Capítulo 4

En la oscuridad, oyes toser a Amelia; luego las suaves pisadas de Marta. Sales de la cama y te quedas junto a la puerta en camiseta, mirando cómo se inclina sobre la cuna. Le recoloca las mantas, vuelve a la mecedora y espera.

—Ven a la cama —susurras.

—No.

—Yo la vigilaré.

—No, tú sigue durmiendo.

Habéis estado así toda la noche. Ya le has advertido que es peligroso, que necesita descansar. Discutes y luego te echas atrás. Jamás se te ocurriría alejarla de Amelia. Puede que solo sea un resfriado de verano. Harás que Doc le eche un vistazo por la mañana.

Hasta entonces, yaces despierto en la cama medio vacía; cada tos te sobresalta como un disparo. Piensas en tu sermón, en qué puedes decir ahora que sea verdadero. Confías en que Amelia mejorará. Y si no es así, ¿qué le hará eso a tu fe? ¿Acaso es tan débil que las penas de este mundo pueden destruirla de un soplido? Esperas que no, pero es posible. Es posible.

Piensas en la noche que viste a Marta por primera vez; en un baile de un granero, en Shawano; en cómo, al igual que ahora, no pudiste dormir después; cómo parecía que su sonrisa y el zarandeo de sus delgadas caderas habían arrojado todo tu mundo al fuego de la duda. Ella bailaba sola empapada en sudor, y cuando trataste de cogerla por la cintura, educadamente, claro, con las más nobles intenciones, ella te dio una patada en la espinilla y se alejó entre risas. Aunque solo habías intercambiado unas pocas palabras con ella, sentiste, entre la esperanza y el miedo, que pronto dejarías atrás todo lo que conocías. Era emocionante y terrorífico y, aunque no es así como lo sientes esta noche, reconoces la nueva frontera que ambos habéis cruzado.

Pero aquello era deliberado, piensas. Esto es diferente.

La fe siempre te salvará. En la oscuridad, te repites la frase a ti mismo, como si eso te hiciera creerlo. En realidad es una pregunta, y piensas que la respuesta podría ser un buen sermón. ¿Cuándo no va a salvarte la fe?

Cuando confías demasiado en este mundo. En ti mismo. En cualquier cosa excepto en Dios.

Cuando no se lo permitas. Cuando no desees ser salvado.

¿Y por qué no desearías ser salvado?

Porque no mereces serlo.

Aquellas noches durante el asedio eran así de silenciosas. Habías perdido el sentido de los días, tenías el pulgar lleno de cortes, de arrancar tiras de carne de la quijada del caballo. Debías alimentar al pequeño noruego; no era capaz de caminar debido a la inanición. Los dientes se le caían a pares, su pelo adquirió un tono rojizo. Por la noche hacías guardia con un rifle vacío, con la bayoneta calada, oyendo el húmedo chasqueo de los labios. Por la mañana, los que estaban medio muertos te acusaban de tener comida.

Una tos, y Marta cruza la habitación. Amelia resuella. Esperas hasta que termina, entonces te levantas; la camiseta te asfixia, te aprieta con fuerza mientras apartas a un lado la pesada almohada de plumas.

Marta tiene la lámpara encendida, con la mecha tan corta que la llama tiñe de azul su barbilla sobre la cuna. Apoya el dorso de su mano en la frente de Amelia, luego la tapa hasta el cuello con la colcha y se vuelve hacia ti, con una mano sobre la baranda de la cuna.

—¿Cómo está? —preguntas.

—Caliente. Le toca comer, pero no quiero despertarla.

—Se pondrá bien —afirmas, y Marta asiente. Comprende que tienes que decirlo, que tienes que creer.

—Vuelve a la cama —te urge. Se va hacia la mecedora y se sienta, inclina su cabeza hacia atrás y cierra los ojos—. Vamos.

Quieres hacerlo tan solo para estar de acuerdo con ella, para facilitar las cosas. No hay nada que decir, ninguna sabiduría bíblica apropiada, aunque podrías citar las escrituras hasta que saliera el sol. Y así, vas a arrodillarte junto a la cuna.

No tienes que pedirle a Marta que te acompañe, cierras los ojos, agachas la cabeza y no tardas en oírla cruzar la alfombra y arrodillarse a tu lado. Su mano toma la tuya, está fría, y ambos os concentráis, implorándole a Él, ofreciendo tu honesta fe, aunque sabes que es insignificante a Sus ojos y que aceptarás Su voluntad sin rencor, porque sois Sus siervos.

Amelia tose con fuerza, interrumpiéndote. Su garganta ruge, llena de flema. Los dos esperáis hasta que se le pasa; después, resuella otra vez. Continúas.

