Capítulo 3

Los días pasan y nada. El pueblo está en silencio; a media semana es como una hamaca en la que reposas. El condado entero está ocupado trillando. No hay nadie en los caminos, tan solo el lamento del mercancías de última hora. Puedes oír el golpeo de las piedras en los radios de tu bicicleta. Viertes queroseno sobre Clytie, recitas unos párrafos bien escogidos y le acercas una lumbre; el humo se eleva sobre los abedules, las hojas se tornan plateadas.

Hablas con Doc acerca de una cuarentena, pero no quiere que cunda el pánico. La mujer de la Colonia empeora; sus murmullos se cuelan en la sala, se filtran a través de la cortina hacia la consulta en la penumbra. Lydia Flynn, tiene que apuntarte Doc. No puedes recordar su nombre, tan solo sus ojos inquietos, sus palabras vacías y enloquecidas. Chase viene cada mañana y trae bizcochos y guisos que ella no puede comer. Doc no le deja entrar en la habitación, así que se sienta contigo, preocupado como un padre primerizo, con su sombrero sobre el regazo.

Los días de verano son tan largos como el viejo camino del correo, y el doble de secos. A la hora del almuerzo irás a casa y visitarás a Marta. Barres la cárcel, mantienes limpio el sótano. Te sientas en tu escritorio y repartes cartas, perdiendo manos contra ti mismo; sales a la acera y miras la tarde. Coges tu bicicleta y vuelas entre los altos campos. Halcones, sol, color azul.

La inquietud gira en tu interior como una rueda. ¿Cuál es la conexión entre Clytie y el vagabundo? ¿Y la mujer de la Colonia? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que llegue al pueblo? ¿Acaso pasará de largo cambiando de dirección hacia los campos como un tornado?

Marta se queda dentro todo el día.

—Todos los demás están fuera —esgrime, señalando la ventana, a la calle bajo la sombra del roble. Tú no discutes; tan solo es una queja que quiere que asumas.

—Lo sé —respondes sin explicar nada; das un bocado al pastel.

Tampoco ella te pide explicaciones; es vuestro temeroso silencio combinado, teñido de culpa. ¿No deberías contarles a todos lo que va a pasar? Te escudas en Doc, en la idea del pánico innecesario, la histeria. No tardará mucho en ocurrir.

Por la noche, Marta te quiere para ella, y por la mañana, Amelia se engancha a tu pierna, monta en tu rodilla entre risitas. Aparece un repartidor y pega un cartel en uno de los lados del puente de Ender; hay payasos traviesos y elefantes con una ceja levantada; los hermanos Ringling vendrán dentro de dos semanas. El County Record espera que cambie el tiempo para la temporada del tomate. Marta se despide con la mano mientras sujeta la puerta; le has dicho que la cierre en cuanto salgas, pero cuando lo hace, sientes una derrota, una traición de tu fe. Afuera, montando de camino al pueblo, te maravillas ante la bondad de los árboles, las colinas, la infinita creación dispuesta frente a ti, pero en el interior de la cárcel, con las botas cruzadas sobre el escritorio, sabes que simplemente estás esperando.

Vas a ver a Doc, confiando en que pueda calmarte, decirte que Amistad tiene suerte, que esta vez te has librado. Su consulta está oscura, fresca como un almacén de fruta.

—Espera y verás —te dice—. Espera y verás.

Lo haces. Matas el tiempo con la vigilancia del ferrocarril, entonces impulsas la vagoneta hasta el túnel de Cobb, asciendes el serpenteante sendero y permaneces en lo más alto mirando al oeste; las verdes praderas extendiéndose hacia un brumoso infinito. El mercancías de última hora es puntual; exhala una grisácea nube en la distancia, tan lejana que no puedes oírla. Luego el bufido, el ronco vapor. Es largo, tiene un montón de vagones. Trigo. Lo acompañas con la mirada hasta que se encuentra a tus pies; la colina se agita mientras se sumerge en el túnel; la nube de vapor pasa sobre ti como una lluvia cálida. Entonces se marcha, silbando en la distancia; acaba por quedarse en silencio, es solo una sombra moviéndose hacia el pueblo y el horizonte, bajando hasta Shawano. Te preguntas si Bart ha visto ya algún caso, esperas que no. Pero ¿y si eso significara que Amistad no se ha contagiado? Jamás cambiarías la felicidad de alguien por la tuya propia, nunca, pero ¿y si tuvieras que elegir?

No tienes que hacerlo. Así que te aferras a eso mientras desciendes el zigzagueante sendero como si fuera alguna clase de sabiduría, aunque sabes que es todo lo contrario.

De vuelta en el pueblo, alguien ha robado una navaja de la tienda. Fenton te muestra el aterciopelado hueco en la vitrina; está resentido, confuso. Hoy no ha entrado nadie excepto una de las mujeres de Chase y Harlow Orton, que ha traído un telegrama y no ha estado allí más de un minuto, justo a su lado todo el rato.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que desapareció? —le preguntas.

