Suavemente, en la oscuridad. Por el borde más lejano del patio de la iglesia, con el abultado maletín debajo del brazo. La cúpula alza su dedo en el cielo nocturno. Hace tiempo que Cyril se ha ido a casa, el telégrafo está cerrado; la tienda de Fenton, con las persianas echadas. Aun así, avanzas por caminos secundarios, surcas el sombrío callejón tras la posada de Ritter; luego te deslizas entre el establo y la cárcel, bajo el vaporoso hedor a meado de caballo. Echas un vistazo a la calle principal, con la sudorosa llave en la mano.
Nadie, nada más que polvo. Un bulto oscuro; el perro de Austin Phillips. Ahora son cosa tuya, todas las cosas que nadie quiere hacer. Tienes que hacerlo, es parte del trato.
Subes al bordillo y tus botas retumban. Tras titubear con la cerradura, consigues entrar. En el interior, todo suena fuerte. Colocas el maletín sobre tu escritorio y cambias de llaves; vas a abrir el sótano. Te arrodillas y enciendes una vela; imaginas a Marta en su mecedora, finalmente en silencio, agotada de lloriquear. No discutió contigo, te dijo que fueras, que regresaras tan rápido como pudieras. No ha dormido desde el sábado y, cuando le preguntaste, pudiste ver que no lo comprendía. Pero ella cree en ti, sabe que harás lo que es mejor para todos.
Una vez abajo, te das cuenta de que no tienes suficiente cedro, o al menos, nada del tamaño adecuado. Puedes partir las dos largas; es un desperdicio, pero no puedes usar pino blanco para esto. Modificas una tapa del material sobrante, ya tienes un fondo sólido.
—Esto servirá —dices.
La mesa de desangrado está en posición horizontal, una mascarilla cuelga de tu banco de trabajo. Enciendes otra lámpara y tus cuchillas brillan sobre la pared; y tus sierras. Coges tu mejor serrucho y examinas el cedro, pasas el pulgar por las onduladas vetas. Mides la longitud con la ayuda de tu antebrazo, luego vuelves a comprobarlo. ¿Cada cuánto tiempo has de recordarte que este debe ser tu mejor trabajo?
La madera es vieja, pero se resiste al corte como el eucalipto, afecta a tu brazo como el sicómoro verde. Estás cansado; Marta no es la única que no ha dormido. Ayer, sin haber dormido, oficiaste los servicios para los pocos que asistieron. La mayoría era de fuera del pueblo. Y Cyril. Te sentiste como si los hubieras engañado, sentiste que deberías haberles dado algún tipo de advertencia. En lugar de eso expusiste tu sermón como estaba escrito, después te despediste de ellos en la puerta, incitándoles a ser cuidadosos.
«No es la enfermedad lo que me preocupa», dijo Emil Bjornson, «sino ese fuego que hay sobre nosotros».
Qué estúpido; al principio pensaste que se refería al sol, luego lo comprendiste. Querías preguntarle si tenía noticias del incendio, pero te limitaste a decir que el Señor proveería. Él se mostró de acuerdo porque tú eres el predicador, no porque realmente lo creyera.
¿Es eso cierto? Después de todo esto, ¿nos proveerá el Señor?
—No es el lugar para preguntar eso —respondes, y la hoja separa limpiamente el cedro en dos trozos.
Otro más, luego las piezas del final. Hace fresco en el sótano, y el sudor se acumula en tu cuello como una mano pegajosa. Prometes que, cuando acabes con esto, te servirás un trago de güisqui.
—Uno pequeño.
Revuelves el cajón en busca de ocho clavos. Comienzas a cortar el fondo.
Lo estás haciendo todo al revés, piensas, pero eso no te detiene. Tan solo termínalo. No quieres dejar sola a Marta durante mucho tiempo.
Quieres grabar la tapa. Su nombre y las fechas. Puede que más tarde, si hay tiempo. Pero sabes que no lo habrá.
Hay un lugar en el jardín sobre el que se inclina el manzano silvestre.
¿Qué más necesitas? Lo piensas, moviéndote por la habitación, maldiciéndote por ser tan estúpido. Es como una enfermedad nerviosa; tus pensamientos no se detienen mucho tiempo en nada, salen volando igual que las golondrinas de un nido.
Los tubos. Un barril de fluido. Sedal.
Abres de golpe tu maletín.
Te parece mal hacerlo de esta forma. Al principio quisiste discutir con ella, aunque había perdido la cabeza. No, tan solo estaba afectada por el dolor; la comprendes perfectamente. Porque así es como te sentías tú. Como aún te sientes. Y entonces fue cuando comprendiste que sería más fácil si el resto de Amistad no se enteraba; y te suavizaste, la dejaste irse entre tus brazos, meciéndola, susurrándole al oído.
La tapa y el fondo son lo más difícil de meter. Las piezas encajan, luego el tonel. Envuelves los clavos con el sedal para que no hagan ruido, doblas los tubos y cierras tu maletín. Das una vuelta y apagas todas las velas excepto una.
¿Habrá algo más duro que esto? No, y eso es casi un consuelo. Casi; aunque, honestamente, no puedes imaginar nada que pueda ser ya un consuelo.
Ella está en el cielo, sí. Todavía lo crees. Pero ahora es diferente, ¿verdad?
Amistad está vacía; el perro de Austin sigue ahí. Te deslizas en las sombras del callejón, con el pesado maletín bajo el brazo, luego cruzas la parte trasera del patio de la iglesia. Allí descansan bajo Su mano todos aquellos a los que serviste, bendijiste o atendiste. Quieres creer que esto no es diferente, que los has amado a todos como un cristiano, de forma ecuánime.
Sin embargo, en la práctica, tus acciones prueban que te equivocas. Jamás te llevaste a ninguno contigo a casa. ¿Cómo crees que esto va a ser de ayuda? ¿Qué bien puede hacer? Y un agente de la ley mejor que tú, podría preguntar: ¿Quién es ese hombre que merodea por la noche con un estuche de funeraria bajo el brazo? ¿Y por qué llora?
Marta se niega a entregártela.
—No —te dice, sin más explicaciones.
