Es pleno verano y Amistad está en silencio. Los hombres se afanan en los relucientes campos. Los niños juegan en los bosques, vadean los riachuelos y chapotean en los estanques. En el pueblo, las mujeres se detienen en el cargado ambiente de los comercios, entretenidas ante las variadas piezas de telas y los toneles llenos de harina. El único sonido es el tamborileo del tren de mercancías hacia el sur, escupiendo sus nubes de carbonilla sobre las copas de los árboles, el traqueteo de los vagones a un kilómetro de distancia. Luego, el silencio; el zumbido de los insectos, la quietud de la tarde. Las vacas sacuden sus orejas y rabos.
Así es como te gusta; los días soleados y tranquilos. Todos dicen que podrían soportar algo de lluvia. Los pilones de serrín del molino están secos como la pólvora, los grandes montones de leña en el bosque se hornean peligrosamente, pero hay algo especial en este calor, en la forma en la que ondea desde el papel embreado, ahoga el sonido y envuelve el pueblo. El invierno estuvo repleto de chimeneas encendidas y caballos congelados sobre el camino de madera, y la primavera fue dura, con el bebé, aunque Marta ya casi se ha recuperado, con su frondoso jardín y sus tomates como puños. Exceptuando la pelea por la cubertería entre Millie y Elsa Sullivan, y el fallecimiento de la señora Goetz en la iglesia, no has tenido mucho trabajo últimamente, lo cual te parece bien.
No se trata de que te moleste ganarte el pan, pero cuando la gente te necesita es porque, de una forma u otra, alguien ha tenido mala suerte. Ser enterrador es fácil; ser agente de la ley es duro. Cuando juntas ambas cosas puede ser excesivo, aunque eso ha ocurrido tan solo una vez desde tu regreso. Y lo llevaste bastante bien, para el agrado de los Soderholm. Con su cabeza enterrada en la almohada y su cabello tan peinado que no podías ver dónde había golpeado su hermano; y Eric, por su parte, se lo tomó muy bien, incluso acudió al funeral con las esposas puestas y su traje de los domingos. Lo acompañaste hasta el ataúd para que presentase sus últimos respetos.
—No quise darle tan fuerte —confesó no muy arrepentido, todavía enfadado con él.
Había sido por un perro. Arnie lo tiró al río por encima de la presa del molino para ver si se ahogaba. No lo hizo, aunque ya era demasiado tarde para salvar a ambos hermanos Soderholm. No fue más que una piedra plana, la cogiste con una mano, sopesándola como un huevo. Caín y Abel: fue lo que pensaste, en recuerdo de la afición de tu madre por las historias de la Biblia; entonces pensaste que aquello no encajaba. Tuvo que ser un accidente; con dos buenos chicos como esos. Cuando se lo contaste a Marta, se echó a llorar.
El oficial que llevaba el correo a caballo desde Madison sacudió su cabeza, como si fuera lo que esperaba del agonizante y viejo poblado de minas de plomo que era Amistad. Escudriñó los vacíos mostradores en cuestión; el Marquette County Record y el Banco Principal de Wisconsin. Tenías a uno de los hermanos metido en la celda y al otro sobre un enorme cubito en la fábrica de hielo, con serrín pegado a la mandíbula. Tenías la piedra dentro de una caja para el queso y la confesión del muchacho preparada para que el oficial la llevase de vuelta a la capital. Le sorprendió tu gran trabajo con el cráneo de Arnie.
—¿Haces algo más? —preguntó.
—Predicar de vez en cuando —respondiste, tratando de no sonar inmodesto. No estaba interesado de verdad, solo bromeaba, así que no te animaste a explicarle que piensas que las tres formas ya mencionadas de ensalzar y agradecer este pequeño paraíso están relacionadas. No era ese tipo de persona; se habría reído de ti. Otros lo hacen en el pueblo, algunos de forma burlona. No importa. Todos acudirán a ti algún día y saben que les harás un buen trabajo. Les dices que es un compromiso, un honor. «Amistad es mi pueblo», sueles decir, y ellos creen que eres demasiado serio, demasiado sentimental, un chalado. Creen que la guerra te hizo algún efecto. Puede que así fuera, pero para bien, piensas. Ese tipo de habladurías no hace disminuir tu aprecio por ellos. No solo es tu trabajo lo que te hace responsable. Es tu pueblo, es tu gente; incluso el Ermitaño sentado en su ajada cueva, quien arma un tremendo jaleo cada vez que alguien se acerca.
Hoy te mandan, o mejor dicho, el viejo Meyer te manda a su pequeñaja, Bitsi. Llega corriendo, levantando el polvo que le ensucia las medias.
—¡Sheriff Hansen! ¡Sheriff Hansen!
Estás de pie sobre las escaleras, en el exterior, ignorando el gran ejemplar bayo apostado junto al abrevadero de Fenton. Esa es la única parte de ti que admites que es extraña; ya no te gusta tener caballos cerca. Es comprensible, habiendo tenido que comerlos durante el asedio, enterrarte en su calidez, con sus tripas muertas como manta, pero no se lo cuentas a nadie, o tan solo a Marta, a quien jamás se le escaparía. Así es que nadie pregunta por qué montas en bicicleta o impulsas la vagoneta a lo largo de los raíles oxidados de la compañía en las afueras. Los veteranos deben explicárselo a los nuevos inmigrantes; los noruegos llegan para unirse a la familia; los polacos, tan fuera de lugar que parecen aturdidos, y los de Cornualles, que ignoran el hecho de que ya no queda nada que extraer en las minas.
