Aunque el otro cuarto de baño era más pequeño y no estaba tan sucio, tardé mucho en fregarlo. Al acabar me llevé los detergentes, las bayetas, los guantes y el cubo al piso de arriba. Yngve y la abuela estaban sentados en la cocina. Detrás de ellos, el reloj de la pared marcaba las ocho y media.

—Ya has acabado de fregar, ¿no? —preguntó la abuela.

—Sí, sí —contesté—, ya he acabado por hoy.

Miré a Yngve.

—¿Has hablado hoy con mamá?

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Lo hice ayer.

—Yo prometí llamarla hoy. Pero creo que no me quedan fuerzas. Además, es un poco tarde.

—Hazlo mañana —sugirió Yngve.

—Pero tengo que hablar con Tonje. Voy a llamarla.

Entré en el comedor y cerré detrás de mí la puerta de la cocina. Me senté un rato en el sofá para centrarme. Luego marqué el número de casa. Tonje lo cogió al instante, como si estuviera sentada delante del teléfono esperando. Yo conocía todos los matices de su voz, y fue en los matices en lo que me fijé, no en lo que decía. Primero el calor, la compasión y la añoranza, luego fue como si la propia voz se encogiera y disminuyera, como si quisiera ponerse muy, muy cerca de mí. Mi propia voz estaba llena de distancia. Ella se acercó mucho a mí, y yo lo necesitaba, pero yo no me acerqué a ella, fui incapaz. Le describí brevemente lo que había sucedido, sin perderme en detalles, sólo le dije que estaba fatal y que no paraba de llorar. Luego hablamos un poco de lo que había hecho ella, aunque al principio no quería hablar de eso, y también hablamos de cuándo iría. Después de colgar fui a la cocina a beber un vaso de agua. No había nadie. La abuela estaba de nuevo sentada en su sillón delante de la televisión. Me acerqué a ella.

—¿Sabes dónde se ha metido Yngve?

—No —contestó—. ¿No estaba contigo?

—No.

El olor a meado me escocía en la nariz.

Me quedé de pie, sin saber muy bien qué hacer. Era un olor fácilmente explicable. Él estaba tan borracho que había perdido el control de las funciones fisiológicas.

¿Pero dónde estaba ella entonces? ¿Qué estaba haciendo mientras?

Me entraron ganas de acercarme al televisor y destrozar la pantalla de una patada.

—No beberéis Yngve y tú, ¿verdad? —preguntó ella de repente, pero sin mirarme.

Negué con la cabeza.

—No. O mejor dicho, puede que alguna rara vez. Pero sólo un poco. Nunca mucho.

—Pero esta noche no, ¿verdad?

—¡No! ¡Estás loca! —exclamé—. Nunca se me ocurriría. Y a Yngve tampoco.

—¿Qué es lo que no se me ocurriría jamás? —preguntó Yngve detrás de mí. Estaba subiendo los dos escalones que separaban el salón de abajo del de arriba.

—La abuela pregunta si solemos beber.

—Puede que alguna vez —dijo Yngve—. Pero no a menudo. Yo ya tengo dos niños, ¿sabes?

—¿Tienes dos? —preguntó la abuela.

Yngve sonrió. Yo también sonreí.

—Sí —contestó—. Ylva y Torje. Ya conoces a Ylva. A Torje lo conocerás en el entierro.

La poca vida que se había encendido en la cara de la abuela se volvió a apagar. Miré a Yngve.

—Ha sido un día muy largo —dije—. Tal vez deberíamos irnos ya a la cama.

—Creo que me quedaré un rato en la terraza —dijo mi hermano—. ¿Me acompañas?

Le dije que sí. Él se fue a la cocina.

—¿Sueles quedarte levantada hasta muy tarde? —pregunté a la abuela.

—¿Cómo?

—Nos vamos a dormir. ¿Tú te quedas levantada?

—Ah, no. Yo también me acuesto.

Ella me miró.

—Entonces dormiréis abajo en nuestro viejo dormitorio, ¿no? Como está libre…

Moví la cabeza en un gesto negativo, arrugando las cejas como pidiendo perdón.

—Pensábamos dormir arriba —objeté—. En la buhardilla. Ya hemos deshecho allí el equipaje.

—Ah, sí, también allí estaréis bien —dijo la abuela.

—¿Te vienes? —preguntó Yngve, que estaba en el salón de abajo con un vaso de cerveza en una mano.

Cuando salí a la terraza, estaba sentado en un sillón de jardín de madera, con una mesa haciendo juego al lado.

—¿Dónde has encontrado eso? —le pregunté.

—Allí abajo en el cobertizo —respondió—. Me parecía recordar que lo había visto alguna vez.

Me apoyé en la barandilla. Muy a lo lejos, en el fiordo, brillaba el ferry que iba a Dinamarca. Todas las barcas que avistaba tenían ya los focos encendidos.

—Tenemos que hacernos con una de esas guadañas eléctricas —dije—. O como se llamen. Aquí no servirá un cortacésped normal y corriente.

—El lunes buscamos en las páginas amarillas una empresa de esas que las alquilan —apuntó él, mirándome—. ¿Has hablado con Tonje?

—Sí —contesté.

—No seremos muchos —dijo Yngve—. Nosotros, Gunnar, Erling, Alf y la abuela. Dieciséis contando a los niños.

—Pues no tendrá exactamente un entierro con honores.

Yngve dejó el vaso y se reclinó en el sillón. Muy en lo alto sobre los árboles, hacia el cielo gris velado, zigzagueaba un murciélago.

—¿Has pensado algo más en cómo lo vamos a hacer? —preguntó.

—¿El entierro?

—Sí.

—No, no exactamente. Pero no quiero un jodido entierro de esos de los humanistas éticos.

—Estoy de acuerdo. Entonces tendrá que ser religioso.

—Pues sí, supongo que no hay otra alternativa. Pero papá no era miembro de la iglesia estatal.

—¿No lo era? —preguntó Yngve—. Sabía que no era cristiano creyente, pero no que se hubiera dado de baja.

—Pues sí. Lo dijo en una ocasión. Yo me di de baja el día en que cumplí dieciséis años, y se lo dije en una cena en Elvegaten. Se enfadó. Entonces Unni dijo que cómo podía enfadarse si él mismo se había dado de baja y que no podía enfadarse porque yo hubiera hecho lo mismo.

—No le habría gustado un entierro religioso —dijo Yngve—. No quería tener nada que ver con ellos.

—Pero está muerto —objeté—. Y yo al menos quiero hacerlo así. No quiero participar en unos jodidos ritos inventados y leer unos jodidos poemas. Quiero algo decente. Digno.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Yngve.

Me volví de nuevo para contemplar la ciudad, desde donde subía un constante murmullo, a veces ahogado por un repentino acelerón de algún motor, a menudo procedente del puente, por el que los jóvenes solían divertirse a esas horas yendo deprisa, pero también de la rectilínea calle Dronning.

—Me voy a acostar —dijo Yngve. Entró en el salón sin cerrar la puerta tras él. Apagué el cigarrillo en el suelo y lo seguí. Cuando la abuela se enteró de que nos íbamos a acostar, se levantó del sillón para ir a buscar ropa de cama.

—Ya nos ocupamos nosotros —dijo Yngve—. No es ningún problema. ¡Ve a dormir tú también!

—¿Seguro? —dijo, pequeña y encorvada en el marco de la puerta del pasillo, mirándolo.

—Sí, sí —respondió Yngve—. No te preocupes.

—Bueno, entonces buenas noches, chicos.

Y bajó lentamente la escalera sin volverse.

Una sensación de malestar me hizo estremecerme.

No había agua en la buhardilla, así que subimos a por los cepillos de dientes, y nos pusimos delante de la pila de la cocina a cepillárnoslos, inclinándonos por turno hacia el grifo para enjuagarnos la boca, como si volviéramos a ser niños. De vacaciones de verano.

Me limpié la espuma de pasta de dientes con la mano, que a continuación me sequé en el muslo del pantalón. Eran las once menos veinte. Hacía años que no me acostaba tan temprano. Pero había sido un día muy largo. Tenía el cuerpo entumecido de agotamiento, y me dolía la cabeza de tanto llorar. Pero el llanto ya se había alejado. Tal vez me había inmunizado. Tal vez ya me había acostumbrado.

Una vez arriba, Yngve abrió la ventana, fijó el gancho y encendió la lámpara sobre la cabecera. Yo hice lo mismo en mi lado, y apagué la lámpara del techo. El cuarto olía a cerrado, no por el aire, sino por los muebles y las alfombras, que llevaban un par de años sin desempolvarse, o tal vez aún más tiempo.

Yngve se sentó en su lado de la cama de matrimonio y se desnudó. Yo hice lo mismo en mi lado. Había algo íntimo en eso de dormir en la misma cama. No lo hacíamos desde que éramos niños, en que intimábamos mucho más. Pero al menos teníamos cada uno nuestro edredón.

—¿Has pensado en que papá nunca pudo leer tu novela? —me preguntó Yngve, volviendo la cabeza y mirándome.

—No —respondí—. No se me había ocurrido pensarlo.

En cuanto lo terminé, a principios de junio, di el manuscrito a Yngve. Su primer comentario después de haberlo leído fue que mi padre me demandaría judicialmente. Fueron sus palabras exactas. Yo estaba en una cabina telefónica en el aeropuerto, a punto de marcharme de vacaciones a Turquía con Tonje, no sabía si mi hermano se pondría furioso o me apoyaría, no tenía ni idea de cómo reaccionaría la gente cercana a mí ante lo que había escrito. «No tengo ni idea de si es bueno o malo», dijo Yngve. «Pero papá te demandará judicialmente. De eso no me cabe la menor duda.»

—Hay una frase que se repite una y otra vez en el libro —le dije en la buhardilla—. «Mi padre ha muerto.» ¿Lo recuerdas?

Yngve echó el edredón a un lado, subió las piernas a la cama y se tumbó. Luego se incorporó a medias y ahuecó un poco la almohada.

—Vagamente —dijo, y se volvió a tumbar.

—Es cuando Henrik huye del pueblo. Necesita una excusa, y ésa es la única que se le ocurre. «Mi padre ha muerto.»

—Correcto —dijo Yngve.

Me quité el pantalón y los calcetines, y me acomodé en la cama. Primero boca arriba, con las manos entrelazadas sobre la tripa, hasta que me di cuenta de que yacía como un muerto, y me cambié asustado poniéndome de lado, desde donde veía mi ropa, que estaba en un montoncito en el suelo. Pensé que así no podía quedarse, y volví a bajar los pies al suelo, doblé el pantalón y la camiseta y lo puse todo en la silla que había junto a la cama, con los calcetines encima.

Yngve apagó la lámpara de su lado.

—¿Vas a leer? —me preguntó.

—No, eso sí que no —le contesté, mientras intentaba encontrar el interruptor. No había ninguno en el cable. ¿Estaría en la propia lámpara? Sí, así era.

Lo apreté con fuerza, porque el viejo dispositivo opuso mucha resistencia. Esas lámparas serían más o menos de los años cincuenta. De cuando los abuelos fueron a vivir allí.

—Buenas noches —dijo Yngve.

—Buenas noches.

