Nada por nada
El escenario era la Tierra.
No era que los seres en la astronave creyeran que era la Tierra. Para ellos era una serie de símbolos almacenados en una computadora; era el tercer planeta de una estrella situada en una cierta posición con respecto a la línea que conectaba su planeta natal con el agujero negro que señalaba el centro de la galaxia, y moviéndose a una cierta velocidad con referencia a él.
El año era el 15000 a. C., más o menos.
No era que los seres en la astronave creyeran que era el año 15000 a. C. Para ellos, se trataba de un cierto período de tiempo señalado de acuerdo con su sistema de medidas local.
El capitán de la astronave dijo, más bien malhumorado:
—Esto es una pérdida de tiempo. El planeta está completamente helado. Vámonos.
Pero el explorador de la nave negó suavemente:
—No, capitán.
Y su palabra era ley.
Mientras la astronave estaba en el espacio, o en el hiperespacio, el capitán era la autoridad suprema, pero una vez instalada la nave en órbita en torno a un planeta, el explorador era quien tenía la última palabra. ¡Él sabía de mundos! Esa era su especialidad.
Y este explorador se hallaba en una posición inexpugnable. Tenía lo que podía ser considerado como un instinto seguro para el comercio provechoso. Había sido él y sólo él el responsable del hecho que aquella astronave en particular hubiera ganado tres Premios a la Excelencia por los trabajos efectuados en sus tres últimas expediciones. Tres de tres.
De modo que cuando el explorador decía «No», el capitán ni siquiera podía soñar en decir «Sí». Y aun en el improbable caso que lo hubiera hecho, la tripulación se hubiera amotinado. Un Premio a la Excelencia podía significar, para el capitán, tan sólo un agradable disco espectral que colgar en el salón principal, pero para la tripulación representaba un suplemento espectacular en su paga al regreso a casa, un bien recibido aumento del tiempo de vacaciones, y una mejor pensión. Y este explorador lo había conseguido para ellos no una, sino tres veces. Tres de tres.
—Ningún mundo extraño debe ser dejado sin examinar —dijo el explorador.
—¿Qué tiene este de extraño? —preguntó el capitán.
—La sonda preliminar indica inteligencia, y en un mundo helado.
—Seguro que hay precedentes de eso.
—Los esquemas aquí son extraños. —El explorador parecía desconcertado—. No estoy exactamente seguro de cómo o por qué, pero los esquemas de vida e inteligencia son extraños. Debemos examinarlo más atentamente.
Y eso fue lo que se hizo, por supuesto. Había al menos medio trillón de mundos planetarios en la galaxia, si uno contaba solamente aquellos asociados con estrellas. Añadamos a esos el número indefinido de los que se mueven independientemente a través del espacio, y el número puede aumentar diez veces.
Incluso con la ayuda de las computadoras, ninguna astronave podía conocerlos todos, pero un explorador experimentado, a fuerza de perder interés en todo lo demás, de estudiar cada informe exploratorio publicado, de considerar interminables correlaciones, y presumiblemente de jugar con estadísticas incluso en su sueño, llegaba a tener lo que a los demás les parecía una intuición mística hacia tales cosas.
—Deberemos enviar sondas en un programa completamente interconectado —dijo el explorador.
El capitán pareció ultrajado. Aquello significaba un detallado examen durante semanas, con un enorme gasto.
—¿Es absolutamente necesario? —preguntó, sabiendo que aquello era todo lo que podía exponer como objeción.
—Creo que sí —afirmó el explorador, con la confianza de alguien que sabe que su capricho es ley.
Las sondas trajeron de vuelta exactamente lo que el capitán esperaba, y con gran detalle. Una especie inteligente que recordaba, al menos en lo que se refería a su apariencia superficial, las razas menores de las regiones interiores más próximas del quinto brazo de la galaxia…, algo bastante habitual, pero de interés para los mentólogos, sin duda.
Sin embargo, la especie inteligente estaba tan sólo al primer nivel de la tecnología…, muy, muy alejado de todo lo que pudiera ser útil.
El capitán lo hizo notar así, apenas capaz de disimular su exasperación; pero el explorador, hojeando los informes, siguió inconmovible.
—¡Qué extraño! —exclamó.
Y mandó llamar al comerciante.
Aquello ya era demasiado. Un buen capitán nunca debe proporcionar a un buen explorador causas para la infelicidad, pero hay límites para todo.
Luchando por mantener el nivel de comunicación dentro de lo educado, si no lo amistoso, el capitán preguntó:
—¿Con qué fin, explorador? ¿Qué podemos esperar a este nivel?