Bitsi te patea la pierna, te tira del hombro, demasiado exhausta para decir nada.
—Papá dice que vayas. Papá dice que vayas ya.
—Calma, calma —le dices. Podría ser cualquier cosa; podría no ser nada. Las balas de paja de reserva del viejo Meyer lindan con la Colonia de la Sagrada Luz y durante las últimas semanas te ha tenido levantado con historias de personas que vagan por la noche entre los árboles con velas encendidas. Es para preocuparse, estando todo tan seco, pero la verdadera queja de Meyer es sobre la Colonia en sí misma. Es nueva; la mayoría es gente de ciudad, liderada por un hombre llamado Chase. El lugar llega hasta las colinas; Chase compró toda la vieja propiedad de los Nokes: la mansión, los terrenos, todo. La gente dice que predica el fin de los días. Dicen que oficia sus servicios de noche, en las minas, que hace que sus discípulos compartan sus esposas con él, que no come más que pan sin levadura, como si fuera un profeta del desierto, un ferviente estilita. Una vez topaste con él; parecía reservado, bien vestido, de palabras medidas. No estás seguro de lo que piensas de él, un hecho que te hace sentir orgulloso. Es algo que te define, esa voluntad de escuchar todas las partes, amar a todo el mundo. Has dejado de creer en la maldad. ¿Es eso un pecado? Sabes lo que diría tu madre, pero la justicia ha de ser imparcial, los muertos merecen tu compasión. Tu trabajo es comprender, perdonar; no es una simple rutina.
Te arrodillas junto a Bitsi para tenerla cara a cara.
—Ahora, habla despacio. ¿Qué ocurre, cariño?
—Papá dice que hay un hombre muerto.
—¿Alguien de la Colonia?
—Papá lo encontró tras la colmena. Tienes que venir.
La acomodas en el manillar y partes hacia allí, tambaleándote, pero consigues enderezar la marcha. Todo está tan seco que los caminos al fin se han quedado llanos, una bendición después de las capas de hielo o el barro de abril. Bitsi nunca ha subido antes a una bicicleta y se está riendo, con sus blancos dedos aferrando el manillar. Desciendes raudo por campos de cebada alta e inmóvil. Cruzas el túnel en sombras del puente de Ender, para volver a salir bajo la cegadora luz del sol. A tu espalda, en el pueblo, un rastro de vapor se eleva desde el molino y permanece como la nata montada en el brillante cielo. La campana de la iglesia llama al mediodía; el sonido es grave y desganado bajo el calor. No corre ni una pizca de brisa, tan solo el canto de las invisibles cigarras y la súbita aparición de saltamontes. Una nube solitaria navega en el horizonte, como si flotase a la deriva.
Los chicos de Meyer están en el jardín, trabajando la tierra; gemelos con monos a juego. Marcus y Thaddeus. Gemelos. Tú lo estás pasando lo suficientemente mal tan solo con Amelia, con sus cólicos nocturnos. Doc Guterson dice que es normal, pero eso no es un consuelo. Los chicos de Meyer se detienen y sonríen educadamente. Cuando levantan sus sombreros de paja puedes ver el corte de su bronceado, sus frentes blancas como la cal.
—Sheriff —saludan. Tu verdadero cargo es el de agente, pero solo Marta te llama de esa forma y únicamente en la cama.
—Chicos.
—Papá está en la parte de atrás —dice uno, y miras al otro como si fuese su turno. Sonríe expectante. Levantas tu sombrero, como agradecimiento, y Bitsi te guía hacia el lugar indicado.
El viejo Meyer se encuentra detrás de la casa, vaciando panales en un tarro. Lanza hacia atrás el trozo esquilmado y una solitaria abeja se posa en su mejilla como una lágrima. Señala con el goteante cuchillo hacia la línea de árboles.
—Allí detrás hay un tipo joven muerto; no sé quién es.
—¿Un vagabundo? —preguntas, porque ha sido un año duro, con un montón de hombres viajando en busca de trabajo.
—Podría ser. Por el uniforme, parece que haya estado en la guerra.
Normalmente, eso es una pista; hay montones de hombres que jamás regresaron a su hogar. Seis años y aún andan montando y desmontando el campamento, marchando al amanecer.
—¿Qué crees que ocurrió? —preguntas.
—Ni idea. No lo he mirado con tanta atención, solo vi que estaba muerto, está algo verde alrededor de la boca.
—¿A qué distancia está de aquí?
—Tan solo sigue recto —dice el viejo Meyer, indicando con el cuchillo—. Lo encontrarás.
Meyer está en lo cierto. Tras un minuto de penoso avance entre las zarzas, un fuerte hedor a grasa derretida te envuelve como el humo. De una forma extraña, casi es bienvenido; después de levantar el asedio, tu regimiento recibió la orden de buscar bajas y este olor tan familiar en mitad de un pantano de Kentucky significaba que alguna madre vería regresar a su hijo.
Esto no es tan diferente. El hombre que tienes delante de ti se encuentra tumbado boca abajo junto a los restos de un fuego de campamento que ha durado toda la noche; las piedras están agrietadas y ennegrecidas. Los puños de su uniforme de la Unión están totalmente deshilachados, les faltan los botones. No está verde, es más amarillo, pero sin duda es joven; de tu edad, no más de treinta, y lampiño. No ves ninguna herida. Su rostro está tan consumido, sus ojos tan profundamente hundidos, que durante un momento piensas en prisioneros, en inanición, pero eso requiere días. Esto parece rápido, un minuto está sentado en el tronco y al siguiente se derrumba. Cayó hacia delante, inconsciente. Piensas en Eric Soderholm y su piedra, en el perro en el agua. Te preguntas si ladró, si los chicos pudieron oírlo sobre las cascadas.
