Capítulo 6

Durante toda la mañana, la cuarentena lleva al pueblo a salir de sus casas. Para combatirla, protestar por la decisión, discutir su utilidad, su legalidad. Llegan a ti con preguntas que no puedes responder, aunque lo intentas sin formalidades, sin sentido del deber. Byron Merrill, Bill Tilton; personas que no has visto en semanas. Se concentran en la cárcel, saturando la acera. Dicen que ya han hablado con Doc; actúan como niños que tantean a sus padres, esperando que tú les des una respuesta diferente, que hagas una excepción.

—Estamos todos en el mismo barco —afirmas, sabiendo que eso no los va a convencer.

Todos quieren saber cuánto va a durar.

—Una semana, puede que dos.

—¿Qué se supone que vamos a hacer hasta entonces? —pregunta Fenton—. Tengo un negocio que atender.

—Entonces atiéndelo —respondes.

—¿Cómo se supone que voy a hacerlo? Tengo un cargamento de café esperando en Shawano y no puedo recogerlo.

—Haz que te lo envíen en barco.

Costará demasiado el transporte.

La hija de la señora Bagwell está atrapada en Shawano.

Carl Huebner se marchó por negocios y ahora no puede regresar.

Y George Peck, quien bajó hasta Rockford a comprar ladrillos para el molino.

—¿Por qué no pueden entrar si es lo que quieren? Son ellos quienes corren el riesgo y nadie más. Mientras nadie salga, ¿qué importancia tiene?

—Es por el bien de todos —aseguras, como si la lógica pudiera satisfacerles. Quieres decirles que no es culpa tuya, aunque hace una semana estabas dispuesto a cerrar las carreteras. —¿De quién es?

—Ya veo que tiene a Marta y a su hija muy cómodas, encerradas en casa —te acusa la señora Bagwell—. No corre riesgos con ellas.

—No —contestas—, y les sugiero que hagan lo mismo.

—Vaya un consejo —espeta Fenton.

Te vuelves hacia él cuadrando los hombros, como si fueras a pelear, entonces te detienes.

—Es lo correcto y lo sabes —le dices antes de dirigirte a todos—. Dos semanas no es mucho tiempo.

Refunfuñan, una obscenidad que, reconócelo, te deja pasmado. Nadie te cree. Dos semanas es una eternidad.

—Márchense —les urges—. Tengo mi propio trabajo.

Los alejas agitando tu sombrero como si fueran ganado.

Crees que tienes razón, que es lo correcto. —¿Por qué tienes que justificarlo?

No todos te dejan solo. Emmet Nelligan no cejará en el empeño para que su hermana Esther venga de visita. Ha recorrido todo el camino desde Ohio solo para que Bart la detenga en la frontera. Se encuentra en una posada de Shawano, aterrorizada; no conoce a nadie por allí.

Intentas ignorarle, recoges todo lo que hay sobre tu escritorio antes de marcharte. Tienes que contactar con Bart, comprobar la línea del fuego, hablar con Doc.

—Su alojamiento cuesta dinero a diario —dice.

Te detienes y le miras a la cara.

—Sinceramente, no quieres que esté en mitad de todo esto, ¿verdad?

—Yo no estoy enfermo —protesta—. No veo qué daño podría hacer…

—No —atajas—. No tiene sentido.

—No quiero que esté allí sola —explica— y, ¿qué puedes decir además de que lo sientes? Le comprendes perfectamente.

Te diriges a la oficina de telégrafos y haces que Harlow le diga a Bart que todo el mundo está descontento. Puesto de esa forma, tiene sentido. Ellos no te odian, tan solo se sienten frustrados. En el fondo, comprenden que es lo mejor para todos. Deben comprenderlo.

Bart piensa de otra manera; espera que algunos intenten salir por su cuenta. Ha puesto a un ayudante junto a la señal, para asegurarse de que todo el mundo se queda en su sitio. Le está costando cincuenta centavos al día, pero sabe que tú no tienes tiempo. Le has prometido ayudarle tanto como puedas, y cada minuto que pasas alejado de la frontera, te sientes más y más en deuda.

Harlow está saturado. Doc dice que está bien que permitas la entrada del correo, pero no la salida; así que Harlow tiene que enviar un montón de mensajes. Tiene el labio inferior ennegrecido de humedecer la pluma. Sus manos gobiernan las teclas como si fuera una araña.

—¿Hemos recuperado ya a St. Martine?

—No —responde, concentrado; entonces se relaja levantando las manos—. He probado con Madison esta mañana y no he podido contactar. Intenté atajar a través de Milwaukee y es lo más lejos que he llegado. Todo lo que se sitúa al norte de aquí está muerto.

