—Podemos marcharnos —dice Marta por quinta vez esta noche. Estáis en la cama, bajo la colcha, pero ninguno va a dormirse—. Cogemos lo necesario y nos vamos a casa de la tía Bette.
—No podemos —susurras. Nariz con nariz, a escasos centímetros de distancia, con un muslo metido entre sus rodillas—. No puedo. Lo sabes.
—Lo sé.
Está tan decepcionada que te dan ganas de rendirte, y ella lo sabe. Se ha disculpado durante toda la noche por haberte hecho sentir culpable, pero lo eres, y ella se ha disculpado, así que no tiene sentido. No sabes discutir; es una debilidad que tienes. Después de la guerra, perdiste la voluntad de lucha, el interés por imponer tu punto de vista en las cosas sin importancia. Tu estrategia consiste en hacerla feliz, mantener la paz; a lo peor, retirarte, admitir la culpa. Pero aquí no hay discusión posible. Tu deber parece estar claro. La abrazas con más fuerza, hueles la calidez de su cuello, su sabor a un día de trabajo; el gusto a cerdo a la sal, preso en su pelo. Sus pechos son tiernos; gotean cuando Amelia llora.
—Jacob, ¿y si la llevo a casa de Bette? De visita.
—¿Sabes lo que eso parecería?
—No me importa lo que parezca.
—¿No te importa? —preguntas con franqueza, porque sabes que Marta no es egoísta, que ama Amistad tanto como tú.
—Me importa —concede—. Pero ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Quedarme en casa todo el día mientras tú estás fuera? ¿Y si te contagiases? ¿Entonces qué?
Le dices que sabes cómo tratar a los muertos, que una vez que se extienda la enfermedad la necesitarás todavía más, pero recuerdas al soldado esta tarde, cómo forzaste sus rígidos brazos para que entrasen en la caja, cerraste la tapa y colocaste los clavos con tres golpes secos. Le dices que Doc sabe lo que está haciendo; curó a Amelia cuando tuvo laringitis, ¿verdad? Ella suspira, inmóvil, en la oscuridad y percibes que tu argumento es sereno y lógico, mientras que el suyo lo espolea el miedo maternal. Te das cuenta de que has errado por completo en el objeto de la discusión.
—Puedes irte si quieres. Diré que estáis de visita.
—No —contesta irritada a pesar de haber ganado—. Nos quedaremos.
Te apartas y ruedas hasta que os dais la espalda, pero te vuelves y encajas tus rodillas detrás de las suyas. Ella coge tu mano y muerde un nudillo como gesto de perdón.
—Tendré cuidado —insistes—. Estaré con Doc.
—Lo sé —dice ella, pero sin convencerse, y de nuevo se da la vuelta y acaricia tu frente con su pelo. El debate podría seguir indefinidamente, rabiando en silencio mientras cambiáis de posición, moldeando las almohadas. Por último, hay un largo rato de silencio, su respiración es lenta y suave; y entonces, desde la habitación de la niña llega un hipo y el sonido de un llanto como una sirena de Amelia cuando se sabe despierta. Marta suspira y abre su lado de la colcha; se tambalea hacia la mecedora para calmarla. Esperas en la oscuridad, oyendo el balanceo; después el balbuceo de Amelia y, finalmente, la canción de Marta sobre el oso que comió demasiadas tartas de arándano.
No recuerdas haberte quedado dormido, ni tus sueños, aunque sabes que fueron vívidos e inquietantes; una casa con demasiadas puertas, inclinándose como un barco en alta mar. Te despiertas de repente con la luz del sol y el olor a mantequilla fundida. Las persianas están subidas pero Marta ha cerrado la puerta; su bata cuelga de la percha. Fuera, el sol brilla; otro día perfecto, y tratas de apartar los pensamientos del ataúd que enterraste en el descuidado patio de la iglesia y de la mujer que Doc tiene encerrada en su oficina.
«Se reproduce con el calor», dijo él.
Te quedas tumbado y contemplas cómo la luz vuelve las hojas transparentes. No parece que eso pueda matar. La lluvia parece más indicada, los largos días grises, el frío.
No hay tiempo para filosofar. Sales de la cama y agarras unos pantalones de peto limpios; viertes un poco de agua en el barreño y te lavas la cara. Pasas unos segundos frente al espejo para recortarte la barba con las tijeras de costura de Marta, levantas tu mentón y continúas hasta que consigues el mismo estilo que llevaba el capitán de tu regimiento. Mientras te abotonas una camisa limpia piensas que, a tu manera, eres tan coqueto como Doc. Pero eso es algo que también acompaña a la responsabilidad. Un oficial ofrece a sus hombres un modelo de pulcritud, orden, decoro; y un pueblo, al igual que un ejército, observa a sus líderes. Interrogas a tu aseado gemelo del espejo. ¿Realmente crees en ello o es una mera esperanza? Es propio de ti mantener la serenidad cuando el pánico te sería de mayor utilidad.
