Creencia
—¿Has soñado alguna vez que estabas volando? —preguntó el doctor Roger Toomey a su esposa.
Jane Toomey alzó la vista.
—¡Por supuesto!
Sus rápidos dedos no dejaron de manipular ágilmente el hilo del que estaba surgiendo un intrincado e inútil tapete para la mesa. El aparato de televisión emitía un apagado murmullo, y las imágenes de la pantalla apenas atraían la atención.
—Todo el mundo sueña con volar en un momento u otro —dijo Roger—. Es algo universal. Yo lo he hecho muchas veces. Eso es lo que me preocupa.
—Lamento decírtelo, pero no sé adónde quieres ir a parar, querido —dijo Jane.
Fue contando puntadas en voz baja.
—Cuando piensas un poco en ello —prosiguió él—, hace que te maravilles. No es realmente en volar en lo que sueñas. No tienes alas; yo al menos no las he tenido nunca. No hay ningún esfuerzo implicado en ello. Simplemente estás flotando. Eso es. Flotando.
—Cuando vuelo —dijo Jane—, no recuerdo ninguno de los detalles. Excepto en una ocasión en que aterricé en el tejado del ayuntamiento y no llevaba nada de ropa. De todos modos, en el sueño nadie parece prestarte atención cuando sueñas que estás desnuda. ¿Nunca te has dado cuenta de eso? Te mueres de vergüenza, pero la gente simplemente pasa por tu lado sin mirarte.
Tiró del hilo, y el ovillo cayó de la cesta y rodó por el suelo. No le prestó atención.
Roger agitó lentamente la cabeza. Su rostro estaba pálido y absorto en la duda. Todo él parecía ángulos, con sus altos pómulos, su larga y afilada nariz y las entradas en la frente, que se iban haciendo más pronunciadas con los años. Tenía treinta y cinco.
—¿No te has parado nunca a pensar en lo que te hace soñar que estás flotando? —dijo.
—No, nunca.
Jane Toomey era rubia y menuda. Su belleza era del tipo frágil, de esas que no se imponen a uno sino que lo van ganando inconscientemente. Poseía los brillantes ojos azules y las sonrosadas mejillas de una muñeca de porcelana. Tenía treinta años.
—Muchos sueños son sólo la interpretación que la mente realiza de un estímulo imperfectamente comprendido —dijo Roger—. Los estímulos se ven forzados a un contexto razonable en una fracción de segundo.
—¿De qué estás hablando, querido?
—Mira, en una ocasión soñé que me hallaba en un hotel, asistiendo a una convención de física. Estaba con viejos amigos. Todo parecía absolutamente normal. De pronto, hubo una confusión de gritos, y sin ninguna razón me vi presa del pánico. Eché a correr hacia la puerta, pero no quiso abrirse. Uno a uno, mis amigos desaparecieron. No tuvieron problemas para abandonar la habitación, pero yo no pude ver cómo lo habían conseguido. Les grité, y me ignoraron.
»En mi interior empezó a crecer la seguridad en que el hotel era pasto de las llamas. No olía a humo. Simplemente, sabía que había un incendio. Eché a correr hacia la ventana, y pude ver una escalera de incendios en el exterior del edificio. Corrí a todas las ventanas, pero ninguna conducía a la escalera de incendios. Ahora me hallaba completamente solo en la habitación. Me asomé a la ventana, llamando desesperadamente. Nadie me oyó.
»Entonces llegaron los coches de bomberos, pequeñas manchas rojas atravesando las calles. Recuerdo eso claramente. Las sirenas de alarma resonaban fuertemente para despejar el tráfico. Podía oírlas, cada vez más fuertes, hasta que el sonido llegó a hender mi cabeza. Me desperté y, por supuesto, el despertador estaba sonando.
»Ahora bien, no pude haber soñado un sueño tan largo destinado a llegar al momento en que empezara a sonar la alarma del despertador, a fin que esta encajara perfectamente en la trama del sueño. Es mucho más razonable suponer que el sueño se inició en el momento en que la alarma empezó a sonar, y comprimió toda su sensación de duración en una fracción de segundo. Se trataba simplemente de un dispositivo de justificación de mi cerebro para explicar aquel repentino sonido que penetraba en el silencio.
Jane estaba frunciendo el ceño. Dejó a un lado su labor.
—¡Roger! Te has comportado de un modo extraño desde que has vuelto de la universidad. No has cenado nada, y ahora esta ridícula conversación. Nunca te he visto tan morboso. Lo que necesitas es una dosis de bicarbonato.
—Necesito algo más que eso —dijo él en voz baja—. Veamos, ¿cómo empieza un sueño de estar flotando?
—Si no te importa, cambiemos de tema.
Se levantó, y con dedos firmes subió el volumen del televisor. Un joven caballero de mejillas hundidas y una sentimental voz de tenor le manifestó, melodiosamente, su eterno amor.
Roger volvió a bajar la voz del aparato y se quedó de pie con la espalda cubriendo la pantalla.
—¡Levitación! —exclamó—. Eso es. Existe alguna forma en que los seres humanos pueden conseguir flotar. Tienen la capacidad para ello. Simplemente, se trata que ellos no saben cómo usar esa capacidad…, excepto cuando están durmiendo. Entonces, a veces se elevan sólo un poquito, una décima de milímetro quizá. No lo suficiente para que alguien se dé cuenta de ello aunque esté observando, pero sí para desencadenar la sensación adecuada, que desencadena un sueño en el que uno está flotando.
—Roger, estás delirando. Me gustaría que lo dejaras. De veras.
Él siguió adelante con su idea.
—A veces volvemos a bajar lentamente, y la sensación desaparece. Otras veces, el control de flotación termina bruscamente, y caemos. Jane, ¿nunca has soñado que estabas cayendo?
—Sí, por sup…
—Te hallas colgando en la fachada de un edificio, o sentado en el borde de una silla, y de repente te estás cayendo. Es la horrible sensación de la caída la que te despierta de golpe, jadeante, el corazón palpitando locamente. Has caído de verdad. No hay otra explicación.
La expresión de Jane, que había pasado lentamente del desconcierto a la preocupación, se disolvió de pronto en una tímida sonrisa.
—Roger, maldito diablo. ¡Me has engañado! ¡Eres un canalla!
—¿Qué?
—Oh, no. No sigas con eso. Sé exactamente lo que has estado haciendo. Has estado imaginando el argumento para una historia y estás probándolo conmigo. Debería conocerte lo suficiente como para no escucharte.
Roger pareció sorprendido, incluso un poco confuso. Avanzó hasta el sillón de ella y se la quedó mirando.
—No, Jane.
—No veo por qué no. Has estado hablando acerca de escribir relatos desde que te conozco. Si realmente tienes un argumento, lo mejor que puedes hacer es escribirlo. No sirve de nada utilizarlo únicamente para asustarme.
Sus dedos empezaron a moverse de nuevo a medida que recuperaba el ánimo.
—Jane, esto no es ninguna historia.
—Pero ¿qué otra cosa…?
—Cuando me desperté esta mañana, ¡caí al colchón!
Ella se lo quedó mirando, sin parpadear.
—Soñé que estaba volando —prosiguió él—. Fue un sueño claro y preciso. Recuerdo cada uno de sus minutos. Me hallaba tendido de espaldas cuando me desperté. Me sentía cómodo, y completamente feliz. Sólo me pregunté por qué el techo parecía tan extraño. Bostecé y me desperecé, y toqué el techo. Durante un minuto, simplemente me quedé mirando a mi brazo alzado, que se apoyaba con fuerza contra el techo.
»Entonces me di la vuelta. No moví un músculo, Jane. Simplemente me di la vuelta, todo de una pieza, porque deseaba hacerlo. Allí estaba, a metro y medio sobre la cama. Tú estabas en la cama, durmiendo. Me asusté. No sabía cómo bajar, pero en el instante mismo en que pensé en bajar, caí. Caí lentamente. Todo el proceso estaba bajo un perfecto control.
»Me quedé inmóvil en la cama durante quince minutos antes de atreverme a moverme. Luego me levanté, me lavé, me vestí, y me fui al trabajo.
Jane forzó una sonrisa.
—Querido, hubiera sido mejor que escribieras todo eso. Pero no te preocupes. Simplemente has estado trabajando demasiado.
—¡Por favor! No seas trivial.
—La gente trabaja demasiado, aunque tú digas que es trivial. Lo que ocurrió fue que soñaste quince minutos más de lo que creíste que habías soñado.
—No era un sueño.
—Por supuesto que lo era. Soy incapaz de contar las veces que he soñado que me despertaba, me vestía y preparaba el desayuno; luego me despertaba realmente, y descubría que tenía que hacerlo todo de nuevo. Incluso he soñado que estaba soñando, si entiendes lo que quiero decir. Puede ser terriblemente confuso.
—Mira, Jane. He acudido a ti con un problema debido a que tú eres la única a la que siento que puedo acudir. Por favor, tómame en serio.
Los azules ojos de Jane se abrieron mucho.
—¡Querido! Te estoy tomando tan en serio como me es posible. Tú eres el profesor de física, no yo. Eres tú quien sabe de gravitación, no yo. ¿Me tomarías tú en serio si yo te dijera que me había encontrado flotando de pronto?
—No. Y eso es lo peor de todo. No quiero creer en ello, pero lo he vivido. No era un sueño, Jane. Intenté decirme a mí mismo que sí lo era. No tienes ni idea de cómo me he hablado a mí mismo de ello. Cuando iba hacia la universidad, estaba seguro que había sido un sueño. ¿No has notado algo extraño en mí en el desayuno?
—Sí, ahora que pienso en ello, sí lo he notado.