Debajo de un helecho yace la misma taza de hojalata que tintineó ceñida a tu cintura durante tres años. Tiene la misma chaqueta, el mismo cinturón, la misma gorra con la que llegaste a casa.
Te agachas y olfateas la taza. Es café. Te incorporas y miras a tu alrededor, buscando el perol que usó para hervirlo, buscando sus enseres. Uno de sus bolsillos está salido hacia fuera como una bandera blanca, así que inspeccionas los árboles, como si el asesino pudiera estar observándote. Se marchó hace tiempo, es probable que ahora esté fuera del condado. Enviarás un telegrama a Shawano para decirle a Bart Cox que les eche un ojo a los vagabundos. Bart fue a «ver el elefante»[1] contigo y recibió una bala de rifle en el brazo en Bloody Run. El brazo se curó mal y se gangrenó; Bart es todavía un fuera de serie con el otro brazo. Él era sargento y les tiene menos simpatía que tú a esos trotamundos; malditos sean los hermanos de guerra. Pero hay montones ahí fuera, y la sangre misionera de tu madre te hierve cada vez que piensas en ellos. Viajan con frecuencia en parejas. Muy triste, este caso. Probablemente pensó que ese hombre era su amigo.
—Que Dios tenga piedad —rezas, entonces le das la vuelta. No hay sangre en su mugrienta ropa interior; ni agujeros de bala, ni puñaladas entre las costillas. Sus cutículas están moradas, como si las hubiera tenido metidas en vino, y te preguntas cuánto tiempo habrá pasado. Tendrás que hablar con Doc y ver lo que dice. Metes la gorra y la taza en el interior de la chaqueta, cruzas sus brazos sobre la tripa, aunque no quieren moverse. Así es como te enseñaron en el ejército; es más cómodo para la espalda. Lo coges por los tobillos, te fijas en los finos tacones de sus botas militares, en el cuero partido.
No hay una forma bonita de hacer esto, aunque intentas hacerlo con cuidado. Una vez que tu regimiento estaba peinando una pradera, le rompiste la mandíbula a un tipo por apoyar el cadáver de un rebelde contra una valla para hacer un chiste. Si hay algo que tus trabajos te han enseñado es a tomarte la muerte con seriedad, a darle el mismo respeto que al amor.
—No pasa nada —te sorprendes diciéndole al cadáver—. Te vamos a colocar apropiadamente, no te preocupes.
Hablar con los muertos es una mala costumbre. Marta dice que les hablas más a ellos que a los vivos y, aunque es una broma, puede que sea verdad. A veces, en el sótano, mantienes largas conversaciones con aquellos que reciben tu trabajo, respondiendo a tus propias preguntas mientras desangras sus venas, tratando de descubrir lo que realmente piensas sobre la justicia, el destino o el paraíso. Te preguntas si te estás volviendo demasiado serio, si estás envejeciendo.
—¿Vamos bien? —dices, y el hombre asiente cuando su cabeza tropieza entre la maleza salvaje; te sientes mal por bromear con él. Te asustas. Es solo el uniforme, te das cuenta de que podrías ser tú. Cuando llegas a las colmenas te sientes abatido y ni siquiera la loca industria de las abejas logra sacarte una sonrisa.
Meyer aún está llenando el tarro con cuajos de miel; el mango del cuchillo y sus finos guantes de piel de ciervo están oscurecidos por ello. Encarga a uno de los gemelos que arrastre su carro entre los hierbajos y te ayude a subir al muerto detrás. Los muelles chillan. El muchacho hace un gesto de asco ante el olor e intenta no mirar el cuerpo. Parece estar incompleto sin su hermano, disminuido. No sabes quién de ellos es, Marcus o Thaddeus.
—¿Podemos cubrirlo con algo? —preguntas, y no solo por respeto. Lo último que necesitas es tener a los tipos del pueblo curioseando, metiéndose en tus asuntos. Desde que cerraron las minas, el cotilleo se ha convertido en la mayor industria de Amistad.
El muchacho regresa con un trozo de arpillera que tú mismo colocas sobre el cuerpo. Él sube al asiento. El olor de los caballos te está afectando, haciéndote pensar en el barro, en cómo se te encogía el estómago cuando la artillería rebelde silbaba sobre tu cabeza.
—Llévalo directamente a casa de Doc Guterson —le ordenas.
—Sí, señor —responde, aún reacio a mirar hacia atrás, y sacude las riendas para ponerse en marcha. El cadáver brinca mientras atraviesan el patio; sus tacones golpean sobre el carro. La taza de hojalata tintinea, luego resbala hasta caer sobre la hierba con un destello. Bitsi sale corriendo entre la hierba, la recoge como si fuera un polluelo y te la entrega. El metal ya ha empezado a calentarse. La introduces en tu bolsillo y te encaminas hacia la bicicleta, aparcada a la sombra de los alerones del tejado. Quieres llegar antes al pueblo, y ya conoces a los chicos cuando sus padres les dejan el carro.
—¿Y bien? —pregunta Meyer.
—Bueno, ya veremos.
—No sé por qué tienen que venir aquí, no hay trabajo para ellos. Apuesto a que esta noche tengo que cargar la escopeta con sal, seguro.