Marta se asoma por la puerta y dice:
—El desayuno.
—¿Por qué no me has despertado?
—Estabas cansado.
Le das las gracias deseando que el asunto de anoche haya terminado, pero sabes que no es así.
Abres la puerta y te llega el olor a tortitas de maíz y salchichas.
Es una estrategia; toda la semana ha habido gachas de avena; y tú tratas de engranar tus argumentos, la línea que has de marcar.
Amelia se cuelga de los tobillos de Marta en la cocina. Marta la apacigua con la muñeca de paja; Amelia le mordisquea la cabeza. El café está sobre la mesa; muy caliente. La salchicha crepita en la sartén. Marta te está dando la espalda y tú observas su codo separando las tortitas de maíz, volteándolas. Debe saber que ya es tarde para cambiar las cosas. Y es la decisión acertada, lo más cristiano que se puede hacer.
Ella coloca el plato delante de ti y se aparta para calibrar tu satisfacción con su trabajo. La mantequilla se funde. Están ricas; los bordes crujientes, el centro un poco blando. Asientes con la boca llena, sorbes un ardiente trago de café para ayudarte a tragar. Puede que la mujer sea un caso aislado, el soldado sea su amante y el bosque su lugar de encuentro nocturno. Es tu miedo a decepcionar a Marta lo que te hace conjeturar de esta forma. Le sonríes y pinchas la salchicha con el borde del tenedor hasta que la piel se separa; la partes y tomas otro bocado. Satisfecha, ella desata su delantal y se sienta a tu lado.
—¿Vas a ir primero a casa de Doc?
Te lleva un minuto tragar y entonces te baja al estómago con dificultad.
—Es el jefe en este caso. Puede que hoy la mujer se encuentre mejor.
—Esperemos.
—Con estas cosas nunca se sabe —dices, y podría ser verdad, ¿no?
—¿Hablaste por fin con Bart?
—Ayer le mandé un mensaje.
—¿Y qué dijo?
—Dijo: «Buena suerte».
Miras hacia abajo y lo único que queda es un trozo de salchicha y una blandengue cuña de tortita. Lo has devorado; te ocurre cuando estás nervioso o piensas demasiado.
—¿Más? —pregunta Marta.
—No, gracias. Supongo que mi estómago se ha acostumbrado a tomar solo avena.
—Pensé que hoy querrías algo más fuerte.
—Así es —contestas, pero solo para darle la razón. Te extraña que se haya rendido tan fácilmente. De marcharse por la mañana, podría llegar a casa de Bette antes del anochecer. Terminas y ella se lleva el plato a la cocina, donde tiene un hervidor al fuego. Vuelve a atarse el delantal, introduce los platos en un barreño de lata y vierte el agua caliente sobre ellos; vuelve al trabajo como si fuera un día normal. Está más tranquila que tú, y piensas que es esa fe suya a la que aspiras, su inquebrantable convicción lo que te atrajo de ella; no sus grandes manos, su pelo o la forma en la que su labio superior se allana en el centro, volviéndose exuberante de repente. Puede que esta noche la saques al jardín para cantarle.
Amelia se engancha de tu bota, puedes notar su pesada cabeza reposando sobre el dedo gordo; la recoges asiendo con firmeza su cálido y rechoncho cuello, sus ojos brillan ensoñadoramente, fijos en los tuyos y ella balbucea. Tú le respondes, le haces gestos con la cara y observas la suya cambiar, insegura.
—¿Vas a ir a la Colonia? —pregunta Marta desde el barreño.
—Creo que sí. A ver a Chase.
—Ten cuidado ahí fuera. Ese lugar podría estar completamente infectado por la forma en la que viven.
—Seré precavido.
La campana de la iglesia toca las siete y media; te bebes el café. Si el soldado fuera del pueblo, Cyril Lemke, el sacristán, haría sonar la campana al amanecer, una vez por cada año de su vida, pero es un forastero y el sol asciende en silencio. El café está fuerte. Quieres una segunda taza, pero es un lujo que hoy no te puedes permitir. Bajas al suelo a Amelia y ella berrea, llora y chilla. Marta se vuelve y canturrea intentando calmarla. Es lo peor de la mañana; marcharse. Marta se encoge de hombros, no es culpa tuya. Los bebés lloran.