—Bien, no era nada demasiado extraño, o lo hubieras mencionado. De todos modos, di perfectamente mi clase de las nueve. A las once, había olvidado todo el incidente. Entonces, justo antes de la comida, necesité un libro. Necesitaba…, bien, el título del libro no importa; simplemente lo necesitaba. Estaba en un estante de arriba, pero podía alcanzarlo. Jane…
Se detuvo.
—Bien, prosigue, Roger.
—Mira, ¿has intentado alguna vez alcanzar una cosa que está a sólo un palmo de distancia? Te inclinas y automáticamente das un paso hacia ella mientras la tomas. Es algo por completo involuntario. Se trata simplemente de la coordinación refleja de tu cuerpo.
—De acuerdo. ¿Y?
—Me tendí hacia el libro, y automáticamente di un paso hacia arriba. ¡En el aire, Jane! ¡En el mismo aire!
—Voy a llamar a Jim Sarle, Roger.
—No estoy enfermo, maldita sea.
—Creo que debería hablar contigo. Es un amigo. No será una visita médica. Simplemente hablará contigo.
El rostro de Roger enrojeció con repentina irritación.
—¿Y qué bien puede hacerme eso?
—Ya veremos. Ahora siéntate, Roger. Por favor.
Se dirigió al teléfono.
Él la detuvo sujetándola por la muñeca.
—No me crees.
—Oh, Roger.
—No me crees.
—Sí te creo. Claro que te creo. Simplemente quiero…
—Sí. Simplemente quieres que Jim Sarle hable conmigo. Así es como me crees. Te estoy diciendo la verdad, pero tú quieres que hable con un psiquiatra. Mira, no tienes que creer en mi palabra. Puedo probarlo. Te probaré que puedo flotar.
—Te creo.
—No seas tonta. Sé cuándo me están engañando. ¡Quédate quieta! Ahora obsérvame.
Retrocedió hasta el centro de la habitación y, sin ningún preliminar, se alzó del suelo. Quedó suspendido, con las puntas de sus zapatos a quince centímetros de la alfombra.
Los ojos y la boca de Jane se convirtieron en tres redondas «O».
—Baja, Roger —musitó—. Por todos los cielos, baja.
Él descendió de nuevo, y sus pies tocaron el suelo sin el menor ruido.
—¿Lo has visto?
—Oh, Dios mío. Dios mío.
Se lo quedó mirando, entre asustada y trastornada.
En el aparato de televisión, una mujer pechugona cantaba con voz apagada que volar muy alto con algún tipo en el cielo era su idea de nada en absoluto.
Roger Toomey miró a la oscuridad del dormitorio.
—Jane —susurró.
—¿Qué?
—¿No duermes?
—No.
—Yo tampoco puedo dormir. Estoy sujetando constantemente la cabecera de la cama para asegurarme que no… Ya sabes.
Su mano avanzó inquieta y acarició el rostro de ella. Jane se echó hacia atrás, apartando bruscamente la cabeza, como si la mano de él estuviera cargada de electricidad.
—Lo siento —dijo al cabo de un momento—. Estoy un poco nerviosa.
—No te preocupes. De todos modos, voy a levantarme.
—¿Qué vas a hacer? Tienes que dormir.
—Bueno, no puedo, así que no tiene sentido que te mantenga despierta a ti también.
—Quizá no ocurra nada. No tiene que ocurrir todas las noches. No había ocurrido antes de la noche pasada.
—¿Cómo lo sé? Quizá simplemente nunca subí tanto. Quizá nunca me desperté y me encontré en esa situación. De todos modos, ahora es distinto.
Se sentó en la cama, las piernas dobladas, los brazos abrazando sus rodillas, la cabeza apoyada en ellos. Echó la sábana a un lado y frotó su mejilla contra la suave franela del pijama.
—Ahora todo será inevitablemente distinto. Mi mente está llena de ello. Cuando me duerma, cuando no me mantenga conscientemente anclado abajo…, sé que ascenderé.
—No veo por qué. Eso debe representar un cierto esfuerzo.
—Ese es el detalle. No representa ningún esfuerzo.
—Pero estás luchando contra la gravedad, ¿no?
—Lo sé, pero pese a todo no representa ningún esfuerzo. Mira, Jane, si al menos pudiera comprenderlo, no importaría tanto.
Bajó las piernas de la cama y se puso en pie.
—No quiero hablar de ello.
—Yo tampoco —murmuró su esposa.
Se echó a llorar, luchando contra los sollozos y convirtiéndolos en estrangulados gemidos, que sonaban mucho peor.
—Lo siento, Jane —dijo Roger—. Te estoy excitando demasiado.
—No, no es eso. Pero no me toques. Simplemente…, simplemente déjame sola.
Roger dio unos pasos inseguros, apartándose de la cama.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—Al sofá del estudio. ¿Puedes ayudarme?
—¿Cómo?
—Quiero que me ates.
—¿Atarte?
—Con un par de cuerdas. No muy apretadas, de modo que pueda darme la vuelta si quiero. ¿Te importa?
Los pies desnudos de Jane estaban buscando ya sus zapatillas en el suelo, al lado de su cama.
—De acuerdo —dijo con un suspiro.
Roger Toomey se sentó en el pequeño cubículo que pasaba por ser su despacho y miró al montón de papeles de examen que tenía delante. En aquellos momentos no sabía cómo iba a hacer para calificarlos.
Había dado cinco clases sobre electricidad y magnetismo desde la primera vez que había flotado. Las había dado como había podido, aunque no demasiado bien. Los estudiantes le hacían preguntas ridículas, de modo que probablemente no estaba siendo tan claro como acostumbraba a ser.
Hoy se había ahorrado una clase poniendo un examen sorpresa. No se había molestado en preparar uno; había echado mano de las copias de uno preparado algunos años antes.
Ahora tenía los papeles con las respuestas, y tenía que calificarlos. ¿Por qué? ¿Importaba realmente lo que decían? ¿Importaba realmente algo? ¿Era tan importante saber las leyes de la física? ¿Cuáles eran en realidad esas leyes? ¿Acaso existía alguna?
¿O todo era tan sólo una masa de confusión de la cual jamás podría extraerse nada coherente? ¿Era el Universo, con toda su armoniosa apariencia, el simple caos original, aguardando todavía a que el Espíritu asomara su rostro de las profundidades?
El insomnio tampoco ayudaba. Incluso atado en el sofá, dormía tan sólo a intervalos, y siempre con pesadillas.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —gritó furiosamente Roger.
Una pausa, y luego la insegura respuesta.
—Soy la señorita Harroway, doctor Toomey. Le traigo las cartas que me dictó.
—Está bien, entre, entre. No se quede ahí.
La secretaria del departamento abrió la puerta el mínimo indispensable, y deslizó su delgado y poco atractivo cuerpo al interior del despacho. Llevaba un montón de papeles en la mano. A cada uno de ellos iba unida una copia en papel amarillo, y un sobre con membrete y la dirección ya puesta.
Roger estaba ansioso por librarse de ella. Ese fue su error. Se tendió hacia delante para tomar las cartas mientras ella se aproximaba, y notó que abandonaba la silla.
Avanzó casi medio metro hacia delante, todavía en posición sentada, antes de conseguir impulsarse violentamente hacia atrás, perdiendo el equilibrio y dando una voltereta en el proceso. Era demasiado tarde.
Era absolutamente demasiado tarde. La señorita Harroway dejó caer las cartas de su temblorosa mano. Gritó y se dio la vuelta, golpeando la puerta con el hombro, rebotando en el pasillo, y echando a correr con un fuerte repiqueteo de sus altos tacones.
Roger se puso en pie, frotándose una dolorida cadera.
—Maldita sea —exclamó furioso.
Pero no podía evitar el ver la escena desde el punto de vista de ella. Imaginó cómo debía haberse desarrollado todo a sus ojos: un hombre ya adulto, flotando suavemente fuera de su silla y deslizándose hacia ella en posición sentada.
Recogió las cartas y cerró la puerta de su despacho. Ya era tarde; los pasillos debían estar vacíos; además, ella probablemente se expresaría de forma incoherente. Sin embargo… Aguardó ansioso la llegada de gente.
No ocurrió nada. Quizá la mujer estuviera tendida en algún sitio, desvanecida. Roger sintió la necesidad de ir a ver lo que le había ocurrido y ayudarla si era necesario, pero le dijo a su conciencia que se fuera al diablo. Hasta que descubriera exactamente qué era lo que no funcionaba en él, cuál era el origen de aquella loca pesadilla, no debía hacer nada por revelarla.
Es decir, nada más de lo que ya había hecho.
Hojeó las cartas; una para cada uno de los físicos teóricos seleccionados entre los más importantes del país. Su propio talento era insuficiente para resolver aquel asunto.
Se preguntó si la señorita Harroway habría captado el contenido de las cartas. Esperaba que no. Lo había arropado deliberadamente en lenguaje técnico; más, quizá, de lo necesario. En parte para ser discreto, y en parte para impresionar a los destinatarios con el hecho que él, Toomey, era un legítimo y capacitado científico.
Una a una, metió las cartas en los sobres adecuados. Los mejores cerebros del país, pensó. ¿Podrían ayudarle?
No lo sabía.
La biblioteca estaba tranquila. Roger Toomey cerró el Journal of Theoretical Physics, lo colocó a un lado, y se quedó mirando sombríamente su contraportada. ¡El Journal of Theoretical Physics! ¿Qué contribución había hecho ninguno de aquellos hombres a la erudita parcela de absurdo conocimiento? Aquel pensamiento le desgarró. Hasta hacía muy poco tiempo habían sido para él las mayores lumbreras del mundo.
Y sin embargo seguía haciendo todo lo posible por vivir según sus códigos y su filosofía. Con la ayuda cada vez más renuente de Jane, había efectuado mediciones. Había intentado pesar el fenómeno en la balanza, extraer sus correlaciones, evaluar sus cantidades. Había intentado, en pocas palabras, vencerlo de la única forma que sabía, convirtiéndolo simplemente en otra expresión de las eternas líneas de comportamiento que todo el universo debía seguir.