—¿Y al oeste?

—Puedo llegar a Montello, si es a lo que te refieres.

—¿Y más al oeste?

—Todo va bien en esa dirección, pero no hay nada por allí. Montello es la que te preocupa.

—No puedo engañarte —confiesas.

—No te preocupes; en cuanto contacte, te lo haré saber.

—¿Crees que lo sabrá?

—Para serte sincero —dice—, me sorprende que todavía resista.

En la línea del fuego, John Cole y sus hombres casi han llegado al canal. Sus picos golpean rítmicamente, como si fueran una cuadrilla del ferrocarril. No te sorprenden los pañuelos sobre sus rostros. Con el polvo blancuzco que se levanta a su alrededor y la larga y ancha trinchera, parecen cavadores de fosas después de una batalla.

—Dicen que ha virado al oeste de nuevo —informas a John.

—Igual que nosotros en cuanto terminemos aquí.

—Usad el río.

—O conectarlo al tramo de carretera que hay a este lado del túnel de Cobb —propone como si no fuera idea suya, espera a que sugieras algo mejor, y sabes por qué. La carretera va de este a oeste; incluso si el fuego no atraviesa la frontera, puede pegarse a un lado y dirigirse al pueblo. No hay nada más que árboles por allí, unos pocos pastos cubiertos de hierba.

—No hay mucho más que puedas hacer —afirmas.

—No —coincide con tristeza y se aleja para enseñarle a sus hombres lo cerca del camino que pueden cavar.

Mientras caminas de vuelta a través de la maleza, percibes árboles muertos caídos como la leña entre los vivos. Incluso los pinos se están secando, adornados con fragmentos cubiertos de agujas anaranjadas. Puedes permitirte ignorar los maderos tirados sobre los humedales; la tierra está endurecida, los helechos marchitos. Cuando llegas a la carretera, estudias el cielo como un granjero. El azul se extiende hacia Iowa.

El ayudante de Bart se llama Millard; no es más que un muchacho que crece demasiado rápido para su ropa. Desfila por la frontera con un rifle, como un soldado; tan solemne como el mismo Jeff Davis[4]. Bart le ha enseñado bien. A lo lejos, Cyril toca las tres.

—¿Todo en orden? —le preguntas, y mientras Millard dice: «Sí, señor», los dos oís la misma música repetitiva y os dais la vuelta para ver una procesión que llega por la carretera.

Es el circo; carros rojos y banderines al viento. Un elefante en la marcha levanta columnas de polvo.

—Oh, Dios mío —dice Millard, olvidando su cometido—. ¡Oh, Dios mío!

Tú tampoco has visto nunca uno, y lo observas llegar, interesado en la forma que tiene su piel de moverse, en su graciosa trompa, en las ridículas orejas y en la encantadora cola. Comprendes por qué a entrar en combate la gente lo llamaba «ir a ver al elefante». Nadie podría describirte esto, tienes que verlo por ti mismo.

Un enorme organillo ubicado en su propio carro toca una melodía. Los caballos llevan bocados plateados y las crines emplumadas. Tienen grandes gatos en jaulas doradas, oseznos con correas peleando y un hombre que lleva una serpiente tan ancha como tu pierna. Al aproximarse, tus reflejos te hacen apartarte respetuosamente; luego te acuerdas y sales a su encuentro con una mano en el aire.

El hombre que conduce el primer carro lleva anteojos y un chaleco de rayas, como un boticario. Tira de las riendas y el tiro se detiene a corta distancia. Puedes oler su horrible aliento, sus patas mojadas por la orina al calor.

—¿Qué ocurre, vecino? —pregunta el conductor.

—El pueblo está en cuarentena. No podemos permitir que entréis.

—¿Qué es lo que tenéis?

—Difteria.

Piensa en ello como si estuviera calculando los riesgos.

—Lo único que queremos es pasar por aquí. Ninguno de nosotros va a bajarse.

—No puedo dejaros.

—Podemos pasar al trote —propone—. No nos llevará más de cinco minutos.

Te disculpas pero no es posible.

—Está bien, maldita sea —dice, divertido, y se pone en pie sobre su asiento para rebuscar en un bolsillo. Saca un billete de cinco dólares y te lo ofrece.

Miras el billete, y luego a él. El organillo continúa tocando.

—Tendrán que dar la vuelta por el sur. Hay un gran incendio al norte de aquí.