Ah, cuánto me alegraba que él estuviera allí. Si hubiera estado solo, tendría la cabeza llena de imágenes de mi padre como cadáver, sólo habría pensado en lo físico de la muerte, en su cuerpo, dedos, piernas, en los ojos ciegos, el pelo y las uñas que seguían creciendo. La habitación en la que yacía, tal vez acaso en uno de esos cajones que siempre aparecían en las morgues de las películas americanas. Pero entonces el sonido de la respiración de Yngve y de sus muchos pequeños movimientos me proporcionaba tranquilidad. Sólo tenía que cerrar los ojos y dejar que llegara el sueño.

Me desperté un par de horas más tarde porque Yngve estaba de pie en medio del cuarto. Al principio parecía un poco desconcertado, luego cogió el edredón, lo enrolló y cruzó con él la habitación hasta salir por la puerta, luego dio la vuelta y regresó. Cuando estaba a punto de hacer lo mismo otra vez, dije:

—Estás caminando dormido, Yngve. Vete a dormir.

Me miró.

—No camino dormido —dijo—. El edredón tiene que cruzar el umbral tres veces.

—Vale —dije—. Si tú lo dices.

Cruzó la habitación otras dos veces. Luego se volvió a acostar y se tapó con el edredón. Movió la cabeza de un lado para otro un par de veces, a la vez que murmuraba algo.

No era la primera vez que lo veía caminar dormido. Cuando éramos pequeños Yngve era un sonámbulo notorio. Una vez mi madre lo encontró desnudo en la bañera, llenándola de agua. En otra ocasión lo pilló en la calle, camino de casa de Rolf, para preguntarle si quería ir a jugar al fútbol. Cada dos por tres tiraba el edredón por la ventana y se pasaba el resto de la noche tiritando de frío. También mi padre era sonámbulo. A veces entraba en mi habitación en calzoncillos, abría un armario y echaba un vistazo dentro, o me miraba sin conocerme. A veces le oía zascandilear en el salón, moviendo muebles. Una vez se tumbó debajo de la mesa del comedor, golpeándose con tanta fuerza contra ella al levantarse que empezó a sangrar. Cuando no se movía, hablaba o gritaba dormido, o rechinaba los dientes. Mi madre solía decir que era como estar casada con alguien que había estado en la guerra. Yo también había orinado dentro del armario una noche, pero por lo demás, me limitaba a hablar en sueños, actividad muy intensa en ciertos períodos de mi adolescencia. El verano que vendí casetes en la calle, en Arendal, alojado en la habitación alquilada de Yngve, cogí su estuche de plumas y bolígrafos, salí desnudo a la calle y me coloqué frente a cada ventana mirando hacia dentro, hasta que Yngve logró captar mi atención. Negué haber andado dormido, mi prueba era el estuche, mira, le dije, aquí está mi cartera, iba a comprar. Innumerables veces estuve frente a la ventana viendo el suelo desaparecer o elevarse, la pared caerse o el agua subir. Una vez estuve sosteniendo la pared, mientras gritaba a Tonje que saliera rápidamente antes de que la casa se derrumbara. En otra ocasión se me había metido en la cabeza que ella estaba dentro del armario, y saqué todas las prendas para encontrarla. Cuando iba a pasar la noche con otros que no fueran ella, solía avisarles de antemano por si pasaba algo, y en una excursión que hice con mi amigo Tore, dos años antes, en que habíamos alquilado un llamado piso de escritores, en una finca a las afueras de Kristiansand para escribir un guión de cine, esa previsión salvó la situación, porque dormíamos en la misma habitación, y en medio de la noche, me levanté, me acerqué a él, le quité la manta, lo agarré de los tobillos y le dije, mientras me miraba aterrado: no eres más que una muñeca. Pero la fantasía más recurrente era que una nutria o un zorro se habían metido debajo del edredón y yo lo tiraba al suelo y lo pisoteaba, hasta estar seguro de que el animal había muerto. Podía pasar un año entero sin que ocurriera nada durante la noche, y de repente llegaban períodos en los que no pasaba una sola noche sin que me levantara y me pusiera a deambular por ahí. Me despertaba en áticos, en pasillos, en céspedes, siempre a punto de realizar alguna cosa que en esos momentos me parecía llena de sentido, pero que tras despertarme era siempre completamente absurda.

Lo más curioso de la vida nocturna de Yngve era que a veces hablaba con dialecto del este cuando dormía. Se mudó de Oslo a los cuatro años, y llevaba casi treinta sin hablar ese dialecto. Y sin embargo asomaba a veces por sus labios cuando dormía. Había algo siniestro en ello.

Lo miré. Dormía boca arriba, con una pierna fuera del edredón. Siempre habían dicho que nos parecíamos, pero de ser así, sería más bien como una impresión general, lo que irradiábamos, porque si se miraba facción por facción, no había gran parecido. Lo único tal vez fuera la parte de los ojos, que ambos habíamos heredado de nuestra madre. Pero cuando me mudé a Bergen y conocí a las amistades más lejanas de Yngve, me preguntaban a veces: «¿Eres Yngve?» Que no era Yngve quedaba claro ya con la propia pregunta, porque si hubiesen pensado que lo era, no lo habrían preguntado. Preguntaban porque el parecido les resultaba llamativo.

Giró la cabeza hacia un lado sobre la almohada, como si supiera que estaba siendo observado y se opusiera a ello. Cerré los ojos. Él decía a menudo que en algunas ocasiones nuestro padre se había cargado por completo su autoestima, humillándolo como sólo papá sabía hacerlo, y que eso había marcado ciertos períodos de su vida, en que le había dado por pensar que no sabía hacer nada y que no valía para nada. Y luego hubo otros períodos en los que todo iba bien, todo fluía, no había duda alguna. Sólo estos últimos se veían desde fuera.

Mi padre también había marcado la imagen que tenía de mí mismo, claro que sí, pero quizá de otra manera, al menos yo nunca tuve períodos de duda, seguidos de períodos de fe, para mí todo estaba siempre revuelto, y la duda, que dominaba una parte muy grande de mis pensamientos, nunca se ocupaba de lo grande, sólo de lo pequeño, lo que tenía que ver con el entorno más cercano, amigos, conocidos, chicas, que yo siempre pensaba que me valoraban muy bajo, como un idiota, una sensación que ardía dentro de mí, que todos los días ardía dentro de mí, pero en cuanto a lo grande e importante, nunca dudaba de que podía llegar hasta donde quisiera, sabía que lo tenía dentro, porque mi anhelo era muy grande y nunca descansaba. ¿Cómo iba a descansar? ¿Cómo iba yo a machacar a todo el mundo si descansaba?

Cuando me volví a despertar, Yngve estaba delante de la ventana, abrochándose la camisa.

—¿Qué hora es? —le pregunté.

Se volvió hacia mí.

—Las seis y media. ¿Es temprano para ti?

—Pues sí, más bien.

Yngve se había puesto unos pantalones ligeros de color caqui, de esos que acaban justo debajo de las rodillas, y una camisa de rayas grises, con los faldones por fuera.

—Bajo ya —dijo—. ¿Vienes luego?

—Sí, sí —contesté.

—No volverás a quedarte dormido, ¿no?

—No.

Cuando ya no oía sus pasos en la escalera, bajé los pies al suelo y cogí la ropa de la silla. Me miré descontento la tripa, en la que los dos michelines continuaban ya hasta los costados. Me toqué la espalda, por suerte, allí aún no había nada que agarrar. Pero de todos modos tendría que empezar a correr y a hacer abdominales cuando volviera a Bergen.

Me acerqué la camiseta a la nariz para olerla.

Nada, inservible.

Abrí la maleta y busqué una camiseta Boo Radley blanca que me había comprado cuando el grupo tocó en Bergen un par de años antes, y un pantalón azul con las perneras cortadas. Aunque no hacía sol, el aire era caliente y se notaba bochorno.

En la cocina, Yngve había puesto el café, y sacado pan y fiambres de la nevera. La abuela estaba sentada junto a la mesa, con el mismo vestido que el día anterior, fumando. Yo no tenía hambre, de modo que me contenté con una taza de café y un cigarrillo en la terraza antes de coger el cubo, bayetas y detergentes, y llevármelo todo a la planta de abajo para empezar a trabajar. Primero me metí en el baño para ver lo que había hecho el día anterior. Aparte de la cortina de la ducha, pegajosa y manchada, que por alguna razón había dejado colgada, todo tenía bastante buena pinta. Viejo, claro, pero limpio.

Bajé la barra que iba de pared a pared sobre la bañera, quité la cortina y la metí en una bolsa de basura, luego fregué la barra y los dos soportes, y la volví a poner. ¿Después qué? Ya estaban limpios el cuarto de la lavadora y los dos baños. Abajo quedaban la habitación de la abuela, la entrada, el recibidor, la habitación de mi padre y el dormitorio grande. No quería ponerme con el cuarto de la abuela, me parecía un abuso contra ella, por una parte porque se daría cuenta de que habíamos descubierto cómo estaba, y por otra porque sería como inhabilitarla, el nieto que friega el cuarto de la abuela. Tampoco tenía valor para ponerme con el cuarto de mi padre, porque en él había papeles y otras cosas que había que clasificar antes de nada. El recibidor con su moqueta tendría que esperar hasta que hubiésemos conseguido alquilar un limpiamoquetas. Tendría que ponerme con las escaleras.

Llené el cubo de agua, cogí un envase de lejía, otro de jabón líquido y otro de Cif. Empecé por la barandilla, que no se había fregado en cinco años, como mínimo. Entre las rejillas había toda clase de porquería, hojas pulverizadas de los árboles, piedrecitas, insectos resecos, telarañas viejas. La barandilla era oscura, pero por algunas partes estaba completamente negra, e incluso pegajosa. Eché Cif, enjuagué la bayeta y fregué escrupulosamente cada centímetro. Con un trozo limpiado de esta manera, habiendo recuperado algo de su antiguo color dorado oscuro, metí otra bayeta en lejía y seguí fregando con ella. Tanto el olor a lejía como el aspecto del envase azul me hicieron pensar en la década de los setenta, en el armario de debajo del fregadero, donde estaban los detergentes. En aquellos tiempos no había Cif. Pero había polvos de fregar Ajax, jabón líquido, lejía, el diseño de la botella azul con el tapón de seguridad para que los niños no pudieran abrirlo era el mismo que entonces. Y una caja de detergente de lavar con la foto de un niño que llevaba en las manos esa misma caja, en esa foto había, claro está, una foto del mismo niño con la caja entre las manos, etcétera. ¿Se llamaba Blenda? Yo entrenaba a menudo mis pensamientos con este recurso, que en realidad era infinito, y que también se encontraba en otros sitios, por ejemplo en el espejo del baño, donde podías ponerte un espejo detrás de la cabeza, de manera que las imágenes de los espejos se echaran hacia delante y hacia atrás al mismo tiempo que se metían cada vez más adentro, haciéndose cada vez más pequeñas, hasta donde alcanzaba la mirada. ¿Pero qué ocurriría más allá de donde alcanzaba la vista? ¿La disminución seguiría allí?