(Que debía seguir. Así lo decían las mentes más preclaras).
Sólo que no había nada que medir. No había absolutamente ninguna sensación de esfuerzo en su levitación. En un espacio cerrado —no se había atrevido a hacer comprobaciones al aire libre, por supuesto—, podía alcanzar el techo tan fácilmente como alzarse un par de centímetros, excepto que requería más tiempo. Tenía la sensación que con tiempo suficiente podría seguir alzándose de forma indefinida; ir hasta la Luna, si era necesario.
Podía llevar pesos mientras levitaba. El proceso se hacía más lento, pero no se apreciaba el menor incremento en el esfuerzo.
El día anterior había acudido a Jane sin advertirla, con un cronómetro en la mano.
—¿Cuánto pesas? —le preguntó.
—Cuarenta y cuatro —respondió ella.
Le miró, desconcertada.
Él la sujetó por la cintura con un brazo. Jane intentó soltarse, pero él no le prestó atención. Juntos, empezaron a ascender a paso de tortuga. Ella se aferró a él, blanca y rígida por el terror.
—Veintidós minutos, trece segundos —dijo él cuando su cabeza tocó el techo.
Cuando estuvieron de nuevo abajo, Jane se soltó de un tirón y salió apresuradamente de la sala.
Algunos días antes Roger había pasado por delante de una báscula pública, descuidadamente instalada en una esquina junto a un drugstore. La calle estaba vacía, de modo que subió a la báscula y echó una moneda. Aunque ya sospechaba algo así, se sorprendió al descubrir que pesaba doce kilos.
Empezó a llevar montones de monedas en los bolsillos y a pesarse en todas las condiciones. Era más pesado los días de viento fuerte, como si necesitara más peso para impedir ser arrastrado.
El ajuste era automático. Fuera lo que fuese lo que lo hacía levitar, mantenía un equilibrio entre comodidad y seguridad. Sin embargo, podía reforzar el control consciente sobre su levitación del mismo modo que podía hacerlo sobre su respiración. Podía subir a una báscula y obligar a la aguja a subir hasta casi su peso normal, y por supuesto a bajar hasta la nada.
Dos días antes se había comprado una báscula y había intentado medir a qué velocidad podía cambiar de peso. No sirvió de nada. La velocidad, fuera cual fuese, era superior a la capacidad de reacción de la aguja. Todo lo que hizo fue acumular datos sobre módulos de compresibilidad y momentos de inercia.
Bien…, ¿y a qué le conducía todo aquello?
Se puso en pie y salió cansadamente de la biblioteca, con los hombros caídos. Fue sujetándose a mesas y sillas mientras caminaba hacia un lado de la habitación, y allí mantuvo la mano apoyada contra la pared. Tenía la sensación que debía hacerlo así. El contacto con la materia le mantenía constantemente informado de su posición con relación al suelo. Si su mano perdía el contacto con una mesa o se deslizaba hacia arriba por la pared…, cuidado entonces.
El pasillo contenía el escaso número habitual de estudiantes. Los ignoró. En aquellos últimos días, habían ido aprendiendo gradualmente a dejar de saludarle. Roger imaginó que algunos de ellos pensaban que era un tipo raro, y probablemente muchos empezaban a sentir antipatía hacia él.
Pasó junto al ascensor. Ya nunca lo tomaba; especialmente para bajar. Cuando el ascensor iniciaba su movimiento hacia abajo, le resultaba imposible no flotar en el aire, aunque sólo fuera por unos momentos. No importaba que se preparara para combatir el momento; flotaba, y la gente podía volverse y mirarle.
Avanzó una mano hacia la barandilla en el arranque de la escalera y, justo antes que su mano la tocara, uno de sus pies tropezó con el otro. Fue el tropezón más desmañado que se pueda imaginar. Tres semanas antes, Roger hubiera rodado escalera abajo.
Esta vez, su sistema autónomo se hizo cargo de las cosas, e inclinándose hacia delante, los brazos abiertos, los dedos de las manos extendidos, las piernas semidobladas, flotó hacia abajo como un planeador. Parecía estar suspendido por hilos.
Estaba demasiado desconcertado para contenerse, demasiado paralizado por el horror como para hacer algo. A medio metro de la ventana del piso de abajo, se detuvo automáticamente y flotó.
Había dos estudiantes en el piso donde fue a parar, ambos apretados contra la pared, otros tres en el arranque de la escalera, dos en el piso de más abajo, y uno en el descansillo junto a él, tan cerca que casi podían tocarse.
Todo estaba muy silencioso. Todos le estaban mirando.
Roger se enderezó en el aire, descendió hasta el suelo, y echó a correr escalera abajo, empujando bruscamente a un estudiante fuera de su camino.
Las conversaciones se transformaron en una única exclamación a sus espaldas.
—¿El doctor Morton desea verme?
Roger se volvió en su sillón, sujetándose firmemente a uno de sus brazos.
La nueva secretaria del departamento asintió.
—Sí, doctor Toomey.
Se marchó rápidamente. En el poco tiempo que llevaba allí desde que la señorita Harroway presentara su dimisión, se había enterado que el doctor Toomey tenía algo «raro». Los estudiantes le evitaban. En su clase de hoy, los asientos de atrás habían estado llenos de murmullos de estudiantes. Los asientos de delante habían permanecido desocupados.
Roger miró al pequeño espejo de pared cerca de la puerta. Se ajustó la chaqueta y se sacudió un hilo, pero esa operación hizo poco por mejorar su apariencia. Su tez era cada vez más amarillenta. Había perdido al menos cuatro kilos desde que todo aquello empezara, aunque por supuesto no tenía forma de saber exactamente cuánto había perdido. Su aspecto general era enfermizo, como si su digestión estuviera perpetuamente en contra de él y venciera todos los combates.
No sentía ninguna aprensión acerca de aquella entrevista con el jefe del departamento. Había alcanzado un pronunciado cinismo referente a los incidentes de levitación. Aparentemente, los testigos no hablaban. La señorita Harroway no lo había hecho. No había ninguna señal indicando que los estudiantes que le habían visto en la escalera lo hubieran hecho tampoco.
Con un último toque al nudo de su corbata, abandonó el despacho.
El despacho del doctor Philip Morton no estaba muy lejos al fondo del pasillo, lo cual era un hecho que Roger tenía que agradecer. Cultivaba cada vez más la costumbre de andar con una sistemática lentitud. Alzaba un pie y lo adelantaba, observando. Luego alzaba el otro pie y lo adelantaba, observando también. Avanzaba decididamente encorvado, mirándose los pies.
El doctor Morton frunció el ceño cuando Roger entró. Tenía unos ojos pequeños, y exhibía un hirsuto bigote mal recortado y un traje desaliñado. Poseía una moderada reputación en el mundo científico, y una decidida inclinación a dejar las tareas de enseñanza en manos de los miembros de su departamento.
—Mire, Toomey —dijo—, he recibido una carta de lo más extraña de Linus Deering. Usted le escribió el… —Consultó un papel sobre su escritorio—. El veintidós del mes pasado. ¿Es esta su firma?
Roger miró y asintió. Ansiosamente, intentó leer del revés la carta de Deering. Aquello era inesperado. De las cartas que había enviado el día del incidente con la señorita Harroway, hasta aquel momento sólo cuatro habían sido contestadas.
Tres de ellas habían consistido en frías respuestas de un solo párrafo, que decían más o menos: «Acuso recibo de su carta del veintidós. No creo que pueda ayudarle en el asunto que me plantea». Una cuarta, la de Ballantine, del Northwestern Tech, había sugerido torpemente un instituto de investigaciones psíquicas. Roger no pudo decidir si estaba intentando ayudarle o si le insultaba.
Deering, de Princeton, haría el número cinco. Había puesto grandes esperanzas en Deering.
El doctor Morton carraspeó fuertemente y se ajustó las gafas.
—Quiero leerle lo que dice. Siéntese, Toomey, siéntese. Dice: «Querido Phil…».
El doctor Morton alzó brevemente la vista, con una sonrisa fatua.
—Linus y yo nos conocimos en las reuniones de la Federación el año pasado —explicó—. Tomamos unas cuantas copas juntos. Es un tipo encantador.
Se ajustó de nuevo las gafas, y volvió a la carta:
—«Querido Phil: ¿Hay un tal doctor Roger Toomey en tu departamento? Recibí una carta suya realmente extraña el otro día. Te aseguro que no sé qué hacer con ella. Al principio pensé olvidarla, como una más de esas cartas de chiflados que recibimos todos. Luego pensé que puesto que la carta llevaba el membrete de tu departamento, tú deberías saber algo sobre ello. Claro que es posible que alguien esté utilizando a tu personal como parte de un embaucamiento. Te adjunto la carta del doctor Toomey para que la examines. Espero poder visitar algún día vuestra parte del país…». Bien, el resto es personal.
El doctor Morton dobló la carta, se quitó las gafas, las colocó en un estuche de piel, y se metió este en el bolsillo superior de su chaqueta. Entrelazó los dedos y se inclinó hacia delante.
—Bien —dijo—, creo que no hay necesidad en que le lea su propia carta. ¿Se trata de alguna broma? ¿Un engaño?
—Doctor Morton —dijo Roger lentamente—, estaba hablando en serio. No veo nada malo en mi carta. La envié a unos cuantos físicos. Habla por sí misma. He hecho observaciones de un caso de levitación, y deseaba información acerca de posibles explicaciones teóricas a un tal fenómeno.
—¡Levitación! ¿De veras?
—Es un caso auténtico, doctor Morton.