Te diriges al silencio del dormitorio, coges el cinturón del arma de la estantería y te lo colocas; sacas el Colt de su funda y compruebas el tambor, te aseguras de que las seis balas están ahí. Nunca las has necesitado, tan solo con aquel cerdo enloquecido que recibió las seis antes de desplomarse, pero la gente espera que seas hábil con un arma, y lo eres. Los sábados practicas junto al lago del Ermitaño, cuya superficie está teñida de verde por la suciedad, con delgadas botellas de medicamentos dispuestas sobre un tronco. Carl Soderholm las guarda para ti en la farmacia. Es un ejercicio sobre el que leíste en una novela barata del salvaje oeste, pero parece funcionar. El sábado pasado acertaste cinco de seis y fallaste una porque el mercancías tocó su silbato justo cuando apretabas el gatillo del último disparo. Si tuvieras que quitarle a alguien un cigarrillo de la boca como en el libro, probablemente lo conseguirías en cuatro o cinco intentos.
En la cocina, Amelia ha dejado de llorar al fin, con su cabeza apoyada contra el pecho de Marta, quien oscila de un lado a otro sobre el mismo lugar. Sus cabellos tienen exactamente la misma tonalidad y también sus ojos; no hay rasgos tuyos en el rostro de Amelia, y a veces te preguntas si te necesitan, si realmente formas parte de ellas. Es una inquietud fugaz, que rápidamente se transforma en asombro ante lo afortunado que eres. En verdad, no eres merecedor de semejante cariño.
Besas a Marta en la frente, saboreando el jabón en su piel.
—Podéis marcharos, si quieres.
—Estaremos bien —dice ella, apartando la idea con un aspaviento—. Tú eres quien necesita tener cuidado.
—Lo tendré.
—¿Puedes ir a la tienda de Fenton por mí? Él sabrá lo que quiero comprar.
—Lo haré.
Vuelves a besarla, entonces te alejas, casi sales de la casa, pero te detienes junto a la puerta, como si quisieras darle una última oportunidad.
—Vete —te apremia, riéndose de ti—. He sido una tonta cobarde.
Su sonrisa consigue algo más que perdonarte. Le encanta que estés haciendo lo correcto. Cree en ti. Por eso te ama: porque te importa este pueblo, porque puede estar segura de que harás lo que es mejor para todos. Pero una vez que cierras la puerta y sales al polvo de la calle, la sonrisa que le mostraste desaparece de tu cara, y deseas que hubiera luchado con más fuerza, que te hubiera detenido. Porque sabes que te has equivocado.
Montas en bicicleta hasta el pueblo. Ya hace calor, las sombras de los robles se perfilan sobre el camino, el polvo se pega a las relucientes adelfas. Antes de llegar a los árboles que dan entrada al llano sin sombra de la calle principal, oyes el traqueteo de un carro detrás de ti, los resoplidos del tiro. Te apartas a la derecha para dejarlos pasar y, cuando aparecen junto a tu hombro, compruebas que se trata de Chase con sus mujeres en la parte de atrás, sentadas sobre fardos de heno. Su ropa es igual que la tuya; una camisa almidonada, un pañuelo negro, pantalones de peto y botas, pero es todo nuevo y le sienta como un disfraz. «Dinero de ciudad», dice todo el mundo, escupiéndolo como si fuese una maldición.
—Diácono —te llama y agita su mano cordialmente y tú asientes. Es un hombre grande, robusto como un leñador canadiense, con el mismo encanto bonachón. En el ejército te gustaba servir bajo las órdenes de hombres como él; los que acababan con su regimiento aniquilado eran pequeños borrachines.
Las mujeres te ven y sonríen. Algunas de las nuevas aún llevan ropas de ciudad, pero las pocas que reconoces lucen un sencillo uniforme; blusa blanca y combinación negra; con sus cabellos recogidos en un pañuelo como los menonitas. Siempre están llegando nuevas. Se dice que algunas de ellas no tienen hombres, lo que lleva a turbias especulaciones en las que no deseas tomar parte. Te inunda su polvareda; después se dispersa.
Tan solo es martes, piensas. Suelen hacer su compra los miércoles; las mujeres se reparten por el pueblo, pagan en efectivo, son tajantemente agradables. Puede que no sea nada del otro mundo, pero tienes bien aprendida la lección sobre cómo funciona Amistad. Sabes cuándo el más pequeño detalle está fuera de lugar, y hoy estás en guardia.
Cuando llegas a la calle principal, tus sospechas se convierten en realidad. El carro vacío de Chase está aparcado frente a la casa de Doc; los caballos atados de forma que no puedan beber en el abrevadero. Te ven y mascan con impaciencia; como si, al igual que sabuesos, pudieran olfatear las referencias de tu miedo. Apoyas tu bicicleta contra el palenque y subes a la acera; sujetas tu puerta, bien abierta, con la escupidera para que todo el mundo sepa que has abierto. La celda está vacía; los rifles, sobre la pared. Llevas a cabo este inventario, más por costumbre que por verdadera necesidad. Tu escritorio está despejado; el día de ayer, marcado en el calendario de la pared. El orden te tranquiliza, pero solo por un momento. Va a ser un día ajetreado; cuando todo lo que realmente quieres hacer es pedalear por el camino del río y coger la vagoneta hacia el oeste, a lo largo de la vía de Montello, puede que acelerar en lo alto del túnel de Cobb y sumergirte en el paisaje con el condado extendido a tu alrededor como en un mapa.