Sabes que Él es justo y misericordioso, y que existe un propósito en todas Sus obras, incluso en esta. Pides esto en el nombre de Su Hijo, Jesucristo, quien fue crucificado por tus pecados y, en esa ecuación, en ese sacrificio; la voluntaria muerte de Cristo por tus pecados; ves como resultado la esperanza, la justicia o salvación de lo que aparenta ser dolor y caos. Y crees.

—Amen —dice Marta y aprieta tu mano, entonces te manda a la cama. Esta vez te vas.

Aun así, ¿acaso duermes?

La mecedora de Marta cruje y, a lo lejos, un perro ladra alarmado. El bosque está lleno de vagabundos que lo atraviesan. Piensas en el viejo Meyer atendiendo a Bitsi y a Thaddeus, en Lydia Flynn en tu sótano. Consideras la posibilidad de que tú hayas contagiado a Amelia; de que, mientras anoche le hacías el amor a Marta sobre la hierba, la estuvieras matando. Amelia no ha salido de la casa en muchos días. Tú arrastraste al hombre muerto por los tobillos, hiciste que Thaddeus lo cogiera por las axilas. Tú le prendiste fuego a Clytie, inhalaste el humo de su carne. Ahora Amelia está enferma. ¿Qué otra explicación hay?

Te levantas y entras en la otra habitación. Marta levanta la mirada con sorpresa, como si hubiera estado durmiendo.

—Debo ser yo —admites—. Os he contagiado a las dos.

—Vuelve a la cama —dice ella.

—Estoy seguro.

—Jacob.

—No —respondes, y lo confiesas todo, arrodillado a sus pies. Ella se inclina y te abraza, su pelo se derrama sobre tu rostro, secando tus lágrimas. Tu orgullo, tu indiferencia, tu sentimentalismo hacia los muertos. Todo es cierto.

—Pero si tú estás bien —razona—. Yo estoy bien. Podría ser un resfriado, después de todo. No lo sabremos hasta que Doc la examine.

—¿Y si la tiene?

—Si la tiene… —comienza a decir, pero no termina.

Levantas la vista hacia ella y encuentras sus ojos. Siempre ha sido más fuerte que tú. ¿De qué te sorprendes?

—Si la tiene —continúa—, pues la tiene.

Aunque os abrazáis el uno al otro, no resulta reconfortante, y cuando estás de vuelta en la cama, solo, la luna parece brillar en la pared sobre la cómoda; la sombra del barreño vacío es una flor oscura; la lámpara, un retorcido tallo. El retrato de Amelia que Irma pintó por su cumpleaños está oscurecido, sin cara, un borrón enmarcado. Ahora tose Marta, más fuerte que Amelia y más comedido. Te levantas y te diriges a tu escritorio, te inclinas sobre una hoja de papel en blanco en la tenue luz. Destapas la tinta y mojas la pluma. Una vez más, ¿qué puedes decir que sea absolutamente verdadero?

«No es nuestro cometido cuestionar la voluntad de Dios.»

«Existe una razón para nuestro sufrimiento.»

Descartas estas afirmaciones inmediatamente; ni siquiera llegas a escribirlas. Siempre cuestionaremos la voluntad de Dios. Siempre necesitaremos una razón para nuestro sufrimiento.

Mejor algo acerca de la compasión.

Amelia tose y Marta va hacia la cuna.

«Compasión», escribes; entonces dudas.

¿Es eso todo a lo que podemos aspirar? E incluso de ser así, no existe garantía. ¿Qué derecho nos proporciona la fe?

Ninguno. Es ahí donde radica su pureza.

¿Realmente eres capaz de decir eso? Imaginas a tu congregación levantando sus rostros, alzadas sus barbillas, esperando que empieces. Doc, John Cole y su familia, Yancey Thigpen, Millie Sullivan. ¿Y qué puedes decirle al viejo Meyer? ¿Y a Marta? ¿Y a Chase?

—Jacob —susurra Marta desde la puerta—. Otra vez estás hablando solo.

Asientes para disculparte y ella te deja. Normalmente, habría bromeado contigo, te preguntaría si estabas luchando contra ángeles, pero no esta noche; o esta mañana, como te recuerda tu reloj de bolsillo, con su tictac amplificado sobre el escritorio. Dentro de dos horas saldrá el sol.

«Compasión.»

Retiras la hoja de papel, tapas la tinta y vacías la pluma. Te pones en pie y dejas escapar una tos.