No tiene por qué darlas. Vas a servirte ese trago de güisqui; te lo bebes de pie, en la cocina. Te preguntas cómo estará Meyer ahora mismo, y los Ramsay. Los pueblerinos, como dice Doc. Esta mañana aplazó imponer la cuarentena durante otro día, y de nuevo sentiste que era tu trabajo, que como agente de la ley deberías imponerte a él. Lo harás mañana, con certeza. Enviarás un telegrama y dejarás que Bart se entere. No tiene sentido arriesgar Shawano cuando puede contenerse en Amistad.
Te preguntas si has tenido que perder a Amelia para tomar esta decisión, si deberías haberla tomado mucho antes de llegar a este punto.
—Puede que sea así.
Dejas tu vaso sobre el armonio y alcanzas el maletín; extraes la tapa y el fondo; después, todo lo demás. No quieres que Marta te oiga, así que sales al gallinero, donde no hay luz. A cada golpe, las gallinas se agitan. Ajustas la tapa bajo la luna; el cedro desnudo es blanco como el hueso. Tienes tiempo para grabar su nombre, pero te has dejado los escoplos en el sótano.
—Espera un momento —dices, y buscas tu navaja.
Es pesada, pero todo lo es esta noche. Solo cuando despliegas la hoja te das cuenta de que no es la tuya. Puede que sea una que confiscaste a algún chaval y lo hayas olvidado. Pero no es así. Esta brilla, e incluso bajo la plateada oscuridad puedes ver su perfecto filo virgen, el acuoso resplandor de la incrustación de perla negra.
Reposa en tu mano como una evidencia, aunque apenas lo consideras de esa forma.
—Curioso —es lo único que se te ocurre.
¿Cuáles son las posibilidades? Que otra persona la haya introducido en tu bolsillo al salir de la iglesia. Inmediatamente piensas en Cyril, con su casucha repleta de cazuelas de segunda mano y periódicos viejos. No, él es demasiado lento. Pero ninguno de los otros viene del pueblo. No recuerdas haber dejado tu chaqueta en ningún lado, pero debes haberlo hecho. Puede que Doc. Últimamente has estado tan distraído que cualquier cosa es posible.
Inclinas la tapa sobre tu regazo de forma que la ilumina la luz de la luna y, lentamente, grabas su nombre en la madera virgen. «La paciencia da buen resultado», solía decir el señor Simmons, y tú todavía lo escuchas. Cuando llegó la hora de atenderlo, te aseguraste de que sus uñas estaban bien arregladas, de que tenía puesto su anillo de masón. ¿Estaría orgulloso de ti ahora que vas a enterrarlos deprisa y corriendo?
—A tu propia sangre.
Te tranquilizas. Dejas de respirar agitadamente. Vuelves a empezar con las letras.
¿Qué vas a decirle a Marta?
Vamos; deberíamos dejarla descansar. Es lo más adecuado.
Deberías estar con ella ahora, piensas, pero sigues tallando, finalizas la tapa mientras la luna se eleva, se sostiene y comienza a caer, mientras duermen las gallinas.
Cae el rocío sobre el patio. En la ventana de la habitación de la niña aún hay luz y, cuando entras al interior, la casa huele a lámpara. Te sorprende ver tu vaso medio lleno sobre el armonio.
Marta se encuentra en la mecedora, con Amelia en sus brazos; su rostro sigue imperturbable, solo una mancha de sangre en el jersey. Ambas podrían estar dormidas.
Marta tose, y la cabeza de Amelia cae de su brazo, colgando pesadamente de su cuello. Te arrodillas y la aprietas contra Marta; luego te quedas allí, incapaz de despertarla. Apoyas tu cabeza en su rodilla y cierras los ojos.
—Entonces, ¿ya está preparado? —pregunta claramente, sin un atisbo de tristeza.
Le respondes con suavidad; deseando, perversamente, que se vuelva a dormir. ¿Quién quiere dejarla marchar? Nadie. Quieres que ahora los tres estéis juntos, pero ella se balancea hacia delante para levantarse y tienes que apartarte.
—¿Dónde está?
—En la cocina. La necesitaré un minuto. Tú podrías conseguirle algo de ropa.
—Su vestido de bautizo.
—Eso estaría bien.
—Y el collar de la tía Bette. —Se vuelve hacia vuestra habitación, como para ir a por él.
—Yo la cogeré —dices con los brazos abiertos, y ella se detiene y le dedica una larga y última mirada antes de besarla en los labios.
Te la entrega y te sorprende la calidez de su tacto. Marta aún no quiere soltarla, pero tú le dices que vaya, que solo tardarás un poco; y ella lo hace, casi agradecida.
En la cocina, cuando dejas a Amelia sobre la mesa y besas su frente, te das cuenta de que solo uno de sus lados está caliente.
Sus dedos están doblados. Le sacas los brazos de las mangas y deshaces el pañal seco. Su piel brilla bajo la luz de la lámpara; perfecta, excepto por las fosas nasales irritadas y el bulto de una glándula. Rebuscas en el maletín y los instrumentos tintinean.
Has olvidado un embudo y tienes que usar el de Marta. No te lleva mucho tiempo, la sangre cubre justo el fondo del recipiente. Lo haces rápido, tirándola en los arbustos que rodean la casa, luego enjuagas el recipiente en la bomba de agua. El señor Simmons te dijo que algunos hombres piden la mitad del precio por los niños, pero que la costumbre es hacerlo gratis. Es cristiano y también rentable. Sus pequeños cuerpos. Piensas en Arnie Soderholm y Bitsi Meyer. «Se lleva antes a los pequeños», dijo Lydia Flynn. ¿Por qué no la escuchaste?
Tampoco hay cera, así que abres la navaja de Fenton y cortas un trozo de vela; lo mantienes sobre su tobillo hasta que sella la herida. Coses un solo sedal en cada párpado para mantenerlos abiertos, después, cuidadosamente, vuelves a meterlo todo en el maletín. Lo escondes en el armario antes de llamar a Marta.
Sí, estás seguro de que es un buen trabajo.
—Gracias, Jacob —es todo lo que dice. Con amargura. Resignada. ¿Por qué no eres capaz de decirle nada?
Se inclina sobre Amelia y le ajusta el vestido de bautizo, esmerándose con los puños. No puede abrochar el cierre del collar y se le cae al suelo.
—Ayúdame —te pide, y lo haces. Sus dedos tiemblan cuando le coges el collar, y ves que se los ha estado mordiendo.