Fenton no recuerda cuándo lo comprobó por última vez.

—¿De qué color era?

—Tenía la incrustación de perla negra. Es la mejor que tengo. —Se queda mirando las otras, como si pudieran desaparecer.

—¿Qué aspecto tenía la mujer?

—Como el que tienen todas. Ya sabes.

—¿Joven o vieja?

—No lo sé —responde—. Habrá sido uno de esos Ramsay; ayer estuvieron aquí causando problemas.

Le dices que mantendrás los ojos abiertos, aunque sabes que nunca la encontrarás. Realmente, Fenton no está enfadado; estas pérdidas son gajes del oficio. Además, se lo ha montado bastante bien; construyó el almacén de reserva después de que su padre se lo gastase casi todo en bebida. Tan solo necesita a alguien a quien protestar, y ese eres tú. Te tomas tu tiempo y te aseguras de que se considera bien atendido; después, en la cárcel, dejas escapar un suspiro. Estos días no parece que consigas dejar nada hecho.

Doc opina que lo más probable es que la mujer no llegue al domingo. Puede que tengas que entrar a decirle algo. Crees que es lo correcto. Irma aún está en Chicago; Doc le ha dicho que se quede allí hasta que esto finalice. Mira profundamente el verdoso lago del papel secante mientras lo confiesa.

—Hasta que finalice —le cuestionas.

—Tan solo es lo razonable.

Y lo es. Esa es la cuestión. Lo es.

Estás mejor en casa. El cielo se cubre de nubes después de la cena, y Marta y tú salís detrás a contemplarlas. La besas; notas en su cuello una fragancia de flores. Te ha echado de menos, allí dentro todo el día. Se disculpa por estar tan irritable, pero la situación es difícil. Quiere oír todo lo que has hecho, como si acabaras de regresar de una gran expedición. Te mantienes abrazado a ella y miras al cielo, esperanzado. Sientes la necesidad de contarle lo de Irma, pero no lo haces. La abrazas más fuerte. Las nubes se acumulan y chocan, oscuras en el centro, amenazantes. Las hojas se agitan, sobrevolando tu agostado jardín. Has estado esperando la lluvia durante todo el mes. De llegar ahora, danzarías en ella, rodarías sobre la hierba mojada sacrificando tu ropa. Amelia está dormida y la noche es tuya. Marta te besa con fuerza, como solía hacerlo, y el viento arrecia.

—Jacob —dice ella—, hagámoslo ahora.

—Sí.

—Aquí no. Dentro.

—Aquí sí —insistes.

—Jacob —protesta de forma seductora—. ¿Aquí? —Entonces te baja la chaqueta por un hombro y se ríe, como si fuera idea suya.

Sientes el frescor de la hierba en tus brazos, la calidez de su palpitante estómago, y no hay nada más que puedas necesitar; solo esto, ella, ahora y siempre. Te incita entre risas, luego te abraza al terminar; entregada, llorosa, contenta.

Hace más fresco al entrar la noche. Quieres sentir las primeras gotas en tu espalda, como consecuencia inmediata de tu amor. Esta sequía tiene que acabar, las cosas han de mejorar para Amistad. No son vagos deseos, aunque tampoco desesperados aún. ¿No es el amor una forma de oración y un acto de fe? El amor de Dios está por encima del tuyo, o tu amor forma parte del de Dios. Bondad. Esperanza. Seguro que, como mínimo, la piedad existe. Marta te besa en los párpados y es algo verdadero, crees en ello. Vuelves a estar enamorado de este mundo. El viento sopla sobre ti, ruge en los árboles, pero por la mañana el cielo es cegador, las hojas se aquietan y, una vez más, comienzas la larga cadena de los días.

El viernes, justo antes del almuerzo, Cyril Lemke entra corriendo y te dice que hay fuego en el camino de Shawano.

—Puede que a un kilómetro del puente de Ender. He visto el humo desde el campanario.

Se queda ahí, jadeando, exhausto tras su carrera cruzando el pueblo. Tiene las manos blancas de cebo para pájaros y está retorciendo un trapo sucio. Cyril es un tipo simple, es mayor que Doc pero lleva a un niño de nueve años en su interior; se relame los labios y parpadea como una paloma.

—La casa del viejo Meyer —deduces.

—No pude ver tan lejos. —Está temblando, excitado por el fuego—. ¿Qué vas a hacer?

—Supongo que iré a echar un vistazo. —Quieres mostrarte tranquilo ante él, incluso si el bosque está ardiendo. Ha habido rumores acerca de pirómanos sueltos por ahí. De un gran incendio en el norte que ha arrasado una aldea de Winnebago, dejando solo los ejes de los carros y los aros metálicos de los barreños. Treinta muertos; y el rumor dice que les cortaron el cuello a los niños, que sus cuerpos no se habían quemado.