Entre las marcas registradas de entonces y las de ahora había un mundo entero, y al pensar en ese momento en ellas surgió ante mí con sus sonidos, sabores y olores, completamente irresistible, como es todo lo que se ha perdido, todo lo que ha desaparecido. El olor a hierba recién cortada y recién regada cuando estás sentado en un estadio de fútbol una tarde de verano después del entrenamiento, las largas sombras de los árboles inmóviles, los gritos y las risas de niños bañándose en la laguna al otro lado del camino, el sabor fuerte y sin embargo dulce a XL-1. O el sabor a sal que indefectiblemente te llena la boca cuando saltas al mar, aunque la cierras apretando con fuerza los labios en el momento de meter la cabeza debajo del agua, el caos de corrientes y agua rumorosa allí dentro, pero también la luz en las algas, la hierba marina y la roca pelada, los racimos de mejillones y los trozos de bálano que siempre parecían arder suave y tranquilamente, porque es un día sin nubes de verano, y el sol brilla en el cielo marino alto y azul. El agua que chorrea del cuerpo cuando te agarras a un hueco de la roca y te levantas, las gotas que te quedan entre los omoplatos durante los breves segundos antes de que el calor las evapore, cómo el agua del bañador sigue sin embargo goteando mucho tiempo después de que te hayas tumbado en la toalla. La lancha rápida que planea sobre las olas, cortante y sin ritmo, con la proa surcando cada dos por tres la superficie, y breves golpes suenan a través del murmullo del motor, lo irreal en ello, ya que el entorno es demasiado grande y abierto para que su presencia consiga realmente hacerse notar.

Todo esto seguía existiendo. Las rocas seguían como antes, el mar que las golpeaba lo hacía de la misma manera, y también el paisaje subacuático, con sus pequeños valles y bajíos, precipicios y cuestas, sembrados de estrellas y erizos de mar, cangrejos y peces, era el mismo. Todavía se podían comprar raquetas de tenis marca Slazenger, pelotas Tretorn, esquís Rossignol, fijaciones Tyroka y botas Koflack. Las casas en las que vivíamos seguían todas allí. La única diferencia, que es la diferencia entre la realidad de los niños y la de los adultos, era que ya no estaban cargadas de significado. Un par de zapatillas de fútbol Le Coque no era más que un par de zapatillas de fútbol. Si notaba algo al tener un par de esas zapatillas en la mano, no era más que un eco de la infancia, nada más, nada en sí mismo. Lo mismo pasaba con el mar, con las rocas, con el sabor a sal que con tanta fuerza penetraba los días de verano, ahora sólo sabía a sal, y sanseacabó. El mundo era el mismo. Y sin embargo no era el mismo, porque su sentido se había desplazado, y seguía desplazándose, acercándose cada vez más a lo que no tenía sentido.

Escurrí el trapo, lo colgué del borde del cubo y estudié el resultado de mi trabajo. Había vuelto a aparecer el brillo del barniz, aunque por algunas partes aún había manchas oscuras de suciedad, que se había incrustado en la madera. Ya había fregado alrededor de una tercera parte de la barandilla hasta el primer piso. Luego faltaría la que iba al segundo.

Se oyeron los pasos de Yngve.

Apareció con un cubo en una mano y un rollo de bolsas de basura en la otra.

—¿Has acabado abajo? —preguntó al verme.

—Qué dices, ¿estás loco? Sólo he fregado los baños y el cuarto de la lavadora. Pensaba esperar con lo demás.

—Yo voy a ponerme ya con el cuarto de papá —dijo Yngve—. Al parecer es allí donde hay más trabajo.

—¿Está ya la cocina?

—Sí. Más o menos. Tengo que sacar cosas de algunos armarios. Pero por lo demás tiene buena pinta.

—Vale —dije—. Pero ahora me voy a tomar un descanso. Voy a comer algo, creo. ¿Está la abuela en la cocina?

Asintió con la cabeza y pasó por delante de mí. Me froté las manos, blandas y arrugadas por la humedad, en los muslos del pantalón corto, eché una última mirada a la barandilla y subí a la cocina.

La abuela estaba quieta en su silla. Ni siquiera levantó la cabeza para mirarme cuando entré. Me acordé de la medicina. ¿Se la habría tomado por su cuenta? Seguro que no.

Abrí el armario, saqué la caja y se la enseñé.

—¿Has tomado esto hoy, abuela?

—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Una medicina?

—Sí, la que tomaste ayer.

—No, no me la he tomado.

Saqué un vaso del armario, lo llené de agua y se lo alcancé junto con la pastilla. Se la puso sobre la lengua y se la tomó con agua. No parecía querer decir nada más, de manera que para evitar que el silencio me exigiera hablar, cogí un par de manzanas en lugar de las rebanadas de pan que en un principio pensaba comerme, además de un vaso de agua y una taza de café, y me lo llevé todo fuera. El día era templado y gris, como el día anterior. Una ligera brisa llegaba desde el mar, algunas gaviotas chillaban en el aire sobre la dársena, en algún lugar cercano sonaron unos golpes metálicos. Abajo, en la ciudad, el tráfico murmuraba sin tregua. Por encima de los tejados, dentro del muelle, se elevaba una grúa de construcción, empinada y frágil. Era amarilla, con una cabina, o como se llamara el lugar en el que se sentaba el operador. Curiosamente no me había fijado en ella antes. Para mí había pocas cosas más hermosas que las grúas, lo esquelético de su construcción, los cables que corrían por debajo y por encima de ella, el inmenso garfio, la manera en que bailaban esos objetos tan pesados colgados al ser transportados por el aire, el cielo que siempre hacía de fondo para ese engendro mecánico.

Acababa de comerme una de las dos manzanas, con pepitas, corazón y todo, y estaba a punto de empezar la segunda cuando vi a Yngve llegar por el jardín. Llevaba un grueso sobre en una mano.

—Mira lo que he encontrado —dijo alcanzándomelo.

Miré su contenido. Estaba lleno de billetes de mil coronas.

—Hay unas doscientas mil.

—Joder, ¿y dónde estaba?

—Debajo de la cama. Tiene que ser el dinero que obtuvo por la venta de la casa de la calle Elv.

—Mierda —dije—. ¿Entonces esto es todo lo que quedó?

—Seguramente. Ni siquiera metió el dinero en el banco, sino que lo guardaba debajo de la cama. Luego empezó a bebérselo, así de simple. Billete a billete.

—Me importa un carajo el dinero —dije—. Pero vaya mierda de vida que habrá llevado.

—Pues sí —dijo Yngve.

Se sentó. Yo dejé el sobre en la mesa.

—¿Qué vamos a hacer con el dinero? —preguntó.

—Ni idea —contesté—. Repartirlo, supongo.

—Me refiero más bien a los impuestos sobre la herencia y todo eso.

Me encogí de hombros.

—Podemos preguntárselo a alguien —sugerí—. A Jon Olav, por ejemplo. Es abogado.

Se oyó el ruido de un coche en el callejón. Aunque no podía verlo, sabía que se dirigía a nuestra casa por la manera en la que se detuvo, dando marcha atrás y de nuevo hacia delante.

—¿Quién puede ser? —pregunté.

Yngve se levantó y cogió el sobre.

—¿Quién se ocupa de guardarlo? —preguntó.

—Guárdalo tú —le contesté.

—Por lo menos, los gastos del entierro están solucionados —dijo, pasando por delante de mí. Yo lo acompañé dentro. Sonaban voces en la entrada. Habían llegado Gunnar y Tove. Yngve y yo estábamos entre la puerta de la entrada y la de la cocina cuando subieron, sintiéndonos un poco incómodos, como si todavía fuéramos niños. Yngve con el sobre en una mano.

Tove estaba tan bronceada y tan bien conservada como Gunnar.

—¡Hola, chicos! —dijo con una sonrisa.

—Hola —saludé—. Cuánto tiempo.

—Sí que es verdad —dijo ella—. Es una pena que tengamos que vernos en estas circunstancias.

—Pues sí —contesté.

¿Qué edad tendrían esos dos? ¿Cuarenta y muchos?

En la cocina, la abuela se levantó de la silla.

—¿Sois vosotros? —dijo.

—Siéntate, mamá —dijo Gunnar—. Hemos venido a ayudar a Yngve y a Karl Ove a poner un poco de orden aquí.

Nos guiñó un ojo.

—Un poco de café sí querréis tomar, ¿no? —preguntó la abuela.

—No queremos café —contestó Gunnar—. Nos vamos enseguida. Los chicos están solos en la cabaña.

—Bueno, bueno —dijo la abuela.

Gunnar entró en la cocina.

—Habéis adelantado mucho —dijo—. Es impresionante.

—Hemos pensado en invitar a la gente aquí en casa después de la capilla —dije.

—Pero eso no puede ser —dijo, mirándome.

—Podrá ser —contesté—. Tenemos cinco días. Lo conseguiremos.

Mi tío apartó la mirada. Tal vez debido a mis lágrimas.

—Vosotros decidís —dijo—. Si pensáis que se puede hacer, entonces hacedlo. ¡Pero en ese caso pongámonos en marcha!

Se volvió y entró en el salón. Lo seguí.

—Tendremos que tirar todo lo que está destrozado. De nada sirve guardar algo roto. ¿Cómo están los sofás?

—Éste está bien —contesté—. Puede lavarse. Pero el otro… creo que…

—Lo tiramos —dijo.

Se puso delante del inmenso tresillo de piel negro. Yo me coloqué en el otro extremo, me agaché y lo cogí por debajo.

—Vamos a sacarlo por la puerta de la terraza —dijo Gunnar—. ¿Puedes abrirnos la puerta, Tove?

Cuando lo llevábamos a través del salón, la abuela apareció en la puerta de la cocina.

—¿Qué vais a hacer con ese sofá? —preguntó.

—Vamos a tirarlo —contestó Gunnar.

—¡Estáis locos! —exclamó—. ¿Por qué vais a tirarlo? ¡No podéis tirar mi sofá así sin más!

—Está destrozado —afirmó Gunnar.

—¡No es asunto vuestro! —dijo ella—. ¡Es mi sofá!

Yo me detuve. Gunnar me miró.

—Tenemos que hacerlo, ¿sabes? —dijo—. ¡Ven, Karl Ove, vamos a sacarlo!

La abuela dio un par de pasos hacia nosotros.

—¡No podéis hacerlo! —se opuso—. ¡Es mi casa!

—Sí que podemos —afirmó Gunnar.

Habíamos llegado hasta la pequeña escalera que bajaba al cuarto de estar. Yo di un par de pasos de lado sin mirar a la abuela, que se había colocado junto al piano. Su voluntad ardía dentro de mí. Gunnar no se dio cuenta. ¿O sí? ¿También él estaba luchando por dentro? Ella era su madre.

Dio dos pasos hacia atrás lentamente y se quedó en el centro de la sala.

—¡No puede ser! —se quejó la abuela. En el transcurso de los últimos minutos había cambiado por completo. Sus ojos chispeaban. Su cuerpo, antes tan pasivo y encerrado en sí mismo, reaccionaba ahora hacia fuera. Tenía las manos en las caderas—. ¡Ahhh! —Y se dio la vuelta—. Me niego a presenciar esto —dijo, y volvió a la cocina.

Gunnar me sonrió. Yo bajé los dos escalones de lado para poderme meter directamente por la puerta. Había corriente, noté el viento contra la piel desnuda de las piernas, brazos y cara. Las cortinas ondeaban.

—¿Bien? —preguntó Gunnar.

—Creo que sí.