Encajas el cierre y lo giras para que esté oculto. Exceptuando un ojo que se desvía, casi podría estar viva. Pero prefieres no decirlo.
—Está muy guapa —comenta Marta, pero insegura; y de nuevo desearías saber lo que está pensando en realidad—. ¿Podemos dejarla en el salón o hace demasiado calor? Supongo que no es una buena idea, por la enfermedad.
—No —coincides de mala gana.
—Entonces hagámoslo ahora, mientras me siento capaz.
Te acercas a ella y la abrazas. Tan a menudo te quedas sin palabras, te vuelves inútil en el umbral del dolor. Sin embargo, te das cuenta de que ella no dice nada y también te abraza. ¿Es eso bastante? Debe serlo.
—Vamos —dice ella y, juntos, silenciosamente, dejáis a vuestra niña para su reposo.
En el desayuno, Marta estornuda y una fina lluvia de sangre cae sobre el mantel; produce diminutas islas rosáceas sobre la nata. Dudáis durante un segundo, entonces ella coge la jarra y la derrama en el exterior, junto a la puerta. Vas a abrazarla pero se escabulle con los hombros y permanece agarrada al umbral. Más allá de los escuálidos matojos de habichuelas se ubica la tumba de Amelia, sin señales, para que los vecinos no lo sepan. Es otro hermoso día.
—¿Cómo te encuentras? —preguntas, y llevas la palma de tu mano a su frente. No notas nada—. ¿Quieres que Doc te eche un vistazo?
—¿De qué va a servir?
No tienes respuesta.
—Intentaré dormir un poco —afirma—. Puede que eso me ayude.
Coincides, esperanzado, pero ella aún no se vuelve hacia ti; se queda mirando el jardín como si estuviera cazando, esperando un movimiento, un conejo que robe sus brotes nuevos.
La campana de la iglesia toca los años de un hombre. Tan solo hace días, escuchabas con respeto; ahora es una distracción.
—Vete al trabajo —espeta Marta—. No sirves de mucho por aquí.
No tienes que preguntarle lo que quiere decir con eso, pero protestas a pesar de todo.
—Estaré bien —miente—. Márchate.
Y, maldiciéndote, te marchas.
Las campanas te acompañan al pueblo. El camino está saturado de trabajadores llevando palas como si fueran rifles. Picos, ganchos. Parece la cuadrilla al completo.
Detienes a John Cole, el capataz, y le preguntas qué está ocurriendo.
—El fuego ha virado al este —responde.
—¿Cuándo ha pasado?
—No lo sé. La compañía quiere que cavemos un cortafuegos a este lado del río, llevarlo hacia el sur hasta el canal. —No puede pararse a charlar; se limita a despedirse con la mano y a apremiar a los rezagados.
Pasan de largo y, de repente, no hay nadie. Cyril toca sin parar. El pueblo está otra vez vacío; el perro de Austin se pudre en la zanja. Te ocuparás de eso después de hablar con Doc. Tienes que encontrar un momento para devolver a Fenton su navaja. Parece que será un largo día.
—Deja en paz al perro —dice Doc—. No tiene importancia. Tenemos que cerrar las carreteras.
—Tendré que informar a Bart.
—Entonces, infórmale. Me temo que ya hemos esperado demasiado.
«Hemos», ha dicho. No le llamas la atención al respecto. Lo sabe.
—¿Qué tal la Colonia?
—Mejor que al oeste del pueblo. Allí hay todo un campamento en el pantano que está infectado. En la Colonia hay unos cuantos enfermos, pero Chase fue lo bastante astuto para hacinarlos en el piso superior de la mansión. El problema es que tiene convencido al resto de que se trata del fin de los días.
—Peste —citas.
—Barrida por un poderoso fuego. Me imaginaba que te darías cuenta.
—De modo que están esperando a ser salvados.
—Dicho de otra manera; yo no contaría con ellos para que ayuden a extinguirlo.
Doc siempre ha visto a Chase como a un fanático. Tú no estás tan seguro; ves algo más en él, ¿o es tan solo lo que quieres ver? No sueles dar nada por supuesto.
—¿Por quién estaba tocando Cyril?
Doc suspira.
—Veamos. Jim Brist. Hilma Rockstad. Walter Duncan —sacude su cabeza—. Han estado cayendo durante horas. ¿Cómo está Amelia?
—No muy bien —respondes y él asiente, apenado.
—¿Y Marta?
—Igual. ¿Se lo has dicho a Irma?
—Claro —contesta—. Sabes que ella quiere venir.
Los dos permanecéis en silencio. Quieres decirle que no lo culpas por mantenerla a salvo, pero no lo dices.
—Iré a que Harlow le mande un mensaje a Bart —le informas—. Luego pondré algunas señales. ¿Quieres que ponga algo en especial en ellas?
—No. No tiene sentido que la gente se vuelva loca. Pon solo: «Pueblo bajo enfermedad».
Al otro lado de la calle, Harlow no se muestra sorprendido.
—No puedes imaginar la cantidad de gente con la que he tenido que contactar —dice, aunque ambos sabéis que ha enviado los mensajes de Doc a Chicago. Da unos golpecitos en el emisor sin mirarlo, igual que Marta cuando juega al Bach. Le pides a Bart que se encuentre contigo en la frontera del pueblo y que, por favor, responda en cuanto le sea posible.
Le dices a Harlow que vaya al sótano a avisarte cuando Bart conteste.
—¿Cuánto tiempo crees que vamos a estar atrapados? —pregunta.
—El tiempo que sea necesario.
—¿Crees que ese incendio va a esperarnos? Sabes que ya no se puede contactar con St. Martine.
—Pensaba que se dirigía hacia el este.
—De cualquier forma, viene hacia aquí, y no va a detenerse por ninguna cuarentena.
—Esperemos a ver. Podría pasar de largo. —Le das las gracias y cruzas la calle, pensando que deberías tener una respuesta mejor que esa. Una vez más te castigas por no haber impuesto la cuarentena antes. ¿Habría alguna diferencia? Probablemente no.
En el sótano, usas la madera de pino blanco más barata, con nudos y demás. Construyes las señales bien grandes para que puedan leerse. La blanqueas en agua y la dejas secar, luego pintas las letras con un pincel, midiendo bien el espacio. Cualquier otro día, dejarías que estas cosas te mantuvieran ocupado, te perderías en los más pequeños detalles, pero sigues pensando en el fuego y en cómo sacar a todo el mundo del pueblo.