—Saca a los perros, eso solucionará el asunto. Dime, ¿cuál de ellos es el que conduce el carro?
—Ese es Thaddeus.
—¿Algún problema con la Colonia?
—Ninguno, últimamente está muy tranquila.
—Eso es bueno. No lo has tocado o movido por ahí, ¿verdad? —preguntas, convencido de que Meyer no lo ha hecho, pero tu trabajo es sospechar, pensar en cosas en las que otros no lo harían.
—No, señor. No quiero tener nada que ver con él, puedes apostar por ello.
—De acuerdo —dices, e intercambias una última tanda de cortesías, le das las gracias a Bitsi y te marchas.
El polvo se ha asentado sobre los caminos y puedes ver las marcas dejadas por el carro de Meyer. Las golondrinas revolotean sobre los campos, van de un poste a otro, llamándose. A cada pedalada, la taza del bolsillo te roza la entrepierna, molestándote. No te gusta que Meyer te haya llamado «señor». Ha tenido problemas de dinero, por eso recoge miel para venderla en el pueblo. Él nunca mataría a un hombre y probablemente tampoco le robaría, aunque si encontrase algo tirado en el suelo, sería capaz de recogerlo. Nunca habría sido así antes de que Alma muriese, pero ahora mantiene a los gemelos y a Bitsi por sí solo y eso puede desesperar a un hombre. El mes pasado en Shawano, Oly Marsden perdió dos becerros y el jefe de estación le disparó cuando trataba de asaltar la terminal. Bart dijo que ni siquiera se tapó la cara, simplemente acudió a la ventanilla con una escopeta como si aquel fuera su deber. El jefe de estación tenía una carabina y agujereó la nuez de Oly. Así que allí estaba, un hombre que llevaba a sus hijas a los bailes de la parroquia, desangrándose hasta la muerte sobre las tablas del andén; los pasajeros del tren del mediodía circulaban a su alrededor como si no existiera. No te gusta pensar de esa forma, así que te levantas sobre los pedales, bajas la mano y recolocas la taza para que deje de ser una preocupación.
Por ley, el hombre estaba allanando una propiedad por lo que, si Meyer hizo algo, estaba en su derecho. Pero eso es una argucia, no es realmente el sentido de la ley. Meyer no lo mató. Puede que le registrase los bolsillos, que vaciase su mochila sobre la hierba. Ciertamente no es honrado, pero ¿es un crimen?
Sacudes la cabeza para descartar la idea. Un hombre ha muerto, no hay sitio para estas sutiles distinciones. El asesinato es siempre algo sencillo.
Lees las señales en el polvo antes de ver el carro que avanza, con la arpillera cubriendo el cuerpo; Thaddeus continúa sin mirar hacia atrás. Bajas el ala de tu sombrero y encoges la cabeza para evitar que el polvo te entre en los ojos; se pega a tus pestañas y empolva tu chaqueta. Pedaleas con fuerza para adelantarle, ignorando a los caballos; entonces, agitas la mano para saludar. En pocos minutos ni siquiera puedes verlo detrás de ti; tan solo ves los campos, la línea de los árboles y el cielo.
Es un día perfecto, pero ves al hombre tirado sobre el fuego, con su mejilla oscurecida por el carbón. Hablarás con Doc; él lo resolverá. Sabes que lo mejor es no pensar demasiado en estas cosas.
Los Karmann comenzaron con el heno la semana pasada y mientras pasas por allí, pensando en las judías verdes que Marta te prometió esta mañana, ves a una mujer tumbada sobre los dorados rastrojos. Al principio crees que se trata de una trabajadora echando una siesta, pero lleva puesta una combinación; su pelo brilla como la paja seca. Está boca abajo, como tu amigo en el carro, así que aminoras, te apeas y saltas la acequia pensando que no es posible, dos en el mismo día.
Antes incluso de alcanzarla, te entra el pánico mientras te preguntas si han sido obra de una misma persona, como aquellas niñas pequeñas que Bart encontró en el depósito de agua del herrero. Ahí sí hubo maldad. Bart te mostró las peculiaridades, las marcas en sus cuerpos y mientras te enorgullecías de haber visto cosas peores, sabías que aquello no era la guerra, eran niños nada más. Ayudaste a Bart a quemar el granero del herrero y después su casa hasta los cimientos mientras el pueblo entero miraba en silencio, como dolientes. Se trataba de una distracción; mientras Bart y tú dabais cuenta de su propiedad, el mismo oficial que se encargó de Eric Soderholm sacaba al herrero por la puerta trasera del juzgado.
Mientras renqueas a través de los rastrojos, te preguntas si el herrero ha podido escapar de la prisión de Mendota, si tendrás que mandar un telegrama a Bart para que traiga a los perros. Y piensas que hacía un día muy bonito, con esa tranquilidad que tanto te gusta. Incluso ahora, los árboles están en calma, columpiándose al menor rastro de brisa antes de volver a su quietud.
Cuando te acercas, alcanzas a ver que es una mujer grande, madura. Es de la ciudad; puedes deducirlo por el corsé de gasa, las medias y los zapatos abotonados. Probablemente sea de la Colonia. De vez en cuando se escapan, se van de juerga a los bares y tú tienes que controlarlos. Escudriñas el campo buscando un rastro de Karmann o de sus chicos pero no hay nadie, tan solo un halcón que navega entre las olas de fuego del día, trazando espirales en las alturas.
