¡Punto de ignición!

—Déjeme decirlo claramente —murmuró Anthony Myers, inclinándose por encima de su escritorio hacia el hombre sentado en el sillón frente a él—. ¿Su computadora no escribe el discurso?

—No, usted lo hace. O alguna otra persona.

Nicholas Jansen estaba completamente tranquilo. Era un hombre pequeño, muy elegantemente vestido, con una corbata estilo antiguo que no parecía cohibirle en absoluto en un mundo de jerseys de cuello alto.

—Lo que he desarrollado es una serie de palabras —explicó—, frases, párrafos, que inducen reacciones en grupos específicos de gente, divididos según el sexo, edad, grupos étnicos, lenguaje, ocupación, lugar de residencia, o casi cualquier otra cosa concebible. Si puede usted describir con suficiente detalle el público al que su hombre se dirige, entonces yo puedo proporcionarle exactamente la clase de cosas que su charla debe incluir. Cuanto más sepamos de la audiencia, con mayor precisión podrá producir mi programa de computadora las palabras y frases clave. Tejiéndolas hasta formar un discurso…

—¿Es eso posible? ¿Tendrán sentido?

—Eso depende de la habilidad de quien escriba el discurso, pero realmente no importa. Si golpea usted un tambor, puede conseguir que la audiencia se agite hasta que sus pies y sus corazones resuenen al ritmo de este; hasta que alcancen el punto de ignición. El sentido es algo análogo al tono, pero un tambor no tiene que golpear según el tono; simplemente, establece un ritmo. Usted puede introducirle tanto tono como desee, pero es el ritmo lo que tiene que conseguir. ¿Comprende?

Myers se frotó la mandíbula y se quedó mirando pensativamente al otro hombre.

—¿Ha probado usted eso antes?

Jansen sonrió ligeramente.

—Sólo de forma extraoficial. Limitada. Pero sé de qué estoy hablando. Soy un oclologista…

—¿Un qué?

—Un estudioso de la psicología de masas, y el primero, que yo sepa, que ha computarizado completamente el asunto.

—Y sabe usted que funciona…, en teoría.

—No, sé que puede funcionar…, en teoría.

—Y desea probarlo conmigo. ¿Y si no funciona?

—Entonces, ¿qué tiene usted que perder? No le estoy pidiendo ningún pago. Será una experiencia útil para mi trabajo, y si debe creer en lo que he oído, su hombre está perdido si no utiliza mis servicios.

Myers tamborileó suavemente con los dedos sobre el escritorio.

—Mire —dijo—, déjeme explicarle lo de mi hombre. Tiene muy buena presencia. Posee una espléndida voz. Es amigable, y se puede confiar en él. Adecuadamente manejado, podría hacer de él un ejecutivo de empresa, o un embajador, o el presidente de los Estados Unidos. El problema es que no tiene talento para hablar, y yo tengo que proporcionárselo. Pero a lo que no puedo ayudarle es a pronunciar sus discursos de forma que convenza a la gente que realmente él tiene talento para la oratoria. Eso es lo que no es capaz de hacer, ni siquiera aunque el discurso le sea dado escrito hasta la última palabra. El discurso puede ser inteligente, pero él es incapaz de pronunciarlo de una forma que haga que él parezca inteligente. ¿Cree usted que puede escribir un discurso mejor que el que pueda escribirle yo?

—No mejor. Sólo más convincente. Puedo hacer que él pulse los botones adecuados para que el auditorio entre en ignición.

—¿Qué quiere decir con «ignición»?

—Que se enciendan. ¿No es eso lo que significa «ignición»? Cada multitud tiene su punto de ignición, pero cada multitud requiere algo distinto para inflamarse.

—Puede que me esté vendiendo usted un puñado de tonterías, señor Jansen. No existe ningún discurso tan a prueba de fallos que un orador torpe no pueda estropearlo.

—Al contrario. Cuanto más torpe sea el orador, más fácilmente podrá pronunciar su discurso, ya que no estará pensando en él por sí mismo. ¿Puedo conocer a su hombre? Es decir, si desea usted mis servicios.