—¿Lo observó usted personalmente?
—Por supuesto.
—¿Nada de hilos ocultos? ¿Nada de espejos? Mire, Toomey, usted no es un experto en estos fraudes.
—Fue una serie absolutamente científica de observaciones. No hay ninguna posibilidad de fraude.
—Hubiera debido consultarme, Toomey, antes de enviar esas cartas.
—Quizá hubiera debido hacerlo, doctor Morton, pero francamente, pensé que podría mostrarse usted… reacio.
—Bien, gracias. Hubiera debido esperar algo así. Y con el membrete del departamento. Me siento realmente sorprendido, Toomey. Mire, su vida es suya. Si desea usted creer en la levitación, adelante, pero hágalo estrictamente en su tiempo libre. En bien del departamento y de la universidad, debería resultarle obvio que este tipo de cosas no pueden interferir con sus asuntos docentes.
»De hecho, observo que ha perdido usted algo de peso recientemente, ¿no es así, Toomey? Sí, no tiene en absoluto buen aspecto. Si yo fuera usted, iría a ver a un médico. Un especialista de los nervios, quizá.
—¿No cree que sería mejor un psiquiatra? —dijo Roger amargamente.
—Bien, eso es enteramente asunto suyo. En cualquier caso, un poco de descanso…
El teléfono había sonado, y la secretaria había atendido la llamada. Ahora le había hecho una seña al doctor Morton, y este tomó su extensión.
—¿Sí…? —dijo—. Ah, doctor Smithers, sí… Hummm… Sí… ¿Relativo a quién?… Bueno, de hecho, está aquí conmigo precisamente ahora… Sí… Sí, inmediatamente.
Colgó el teléfono, y miró pensativo a Roger.
—El decano desea vernos a los dos.
—¿Acerca de qué, señor?
—No lo ha dicho. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta—. ¿Viene, Toomey?
—Sí, señor.
Roger se puso en pie despacio, anclándose cuidadosamente con la puntera de sus zapatos en la parte inferior del escritorio del doctor Morton mientras lo hacía.
El decano Smithers era un hombre delgado con un largo rostro ascético. Su dentadura postiza encajaba tan mal en su boca que hacía que al pronunciar las sibilantes sonaran como un medio silbido.
—Cierre la puerta, señorita Bryce —dijo—, y no me pase ninguna llamada telefónica hasta que la avise. Siéntense, caballeros.
Se los quedó mirando ominosamente, y añadió:
—Creo que será mejor que vaya directamente al asunto. No sé exactamente lo que está haciendo el doctor Toomey, pero debe pararlo.
El doctor Morton se volvió hacia Roger, sorprendido.
—¿Qué ha estado usted haciendo?
Roger se alzó de hombros con desaliento.
—Nada que yo pueda evitar.
Después de todo, había subestimado las habladurías de los estudiantes.
—Oh, vamos, vamos. —El decano mostró impaciencia—. Estoy seguro que no conozco lo suficiente de la historia como para juzgar, pero parece que es usted el centro de todas las habladurías; habladurías que son completamente impropias del espíritu y la dignidad de esta institución.
—No sé nada de todo eso —dijo el doctor Morton.
El decano frunció el ceño.
—Entonces parece usted más bien sordo. Me resulta sorprendente la forma en que el cuerpo docente puede permanecer en la completa ignorancia de asuntos que saturan por entero el cuerpo estudiantil. Nunca antes me había dado cuenta de ello. Yo mismo lo oí por accidente; por un accidente muy afortunado, de hecho, puesto que conseguí interceptar a un periodista que llegó esta mañana buscando a alguien llamado «el doctor Toomey, el profesor volante».
—¿Qué? —gritó el doctor Morton.
Roger escuchó con desaliento.
—Eso es lo que dijo el periodista. Cito sus propias palabras. Parece que uno de nuestros estudiantes llamó a su periódico. Eché al periodista e hice venir al estudiante a mi despacho. Según él, el doctor Toomey voló…, y utilizo la palabra «voló» porque así fue como insistió el estudiante en llamarlo…, bajando todo un tramo de escalones y volviendo a subirlos luego. Afirmó que hubo docenas de testigos.
—Solamente los bajé —murmuró Roger.
El decano Smithers estaba ahora recorriendo arriba y abajo la alfombra de su despacho. Parecía ser presa de una elocuencia febril.
—Ahora escuche, Toomey. No tengo nada contra las representaciones de aficionados. Desde mi llegada a este puesto he luchado denodadamente contra la pomposidad y la falsa dignidad. He animado el hermanamiento entre los distintos cuerpos de la facultad, y jamás he puesto objeción a una confraternización razonable con los estudiantes. Así que no puedo objetar nada si desea usted ofrecerles un espectáculo a sus estudiantes, en su propia casa.
»Seguramente se dará usted cuenta de lo que puede ocurrirle a la universidad si la prensa irresponsable la toma con nosotros. ¿Debemos dejar que el delirio hacia un profesor volante sustituya al delirio hacia los platillos volantes? Si los periodistas entran en contacto con usted, doctor Toomey, espero que niegue categóricamente todos los hechos que se le imputan.
—Comprendo, decano Smithers.
—Confío en que logremos salimos de este incidente sin daño apreciable. Debo pedirle, con toda la firmeza que me confiere mi cargo, que nunca repita su…, esto…, hazaña. Si vuelve a ocurrir, me veré obligado a solicitar su dimisión. ¿Ha comprendido bien, doctor Toomey?
—Sí —dijo Roger.
—En ese caso, buenos días, caballeros.
El doctor Morton condujo a Roger de vuelta a su despacho. Esta vez, despidió a su secretaria y cerró cuidadosamente la puerta tras él.
—Por todos los cielos, Toomey —murmuró—, ¿tiene esta locura alguna conexión con su carta acerca de la levitación?
Los nervios de Roger estaban a punto de estallar.
—¿No resulta obvio? En esas cartas me refería a mí mismo.
—¿Puede usted volar? ¿Quiero decir, levitar?
—Puede utilizar la palabra que más le guste.
—Nunca he oído de tal… Maldita sea, Toomey, ¿le vio alguna vez levitar la señorita Harroway?
—En una ocasión. Fue un accid…
—Por supuesto. Ahora todo resulta obvio. Estaba tan histérica que era difícil entender lo que decía. Contó que usted saltó hacia ella. Sonaba como si estuviera acusándole de…, de… —El doctor Morton parecía azorado—. Bueno, yo no la creí. Era una buena secretaria, entiéndalo, pero obviamente no una de esas destinadas a atraer la atención de un hombre. Me sentí realmente aliviado cuando se fue. Pensé que la próxima vez se presentaría con un revólver, o acusándome a mí… Usted…, usted levitó, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo lo hace?
Roger agitó la cabeza.
—Ese es mi problema. No lo sé.
El doctor Morton se permitió una sonrisa.
—¿Seguro que no repele la ley de la gravedad?
—Sí, creo que es eso. Debe haber algo relacionado con la antigravedad mezclado en el fenómeno, no sé cómo.
La indignación del doctor Morton ante el hecho que una broma como aquella fuera tomada en serio era evidente.
—Mire, Toomey, eso no es algo que pueda tomarse a risa.
—Tomarse a risa. Santo cielo, doctor Morton, ¿tengo el aspecto de estarme riendo?
—Bueno…, necesita usted un descanso. Sin discusión. Un poco de descanso, y esa tontería suya pasará. Estoy seguro de ello.
—No es ninguna tontería. —Roger agitó un momento la cabeza, luego dijo, con tono tranquilo—: Le diré una cosa, doctor Morton, ¿le gustaría colaborar conmigo en esto? En cierto sentido, es algo que puede abrir nuevos horizontes en las ciencias físicas. No sé como funciona; simplemente no puedo concebir ninguna solución. Los dos, juntos…
La expresión de horror del doctor Morton era a aquellas alturas inconfundible.
—Sé que suena extraño —insistió Roger—. Pero se lo demostraré. Es algo completamente auténtico. Querría que no lo fuese.
—Oh, vamos. —El doctor Morton saltó de su silla—. No se canse. Necesita usted urgentemente un descanso. No creo que deba aguardar hasta junio. Márchese a casa ahora mismo. Veré que se le siga abonando su sueldo, y yo mismo me encargaré de sus clases. Solía hacerlo antes, ya sabe.
—Doctor Morton, esto es importante.
—Lo sé, lo sé. —El doctor Morton le dio una palmada en el hombro—. De todos modos, muchacho, tiene usted muy mal aspecto. Hablando francamente, tiene usted un aspecto infernal. Necesita un largo descanso.
—Puedo levitar. —La voz de Roger estaba subiendo nuevamente de volumen—. Usted intenta librarse de mí porque no me cree. ¿Piensa que estoy mintiendo? ¿Cuáles podrían ser mis motivos?
—Se está excitando innecesariamente, muchacho. Déjeme llamar por teléfono. Haré que alguien le lleve a casa.
—Le digo que puedo levitar —gritó Roger.
El doctor Morton se puso rojo.
—Mire, Toomey, no sigamos discutiendo eso. No me importaría aunque se echase a volar por los aires en este mismo momento.
—¿Quiere decir que ver no significa creer, en lo que a usted respecta?
—¿En la levitación? Por supuesto que no. —El jefe del departamento estaba casi vociferando—. Si le viera a usted volar, iría a ver a un optometrista o a un psiquiatra. Antes creeré que estoy loco que el que las leyes de la física…
Se interrumpió, y carraspeó fuertemente.
—Bien, como ya he dicho, no discutamos sobre eso. Voy a llamar por teléfono.
—No es necesario, señor. No es necesario —dijo Roger—. De acuerdo. Me tomaré un descanso. Adiós.