Sus piernas sangran, llenas de arañazos y sus medias están rotas. Te arrodillas a sus pies para examinarla con más atención. Uno de los hilos de sangre es fresco, aún está húmedo, y cuando acercas un dedo para asegurarte, ella se vuelve y aparta tu mano de una patada.
Retrocedes, buscando automáticamente tu Colt, pero tu mano nunca lo encuentra, ya que no puedes dejar de mirarla.
Ella se agita como si hubiera perdido los nervios, sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Su cuello está sucio, su pelo alborotado; como quien ha estado viviendo en el bosque. Te acuerdas de los dientes que le faltan al Ermitaño, de sus retorcidas uñas, y vuelves a cubrir la culata de tu arma con tu chaqueta.
—Jesús, Jesús, Jesús —gimotea—. Jesús, Jesús, Jesús.
—¡Señora! —le dices—. Señora.
Tarda un rato pero se tranquiliza, dejando caer su cabeza.
—Te amo, Jesús, te amo, Jesús. —Es como si cantase, como si implorase. Aprieta tanto los ojos, que lloran, pero parece estar feliz—. Amo a Jesús.
Es un éxtasis, puedes verlo cada julio cuando llega el encuentro religioso de la resurrección, con sus carretas pintadas con escenas bíblicas, tan llamativas como las del circo. Siempre has pensado que todo ese delirio era falso, un truco de escenario, una guinda para atraer a los susceptibles, un intento de llenar el local. Conoces al Señor tan bien como el resto y no hay razón para todo ese espectáculo. Puede ser que ella haya estado bebiendo.
—Señora —insistes, y la coges por el brazo.
Te permite que la ayudes sin dejar de murmurar: «Jesús es mi Señor y mi Salvador», pero cuando tratas de llevarla de vuelta al camino, ella libera su muñeca y cae otra vez al suelo. Se retuerce sobre el heno, a tus pies.
—¡Por favor, señora! —la regañas. Hace demasiado calor para esto, demasiada locura. Ahora tendrás que llevar la vagoneta hacia los terrenos de Nokes, dirigirte a la Colonia para ver a Chase.
Te vuelves a mirar el camino y allí está Thaddeus en el carro, levantando el polvo. Agitas ambos brazos sobre tu cabeza y él aminora, permitiendo que la polvareda lo alcance.
La mujer está otra vez tranquila, susurrando con la mirada perdida. Tose y expectora algo; una baba le cuelga del mentón y tú retrocedes, pensando que puede estar loca, rabiosa como un animal. Una vez viste a un cerdo enfermo arrancarle a un hombre un trozo de rodilla; le caía una espuma verde de la boca.
—Vi a Jesús —dice ella dirigiéndose a ti por primera vez, y crees que simplemente está enferma, que debe haber una sencilla razón detrás de todo esto—. Vi a Jesús —repite. Ahora es una pregunta dirigida hacia ti, un hecho que pareces estar cuestionando.
—Sé que lo vio —respondes, porque es una estupidez discutir con dementes. Le ofreces tu mano, ella la coge y vuelves a levantarla.
—Era tan hermoso. Me ha estado esperando.
—Nos espera a todos —le dices.
—Sí —afirma—. ¿Cómo lo sabías?
—Lo conozco un poco.
—El hermano Chase dice que nos salvará a todos, a los sanos y a los enfermos. ¿Crees que es verdad? —Se detiene y te mira fijamente, como si realmente pudieras saberlo.
—Desde luego —contestas—, todos seremos salvados. —Y la conduces a través del campo. No se trata de una mentira piadosa; crees verdaderamente en ello. De no ser así, jamás habrías ocupado el lugar del reverendo Toomey, ni predicarías desde su púlpito después de que la diócesis hubiese requerido de su presencia en Madison. Diácono Hansen es como te llaman los domingos, y cuando llega el lunes, descubres que le han puesto un ojo morado al lechero, o que al más joven de ellos lo han rajado en un prostíbulo de Shawano. Todo es lo mismo, piensas; como sheriff o diácono, intentas sacarles sus mejores instintos, lo mejor que hay en ellos.
—¡Todos! —dice riendo—. Ah, Hermano, pero tú no estás enfermo.
—No —admites.
—Entonces es fácil creer.
No estás de acuerdo con eso, pero te limitas a asentir. El concepto de la conversión en el lecho de muerte se te presenta como falso, como un alivio para los que mueren. Es cuando te sientes más feliz, cuando estás convencido de tu propia fuerza, el momento de humillarte y hablar con Dios. Te preguntas si eso es ser negligente o fanático. Sabes que Marta se preocupa cuando exageras tu fe, así que has decidido rezar en tu oficina cuando la celda está vacía, con la fría y dura piedra bajo tus rodillas. No hay ninguna desesperación en ello, no es más que es un consuelo al que te acoges de vez en cuando, pero te has cansado de intentar explicarlo. En realidad, no puedes. Es una sensación de casi alcanzar un conocimiento, de acercarse a una respuesta grandiosa y sencilla al mismo tiempo. Pero no sabes cuál es esa respuesta. Es más fácil ocultarlo, mantenerlo en privado, y te avergüenzas de ello. No confías en los que guardan secretos.
Acompañas a la mujer hacia Thaddeus, que os alcanza a mitad del camino. Él se aparta de ella con timidez e injustamente piensas que es demasiado aprensivo para ser granjero. Bitsi no tuvo ningún reparo al recoger aquella taza.
—¿Has visto a Jesús? —le pregunta ella.
Él te mira sin saber qué decir.
—No, señora —responde indeciso.