Hoy no. Compruebas dos veces el estante de las armas, entonces te encaminas a la puerta de al lado, preguntándote cómo podrás defenderte contra la enfermedad.
En la consulta, Chase se eleva sobre Doc. Parece demasiado alto y despistado, como un oso que ha entrado en una tienda, extrañamente fuera de lugar. Doc titubea con un pisapapeles de metal; desliza el pulido disco sobre el papel absorbente como si fuera un peón. Chase se aparta, camina en círculos frotándose una ceja; parece pensativo. Los has interrumpido.
Doc parece aliviado.
—Le he estado contando al reverendo Chase las posibles consecuencias de la enfermedad.
—Soy consciente de las consecuencias —dice Chase, tratando de ser correcto—. Estamos preparados para cuidar de ella. Hay tres enfermeras cualificadas entre nosotros.
—¿Ningún doctor?
—No.
—¿Y qué clase de cuarentena establecería?
—La que usted sugiera.
—Una total —afirma Doc.
—Bien —acepta Chase, como si hubiera obtenido la peor parte del trato, pero estuviera contento de haberlo cerrado. Quiere mostrarse tan cortés como lo hace Doc—. ¿Puedo verla ahora?
—No lo estoy sugiriendo para este caso, sino para el siguiente que aparezca. Me gustaría retener aquí a la señorita Flynn. Necesita un doctor.
—¿Por cuánto tiempo?
—Un día. Dos. Todo el tiempo que aguante con vida.
Responde tan rápido que te preguntas si está siendo cruel a propósito. La noticia te hace mirar a Chase. Durante un momento, perfilado junto al papel de pared estampado de Irma, con la cabeza agachada, parece fatigado, derrotado, pero entonces, se endereza con un esfuerzo y muestra una apenada sonrisa.
—Si no hay nada que hacer, ¿no podemos llevarla a casa?
—Me temo que es demasiado contagioso —contesta Doc, con auténtica lástima.
—Comprendo.
Por un instante, la consulta queda en silencio, exceptuando el tictac del reloj en su campana, y puedes oír los pájaros en el exterior. Una corriente de aire agita los árboles como una ola, luego se aquietan dejando paso a las cigarras. Te preguntas por qué estás atrapado en la habitación con estos dos. No tienes nada que decir, aparte de que lo sientes.
Lo dices. No parece suficiente, pero Chase te lo agradece.
—Si pudiera verla… —solicita, y por el tono queda claro que Doc podría negarse y él no discutiría. No te sorprende que sea razonable, susceptible de ceder su autoridad. El dolor lo destroza todo, excepto la locura; es un secreto de tu profesión que uno no desea conocer. Otro secreto que acabas de descubrir: Chase está cuerdo. Las historias que cuenta la gente le hacen parecer un tirano, un extremista, y resulta reconfortante comprobar que no son ciertas. Es como Doc, piensas, es como tú; solo intenta hacer lo mejor para su rebaño.
—Puedo permitirle una breve visita, pero no quiero que se acerque demasiado. —Doc espera a que Chase asienta antes de levantarse y buscar una llave en el cajón central.
Los sigues a través de las cortinas hasta el final de la sala, pasando junto a los exquisitos paisajes y bodegones que Irma compró en Milwaukee. Crees que Chase está acostumbrado a semejante elegancia o quizá está demasiado ocupado para notarlo, su mente está en otra parte, preocupada. Adviertes que estás pensando solo en los retoques de Irma porque no deseas imaginar a la mujer; que estarías más contento si no la vieras en absoluto.
«Señorita Flynn», fue como la llamó. Piensas en la señora Goetz desplomándose en el banco de la iglesia, con su cabeza rozando el escabel, rescatada del frío suelo por el pie de su vecino. Te arrodillaste y la viste morir; con sus labios tratando de formar una última palabra. Es duro perder a alguien, más aun cuando tu rebaño es escaso ya de inicio.
Doc se inclina para girar la llave y el cierre se retira con un chasquido.
—No quiero que la toque —advierte a Chase.
—Lo comprendo.
Doc le hace pasar. Tú te entretienes con la alfombra persa, de nuevo preguntándote qué se espera que hagas. La fascinante y fresca luz estival que tanto te gusta se filtra a través de la ventana al fondo de la sala, proyectando un intermitente bosquejo de sombras sobre el suelo.