Es tan solo un carraspeo, una mota atrapada en la superficie de la mucosa que se forma en tu garganta, el aire se abre paso de nuevo, dentro y fuera de tu boca. Es breve, se ha ido antes de que puedas alzar un puño para darte en el pecho. Eso es, solo uno. Colocas la almohada y te metes en la cama, entonces te quedas ahí tumbado bajo la luz de la luna, preguntándote si los tres estáis enfermos hasta que, perversamente, te convences de que sería lo mejor para todos. Contagiaros y morir juntos. Tú deberías ser el último, de esa forma podrías ocuparte de ellas. Es extraño, pero la idea te agrada.

Y a pesar de todo, no consigues dormir. No te dormirás, lo sabes, y así te quedas ahí tumbado tratando de pensar en la primera frase de tu sermón. Es obvio de lo que les vas a hablar; no tendría sentido evitarlo, sería una estupidez. La cuestión es: ¿qué podrías decir para ayudarles?

Todavía estás buscando esas primeras frases cuando oyes al gallo de Fred Lembeck. Canta y canta. De todas formas no vas a dormir. Una araña está tejiendo en la esquina de la ventana. El sol aún no ha salido, el cielo se torna azulado hacia el este, la estrella de la mañana se apaga sobre el horizonte. Hace suficiente fresco para que haya rocío, y han aparecido unas huellas a través del patio formando un oscurecido camino. Más allá del jardín, los árboles resuenan llenos de pájaros.

Marta llega desde la otra habitación, agotada y bostezando, avanzando a pequeños pasos.

—Aún está dormida —te informa antes de echarse.

—No haré ruido.

—¿A qué hora abre Doc? —pregunta sin abrir los ojos.

Le explicas que Chase acudirá a por la mujer.

Ella abre los ojos, se levanta y comienza a rebuscar en su armario. Tú sigues su ejemplo.

—Puedo llevármela si necesitas descansar —propones, pero solo es una formalidad.

Marta te ignora; escoge una blusa azul que te encanta. Te abrochas los botones a su lado, los dos en silencio, concentrados en vestiros. La hebilla de tu cinturón repica y tintinea; sus enaguas susurran. Atraes su atención como si tuvieras algo que decir y ella deja de cepillarse el pelo, espera con la mano inclinada. Pero ¿qué puedes decir? Vuelve a girar la cabeza y se pasa el cepillo, atravesando el cabello con un sonido cortante. Se arranca un nudo del pelo y lo deja caer sobre la papelera; la estéril masa flota hasta abajo.

—Estoy seguro de que es tan solo un resfriado —comentas, e inmediatamente te invaden las llamas de la vergüenza, de la transgresión.

—Esperemos —responde, aunque con aspereza, y prometes no volver a hacerle eso nunca.

Sirves el café, la única concesión a tu rutina diaria. Ninguno de los dos puede tragarlo. Cualquier otro día lo hubieras vuelto a echar en la cafetera, pero hoy esperas hasta que ella va a despertar a Amelia, entonces abres la ventana y tiras el contenido de ambas tazas a la calle.

—¿Qué era eso? —pregunta Marta cuando regresa.

En lugar de contestarle, coges a Amelia en tus brazos y la acercas a ti. Se espabila un momento, todavía soñando. Esos ojos demasiado azules que tiene son de Marta. Sientes su calidez, y su aliento aletea húmedo en tu oído. Sus pulmones parecen chirriar. No es más que un resfriado. Doc lo sabrá.

Ella tose y emite un quejido, una protesta, casi despertándose.

—Está bien, cariño —murmuras y te balanceas para calmarla—. Papá está justo aquí. Sí, eso está mejor, ahora cálmate, eso es.

Marta está a punto de cogerla de nuevo para que puedas ponerte la chaqueta, cuando oyes las campanas. Las siete. Doc ya debería estar allí. Le cedes a Amelia y te diriges al armario del recibidor. Agarras el tirador y suena la campana de la iglesia.

Te vuelves como si pudieras ver el campanario desde aquí. Cyril la hace sonar de nuevo, la deja repicar monótona, como el canto de un pájaro. Marta te mira, confusa, aunque ambos sabéis que significa que una mujer ha muerto. Sus ojos te preguntan si sabes algo; te limitas a encogerte de hombros, desconcertado.

Ninguno os movéis mientras suena tantas veces como la edad de la fallecida. Las cuentas. Veintiséis. Veintisiete. Amelia aprieta su pequeño puño, luego lo deja caer y vuelve a dormirse. Cincuenta y uno, cincuenta y dos. Continúa sin detenerse, y te preguntas si Cyril ha perdido la cuenta, pero no, eso no es propio de Cyril, es preciso hasta el extremo, su mente infantil es rigurosa, inflexible.

De repente, se detiene.

—Setenta y seis —cuenta Marta, y tú lo confirmas con un asentimiento.

—Elsa Sullivan.