La frontera podría resistir, especialmente a la altura del canal.
—Pero en ningún otro sitio.
Una vez que el fuego llegue a esos robles, saltará de copa a copa. Unos cuantos metros de barro no van a detenerlo.
El tren es la solución más sencilla, pero no hay garantía de que vaya a estar en funcionamiento. En caravana es una posibilidad, pero si el fuego llega desde el este, no hay un camino lo bastante ancho. Tendrás que mantener la esperanza de que se mueva hacia el oeste para poder enviar a todos a Shawano.
¿Y qué hay de la cuarentena? Bart no va a querer admitir a esta gente.
—Maldita sea —lamentas al sentir una astilla clavándose en tu dedo. Te aprietas la punta y, junto a una gota de sangre, aparece la oscura cabeza. No es suficiente. Encuentras las pinzas en tu banco de trabajo, justo donde se supone que deben estar, y extraes la astilla. Su tacto es casi suave. La deslizas entre tus dedos hasta que se desvanece, y te quedas pensando que quizá es así como desaparecen los problemas del mundo cuando entras en el Reino de los cielos. Como dice Juan: «Este mundo no es más que un juicio».
Construyes cuatro; una por cada camino principal y dos para hacer saber al mercancías que no debe recoger a nadie. La «S» es la letra más difícil. Tómate tu tiempo. Hazlo bien.
Harlow llega cuando casi has terminado y te comunica que Bart ha dicho que cuanto antes, mejor.
—Dile que voy para allá —le informas, escoges un mazo y cargas con las dos señales más secas escaleras arriba.
Pasas junto a tu casa de camino hacia fuera. Las cortinas están retiradas como si no ocurriera nada, y buscas a Marta en las ventanas; echas un vistazo al manzano silvestre en el jardín. Solo puedes esperar que esté durmiendo, o puede que tocando el armonio con los ojos cerrados, llenando la casa de sonido.
Un elefante se levanta en un lateral del puente de Ender, medio tapado por un nuevo anuncio: «Use la cura del maíz indio». El barniz huele a nuevo. Pasas junto a la propiedad de Karmann y la de Weitzel; los campos segados destellan en el calor. Sus verjas dan paso a los bosques; el camino está muy mal por aquí, y te resulta difícil mantener en equilibrio las señales sobre tu manillar.
Aminoras. Junto al lago del Ermitaño, doblas una esquina y un cuervo alza el vuelo. Una tortuga yace aplastada en el camino; la huella de una rueda le pasa por encima. Y sin razón alguna (sabes que el Ermitaño las odia, ya que pierde un valioso pato por su culpa cada verano), te detienes y la empujas hacia el interior de los matorrales.
—Te estás volviendo sentimental —te dices, pero ¿a quién tratas de engañar? Siempre lo has sido.
Anotas mentalmente que tienes que ver al Ermitaño a la vuelta. Comprobar que Marta esté bien. El cortafuegos. El perro de Austin.
Maldices por segunda vez en lo que va de día y piensas en Amelia. Deberías haber escuchado a Marta, haberlas mandado a casa de la tía Bette. Ahora no tiene sentido pensar en eso, pero lo haces. Fuiste un estúpido.
Aun así, ¿eso las habría salvado o simplemente habría matado a la tía Bette? No lo sabes.
El lago del Ermitaño brilla entre los árboles y, una vez más, te preguntas cómo sería renunciar a todo en este mundo. Pero no es verdad; él tiene a sus patos y su cueva. Dicen que duerme con ellos encima, como un edredón viviente; que mantiene largas y extrañas conversaciones acerca de las estrellas y de aquellos que querrían hacerle daño; que les predica a los árboles como si fuera algún profeta perdido. Jamás te ha dicho ni una palabra, tan solo te ha saludado desde el otro extremo del lago para hacerte saber que está bien, pero tú crees que aprecia tus visitas; que piensa en ti, no como un intruso, sino como una compañía, aunque breve. Y te preguntas si hay alguna afinidad entre vosotros y, sí, a veces eso te preocupa. No tener nada; no depender de nadie. Puede que eso sea la tentación, y no lo de Chase y sus mujeres caídas con sus cómodas profecías. Sin embargo, ¿por qué deberías preocuparte tú, que sigues la senda más mezquina?
El pecado está en el corazón. Ahora escaparías de tu deber, cuando precisamente lo has ejemplarizado ante los demás durante tanto tiempo. Tu bondad, tu generosidad. Temes que en este asunto todas tus declaraciones de fe no sirvan de nada. Preferirías ser el Ermitaño antes que ser Chase; retirarte antes que poner a prueba tu fe.
—No —sentencias, como si hubieras tomado una decisión.
Y lo has hecho. Te levantas sobre la bicicleta y pedaleas hacia la frontera como si contara cada segundo.
Bart ya se encuentra allí, deteniendo el tráfico, en mitad de la carretera, haciendo que los carromatos den la vuelta con su única mano.
Su otra manga está bien doblada y sujeta a su hombro, igual que un pañuelo. Cuando llegas hasta él, ves que su bigote se está volviendo gris a trozos, como a un perro se le vuelve blanco el hocico. La guerra terminó hace ya mucho tiempo.
—Ya era hora —te dice, señalando tras la cabeza de los conductores—. ¿De qué se trata?
—Difteria —respondes, tratando de sonar lacónico, no afectado.
—Siento oírlo.
—Claro —asientes.
—¿Cómo de mala? He oído a Cyril tocando la campana esta mañana.
Sostiene la señal mientras tú la clavas con el mazo; el golpe asciende por tus brazos. Le cuentas la mayor parte de lo que sabes. Veinte muertos. Se esperan más. Él escupe en el polvo por solidaridad y se seca los labios con el puño.
—¿Cómo lo está llevando el viejo Doc?
—Está bien, solo un poco ajetreado. Todo lo que necesitamos es una semana o dos para arreglar las cosas.
Clonc. Clonc.
—No creo que lo consigamos —comenta—. Ese incendio no se apaga. Tiene mosqueado a todo el mundo por aquí. Corren por todas partes como un puñado de gallinas locas. La mitad del pueblo se ha marchado, y la otra mitad lo está llenando todo de toneles.