—Comprenderá usted que todo lo que se ha dicho aquí es confidencial.

—Por supuesto. Ya que mi intención es utilizar esto, en último término, con fines comerciales, estoy todavía más interesado que usted en que todo resulte de lo más confidencial.

Barry Winston Bloch aún no había llegado a la cuarentena. En su juventud había sido jugador semiprofesional de béisbol. Había conseguido su licenciatura en una universidad del medio oeste sin demasiado esfuerzo, y había tenido un éxito moderado como vendedor. Su apariencia llamaba la atención, no porque fuera atractivo, sino porque parecía físicamente poderoso, y daba la impresión de poseer una sabiduría natural. Su pelo empezaba a mostrar estrías grisáceas, tenía una forma de echar la cabeza hacia atrás y sonreír cálidamente que inspiraba confianza.

Normalmente, bastaba una hora para darse cuenta que tras aquella amabilidad no había otra cosa que un poco más de amabilidad.

En aquel momento, Bloch se sentía incómodo. Desde que se había unido a Myers, se sentía incómodo muy a menudo. Deseaba tener éxito en la vida; su anhelo secreto era formar parte del Congreso, y a veces se preguntaba si no hubiera llegado a ser un gran evangelista. Sin embargo, el problema era que la gente lo ponía nervioso. Una vez había agotado su enorme sonrisa, tenía que hablar, y nunca tenía nada en particular que decir.

Y nadie había conseguido nunca hacerle sentir tan incómodo como aquel hombrecillo de ojos de lince, que permanecía sentado allí absolutamente inmóvil mientras Bloch leía sus discursos. Ya era bastante malo hablarle a un público de verdad, que se agitaba, tosía y parecía estar aburrido al ver que no terminaba. Aquel hombrecillo —tenía que recordar que su nombre era Jansen—, que nunca reaccionaba de ninguna manera, le coartaba.

Bueno, sí reaccionaba…, reaccionaba de una sola manera: tendiéndole invariablemente otro discurso para que lo leyera. Cada uno era un poco distinto del anterior, y cada uno le interesaba de alguna forma, pero nunca tenía la sensación que el otro le hiciera justicia. Hacía que se sintiera en cierto modo triste…, y avergonzado.

El manuscrito que le fue entregado aquel día parecía peor que todos los demás. Lo miró con desmayo.

—¿Qué son todas esas acotaciones?

Myers adoptó el tono suave que casi siempre utilizaba con Bloch.

—Bien, B. B. —dijo—, el señor Jansen te lo explicará.

—Son directrices —empezó este—. Es algo que tiene usted que aprender; pero no le va a resultar difícil. Un guión significa una pausa, y un subrayado significa un énfasis. Una flecha hacia abajo delante de una palabra quiere decir que debe bajar usted un par de notas el tono de su voz; una flecha hacia arriba significa que tiene que elevarlo. Una flecha curvada hacia abajo quiere decir que debe adoptar un tono desdeñoso. Si se curva hacia arriba, su voz se alzará airadamente. Un paréntesis significa una breve sonrisa; un doble paréntesis, una sonrisa más amplia; un triple paréntesis, una risita. Nunca debe reír francamente. Una línea encima de una palabra quiere decir que debe adoptar una expresión ceñuda; una doble línea significa que debe repetir. Un asterisco…

—No voy a poder recordar todo eso —dijo Bloch.

Desde detrás de Bloch, Myers dijo sin palabras, y con gesto preocupado: «No creo que pueda».

Jansen no pareció inmutarse por la doble negativa.

—Lo conseguirá, con un poco de práctica. La apuesta es alta, y bien merece preocuparse un poco.

—Adelante, B. B. —le animó Myers—. Simplemente léalo, y el señor Jansen le ayudará sobre la marcha.

Pareció como si Bloch quisiera seguir objetando, pero su innata amabilidad venció. Colocó el manuscrito en el atril y empezó a leerlo. Se encalló, miró al manuscrito con el ceño fruncido, empezó de nuevo, y finalmente se detuvo.

Jansen se explicó, y Bloch empezó de nuevo. Pasaron una hora con los tres primeros párrafos antes de hacer una pausa.