—¿Necesitas ayuda? —se ofrece Cyril—. Puedo ayudarte a bombear el agua. —Y comienza a contar una historia para probar que es cierto.

—Es suficiente, Cy, sigue con lo tuyo. Casi es mediodía.

El trabajo de Cyril es hacer sonar las horas; avisar al pueblo para el almuerzo, la cena o la iglesia. Los niños se meten con él, llamándole Tonto Campana o Tontón. Una vez viste al pequeño Martin Ramsay ir directamente hacia él y darle un puñetazo en los huevos; tú corriste hasta allí y agarraste al chico por la garganta, aunque más tarde te avergonzaste de hacerle daño. Cyril se limitó a mantenerse en pie, desconcertado; entonces vomitó.

Ahora está ahí pasmado, mirando el reloj y olvidando el fuego. Le das las gracias y pasas junto a él hasta la puerta, esperando que coja la indirecta; y lo hace. Te observa mientras te marchas en la bicicleta y agita el trapo enérgicamente.

No sabes lo que vas a hacer si se trata del bosque. Coger la bomba de agua del molino, hacer que los hombres caven una zanja alrededor del fuego, mantenerlo alejado del pueblo. Mientras montas, no recuerdas en qué dirección sopla el viento, ni siquiera si lo hay. Los árboles no dicen mucho, lo cual es bueno.

En el puente de Ender puedes olerlo, entonces coronas la última colina antes de la casa de Meyer y ahí está; no es el bosque sino un cobertizo; el secadero del viejo Meyer. El humo sube hasta las copas de los árboles, y allí gira hacia el sur; unos pocos rescoldos vuelan con el viento. El techo del cobertizo ya se ha consumido; una de las paredes está completamente en llamas.

El viejo Meyer y uno de los gemelos, Thaddeus, están vaciando cubos sobre ella, llevándolos desde la bomba que hay al otro extremo del patio. Encuentras otro cubo y les ayudas con la palanca, para que siempre tengan uno lleno. La bomba chirría; el agua sale con fuerza y hace pesado el pistón. El mecanismo que utilizaba tu regimiento para enfriar los tubos de los cañones te transmitía la misma sensación; y ahí está el mismo olor a metal, ceniza mojada y aire caliente; y el mismo dolor en los hombros.

Normalmente, en situaciones como estas, te limitarías a dejarlo arder, pero no este verano. Además, Meyer está enfadado; combate el fuego como si fuera un enemigo, profiriendo sapos y culebras, con el rostro tan enrojecido como el de un borracho. Thaddeus revolotea con presteza a través de la hierba, sin mediar palabra. Padre e hijo, admiras; qué extraño. Últimamente parece haber misterios por todas partes como si, simplemente, acabaras de abrir los ojos.

Tardáis un buen rato, pero entre los tres lo conseguís. Contemplas la devastación mientras Meyer da patadas a los escombros mojados, todavía escupiendo improperios. Thaddeus está a tu lado, indiferente, tan paciente como un caballo de tiro, y te vuelves hacia él. En ese mismo instante te das cuenta de que no es Thaddeus; es demasiado tranquilo, demasiado reservado.

—Tú eres Marcus —le dices.

—Sí, señor.

—¿Dónde está tu hermano?

—En cama. Se encuentra mal.

—No es excusa —espeta Meyer pateando un carbonizado trozo de carne—. Nunca está cuando lo necesitas.

—¿Qué le ocurre?

—Algún tipo de fiebre, no lo sé. Dice que le duele la garganta. No come nada y tampoco bebe nada. Ya lleva así tres días.

Recuerdas la taza del soldado cayendo del carro, sobre la hierba. En el sótano, antes de cerrar la tapa, bendijiste al muerto mientras asentías solemnemente sobre el grisáceo rostro. Sus dedos gordos de los pies estaban morados, sus empeines, verdes. Podría haber sido un amigo, un enemigo o un civil sorprendido en un tiroteo imprevisto. Los bosques estaban llenos de ellos. Se ahogaban en los pantanos. A veces eran mujeres o niños. Aprendiste a amarlos, a considerarlos tu propia carne, mientras a tu alrededor tus amigos se insensibilizaban; se volvían ásperos y amargos. En estas circunstancias, te preguntas si hicieron bien al tomar el camino fácil; como si hubiera opciones.

—¿Y Bitsi? —preguntas, porque tienes que hacerlo—. ¿Cómo está?

—Cuando uno enferma, los otros también —responde Meyer—. Ya sabes cómo va eso. Aunque son jóvenes. Se recuperan rápido. Es la forma que tiene la naturaleza de endurecerlos.