—Jesús misericordioso —dice Chase, y oyes un sonoro golpe, como si se hubiera desmayado.
Se encuentra de rodillas al pie de la cama y, sin pretenderlo realmente, ves a la mujer.
Su aspecto es como el del soldado; sus ojos hundidos en cuencas moradas, mejillas arrugadas y escuálidas. Sus pupilas se mueven pero ella no advierte vuestra presencia; danzan como siguiendo el vuelo de una mosca. Doc le ha puesto en el cuello una cataplasma mentolada. Exhala un silbido en cada aliento; sus labios están teñidos como si hubiera estado bebiendo vino. Sobre la mesita de noche reposa una jofaina de agua, tornada rosa por la sangre, y una pila de paños doblados. Chase inclina la cabeza y murmura sobre sus manos entrelazadas, y descubres que la escena te ha arrastrado a la habitación.
Permaneces junto a Doc, contemplando rezar a Chase, deseando hacerlo tú mismo, y cuando él alarga su mano hacia ella no hay nada que podáis hacer al respecto. Agacha su cabeza y besa el dorso de su mano. Cuando la devuelve a su sitio ves que las cutículas están moradas, la sangre se asienta como si ya estuviese muerta.
—Eso ha sido muy peligroso —dice Doc en la consulta.
—Lo siento —afirma Chase enjugándose los ojos con un pañuelo. Se sienta en el sofá bajando la cabeza. Ha estado llorando de forma intermitente, abrumado ante la visión de la mujer. Te ha contado cómo la familia de Lydia Flynn la echó de casa después de perder su empleo en la fábrica, cómo se había convertido en una mujer fuerte, y cómo se había encontrado una noche vendiendo su cuerpo en la estación de tren de Milwaukee. Sus manos estaban ennegrecidas debido al hollín de las vigas. Fue hace unos años, dice él, y te preguntas cómo puede ser eso; no parece tener más de cuarenta. Piensas en los rumores acerca de las mujeres de la Colonia. Puede que haya algo de verdad en ellos. Eso hace que Chase aún te guste más; su atención a los necesitados. ¿O es sentimentalismo?
La campana de la iglesia anuncia las nueve y Chase mira hacia arriba.
—Será mejor que me vaya —frunce el ceño y se rehace; se guarda el pañuelo y se pone en pie—. Me estarán esperando.
Tiene razón. Afuera, las mujeres están subidas en la parte trasera del carro con sus sacos, bolsas y cajas, charlando. Han hecho la compra de una semana en menos de veinte minutos. Su eficiencia asusta a Marta; ella las compara con las hormigas: sin cerebro y hacendosas. Mientras Chase monta, ellas rebuscan en sus bolsos sacando billetes y puñados de monedas. La mujer más cercana a él lo recoge todo y se lo ofrece. Chase se levanta para meterlo en su cartera, entonces vuelve a sentarse y coge las riendas. Puedes ver el rastro de sudor seco del tiro, el oscuro brillo donde su pelaje lo ha absorbido. El olor te hace retroceder.
—Mañana vendré temprano —informa a Doc—. Si algo ocurriera, le agradecería que me lo comunicase.
—Yo puedo ocuparme de eso —dices, contento de ser al fin de alguna ayuda.
—Se lo agradezco —responde Chase y, antes de sacudir las riendas, se agacha para estrechar la mano de Doc primero, y luego la tuya.
Juntos, los veis partir.
—Ese hombre es un idiota —gruñe Doc para sí.
—A mí me ha parecido sincero —replicas y te sorprendes al encontrarte defendiéndolo.
—No me refiero a eso —protesta Doc—. Puede lloriquear todo lo que quiera. Acabo de decirle que no la toque y, ¿qué es lo que hace?
—Solo es espontáneo.
Doc carraspea. Examina la palma de su mano, mirándose el corte.
—¿Qué tal está?
—Mejor —responde y la vuelve; mueve el pisapapeles con ansiedad.
—Crees que lo hizo solo para enfadarte.
—Podría ser. O por alguna otra razón. Nunca se sabe con ese tipo de gente.
Quieres oponerte, preguntarle qué quiere decir exactamente con «ese tipo de gente», pero el razonamiento es antiguo; no tiene sentido. Se refiere a la gente que permite que su fe ocupe el lugar de la razón, gente que cree que este mundo es tan solo el preludio de otra vida más gloriosa. Se refiere a gente como tú.