Dejamos el sofá en el suelo de la terraza para descansar unos segundos, antes de volver a cargarlo y llevarlo el último trecho, escaleras abajo, a través del jardín hasta el remolque delante del garaje. Cuando lo hubimos colocado, sobresalía un metro, y Gunnar fue a por una cuerda azul al maletero para atarlo. Yo no sabía muy bien qué hacer, me quedé mirándolo por si necesitaba que lo ayudara.

—No te preocupes por la abuela —dijo Gunnar—. Ahora mismo no sabe lo que le conviene.

—Entiendo —dije.

—Tú sabrás mejor que yo qué más hay que llevar al vertedero.

—Cosas de la habitación de él —contesté—. Y de la de ella. Pero nada muy grande. Nada como el sofá.

—¿Su colchón, quizá? —preguntó mi tío.

—Sí, y el de él. Pero si tiramos el de la abuela, tenemos que proporcionarle uno nuevo.

—Se podría coger uno de su antiguo dormitorio —sugirió Gunnar.

—Es verdad, podemos hacer eso.

—Si ella protesta mientras estéis aquí solos, no os preocupéis. Haced lo que tengáis que hacer. Es por su bien.

—De acuerdo —dije.

Cogió lo que quedaba de cuerda y la ató en el remolque.

—Así está bien —dijo, enderezándose y mirándome.

—Por cierto, ¿habéis mirado en el garaje?

—No —contesté.

—Él tenía allí todas sus cosas. Toda la mudanza. Tenéis que llevároslo. Aprovechad y revisad todo lo que hay. Muchas cosas podemos tirarlas ahora.

—Lo haremos —dije.

—No hay mucho más sitio en el remolque. Pero llevaremos lo que podamos al vertedero. Mientras tanto vosotros podéis sacar más cosas y hacemos otro viaje más. Y con eso creo que será suficiente. Si quedara algo más, puedo volver la semana que viene.

—Gracias —dije.

—Esto no es fácil para vosotros —dijo—. Lo comprendo.

Cuando lo miré, mantuvo su mirada clavada en la mía unos instantes y luego la desvió. En la cara bronceada sus ojos parecían de un azul casi tan claro como los de mi padre.

Había tantas cosas que él no quería…, todo eso de lo que yo rebosaba, por ejemplo.

Gunnar me puso una mano en el hombro.

Algo se rompió dentro de mí. Me eché a llorar.

—Sois unos buenos chicos.

Tuve que mirar hacia otra parte. Me incliné hacia delante, tapándome la cara con las manos. Me temblaba todo el cuerpo. Luego se me pasó, me enderecé, e inhalé profundamente.

—¿Conoces algún sitio donde se puedan alquilar máquinas? ¿Sabes? Acuchilladoras para suelos, cortacéspedes y cosas así.

—¿Vais a acuchillar el suelo?

—No, no, sólo era un ejemplo. Pero tengo la intención de cortar la hierba. No bastará con un cortacésped normal.

—¿No es eso muy ambicioso? ¿No sería mejor centrarse en lo de dentro?

—Sí, quizá. Pero por si nos sobrara tiempo…

Agachó ligeramente la cabeza, rascándose el pelo con un dedo.

—Hay una empresa de ésas en Grim. Es muy probable que ellos tengan algo así. Mira en las páginas amarillas.

Los cimientos blancos de la casa de al lado empezaban a resplandecer. Levanté la vista. Se había abierto una grieta en la capa de nubes, y a través de ella brillaba el sol. Gunnar subió la escalera y entró en la casa. Yo lo seguí. En el pasillo delante del cuarto de mi padre había dos bolsas de basura llenas de ropa y porquería. Junto a las bolsas estaba la silla sucia. Yngve nos miraba desde la habitación. Llevaba unos guantes amarillos de fregar en las manos.

—Deberíamos tirar el colchón —dijo—. ¿Hay sitio?

—Ahora no —contestó Gunnar—. Lo llevaremos en el próximo viaje.

—Por cierto —dijo Yngve, cogiendo el sobre que había dejado sobre la cómoda y alcanzándoselo a Gunnar—. Hemos encontrado esto.

Gunnar miró el interior.

—¿Cuánto hay? —preguntó.

—Unas doscientas mil —contestó Yngve.

—Ese dinero es vuestro —dijo—. Pero, por Dios, acordaos de vuestra hermana a la hora de repartirlo.

—Claro —dijo Yngve.

¿Había realmente pensado en ella?

Yo no.

—Y luego tendréis que decidir si queréis declarar ese dinero o no —añadió Gunnar.

Tove se quedó fregando cuando un cuarto de hora más tarde Gunnar y yo salimos de casa con el remolque hasta arriba de trastos. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas, y el que el aire de dentro estuviera en movimiento, a la vez que la luz del sol entrara e iluminara el suelo, además del olor a detergente (esto último muy notable, sobre todo en la planta de arriba), contribuía a que la casa de alguna forma se abriese y se convirtiese en un lugar por el que fluía el mundo, algo que yo, muy dentro de la tenebrosidad de emociones, notaba y apreciaba. Yo seguí fregando las escaleras, Yngve la habitación de mi padre y Tove el salón de arriba, donde la abuela había encontrado a mi padre. Los marcos de las ventanas, los rodapiés, las puertas, las estanterías. Al cabo de un rato subí a la cocina para cambiar el agua del cubo. La abuela levantó la vista cuando tiré el agua sucia, pero su mirada era vacía e indiferente, y pronto volvió a dirigirla al tablero de la mesa. El agua bajó en torbellinos por el desagüe, gris y opaca, hasta que los últimos restos de espuma desaparecieron, dejando atrás una capa de arena, pelos y porquería varia, que destacaba en el brillante metal. Abrí el grifo y dejé que el chorro de agua regara el cubo por dentro, hasta que toda la suciedad desapareció. Entonces volví a llenarlo de agua limpia y humeante. Cuando entré en el salón, Tove se volvió hacia mí y me sonrió.

—¡Qué pinta tiene esto! —dijo.

Me detuve.

—Al menos vamos progresando —dije.

Tove dejó el trapo en la estantería, y se pasó rápidamente la mano por el pelo.

—La verdad es que a tu abuela nunca le gustó mucho fregar —dijo.

—Esto solía tener una pinta decente, ¿no? —pregunté.

Tove soltó una breve risa e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Pues no. A lo mejor lo parecía, pero no… Desde que yo conozco esta casa, siempre ha estado sucia. Bueno, no por todas partes, sino por los rincones. Debajo de los muebles. Debajo de las alfombras. ¿Sabes? En todos esos sitios que no se ven.

—¿De veras? —dije.

—Ya lo creo. Ella nunca fue una gran ama de casa en ese sentido.

—Puede que no —dije.

—Pero se merecía algo mejor que esto. Pensamos que iba a vivir unos buenos años después de morir el abuelo. Le conseguimos una asistenta de los Servicios Sociales, ella se ocupaba de todo.

Asentí.

—Ya me lo han dicho.

—Y para nosotros también supuso un gran apoyo. Porque hasta entonces éramos nosotros los que la ayudábamos. Con todo. Llevan mucho tiempo siendo viejos. Y con tu padre como estaba, y Erling en Trondheim, todo recayó sobre nosotros.

—Lo sé —dije, abriendo a medias los brazos, a la vez que levantaba las cejas en un gesto que debía mostrarle que lo sentía por ella, pero que yo no podía hacer nada.

—Pero ahora tendrá que ir a una residencia, donde se ocupen de ella. Es horrible verla así.

—Sí.

Volvió a sonreír.

—¿Cómo está Sissel?

—Bien —contesté—. Vive en Jølster, y tengo la impresión de que está a gusto allí. Y trabaja en la escuela de enfermería de Førde.

—Dale muchos recuerdos cuando hables con ella —dijo Tove.

—Lo haré —dije, devolviéndole la sonrisa. Tove volvió a coger el trapo, y yo bajé la escalera que ya había fregado hasta la mitad. Dejé el cubo, escurrí la bayeta y eché un chorro de Cif sobre la barandilla.

—Karl Ove —me llamó Yngve.

—¿Sí?

—Baja un momento.

Estaba frente al espejo de la entrada. Había un inmenso montón de papeles sobre la estufa de queroseno. Tenía los ojos húmedos.

—Mira esto —dijo alcanzándome un sobre. Iba dirigido a Ylva Knausgård, Stavanger. Dentro había una hoja en la que ponía: Querida Ylva, pero que por lo demás estaba en blanco.

—¿Le escribió? ¿Desde aquí? —pregunté.

—Eso parece —contestó Yngve—. Tuvo que ser para su cumpleaños o algo así. Y luego desistió. No tenía nuestra dirección, como ves.

—Yo pensaba que él apenas sabía que Ylva existía —dije.

—Por lo que se ve, sí lo sabía —señaló Yngve—. Incluso parece haber pensado en ella.

—Era su primera nieta —comenté.

—Sí, pero se trata de papá. A lo mejor eso no significa nada.

—Joder, qué triste es.

—He encontrado también otra cosa —dijo Yngve—. Mira esto.

Era una carta con pinta de ser algo oficial. Era de la Caja Estatal de Préstamos para Educación. Era una notificación de que ya había pagado todo lo que debía.

—Mira la fecha —dijo Yngve.

Leí: 29 de junio.

—Dos semanas antes de morir —dije, mirando a Yngve. Nos echamos a reír.

—Ja, ja, ja —se reía él.

—Ja, ja, ja —me reía yo—. Poco le duró la liberación. ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja!

Cuando Gunnar y Tove se marcharon una hora más tarde, el ambiente de la casa volvió a cambiar. Estando solos nosotros y la abuela, fue como si las habitaciones se cerraran en torno a lo sucedido, como si estuviéramos demasiado débiles para abrirlas. O tal vez se debiera a que nos encontrábamos demasiado cerca de lo sucedido, y formáramos una parte más íntegra de ello que Gunnar y Tove. Esa corriente de vida y movimiento se detuvo, y cada objeto, ya fuera el televisor, las sillas, el sofá, la puerta corredera entre los salones, el piano negro o las dos pinturas barrocas que colgaban sobre él, destacaba por derecho propio, pesada e inamoviblemente, cargados de pasado. Fuera se había vuelto a nublar. La capa entre blanca y gris bajo el cielo atenuaba todos los colores del paisaje. Yngve ordenaba papeles, yo fregaba la escalera y la abuela estaba sentada en la cocina, sumida en su oscuridad. Sobre las cuatro de la tarde Yngve se fue a comprar algo para hacer de comida, y yo, sintiendo toda la casa a mi alrededor, esperaba que la abuela no se lanzara a una de sus escasas caminatas y se me acercara, porque tenía la sensación de que mi alma, o lo que fuera aquello en lo que las personas con tanta facilidad dejan su sello, era tan frágil y sensible que no soportaría el peso de la presencia de la abuela, casi rota por la tenebrosidad y el duelo. Pero esperé en vano, porque al cabo de un rato oí las patas de la mesa moverse arriba, y al instante los pasos de ella, primero por el salón y luego por la escalera.

Se agarró a la barandilla, como al borde de un precipicio.

—Ah, estás ahí —dijo.

—Sí, pero pronto habré acabado esto.

—E Yngve, ¿dónde está?

—Ha ido a comprar —contesté.

—Ah, sí, es verdad —dijo la abuela. Permaneció un buen rato mirándome la mano, que con la bayeta entre los dedos subía y bajaba por la barandilla. Luego echó un vistazo a mi cara. Yo la miré a ella, y me estremecí. Parecía odiarme.