—Tienen herramientas —dijo pensativo el explorador.
—¡De piedra! ¡De hueso! ¡De madera! O de su equivalente en este planeta. Y eso es todo. Seguro que no vamos a encontrar nada en eso.
—Y sin embargo, hay algo extraño en los esquemas.
—¿Puedo saber de qué se trata, explorador?
—Si yo supiera de qué se trata, capitán, no sería extraño, y no tendría que descubrirlo. Realmente, capitán, debo insistir en que venga el comerciante.
El comerciante estaba tan indignado como el capitán, y tenía más posibilidades de expresarlo. La suya, después de todo, era una especialidad tan profunda como la de cualquier otro en la astronave, tan profunda y esencial, en su propia opinión (y en la de algunos otros), como la del explorador.
El capitán hacía navegar la astronave y el explorador detectaba civilizaciones útiles a partir de los signos más tenues, pero en último extremo era el comerciante y su equipo el que se enfrentaba a los alienígenas y extraía de sus mentes y cultura lo que resultaba útil, y les daba a cambio algo que ellos consideraran útil.
Y había un gran riesgo en eso. La ecología alienígena no podía ser alterada. Las inteligencias alienígenas no debían sufrir ningún daño, ni siquiera para salvar la propia vida de uno. Había buenas razones para eso a escala cósmica, y los comerciantes eran ampliamente recompensados por los riesgos que corrían, pero ¿por qué correr riesgos inútiles?
—Aquí no hay nada —dijo el comerciante—. Mi interpretación de los datos de las sondas es que estamos frente a animales semiinteligentes. Su utilidad es nula. Su peligro es grande. Sabemos como tratar con alienígenas realmente inteligentes, y los equipos de comercio raramente resultan muertos por ellos. Quién sabe cómo reaccionarán esos animales…, y usted sabe que no se nos permite defendernos adecuadamente.
—Esos animales, si no son más que eso, se han adaptado de una forma muy interesante al hielo. Hay aquí sutiles variaciones en los esquemas que no comprendo, pero mi considerada opinión es que no serán peligrosos, y que pueden ser incluso útiles. Tengo la sensación que vale la pena examinarlos más de cerca.
—¿Qué podemos ganar de una inteligencia de la Edad de Piedra? —preguntó el comerciante.
—Le corresponde a usted averiguarlo.
El comerciante pensó lúgubremente: «Por supuesto, para eso me ha llamado…, para que nosotros lo averigüemos».
Conocía muy bien la historia y la finalidad de las expediciones de la astronave. Hubo un tiempo, un millón de años antes, en que no había comerciantes, ni exploradores, ni capitanes, sino tan sólo animales ancestrales con una mente en desarrollo y una tecnología de la Edad de Piedra…, muy parecidos a los animales del mundo al que estaban orbitando ahora. Cuán lento había sido el avance, cuán dolorosamente lento el progreso autogenerado…, hasta que se había alcanzado el tercer nivel de civilización. Entonces habían llegado las astronaves y la posibilidad de la fertilización cruzada de culturas. Entonces había llegado el progreso.
—Con todos mis respetos, explorador —dijo el comerciante—, acepto tu experiencia intuitiva. ¿Aceptarás tú mi experiencia práctica, aunque sea menos dramática? No hay ninguna forma en la cual nada más abajo del tercer nivel de civilización pueda poseer algo que nosotros podamos utilizar.
—Eso —dijo el explorador— es una generalización que puede o no puede ser cierta.
—Con mi respeto, explorador. Es cierta. Y aunque esos…, esos semianimales tuvieran algo que nosotros pudiéramos usar, y no puedo imaginar qué pueda ser, ¿qué íbamos a darles a cambio?
El explorador guardó silencio.
—A este nivel —prosiguió el comerciante—, no hay ninguna forma en la cual una protointeligencia pueda aceptar una estimulación alienígena. Los mentólogos están de acuerdo en eso, y mi experiencia también. El progreso debe ser autogenerado hasta alcanzar al menos el segundo nivel. Y nosotros debemos dar algo; no podemos tomar nada por nada.
—Y eso tiene sentido, por supuesto —afirmó el capitán—. Estimulando a esas inteligencias a avanzar, podemos cosecharlas de nuevo en una visita posterior.
—No me importa la razón de todo eso —dijo el comerciante, impaciente—. Forma parte de la tradición de mi profesión. No causamos daño bajo ningún concepto, y pagamos por lo que tomamos. Ahí no hay nada que deseemos tomar; y aunque descubriéramos algo, no habría nada que pudiéramos dar a cambio. Perderíamos el tiempo.