—Pobrecilla.

No deseas parecer cruel, pero tienes que llevar a Amelia a ver a Doc, así que te vuelves a abrir la puerta. Podéis hablar de Elsa por el camino. Es posible que Doc ya la tenga tumbada en la parte de atrás.

En el exterior, el sol brilla, como lo ha hecho durante todo el mes. Te apartas a un lado para que Marta salga, y la campana vuelve a sonar.

Los dos dejáis de caminar.

Suena dos veces; es otra mujer.

Cyril toca el adiós de su vida. Ambos permanecéis ahí; moverse sería irrespetuoso. Cuentas hasta setenta y tres.

—Millie —adivina Marta.

Sabes que está en lo cierto, pero no tiene sentido. Ya te habías hecho a la idea de lo de Elsa. Millie aún es fuerte.

Marta se santigua y luego lo repite sobre la frente de Amelia. Normalmente os preguntaríais el uno al otro qué podría haber ocurrido; puede que un incendio, pero hoy no. Antes de que el último tañido desaparezca, has abierto la verja y partís hacia el pueblo. Y entonces las campanadas os vuelven a detener.

Solo una.

—Jacob. —Marta te interroga con su mirada durante la larga pausa, y tú la rodeas con el brazo, le aprietas el hombro; los dos ahí de pie, frente al lejano campanario, contando.

Treinta y ocho.

Hay unas pocas posibilidades; Fenton, Carl Huebner, Gillett Condon, pero ninguno decís sus nombres. Camináis deprisa, como si Cyril pudiera deteneros otra vez. Te preguntas por qué Doc no vino a buscarte. El polvo es denso y se hace duro caminar sobre él. Una familia menominee[2] avanza en un carromato repleto de provisiones, mantas y muebles; una escuálida vaca cierra la marcha. Un minuto más tarde, aparece una segunda familia con una vaca idéntica; el padre se ríe de algo a carcajadas, intentando ver el lado bueno del traslado. Te recuerda a la retirada después del asedio, todos estaban desquiciadamente agradecidos, un poco enajenados.

En el exterior del establo, en una zanja, uno de los perros de Austin Phillips yace sobre un costado; las moscas se agolpan en sus ojos y en el orificio como un melocotón de su trasero. Marta se encoge, cubre su boca con una mano y se da la vuelta, como si quisiera proteger a Amelia del hedor. Si para el almuerzo sigue ahí, tendrás que pedirle a Austin que lo entierre, bajo pena de una multa, y no deseas hacer eso.

Alcanzáis la acera. Esperas ver la carreta de Chase bajo el letrero de Doc, y gente, un ajetreo de amigos, pero ahí solo está el carruaje de Doc.

Dentro, Fred Lembeck está sentado en el sofá, inclinado hacia delante sobre sus botas de granja; tiene su única mano apoyada en las rodillas, como si se arrimara a un fuego de campamento. Perdió el otro brazo en la correa de cuero de una trilladora, pero eso no le ha entorpecido en absoluto. Aunque él no es como Bart; nunca le has oído bromear sobre ello. Se pone en pie cuando ve a Marta y asiente. Frunce el ceño con solemnidad mientras te saluda.

—Son las chicas —confirma, y dices que lo sientes. Aunque Fred y ellas no estaban muy unidos, eran vecinos y eso ya es algo.

—¿Quién más?

—Buenos días, Jacob —exclama Doc desde atrás—. Supuse que oirías a Cyril.

Le contestas, también a gritos, y Amelia se despierta y protesta. Vuelves a preguntarle a Fred.

—Austin Phillips —susurra, como protegiendo a Marta.

—¿Austin Phillips? —repetís al unísono, e instintivamente te vuelves hacia ella como si pudiera tener una respuesta. No la tiene.

—Vimos a uno de sus perros en el camino —le cuentas, pero la pista no os lleva a ninguna parte. Los tres permanecéis ahí callados. Austin Phillips ha sido el herrador del pueblo desde antes de la guerra. Su padre fue el herrero local, y al padre de este, a su vez, lo fue antes que él; era un viejo guerrero indio.

Doc aparece a través de la cortina, secándose las manos con una toalla. Ve a Marta y hace un alto en su camino hacia el escritorio. Realiza una rápida inclinación, agachando la cabeza como señal de reconocimiento, entonces examina vuestras caras; mira a Fred.

—Austin Phillips —inquieres.

Doc asiente.

—Fue anoche. Fred ha encontrado a Millie y a Elsa esta mañana.

—Antes de empezar mis tareas —afirma Fred y, de nuevo, todos os quedáis mirando sin palabras la preciosa alfombra persa de Irma.

—Yo acababa de ver a Millie el otro día —comentas.