—Es horrible —dijo Myers.

—¿Cómo se las arregló usted la primera vez que intentó conducir una bicicleta? —se interesó Jansen.

Bloch repitió todo el discurso de principio a fin dos veces aquel día, y dos veces más el segundo día. Fue preparado un segundo discurso, no exactamente igual, pero sí desprovisto también de contenido real.

Al cabo de una semana, Bloch dijo:

—Estoy empezando a captarlo. Tengo la impresión que empieza a sonar bien.

—Yo también lo creo —dijo Myers, con falsa esperanza.

Más tarde, Jansen le dijo a Myers:

—Lo está haciendo mejor de lo que esperaba. Está adquiriendo una cierta potencialidad, pero…

—Pero ¿qué?

Jansen se alzó de hombros.

—Nada. Ya veremos.

—Creo que ya está preparado para enfrentarse al público —dijo Jansen—, siempre que se trate de un público homogéneo que podamos analizar atentamente.

—La Asociación Norteamericana de Tejedores Textiles necesita un orador, y creo que puedo colocarles a B. B. ¿Puede arreglárselas usted con ese tipo de público?

—¿Tejedores? —dijo Jansen, pensativo—. La posición económica debe ser homogénea, y sospecho que el nivel educativo no será demasiado alto. Pero necesitaría un análisis de las ciudades y estados que representan, y qué porcentaje viene de cada uno de los diversos tamaños de establecimientos. También edad, sexo y todo lo demás, por supuesto.

—Veré lo que puedo conseguir del sindicato, pero no disponemos de mucho tiempo.

—Intentaremos trabajar rápido. Tenemos ya bien sentadas las bases. Su hombre está aprendiendo cómo pronunciar un discurso.

Myers se echó a reír.

—Ha llegado al punto en que ya casi me convence hasta a mí… Ya sabe, no le quiero en el Congreso. Lo quiero en la televisión, vendiendo mis ideas…, las suyas, quiero decir…

—Sus ideas, quiere decir —dijo Jansen fríamente—. Él no tiene ninguna.

—Eso no importa. Creo que estoy depositando demasiadas esperanzas en esto…

Bloch se las arregló bien en el cóctel de la ANTT. Siguió las instrucciones, sonrió, habló un poco pero no demasiado, contó uno o dos chistes inofensivos y dejó caer unos cuantos nombres, y la mayor parte del tiempo hizo lo posible por escuchar y asentir.

Sin embargo, Myers, desde su mesa junto a la presidencia, sentía una ligera tensión. Si B. B. fallaba, podían intentarlo de nuevo, pero si fallaba él, ¿quedaría lo suficiente como para que valiera la pena intentarlo de nuevo? Aquella podía ser la prueba definitiva que le demostrara, a él, que B. B. simplemente no servía. ¡Qué desperdicio, con aquella apariencia! ¡Con aquella cabeza de senador romano que tenía!

Miró de soslayo a Jansen, sentado a su izquierda. El hombrecillo parecía completamente tranquilo, pero había una ligera contracción en sus cejas, como si una secreta preocupación le estuviera royendo.

Terminó la cena, se efectuaron los diversos anuncios oficiales, se dieron las gracias al comité, la gente fue sentándose en el estrado a medida que era presentada…; todos los enloquecedores detalles que no parecían tener otra finalidad que acumular más tensión sobre el orador.

Myers miró ansiosamente a Bloch, captó su mirada de respuesta, y cruzó brevemente los dedos. «¡Adelante y consíguelo, B. B.!».

¿Lo haría? El discurso parecía extraño, casi quijotesco. Quedaría extraño en los periódicos, si alguna vez alcanzaba las columnas de noticias; pero estaba lleno de botones listos para ser pulsados…, según Jansen y su computadora.

Bloch estaba poniéndose en pie. Avanzó con paso firme hacia el atril, y colocó el manuscrito ante él. Siempre había sido bueno en eso; lo hacía de una forma tan sencilla y natural que el público nunca pensaba ni por asomo que su discurso iba a ser leído.