La tarde pasa lentamente. Incluso en el interior, el aire es espeso y huele a polvo. Estás sentado en tu escritorio, repartiendo manos de póquer red dog a jugadores imaginarios. Una abeja carpintera se afana con el marco de la única ventana de la habitación. Piensas en pasarte por la vieja estación para pedirle a Harlow Orton que telegrafíe a Bart y le pregunte si ha visto a tu vagabundo. Apostarías a que no. Es despiadado, pero no puedes desterrar la idea de que Meyer le vació los bolsillos al muerto. La gente desespera y cae en el pecado. Pasas con un par de treses y descubres que hubieras ganado. Barajas y repartes. Probablemente Marta esté en casa, preocupada por ti. Puede que luego te des una vuelta por allí. Pero no lo harás. Se espera que estés aquí, y aquí estás.
Aquí estás cuando Millie Sullivan aparece en su carreta. Ni siquiera se baja.
—Es Clytie —espeta, refiriéndose a que su vaca lechera se ha vuelto a escapar. Clytie es revoltosa y, como vigilante, tu trabajo es devolverla al corral. Haces esto por Millie una vez a la semana; le has dicho que repare la cerca o la multarás, aunque ella sabe que no lo harás. Solo están Elsa y ella, allí en el camino de Endeavor; dos damas viudas que se casaron con dos hermanos. No tienen ningún parentesco, pero se pelean como familiares. La última vez tuviste que acudir porque Elsa había clavado un tenedor un centímetro en el brazo de Millie, por algo que no supiste. Tratándose de Elsa, podría ser cualquier cosa; cree que hay demonios viviendo en los bosques y nunca sale de casa. Acusa a Millie de ambicionar su dinero, de envenenarla lentamente. Hay rumores acerca de una bolsa escondida en un colchón, de tarros llenos de dólares de plata en las estanterías del sótano. Son falsos; tan solo se trata de los habituales cotilleos de sociedad. Lo único que poseen es a Clytie, y ni siquiera pueden mantenerla vigilada.
—Iré a buscarla —respondes, pero Millie no te está escuchando. Ya está haciendo volver la carreta en mitad de la calle principal. Pateas a un lado la escupidera y cierras la puerta; luego subes a tu bicicleta. Por la forma en la que mima a sus caballos, llegarás antes que ella.
Los humedales de arándanos rojos situados al oeste del pueblo están secos, de color marrón. Las libélulas cortan el aire con sus brillantes alas. Es agradable estar en movimiento y te levantas sobre los pedales, compitiendo con una tángara escarlata, ganándole cuando se detiene en un poste, pero incluso mientras aminoras, dejándote refrescar por la brisa, sabes que estás intentando no pensar en el soldado, en las espantosas posibilidades. Marta siempre te reprocha tu tendencia a ignorar el más mínimo dolor, tus repentinos e inoportunos brotes de alegría. Ahora crees que tiene razón. A veces envidias la vida del Ermitaño, la simplicidad de hablarle tan solo a los patos, al agua o al cielo. Qué cómodo debe ser no preocuparse, ignorar los problemas de tu vecino. Es una locura, cierto, pero también un alivio.
Al llegar, la casa parece desierta, como siempre. Afuera, los rosales crecen descuidados, enroscándose en el porche; la hierba está alta y espesa, amarillenta por el sol. Las zanahorias silvestres se han entremezclado. Tendrás que hablar con Fred Lembeck y convencerlo de que pase la guadaña por el patio. Miras por la ventana de Elsa, las cortinas están echadas. Debe de estar en la cama. Tiene que hacer calor ahí, bajo ese tejado de lata. Aun así, es preferible estar encerrado en una habitación mal acondicionada que en el hospital estatal. Fuiste una vez a Mendota para capturar a una paciente fugitiva, una mujer con la manía de romper ventanas. Todavía recuerdas los chillidos, cómo hacían eco en la roca; las heridas en los tobillos de la mujer, hasta se le podía ver el hueso. Millie hace bien teniéndola aquí.
Apoyas tu bicicleta a la sombra del lateral del porche, luego caminas más allá de la viña e inspeccionas la cerca.
Está rota de un lado a otro, los postes cuelgan desclavados, los bordes de los listones están astillados y pelados hasta el amarillo corazón de la madera. Parece como si alguien le hubiera dado con un mazo, o más de uno. Los chicos de Ramsay, piensas, recordando el pasado Halloween, cuando untaron la cerca con brea y le prendieron fuego. Uno de los postes está totalmente fuera de su sitio; el agujero está lleno de hormigas. ¿Qué fue lo que usaron? No ves ninguna marca de mazo. Hay un mechón de algo enganchado en uno de los listones. Pelo negro y corto, como el de un perro. Más allá hay otro pedazo y un charco de sangre. Es triste, pero no descartarías que los Ramsay hubieran torturado a la pobre bestia. Puedes ver sus huellas en el camino y, a lo lejos, un retoño partido donde se abrió paso hacia el bosque.
