego una fila de cabañas con nombres de santos encima de las puertas. Sebastián, Esteban, Tomás. Todos mártires. Ninguna de ellas está cerrada. En su interior, todas tienen los mismos muebles; una cama, un escritorio y una silla; y están limpias y ordenadas, como nuevas.

Los jardines principales están sembrados con vegetales y la enorme fuente del centro solía usarse para regarlos. A pesar de la sequía, las judías crecen altas y los tomates son gordos como manzanas. Todo está cubierto de ceniza; hay una fina capa sobre el agua.

Las minas, piensas.

Es más listo que tú, él ha cuidado mejor de su gente.

Sí, pero era más fácil; ellos le escuchan.

Te vuelves, con el rifle colgado de una mano, apuntando hacia el suelo. La capilla, otro granero y el gallinero con su fila de ventanucos. Avanzas con dificultad a través del jardín dejando abierto un camino y cuando te diriges hacia la capilla oyes, sutilmente, como en la lejanía, voces que cantan.

El sonido crece a la par que te acercas, apartando las virutas de tus ojos. Los escalones presentan leves huellas de pisadas, hay un pórtico formado por arcos gemelos en la entrada. Acercas tu oído a la rendija.

Se encuentran allí, cantando.

Aprovechas el ruido para apoyar el rifle contra la barandilla, y entonces abres la puerta.

Lo primero que piensas es que se trata de una pequeña congregación, están ocupados la mitad de los asientos; puede que sean veinte. Luego te percatas de los camastros a lo largo de las paredes, donde yacen los enfermos mientras los demás entonan Jesús Nuestro Redentor. La conoces bien; tan solo tu incredulidad te impide unirte al canto.

Chase está frente a ellos, con una toga totalmente blanca, apesadumbrado junto al púlpito; la mujer corpulenta se encuentra a su derecha. Él inclina la barbilla al verte; dirige el canto con una paternal voz grave medio entonada, llevando el compás con un dedo. Algunos de los miembros están sentados, otros de pie, algunos de los que yacen en las camas están dormidos, otros son atendidos por enfermeras.

La canción llega a su fin y todos se sientan con un murmullo. Suena una tos fuerte y prolongada mientras Chase ocupa el púlpito. Hace una pausa y levanta de nuevo la mirada, sonriente, como si tuviera buenas noticias.

—Diácono Hansen —exclama y levanta una mano, como si te otorgara su bendición.

Los rostros se vuelven y tú les saludas con un asentimiento y la forzada sombra de una sonrisa.

—¿Tiene algo para nosotros? —pregunta Chase.

—El fuego se acerca —anuncias de forma que todos puedan oírlo.

—Lo sabemos —contesta él.

—Voy a hacer que un tren saque del pueblo a todos los que no están enfermos.

—A los que no están enfermos.

—Eso es.

—¿Qué hay de los que sí lo están?

—No se puede hacer nada por ellos. Lo siento.

—Gracias, diácono —dice Chase—. Todos apreciamos su oferta, pero me temo que llega demasiado tarde para que la aceptemos.

—Hay tiempo —replicas y empiezas a explicar lo del tren, a las tres en punto, cuántas personas pueden caber en un vagón.

—No se trata de eso —interrumpe de forma calmada—. Ojalá fuera así de simple. Me temo que todos nosotros… —En ese momento extiende sus manos para incluir a todos los que están en la sala, los que quedan de todo su rebaño—. Me temo que todos estamos igualmente afectados.

Esto no te lo habías esperado, por lo que no sabes qué responder.

Puedes oír amontonarse la ceniza sobre el tejado.

—¿Qué tenéis pensado hacer?

—En este momento —contesta—, vamos a rezar.

Y sabes por qué inclinas tu cabeza con el resto de ellos, por qué recitas las frases. Van a quedarse y morir juntos, a pagar el precio por aquello en lo que creen, gustosamente; y eso, eso tú lo comprendes a la perfección.