Continúa con su teoría mientras lanza tableros chamuscados, formando un montón; Marcus le ayuda. Es igual que este fuego, dice. Es una prueba para ver lo que podemos resistir. Está filosofando, ya no está enfadado, y te preguntas si lo hace porque tú estás allí. Él sabe que desapruebas las palabras soeces, que aprecias la reflexión, la búsqueda de respuestas.

Uno enferma y los demás también. La simplicidad de ello es impactante, como una piedra aplastando un cráneo.

—Es como lo de Abraham —comenta, citando tu último sermón—, o Job.

Por la forma en la que lo dice, casi es una pregunta. Te mira a ti, al predicador, buscando una confirmación. Y no puedes hacer nada, salvo estar de acuerdo con él.

Se lo cuentas a Doc y él se enfada contigo.

—¿No le dijiste a Meyer que se mantuviera alejado de ellos?

—Le dije que pasarías por allí para echarles un vistazo. Puede que solo sea una fiebre.

—Dices que lleva tres días enfermo. —Se mira la cicatriz de la palma de su mano como si llevase ahí las cuentas—. ¿Y la niña?

Admites que no lo sabes y él suspira.

—Entonces será mejor que salga para allá.

Se lo agradeces, pero se queda allí sentado; no se levanta. Extiende las manos sobre el papel secante y examina sus dedos.

—Jacob, mientras estoy fuera, ¿podrías encargarte de la señorita Flynn?

Te lleva un momento.

Doc te ayuda a reaccionar.

—Te estuve buscando, pero no estabas por aquí.

—Lydia.

—Te lo agradecería.

—Por supuesto —dices; luego lo repites mientras asumes la noticia. Nunca deja de conmoverte, de herirte, no importa cuántas veces lo oigas, no importa lo poco que conozcas al fallecido. El fallecido. Es una palabra que el señor Simmons te enseñó cuando eras su aprendiz. El soldado que hay en ti prefiere «el muerto»; es menos formal, más físico, y esa es la cuestión de la muerte; es el cuerpo que se detiene, nada más.

Doc aún frunce el ceño sobre sus manos, y tú aprovechas el silencio pronunciando una oración por ella, luego añades otra por él, para que no desespere. Al igual que tú, necesita salvar a todo el mundo, no encaja bien las pérdidas. No tiene sentido decirle que lo ha hecho lo mejor que ha podido; lo sabe.

—Debería ir a decírselo a Chase —propones.

—Estuvo aquí. Ha ido a conseguirle ropa apropiada.

—Pensaba que no querías que los amortajase.

—Y no quiero —ataja—. Ya he tratado de explicárselo.

—Entonces, ¿qué quieres que haga?

—Tan solo mete el vestido con ella. No permitas que él la vea.

No respondes porque no te gusta la idea. Nada en absoluto. Los muertos merecen respeto; los vivos necesitan llorar.

—No quiero que la desangres —ordena Doc—. Vamos, te ayudaré con ella antes de irme.

—Está bien —respondes. Estás acostumbrado a moverlos por tu cuenta; es como la lucha, probar tu estabilidad contra su peso muerto, pero Doc insiste y la rodilla todavía te molesta desde lo de la señora Goetz. A veces, cuando te levantas de rezar en la solitaria celda, oyes crujir los tendones bajo la rótula, luego chasquean, de nuevo en su sitio.

La habitación huele a linimento, una mezcla de vinagre con un toque de rábano picante. Doc comienza a envolverla con las sábanas. Su cara está consumida y parece más delgada; el cuello de su camisón está salpicado de sangre, hay una mancha en uno de sus hombros. Parecen haber pasado más de cuatro días desde que la viste, pero no es así. Lydia Flynn, salvada de la estación del tren. Arqueas tu cabeza de forma automática para decir unas palabras y Doc se detiene y entrelaza sus manos.

—Amén —dice, antes de cubrirle el rostro.

Quieres decirle que puedes hacerlo tú, pero es importante para él, así que retrocedes, te apartas de su camino hasta que te dice que la cojas por los pies. La cabeza es más pesada y, cuando vais por la consulta, la cara de Doc está roja. Examinas la calle; no hay nada salvo el brillante polvo, las ventanas desnudas de la tienda de Fenton. Con la de veces que ambos habéis hecho esto antes, y todavía lo sentís siempre como algo clandestino, como si fuera medianoche y los dos fuerais asesinos o espectros.

Pateas la escupidera a un lado para que se cierre la puerta y la bajáis al sótano. Subes la luz de la lámpara para poder ver claramente lo que hacéis. Parece más baja sobre la mesa de desangrar, un poco más de metro y medio; ya has rajado a algunos de esa estatura. Pero no amortajarla te resulta incorrecto. Fue demasiado duro para ti hacerlo de esa forma con el soldado. No le has dicho a Doc que lo desangraste, que le maquillaste las mejillas y lo peinaste correctamente, le volviste a poner la gorra antes de cerrar la tapa. No se lo has dicho a Doc porque ni siquiera él lo entendería. Cada vocación tiene sus obligaciones, sus exigencias. En su trabajo, uno le hace promesas a Dios.