El explorador agitó la cabeza.
—Te pido que visites algún centro de población, comerciante. Aceptaré tu decisión cuando regreses.
Y eso fue lo que se hizo.
Durante dos días el pequeño módulo del comerciante recorrió la superficie del planeta buscando alguna evidencia de un razonable nivel de tecnología. No había ninguno.
Una búsqueda completa podía emplear años, pero realmente no valía la pena. No era razonable suponer que un alto nivel tecnológico pudiera estar oculto. La tecnología más alta era siempre la que más se exhibía, porque no tenía rival. Esa era la experiencia universal de los comerciantes, en todas partes.
Era un planeta hermoso, aunque estuviera medio helado. Blanco y azul y verde. Salvaje y áspero y variado. Burdo…, e intocado.
Pero el trabajo del comerciante no era fijarse en la belleza, de modo que apartó impaciente tales pensamientos con un alzarse de hombros. Cuando su tripulación le hablaba en tales términos, la hacía callar bruscamente.
—Aterrizaremos aquí —dijo—. Parece ser una concentración de inteligencias de buen tamaño. No podemos hacer nada mejor.
—¿Qué es lo que debemos hacer, maestro? —preguntó su segundo.
—Podéis grabar —dijo el comerciante—. Grabad a los animales, tanto los no inteligentes como los supuestamente inteligentes, y cualquier artefacto suyo que puedan descubrir. Aseguraos de que las grabaciones sean absolutamente holográficas.
—Podemos simplemente mirar… —empezó a decir el segundo.
—Podemos simplemente mirar —le cortó el comerciante—, pero debemos disponer de una grabación para convencer a nuestro explorador del hecho que sus sueños no son más que sueños, o nos quedaremos aquí para siempre.
—Es un buen explorador —afirmó uno de los miembros de la tripulación.
—Fue un buen explorador —corrigió el comerciante—, ¿pero significa eso que deba serlo siempre? Quizá su propio éxito le ha hecho aceptarse a sí mismo a un nivel demasiado alto de valoración. De modo que debemos convencerle de la realidad…, si podemos.
Se enfundaron sus trajes para salir del módulo.
La atmósfera planetaria era respirable para ellos, pero la sensación de estar expuestos a los vientos de la superficie de un planeta siempre les incomodaba, aunque la atmósfera y la temperatura fueran perfectas…, lo cual no era aquí el caso. La gravedad era un poco alta, así como el nivel de luz, pero podían soportarlo.
Los seres inteligentes, vestidos más bien someramente con las porciones externas de otros animales, retrocedieron reluctantes ante su aproximación, y observaron desde una prudente distancia. El comerciante se sintió aliviado ante aquello. Cualquier signo de no beligerancia era bien recibido por aquellos a quienes no les estaba permitido defenderse.
El comerciante y su tripulación no intentaron comunicarse directamente o hacer gestos amistosos. ¿Quién sabía qué gesto podía ser considerado amistoso por un alienígena? El comerciante estableció a cambio un campo mental, y lo saturó con vibraciones de inofensividad y paz, y esperó que los campos mentales de las criaturas estuvieran lo suficientemente desarrollados como para responder.
Quizá lo estaban, puesto que unas cuantas de las criaturas retrocedieron un poco y observaron inmóviles, como si sintieran una intensa curiosidad. El comerciante creyó detectar pensamientos fugitivos…, pero aquello parecía improbable con seres del primer nivel, y no los persiguió.
En vez de ello, se dedicó impasible a la tarea de tomar reproducciones holográficas de la vegetación, de un puñado de torpes herbívoros que apareció ante él y luego, decidiendo que los alrededores eran peligrosos, se marchó apresuradamente. Un animal de buen tamaño se plantó un momento defendiendo su territorio, exhibiendo unas armas blancas y puntiagudas en una cavidad del extremo anterior de su cuerpo…, luego se fue también.
La tripulación del comerciante se puso también al trabajo, moviéndose metódicamente por el paisaje.
La llamada, directamente mental, y sobrecargada con una emoción tal de sorpresa y maravilla que el contenido informativo quedó completamente ofuscado, llegó inesperadamente.
—¡Maestro! ¡Aquí! ¡Ven rápidamente!
No fueron dadas direcciones específicas. El comerciante tuvo que seguir el haz, que lo condujo hasta una grieta encajada entre dos salientes rocosos.
Otros miembros de la tripulación estaban convergiendo también hacia allí, pero el comerciante llegó primero.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Su segundo estaba de pie en el resplandor de su traje antirradiaciones, en una profunda oquedad en la ladera de la colina.
El comerciante miró a su alrededor.