Salió rápidamente, caminando con más brío que nunca lo había hecho en los últimos días. El doctor Morton, de pie, las manos apoyadas planas sobre su escritorio, se quedó contemplando con alivio la espalda de Toomey mientras se alejaba.
James Sarle, el médico, se hallaba en la sala de estar cuando Roger llegó a casa. En el momento en que este cruzó la puerta, el médico estaba encendiendo su pipa con una mano de recios nudillos rodeando la cazoleta. Sacudió el fósforo para apagarlo, y su rubicundo rostro se frunció en una sonrisa.
—Hola, Roger. ¿Dimitiendo de la raza humana? No he sabido nada de ti desde hace más de un mes.
Sus negras cejas se juntaron sobre el puente de la nariz, dándole una apariencia más bien condescendiente, que de alguna forma le ayudaba a establecer una atmósfera adecuada con sus pacientes.
Roger se volvió hacia Jane, que permanecía hundida en un sillón. Como de costumbre últimamente, su rostro mostraba una expresión de lánguido agotamiento.
—¿Por qué lo has traído aquí? —le dijo Roger.
—¡Alto! Alto, hombre —dijo Sarle—. Nadie me ha traído. Esta mañana encontré a Jane en el centro, y me invité. Soy más grande y fuerte que ella; no pudo impedirlo.
—Os encontrasteis por mera coincidencia, supongo. ¿Das hora también para tus coincidencias?
Sarle se echó a reír.
—Digámoslo de esta otra forma: ella me habló un poco de lo que ha estado pasando aquí.
—Siento que no estés de acuerdo, Roger —dijo Jane débilmente—, pero ha sido la primera oportunidad que he tenido de hablar con alguien que pueda comprender.
—¿Qué te hace pensar que él pueda comprender? Dime, Jim, ¿crees su historia?
—No es una cosa fácil de creer —dijo Sarle—. Lo admito. Pero lo estoy intentando.
—Está bien, supón que vuelo. Supón que me pongo a levitar ahora mismo. ¿Qué harías?
—Supongo que desmayarme. Quizá exclamara: «¡Santo Dios!». Quizá me echara a reír a carcajadas. ¿Por qué no lo probamos, y vemos lo que pasa?
Roger se lo quedó mirando fijamente.
—¿De veras deseas verlo?
—¿Por qué no iba a desearlo?
—Aquellos que lo han visto hasta ahora se han puesto a gritar, han echado a correr o se han quedado helados de horror. ¿Podrás soportarlo, Jim?
—Yo creo que sí.
—De acuerdo.
Roger se deslizó medio metro hacia arriba, y ejecutó diez veces un lento entrechat. Se quedó en el aire, las puntas de los pies apuntando hacia abajo, las piernas juntas, los brazos graciosamente extendidos en una amarga parodia de saludo.
—Mejor que Nijinski, ¿eh, Jim? —preguntó.
Sarle no hizo ninguna de las cosas que había sugerido que podía hacer. Excepto agarrar su pipa como si estuviera a punto de caérsele, no hizo absolutamente nada.
Jane había cerrado los ojos. Las lágrimas asomaban quietamente por entre sus párpados.
—Baja, Roger —dijo Sarle.
Roger bajó. Tomó asiento y dijo:
—Escribí a una serie de físicos, hombres de gran reputación. Les expliqué la situación de una forma impersonal. Dije que pensaba que todo esto debería ser investigado. La mayor parte de ellos me ignoraron. Uno escribió al viejo Morton para preguntarle si yo era un farsante o estaba loco.
—Oh, Roger —murmuró Jane.
—¿Tú crees que se trata de algo malo? El decano me llamó hoy a su despacho. Me dijo que tenía que dejar de hacer esos juegos de salón. Parece que me caí por la escalera y automáticamente levité hasta abajo. Morton dice que no creerá que puedo volar ni siquiera aunque me vea en plena acción. En este caso ver no significa creer, dice, y en consecuencia me ordena que me tome un descanso. No pienso volver allí.
—Roger —dijo Jane, abriendo mucho los ojos—. ¿Estás hablando en serio?
—No puedo volver. Me dan asco, todos ellos. ¡Científicos!
—Pero ¿qué vas a hacer?
—No lo sé. —Roger hundió la cabeza entre las manos. Con voz ahogada, dijo—: Dímelo tú, Jim. Tú eres el psiquiatra. ¿Por qué no me creen?
—Quizá se trate de un asunto de autoprotección, Roger —dijo Sarle lentamente—. A la gente no le gustan las cosas que no puede comprender. Incluso hace algunos siglos, cuando muchas personas creían en la existencia de habilidades extranaturales, como volar sobre palos de escoba, por ejemplo, casi siempre se suponía que esos poderes eran originados por las fuerzas del mal.
»La gente aún sigue creyendo eso. Puede que no haya muchos que crean todavía literalmente en el diablo, pero la creencia generalizada en que todo lo extraño es malo subsiste. Lucharán contra la idea de creer en la levitación…, o se asustarán mortalmente si se ven obligados a tragar el hecho. Esa es la verdad, así que enfréntate a ella.
Roger meneó la cabeza.
—Tú estás hablando de gente, y yo hablo de científicos.
—Los científicos también son gente.
—Ya sabes lo que quiero decir. Tengo aquí un fenómeno. No es brujería. No he hecho ningún trato con el diablo. Jim, tiene que existir una explicación natural. No sabemos todo lo que hay que saber sobre gravitación. Realmente, apenas sabemos nada. ¿No crees que es concebible que exista algún método biológico de anular la gravedad? Quizá yo sea una mutación de algún tipo. Quizá posea un…, bueno, llamémosle un músculo…, que puede anular la gravedad. Al menos puede anular el efecto de la gravedad en mí mismo. Bien, investiguemos eso. ¿Por qué quedarnos sentados con las manos cruzadas? Si conseguimos dominar la antigravedad, imagina lo que eso representará para la raza humana.
—Espera un momento, Roger —dijo Sarle—. Piensa un poco en el asunto. ¿Por qué te sientes tan infeliz al respecto? Según Jane, estabas casi loco de miedo el primer día que te ocurrió, antes que tuvieras ninguna forma de saber que la ciencia iba a ignorarte y que tus superiores iban a mostrarse tan poco cooperativos.
—Eso es cierto —murmuró Jane.
—¿Por qué te ocurrió eso? —continuó Sarle—. Lo que tenías entre las manos era un nuevo, grande y maravilloso poder; una repentina liberación del horrible empuje de la gravedad.
—Oh, no digas tonterías —murmuró Roger—. Fue… horrible. No podía comprenderlo. Y sigo sin poder.
—Exacto, muchacho. Era algo que no podías comprender y, en consecuencia, algo horrible. Eres un físico. Sabes qué es lo que hace funcionar al Universo. O si no lo sabes, sabes que hay otros que sí lo saben. Aunque nadie comprenda un determinado punto, sabes que algún día alguien lo comprenderá. La palabra clave es comprender. Forma parte de tu vida. Ahora te encuentras frente a frente con un fenómeno que consideras que viola una de las leyes básicas del Universo. Los científicos dicen: dos masas se atraen mutuamente según una regla matemática preestablecida. Es una propiedad inalienable de la materia y del espacio. No hay excepciones. Y ahora tú eres una excepción.
—¿Y cómo? —acotó Roger sombríamente.
—¿No lo entiendes, Roger? —prosiguió Sarle—. Por primera vez en la historia, la humanidad posee realmente lo que considera leyes inquebrantables. Repito, inquebrantables. En las culturas primitivas, un hechicero podía utilizar un encantamiento para producir lluvia. Si no funcionaba, eso no trastornaba la validez de la magia. Simplemente significaba que el chamán había olvidado alguna parte del encantamiento, o había roto un tabú, o había ofendido a un dios. En las modernas culturas teocráticas, los mandamientos de la deidad son inquebrantables. Sin embargo, si un hombre quebranta los mandamientos y pese a ello prospera, eso no significa que esa religión en particular no sea válida. Los caminos de la providencia son admitidos como misteriosos, y todo el mundo sabe que en algún lugar le aguarda al culpable un invisible castigo.
»Hoy, sin embargo, existen leyes que realmente no pueden ser quebrantadas, y una de ellas es la ley de la gravedad. Funciona incluso cuando el hombre que la invoca ha olvidado murmurar lo de esto más eso más eso otro igual a aquello de más allá al cuadrado.
Roger consiguió esbozar una torcida sonrisa.
—Estás completamente equivocado, Jim. Las leyes inquebrantables han sido quebrantadas constantemente, una y otra vez. La radiactividad era algo imposible cuando fue descubierta. La energía surgió de la nada; cantidades increíbles de ella. Era algo tan ridículo como la levitación.
—La radiactividad era un fenómeno objetivo que podía ser transmitido y reproducido. El uranio velaba la película fotográfica para todo el mundo. Un tubo de Crookes podía ser construido por cualquiera y producía un flujo de electrones de idénticas características para todo el mundo. Tú…
—Yo he intentado transmitir…
—Lo sé. Pero ¿puedes decirme, por ejemplo, cómo puedo yo levitar?
—Por supuesto que no.
—Eso limita a los demás únicamente a la observación, sin reproducción experimental. Y sitúa tu levitación en el mismo plano que la evolución estelar, algo acerca de lo cual se puede teorizar, pero con lo que nunca se podrá experimentar.
—Sin embargo, hay científicos dispuestos a dedicar sus vidas a la astrofísica.
—Los científicos son gente. No pueden alcanzar las estrellas, así que se aproximan lo más que pueden. Pero sí pueden alcanzarte a ti, y ser incapaces de tocar tu levitación es algo que los pondrá furiosos.
—Jim, ni siquiera lo han intentado. Hablas como si yo hubiera sido estudiado, pero lo cierto es que ni siquiera han tomado en consideración el problema.