—¿Has empezado a hacer un cortafuegos?
—Ya está hecho —contesta—. Pero no aguantará. Es como dibujar una marca en un dique y decirle al río que no puede sobrepasarla.
Meneas la señal y le das otro golpe. El poste se parte; un buen trozo se queda colgando.
—Pino barato.
—Cumple su función —dice Bart.
Un hombre que medio reconoces detiene su carreta y os llama.
—¿Cuánto va a durar?
Bart se encoge de hombros.
—Tanto como haga falta. Depende de Jake, aquí presente.
Así es como te llamaban en el ejército. Al igual que tú, Bart no puede olvidar aquella vida.
—¿Cuánto? —insiste el hombre.
—Una semana —calculas—, puede que más. ¿Por qué?
—Tengo un negocio pendiente en el molino.
—Siento oír eso.
—He recorrido todo el camino desde Sheboygan. Tengo aquí cincuenta pares de botas buenas.
—Podría intentar mandar un mensaje —sugiere Bart—. Puede dejar las botas aquí y hacer que alguien venga a llevárselas.
El hombre maldice, y tú quieres decirle que sus cincuenta pares de botas no importan nada, que no está considerando correctamente la situación. En lugar de eso, le pides que dé la vuelta para que otros puedan pasar. No discute; se limita a hacer una mueca despectiva, agita las riendas y da la vuelta, lanzando todo el polvo sobre vosotros.
—Idiota —dice Bart.
Llegan más. Los dos permanecéis allí; Bart con su brazo sobre el estómago; tú con los tuyos cruzados, aún sosteniendo el mazo en una mano como si custodiases la señal. Respondes a las mismas preguntas, casi empiezas a creer tus repuestas. El último vehículo se marcha, dejando vacía la carretera.
—Ya está —proclamas—. Nadie entra, nadie sale.
—Haré lo que pueda —asegura Bart, aunque ambos sabéis que estáis demasiado ocupados para vigilar todo el tiempo. Jamás visteis al anunciante del circo o al de «la cura del maíz indio»; ellos vienen por la noche.
Haces un amago de marcharte, pero Bart te llama.
—¿Y si el fuego llega cuando aún estáis bajo cuarentena?
Todos tus planes a medio hacer se elevan en tu cabeza y entonces caen, se desploman como el heno segado.
—Nadie entra, nadie sale.
—¿Pase lo que pase? —inquiere Bart, ofreciéndote una última oportunidad.
—Pase lo que pase —afirmas, y le dedicas una mirada para asegurarte de que lo ha entendido. Le coge por sorpresa; es una mirada demasiado dura, es parte de una guerra ya hace tiempo acabada. Pero nunca puede ser demasiado dura para lo que estás diciendo, y de nuevo te preguntas si es por Amelia.
Sus labios se abren. No aparta sus ojos de ti, como si hubieras robado carta y ahora fuese su turno.
—De acuerdo —dice, pero te preguntas si te cree.
Clavas la otra señal en la tierra, lo bastante lejos del camino para que no sea atropellada. El canal pasa por aquí en línea recta; con sus brillantes paredes de caliza, el agua escasa y negra como el aceite; las briznas de los álamos salpican la superficie junto a balsas de nenúfares. A lo largo del sendero, dispersos montones de estiércol atraen a las moscas. Tu señal puede ser vista por los pastores para que sepan que deben continuar hacia el sur, y no recoger ganado. Te atas el mazo a una trabilla del pantalón y caminas con tu bicicleta de vuelta, a través del crujir de los matorrales hasta la carretera y allí pones rumbo hacia el pueblo.
Incluso a esta distancia puedes oír a Cyril avisando de la hora; las tres. Hoy todo parece alargarse demasiado.
Has prometido echar un vistazo al Ermitaño, así que te bajas en la curva de la carretera y caminas bajo las sombras y sobre las agujas de pino hasta que el suelo se vuelve cenagoso y la luz reflejada en el agua resulta cegadora. En la otra orilla, sus patos corretean por la hierba, junto a la boca de la cueva. Ahora mismo debe haber veinte de ellos; tiene talento para criarlos, desde luego. Dicen que cree que la gente quiere envenenarlos, que los vigila como una madre. Te proteges los ojos e intentas localizar a ese flacucho andrajoso con el pelo enmarañado.
—¡Hola! —gritas, y sacudes los brazos sobre tu cabeza, atento a cualquier movimiento—. ¿Hay alguien?
Esperas que se encuentre allí. Dicen que a veces, en verano, parte hacia las colinas. Hay demasiada gente en los bosques para su gusto. Los niños le molestan, y los jóvenes que salen de merienda campestre. ¿Le molestarás tú también?
—¡Hola! ¿Hay alguien?
Los patos no te prestan atención, se dedican a picotear la hierba. Te preguntas si deberías caminar por la orilla hasta allí para ver si se encuentra bien. Aún tienes que ver a Marta. Y lo del perro de Austin.
—Por todos los diablos —exclamas justo al verlo salir de la cueva.
Lleva puesta la camisa amarilla que le dejaste en primavera, y parece que se haya recortado la barba. Te agrada lo presentable que está, como si fuera gracias a ti. Lo saludas con la mano y él te devuelve el gesto; es una pequeña figura entre los pinos secos, y te das cuenta de que tiene que enterarse de lo del fuego. Cruzas los brazos sobre tu cabeza y los mueves hacia atrás y hacia delante.
Él hace lo mismo.
Esperas, preguntándote si te comprende, luego lo haces otra vez.
Él lo repite.
—No —dices, entonces colocas tus manos alrededor de tu boca y gritas «fuego». El eco resuena.
Sacude su cabeza.
Vuelves a gritar.
Nada.
Señalas al comienzo del lago y empiezas a caminar a lo largo de la orilla; él no tarda mucho en hacer lo mismo.
Os encontráis en un ondulante embalse formado por una amplia presa de castores. Al acercarte, puedes ver el descuidado corte de su barba. Probablemente usó una vieja navaja afilada en piedra caliza. Su pelo está casi totalmente encanecido, y una de sus rodillas le asoma por los pantalones. Camina encorvado, con la cabeza agachada, como si aún estuviera en la cueva.
—Se acerca un incendio —exclamas desde el otro lado del embalse.
—¿Qué?