—Cinco minutos —insiste de nuevo—. Si vamos hacia el sur nos desviaremos de nuestro camino. Tenemos que estar en Montello…

—No me está usted escuchando —atajas, y descubres que le has agarrado la muñeca para acercarlo a ti, y ves que está asustado, que le estás haciendo daño. Le retuerces el brazo y hace una mueca de dolor, mientras voltea su cuerpo para tratar de evitarlo.

—Si cruza esa línea tendré que matarle, y lo haré. La gente de aquí se está muriendo. Si quiere ser uno de ellos, adelante entonces. De lo contrario, déjenos en paz.

Él retira su brazo con cautela, luego empieza a dar la vuelta a su carreta, invadiendo el borde del camino.

—Al sur —le gritas, pero no mira hacia atrás. Los otros conductores te clavan su mirada y tú se la devuelves de forma experta, desafiándoles a que digan algo, a que escupan, a lo que sea. Ninguno lo hace, excepto el elefante, que deja caer una bomba de heces mientras balancea su trasero; levanta una nube de polvo que se queda ahí, posada como un insulto mientras la musiquita se desvanece.

Millard se queda mirándola, asombrado.

—¡Vaya! —comenta—. Esa cosa es tan grande como mi cabeza.

Te ríes de él, pero te preguntas por qué has amenazado a ese hombre, qué fue lo que te hizo hacerlo.

Lo es todo, piensas. Es razonable, teniéndolo en cuenta; aun así, pides perdón, prometes estar en guardia contra tu temperamento.

—Me habría gustado verlo —dice Millard—. El circo.

—Has visto más que la mayoría —respondes, y él te da la razón por ser quien eres.

Nadie entra, nadie sale.

—Sin embargo, no quiero que le dispares a nadie —le ordenas—. Eso es cosa mía y del sheriff Cox. Si llegas a esa situación, dispara al aire.

—Pero el sheriff dijo…

—Sé lo que dijo. Tendré una charla con él, no te preocupes.

Parece desanimado y, para animarle, le enseñas la forma del ejército de dar la media vuelta, cómo usar un solo tacón como pivote y usar el otro dedo gordo para girar limpiamente. Le dejas practicando, mientras se recita a sí mismo la cadencia de movimientos alrededor de la deyección.

De nuevo en la bicicleta, saludas a Bart con la cabeza. Tienes que hablar con él sobre conseguir a alguien con más pelo en la cara.

En el pueblo, otra cuadrilla está mojando el tejado del molino con una manguera, empapando las pilas de madera desechada.

La leña se está acumulando debido a la cuarentena. La manguera está conectada al río, y dos grandes suecos manejan la bomba de agua como si fuera un balancín. El canal se estrecha; sobre la quebrada orilla, el sol está cociendo un matalote azul que ha salido del agua. Vas a tener que colocar toneles de arena en cada rincón de la calle y encontrar suficientes cubos. Al menos, no hay riesgo de que cunda el pánico aun más.

Pero eso mañana. Apenas queda tiempo hoy. Ni siquiera has almorzado. Hay demasiado por hacer.

Vas a ver a Doc antes de cerrar. Tiene una lista de familias a las que tienes que vigilar y dos cuerpos de los que ocuparte antes de ir a casa.

—¿Quiénes son? —preguntas.

—May Blanton y el pequeño Stevie Roy.

Deseas que todavía te afectara, buscar una razón por la que ambos han sido arrancados de esta vida. May es solo unos pocos años mayor que tú y Stevie casi tiene diez; le molestaba que la gente aún le llamara «pequeño». Esperas que muera gente como Elsa Sullivan, no como ellos dos.

—He puesto ambas casas en cuarentena —te informa Doc—. Y es lo que haremos, especialmente al oeste del pueblo. Mañana te agradecería que me acompañases a visitar a unos tipos. No creo que les guste lo que tengo que decirles. Y seguro que algunos tienen familiares de los que habrá que ocuparse. Me gustaría que los enterrases en sus tierras, donde sea posible. Estos dos pueden ir al patio de la iglesia, si queda sitio.

—Les haré sitio —aseguras, y es agradable, después de tanto tiempo, hacer una promesa que sabes que puedes cumplir.

—Y no los desangres —te advierte—. ¿Tengo que decírtelo otra vez?

—No —respondes, y esta vez es la verdad.

Para compensarles, haces un buen trabajo con sus ataúdes; no escatimas esfuerzos, cavas bien profundos los hoyos. Es bueno trabajar, sentir el dolor en tus hombros, endurecer los antebrazos. Gruñes, te limpias las gotas de sudor de la nariz. Casi no piensas en Amelia, en su tumba del jardín. No, las dos están en casa, a salvo, esperándote. No hay forma de que puedan contagiarse; les has dicho que no salgan, que cierren la puerta con llave. Tú las protegerás, las mantendrás en secreto.