—No tienen por qué hacerlo. Tu levitación forma parte de un tipo de fenómenos que nunca son tomados en consideración. La telepatía, la clarividencia, la presciencia, y un millar de otros poderes extranaturales, nunca han sido investigados con seriedad, ni siquiera cuando han sido descritos con todas las apariencias de credibilidad. Los experimentos de Rhine sobre la percepción extrasensorial han irritado a un número mayor de científicos que los que puedan haberse sentido intrigados. Así que entiéndelo, no necesitan estudiarte para saber que no desean estudiarte. Lo saben por anticipado.
—¿Y eso te parece divertido, Jim? Científicos negándose a investigar hechos; dándole la espalda a la verdad. Y tú te limitas a quedarte ahí sentado, sonriente y haciendo alegres afirmaciones.
—No, Roger, sé que todo esto es serio. Y no pretendo justificar a la Humanidad, de veras. Estoy ofreciéndote mis pensamientos, una opinión. ¿Acaso no te das cuenta? Lo que intento en realidad es ver las cosas tal como son. Eso es lo que tendrías que hacer tú. Olvida tus ideales, tus teorías acerca de cómo debería actuar la gente. Considera lo que está haciendo. En el momento en que una persona es orientada a enfrentarse a los hechos antes que a las ilusiones, los problemas tienden a desaparecer. Al final, caen en su auténtica perspectiva y se vuelven resolubles.
Roger se agitó inquieto.
—¡Chácharas psiquiátricas! Eso es como poner los dedos en las sienes de un hombre y decir: «¡Ten fe y estarás curado!». Si el pobre tipo no resulta curado, es simplemente porque no ha sabido acumular la suficiente fe. El hechicero nunca pierde.
—Quizá tengas razón, pero déjame ver, ¿cuál es tu problema?
—Nada de catecismo, por favor. Sabes muy bien cuál es mi problema.
—Levitas. ¿Es eso?
—Digamos que sí. La situación es esa, en una primera aproximación.
—No eres serio, Roger, pero probablemente tengas razón. Eso es tan sólo una primera aproximación. Después de todo, eres tú quien se está enfrentando al problema. Jane me ha dicho que has estado experimentando.
—¡Experimentando! Buen Dios, Jim, no estoy experimentando. Estoy dando palos de ciego. Para experimentar necesito cerebros de primera clase y un buen equipo. Necesito un equipo de investigación, y no lo tengo.
—Entonces, ¿cuál es tu problema? Segunda aproximación.
—Ya entiendo lo que pretendes —dijo Roger—. Mi problema es conseguir un equipo investigador. ¡Pero lo he intentado! Lo he intentado hasta que me he cansado de intentarlo.
—¿Cómo lo has intentado?
—He enviado cartas. He pedido… Oh, ya basta, Jim. No me apetece pasar por esa rutina del «tiéndete en el diván». Sabes muy bien lo que he estado haciendo.
—Sé lo que le has dicho a la gente: «Tengo un problema, ayúdenme». ¿Has intentado alguna otra cosa?
—Mira, Jim, estoy tratando con científicos adultos.
—Lo sé. Así que razonas que una petición directa es suficiente. De nuevo nos hallamos con las teorías ante los hechos. Te he explicado ya las dificultades inherentes a tu petición. Cuando agitas el pulgar en una carretera estás haciendo una petición directa, pero de todos modos la mayor parte de los coches pasan de largo. El asunto es que la petición directa ha fracasado. Así que, ¿cuál es tu problema? ¡Tercera aproximación!
—¿Encontrar otro enfoque al asunto que no falle? ¿Es eso lo que quieres decirme?
—Eres tú quien lo ha dicho, ¿no?
—Es algo que ya sé sin necesidad que tú me lo digas.
—¿De veras? Estás dispuesto a abandonar la universidad, dejar tu trabajo, renunciar a la ciencia. ¿Cuál es tu consistencia, Roger? ¿Abandonar un problema cuando tus primeros esfuerzos fallan? ¿Rendirte cuando una teoría se muestra inadecuada en un primer momento? La misma filosofía de la ciencia experimental que se aplica a los objetos inanimados puede aplicarse también a la gente.
—De acuerdo. ¿Qué sugieres que intente? ¿Soborno? ¿Amenazas? ¿Lágrimas?
James Sarle se puso en pie.
—¿De veras deseas una sugerencia?
—Sí, adelante.
—Haz lo que te dijo el doctor Morton. Tómate unas vacaciones, y al diablo con la levitación. Es un problema para el futuro. Duerme en la cama, y flota o no flotes; ¿cuál es la diferencia? Ignora la levitación, ríete de ella, o incluso disfruta con ella. Haz lo que quieras menos preocuparte por ella, porque no es problema tuyo. Ahí está el quid de la cuestión. No es tu problema inmediato. Dedica tu tiempo a considerar cómo hacer que los científicos estudien algo que no desean estudiar. Ese es el problema inmediato, y precisamente a ese problema es al que no le has dedicado nada de tu tiempo hasta ahora.
Sarle se dirigió al armario del vestíbulo y tomó su abrigo. Roger lo acompañó. Transcurrieron unos minutos de silencio.
Luego, Roger dijo sin alzar la vista:
—Quizá tengas razón, Jim.
—Quizá la tenga. Inténtalo, y luego llámame. Adiós, Roger.
Roger Toomey abrió los ojos y parpadeó al brillante sol matutino que entraba en el dormitorio. Llamó:
—¡Jane! ¿Dónde estás?
—En la cocina —respondió la voz de Jane—. ¿Dónde creías?
—Ven, ¿quieres?
Jane acudió.
—El tocino no se fríe solo, ya lo sabes —protestó.
—Escucha, ¿he flotado esta noche?
—No lo sé. Dormía.
—Eres una gran ayuda. —Se levantó de la cama y metió los pies en las zapatillas—. Sea como fuere, creo que no lo he hecho.
—¿Crees haber olvidado cómo hacerlo?
Había una repentina esperanza en su voz.
—No lo he olvidado. ¡Mira! —Se deslizó hasta el comedor sobre un cojín de aire—. Sólo que tengo la sensación de no haber flotado. Creo que llevo ya tres noches así.
—Bien, eso es estupendo —dijo Jane. Había vuelto a la cocina—. Eso es lo que ha conseguido un mes de descanso. Si hubiera llamado a Jim desde un principio…
—Oh, por favor, no volvamos con eso. Un mes de descanso, tonterías. Se trata simplemente de lo que el domingo pasado decidí que tenía que hacer. Desde entonces estoy relajado. Eso es todo.
—¿Qué es lo que vas a hacer?
—Cada primavera, el Northwestern Tech da una serie de seminarios sobre temas de física. Asistiré a ellos.
—Quieres decir que vas a ir a Seattle.
—Por supuesto.
—¿De qué temas van a tratar?
—¿Y eso qué importa? Simplemente deseo ver a Linus Deering.
—Pero ese es uno de los que te llamaron loco, ¿no?
—Lo hizo. —Roger atacó sus huevos revueltos—. Pero también es el mejor en su campo.
Alargó un brazo hacia la sal, y se alzó unos centímetros de la silla al hacerlo. No hizo ningún caso.
—Creo que quizá pueda convencerle —dijo.
Los seminarios de primavera del Northwestern Tech se habían convertido en una institución conocida a nivel nacional desde que Linus Deering pasara a formar parte de la facultad. Era el presidente, y proporcionaba a todos los actos su tono distintivo. Él presentaba a los oradores, conducía los coloquios, hacía los resúmenes de las sesiones de la mañana y de la tarde, y era el alma de la jovialidad en la cena de clausura al final de la semana de trabajo.
Roger Toomey sabía todo eso por informes de terceros. Ahora podía observar directamente la forma de actuar del profesor Deering. Este era un hombre de algo menos que mediana estatura, tez oscura, y una lujuriante y característica mata de ondulado cabello castaño. Cuando no se hallaba ocupada en activa conversación, su boca grande y de labios finos exhibía perpetuamente el asomo de una traviesa sonrisa. Hablaba rápidamente y con fluidez, sin apoyarse en notas, y siempre parecía efectuar sus comentarios desde un nivel de superioridad que era aceptado de modo automático por sus oyentes.
Al menos, así habían sido las cosas en la primera mañana del seminario. Fue tan sólo durante la sesión de la tarde cuando sus oyentes empezaron a observar cierta vacilación en sus comentarios. Más aún, había cierta intranquilidad en él mientras se sentaba en el estrado durante la entrega de las notas previstas a los asistentes. Ocasionalmente, miraba de forma furtiva hacia la parte de atrás del auditorio.
Roger Toomey, sentado en la última fila, observaba tensamente todo aquello. Su temporal deslizamiento hacia la normalidad, que había empezado cuando pensó por primera vez que había una forma de salirse de todo aquello, estaba cediendo.
En el pullman hasta Seattle, no había dormido. Había tenido visiones de sí mismo flotando hacia arriba al ritmo del traqueteo de las ruedas, o deslizándose suavemente más allá de las cortinas y por el pasillo, o siendo despertado de modo embarazoso por los gritos y protestas de un revisor. De modo que había asegurado las cortinas con imperdibles, pero no había logrado nada con ello; no había conseguido ninguna sensación de seguridad; no había dormido excepto unas cuantas cabezadas.
Durante el día se había adormecido varias veces en su asiento, mientras las montañas pasaban rápidamente al otro lado de la ventanilla, y había llegado a Seattle por la tarde con tortícolis, dolor en las articulaciones, y una sensación general de desesperanza.
Había tomado su decisión de acudir al seminario demasiado tarde como para conseguir una habitación individual en los dormitorios del instituto. Compartir una habitación era, por supuesto, algo totalmente no viable. Se registró en un hotel del centro de la ciudad, cerró la puerta con llave, cerró y aseguró todas las ventanas, colocó su cama contra la pared y la cómoda contra la parte de la cama que quedaba abierta, y luego durmió.