—Digo que se acerca un incendio.
—No puedo oír muy bien —te explica golpeando sus orejas—. Estuve enfermo en invierno.
Subes a la presa, sintiéndola ceder suavemente bajo tus botas. Él sube a su lado con facilidad, a grandes zancadas, haciéndote ver el «señorito de ciudad» que eres. Incluso antes de que cruces el embalse, puedes oler la fetidez de la infección. Sus uñas están tan largas que se retuercen como cuernos de cabra. Vuelve su oído hacia ti para poder escucharte. Aun así, a centímetros de distancia, os encontráis separados; uno que es parte del mundo y otro que no lo es.
—Se acerca un incendio. Uno grande. Ha matado a un montón de winnebagos en el norte.
Él asiente para hacerte saber que te ha oído, pero no dice nada.
—¿Estarás bien aquí fuera?
—Tengo el lago —responde, volviendo a asentir.
—Métete en él cuando llegue. Piensa en tu seguridad. No vayas corriendo por ahí detrás de esos patos.
Asiente una vez más. Mira hacia el agua, perdido en ella.
—De acuerdo —dices—. Tan solo pensé que deberías saberlo.
—Muy agradecido —responde antes de volverse y alejarse a zancadas sobre la presa como si fuera una acera; su largo pelo se balancea, y te das cuenta de lo que puedes darle, de cómo puedes ayudarle.
—Espera un momento —le llamas y, cuando se gira para ver lo que quieres, ya has sacado la navaja; su hermoso acabado refleja la luz del sol.
Él recorre la presa hasta ti, mira la navaja pero no la coge.
—Ya tengo una.
—Siempre es útil tener otra.
—Eso es verdad —admite antes de cogerla y sopesarla en su mano—. Eso es verdad.
No hay nadie al oeste del pueblo; la superficie de las ciénagas reluce bajo el sol. La carretera de Endeavor se presenta vacía durante todo el trayecto hasta la frontera y, al pasar junto a las casas, recuerdas lo que te dijo Doc acerca del campamento en el pantano y te preguntas por la gente que habrá allí, detrás de las ventanas y las mamparas de crin. El patio de Millie y Elsa está agostado; las rosas, marchitas y la cerca, todavía hecha pedazos. El terreno se ha compactado y clavar ahí la señal te hace sudar. Aquí no hay ningún cortafuegos y todo está tan seco como la leña.
Colocas la del ferrocarril bajo el hedor de la brea. No tienes tiempo de subir al túnel de Cobb, aunque sospechas que, de hacerlo, disfrutarías de una agradable brisa. Acaba el trabajo, continúa.
Marta está dormida en la cama cuando llegas a verla; su vestido y sus medias cuelgan sobre la cómoda. Su respiración es tan suave, con una larga pausa en medio… te preguntas si Doc podría ser de alguna ayuda. Probablemente no. No es culpa suya. Tampoco Chase puede salvarlos; ni las enfermeras ni la mansión, ni la lujosa medicina de ciudad ni nada. La única cura es esperar, tener fe, aferrarte a lo que te pertenece. ¿Y cuándo no?
Contemplas su rostro y ves el de Amelia; la súbita curva en las comisuras de sus labios, la sonrisa que luce cuando ni siquiera lo pretende; y una vez más estás de rodillas, pidiéndole a Él que tenga misericordia esta vez, que cuide de aquellos que son Suyos. Es una petición egoísta, pero sin ella no te queda nada; ya has perdido a Amelia; un hombre puede soportar hasta cierto límite.
Abraham e Isaac. Lot. Job. Son lecciones que has predicado, pero cuando se trata de ponerse en su piel huyes de ello.
—¿Y quién no? —preguntas; y antes de ponerte en pie, permaneces de rodillas durante un momento, bajo la luz del color del güisqui, las partículas elevándose entre tú y la ventana que da al jardín; y descubres que no eres capaz de contestar a esa pregunta. Hace un mes hubieras dicho, sin ninguna duda, que cualquier buen cristiano, pero ahora te levantas con cuidado de no despertar a Marta, coges tu sombrero y te diriges hacia la puerta, completamente en silencio.
El perro de Austin está hecho un asco; completamente ennegrecido, rodeado de moscas y con las tripas hechas puré. Se parte en dos cuando vas a levantarlo con la pala. Estás acostumbrado al olor, pero hay algo en él que te enfurece y, después de cubrir el hoyo con tierra, golpeas la pala contra un árbol, arrancando un trozo de corteza; súbitamente afectado, te agachas, recoges el trozo que falta y tratas de encajarlo de nuevo. No se queda pegado y pateas el tronco salvajemente. Coges la pala y vuelves hacia el patio de la iglesia. Hace calor. Puede que hayas enloquecido igual que Marta anoche. Puede que sea eso.
—Loco Jacob, el Enterrador —te dices a ti mismo.
Pero cuando llegas al patio de la iglesia, cierras la boca. No quieres que te vean murmurando junto a las lápidas, no. Entonces te das cuenta de que los chicos que suelen reírse de ti no están ahora por aquí.
Echas un vistazo por el pueblo. Fenton no ha abierto. El establo está cerrado y también la posada de Ritter. Doc y tú sois los únicos. Incluso el molino ha dejado de cavar zanjas.
Cyril te baja de las nubes tocando las seis. Es la hora de la cena. No es extraño que todo el mundo se haya ido. Tú eres el único que no está en casa.
¿Y por qué no?
Decides entrar a saludar a Doc, ver cómo le van las cosas, pero hay un cartel en su ventana: «De visita».
Caminas a lo largo de las empalizadas, te llega el olor del pollo en salsa, del maíz hervido y de la humeante corteza de las empanadas. Esperas encontrarte con alguien que retroceda desde el borde del incendio, o alguna familia trasladándose con sus muebles apilados en la parte de atrás de una carreta, pero no hay nada. Grillos. El aleteo de un arrendajo elevándose desde un rosal. Bajo los robles el aire es más fresco, y ves a la señora Bagwell subir la persiana y observarte para dejarla caer de nuevo. Cualquier otro día la habrías saludado, pero continúas caminando como si no la hubieras visto.