Ya es de noche cuando aplanas la tierra con tus botas y, al ir a cerrar la cárcel, descubres que alguien ha manchado tu puerta con estiércol.

Al principio piensas en el elefante, y en Millard, pero sabes que es de caballo por el olor. Al entrar, encuentras un viejo ejemplar del County Record que han usado para untarlo.

—Fenton —dices.

O Emmet Nelligan.

Es extraño de admitir, pero podría haber sido cualquiera. De repente, Amistad es un nido lleno de enemigos.

Solo están frustrados.

No, es algo más. Piensas en los ojos del conductor del circo, en cómo comprendió de lo que eras capaz.

Terminas de limpiar la puerta, pero no hay ningún sitio para tirar el periódico. Miras a ambos lados de la calle, luego cruzas y metes el periódico bajo el bordillo de Fenton; te enjuagas las manos en la mugrienta agua del abrevadero.

Marta te está esperando en la oscuridad con Amelia. Enciendes la lámpara y charlas con ellas; luego vas a la cocina y haces la cena. Esta noche, judías con tocino, el plato favorito del capitán.

Preparas la mesa, sitúas a todos alrededor; Amelia en su sillita, Marta justo a su derecha. Das las gracias.

Después de la cena, Marta toca el armonio y ambos cantáis. Ella se cae del taburete, pero tú la sostienes, colocas sus pies en los pedales y sus dedos en las teclas, la ayudas a encontrar el do central. Jesús Nuestro Redentor. Él Vendrá a Llevarme en su Gloria. Amelia juega en suelo con su muñeca de paja.

Y entonces se hace tarde, llega la hora de acostarse. Los dos arropáis a Amelia antes de retiraros. Lees un trozo de la señora Stowe para Marta. Acabas, pero ella está dormida hace rato, con su mejilla hacia ti; y la besas con ternura, la abrazas con cuidado de no despertarla.

El viernes es igual; Millard de guardia y todo el mundo con preguntas. Vas en bicicleta junto a Doc al oeste del pueblo y os detenéis en las casas que están en cuarentena. En la parte de atrás del carro hay un cubo de jalbegue, y mientras Doc está dentro con los Ramsay, los Dole y los Schnackmeier, pintas una temblorosa «C» sobre sus puertas. Dejas el cubo en el porche y te unes a ellos, para explicar las consecuencias legales de violar la cuarentena. Los padres asienten con solemnidad; las madres te clavan sus miradas, indignadas por lo que les haces a las personas decentes. Doc se disculpa, dice que no hay otro remedio, que hay un montón de gente en la misma situación.

Y luego llega la ruta de la habitación de los enfermos, con mascarillas en vuestros rostros mientras Doc se inclina sobre los infectados. La madre os acompaña, pero nadie más; permanece detrás de vosotros como una guía del inframundo. Hay una lámpara encendida, las ventanas están cerradas. Los niños sudan bajo la colcha.

Sarah Ramsay ya ha perdido a dos de los cuatro niños; Martin y Gavin. Siempre los has considerado egoístas, incluso malvados; y ahora, avergonzado, les perdonas todo. No eran más que niños traviesos y vivarachos. Al otro lado de la pequeña habitación, los muertos yacen en la misma cama.

—¿Desean que Jacob les asista? —ofrece Doc.

—No, gracias —responde ella tan suavemente que, tras inspeccionar la garganta de Tyrone, Doc vuelve a preguntarle.

—Oh, no gracias.

La «C» de su puerta está goteando; líneas blancas que llegan hasta el suelo. Cuelgas un cartel en la verja para que nadie se detenga.

—No tardará mucho —asegura Doc.

—¿Y qué hay de ella? —preguntas.

No tiene respuesta; se limita a dar la vuelta a su libreta y a buscar el próximo nombre de la página.

Es la calle entera, sin excepciones.

—¿Por qué crees que es así? —inquieres—. ¿Por qué es peor aquí que en el pueblo?

—Por el trillado —supone—. La gente del pueblo no se ayuda entre sí. Se quedan dentro. No lo sé, habrá un montón de razones.