No recordó haber soñado, y cuando despertó por la mañana seguía tendido entre las sábanas. Se sintió aliviado.
Cuando llegó, temprano, al Auditorio de Física del campus del instituto, encontró, como esperaba, un amplio salón y poca gente. Las sesiones del seminario se celebraban tradicionalmente una vez iniciadas las vacaciones de Pascua, y los estudiantes no solían asistir a ellas. Unos cincuenta físicos se sentaban en un auditorio diseñado para albergar a cuatrocientos, apiñados a los dos lados del pasillo central junto al podio.
Roger se sentó en la última fila, donde no podía ser visto por ningún transeúnte ocasional que mirara por las altas y estrechas ventanas centrales de las puertas del auditorio, y donde los demás asistentes deberían girar la cabeza en un ángulo de casi ciento ochenta grados para mirarle.
Excepto, por supuesto, el conferenciante en la plataforma…, y el profesor Deering.
Roger no prestó mucha atención al desarrollo de las sesiones. Se concentró enteramente en aprovechar los momentos en que Deering se hallaba solo en la plataforma; cuando solamente Deering podía verle.
A medida que Deering iba mostrándose obviamente más nervioso, Roger iba siendo más atrevido. Durante el resumen final de la tarde, efectuó su mejor demostración.
El profesor Deering se detuvo bruscamente en mitad de una frase pobremente construida y absolutamente carente de significado. Su audiencia, que llevaba cierto tiempo agitándose en sus asientos, se inmovilizó también, y lo miró interrogativamente.
Deering alzó la mano y dijo, casi jadeando:
—¡Usted! ¡Eh, usted!
Roger Toomey permanecía sentado con una expresión de completo relajamiento…, en el centro mismo del pasillo. La única silla que tenía debajo estaba compuesta por setenta centímetros de vacío aire. Sus piernas estaban tendidas hacia delante, apoyadas en el respaldo de otro asiento, también de aire.
Cuando Deering señaló, Roger se deslizó rápidamente hacia un lado. En el momento en que cincuenta cabezas se volvieron hacia él, estaba sentado tranquilamente en una prosaica silla de madera.
Roger miró a uno y otro lado, luego clavó los ojos en Deering, que seguía señalándole con el dedo, y se levantó.
—¿Me habla usted a mí, profesor Deering? —preguntó, con apenas un ligero temblor en la voz, el cual testimoniaba la salvaje batalla que se desarrollaba en su interior a fin de mantener su tono frío y sorprendido.
—¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó Deering, sintiendo que estallaba toda su tensión de la mañana.
Algunos de los oyentes se estaban poniendo en pie para ver mejor. Una conmoción inesperada es algo que aprecian tanto un conjunto de físicos investigadores como una multitud en un juego de béisbol.
—No estoy haciendo nada —contestó Roger—. No le comprendo.
—¡Váyase de aquí! ¡Abandone esta sala!
Deering estaba fuera de sí a causa de sus emociones entremezcladas, o de otro modo quizá no hubiera dicho aquello. En cualquier caso, Roger suspiró y aprovechó agradecido la oportunidad.
Con voz fuerte y clara, esforzándose para ser oído por encima del clamor que iba ascendiendo, dijo:
—Soy el profesor Roger Toomey, de la universidad de Carson. Soy miembro de la Asociación Norteamericana de Física. Envié mi solicitud para asistir a estas sesiones, la solicitud fue aceptada, y he pagado mi cuota de inscripción. Tengo derecho a estar sentado aquí, y aquí seguiré sentado.
Deering sólo consiguió decir ciegamente:
—¡Váyase!
—No pienso hacerlo —dijo Roger. Estaba temblando con una auténtica rabia artificialmente autoimpuesta—. ¿Por qué razón debo marcharme? ¿Qué es lo que he hecho?
Deering se pasó una temblorosa mano por el pelo. Fue absolutamente incapaz de responder.
Roger aprovechó su ventaja.
—Si intenta usted expulsarme de estas sesiones sin una causa justificada, puede estar seguro que presentaré una demanda al instituto.
Precipitadamente, Deering dijo:
—Doy por clausurada la sesión del primer día del Seminario de Primavera sobre los Recientes Avances de las Ciencias Físicas. Nuestra próxima sesión tendrá lugar en esta sala mañana a las nueve de la…
Roger abandonó apresuradamente la sala mientras el hombre aún seguía hablando.
Aquella noche hubo una llamada en la puerta de la habitación de Roger en el hotel. Le sorprendió, inmovilizándole en su silla.
—¿Quién es? —preguntó.
La respuesta le llegó en voz baja y ansiosa.
—¿Puedo verle?
Era la voz de Deering. El hotel de Roger, así como el número de su habitación, estaban por supuesto registrados en la secretaría del seminario. Aunque sin esperarlo demasiado, Roger había confiado en que los acontecimientos de aquel día tendrían una inmediata consecuencia.
Abrió la puerta y dijo, rígidamente:
—Buenas noches, profesor Deering.
Deering entró en la habitación y miró a su alrededor. Llevaba un ligero gabán, que no hizo ningún ademán de quitarse. Mantenía el sombrero sujeto en la mano, y Roger no hizo ningún gesto para que lo dejara en alguna parte.
—Profesor Roger Toomey, de la universidad de Carson, ¿no es así? —dijo Deering con cierto énfasis, como si el nombre tuviera significado para él.
—Sí. Siéntese, profesor.
Deering siguió de pie.
—Bien, ¿de qué se trata? —empezó—. ¿Qué es lo que persigue usted?
—No le comprendo.
—Estoy seguro que sí. No ha preparado usted toda esta ridícula bufonada para nada. ¿Está intentando ridiculizarme, o espera mi colaboración para algún ridículo fraude? Quiero que sepa que no va a conseguir nada. Y no intente utilizar la fuerza aprovechando mi estancia aquí. Tengo amigos que saben exactamente dónde estoy en este momento. Le aconsejo que diga la verdad y luego abandone inmediatamente la ciudad.
—¡Profesor Deering! Esta es mi habitación. Si ha venido aquí para intimidarme, le pido que se marche ahora mismo. Si no lo hace, llamaré para que lo echen.
—¿Pretende usted continuar esta…, esta persecución?
—Nunca le he perseguido, en ningún momento. Ni siquiera le conozco, señor.
—¿No es usted el Roger Toomey que me escribió una carta relativa a un caso de levitación que deseaba que yo investigara?
Roger se quedó mirando al hombre.
—¿De qué carta habla?
—Entonces, ¿lo niega?
—Por supuesto que lo niego. ¿De qué está usted hablando? ¿Tiene acaso esa carta?
El profesor Deering apretó fuertemente los labios.
—Eso no importa. ¿Niega usted que permanecía suspendido por hilos en medio del pasillo en la sesión de esta tarde?
—¿Suspendido por hilos? No le comprendo en absoluto.
—¡Estaba usted levitando!
—¿Tendrá la bondad de marcharse de aquí, profesor Deering? Creo que no se encuentra usted bien.
El físico alzó la voz.
—¿Niega que estaba levitando?
—Creo que está usted loco. ¿Intenta decir que hice arreglos mágicos en su auditorio? Nunca había estado en él antes de hoy, y cuando llegué usted ya estaba presente. ¿Encontró hilos o alguna otra cosa parecida después que yo me fuera?
—No sé cómo lo hizo, ni me importa. Pero ¿niega acaso que estaba levitando?
—Por supuesto que lo niego.
—Yo lo vi. ¿Por qué miente ahora?
—¿Me vio usted levitar? Profesor Deering, ¿quiere decirme cómo es posible eso? Supongo que su conocimiento de las fuerzas gravitatorias es lo bastante amplio como para decirle que la auténtica levitación es un concepto que carece de sentido excepto en el espacio exterior. ¿Pretende gastarme una broma?
—Cielos —dijo Deering con voz estridente—, ¿por qué no reconoce usted la verdad?
—Pero si lo estoy haciendo… ¿Supone acaso que adelantando una mano y haciendo un pase místico…, así…, puedo salir volando por los aires?
Y eso fue precisamente lo que hizo, su cabeza rozando el techo.
La cabeza de Deering saltó hacia atrás, mirando hacia arriba.
—¡Ah! Eso…, eso…
Roger regresó al suelo, sonriendo.
—No puede usted estar hablando en serio —dijo.
—Lo ha hecho de nuevo. Sí, lo ha hecho.
—¿He hecho el qué, señor?
—Levitar. Simplemente, ha levitado. No puede usted negarlo.
Los ojos de Roger se pusieron serios.
—Creo que está usted enfermo, señor.
—Sé lo que he visto.
—Quizá necesite usted un descanso. Ya sabe, el exceso de trabajo…
—Eso no ha sido una alucinación.
—¿Quiere que le prepare algo de beber?
Roger se dirigió hacia su maleta, mientras Deering le seguía los pasos con ojos desorbitados. Los tacones de sus zapatos flotaban en el aire a cinco centímetros del suelo.
Deering se dejó caer en el sillón que Roger había dejado.
—Sí, por favor —dijo débilmente.
Roger le trajo la botella de whisky, observó al otro beber, luego siguió apretando:
—¿Cómo se siente ahora?
—Oiga —dijo Deering—, ¿ha descubierto usted alguna forma de neutralizar la gravedad?
Roger se lo quedó mirando.
—Piense un poco, profesor. Si yo tuviera el secreto de la antigravedad, no lo utilizaría para gastarle bromas a usted. En estos momentos estaría en Washington. Me habría convertido en un secreto militar. Sería… ¡Bien, no estaría aquí! Seguro que todo eso le resulta obvio.