—Lo sé —responde Fred, igual de sorprendido.

Doc se vuelve hacia Marta para cambiar de tema.

—Has traído a Amelia.

—Está enferma. —Marta avanza hacia el escritorio mostrando a Amelia como una ofrenda, y tú eres excluido. Fred vuelve a sentarse y apoya su único codo sobre la rodilla.

—¿Cuál es el problema? —pregunta Doc, y Marta le cuenta todo.

Él aparta el pisapapeles a un lado y tumba a Amelia sobre el papel secante; enciende la lámpara para mirarle la garganta. Amelia gime. Él lo ignora, con su cabeza flotando sobre la de ella, su boca rígida mientras se concentra. Ve algo, puedes notarlo por la forma en la que entorna los ojos y aprieta los labios, la forma en la que se queda quieto, como un cazador.

Y entonces, de repente, se endereza una vez que ha terminado con eso. Inspecciona su nariz, le desliza un meñique entre las encías. Ella chilla, su cabeza está totalmente roja; se aprecia el tenue dibujo de sus venas bajo la fina piel. Marta te mira, insegura, y Doc mueve a Amelia sobre el papel secante y acerca la lámpara. Se inclina sobre ella y tú te descubres moviéndote para conseguir una vista mejor. Sus diminutas cejas son blancas, sus manos se abren y cierran sin coger nada.

Él le abre completamente la mandíbula, moviendo la cabeza de un lado a otro, bajándole la lengua con el pulgar. Amelia tiene arcadas y tose. Doc vuelve a quedarse quieto, conteniendo el aliento durante un segundo.

—Ya hemos acabado —dice suavemente levantando a Amelia del papel secante, no muy satisfecho y mordiéndose el labio inferior, pensativo. Amelia está chillando. Doc la apoya sobre su hombro y le da unos golpecitos en la espalda, pero no funciona y se la devuelve a Marta.

Amelia se calla, gimoteando, entonces tose y se acomoda mientras Marta la abraza y la calma con sus palabras.

Doc vuelve a deslizar el pisapapeles hacia el centro, pero no lo suelta, como si contemplase el movimiento. Se remuerde el labio inferior. Aún no va a mirarte.

—¿Por qué no vamos ahí detrás para mirarla con más detenimiento? —propone.

Te preguntas cómo podría mirarla con más detenimiento. Y aunque quieres saberlo ahora mismo, si la tiene, sí o no, aunque quieres protestar, ambos aceptáis en silencio y lo seguís a través de la cortina.

Se detiene y tú casi tropiezas con él.

—Marta, si pudieras esperar aquí fuera con ella, será un minuto.

—De acuerdo —responde, pero te mira de forma frenética, como si no comprendiera por qué se la deja atrás. Intentas tranquilizarla con un asentimiento, lo haces demasiado deprisa.

—Jacob —dice Doc, y lo sigues adentro.

Cierra la puerta de la primera habitación antes de que puedas ver quién está dentro. El cuarto desprende ese olor grasiento tan conocido, y te acuerdas de Lydia Flynn en su ataúd, Chase estará de camino, Dios maldiga todo este asunto.

Elsa se encuentra en la segunda habitación, sobre la cama, envuelta en una sábana, dejando asomar un trozo de su camisón a rayas.

Antes de que alcances la tercera puerta, Doc se vuelve hacia ti. Pone una mano sobre tu hombro y te acerca a él como un amante, inclinando sus labios sobre tu oído. Puedes oler la brillantina mentolada en su pelo.

—Ella se bebió media botella de insecticida. ¿Sabes lo que le hace eso a una persona?

—Quemarla. —Bart tuvo una vez a un tipo, un molinero, que se bebió un vaso de insecticida para celebrar su bancarrota. Bart todavía habla de ello, casi de broma; dice que es lo peor que ha visto en su vida.

—¿Lo has visto alguna vez?

—No —confiesas.

—Quiero taparla, si te parece bien.

Te deja en la penumbra de la sala. En el extremo, el mismo chorro de luz solar de siempre baila sobre el papel de la pared. Recuerdas haberlo visto hace tan solo unos días, haberlo observado, pero lo que sentías entonces parece lejano, casi perdido. Comparado con Amelia, resulta frívolo y, por un instante, lo odias, y te odias a ti mismo por haberlo notado.

—Ya está —dice Doc, haciéndote señas para que vayas.

Ha extendido una toalla limpia sobre su rostro. Lleva puesto el mismo vestido grueso, las mismas botas de las que solían burlarse los chicos de Ramsay. Primero Clytie, ahora ella. Piensas en su hogar vacío, en el descuidado jardín y en el porche de madera. Te gustaba ese silencio, la puerta trasera abierta al patio. Pronuncias una oración y coges sus tobillos, con cuidado de no tocarle la piel.