Bloch sonrió a su público y empezó a hablar lentamente. («No esperes demasiado para adquirir velocidad, B. B.»).

No lo hizo. Aceleró el ritmo. A veces, se detenía brevemente para descifrar un símbolo, pero por fortuna aquello parecía deliberado, el tipo de pausa pensativa que uno espera de la juiciosa madurez.

Luego empezó a hablar más rápida y emocionalmente y, para su sorpresa, Myers sintió como si los tambores empezaran a batir. Allí estaban las frases clave, exactamente con el énfasis requerido, y en respuesta pudo oír agitarse a la audiencia.

Las risas brotaron en el momento oportuno, y en otro momento sonó un asomo de aplausos. Myers nunca antes había oído que los aplausos interrumpieran a Bloch.

El rostro de Bloch parecía un poco enrojecido ahora, y en un momento determinado golpeó el atril con el puño, y la pequeña lamparilla se tambaleó. («¡No la derribes, B. B.!»). El público pateó en respuesta.

Myers sintió que la excitación subía también en su interior, aunque sabía lo exactamente que el discurso había sido preparado. Se inclinó hacia Jansen.

—Está logrando la ignición de la audiencia, ¿no cree?

Jansen asintió una sola vez. Sus labios apenas se movieron.

—Sí. Y quizá…

Bloch había hecho una breve pausa en su alocución, lo suficiente para convertir a la audiencia en un nudo de tensión; de pronto, bajó salvajemente su mano al atril, arrugó el manuscrito hasta convertirlo en una masa amorfa, y lo arrojó a un lado.

—No necesito esto —dijo, dando a su voz una aguda y clara nota de triunfo—. No lo deseo. Lo escribí desapasionadamente antes de tenerlos a todos ustedes delante de mí. Déjenme hablarles ahora con el corazón, tal como acuden las palabras a mi boca, aquí de pie delante de ustedes; déjenme decirles a todos ustedes, amigos y norteamericanos, lo que veo en el mundo de hoy, y lo que desearía ver… Y créanme, amigos míos, las dos cosas no… son… lo… mismo.

La respuesta fue un rugido.

Myers se aferró alocadamente a Jansen.

—¡No puede hablar por sí mismo!

Pero sí podía, y lo hizo. Habló entre aplausos y gritos. Apenas importaba el que fuera oído o no. Alzó ambos brazos como para abrazar a su audiencia, y una voz gritó:

—¡Sigue adelante! ¡Díselo!

Bloch se lo dijo. Lo que dijo exactamente apenas importaba, pero cuando terminó, hubo una impresionante y jubilosa ovación, con todo el mundo puesto en pie.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Myers a través del ruido.

Estaba aplaudiendo tan fuertemente como todos los demás.

Jansen permaneció sentado, en una extraña actitud derrumbada. Aferró a Myers, lo atrajo hacia sí, y dijo con voz temblorosa:

—¿No se da cuenta de lo que ha ocurrido? Era una posibilidad entre un millón. Hacia el final, empecé a preguntarme si era posible. Puede ocurrir…

—¿De qué demonios está hablando?

—La audiencia entró en ignición, y Bloch estaba hablándole a una audiencia en ignición por primera vez en su vida, y los oradores tienen también su punto de ignición. El propio Bloch entró en ignición, y un orador en ignición puede arrastrar a la opinión pública y mover montañas.

—¿Quién? ¿B. B.?

—Sí.

—Bien, eso es estupendo.

—¿De veras? Cuando entra en ignición, adquiere poder, y si descubre que lo tiene, ¿para qué le necesita a usted? ¿O a mí? Y si las cosas ocurren así, ¿hasta dónde llegará? Ha habido grandes carismáticos antes, que no siempre han conducido a las masas a la gloria.

Bloch estaba con ellos. La gente se arremolinaba a su alrededor. Le dijo a Myers, en voz baja y casi sin aliento:

—¡Ha sido fácil! ¡Me sentí grande!

Se volvió hacia los que le rodeaban, riendo, dominándolos sin ningún problema.

Myers se lo quedó mirando, confuso; Jansen se lo quedó mirando, aterrado.