—Este es un hueco natural, no un producto tecnológico.
—¡Sí, pero mira!
El comerciante alzó la vista, y durante quizá cinco segundos olvidó todo lo demás. Luego envió un enérgico mensaje a todos los demás para que permanecieran alejados de allí.
—¿Es esto de origen tecnológico? —preguntó.
—Sí, maestro. Puedes ver que sólo está parcialmente completado.
—Pero ¿por quiénes?
—Por esas criaturas de ahí afuera. Las inteligentes. Encontré a una trabajando aquí. Esta es su fuente de iluminación: estaba quemando vegetación. Esas son sus herramientas.
—¿Y dónde está ahora?
—Huyó.
—¿La viste realmente?
—La grabé.
El comerciante reflexionó. Luego volvió a mirar hacia arriba.
—¿Has visto alguna vez algo como esto?
—No, maestro.
—¿U oído de algo como esto?
—No, maestro.
—¡Sorprendente!
El comerciante no mostró signos de querer apartar los ojos de aquello, y el segundo dijo, en voz baja:
—Maestro, ¿qué hacemos?
—¿Eh?
—Esto seguramente hará ganar a nuestra nave un cuarto premio.
—Seguro —dijo el comerciante, a regañadientes—, si podemos tomarlo.
—Ya lo hemos grabado —informó el segundo, vacilante.
—¿Eh? ¿Y de qué nos sirve? No tenemos nada que dar a cambio.
—Pero tenemos esto. Démosles cualquier cosa.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó el comerciante—. Son demasiado primitivos para aceptar nada que podamos darles. Seguramente serán necesarios un millón de años antes que ellos puedan aceptar las sugerencias de origen exógeno… Vamos a tener que destruir la grabación.
—Pero nosotros sabemos, maestro.
—Entonces jamás deberemos hablar de ello. Nuestra nave tiene su ética y sus tradiciones. Tú lo sabes. ¡Nada por nada!
—¿Ni siquiera esto?
—Ni siquiera esto.
La firmemente implacable expresión del comerciante estaba teñida con una insoportable tristeza, y pese a su «Ni siquiera esto», se quedó allí, dudoso.
El segundo captó aquello y dijo:
—Intenta darles algo, maestro.
—¿De qué va a servir?
—¿Qué daño va a hacerles?
—He preparado una presentación para toda la astronave —dijo el comerciante—, pero debo mostrártela primero a ti, explorador…, con mi profundo respeto y mis disculpas por mis anteriores pensamientos. Tú tenías razón. Había algo extraño en este planeta. Aunque las inteligencias del planeta apenas habían alcanzado el primer nivel, y aunque su tecnología era extremadamente primitiva, han desarrollado un concepto que nosotros nunca hemos poseído y uno que, por lo que sé, jamás hemos encontrado en ningún otro mundo.
—No consigo imaginar de qué pueda tratarse —dijo el capitán, inquieto.
Era muy consciente en que los comerciantes elogiaban a veces excesivamente sus compras para magnificar su valía.
El explorador no dijo nada. Era el más inquieto de los dos.
—Es una forma de arte visual —informó el comerciante.
—¿Entra en juego el color? —preguntó el capitán.
—Y la forma…, pero consiguiendo el efecto más sorprendente. —Había preparado el proyector holográfico—. ¡Observen!
En el espacio visual frente a ellos apareció un grupo de animales; voluminosos, peludos, con dos cuernos y cuatro patas. Vacilaron, luego echaron a correr, arrojando nubecillas de polvo con sus cascos.
—Unos objetos horribles —murmuró el capitán.
La grabación holográfica detuvo su movimiento, paralizando a todo el grupo de animales. La imagen se amplió, y un solo animal llenó el campo visual, su enorme cabeza bajada, las ventanas de su nariz distendidas.
—Observad este animal —dijo el comerciante—, y ahora observad esta composición artificial hecha con una primitiva mezcla de aceite y mineral de color, que encontramos embadurnando el techo de una cueva.
¡Ahí estaba de nuevo! No el animal tal como había sido holografiado…, sino plano, pero vibrante.
—Hay una semejanza peculiar —observó el capitán.
—No peculiar —le corrigió el comerciante—. ¡Deliberada! Había docenas de esas figuras en distintas poses…, de distintos animales. El parecido era demasiado detallado como para ser fortuito. Imaginen lo atrevido de la concepción…, situar colores en formas y combinaciones agradables, y de tal forma que engañen al ojo y le hagan pensar que está contemplando un objeto real. Esos organismos han ideado un arte que representa la realidad. Es un arte representativo, como supongo que deberíamos llamarlo.