Tu puerta está cerrada. Reina el silencio en el interior y no llamas a Marta. Todavía está en la cama y, mientras estás ahí de pie, ella tose con fuerza, temblando bajo las sábanas. Tiene el flequillo aplastado sobre la frente. Te inclinas y tocas su piel con el dorso de tu mano. Está ardiendo. Somnolencia febril. Quieres despertarla y preguntarle lo que debes hacer.
¿Qué fue lo que ella hizo con Amelia?
Esperar. Atenderla.
Sí, pero eso no funcionó.
Quieres regresar al pueblo y preguntarle a Doc, pero no se encuentra allí; está fuera, ayudando a otra persona.
Durante un minuto te quedas ahí clavado, inseguro; luego vas a la cocina y rebuscas en la despensa. Media loncha de tocino y algunas patatas. Coges del cubo unos trozos de leña para el horno y los dejas arder; pones el tocino en una sartén. Cuando la grasa se vuelve gris le das la vuelta y empiezas a cortar las patatas. Te quitas la chaqueta, hace demasiado calor. Cocinas toda la mezcla, el aceite salpica por todas partes. No es refinado, pero es todo lo que el ejército te enseñó.
—No todo —añades, contemplando la oscuridad de aquellas noches.
Entras a ver a Marta antes de sentarte a la mesa. Aún está dormida, respirando.
Das las gracias con tus manos entrelazadas sobre el plato.
Está horrible, empapado en aceite, y tras unos bocados lo dejas. Te comes el tocino con los dedos, mientras recuerdas las sangrientas tiras de carne y los gritos en la noche.
Lo dejas en el plato. Vacías el plato en el cubo de la basura. Hay güisqui en la alacena; la bodega inferior está repleta de sidra fuerte y cerveza de jengibre.
Paseas por las habitaciones de la casa. La cuna vacía te hace salir al patio trasero. El manzano silvestre se inclina. El sol desciende y todo está ensombrecido; allí te arrodillas como un hombre que cuida su jardín, examinando las hojas por si hay chinches. La tierra de la esquina está seca y resquebrajada; una hormiga se afana en su camino, cargando con otra hormiga encorvada. Miras a ambos lados sobre las vallas; no hay nadie. Aprietas tu mano contra la fría tierra como si lo hicieras sobre su pecho y cierras los ojos.
¿Qué ves cuando la recuerdas? A Marta, bañándola en la tina, una mano cubriendo su cabeza. Jugar en el suelo, sostenerla sobre ti y ver sus diminutos pies dando pataditas. Su único diente.
Jamás dijo una palabra.
Abres los ojos y parece haber oscurecido; el ocaso posándose sobre los robles. Los murciélagos aletean, ¿o son golondrinas?
Te levantas y entras en casa; enciendes la lámpara. Piensas en el güisqui, luego lo descartas. Has visto a suficientes borrachos dejar la celda hecha un desastre y despertarse al día siguiente con un martilleo terrible en la cabeza.
Entras a ver a Marta; vas a por la mecedora del cuarto de la niña y te sientas en la oscuridad, escuchando. Cierras los ojos. Percibes que no existe el silencio absoluto, que incluso el aire parece tener un sonido. ¿O eres tú? Cuando se despierte, piensas, estará hambrienta.
No si tiene fiebre.
—Cuando se le pase la fiebre —dices.
A Amelia no se le pasó. ¿Por qué se le debería pasar a ella?
Porque es mayor, adulta.
También lo era Lydia Flynn.
No sabes por qué. Se le pasará. Ten fe.
Durante aquellas noches, en Kentucky, le prometiste todo a Él. «Deja que salga de esta y mi vida será Tuya para siempre». Podías oír a los rebeldes gritar al otro lado del agua, intentando provocaros; y al pequeño noruego a tu lado, tosiendo. Había sido débil desde el principio, demacrado por la tisis; y lo mantuviste con vida, lo alimentaste con sucios pedazos del caballo hasta que solo quedaron las pezuñas. Y los proyectiles continuaban volando sobre vosotros, arrancando piedras y trozos de barro de los acantilados que caían a vuestro alrededor. Marcabas los días en la tierra igual que un prisionero hasta que partiste la navaja, intentando extraer la carne del hueco de una pata como si fuera una ostra. Recuerdas al capitán pasando lista en la oscuridad, y las dispersas respuestas que disminuían cada noche. Y luego, dejó de llamar. El agua pasaba por allí, abundante debido a las lluvias. Los disparos rebeldes resonaban en la otra orilla. Risas; el rasgueo de un violín.
Un ratón corretea por la cocina, y tú abres los ojos. Oscuridad. Marta. ¿Cuánto tiempo has estado allí sentado?
Miras tu reloj. Marta aún está dormida; probablemente sea lo mejor para ella. Mañana te esperan un montón de cosas que hacer. Vas al salón y apagas la lámpara.
Te metes en la cama a su lado. Está caliente de permanecer todo el día bajo la colcha de plumas. La besas en la mejilla antes de tumbarte de espaldas y estudiar el techo. Te preguntas por dónde irá la línea del fuego; si habrá alcanzado el canal. El viejo Meyer está allí solo, en el camino de Shawano.
Sabes que no te vas a dormir.
¿Por qué no rezas?
Ya lo has hecho.
¿Quién habría pensado que te volverías un resentido? Precisamente tú, de todas las personas.
Y así, te giras a un lado y susurras otra oración sobre la almohada. No porque seas demasiado orgulloso para admitir que estás equivocado. Tampoco porque tengas miedo. Es porque no puedes cambiar quien eres.
Cyril anuncia a ocho personas al día siguiente. El fuego se mueve hacia el oeste. Marta duerme enfebrecida. Llevas un trapo húmedo a sus labios y lo dejas sobre su frente. No reacciona, tan solo un delicado pulso en su cuello, el azulado bulto de una vena. Una manzana silvestre ha caído sobre la tumba de Amelia. La recoges con las uñas y luego la arrojas a los arbustos. Te haces unas judías con tocino y te tomas una cerveza de jengibre. Cuando vas a ver a Marta, no la examinas con demasiada atención. ¿Por qué? ¿Acaso no te salva tu fe?