—Parece que le dio la mitad a Elsa —comenta Doc, maniobrando con el cuerpo a través de la puerta—. Fred la encontró en la cocina. Elsa estaba arriba, en la cama. Está un poco alterado.

—Es normal.

Guardáis silencio en el cuarto. Doc camina de espaldas, luego se vuelve en la segunda puerta. Puedes notar sus pies bajo las botas. Ya se estarán hinchando. Tendrás que cortar los cordones, pelar el cuero como si fuera una cáscara. Si él te lo permite, claro está. Probablemente no lo haga.

No hay suficiente espacio en la cama para las dos, así que te agachas y la dejas sobre el suelo. Al hacerlo, la toalla se le cae de la cara y, por primera vez, ves lo que el insecticida le hace a una persona.

Los labios se le han caído, troceados, junto a la mayor parte de la garganta. La piel de alrededor no está quemada, sino limpiamente cortada y pálida; las capas de grasa y cartílago están a la vista, como en un asado de los domingos. Puedes ver donde las raíces de los dientes se unen a la mandíbula, y lo único en lo que puedes pensar es en el asedio; el sol haciendo estragos en los cadáveres, las tiras de carne arrancadas y mordisqueadas en la oscuridad.

Haces uso del nombre del Señor.

Doc vuelve a cubrirla con la toalla rápidamente.

—¿Estás bien?

—Dios, ten piedad.

—Hay métodos más sencillos —concede Doc.

Te levanta de un brazo y te lleva hasta la puerta, entonces la cierra con firmeza. Amelia, piensas; tienes que preocuparte por ella, no de los dientes de Millie. Dárselo a beber a Elsa como si fuera medicina. Rezas por que no se quedara a mirar. Imaginas lo que les debe haber hecho a sus estómagos.

No hay tiempo. Doc abre la cortina y hace pasar a Marta. Ella os mira a los dos, impaciente por la espera, por ser apartada del secreto. La guías a lo largo de las dos puertas cerradas, miras de reojo la verdosa luz solar, aún trémula sobre la pared.

Frente a la cama hay una cómoda tan alta como un aparador, y Doc hace que Marta tumbe a Amelia en el amplio soporte. Ella tantea el aire, tratando de encontrar a su madre. Enciende una lámpara, le sube la mecha; luego enciende una segunda. Marta te coge de la mano. Él le quita la ropa a Amelia y le presiona con dos dedos en el pecho, en el cuello, palpando en busca de sus glándulas. Analizas su expresión esperando la más mínima pista; parece satisfecho, pero aún está serio, intencionadamente comedido. Abre un cajón y extrae un trozo de algodón y una especie de lupa de joyero y se inclina sobre ella, tan solo dejando visibles sus inquietos pies. Se inclina aún más y le introduce el algodón en su boca, agachando los hombros para usar la luz. Amelia se ahoga y llora; Marta te aprieta la mano; tú le devuelves el apretón para infundirle calma, ¿o estás añadiendo tu terror al suyo?

Doc se retira y os indica que os acerquéis, manteniendo una mano sobre el pecho de Amelia. Sostiene el algodón bajo la luz de una lámpara. Está manchado de sangre.

Ninguno de vosotros tiene que preguntarlo. Allí está la prueba irrefutable. Y aunque sabes lo que significa, no puedes comprenderlo. Te quedas inmóvil como un hombre frente a un arma cargada por primera vez. Debe haber algo que puedas hacer. Marcharte. Huir.

—Me temo que la tiene —os dice.

—Sí —es tu primera respuesta, justo cuando la de Marta es: «No».

Ella te mira como si pudieras cambiar el resultado. Tienes que hacerlo. Es culpa tuya, sabes que lo es; es solo tuya.

—Tiene lo que se llama una membrana detrás de la garganta —explica sobre la suya propia—. Ya veis lo sensible que es; apenas la he tocado con esto.

—¿Y no puede ser un resfriado? —preguntas—. ¿O una irritación de garganta?

Él sacude su cabeza suavemente.

—No es más que un bebé —insiste Marta.

Doc se disculpa, tratando de reconfortaros. Recoge a Amelia y se la ofrece a Marta, apaga las lámparas con dos rápidos giros de rueda y deposita la lupa en el cajón.

—¿Qué podemos hacer? —inquieres.

Doc se detiene; rígida, caballerosamente. Parece estar ganando tiempo, esperando a que lo ayudes, a que lo rescates. Ya le has visto hacerlo antes, cuando no tiene una respuesta. Cuando no hay una respuesta.

