Muchas veces, la gente me viene con ideas. Normalmente, no puedo utilizarlas por alguna de una gran variedad de razones. No me atraen quizá, porque no encajan con mi línea de pensamiento, o implican el tipo de desarrollo en el que no soy particularmente bueno. O no les veo consecuencias del tipo que me interesan.
Pero alguna vez, de tanto en tanto, muy de tanto en tanto, algo hace clic.
En julio de 1978, estaba comiendo con Alexander Marshak, el arqueólogo del paleolítico, en la Tavern on the Green. Por aquel entonces, él había preparado una exhibición del arte de la Edad del Hielo, con enorme éxito, en el Museo de Historia Natural, y me dijo:
—¿Por qué no escribes una historia acerca de…?
Lo escuché sorprendido y contesté:
—Alex, esa es una gran idea. La incorporaré a una historia, pero no te preocupes, no voy a darte ningún crédito por ella.
—Me parece muy bien —dijo.
Pero, qué diablos…, no veo por qué no tengo que decirlo. Nada por nada fue construida a partir de su idea, que a su vez había surgido de sus trabajos con el arte de la Edad del Hielo. Se la sometí a George Scithers, y apareció en el Asimov’s de febrero de 1979.