Deering saltó en pie.
—¿Tiene usted intención de asistir a las sesiones que faltan?
—Por supuesto.
Deering asintió, se encasquetó con un manotazo el sombrero sobre la cabeza, y salió a toda prisa.
Durante los siguientes tres días, el profesor Deering no presidió las sesiones del seminario. No fue dada la menor razón de su ausencia. Roger Toomey, atrapado entre la esperanza y la aprensión, se sentó junto a los demás asistentes e intentó no hacerse notar. No tuvo éxito por completo. El ataque público de Deering había hecho que la gente reparara en él, mientras que su propia y vehemente defensa le había proporcionado una especie de popularidad de David contra Goliat.
Roger regresó a su habitación del hotel el jueves por la noche después de una cena no demasiado satisfactoria, y permaneció de pie en el umbral, con una pierna dentro de la habitación. El profesor Deering le estaba mirando fijamente desde el interior. Y otro hombre, con un sombrero de fieltro gris echado hacia atrás sobre su cabeza, estaba sentado en la cama de Roger.
Fue el desconocido quien habló.
—Entre, Toomey.
Roger entró.
—¿Qué ocurre?
El desconocido abrió su billetero y presentó un documento plastificado a Roger.
—Soy Cannon, del FBI —dijo.
—Tiene usted influencia con el Gobierno, profesor Deering, lo reconozco —dijo Roger.
—Un poco —admitió Deering.
—Bien, ¿estoy arrestado? —preguntó Roger—. ¿Cuál es mi crimen?
—Tómeselo con calma —dijo Cannon—. Hemos estado recopilando algunos datos acerca de usted, Toomey. ¿Es esta su firma?
Mostró una carta, desde la distancia suficiente para que Roger pudiera verla, pero no tomarla. Era la carta que Roger le había escrito a Deering y que este había enviado a Morton.
—Sí —dijo Roger.
—¿Y esta otra?
El agente federal tenía todo un fajo de cartas.
Roger se dio cuenta que Cannon debía haber recogido todas las cartas que él había enviado, menos aquellas que habían sido rotas por sus destinatarios.
—Todas son mías —dijo débilmente.
Deering resopló.
—El profesor Deering nos ha dicho que puede usted flotar —dijo Cannon.
—¿Flotar? ¿Qué demonios quiere decir con eso?
—Flotar en el aire —dijo Cannon estólidamente.
—¿Cree usted en todas las locuras de ese tipo que le cuentan?
—No estoy aquí para creer o no creer, doctor Toomey —dijo Cannon—. Soy un agente del Gobierno de los Estados Unidos, y tengo una misión que cumplir. Si yo fuera usted, cooperaría.
—¿Cómo puedo cooperar en algo así? Si yo acudiera a usted diciéndole que el profesor Deering podía flotar en el aire, me tendría usted tendido en el sillón de un psiquiatra en un abrir y cerrar de ojos.
—El profesor Deering ha sido examinado por un psiquiatra a petición propia —dijo Cannon—. De todos modos, el Gobierno tiene la costumbre de escuchar muy seriamente al profesor desde hace un cierto número de años. Además, puedo decirle que disponemos también de pruebas adicionales.
—¿Como cuáles?
—Un grupo de estudiantes de su universidad lo vieron a usted flotar. Y también una mujer que había sido la secretaria del jefe de su departamento. Tenemos testimonios de todos ellos.
—¿Qué clase de testimonios? ¿Testimonios que puedan ustedes presentar como pruebas fehacientes y mostrar a mi representante en el Congreso?
—Doctor Toomey —interrumpió ansiosamente el profesor Deering—, ¿qué gana usted negando el hecho que puede levitar? Su propio decano admite que ha hecho usted algo parecido. Me dijo que le informará oficialmente que su contrato con la universidad será cancelado al final del año académico. El hombre no haría eso por nada.
—Eso no importa —dijo Roger.
—Pero ¿por qué no admite que yo le vi levitar?
—¿Y por qué debería hacerlo?
—Me gustaría indicarle, doctor Toomey —dijo Cannon—, que si posee usted un artilugio que contrarresta la gravedad, sería de gran importancia para nuestro Gobierno.
—¿De veras? Supongo que habrán investigado ustedes mis antecedentes en busca de alguna posible deslealtad.
—La investigación se halla en curso —confirmó el agente.
—Muy bien —dijo Roger—. Planteemos un caso hipotético. Supongamos que admito que puedo levitar. Supongamos que no sé cómo lo consigo. Supongamos que no tengo nada que entregarle al Gobierno, excepto mi cuerpo y un problema insoluble.
—¿Cómo puede saber que es insoluble? —dijo Deering ansiosamente.
—En una ocasión le pedí que estudiara ese fenómeno —observó Roger suavemente—. Usted se negó.
—Olvide eso. Mire. —Deering hablaba rápidamente, con urgencia—. Usted no tiene ninguna posición en este momento. Yo puedo ofrecerle una en mi departamento como profesor adjunto de física. Sus deberes como profesor serán únicamente nominales. Dedicará todo su tiempo a la levitación. ¿Qué le parece?
—Suena atractivo —dijo Roger.
—Creo que puedo decirle que dispondrá de fondos ilimitados por parte del Gobierno.
—¿Y qué es lo que tengo que hacer? ¿Simplemente admitir que puedo levitar?
—Sé que puede hacerlo. Yo lo vi. Deseo que se lo muestre ahora al señor Cannon.
Las piernas de Roger se alzaron, y tensó el cuerpo hasta adoptar una posición horizontal al nivel de la cabeza de Cannon. Se volvió hacia un lado, y pareció descansar en el aire sobre su codo derecho.
El sombrero de Cannon cayó desmayadamente sobre la cama.
—Flota —jadeó el agente.
Deering se mostraba casi incoherente por la excitación.
—¿Lo ve?
—Por supuesto que lo veo.
—Entonces informe de ello. Póngalo tal cual en su informe, ¿me ha entendido? Haga un informe completo del hecho. Así no volverán a decir que hay algo que no va bien en mi cabeza. Nunca dudé ni por un segundo de lo que había visto.
Pero no se habría mostrado tan feliz si esto último hubiera sido completamente cierto.
—Ni siquiera sé el clima que hay en Seattle —se quejó Jane—, y hay un millón de cosas que tengo que hacer.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Jim Sarle desde su confortable posición en las profundidades del sillón.
—No hay nada que tú puedas hacer. Oh, Dios mío.
Y salió volando de la habitación, pero al contrario que su esposo, lo hizo solamente en sentido figurado.
Roger Toomey entró.
—Jane, ¿todavía no tenemos las cajas para los libros? Ah, hola, Jim. ¿Cuándo has llegado? ¿Y dónde está Jane?
—Llegué hace un minuto, y Jane está en la otra habitación. Tuve que abrirme camino entre policías. Muchacho, estás auténticamente rodeado.
—Hummm —dijo Roger, ausente—. Les hablé de ti.
—Sé que lo hiciste. Me han hecho jurar que mantendré el secreto. Les dije que, en cualquier caso, era un asunto de secreto profesional. ¿Por qué no dejas que los de las mudanzas se encarguen de todo? Es el Gobierno quien paga, ¿no?
—Los de las mudanzas no lo harían bien —dijo Jane, entrando de nuevo apresuradamente y dejándose caer en el sofá—. Necesito un cigarrillo.
—Haz una pausa, Roger —dijo Sarle—, y cuéntame lo que pasó.
Roger sonrió tímidamente.
—Tal como dijiste, Jim, aparté de mi mente el problema equivocado y me centré en el auténtico problema. Tenía la impresión que me encontraría siempre enfrentado a dos alternativas. O estaba loco, o cometía un fraude. Deering lo dijo claramente en su carta a Morton. El decano supuso que estaba cometiendo un fraude, y Morton supuso que estaba loco.
»Pero suponiendo que pudiera demostrarles a todos que realmente podía levitar… Bien, Morton me dijo lo que ocurriría en ese caso. O bien yo estaría cometiendo un fraude, o el testigo estaría loco. Morton dijo que si me veía volar, preferiría creer que estaba loco antes que aceptar la evidencia. Por supuesto, tan sólo estaba siendo retórico. Ningún hombre creerá jamás en su propia locura mientras exista la más mínima evidencia de lo contrario. Yo contaba con eso.
»De modo que cambié de táctica. Acudí al seminario de Deering. No le dije a él que podía flotar; se lo demostré, y luego negué que lo hubiera hecho. La alternativa era clara. O yo estaba mintiendo, o él, no yo, fíjate bien, él, estaba loco. Resultaba obvio que antes creería en la levitación que dudar de su propia cordura, una vez hallándose sometido realmente a la prueba. Todas sus acciones posteriores, sus intimidaciones, su viaje a Washington, su oferta de un trabajo, fueron dirigidas únicamente a reivindicar su propia cordura, no a ayudarme.
—En otras palabras —dijo Sarle—, convertiste tu levitación en su problema y no en el tuyo.
—¿Tenías algo así en mente cuando tuvimos nuestra charla, Jim? —preguntó Roger.
Sarle meneó la cabeza.
—Tenía vagas nociones al respecto, pero un hombre debe resolver sus propios problemas si quiere solucionarlos efectivamente. ¿Crees que ahora resolverán el principio de la levitación?
—No lo sé, Jim. Sigo sin poder comunicar los aspectos subjetivos del fenómeno. Pero eso no importa. Los investigaremos, y eso es lo que cuenta. —Golpeó su puño derecho contra la palma de su mano izquierda—. En lo que a mí respecta, lo importante es que he conseguido que me ayuden.
—¿De veras? —preguntó suavemente Sarle—. Yo diría más bien que lo importante es que les has permitido obligarte a que tú les ayudes a ellos, lo cual es muy distinto.