Suspiró, echándose hacia un lado ese bucle que siempre le caía sobre un ojo.

—Eres tenaz —dijo—. Eres realmente tenaz.

—Bueno —dije—. Creo que, ya puestos, hay que aprovechar, ¿no te parece?

Fuera sonó un motor.

—Ahí está —dije.

—¿Quién? ¿Gunnar?

—Yngve —respondí.

—¿Pero no está él aquí?

No contesté.

—Ay, es verdad. ¡Parece que yo también he empezado a chochear!

Sonreí, dejé caer la bayeta dentro del agua, que ya estaba casi totalmente opaca, y cogí el cubo por el asa.

—Vamos a preparar algo de comer —dije.

En la cocina vacié el agua, escurrí la bayeta y la colgué del borde del cubo; la abuela se sentó en su silla de siempre. Cuando cogí el cenicero de la mesa, ella agarró la parte de abajo de la cortina y la echó a un lado para echar un vistazo fuera. Enjuagué el cenicero, volví y cogí las tazas, las metí en el fregadero, mojé la bayeta de la cocina, puse un poco de detergente en spray en la mesa y la estaba fregando cuando entró Yngve con una bolsa de compra en cada mano. Las dejó en la mesa y se puso a sacar lo que había comprado. Lo que íbamos a comer lo dejó en la encimera: cuatro filetes de salmón empaquetados al vacío, una bolsa de plástico con patatas oscuras de tierra, una coliflor y una bolsa de judías verdes congeladas, y luego todas las demás cosas, que colocó unas en la nevera y otras en el armario de al lado, una botella de litro y medio de Sprite, una botella de litro y medio de cerveza CB, una bolsa de naranjas, un cartón de leche, otro de zumo de naranja, un pan. Yo encendí la cocina y busqué una sartén en el armario de debajo de la encimera, saqué la margarina del frigorífico, cogí un trozo que a continuación puse en la sartén, llené una cacerola grande de agua, encendí la segunda placa, abrí la bolsa de plástico, eché las patatas al fregadero, abrí el grifo y empecé a lavarlas, mientras el trozo de margarina se derretía lentamente en la sartén. Me di cuenta de lo limpia que resultaba la presencia de todas esas cosas, y por eso también de cuánto animaban: sus colores claros, como por ejemplo el plástico verde y blanco en el que estaban envasadas las judías, con las letras y el logo en rojo, o la bolsa blanca de papel que cubría el pan, excepto en una punta por la que asomaba la corteza redondeada y oscura, casi como un caracol de su caparazón, o un monje de su capucha, se me ocurrió. Las naranjas que se abombaban contra el plástico que recubría la bandeja, cómo la forma de globo de cada una de ellas quedaba oculta entre todas las demás, recordando la imagen de una molécula en un libro de texto. El olor que propagaban por la habitación al ser peladas o partidas me recordaba siempre a mi padre. A eso olían las habitaciones en las que él había estado: a humo de cigarrillo y a naranja. Si alguna vez entraba en mi despacho y notaba ese olor en él, siempre me llenaba de buenos sentimientos.

¿Pero por qué? ¿En qué consistía lo bueno?

Yngve arrugó las dos bolsas de la compra y las metió en el primer cajón. La mantequilla se estaba friendo en la sartén. El chorro de agua del grifo era interrumpido por las patatas que había puesto debajo, y el agua que corría por los lados del fregadero no tenía fuerza suficiente para llevarse toda la tierra de las patatas, que por ello se posaba como lodo alrededor de los agujeros del fondo, hasta que la patata quedaba limpia y yo la apartaba del chorro, el cual, en el transcurso de un breve instante, se llevaba todo, de manera que el metal del fondo volvía a brillar, ya limpio.

—Bueno, bueno —dijo la abuela, junto a la mesa.

Las profundas cuencas de sus ojos y la oscuridad en ellos, por lo demás tan claros, los huesos visibles por todo el cuerpo.

Yngve estaba en medio de la cocina bebiendo un vaso de Coca-Cola.

—¿Quieres que te ayude en algo? —preguntó.

Dejó el vaso vacío en la encimera y eructó casi inaudiblemente.

—No, no, va todo bien —contesté.

—Entonces voy a dar una vuelta —dijo.

—Hazlo.

Metí las patatas en el agua, que el calor ya había puesto en movimiento; por ella subían pequeños círculos. Encontré la sal, estaba arriba, encima del extractor de humos, dentro de ese pequeño barco vikingo de plata, en el que el remo era la cucharilla, eché una poca al agua, corté la coliflor, llené otra cacerola de agua y la metí, luego abrí el paquete del salmón con un cuchillo y saqué los cuatro filetes, los condimenté y los puse en un plato.

—Hay pescado para comer —le dije—. Salmón.

—Ah, bien —dijo ella—. Estará muy rico.

Tendría que darse un baño, y lavarse el pelo. Cambiarse de ropa. Yo lo estaba deseando. ¿Pero quién se ocuparía de ello? No daba señales de querer hacerlo por iniciativa propia. No se lo podíamos pedir. Ni hablar. ¿Y si no quería? Tampoco podíamos obligarla.

Habría que pedírselo a Tove. Al menos no sería tan humillante para la abuela si la ayudara alguien de su sexo. Y que fuera de una generación más próxima a la suya.

Coloqué los filetes en la sartén y encendí el extractor. En el transcurso de unos segundos la parte de abajo se puso más clara, cambió de un rosa oscuro, casi rojizo, a un rosa claro, y pude observar cómo el nuevo color subía lentamente por la carne. Bajé la temperatura de las patatas, que estaban hirviendo a borbotones.

—Ahhhh —exclamó la abuela, en su silla.

La miré. Estaba sentada igual que antes, y seguramente no era consciente de haber lanzado ese suspiro.

Él fue su primer hijo.

No era de recibo que los hijos muriesen antes que los padres. En absoluto.

Y en mi caso, ¿quién había sido mi padre para mí?

Alguien cuya muerte había deseado.

Entonces, ¿por qué todas esas lágrimas?

Abrí la bolsa de las judías con unas tijeras. Estaban cubiertas de una fina capa de rocío como peludo, y parecían casi grises. La coliflor hervía. Bajé la temperatura de la placa y miré el reloj de la pared. Las cinco menos dieciocho. Cuatro minutos más y la coliflor estaría lista. O seis. Tal vez otros quince minutos para las patatas. Debería haberlas partido por la mitad. Al fin y al cabo no se trataba de una comida festiva.

La abuela me miró.

—¿Bebéis alguna vez cerveza con la comida? —preguntó—. He visto que Yngve ha comprado una botella.

¿Lo había visto?

Negué con la cabeza.

—A veces —contesté—. Pero no a menudo. Muy rara vez, de hecho.

Di la vuelta a los filetes. Algún trozo marrón corría por la carne clara. Pero no se habían quemado.

Metí las judías en la cacerola, eché sal en el agua, y tiré la que sobraba. La abuela estaba inclinada hacia delante mirando por la ventana. Quité la sartén de la placa, bajé la temperatura y fui a reunirme con Yngve, que estaba en la terraza sentado en una silla, contemplando el paisaje.

—Pronto estará la comida —dije—. En cinco minutos.

—Bien —dijo él.

—Esa cerveza que has comprado —dije—, ¿pensabas beberla con la comida?

Asintió con un gesto y me miró un instante de reojo.

—¿Por qué lo preguntas?

—La abuela —dije—. Me ha preguntado si solemos beber cerveza con la comida. Creo que tal vez no hace falta que bebamos cuando ella esté presente. En esta casa se ha bebido muchísimo. Ella no tendría que verlo más. Aunque sólo fuera un vaso con la comida. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Claro que sí. Pero creo que exageras.

—Pues sí, es posible. Pero tampoco se trata de un gran sacrificio.

—Qué va.

—¿Estamos de acuerdo entonces?

—¡Sí! —contestó él.

La irritación en su voz era inequívoca. No quería dejar las cosas así, pero tampoco se me ocurría nada para arreglarlo. De modo que tras vacilar unos segundos, con los brazos colgando indecisos a los lados y el llanto en la garganta, volví a la cocina, puse la mesa, quité el agua de las patatas dejando que se evaporase la que quedaba para que se secaran, coloqué los filetes de salmón en una fuente con la pala, partí la coliflor y la puse en otra fuente junto con las judías verdes, cogí un cuenco para poner las patatas, y lo coloqué todo en la mesa. Rosa, verde claro, blanco, verde oscuro, marrón dorado. Llené una jarra de agua y la puse en la mesa junto con tres vasos en el instante en que Yngve entraba.

—Tiene buena pinta —dijo, sentándose—. Pero tal vez no vendrían mal unos cubiertos.

Los busqué en el cajón, y les di un par a cada uno, me senté y me puse a pelar una patata. La piel caliente me escocía en la punta del dedo.

—¿Las pelas? —preguntó Yngve—. Pero si son nuevas.

—Tienes razón —dije. Pinché con el tenedor otra patata y la puse en el plato. Reventó en trocitos cuando le metí el cuchillo a presión. Yngve se llevó un trozo de salmón a la boca. La abuela estaba partiendo el suyo en trozos muy pequeños. Me volví a levantar, cogí la margarina de la nevera y puse un trozo en la patata. Por una vieja costumbre, respiré por la boca al masticar el primer trozo de salmón. Yngve parecía tener una relación más normal y más adulta con el pescado. Incluso comía ya bacalao seco preparado con sosa, que entonces era lo peor de lo peor. Con beicon y todo lo demás que se pone resulta realmente rico, le oí decir en mi imaginación, mientras comía en silencio a mi lado. Las cenas de bacalao con amigos era un mundo del que me encontraba completamente al margen. No porque no fuera capaz de comer bacalao seco preparado con sosa, sino porque no me invitaban a ese tipo de fiestas. No tenía ni idea de por qué. Ya no me importaba. Pero en su momento sí me importó, cuando estaba fuera y sufría por ello. Ahora ya sólo estaba fuera.

—Gunnar ha dicho que hay una empresa de alquiler de herramientas en Grim —dije—. ¿Vamos mañana, después de la funeraria? Estaría bien hacerlo antes de que tú te marches, mientras tengamos coche, quiero decir.

—Sí, podemos hacerlo —dijo Yngve.

También comió la abuela. Había algo picudo y como de roedor en ella. Cada vez que se movía, notaba el olor a meado. Habría que conseguir que se metiera en la bañera. Ponerle ropa limpia. Darle de comer. Mucha comida. Leche, mantequilla.

Levanté el vaso y bebí. El agua, fresca en la cavidad de la boca, sabía un poco a metal. Los cubiertos de Yngve tintinearon contra el plato. Una avispa o abejorro zumbaba en algún lugar del comedor, detrás de la puerta entreabierta. La abuela suspiró. Al mismo tiempo se retorció en la silla, como si su pensamiento no sólo hubiera pasado por su conciencia, sino que también recorriese su cuerpo.