—Le he dicho a Chase que la encontraría aquí —comenta Doc desde las escaleras.

—¿Y qué hago con las sábanas?

—Déjalas como están —responde—. Y Jacob, quiero que te pongas una mascarilla.

Le aseguras que lo harás y se marcha, pero, incluso después de que haya cerrado la puerta, mantienes un ojo en el tirador, convencido de que no ha terminado, de que volverá para decirte todo lo que está pensando. Cuando ves que no lo hace, te vuelves hacia la mesa y trabajas, entonces recuerdas la mascarilla. Mientras la atas a tu cuello, te preguntas qué habría podido contarte que no sepas ya, o al menos, sospeches. Aun así, quieres oírlo de su boca. ¿Por qué?

Oyes sus pasos cruzando el suelo sobre tu cabeza, entonces subes las escaleras y cierras con llave.

Quizá estarías menos asustado si él lo dijera, menos solo. Pero no, eso tampoco es verdad. No estás solo, y tu miedo no es por ti, sino por otros. Tan solo quieres que diga que aún existe la posibilidad de que o pase por alto, cuando sabes que no la hay.

Atiendes a Lydia Flynn. Desenvuelves la sábana, le sacas el camisón por la cabeza. La cara y los brazos están bronceados; el resto de ella, blanco lechoso. La chica de la estación que Chase describió estaba seca como un palo, una niña abandonada, pero aquí no parece distinta de las mujeres locales de su edad, gruesas de comer pasteles y crema, los placeres del fogón. Esperas descubrir algo en su carne; cicatrices de cadenas en los tobillos, marcas de látigo entre los hombros, pero allí no hay nada extraño, salvo el color gris que ya rodea su boca. Lleva una pequeña cruz; reposa en un hoyo de su garganta.

—¿Él te salvó? —preguntas—. ¿O te salvaste a ti misma?

Parece ser que no fue ninguno. Dios no viene a abrazarte como un amante, ni a curarte como un doctor. Identificas algo, un silencio en mitad del ruido, una quietud que, sin importar lo rápido que corras, no la dejarás atrás. ¿Es así, Lydia?

¿Cómo es irse de un mundo al otro de esa forma?

Extraño, aterrador. Dichoso. Seguro. Piensas en el regreso a casa desde la guerra.

¿Te pareció real al principio?

Me sentí agradecido, dices.

Pero no, no parecía real al principio. Fue como un sueño. Como un sueño que estaba teniendo.

¿Y qué te parece ahora?

Aún es un sueño.

Sabes que no debes hacerlo, pero encuentras un barril vacío e introduces una manguera; haces un corte por detrás del tobillo y giras la manivela para que la mesa se incline. Tendrás cuidado; Doc no se enterará. La sangre invade los surcos, golpea el fondo del barril; luego, tras un minuto corre en silencio, se derrama como el aceite. Nunca hablas en este momento; compruebas el nivel de formaldehído en el tonel blanco, te aseguras de que hay suficiente. Nunca has hecho un trabajo con alguien de la Colonia y quieres hacerlo bien por Chase. Por Lydia, en realidad. ¿O por ti mismo?

—Todos seremos salvados.

—¿Realmente lo crees?

Por cómo deseas contestar «sí» a eso, lo crees, pero no hay nada. Trabajas, y trabajar es alabar.

Esperas hasta que la sangre se reduce a un goteo, entonces impulsas la bomba para enjuagarla con agua. Ahora, el fluido atraviesa la manguera teñida, con un fuerte y agrio olor a parafina rebajada con queroseno. Tapas la herida con un poco de cera caliente, disculpándote mientras el vello se riza y marchita junto al agujero.

Trabajas en su aspecto, extrayendo los escasos pelos grises, cuando alguien llama a la puerta principal. Dejas el peine asomado en su pelo; en las escaleras te acuerdas de la mascarilla y la arrojas en tu mesa de trabajo. Antes de abrir la puerta del sótano, tocas tu llavero, entonces abres el cerrojo.

Es Chase; lleva una gran caja blanca, atada con un lazo. Sus hombros de leñador ocupan toda la ventana; tras él, un tiro de caballos clavados en su sitio. Le abres la puerta y te echas a un lado, pero no entra, se limita a entregarte la caja con un murmullo. Parece estar cansado, derrotado; cómo no, es el forastero, se ha demostrado que se equivocaba delante de todo el pueblo y ha venido a por su castigo. Aun así, espera que digas algo, que lo reconfortes; es como cualquier otro, y de nuevo te ves sorprendido. ¿Por qué pensaste que él sería diferente? Durante todos estos años te has burlado de las historias sobre la Colonia, las orgías y el culto satánico, los sacrificios a medianoche; sabiendo lo temerosa que puede ser la gente en lo que respecta a la religión, pero puede que alguna parte inconsciente de ti les creyera, y separase a Chase y a su gente de aquellos que amas, los hiciera ser peores, prescindibles.