—Él sí te ve —replica ella, como si fuera una conversación razonable.
Thaddeus te lanza una mirada de impotencia.
—Él nos ve a todos —dices.
—Exacto —asegura la mujer, y tose de nuevo con virulencia. Parece haberse reanimado, pero podría ser temporal. También la llevarás a ver a Doc Guterson.
El tiro está formado por dos grandes caballos belgas, del tipo que usaban para remolcar los cañones. Se encuentran mascando; sus venosas panzas se sacuden para apartar las moscas. Debido al calor, el soldado ha empezado a apestar, y puedes sentir el pasado rezumando como el lodo. Recolocas el cuerpo bajo la arpillera y cargas la bicicleta, luego montas de un salto y ayudas a la mujer a que suba al carro. Thaddeus se alegra de ocupar de nuevo el asiento del conductor.
Tratas de tapar el cadáver de la visión de la mujer, pero ella mira fijamente la arpillera y se frota la nariz con el dorso de la mano. Thaddeus chasquea las riendas y las ruedas rechinan sobre el camino. Tu bicicleta está quieta, las botas del muerto no dejan de dar golpes.
—En el cielo lo olvidas todo —dice ella—. En el infierno te hacen recordar.
Piensas que no es así, sino más bien al revés.
—Es posible —concedes.
—Todo el mundo huele, incluso los salvados. Mi Daniel olía. Tendimos nuestras manos hacia él pero era demasiado tarde.
—¿Estaba en la Colonia?
—El hermano Chase dijo que es pecado ir contra la voluntad de Dios. Ahora creo que lo es. Lo creo.
—¿Daniel era su marido? —preguntas, pero su mirada está perdida en las praderas. Los Weitzel han salido a recoger heno, el benjamín está sobre la carreta con una horca. En pleno verano, recoge heno, trigo y grano. Ya casi han terminado, tan solo les resta una hilera por recoger. Os saludan, y sabes que en la sobremesa todo el pueblo estará hablando de ello, especulando acerca de quién era la mujer o qué llevabas en la parte trasera del carro del viejo Meyer. Mañana la gente se dejará caer por allí, para ver si está metida en la celda.
—Se lleva antes a los pequeños —comenta la mujer, y no puedes evitar pensar en Amelia.
—Lo siento mucho, señora —dices, pensando que eso puede explicar, al menos en parte, su comportamiento. Si es que es la verdad.
—El cielo está lleno de bebés.
—Sí que lo está.
Ella asiente y tose con fuerza; Thaddeus se vuelve un instante, como si hubiese olvidado que estás allí. Oyes la campana de la iglesia del pueblo dando la una. Ahora mismo Doc debería estar levantándose de la siesta, descolgando su bata y palpando a las visitas en su consulta. Será capaz de ayudarla.
El camino gira pegado al río bajo una hilera de arbolillos. El calor hace cantar a las cigarras. Mientras pasas a través de la penumbra del puente de Ender, oyes a los niños chapoteando y riendo debajo; las vigas encierran el eco del arrullo de las palomas y tú vuelves a empujar bajo la arpillera una de las botas del cadáver. Otra vez al sol. La mujer contempla impasible la nube de polvo que se eleva por detrás. El éxtasis parece haber pasado y ahora tiene un aspecto agostado, vacío y viejo. El río escasea, sus orillas se quiebran en el barro y los juncos se pudren. Los belgas resuellan ante el olor.
Pero en el pueblo el clima es suave, fresco. Tomáis la última curva antes de llegar a Amistad y las casas de madera de tus vecinos se extienden a los lados, con aspecto decente tras sus vallas de estacas, con los robles por encima del pasadizo. Miras hacia arriba y las ramas pasan sobre tu cabeza, inclinadas, como si te bendijeran. Los carpinteros pían, invisibles. Bajo la sombra, el día vuelve a parecer tranquilo, pero es solo apariencia. Hay un hombre muerto y una mujer enferma y angustiada.
A pesar de todo, piensas, hay judías verdes para cenar. Convencerás a Marta para que cante mientras tú tocas el armonio y, después de que Amelia se duerma, os leeréis el uno al otro del libro de la señora Stowe hasta alcanzar el final del capítulo. Uno de vosotros bajará la luz de la lámpara y, en la oscuridad, la mano de Marta se encontrará con la tuya. En la cama, necesitaréis la colcha; te enroscarás bajo ella. Eso es lo bueno de vivir tan al norte; incluso con el calor del verano, las noches son frescas. «Jacob», dirá ella y te deseará dulces sueños. Y tumbado allí, a su lado, rezando en silencio tus oraciones, pensarás, qué mundo tan maravilloso, qué suerte tienes, y se lo agradecerás a Dios, le harás saber lo feliz que eres por todo; incluso a pesar del calor, el polvo o las lágrimas de esa desquiciada mujer. Y entonces, incluso tú te preguntarás cómo puedes tener tanta esperanza, y te maravillarás de lo imposible que resulta evitar que el corazón se abra al mundo entero, a toda tu gente aquí, en Amistad, dormida bajo la luna del verano. Y sólo en la oscuridad claudicarás, te rendirás ante tamaña bendición, y pensarás, «sí, mañana será un día mejor».
Puede que seas un idiota. Recuerdas lo que tu madre solía decir acerca del reverendo Toomey: «Un santo idiota sigue siendo un idiota». No es verdad, piensas, no del todo. Es curioso cómo nunca estás de acuerdo con nada, mantienes guardada esa última parte de ti mismo. ¿Es prudencia o desconfianza? Y, ¿le importa eso a alguien salvo a ti?