Millie llega en su carreta y tú vuelves hacia la casa, zigzagueando entre las endurecidas boñigas de Clytie. Las cigarras saltan. Su huerto está marchito; las cucurbitáceas enclenques, pudriéndose en sus tallos. Miras al cielo lleno de esperanza; está tan despejado que es casi blanco, con el sol directamente encima. Sabes que llovió hace unas semanas, pero no puedes visualizarlo aquí; las gotas inclinando las hojas, el barril llenándose hasta arriba, derramándose.
—¿Cómo se mantiene tu pozo? —preguntas a Millie.
—Soy cuidadosa con él —responde, como si la hubieras acusado. Nunca te acostumbrarás a su actitud defensiva, su rechazo a verte como un amigo. Tú eres el único que viene por aquí, quizás la única persona que ve en toda la semana. Te agradaría charlar, ponerla al día en los cotilleos; te invitarías a pasar, prepararías un poco de repostería al estilo de la señora Paulsen, parlotearías en el recibidor.
—Se ha escapado por allí —señala Millie.
—La encontraré.
—Asegúrese de ello, y enciérrela en el establo cuando lo haga —te ordena, y hace crujir la escalera del porche al subir, con una mano en la carcomida barandilla. Su rudeza no es una novedad, pero siempre estás esperanzado, siempre dispuesto a entrar en las vidas de las personas. Es la mejor parte de ser diácono, el cuidado pastoril. Tan solo ver cómo la gente sobrelleva el día a día es suficiente para contrapesar las duras realidades de tus otros trabajos. Todos son el mismo, te gusta decir, pero no mientas, tienes tus favoritos.
Este no es uno de ellos. Clytie te recuerda a esos caballos a los que debes la vida, aquellos que tu regimiento se comió crudos desde el interior durante esas largas semanas, durmiendo entre sus vacías costillas mientras las balas de los rebeldes silbaban toda la noche. Clytie te hace pensar en todos los amigos anónimos que tuviste que cargar en carros como si fueran trozos de carne, te hace pensar en lo pequeño y débil que eres. Te sientes más cómodo con animales más pequeños que tú; perros y gatos, animales capaces de mostrar afecto, y eso es un fracaso, piensas. Tienes que abrazar a toda creación, no solo las partes fáciles.
Cuelgas tu chaqueta sobre un poste, arrancas la parte superior del retoño para hacerte una vara y entras en el bosque. El rastro es claro; hierba aplastada bajo huellas de pezuñas y puntas de helecho dobladas. Se está más fresco en la sombra; el musgo mancha los troncos de los árboles y hay parterres de lirios. Corteza arrancada y otro mechón de pelo. Tratas de no restregarte con nada; llevas puesta una camisa nueva y Marta está cansada de que las estropees.
Encuentras una mancha de sangre en un tronco y vuelves a pensar en los Ramsay, en su afición por los tirachinas y en las ventanas que has obligado a pagar a su madre. Imaginas a Clytie con un ojo tuerto, llorando chorros de sangre. Los niños no son crueles, son simplemente curiosos. Al igual que los científicos, lo único que quieren es ver cómo funcionan las cosas, ver lo que pasa.
Hay sangre en la hierba, cubriendo el rostro de una margarita. Te detienes a escuchar, pensando que podría estar cerca. Pájaros que pían, ardillas que corretean. Una rana croa. Nada.
Sigues el rastro de las gotas a lo largo de un depósito de sedimentos, cruzas un anaranjado manto de agujas de pino. El sendero llega a los restos de un viejo campamento, un círculo de piedras, y piensas en tu vagabundo. La madera aquí está completamente seca, los troncos convertidos en pulpa seca. Cualquier otro verano, esto estaría húmedo; el barro negro se pegaría en tus botas. Incluso los helechos amarillean. Un rescoldo perdido del mercancías de última hora bastaría para acabar con todo el bosque.
Más sangre. Oscuros charcos de ella en el polvo; muestras brillantes en los frondosos arbolillos. Las moscas toman un último trago antes de elevarse en el aire. Los Ramsay deben haberle cortado la garganta. De nuevo, te recuerda a Kentucky, cuando buscabas a tus compañeros heridos, siguiendo los mismos rastros sutiles. Procuras mantenerte limpio de sangre, protegiendo tus pantalones. La vara silba al hacerla golpear.
Delante de ti, detrás de una pequeña elevación, oyes un crujido de las ramas.
Te detienes. Hay cuervos en los árboles. Un solitario y dulce graznido. Luego, otra vez el crujido, un chasqueo, un choque de cuernos.