Piensas en ello mientras avanzas traqueteando. Primero fue el soldado en el bosque, luego Lydia Flynn. Clytie. Crees que si resuelves el misterio de cómo llegó hasta aquí, de alguna manera podrás invertir el proceso y hacer que todos vuelvan a sanar. No tiene sentido, pero encajas las pistas. El soldado durmió en el granero de Elsa y Millie. Lydia Flynn lo entretuvo en uno de los pastos traseros de la Colonia. Todo lo que se te ocurre carece de un principio. —¿Quién la tuvo primero? ¿De dónde vino?

En casa de Heilemann nadie abre la puerta. Doc la golpea con el puño, pero sigue sin acudir nadie.

—¡Oficial! —llamas a voces—. ¡Frank! ¡Katie!, —¿estáis ahí?

La puerta principal está cerrada con llave; las persianas, echadas, y rodeas la casa hacia la puerta de atrás. También está cerrada, pero encuentras una palanca en el palomar y te abres paso al interior, mientras los sigues llamando a través de las ensombrecidas habitaciones.

El recibidor está ordenado; las camas, vacías. En la parte de arriba hay un gato tomando el sol en el alféizar de la ventana; maúlla cuando te ve, y se acerca para frotarse contra tus botas.

—No lo toques —te advierte Doc, y tú te enderezas retirando la mano.

El polvo del ático está intacto, una capa inmaculada.

Esperas encontrarlos ahorcados en el cobertizo o en la caseta del pozo, con las gargantas cortadas con una podadera; en la lechería, con sus cabezas metidas en el barril para la lluvia. No hay nada; las puertas se abren, descubriendo paquetes de leña, fardos de heno y telarañas.

—¿Has llegado a hablar con Montello? —pregunta Doc.

—Sí —contestas; y lo has hecho, aunque ni por asomo tan a menudo como has hablado con Bart. Deberías tener a alguien vigilando la carretera por donde el valle se estrecha junto al túnel de Cobb. Les enviarás un mensaje, dándoles una descripción.

—Ahora ya puede ser tarde —dice Doc.

—Haré lo que pueda —respondes, y te sientes traicionado. Los Heilemann eran buenos feligreses. Frank cantaba como bajo y Katie hacía una deliciosa tarta de fresas. —¿Qué puede haber sido sino la falta de fe? En parte, es culpa tuya.

Los niños estaban enfermos, así que hay que destruir la casa.

—¿Quieres encargarte del gato antes de prenderle fuego? —pregunta Doc.

—Todo está tan seco que no puedo quemarla hasta que no consiga ayudantes.

—Entonces coge ahora al gato.

—¿Es que no puede esperar un momento?

—Jacob… —dice, y ves que va en serio. Al subir las escaleras, te preguntas si es la enfermedad lo que le ha hecho cambiar y ahora resaltan sus exigencias por encima de su destreza; crees que debe de ser eso. Él no es despiadado. Estas personas también son su rebaño, su responsabilidad. Ha perdido casi tanto como tú.

Te enfundas los guantes.

—Ven aquí, gatito —lo llamas, y haces sonidos de besos con los labios—. Aquí, gatito, gatito.

Lo matas como a un pollo, retorciéndole el cuello. Sus uñas se clavan en la piel de los guantes. Todos sus músculos se detienen a la vez y, una vez más, te maravillas ante la creación de Dios, Su complejidad. Tumbas al gato sobre el alféizar y vuelves su cabeza para que parezca que está tomando el sol, igual que cuando lo encontraste.

Doc te da las gracias en el carruaje.

—¿Quién es el siguiente? —inquieres con dureza; luego quieres disculparte, no estás enfadado con él.

Hay que quemar la casa de Elsa y Millie, y las ovejas de Terfel están dispersas por la pradera, descomponiéndose bajo el calor. Visitáis a los enfermos hasta que el sol llega a los árboles. Casi no queda jalbegue.

—Hay que organizar una partida para mañana —dice Doc durante el camino de vuelta y, aunque mañana es sábado, aceptas. Hablarás con John Cole para pedirle sus mejores hombres; de todas formas deben estar al oeste del pueblo.

—¿Qué más podemos hacer? —preguntas.

—Solo mantenerlos en casa —contesta Doc—. Asegurarnos de que ninguno de ellos se marcha como los Heilemann. Así es como se consigue una epidemia, cuando la gente empieza a escapar en mitad de la noche.

Una vez de vuelta en la cárcel, Harlow te ha dejado un paquete de mensajes marcados como «Sin envío posible», queriendo decir que el destinatario está muerto o en cuarentena. Divides el paquete en dos montones casi iguales. Intentas no leerlos, pero sabes que son de familiares, que cada uno de los mensajes es urgente.