Los árboles dan paso a la calle principal; el cálido sol cae sobre tu pelo. Fenton ha salido con su delantal; está sacudiendo una alfombra, colgada sobre el palenque, con una raqueta de alambre. Miras a la mujer; está murmurando, encogiéndose de hombros, discutiendo sola. La yegua de Yancey Thigpen se encuentra atada en las afueras del establo, por lo demás, hay silencio; tan solo el vapor que se eleva rítmicamente desde el molino y el lejano zumbido de los serruchos. Thaddeus detiene el carro a la altura de la placa de Doc. Los caballos se quedan clavados; sus cadenas tintinean y coges del brazo a la mujer.
—Gracias —te dice mientras baja.
Al otro lado de la calle, Fenton ha dejado de golpear la alfombra. Le indicas a Thaddeus que vaya a la puerta. Antes, se limpia las botas en el borde de la acera y tú te arrepientes de haber pensado mal de él. La campanilla suena y acompañas a la mujer al interior.
La consulta de Doc está vacía y oscura, huele a violetas frescas del jardín de Irma. Ella adquirió los muebles en Chicago y nadie quiere sentarse en ellos. Incluso la mujer de ciudad está impresionada y se dedica a inspeccionar el papel estampado de las paredes y los dorados engranajes del reloj en su campana de vidrio.
—¿Hola? —preguntas.
—Un minuto —solicita Doc desde detrás de las cortinas. Echa agua en un barreño y cierra de golpe un armario.
—Soy yo —aclaras—. He traído compañía.
Él aparta a un lado las cortinas como si fuera un mago. Acaba de levantarse, menudo y pulcro con su traje de rayas finas y su camisa almidonada; su pelo está engominado y con la raya en medio; su bigote, encerado. La gente dice que se ha vuelto muy coqueto desde que se casó, pero no son más que celos. Irma es de Milwaukee, profesora en una escuela estatal corriente, y unas cuantas familias de aquí, con hijas más guapas, aún están algo irritadas. Además, él siempre ha sido muy meticuloso; encarga sus zapatos por correo y compra las camisas de diez en diez.
—Oh, Dios mío —exclama al ver a la mujer y se acerca a ella. Es más alta que él—. No nos encontramos muy bien, ¿verdad?
—Ten cuidado —le adviertes antes de contarle cómo la encontraste.
—Bien —dice, más interesado en su cuello—. Ya veo. No creo que eso vaya a ser un problema, ¿verdad? —le pregunta.
—No —contesta ella, ausente; toda su ferocidad ha desaparecido—. Gracias.
Él levanta su barbilla para palparle la mandíbula y adviertes un vendaje en su mano.
Le preguntas.
—Una leve torpeza —aclara, encogiendo los hombros. Mira a Thaddeus y lo saluda con un asentimiento. El chico le corresponde con otro, tímida y educadamente, sujetando el sombrero con ambas manos—. ¿Por qué no traéis aquí al otro? Esto puede llevarme un rato.
Thaddeus espera a que seas tú quien se mueva, y de nuevo te exaspera su comportamiento.
Habías olvidado el calor que hace, el fuerte sol. Fenton ha regresado al interior; la yegua de Yancey agita la cola para espantar las moscas. Tratas de mantener la arpillera sobre el soldado, cargar con él desde el carro como si fuera un saco; lo agarras bajo las axilas. El muchacho sigue ahí, sin hacer nada.
—Échame una mano aquí, si no te importa —le urges, sin mucha aspereza, y Thaddeus lo coge por los tobillos.
Caminas hacia atrás; tus tacones buscan el borde de la acera para subirlo. Te alegras de que no sea alguien más gordo. Te acuerdas de cuando inmovilizaste a la señora Goetz sobre la mesa del sótano, te doblaste la rodilla y la maldijiste; luego, esa noche, rezaste para pedir paciencia. ¿Qué fue aquello que dijiste la semana pasada en tu sermón? ¿Que incluso el más nimio trabajo es una forma de alabanza? No te extraña que a Marta le preocupe que termines en la Colonia, bailando en cueros y con una vela en cada mano.
Abres la puerta con el hombro y suena la campanilla.
—Esperad —dice Doc y aparece tras la cortina con la camisa arremangada—. Bajadlo.
—¿Aquí?
—Bajadlo —os ordena, casi regañándoos, y antes de que puedas mirarle, vuelve a decirlo—. Al suelo. Ahora.
—¿Qué ocurre? —preguntas, pero ha apartado la arpillera y se arrodilla sobre la cara del hombre, con sus ojos hundidos y la piel verdosa. Se inclina hacia él como un amante, desliza una mano entre sus dientes y tira de la mandíbula.
—La lámpara —apremia mientras la señala, y tú se la entregas. Él aparta a un lado la abertura de cristal y la enciende; la sostiene sobre el rostro del hombre. Hay restos de cereal pegados alrededor de sus labios. Los dedos de Doc buscan a tientas dentro de su boca, bajo la lengua, como si buscara una joya escondida. Detrás de ti, Thaddeus está petrificado.
Doc se incorpora y vuelve a cerrar la lámpara.
—Llevadlo ahí al lado y tratad de no tocarlo demasiado.
—¿De qué se trata?
—Tan solo bajadlo al sótano por ahora. Hablaré contigo cuando acabe con ella.
—¿Ha empeorado?
—Podría decirse así. Llevadlo abajo, por favor. Y aseguraos de que os laváis bien. Los dos.