En esa casa comían pescado incluso en Nochebuena. Cuando era pequeño, aquello me parecía una monstruosidad. ¡Pescado en Nochebuena! Pero Kristiansand era una ciudad costera, la tradición era antigua, y el bacalao fresco que se ofrecía en el mercado de pescado en los días anteriores a Navidad era cuidadosamente escogido. Una vez fui a ese mercado con mi abuela, recordaba el ambiente con el que nos encontramos al entrar, sombrío tras la intensa luz del sol en la nieve fuera, recordaba cómo los grandes bacalaos nadaban tranquilamente, ensimismados, su piel marrón, por algunas partes tirando a amarilla y por otras a verde, la boca que se abría y cerraba lentamente, la barba debajo de la barbilla blanda y blanca, los ojos amarillos y pétreos. Los hombres que trabajaban en el mercado llevaban delantales blancos y botas de goma. Uno de ellos cortó la cabeza de un bacalao con un cuchillo grande, casi cuadrado. Luego, tras apartar la pesada cabeza, le abrió la tripa. Las vísceras le salieron por entre los dedos. Eran pálidas y acuosas y las tiró a un cubo de basura que tenía al lado. ¿Por qué eran tan pálidas? Otro pescadero acababa de envolver un pescado en un papel y estaba ya tecleando en la caja con un dedo. Manejaba los botones de la caja de una manera muy distinta a como lo hacían en otras tiendas, como si dos mundos diferentes, uno pulcro y otro tosco, uno interior y otro exterior, se encontraran en los movimientos tan decididos y sin embargo tan poco acostumbrados de los dedos del pescadero. En los mostradores había pescado y gambas sobre trozos de hielo. La abuela, que llevaba un gorro de piel y un abrigo oscuro largo hasta los pies, se puso en la cola delante de uno de los mostradores. Yo me acerqué a una caja de madera llena de cangrejos vivos. La parte de arriba era de color marrón oscuro, como hojas podridas, por la parte de abajo eran blanquecinos como huesos. Ojos negros, como la punta de un alfiler, antenas que crujían cuando se montaban uno sobre otro. Los cangrejos eran como una especie de recipientes, pensé, recipientes de carne. Me resultaba como de cuento el que viniesen de las profundidades, habiendo sido elevados hasta nosotros, como también lo habían sido los peces. Un hombre regó el suelo de hormigón, el agua corría espumosa hacia la rejilla del desagüe. La abuela se inclinó hacia delante y señaló un pescado completamente plano, era verdoso con puntos de color óxido; el vendedor lo levantó de su lecho de hielo y lo puso en una balanza. Luego en un papel en el que lo envolvió. Metió el paquete en una bolsa. Dio la bolsa a la abuela, que a su vez le alcanzó un billete de su pequeño monedero. Pero todo aquello tan mágico relacionado con los peces en el mercado había desaparecido por completo cuando se encontraban en mi plato, blancos, temblorosos, salados y llenos de espinas, como lo mágico de los peces cuando mi padre y yo los pescábamos en la isla de Trom, o en el estrecho, con anzuelo, curricán o caña, desaparecía cuando estaban listos para ser comidos en uno de nuestros platos marrones en la casa de Tybakken en la década de 1970.

¿Cuándo había ido con la abuela al mercado de pescado?

De niño no estuve en su casa muchos días laborales. Tuvo que ser en aquellas vacaciones de invierno que Yngve y yo pasamos allí con ellos. Cuando fuimos solos en autobús a Kristiansand. Eso significaba que también Yngve tendría que estar con nosotros ese día. Pero no existía en mi recuerdo. Y los cangrejos no podían estar allí; las vacaciones de invierno solían ser en febrero, una época en la que no se podían comprar cangrejos vivos. Y si a pesar de todo hubiera habido, no habrían estado en una caja de madera. ¿De dónde venía entonces esa imagen de ellos tan nítida y detallada?

De cualquier parte. Si de algo estaba llena mi infancia, era de peces, cangrejos, gambas y bogavantes. Muchas veces había visto a mi padre ir a por platos fríos de pescado a la nevera, que luego se comía de pie en la cocina por la noche, o por la mañana los fines de semana. Lo que más le gustaba eran los cangrejos, cuando llegaba el final del verano empezaban a estar más llenos, después del instituto solía ir al muelle de los pescadores de Arendal a comprar unos cuantos, cuando no los pescaba él mismo por la noche en uno de los islotes, o a lo largo de las rocas de isla, lo que ocurría pocas veces. A veces nos llevaba con él, sobre todo me acordaba de una vez, una noche cerca del faro de Torungen bajo un cielo de agosto negro, en que nos atacaron las gaviotas cuando salimos de la barca para cruzar el islote, y luego, con tres cubos llenos de cangrejos, encendimos una hoguera en una cavidad. Las llamas subían hasta el cielo. El mar reposaba pesado a nuestro alrededor.

Dejé el vaso, corté un trozo de pescado y lo pinché con el tenedor. La grasienta carne, de color gris oscuro, deshilachada por los tres dientes del tenedor, estaba tan tierna que podía masticarla con la lengua contra el paladar.

Después de comer proseguimos con la limpieza. La escalera ya estaba limpia, y seguí donde lo había dejado Tove; Yngve se puso con el comedor. Estaba lloviendo. Una fina llovizna se iba posando en las ventanas, el muro de la terraza se oscureció un poco, y fuera, en el mar abierto, donde seguramente llovería con más fuerza, las nubes del horizonte estaban rayadas de lluvia. Quité el polvo de todos los pequeños objetos decorativos, de las lámparas, de los cuadros, y de los souvenirs que llenaban todas las estanterías, dejándolos en el suelo para acabar fregando las propias estanterías. Una lámpara de aceite que recordaba a Las mil y una noches, barata y cara a la vez, con complicados ornamentos y adornos dorados; una góndola veneciana que brillaba como una lámpara; una foto de los abuelos delante de una pirámide de Egipto. Mientras estaba allí, oí a la abuela levantarse en la cocina. Sequé el cristal y el marco, volví a ponerlo en su sitio, y cogí la pequeña balda para discos single. La abuela me miraba con las manos a la espalda.

Eso sí que no hace falta —dijo—. No tienes que hacerlo tan a fondo.

—Se hace rápido —contesté—. Ya puesto, lo hago todo.

—Bueno, bueno —dijo ella—. Sí que está quedando bien.

Cuando hube quitado todo el polvo de la balda de los discos, la dejé en el suelo, puse los discos al lado, abrí el armario y saqué el viejo aparato estereofónico.

—Nunca os tomáis una copita por las noches, ¿a que no? —preguntó.

—No —contesté—. Y menos entre semana.

—Ya me lo figuraba —señaló la abuela.

Al otro lado del río, las luces de la ciudad brillaban ya con más claridad. ¿Qué hora sería? ¿Las cinco y media? ¿Las seis?

Fregué los estantes y volví a colocar el aparato estereofónico en su sitio. La abuela, que seguramente se había dado cuenta de que no me sacaría nada más, se volvió con un pequeño bueno, bueno, y bajó al otro salón. Al instante oí su voz y luego la de Yngve. Cuando entré en la cocina a buscar el limpiacristales y un poco de papel de periódico, vi a través de la puerta abierta que ella se había sentado junto a la mesa del comedor para hablar con Yngve mientras él trabajaba.

Lo de la bebida la había hecho sufrir mucho, pensé. Cogí el limpiacristales del armario, arranqué unas páginas del periódico que estaba en la silla de debajo del reloj de la pared, y volví al salón. No era de extrañar. Él se había matado sistemáticamente con la bebida, no se podía explicar de otra manera, y ella lo había presenciado. Todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches. ¿Durante cuánto tiempo? ¿Dos años? ¿Tres años? Sólo ella y él. Madre e hijo.

Eché un poco de limpiacristales en la puerta de cristal de la estantería, arrugué el papel de periódico y froté hasta que el cristal quedó seco y resplandeciente. Eché un vistazo por la habitación para ver si quedaba algo más de cristal por limpiar, ya que estaba en marcha. Pero no vi nada más que las ventanas, que había decidido limpiar más tarde. Así que seguí con la estantería, coloqué todas las cosas, y luego me puse con lo que había dentro del armario.

El aire estaba cargado de lluvia abajo en la dársena. Al instante golpeó contra la ventana justo delante de mí. Grandes gotas grises que enseguida empezaron a deslizarse, formando dibujos temblorosos por todo el cristal. La abuela pasó por detrás de mí. No me volví, pero sus movimientos llenaron no obstante mi conciencia cuando ella se paró, cogió el mando a distancia, lo apretó y se sentó en el sillón. Yo dejé la bayeta del polvo en el estante y fui a donde estaba Yngve.

—Esto también está lleno de botellas —dijo, señalando el aparador que cubría toda una pared—. Pero la vajilla está en muy buen estado.

—¿Te ha preguntado a ti también si solemos beber? —quise saber—. A mí me lo ha preguntado al menos diez veces desde que llegamos.

—Sí que me lo ha preguntado —contestó—. La cuestión es si debemos darle algo. No es que necesite nuestro permiso, pero nos lo pide. Así que… ¿tú que opinas?

—¿Qué estás diciendo?

—¿No lo has entendido? —preguntó, mirándome de nuevo. En sus labios se esbozaba una pequeña y triste sonrisa.

—¿Entendido el qué?

—Quiere algo de beber. Está desesperada.

—¿La abuela?

—Sí. ¿A ti qué te parece? ¿Le damos algo?

—¿Estás seguro de que eso es lo que pasa? Yo creía que se trataba de lo contrario.

—También fue eso lo que yo creí al principio. Pero es evidente, si te pones a pensar. Él vivió aquí mucho tiempo. ¿Cómo si no pudo ella soportarlo?

—¿Es alcohólica?

Yngve se encogió de hombros.

—Lo que pasa es que quiere una copa. Y necesita nuestro permiso.

—Joder —dije—. Vaya mierda.

—Sí, pero no pasa nada si se toma una copa ahora, ¿no? Se encuentra en una especie de estado de shock.

—¿Qué hacemos entonces? —pregunté.

—Simplemente le preguntamos si quiere tomar una copa, ¿te parece? Y nos tomamos una con ella.

—De acuerdo, pero no ahora mismo, ¿no?

—Acabemos lo que hay que hacer hoy, y luego se lo preguntamos. Como si no hubiera nada de particular en ello.

Media hora más tarde había acabado de limpiar la estantería, y salí a la terraza, donde la lluvia ya había cesado, y el aire estaba impregnado de olores frescos del jardín. Una fina película de agua cubría la mesa, la tapicería de los sillones estaba oscura por la humedad. Las botellas de plástico diseminadas por el suelo de cemento estaban llenas de gotas por la parte de arriba. Sus cuellos recordaban a bocas de cañones, listos para ser disparados en todas las direcciones. Por la parte de abajo de la verja de hierro forjado las gotas colgaban en racimos. De cuando en cuando alguna se desprendía y caía al cemento con un suspiro casi inaudible. Resultaba imposible creer que mi padre hubiese estado allí tres días antes. Que sólo tres días atrás hubiese contemplado ese mismo panorama, caminado por esa misma casa, visto a la abuela como nosotros la estábamos viendo y pensado sus pensamientos, me resultaba incomprensible. Es decir, que acabara de estar allí podía comprenderlo. Pero no que hubiese estado viendo todo aquello. La terraza, las bolsas de plástico, la luz en la ventana del vecino. La cascarilla amarilla de pintura que se había desprendido, y que yacía sobre el suelo pintado de rojo de la terraza, justo al lado de la pata oxidada de la mesa. El canalón, el agua que seguía corriendo desde él hasta la hierba. A pesar de todos mis intentos, me resultaba imposible entender que él nunca volvería a ver nada de todo eso. El que no volviera a verme a mí o a Yngve lo podía entender, pues tenía que ver con la vida sentimental, con la que la muerte estaba entretejida de una manera muy diferente de esa realidad objetiva, concreta, que me rodeaba.