—Me aseguraré de que todo salga perfectamente —le prometes.

—Sé que lo hará —responde con tristeza y estrecha tu mano.

Te pregunta cuándo debería venir a buscarla.

—Mañana por la mañana —contestas, aunque habrás terminado al anochecer. Puede que Doc tenga algo que decir al respecto. Probablemente acabarás acompañándola para asegurarte de que el ataúd es enterrado sin que nadie lo toque.

—Lo siento mucho —le dices, y te da las gracias con un asentimiento; sus labios murmuran, pero no dice nada. Se vuelve hacia su carreta y sube al asiento.

No parece ser suficiente y, mientras pone en movimiento a los caballos, quieres llamarle para retenerle, para decirle que tú también cuestionas los caminos de la fe, la injusticia, las eternas pérdidas; que a ti también te afecta, que aún sientes dolor por la señora Goetz, y por Arnie y Eric Soderholm, tanto como el que sienten sus familias, aunque parezca que todos los demás lo hayan olvidado. Lydia Flynn, el vagabundo tras la casa de Meyer, los hombres en los pantanos de Kentucky. Si un pájaro cae, quieres decir, no está perdido. Yo lo recordaré. Todos seremos salvados. Pero Chase lo sabe, debe saberlo después de tantos años. Es solo un momento difícil para él, horas bajas, no es ninguna crisis del alma; sabes que esas no son repentinas o públicas, tardan años, alimentándose en tu interior como una enfermedad. De todas formas, se ha marchado, perdido en su propia polvareda. Cierras la puerta y te das la vuelta con la caja, incómoda en tus manos.

En el sótano, ves que se trata del uniforme; el vestido negro y blusa de lino que llevan las mujeres de la Colonia; y la recuerdas en el campo, las ropas de ciudad que llevaba puestas. Coges el peine de su pelo, reprochándote la falta de respeto. Recuerdas sus medias y sus zapatos abotonados, iguales que los de Irma.

—Quizá estabas huyendo —dices, y metes su brazo por una de las mangas—. Quizá ibas a huir con tu amante.

—No —respondes—. Regresaba en la oscuridad y me perdí.

—¿Tan tarde?

—Trataba de llegar a la estación de tren.

—El tren ya no para aquí.

—No lo sabía.

—Tampoco la diligencia nocturna.

—No lo sabía. Solo quería marcharme.

—Entonces, ¿dónde estaba tu equipaje?

—Se lo llevaron todo. Ni siquiera la ropa era de mi propiedad.

—No podía serlo —dices—. Tu vieja ropa de ciudad no te entraría.

Te detienes a considerar eso y ves tu mascarilla en el suelo, junto a la mesa de trabajo. Te la colocas; hueles tu rancio aliento atrapado en el fino algodón. Te vuelves de nuevo hacia Lydia Flynn e introduces su brazo en la otra manga. La notas fría bajo tus dedos; su último calor se retira hacia el interior.

—¿Por qué ropa de ciudad? —preguntas moviéndote, igual que un detective de novelas baratas, volviendo a la cuestión inicial.

¿Es un misterio? A lo mejor estaba intentando proteger a los demás de ellos. A lo mejor estaba fuera de sus cabales, ida, loca. Asustada. Y el porqué de su muerte no es un misterio. Aun así, tu trabajo es sospechar. Nunca lo reconocerías, ni siquiera ante Marta, pero te enorgullece tu habilidad para creer y cuestionar todo al mismo tiempo. En secreto, piensas que todo el mundo lo hace, pero en un momento dado se dan por vencidos, se rinden a la comodidad de la certeza. Es demasiado complicada esta interminable justa entre creer y dudar, demasiado agotadora. Supones que acabará por destrozarte, aunque, paradójicamente, es lo único que te impulsa a continuar; aunque es verdad que en ocasiones te sientes desequilibrado, incluso algo chiflado. Loco Jacob, el Enterrador. Un santo idiota. ¿No se reiría tu madre al oírlo?

Extiendes el vestido sobre Lydia y atrapas un lado bajo el muslo, entonces la giras y lo abrochas por la espalda. Metes la blusa, le arreglas el cuello, todavía notas la calidez de su garganta contra el meñique. No hay medias, tan solo un par de vulgares calcetines negros y unos feos zapatos de segunda mano, demasiado grandes para ella; las suelas, finas como el papel, están agujereadas.

—Ya está —dices, y recuperas el peine. Su pelo está enmarañado debido a la almohada de la consulta y, cuando lo desenredas, hay un mechón rebelde que sobresale. Te lames los dedos y lo humedeces, le pasas el peine y lo enderezas. Un poco de maquillaje para la cara. Colorete. La examinas y retocas.