A la mañana siguiente vas a ver qué tal lo lleva el viejo Meyer y encuentras a todos muertos; o al menos, al viejo Meyer y a Marcus. Con una escopeta, al parecer. Meyer está en el interior, con media cabeza volada; su pipa todavía está cuidadosamente colocada sobre la mesa. Registras la casa y luego las construcciones del exterior, encontrando finalmente a Marcus en el granero, sobre el trineo, con la lona retirada y llena de agujeros. Probablemente trató de esconderse. Los demás están enterrados junto a las colmenas; las cruces bien hechas. Dedicas buena parte de la mañana a enterrar a su padre y hermano junto a ellos. Les pones cruces también y los bendices.
Doc dice que no encuentra otra solución para ello; tendrás que quemar la casa.
—Me lo imaginaba —respondes; así sabe que la decisión no es solo suya. Él es la primera persona con la que has hablado hoy, y es un alivio.
—¿Cómo está Amelia? —pregunta, y le respondes con una mentira.
—Me alegro —afirma, y tú te alegras de que no te pregunte por Marta—. Creo que hemos cerrado la carretera justo a tiempo.
Mencionas que el fuego está volviendo hacia el oeste y se frota el bigote con un pulgar; primero un lado y luego el otro.
—¿Cuánto tiempo va a durar la cuarentena? —inquieres, al igual que todo el mundo.
—Dos semanas para que sirva de algo.
—Dos semanas.
—Una semana por lo menos. Tarda cinco días en incubarse. Algo menos en los niños. Si reforzamos la cuarentena casa por casa, una semana debería bastar, pero eso significa que nadie podría salir fuera.
Sacas el tema de la línea del fuego, de la cuadrilla del molino. No hay un lugar donde puedan encerrarse juntos. Además, la mayoría tiene familia. No; se le tiene que ocurrir algo mejor.
—Mira —explica Doc—. Si el fuego llega, pues llega. No puedo hacer nada al respecto.
—No estoy discutiendo contigo.
—Estoy haciendo todo lo que puedo —afirma—, pero es que son demasiados. E incluso si no fueran más que uno o dos, no hay mucho que yo pueda hacer por ellos. ¿Entiendes lo que te digo?
—Lo entiendo —contestas, y piensas en el maletín que hay dentro del armario de tu casa—. Estamos en el mismo barco.
—Sé que lo sabes, Jacob —dice y bosteza con fuerza, se frota la cara con ambas manos hasta que se pone roja—. Pero es duro ver cómo ocurre.
Tiene razón, y estás de acuerdo, pero en el camino de Shawano, bajo el asfixiante calor, piensas en Irma esperándole y eso es diferente.
Cuando la sangre se enfría se pega a todo lo que toca, mancha como la arcilla. Tuviste que frotar la tina en el patio, tirar el agua al jardín.
Has traído un bote de queroseno, por si las moscas, pero acabas utilizando el de Meyer. Lo esparces sobre las sillas y por la cocina, con un pañuelo cubriendo tu cara para que los efluvios no te ahoguen. No hace viento, pero aun así te preocupa la hierba suelta, por lo que te retiras después de soltar la lumbre sobre la alfombra.
Durante un segundo, crees que se ha apagado; entonces una humareda blanca como el vapor aparece bajo la puerta, una llama brota tras una ventana, la rompe y, enseguida, una enorme nube negra se eleva hacia el cielo y el fuego asoma por el tejado. Cierras la verja y permaneces en el camino, contemplando arder la casa de Meyer. Toda su familia y su duro trabajo, reducidos a nada. Si le vació los bolsillos a ese soldado, ¿qué importancia tiene comparado con esto? Se le ha robado todo lo que tenía y no hiciste nada para impedirlo.
—No es justo —musitas.
¿Con quién estás enfadado?
No con Dios.
¿No? ¿Quién más hay por allí? ¿Es esto una obra del demonio?
Debe serlo, piensas, pero sin estar seguro. Debe serlo, pero estás confundido.
A lo mejor duermes esta noche.
—A lo mejor.
Pero no lo haces. Te abrazas a Marta, calentándola con tu propio cuerpo, escuchando, imaginando que respira.
Cyril toca y toca. Deseas subir la escalera para callarle, rogarle que pare. Colocas la colcha sobre Marta y la besas antes de salir. Necesitas comida; además, tienes que hacer la colada.
El pueblo está en silencio. Ahora siempre lo está. Los perros te mantienen ocupado. Los encuentras detrás del establo, a lo largo del patio de la iglesia, en mitad del camino. Los arrojas en la maleza junto al de Austin y cubres el montón con paletadas de tierra para mantener alejadas a las moscas.
Otra vez es como en la guerra.
Quemas casas. Quemas graneros repletos de ganado muerto, jaulas llenas de pollos.
En la casa de los Bjornson, una gallina no está muerta e intenta volar con las plumas en llamas. La golpeas con la pala hasta que se detiene.
—Lo siento —te disculpas, incluso sin que haya nadie a tu alrededor; tan solo los Bjornson, que yacen junto a la pila de madera, esperando que te encargues de ellos. A Emil le preocupaba más el fuego.
—A mí también —le comentas—. De todas formas, mejor si va hacia el oeste que hacia el este.
El Loco Jacob.
—Jolines —exclamas, y vuelves a recoger la pala, doblando la espalda. Los entierras a una profundidad suficiente para que los coyotes no los alcancen.
En casa aprendes a preparar pan de maíz con una receta. La letra de Marta está por todas partes.
—¿Aquí pone «sal»? —preguntas.
¿Qué otra cosa podría ser?
—No lo sé —contestas.
Dos cucharadas de sal.
—Nunca había hecho esto antes.
No te exaltes, saldrá bien. Descansa mientras se hace. Ven aquí y siéntate con nosotras.
Marta está en el sofá con la blusa azul que tanto te gusta, con Amelia en su regazo. Coges tu güisqui y te sientas junto a ellas. En la cocina, el horno sisea; un grano de maíz salta. La rodeas con el brazo y le das un beso en su fresca y sonrosada mejilla.
—¿Cómo te encuentras?
Mucho mejor. Debe ser por haber dormido.
—¿Y qué tal estás tú? —dices y recoges a Amelia, levantándola bajo los brazos para que le cuelguen los pies. Tiene unos ojos muy, muy azules. Le das un beso y se la devuelves a Marta; te levantas para vigilar el pan de maíz, pero, junto a la puerta, te vuelves para mirarlas, contemplarlas allí sentadas, aquellas que tanto amas; y te consideras afortunado, sí, incluso bendecido, ya que casi las habías perdido.