Nada, simplemente nada. Ni siquiera la oscuridad.

Encendí un cigarrillo, pasé la mano un par de veces por el asiento mojado del sillón, y me senté. Sólo me quedaban dos cigarrillos, lo que significaba que tendría que bajar al quiosco antes de que cerrara.

Por la valla al final del césped merodeaba un gato. Era canoso y parecía viejo. Se paró con la pata levantada, mirando fijamente la hierba durante unos instantes, antes de proseguir su camino. Pensé en nuestro gato, Nansen, por el que Tonje derrochaba amor. Tenía un par de meses y dormía bajo su edredón, con la cabeza asomando apenas.

No había pensado una sola vez en Tonje en el transcurso del día. Ni una sola vez. ¿Qué significaba eso? No quería llamarla, porque no tenía nada que decirle, pero tendría que hacerlo por ella. Aunque yo no había pensado en ella, ella sí que habría pensado en mí, eso era seguro.

Por el aire, muy arriba sobre el puerto, venía volando una gaviota. Apuntaba directamente a la terraza, y sonreí, era la gaviota de la abuela, que venía a por su comida. Pero como yo estaba allí, no se atrevía a bajar. Optó por posarse en el tejado, donde acto seguido echó la cabeza hacia atrás y lanzó su chillido de gaviota.

Podría darle un poco de salmón, ¿no?

Apagué el cigarrillo en el suelo y metí la colilla en una botella. Luego me levanté y fui a donde estaba la abuela viendo la televisión.

—Tu gaviota está aquí otra vez —le dije—. ¿Le doy un poco de salmón?

—¿Cómo dices? —preguntó, volviéndose hacia mí.

—La gaviota está aquí —repetí—. ¿Le doy un poco de salmón?

—Ah —dijo—. Puedo hacerlo yo, faltaría más.

Se levantó y entró encogida en la cocina. Cogí el mando y quité el sonido. Luego entré en el comedor, que estaba vacío, y me senté junto al teléfono. Marqué el número de casa.

—Hola, soy Tonje.

—Hola, soy Karl Ove.

—Ah, hola

—Hola.

—¿Qué tal estás?

—No muy bien —contesté—. Resulta difícil estar aquí. No hago más que llorar. Pero no sé muy bien por qué lloro. Porque mi padre ha muerto, claro. Pero no es sólo por eso…

—Debería estar ahí contigo —dijo Tonje—. Te echo mucho de menos.

—Ésta es una casa de muerte —dije—. Estamos hundidos en su muerte. Murió en un sillón, justo aquí al lado. Y luego está todo lo que ocurrió aquí antes, quiero decir cuando yo era un niño, todo eso va emergiendo poco a poco. ¿Lo entiendes? De alguna manera estoy muy cerca de todo aquello. Del que yo era de pequeño. Del que mi padre era entonces. Todos los sentimientos de entonces vuelven a aflorar.

—Mi pobre Karl Ove —se compadeció ella.

La abuela entraba con un trozo de salmón en un plato por la puerta que tenía enfrente. Permanecí callado hasta que estuvo en el otro salón.

—No, no soy pobre —dije—. El pobre es él. No te puedes ni imaginar la vida tan jodida que llevó al final.

—¿Y cómo se lo ha tomado tu abuela?

—No lo sé muy bien. Está como en estado de shock. Parece algo senil. Y está delgadísima. No hacían más que beber. Ella y él.

—¿Ella también? ¿Tu abuela?

—Pues sí. No te lo vas a creer. Pero hemos decidido arreglar la casa y celebrar el entierro aquí.

Por el cristal de la puerta de la terraza vi a la abuela dejar el plato en el suelo. Retrocedió un par de pasos y miró a su alrededor.

—Parece una buena idea —señaló Tonje.

—No lo sé, pero es lo que vamos a hacer —dije—. Vamos a fregar toda esta jodida casa y a decorarla. A comprar manteles, flores y…

Yngve asomó la cabeza por la puerta. Al verme hablando por teléfono, frunció las cejas casi imperceptiblemente y se retiró justo en el momento en el que la abuela volvía a entrar de la terraza. Luego se colocó delante de la ventana mirando hacia fuera.

—Creo que iré un día antes —dijo Tonje—. Así podré echaros una mano.

—El entierro será el viernes —dije—. ¿Te tomas entonces un día libre en el trabajo?

—Sí. Así podré llegar sobre mediodía. Te echo tanto de menos…

—¿Qué has hecho hoy?

—Nada especial. He ido a casa de mi madre y Hans, y he comido con ellos. Te mandan muchos recuerdos, piensan en ti.

—Son muy amables —dije—. ¿Qué habéis comido?

La madre de Tonje era una cocinera fantástica; comer en su casa era siempre una experiencia para los que tuvieran intereses gastronómicos. Yo no era de ésos, me importaba un bledo lo que comiera, igual podía comer palitos de pescado que halibut al horno, salchichas que un filete Wellington, pero a Tonje sí le importaba, se le iluminaban los ojos cuando hablaba de comida, y a ella también se le daba muy bien cocinar, le encantaba meterse en la cocina aunque sólo fuera para hacer una pizza, ponía toda su alma en ello. Era la persona más sensual que había conocido. Y se había juntado con alguien que consideraba la buena comida, el buen ambiente y la cercanía como males necesarios.

—Platija. Así que no te has perdido nada.

La oí sonreír.

—Pero estaba riquísima.

—No lo dudo —dije—. ¿Estaban también Kjetil y Karin?

—Sí, y Atle.

Habían sucedido muchas cosas en esa familia, como en todas las familias, pero no hablaban de ello, de manera que si estaba patente en algún lugar, sería dentro de cada uno de ellos, y en los ambientes que creaban juntos. Intuía que una de las cosas que a Tonje más le gustaba de mí era mi interés precisamente por eso, por todos los contextos y relaciones, o las posibilidades en las distintas relaciones, algo a lo que ella no estaba acostumbrada, nunca especulaba sobre esas cosas, así que cuando yo le hacía ver lo que yo veía, siempre mostraba mucho interés. Era algo que había heredado de mi madre, desde muy joven había mantenido con ella largas conversaciones sobre personas a las que habíamos conocido, o conocíamos, sobre lo que habían dicho, por qué lo habían dicho, de dónde venían, quiénes eran sus padres, en qué clase de casa vivían, todo eso entretejido con cuestiones que tenían que ver con política, ética, moral, psicología y filosofía, y esa continua conversación, que aún duraba, había aportado una dirección a mi mirada, de manera que siempre observaba lo que surgía entre las personas, y lo que intentaba explicar —y durante mucho tiempo pensé que se me daba bien observar a otras personas, pero no era así, pues sólo me veía a mí mismo por todas partes, pero tal vez no fuera ése el tema del que trataban nuestras conversaciones— era otra cosa, trataba de mi madre y de mí, era en el lenguaje y en la reflexión donde nos acercábamos el uno al otro, ahí era donde estábamos unidos, y también era eso lo que buscaba en la relación con Tonje, y eso estaba bien, porque ella lo necesitaba, de la misma manera que yo necesitaba su robusta sensualidad.

—Te echo de menos —dije—. Pero me alegro de que no estés aquí.

—Tienes que prometerme que no vas a dejarme al margen de lo que te está pasando —dijo ella.

—Te lo prometo.

—Te quiero —dijo.

—Y yo a ti —le correspondí.

Como siempre al acabar de pronunciar esas palabras, me pregunté si realmente era verdad. Luego esa sensación desapareció. Claro que la quería, por supuesto que sí.

—¿Me llamas mañana?

—Desde luego. Adiós, entonces.

—Adiós. Y da recuerdos a Yngve.

Colgué y fui a la cocina, donde estaba Yngve apoyado en la encimera.

—Era Tonje —le dije—. Te manda recuerdos.

—Gracias —respondió—. Devuélveselos cuando hables con ella.

Me senté en el borde de la silla.

—¿Lo dejamos por hoy, o qué?

—Sí. Yo ya no puedo más.

—Bajo un momento al quiosco. Y luego podemos…, bueno, ya sabes. ¿Tú quieres algo?

—¿Puedes comprarme un paquete de tabaco? ¿Y tal vez unas patatas fritas o algo así?

Asentí y me levanté, bajé la escalera, me puse la chaqueta que había colgado en el armario, comprobé que mi tarjeta estaba en el bolsillo interior, y me eché un rápido vistazo en el espejo antes de salir. Tenía cara de agotamiento. Y aunque hacía unas horas que no lloraba, aún se me notaba en los ojos. Ya no estaban rojos, pero había en ellos algo difuso y acuoso.

Me detuve un instante en la escalera. Pensé que había muchas cosas que tendríamos que preguntar a la abuela. Que hasta entonces habíamos sido muy prudentes. Por ejemplo, ¿cuándo llegó la ambulancia? ¿Cuánto había tardado? ¿Estaba aún vivo cuando llegó? ¿Qué clase de emergencia había sido?

Habría entrado por el camino del jardín, con las luces intermitentes y la sirena encendida. ¿Habían salido de ella el chófer y el médico llevando su equipo y habían subido la escalera a toda prisa hasta la puerta, que estaba cerrada? Esa puerta siempre estaba cerrada, ¿estaba ella lo suficientemente serena para bajar y abrirla antes de que ellos llegasen? ¿O habían tenido que llamar? ¿Qué les dijo a los sanitarios cuando entraron? ¿Está tumbado ahí dentro? Y a continuación los condujo al salón. ¿Estaba sentado en el sillón cuando lo encontraron? ¿Yacía en el suelo? ¿Habían intentado reanimarlo? ¿Masaje cardiaco, oxígeno, boca a boca? ¿O se habían limitado a constatar que estaba muerto, sin ninguna esperanza de vida, para luego colocarlo en la camilla y llevárselo, tras intercambiar algunas palabras con ella? ¿Y qué había entendido ella? ¿Qué había dicho? ¿Y cuándo ocurrió todo? ¿Por la mañana, a mediodía, o por la tarde?

No podíamos irnos de allí sin saber las circunstancias de su muerte, ¿no?

Suspiré y empecé a bajar la calle. El firmamento se había abierto sobre mí. Lo que unas horas antes era una cubierta de nubes simple, pero densa, reposaba entonces como formaciones paisajísticas dentro de algo muy profundo, con llanuras extendidas, laderas empinadas y montañas picudas, por algunos sitios blanco y denso como nieve, por otros gris y duro como montañas, mientras las grandes superficies iluminadas por el sol poniente ni brillaban, ni resplandecían, ni ardían con un color rojizo como ocurría algunas veces, sino que más bien parecían empapadas en algún líquido. De color rojo mate, rosa oscuro colgaban sobre la ciudad, rodeadas por toda clase de matices de gris. El escenario era salvaje y hermoso. En realidad todo el mundo debería salir a la calle, pensé, los coches deberían parar, abrirse las puertas, y los conductores y los pasajeros salir con las cabezas levantadas y los ojos brillantes de curiosidad y anhelo por lo bello, pues, ¿qué era realmente aquello que tenía lugar justo encima de sus cabezas?