Será lo primero de mañana, piensas y apagas la lámpara. Incluso tú te estás insensibilizando. Solo estoy cansado, protestas, pero sin ser convincente.

Mientras cierras la puerta con llave, hueles a estiércol, pero tan solo se trata de un puñado dejado por el tiro de Doc. Probablemente sea de donde viene la enfermedad. Malditos caballos.

Para cenar hay sopa de col y una corteza de pan. Tendrías que pasar por la tienda de Fenton a comprar algunas cosas.

—Qué día tan horrible —espetas, y se lo cuentas todo a Marta. Amelia te mira bizqueando ligeramente. La sopa está ligera y amarga, y la tiras a los arbustos; te quedas en el jardín, mirando las estrellas con el plato en la mano. Más tarde, bajo las mantas, la piel de Marta se vuelve cálida junto a la tuya, y permaneces allí tumbado, rodeándola con tus brazos, pronunciando suficientes oraciones para todos los de Amistad.

Te levantas temprano y sales de casa para repartir los mensajes de Harlow. Esperas que la gente esté agradecida, satisfecha de tener noticias de sus seres queridos, pero ninguno de ellos te habla hasta que Margaret Kyne dice:

—¿Y cómo se supone que voy a contestarle? Ayer mismo dijiste que no puedo abandonar la casa.

—Haré que Harlow lo envíe por usted —le ofreces, y ella te da con la puerta en las narices. Esperas a que vuelva a abrir, pensando que está escribiendo el mensaje. No lo hace.

John te cede algunos de sus hombres, y quemáis la casa de Millie y Elsa; las rosas se consumen junto al porche, el tejado de lata se retuerce de forma ensordecedora. Después del almuerzo, quemáis dos casas más. En la de los Heilemann, el gato sigue donde lo dejaste, sus ojos están blancos. Los hombres parecen comprender la situación; cavan un cortafuegos con la misma paciencia que emplearían en las aspas del molino. Empapas las cortinas con queroseno, rocías la alfombra; luego te quedas en el camino con los demás hombres, contemplando cómo las llamas devoran hasta las chimeneas.

—Tarda más de lo que pensaba —comenta Kip Cheyney, y unos cuantos estáis de acuerdo.

Millard dice que un vendedor ambulante con un maletín lleno de medicamentos patentados trató de sobornarle y que Bart dijo que podía disparar a voluntad.

—¿Dónde está el sheriff Cox? —preguntas, y él da un paso hacia atrás, con la misma mirada que tenía el conductor del circo—. Hablaré con él —aseguras—. Mientras tanto, no quiero que dispares a nadie.

Interrumpes a Harlow y le dices que le comunique a Bart que Millard no es adecuado para el puesto y que consiga a uno que ya haya matado a alguien, porque podría darse el caso.

—¿Es verdad eso? —pregunta Harlow.

—¿Lo diría si no lo fuera? —contestas, y lo dejas allí, manejando las teclas.

No has cruzado a la mitad de la calle cuando ves tu ventana rota. En el interior, hay cristales en el suelo y una piedra; ha arrancado un trozo de madera del escritorio. Investigas, luego vuelves a salir; miras alrededor de la calle principal y tiras la piedra bajo el bordillo. Frotas el desnivel con el pulgar; ya no volverá a alisar.

—Malditos sean —te lamentas, decepcionado con ellos. Tan solo estás haciendo lo que es mejor para todos —¿es que no lo saben?

Mañana es domingo y ni siquiera has pensado en un sermón.

—«¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?»

Es un comienzo.

No va a haber nadie allí.

«Yo sí.»

Pero nadie más.

«No importa.»

El sábado por la noche toca bañarse y, después de una cena de judías solas, sacas la tina y pones un cazo a hervir. Al quitarle a Marta la blusa azul, decides que necesitas hacer la colada. El dorso de sus brazos se está volviendo morado y frotarlos no soluciona nada. Haces espuma en su pelo. Empiezas por las partes difíciles de alcanzar; la nuca, debajo de los senos, detrás de las rodillas. Pones un segundo cazo para enjuagar. Compruebas el agua con la muñeca; no está demasiado caliente. Quieres creer que el calor colorea sus mejillas, pero no es así. A pesar de todo, su piel está caliente. Le enrollas una toalla, le secas el pelo y se lo cepillas frente al espejo. Después, le pones un camisón y la metes entre sábanas limpias.