»Y eso no es todo. Lo encontramos también en tres dimensiones. —El comerciante extrajo una formación de pequeñas figuras en piedra gris y en hueso ligeramente amarillento—. Esto pretende representarlos claramente a ellos mismos.
El capitán parecía estupefacto.
—¿Les viste manufacturarlo?
—No, no los vi, capitán. Uno de mis hombres vio a un ser planetario embadurnando color en una de las representaciones de la cueva, pero estos ya los encontramos formados. De todos modos, no es posible otra explicación excepto la de haber sido deliberadamente moldeados. Estos objetos no pudieron adquirir estas formas por un proceso casual.
—Son curiosos, efectivamente —dijo el capitán—, pero no acabo de comprender su motivación. ¿Acaso las técnicas holográficas no sirven mejor para ese propósito…, en el momento en que son desarrolladas, por supuesto?
—Esos primitivos no tienen la menor idea de la posibilidad que algún día se desarrolle la holografía, y no pueden esperar el millón de años necesarios. Además, quizá la holografía no sea mejor. Si comparas las representaciones con los originales, observarás que las representaciones están simplificadas y distorsionadas de manera sutil, destinada a resaltar algunas características. Creo que esta forma de arte mejora de alguna manera el original, y ciertamente tiene algo distinto que decir.
El comerciante se volvió hacia el explorador.
—Sigo sintiéndome maravillado ante tu habilidad. ¿Puedes explicarme cómo captaste la cualidad única de esta inteligencia?
El explorador hizo un gesto negativo.
—No sospeché esto en absoluto. Es interesante y veo que es valioso…, aunque me pregunto si podremos controlar adecuadamente nuestros colores y formas a fin de forzarlos a una forma representativa como esta. No deja de producirme una cierta inquietud… Lo que me pregunto es: ¿cómo llegaste a entrar en posesión de esto? ¿Qué diste a cambio? Es ahí donde veo lo extraño.
—Bien —dijo el comerciante—, en cierto modo tienes razón. Completamente extraño. No creí poder darles nada, puesto que los organismos son tan primitivos, pero este descubrimiento parecía demasiado importante como para sacrificarlo sin algún esfuerzo. De modo que elegí de entre el grupo de seres que formaban estos objetos a uno cuyo campo mental parecía algo más intenso que el de los otros, e intenté transferirle un regalo a cambio.
—Y tuviste éxito. Por supuesto —dijo el explorador.
—Sí, tuve éxito —admitió el comerciante alegremente, sin darse cuenta que el explorador había hecho una afirmación y no había formulado una pregunta—. Los seres —prosiguió— matan a los animales como los que representan con sus colores arrojándoles largos palos a cuyos extremos han atado afiladas puntas de piedra. Estas penetran en la piel de los animales, les hieren y les debilitan. Entonces pueden ser matados por los seres, que individualmente son más pequeños y más débiles que el animal al que cazan. Señalé que un palo más pequeño, con una punta de piedra, podía ser lanzado hacia adelante con mayor fuerza y efecto y a mayor distancia si se utilizaba una cuerda bajo tensión como mecanismo propulsor.
—Esos utensilios han sido encontrados —dijo el explorador— entre inteligencias primitivas que estaban, sin embargo, mucho más avanzadas que esta. Los paleomentólogos los llaman arco y flecha.
—¿Cómo puede ser absorbido ese conocimiento? —preguntó el capitán—. Es imposible, a ese nivel de desarrollo.
—Pues lo fue. Incuestionablemente. La respuesta del campo mental fue de una lucidez casi irresistible en intensidad. Supongo que no pensarán que hubiera tomado estos objetos artísticos, veinte veces valiosos, de no estar convencido que había pagado por ellos. Nada por nada, capitán.
—Eso es lo extraño —dijo el explorador, con voz baja y desalentada—. Haber aceptado.
—Pero seguramente, comerciante, no podemos hacer esto —dijo el capitán—. No están preparados. Les estamos causando un daño. Utilizarán el arco y la flecha para herirse entre sí y no sólo a los animales.
—No les hemos hecho ningún daño —replicó el comerciante—. Lo que ellos se hagan entre sí y lo que resulte de todo ello, dentro de un millón de años, no es asunto nuestro.
El capitán y el comerciante se marcharon para preparar la presentación para los tripulantes de la astronave, y el explorador dijo tristemente, en la dirección por donde se habían marchado:
—Pero ellos aceptaron. Y florecerán entre el hielo. Y dentro de veinte mil años, eso será asunto nuestro.
Pero sabía que no le creerían, y se desesperó.