—Muy guapa.

El ataúd no te llevará mucho tiempo. Ya no necesitas tomar medidas, te diriges de forma natural hacia el montón de tablones correcto. En ocasiones te preocupa; cuando vas por la calle u observas desde el púlpito, mides a la gente, decides quiénes tienen la misma medida. Te inquieta el no disponer de una bonita pieza de cedro lo suficientemente grande para alojar a Harlow Orton.

Ajustas las esquinas e introduces los clavos. El sótano está en silencio, de vez en cuando cae una gota de la mesa. El olor combinado de la lámpara y la parafina es mareante cuando te llega. Atraviesas las endurecidas sábanas como si fueran banderas, las aseguras con una costura. Lijas la tapa para que encaje. Oyes el apagado sonido de la campana de la iglesia tocando las cuatro, luego las cinco; el silbato del molino aúlla la hora de irse. Crees que deberías irte a casa; no quieres preocupar a Marta, pero te tomas tu tiempo y haces bien tu trabajo. Aprovéchate ahora de ello, te aconsejas. Haz que este sea tu mejor trabajo. No tendrás ese lujo con Thaddeus y los otros.

Cae el crepúsculo cuando terminas; la cárcel está envuelta en las sombras. La oscuridad parece cálida después de estar en el sótano. Te duele la espalda de inclinarte hacia ella dentro del ataúd, y te estiras, girando el cuello, contento por haber finalizado el trabajo. Sabes que mañana Chase vendrá temprano, así que te abrochas el cinturón del arma, te pones la chaqueta y te marchas a casa.

Ha anochecido y los murciélagos vuelan en círculos bajos sobre los robles, la estrella de la noche se ve tan clara como un farol. Caminas a través del pueblo, el aire huele a cebollas fritas con mantequilla y, mientras pasas junto a las cálidas y anaranjadas ventanas de tus vecinos, los ves inclinados sobre sus platos, hablando de los acontecimientos del día. Marta te ha prometido que habría pollo, y te lo imaginas manteniendo el calor en el horno. Es una superstición suya, la familia al completo sentada a la cena. Estará esperando, entreteniendo a Amelia con una canción y una rebanada de pan recién hecho. Dispondrá todo en la mesa mientras te lavas, y cuando regreses adentro, te estará esperando junto a Amelia, preparándole su biberón. Os sentaréis en silencio durante un momento, los tres juntos por primera vez desde el desayuno, disipándose los asuntos del día hasta dejar de tener importancia y, entonces, darás las gracias.

Oyes resoplar a un caballo en el interior del establo y, más adelante, bajo la bóveda de árboles, alcanzas a ver la silueta de otro llegando por el camino. Lentamente se descubre a sí mismo; es la yegua blanca de Doc, arrastrando su carruaje. Traquetea y rechina sobre las piedras. Le haces señales para que se detenga, pero no te acercas. La yegua mueve los ojos en las anteojeras y resopla con sus grandes labios. Siempre huelen a sangre y heces, pestilencia, carne podrida.

Doc se inclina sobre las riendas para hablar.

—¿Está preparada?

Dices que sí, pero nada más, y él te da las gracias. No te pregunta por qué estás en la carretera tan tarde, y te preguntas si lo sabe. Por supuesto que lo sabe; te conoce.

—¿Has visto a Thaddeus? —preguntas.

—He visto a ambos. Tenías razón. He puesto el lugar en cuarentena.

—¿Qué hay de Meyer y el otro?

—Les he dicho que tengan cuidado.

—¿Y la niña?

Doc mira a ambos lados del camino, como si pudiera venir alguien. Sacude la cabeza y se mira las manos.

—No puedo hacer nada por ellos. Tendremos que esperar a ver.

¿Esperar a ver qué? Quieres preguntarle, pero no lo haces. Ya has visto lo que hace. Y sabes que él está haciendo todo lo que puede. Te recuerda a cómo a veces los tipos te culpan a ti por dejar un delito sin resolver, igual que Fenton y su navaja; hasta que no atrapes a alguien, es como si les hubieras robado tú mismo.

—¿Meyer va a poner algún cartel o quieres que lo haga yo?

—Le he pedido que no lo haga —responde Doc—. Aún quiero tratar esto con sumo cuidado.

—Yo preferiría tener cuidado en otro sentido. Puedes decir que es varicela.

—Todavía es un caso aislado.

—¿Cuántos más hacen falta para que no lo sea?

—Jacob —te dice—. Piensa. ¿Qué hará la gente cuando lo descubra?

—Marcharse.

—¿Y si la tienen? ¿Y si no es un caso aislado? Y tú crees que no lo es.