—Procurad mantenerla cómoda —responde.

—¿Qué significa eso? —espeta Marta—. ¿Es que no hay medicinas? ¿No existe nada que pueda tomar?

—Lo lamento —vuelve a decir.

Marta se balancea con Amelia, con sus labios rozando el escaso cabello. Tú la abrazas de la misma forma, tomando fuerza del olor de su pelo. Ella sacude su cabeza, todavía sin creerle. Pero ahí está el algodón, brillante y húmedo.

Doc dice que no tardará mucho. Que en los niños progresa rápidamente. Incluso que ya se encuentra en un estado avanzado, se teme.

Aprecias la forma en la que lo dice; afligido y respetuoso. Él sabe que esas palabras no son suficientes. Es lo último que desearía deciros. Sabes cómo se siente; también lo has hecho.

Marta se derrumba en tus brazos.

—Jacob.

—Cuidaremos de ella —musitas, cuando lo que quieres decir es que todo va a salir bien. No va a salir bien, ahora lo sabes, y tienes que asumirlo. No se trata de falta de fe; ya has visto a Millie y a Lydia Flynn. Lo único que tiene Marta son las palabras de Doc.

—Jacob —te implora ella.

¿Y qué se supone que tienes que hacer? Quieres irte a casa. Quieres rendirte. Quieres enfurecerte con Dios por lo que ha hecho. Quieres suplicarle.

No hay nada que hacer. Has estado en el negocio el tiempo suficiente como para comprender el dolor. Eso es lo malo; no hay nada que hacer, salvo continuar. No quieres hacerlo, no quieres dejar atrás al ser amado, pero lo haces. Al menos la muerte te ha enseñado todo eso.

Te abrazas a Marta.

—Puedo darte algo de valeriana para ayudarle a dormir —ofrece Doc, y Marta acepta con rapidez. Es casi un alivio, simplemente tener algún trabajo que atender.

En la parte delantera suenan campanillas; alguien entra desde la calle. La puerta de cristal chirría.

Doc tantea entre una estantería de ruidosas botellas igual que un farmacéutico; finalmente te alcanza un frasco lleno de una solución transparente. Dice que no, gracias, que no tienes que pagarle. Te da algunas mascarillas para que las uséis cuando la estéis atendiendo.

Al salir, cierra la puerta. Mientras cruzas la oscura habitación, pone una mano detrás de tu cuello y sientes un escalofrío. Va a ocurrir de verdad.

Marta pasa a través de la cortina; Amelia te mira desde su hombro. Sonríe, desdentada, y tú intentas ponerle una cara graciosa. Es una locura, piensas. Parece estar bien.

Esperando encontrar a Chase, te sorprende ver que Sarah Ramsay y sus cuatro chicos han ocupado el sofá; el pequeño Martin está sentado en el suelo, con el pelo revuelto. Fred Lembeck se ha marchado; Gavin Ramsay se ríe y amenaza a sus hermanos con una manga vacía, su brazo está metido dentro de la camisa. Tyrone tose y su madre limpia su boca con un pañuelo. De repente, ve a Amelia.

—Sea lo que sea, lo han cogido todos —le cuenta Sarah a Doc, casi bromeando sobre su maternal mala suerte. Ha tenido dos maridos, ambos bebedores, y vive del dinero del seguro. Quieres decirle que lo sientes, pero Marta se aleja de ellos y se apresura hacia la puerta. En el exterior, Chase está aparcando.

—Aquí está —avisas a Doc.

—Muy bien. Pero tendrá que esperar.

—Yo puedo ocuparme de él —dices, pero él sabe que no es una verdadera oferta.

—Tú vete a casa —te ordena, y lo haces.

Fuera hace más calor y el sol es cegador. Chase está vestido con un elegante abrigo de luto y un sombrero a juego, ambos cubiertos de polvo. Le explicas que el bebé está enfermo y lo comprende perfectamente, te ahorra las disculpas.

El perro aún está ahí, con la moscas en los ojos.

Marta aprieta el paso con Amelia en ambos brazos y se refugia bajo la sombra de los robles. Aceleras para alcanzarla y llevas tu mano a su cintura; puedes ver que está llorando.

—Ibas a quedarte allí —te acusa—. Ibas a dejarme sola con ella.

—Solo intentaba ser educado, eso es todo.

Amelia tose como parte de la discusión.

—Esa repugnante Ramsay. Cuatro de ellos.

Vuelves a abrazarla, pero ¿qué puedes decir? La muerte de Amelia parece ser un fracaso compartido, pero os encontráis separados por él; permanecéis uno a cada lado del abismo, incapaces de decir algo que os consuele.

—Te amo —dices.