Viertes otro cazo y te acomodas dentro; te limpias el hollín de los brazos y el olor a humo de tu pelo. Tardas menos que con Marta y, cuando te metes en la cama, todavía está caliente. Le coges de la mano y la acercas hacia ti; ella apoya la cabeza contra tu pecho. El fresco olor de su pelo te recuerda al cortejo; cómo ella se apoyaba contra ti en el baile y te permitía que la sujetaras. Lo haces ahora y cierras los ojos, se acabó el día; acabado y terminado, y estás con ella otra vez.

Cyril te despierta anunciando los muertos. En la iglesia, él es el único que asiste. Se sienta en el sitio de siempre, al fondo, encogido en el centro del banco como si los demás parroquianos pudieran aparecer de repente. Aun así, aprecias su lealtad. El Señor provee a Sus hijos. Todos somos bendecidos, incluso los más insignificantes. Escoges a Abraham e Isaac, un viejo favorito, y predicas ante él como si fuera una multitud, un pueblo entero.

A media tarde, Sarah Ramsay deambula por el pueblo enloquecida, con su delantal cubierto de sangre y la nariz aún goteante. Su boca se abre como si fuera a gritar, pero de ella no surge ningún sonido.

Vas a su encuentro y la conduces a la consulta de Doc.

—Están todos muertos —pronuncia con dificultad, balanceándose—. Mis niños.

—Jacob se ocupará de ellos —dice Doc, tratando de calmarla, pero ella no se detiene. Él la limpia lo mejor que puede—. Vamos —te urge—. Ve a echarles un vistazo, que yo iré con ella después de atenderla.

En la carretera, jurarías que hueles a humo, pero no ves rastro por ninguna parte. Tienes que comprobarlo con Harlow y escuchar lo que Montello tiene que deciros.

Encuentras a los Ramsay; dos en cada cama, igual que la última vez, todavía con el pijama puesto. Encuentras un sitio sombreado junto al límite del bosque. Pruebas primero con Martin, pero sus piernas desnudas te molestan y tienes que buscarle unos pantalones. Los otros también; los cuatro al completo acomodados entre sí, con barro pegado a sus barbillas como una segunda piel. El polvo les blanquea el pelo y se pega a sus labios, y luego ya no están.

Doc trae a Sarah Ramsay en el carruaje. Lleva puesto un anticuado vestido de Irma; una de sus fosas nasales está tapada con algodón. Él la conduce a través del jardín para mostrarle tu trabajo. Ella se queda mirando el montículo con los ojos muy abiertos, abrumada, igual que una trucha golpeada por un águila pescadora y abandonada en la orilla para asfixiarse. Se vuelve hacia ti para darte las gracias, pero tan solo puede dibujar las palabras con sus labios, su voz es un quejido.

—Lo siento mucho —dices, y le das unos golpecitos en un hombro; un toque profesional que el señor Simmons te inculcó. Busca el roce. Sé un amigo para los dolientes. —¿Por qué suena tan falso ahora?

La «C» de la puerta principal ya se está resquebrajando. Es una chapuza, lo cual te hiere el orgullo. Doc lleva a Sarah Ramsay al interior y la ayuda a sentarse en un viejo sofá del recibidor mientras tú te quedas en la entrada como un mayordomo.

—Quiero que descanse —le aconseja—. Pasaré a verla mañana.

Ella asiente, derrotada, pero poco después, durante esa misma tarde, llega al pueblo zarandeándose, silenciosa y ensangrentada; y Doc te hace tapar las ventanas con tablones y poner un candado en la puerta. Es lo mejor, te dice. No hay nada que se pueda hacer; al menos esto mantendrá a salvo a otras personas. No te crees nada en absoluto, aunque sabes que lo que dice tiene sentido. Introduces los clavos limpiamente, asegurándote de que el espacio entre los tablones es demasiado estrecho para arrastrarse entre ellos.

Ella lo comprende todo en cuanto lo ve. Araña, escupe e intenta morderte. Tenéis que meterla entre los dos, rasgando el vestido de Irma durante el proceso. Sarah grita salvajemente mostrando sus dientes. Cerráis la puerta empujando con los hombros. Rompe las ventanas de toda la casa. Ruidos metálicos y de cristales. Manipulas el candado, cerrando el pasador. Dentro, Sarah Ramsay descarga sus puños contra la puerta. Sigues a Doc y os alejáis. —¿Quién va a perdonarte por esto?

Doc introduce la llave en el bolsillo de su chaleco y te das cuenta de que su mano está hinchada; sus dedos inflamados y de un color extraño.

—¿Te lo ha hecho ella? —preguntas, y él inmediatamente la esconde y murmura algo acerca de atrapársela con un cajón.