Es ella; y sin pensarlo, incluso antes de poder verla, das un rodeo hacia la izquierda con la intención de situarte detrás de ella, y así poder conducirla de vuelta hacia el camino. Te mantienes sobre la suave alfombra de agujas de pino, tratando de no hacer ruido. Igual que en la guerra, la mitad de este trabajo es la táctica. El choque de cuernos suena con más fuerza, como si estuviera perdida o atrapada en un cepo. Te acercas y puedes oír sus húmedos resoplidos; ha estado corriendo. Te agachas; no quieres asustarla y que vuelva a salir corriendo. Seguramente Doc te necesite en el pueblo. Te preguntas cómo le irá a la mujer de la Colonia. Tienes tareas más importantes que enmendar las travesuras de los Ramsay.
Alcanzas el borde de la elevación. Estás tan cerca que puedes olerla; el intenso perfume del estiércol. Su respiración es ahora más pausada, resopla como un fuelle. Clytie no es joven. Te hace pensar en Doc, en que algún día tendrás que atenderlo, pero apartas el pensamiento antes de que llegue; antes de que puedas imaginarlo.
Tendrás que peinarle el bigote, recortar los pelos de su nariz. Ser tan cuidadoso como lo es él.
Los cuernos chocan, y jurarías que la oyes gruñir, igual que un hombre que estuviera levantando algo pesado. Luego un golpe seco y un batir de ramas. Jadeos y más gruñidos.
—Muy bien —dices y te pones en pie, con la vara en la mano, como si fuera a rendirse a las armas.
Ella no se vuelve hacia ti. La han golpeado en la cabeza. Su hocico borbotea sangre; una roja barba de espuma gotea de sus labios. La hierba a su alrededor está cubierta de sangre. Le tiemblan las patas; se lo ha hecho ella sola. Sus ojos están fijos en un árbol situado a unos metros de ella; está astillado, la corteza arrancada y llena de sangre.
—¡Hey! —exclamas, pero no te presta atención—. ¡Hey, Clytie!
Retrocede; luego va hacia delante y arremete contra el tronco. Agacha la cabeza y lo golpea.
La colisión suena como un débil golpe de hacha, retumba a través del vacío bosque. Las hojas se agitan; caen unas pocas. Sus cuartos traseros se balancean y ella se tambalea, cayendo de lado sobre la hierba.
Intenta levantarse, pero tiene una pata atrapada bajo su propio peso. La libera y está hecha dos trozos. La pezuña se columpia bajo la rodilla, como una caña de pescar rota. Se levanta sobre ella, temblorosa; la pata se rompe, de forma que el hueso se asoma. Cojea hacia atrás para embestir de nuevo al árbol; permanece inclinada. La piel de su pata es un colgajo negro. Resopla. Sus fosas nasales expulsan burbujas de sangre.
Ha enloquecido. No han sido los Ramsay. Piensas en la mujer en el campo; en que la enfermedad debe ir acompañada de alguna forma de locura. ¿Es eso la difteria? Tendrás que preguntarle a Doc.
Clytie echa espumarajos, pero esta no es Clytie. Ahora deseas que hubieran sido los Ramsay. Sueltas la vara. Desabrochas la funda del arma y compruebas el tambor. Tienes que acercarte un poco más para tener un tiro fácil al corazón. En la cabeza salpica mucho; lo has aprendido por haber tenido que hacerlo al menos dos veces en tu vida.
Clytie jadea, tomando aliento para la próxima carga. Si tan solo se cayera, piensas, pero sabes que no lo hará. El árbol está tan destrozado como la cerca.
—¡Hey! —llamas, y te alejas de los cuernos.
No se da la vuelta y caminas directamente hacia ella, con el arma delante de ti igual que un cetro divino. Amartillas la pistola, sientes el gatillo presionando tu dedo. Su cabeza es enorme, tiene la piel rota y pálida. Su ojo se mueve, fijándose en ti. La ves como a un ciervo grande; su corazón se encuentra justo bajo el hombro. Disparas tres veces y aún te está mirando; su gigantesco ojo centrado en ti, acusándote.
Te quedan tres balas más. Mantienes la esperanza, sigues manteniéndola; allí, en el brillante claro; el sol se proyecta calentando el dorso de tu mano. Pero ella sigue ahí respirando, atontada, preguntándose quién eres.
Levantas el cañón apuntando a su ojo; el punto negro es tu objetivo. Sopla una brisa entre vosotros y las sombras danzan sobre su cara. Un solo disparo. Ahora no te das cuenta, pero sabes que más tarde verás esto como un acto de piedad. Ahora no estás tan seguro. ¿Por qué agonizar? Es una responsabilidad, no una elección. Pero eliges. Una más para ti, piensas; esta vacilación es un lujo que el dolor del otro no se puede permitir. Desechas el pensamiento, todavía aferrado a algún sueño de pureza, de inocencia, incluso mientras lo dejas escapar. Regresas de nuevo a este mundo. Haces lo correcto.