—Sí —responde ella, pero de forma apática, como si fuera algo intrascendente o fuera de lugar; no es de lo que estáis hablando. Se aparta de ti y la dejas marchar. La sigues.

En casa, distraes a Amelia con una rebanada de pan mientras Marta le sirve su dosis en una botella de leche, después la acuesta. La medicina funciona. Los dos la veis quedarse dormida; el silbido sube y baja desde su diminuto pecho, las comisuras de sus labios están húmedas. Venas azuladas se enroscan alrededor de su garganta. Canta. Como un pájaro. Los winnebago[3] dicen que el búho es un mensajero de la muerte. Doc dijo que sería rápido, y aun así parece tan lejano. Podría estar enferma y nada más. Ni siquiera eso, tan solo durmiendo. Marta apoya sus manos en la barandilla; te permite cubrirlas con las tuyas.

—Puedes ir a ayudarle si quieres —concede.

—No —respondes y le das las gracias. Ella sabe que te sientes mal por dejar a Doc con toda la responsabilidad; tú sabes que tendrás que volver al trabajo a su debido tiempo. A su debido tiempo. ¿Qué significa eso? ¿Cuándo Amelia esté muerta? Te asusta lo práctico que puedes llegar a ser, lo frío, incluso contigo mismo. Quizá los rumores de la escuela son ciertos, quizá estás loco.

Llevas una silla de la cocina hasta la habitación de la niña; el sol avanza a centímetros a lo largo de la alfombra. Marta lee mientras tratas de escribir el sermón que has estado evitando. Tu congregación espera. ¿Cuántos son ahora sin Austin? Conoces los bancos de la iglesia; puedes ver sus caras levantadas hacia ti. ¿Cuántos están ya enfermos? Debiste haber establecido una cuarentena; no deberías haber escuchado a Doc.

—Deberías ponerte la mascarilla —le dices a Marta, pero no insistes cuando se niega.

Los dos os quedáis ahí sentados, esperando una interrupción en la respiración de Amelia. Afuera, los robles suspiran; pasa una carreta solitaria, probablemente sea Chase, acompañado por Doc, o Sarah Ramsay llevando a sus chicos a casa. Por lo demás, hay un silencio como el de la noche. A pesar de que es día de mercado, Amistad está en silencio. Es el final de la trilla, piensas, e imaginas los radiantes campos y el brillo de las guadañas. Ojalá estuvieras montando en tu bicicleta por los caminos polvorientos, incluso con este calor.

Vuelves a la hoja en blanco delante de ti. Los Ramsay se sientan en la última fila. ¿Qué puedes decir para consolarles?

Tenías la misma pregunta cuando comenzaste de aprendiz con el señor Simmons. Sabías trabajar con los cuerpos, estabas acostumbrado, pero ¿qué hay que decirles a las familias? «Diles la verdad», te aconsejó. «Diles que lo sientes y que lo has hecho lo mejor que sabes.»

Esperas que no vaya nadie.

No, no es verdad.

Marta te chista.

Amelia se mueve, gimoteando, y Marta la saca de la cuna y se sienta con ella, meciéndola en sus brazos. Besa su frente y piensas en las mascarillas.

—Está caliente —advierte Marta, y acudes a comprobarlo.

Su pelo está empapado.

Mencionas de nuevo la mascarilla.

—Tú no llevas puesta la tuya —protesta, y tiene razón.

Ninguno tenéis que preguntar por qué.

Vuelves a sentarte y lames la pluma. Marta mece. No parece estar leyendo; la página nunca avanza. La casa está fresca con las persianas echadas; las habitaciones, sombrías. Las puertas están cerradas y el resto de Amistad, lejos; cociéndose en el calor. Tan solo los tres estáis aquí, en vuestro pequeño mundo. Estar con ellas es suficiente, y piensas en Millie Sullivan subiendo las escaleras con su botella de insecticida y, por un instante, incluso con la visión de su cara destrozada insistiendo en que rechaces su solución, comprendes lo que hizo.

Miras a Marta, meciendo; Amelia dormida en sus brazos. Te preguntas cuánto tiempo tardaría Elsa en beberse la mitad de la botella. Tras el asedio, apilaste los cadáveres en carros de munición; tendías a uno en un sentido y el siguiente cruzado, igual que con los fajos de trigo. Tu madre murió de un ataque al corazón mientras leía. Cuando lograron entrar en la casa, sus manos estaban cerradas sobre la Biblia, con un dedo marcando la página.

Eso es. Sí, especialmente ahora.

Shhh —te chista Marta y tú asientes, sintiéndolo, y aprietas los labios.

Te inclinas sobre la página y escribes: «¿Cuál es la mejor forma de morir?».