Los imaginas desplazándose a través de Shawano y por el este hacia Milwaukee, separándose en todas direcciones como vías de una estación central.

—Prefiero mantenerlos aquí —asegura Doc—. Es más fácil cerrar el pueblo, ponerlo todo en cuarentena. Eso fue lo que hicieron en St. Joe.

—¿Y funcionó?

—No se extendió.

—¿Y qué ocurrió dentro del pueblo?

—Más de la mitad del pueblo sobrevivió.

—La mitad del pueblo —repites.

—Más de la mitad sobrevivió. Si hubiera llegado hasta Joplin, nadie sabe lo que podría haber pasado.

—¿Y si nadie la tiene excepto Meyer?

—Entonces estamos a salvo.

—¿Y si nuestro vagabundo la tiene y se encuentra en Shawano haciendo nuevos amigos?

—Entonces es decisión de Bart, no nuestra.

Os miráis el uno al otro, buscando argumentos. Te duele la cabeza; puede que sea por la parafina, puede que solo sea por hablar con Doc. Puede que ambas cosas, todo. El calor.

—No me gusta —espetas.

—A mí tampoco, pero ahora mismo no tenemos muchas opciones en este tema.

Accedes sin estar acostumbrado, entonces te preguntas de quién es la decisión. Legalmente, crees que es tuya. Si crees que se equivoca, ¿por qué no le discutes? ¿Acaso es demasiado pronto? ¿O tiene razón?

No es el momento adecuado, así que le dices que lo verás mañana.

—Chase vendrá temprano —le informas.

—Yo también.

—No hay descanso para el fatigado.

—No, señor —responde Doc y arrea el tiro. Te despides con la mano, entonces das la vuelta y caminas; pronto no puedes oírles.

Está más oscuro bajo los árboles, las estrellas espían a través de su manto; hay un aroma a jacintos en el aire. Mañana es sábado, y ni siquiera has comenzado tu sermón. ¿Cuántas maneras hay de decirles que tengan fe? Buscas en tu memoria una parábola sobre la fortaleza, sobre la confianza en el Señor. Abraham e Isaac acuden a tu mente, pero eso ya lo dijiste la semana pasada. Job está muy trillado. Mejor Lot. Sacudes la cabeza y sigues caminando. Ya se te ocurrirá algo, solo tienes que darte tiempo. Puede que hojees Mateo después de la cena y revises tus viejos apuntes.

Tomas la curva y ahí está tu casa; la lámpara encendida, las ventanas cálidas y anaranjadas como las de tus vecinos. ¿Es egoísta que des las gracias por eso, que esta visión te emocione más profundamente? ¿Que parezca tener un mayor significado que la pobre Lydia Flynn? Si es así, no pretendes ser cruel. Además, te has portado bien con ella, te aseguraste de ello.

Atraviesas la verja y asciendes por el camino hacia la puerta principal. Será agradable quitarse el cinturón del arma, la chaqueta y las botas. Te has ganado tu cena.

La puerta está cerrada, justo como ordenaste. Haces tintinear el enorme llavero, buscando.

Abres la puerta y la luz te ciega. Pan recién hecho y el sabroso crepitar de la grasa. El pato de peluche de Amelia yace en el suelo del salón, volcado hacia un lado. Te desabrochas el cinturón; Marta no querrá que lo dejes cerca de la niña; y lo guardas en alto, en el armario delantero, cerrando la puerta de golpe para anunciar tu presencia. Cuando ves que nadie acude, te abres paso hacia la cocina.

Está vacía; una nube de vapor sale de un agujero sobre el horno.

—Marta —la llamas.

En el comedor, la mesa está puesta, tu vaso de leche preparado, la sillita alzada entre los dos asientos para que ambos podáis atenderla. La bandeja contiene un rastro de migas, un resto de salsa de carne. Quizá no pudieron esperar.

La parte de atrás de la casa está a oscuras.

—¿Marta?

Pruebas primero en tu habitación, mirando desde la puerta. No está en la cama, e inmediatamente te diriges al cuarto de la niña.

Está oscuro, y tienes que salir del pasillo antes de poder ver a Marta sentada en la mecedora; su pelo resalta brillante; su rostro tiene una expresión sombría, imposible de descifrar. Está inmóvil, con las manos sobre su regazo. Amelia está en su cuna, ya dormida, y suavemente te acercas a Marta.

—Lo siento —te disculpas, dispuesto a explicar por qué, pero ella no coge tus manos, no te mira; como si hubieras hecho algo imperdonable. Un húmedo sollozo y sabes que ha estado llorando.

—¿Qué ocurre?

—Está enferma —contesta.

—¿Qué quieres decir? —inquieres, aunque ya lo sabes. Lo sabes mejor que nadie.

—Está enferma —repite Marta, y ahora te agarra, te aprieta, se aferra a ti con una fuerza que te resulta aterradora—. Jacob, está enferma.