—De acuerdo —contestas, pero indeciso, para que comprenda que está actuando de una forma extraña.
Recolocas la arpillera, coges al soldado y vuelves a caminar hacia atrás, rozando el marco de la puerta, midiendo los pasos todo el camino hasta tu oficina, a una puerta de distancia. Está abierta, y mientras maniobras hacia dentro ves a Fenton sobre el hombro del muchacho, curioseando desde el umbral de su local.
Thaddeus mira alrededor de tu oficina, a la vacía estancia; con los rifles colocados en la pared y los viejos carteles. Está viviendo toda una aventura; qué celoso se pondrá Marcus. Y ahora lo conduces hacia abajo, a una habitación sobre la que los jóvenes de Amistad cuchichean a menudo, y que los más fanfarrones dicen conocer cuando se reúnen en torno a las mortecinas hogueras en sus acampadas.
Allí no hay nada que ver; las paredes de ladrillo, la mesa con los surcos que llevan hasta un cubo, unos barriles de líquido, una sierra junto a una pila de madera seca de cedro, cortada en las tres medidas habituales. Tus herramientas están colgadas ordenadamente en los tablones de madera, limpios y brillantes bajo la luz de la lámpara. Para él, esto debe resultar espectral, tan fantástico como la cueva de Alí Babá. Quieres contarle que es un trabajo, y no solo uno necesario, sino que es una última oportunidad de cuidar a una persona, de servir a sus familias.
Dejas al soldado encima de la mesa. Si estuvieras solo, lo asegurarías con las correas y girarías la manivela para que el conjunto se inclinase, pero el chico ya ha visto suficiente por hoy. Le das las gracias y él sube las escaleras.
—Hace frío ahí abajo —comenta, lavándose sobre el barreño.
—Está así durante todo el año.
Quieres decirle que es un viejo truco. Hace cien años los franceses lo utilizaban para conservar sus pieles en verano. Durante el invierno guardas ahí abajo a los muertos de Amistad, con sus ataúdes esperando a que la tierra se descongele para ser sepultados. Quieres hablarle de las conversaciones que se mantienen, de las discusiones sobre temas olvidados hace tiempo. Quieres impresionarle con las historias que todos llevan en su interior, cómo cada muerte empequeñece Amistad, especialmente con los jóvenes que se marchan. Pero, una vez más, ya ha tenido bastante. Además es joven; no esperas que lo comprenda. Una vez fuera, saca tu bicicleta por un lado del carro y tú le das las gracias una vez más antes de que se marche.
La yegua de Yancey ya no está, pero el ejemplar castaño y el carruaje de John Cole están aparcados en el local de Fenton. Te deslizas en casa de Doc como si fueras a charlar con él.
La consulta está vacía; oyes salpicar el agua en la parte de atrás.
—¿Eres tú, Jacob? —pregunta y tú le contestas—. Será solo un minuto.
Te sacudes el polvo del trasero antes de ocupar el sofá de Irma. Te preguntas lo que habrá visto Doc. Normalmente, te lleva a la sala de exámenes y te explica cada detalle como si fueras un estudiante. Puede que fuera inanición y que la mujer lo mantuviera muy ocupado. No lo crees, por la forma en la que el soldado cayó sobre la hoguera. Cuando los soldados pasan hambre durante demasiado tiempo, roban comida. Y no es propio de Doc el hacerse el jefe contigo. Dijo que te asegurases de lavarte bien. Esa es la parte difícil de ser agente; cuando se trata de Amistad, no te gustan los misterios. Te preocupas demasiado. Es como los berrinches de Amelia; quieres asegurarte de que es algo normal, que por la mañana no la encontrarás de color azul e inmóvil en su cuna.
Doc aparece con su chaqueta puesta; le falta el vendaje. Toma asiento tras su escritorio sin mirarte, se reclina y cruza las piernas; un gesto de ciudad. Frunce el ceño, algo le está carcomiendo la mente y sabes que no debes interrumpirle.
—¿Dices que los bolsillos de ese tipo estaban hacia fuera? —pregunta.
—Probablemente fue su compañero de viaje. ¿Por qué? ¿De qué se trata?
—Si no me equivoco —responde—, es difteria.
—Difteria —repites, probando con tus propios labios.
Endeavor sufrió una epidemia hace unos años que contagió a media ciudad. Y Montello tuvo aquel tifus que surgió del curtido de pieles y mató a todas esas mujeres. Tendrás que imponer una cuarentena y quemar las posesiones del muerto. Pero eres bastante ignorante acerca de la enfermedad en sí. Sabes que mata; eso basta.
—No te molestes en amortajarlo —dice Doc—. Tan solo ponlo bajo tierra. Y ten mucho cuidado con cómo lo coges.
—Bien.
Los dos os quedáis ahí sentados durante un minuto en la tibia habitación, reflexionando lo que esto significa para Amistad. Tus pensamientos se niegan a enlazarse, a ir al unísono como las cigarras del exterior que cantan en los árboles.
—Supongo que lo mejor será que envíe un mensaje por cable para que Bart se entere —afirmas, pero es una pregunta. Estás deseando que Doc se eche atrás y te diga que podría estar en un error, que los síntomas de la mujer podrían ser cualquier cosa. La difteria mata con rapidez, eso es lo único que sabes. Piensas en lo que dijo la mujer: «Se lleva antes a los pequeños».
—Sí —dice Doc, medio distraído y suspira, admitiendo la fatalidad—. Supongo que lo mejor es que lo hagas.