Sarah Ramsay golpea y golpea. En el carruaje, todo lo que oyes es el chirriar de las ruedas sobre la carretera, y te preguntas cuándo se detendrá.

Un rastro de humo. Doc te mira para confirmarlo.

Se detendrá cuando ya no os oiga más, cuando se canse. —¿Y qué hará entonces?

Esa noche, en la cama, piensas en ella en la casa vacía, escudriñando la luna a través de los tablones. Después de que muriese el pequeño noruego, aún podías oírle suplicar por algo de comer. Tan solo te hacía sentirte más hambriento, y lo maldecías. Ruedas en la cama y te abrazas a Marta. Pero, una vez más, —¿acaso duermes?

El miércoles solo una de las mujeres de Chase viene al pueblo. Morena, con el sencillo uniforme. Ya la has visto antes; no es joven pero tampoco vieja, de fuertes piernas, tan robusta como una esposa menonita. Emplea toda la mañana de tienda en tienda, dejando los paquetes sin vigilar en el carro. Azúcar, café y sal. De la farmacia, una lata de insecticida y otra con base de arsénico. Un tonel de alquitrán de la ferretería, probablemente para alejar a las moscas de las ovejas. Cuarenta litros de queroseno, porteándolos de ocho en ocho desde la tienda de Fenton. Chase se está aprovisionando. Debe de estar diciéndole a su gente que el pueblo está corrompido, plagado de enfermedad. —¿Qué puedes alegar? Tiene razón.

Esperas hasta que se marcha con su carga, luego entras en la tienda de Fenton y le preguntas qué ha encargado para la próxima vez.

—Nada —responde Fenton—. Ha pagado en efectivo, como siempre. —Se introduce en la trastienda para reponer el queroseno. Sobre el mostrador, la vitrina de las navajas te lanza una acusación. Te preguntas si Fenton sabe quién arrojó el estiércol debajo de su bordillo.

Es probable.

—¿Qué ha comprado hoy? —inquieres cuando regresa, aunque ya lo sabes.

Mientras charlas con él, suena la campanilla y Mary Condon entra. Se queda helada cuando te ve, te lanza una mirada feroz y se da la vuelta, haciendo sonar de nuevo la campanilla al salir. Fenton actúa como si no la hubiese visto.

Pero entonces, cuando termina de hablarte de la mujer de la Colonia y ya has hecho tu propia compra, te confiesa:

—He oído lo de Sarah Ramsay.

—Un triste asunto —admites y suspiras—. No podíamos hacer otra cosa.

—No creas que yo hubiera hecho algo así.

—Lo haces cuando tienes que hacerlo —esgrimes.

—Habría que ser un hombre terriblemente duro, me imagino.

Y, a pesar de que quieres zarandearlo y gritarle a la cara, respondes:

—No le hace ningún bien a tu corazón, si es eso a lo que te refieres.

Después, de vuelta en la cárcel, te enfadas contigo. —¿Por qué deberías pedirle disculpas a él?

En casa, cocinas unas salchichas y te bebes tres cervezas de jengibre; luego una jarra de sidra. Dejas los platos sin fregar. Metes a Amelia en la cama con su muñeca y abres el güisqui; solo un trago.

Se te sube a la cabeza, despierta tu sangre. Ríes; quieres bebértelo todo. Cantas en la mesa de la cocina, llevando el ritmo con los pies y palmeando tu rodilla.

—Bailemos —dices, y coges en tus brazos a Marta, das vueltas con ella por la casa como si tuvieras diecinueve años otra vez.

—Todos me odian —afirmas en la cama; el alcohol hace girar la luz de la lámpara. Has olvidado ponerle a Marta el camisón—. Ellos creen que no me importa nada de esto.

No lo creen, Jacob. Eres un buen hombre y todo el mundo lo sabe.

—Encerrarla de esa forma…

Venga, no hables más.

—Fenton tiene razón.

Shhh, está bien. Está bien. Venga.

Te rodea con sus brazos y con el fresco olor de su pelo. Qué agradable es sentirla pegada a ti, con sus delgadas caderas junto a las tuyas, sus hombros, sus costillas. La besas profundamente, tus manos acarician su fresca y perfecta piel. Finalmente te elevas sobre ella y le haces el amor desesperadamente, después de tanto tiempo, tus dedos entrelazados con los suyos, tus labios sobre su cuello, su oído, confesándole lo feliz que te hace; que, sin importar lo que ocurra, ambos estaréis siempre juntos.

—Te amo, Marta —dices, rindiéndote a ella, apartando todo tu dolor con profundas y temblorosas acometidas—. Te amo, te amo, te amo.