Pero como máximo echaban una o dos miradas hacia arriba, acaso seguidas de algún comentario del tipo el cielo está bonito esta tarde, porque no es que lo que se viera fuera algo único, al contrario, apenas pasaba un día sin que el cielo estuviera lleno de fantásticas formaciones de nubes, cada una de ellas iluminada de maneras únicas y nunca repetidas, y como lo que uno ve siempre, es lo que nunca ve, vivíamos nuestras vidas bajo un cielo constantemente cambiante sin dedicarle ni un pensamiento, ni una mirada. ¿Y por qué íbamos a hacerlo? Si al menos esas diferentes formaciones de nubes tuvieran un sentido, si por ejemplo hubiera en ellas señales y mensajes ocultos para nosotros, que había que interpretar correctamente, entonces sí habría una continua atención hacia todo lo que allí ocurría, inevitable y comprensible. Pero no era así, las distintas formas y luz de las nubes no significaban nada, su aspecto en cada momento se debía exclusivamente a la casualidad, de manera que lo que representaban realmente las nubes era la falta de sentido en su forma más pura y perfecta.

Llegué a la calle más ancha, que estaba desierta de gente y de coches, y seguí hacia el cruce. También allí había ambiente de domingo: una pareja mayor dando un paseo por la otra acera, algunos coches bajando lentamente hacia el puente, los semáforos que enseguida se pusieron en rojo para nadie. En la parada del autobús, junto al quiosco, se detuvo un Golf negro, y el conductor, un joven en pantalón corto, salió con la cartera en la mano y corrió hacia el quiosco dejando el coche con el motor en marcha. Me crucé con él en la puerta, salía con un helado en la mano. ¿No era demasiado infantil? ¿Dejar el coche en marcha para comprarse un helado?

El dependiente en chándal del día anterior había sido sustituido por una chica de veintipocos años. Era gruesa y tenía el pelo negro, y por sus facciones, que tenían algo de persa, adiviné que venía de Irak o de Irán. A pesar de sus mejillas redondas y su cuerpo grueso, era guapa. A mí ni me miró. Lo que acaparaba toda su atención era una revista abierta en el mostrador delante de ella. Abrí la puerta corredera del frigorífico y saqué tres botellas de medio litro de Sprite, miré por los estantes en busca de las patatas fritas, y cuando las encontré, cogí dos bolsas y las puse en el mostrador.

—Y también un paquete de tabaco Tiedemanns Gul y papel de fumar —dije.

Se volvió y cogió el tabaco del estante detrás de ella.

—¿Rizla? —preguntó, todavía sin mirarme a los ojos.

—Vale —contesté.

Con una mano metió el papel de fumar en su envoltorio color naranja en la tapa del paquete de tabaco y lo puso sobre el mostrador, mientras marcaba los precios en la caja con la otra.

—Ciento cincuenta y siete con cincuenta —dijo, con un marcado dialecto de Kristiansand.

Le alcancé dos billetes de cien coronas. Ella los tecleó y sacó lo que tenía que devolverme del cajón de la caja. Aunque yo tenía la mano extendida, dejó la vuelta en el mostrador.

¿Por qué? ¿Había visto en mí algo que no le había agradado? ¿O era simplemente indolente? ¿No era normal que los dependientes mirasen al cliente a la cara en algún momento de la transacción? Y si tienes la mano extendida, resulta casi insultante dejar el dinero en otro sitio, ¿no? Al menos manifiestamente.

—¿Podrías darme una bolsa? —le pregunté mirándola.

—Claro que sí —contestó, agachándose un poco y sacando de debajo del mostrador una bolsa blanca de plástico.

—Toma.

—Gracias —dije, metí la compra en ella y salí a la calle. Las ganas de acostarme con ella, que se manifestaban más en una especie de apertura y suavidad en el cuerpo que en la forma más corriente de deseo, que, como se sabe, es más dura, más aguda, una suerte de contracción de los sentidos, se mantuvieron durante todo el camino hasta casa, aunque no eran monotemáticas, porque en torno al deseo estaba siempre el duelo, con su cielo gris y difuso que sabía que podía volver a llenarme del todo.

Estaban arriba viendo la tele. Yngve, sentado en el sillón de mi padre. Cuando entré, giró la cabeza y se levantó.

—Pensábamos tomarnos una copita —dijo a la abuela—. Después de todo lo que hemos trabajado. ¿Tú también quieres una?

—Estaría bien —contestó.

—Te preparo una —dijo Yngve—. Y podemos sentarnos en la cocina, ¿no?

—Muy bien —dijo la abuela.

¿Acaso andaba un poquito más deprisa por la habitación que antes? ¿Acaso se encendió una pequeña luz en sus ojos, por lo demás tan oscuros?

Pues sí, así fue.

Dejé una bolsa de patatas en la encimera, vacié el contenido de la otra en un cuenco que puse sobre la mesa, e Yngve sacó del armario una botella de Absolut azul que estaba escondida entre las cosas de comida cuando tiramos todo el alcohol que encontramos, luego cogió tres vasos de los estantes sobre la encimera, un cartón de zumo de la nevera, y empezó a mezclar las bebidas. La abuela estaba sentada en su sitio de siempre, mirándolo.

—Conque también a vosotros os gusta tomaros una copita por la noche —constató.

—Sí, sí —contestó Yngve—. Llevamos todo el día trabajando. ¡También tenemos derecho a un poco de relax!

Sonrió y le alargó un vaso. Y allí estábamos, bebiendo en torno a la mesa. Eran cerca de las diez. Había empezado a oscurecer. No cabía duda de que a la abuela el alcohol le sentaba bien. Sus ojos empezaron a recuperar el brillo de antaño, sus mejillas mates recobraron el color, sus movimientos se volvieron más suaves, y cuando terminó la primera copa, e Yngve le estaba preparando la segunda, fue como si también su mente se aligerara, porque al poco tiempo estaba charlando y riéndose como en los viejos tiempos. En cambio yo la primera media hora estaba como petrificado, tieso de malestar, porque ella era como un vampiro que por fin había vuelto a disponer de sangre, lo vi, fue así: la vida volvió a ella, llenándola poco a poco. Fue terrible, terrible. Pero entonces noté el efecto del alcohol en mí mismo, mis pensamientos se suavizaron, mi conciencia se abrió, y el que ella estuviera bebiendo y riendo dos días después de haber encontrado a su hijo muerto en el salón ya no me parecía tan siniestro, no importaba tanto, seguramente lo necesitaba. Después de haber permanecido sentada en su silla de la cocina todo el día, salvo los ratos que había estado dando vueltas por la casa, intranquila y confusa sin pronunciar palabra, era bueno verla animarse otra vez. También a nosotros nos hacía falta. La abuela contaba historias, nosotros nos reíamos, Yngve añadió las suyas y nos reímos aún más. Ellos dos siempre habían coincidido en el gusto por los juegos de palabras, y nunca más que esa noche. Cada dos por tres la abuela se secaba lágrimas de risa, y cada dos por tres me encontraba con la mirada de Yngve, y la alegría que veía en ella, que al principio parecía pedir perdón, luego sólo quedó en eso, en alegría. Estábamos tomando una bebida mágica. Ese líquido transparente que sabía tan fuerte, incluso mezclado con zumo de naranja, cambió las condiciones de nuestra presencia, eliminando de la conciencia lo que acababa de ocurrir, y abriendo el paso a los que solíamos ser, a lo que solíamos pensar, como iluminados desde abajo, porque lo que éramos y lo que pensábamos brillaba de repente con resplandor y calor, y no había ya nada que nos impidiera nada. La abuela seguía oliendo a meado, su vestido seguía lleno de manchas de grasa y comida, seguía terriblemente flaca, seguía siendo un hecho que había vivido los últimos meses en un nido de ratas en compañía de su hijo, nuestro padre, que había muerto por el abuso del alcohol, y que aún no estaba del todo frío. Pero los ojos de la abuela brillaban. Y su boca sonreía. Y las manos, que hasta entonces habían estado quietas sobre sus rodillas, cuando no estaban ocupadas en el eterno fumar, empezaron a gesticular. Se transformó ante nuestros ojos en la persona que había sido, ligera, rápida, siempre cerca de la sonrisa y la risa. Las historias que contaba las habíamos oído antes, pero eso era justo lo divertido, al menos para mí, porque de esa manera volvía a ser la abuela que había sido, volvía la vida tal y como había sido en esa casa. Ninguna de esas historias era en sí divertida, todo la gracia estaba en su manera de contarlas, en su manera de convertirlas en historias, y en que ella misma las encontrara tan divertidas. Ella siempre buscaba lo curioso en el día a día, y se reía siempre muchísimo. Sus hijos la siguieron en eso, ellos le contaban pequeñas historias de su día a día, de las que ella se reía, y que, si realmente eran de su agrado, adoptaba y convertía en parte de su repertorio. Sus hijos, en especial Erling y Gunnar, también tenían el mismo afán por los juegos de palabras. ¿No habían enviado a Gunnar a la tienda a comprar un «bolo de hilona»? ¿Y no convencieron a Yngve de que las palabras más feas del mundo eran «cacofonía» y «culata», haciéndole prometer que nunca las diría? Mi padre también participaba algunas veces en esa juerga, pero no era algo con lo que yo lo asociara; más bien lo miraba extrañado cuando participaba. El que él se rindiera ante una historia y se riera como lo hacía la abuela resultaba impensable.

Aunque lo hubiera contado cientos de veces antes, la abuela lo vivía tanto que parecía que lo contaba por primera vez. La risa que seguía a la historia era por tanto completamente liberadora: no había nada calculado en ella. Y cuando habíamos bebido bastante, y el alcohol había iluminado toda la oscuridad de nuestro interior, además de haber hecho desaparecer las miradas del exterior, no tuvimos ningún problema en seguirla. Una carcajada tras otra rodó por la mesa. La abuela derrochaba pequeñas historias, recogidas a lo largo de sus ochenta y cinco años de vida, pero no se quedaba ahí, porque conforme aumentaba la embriaguez, bajaba la defensa, y ella alargó algunas de las historias ya conocidas, contando más detalles, de manera que el tema principal cambiaba. Sabíamos, por ejemplo, que ella había trabajado de chófer particular en Oslo a principios de la década de 1930, formaba parte de la mitología, porque no había muchas mujeres con carné de conducir en aquellos tiempos. Contaba que contestó a un anuncio que había visto en el diario Aftenposten. Le dieron el puesto y se mudó de Åsgårdstrand a Oslo. Trabajó para una mujer mayor, excéntrica y rica. La abuela, que sólo tenía veintipocos años, se alojaba en una habitación del gran chalé de la señora, conducía su coche y la llevaba a donde quería. Tenía un perro, que solía estar junto a la ventana ladrando a todos los que pasaban por allí, la abuela se reía al contarlo, al contar la vergüenza que le daba. Pero también había otro tema que solía mencionar para describir con todo detalle lo excéntrica y seguramente senil que se mostraba la señora. Guardaba dinero por todas partes de la casa. Había montones de billetes en el armario de la cocina, dentro de cacerolas y teteras, en el suelo debajo de las alfombras, y en las almohadas del dormitorio. La abuela solía reírse y mover la cabeza de un lado para otro al contarlo, porque debíamos tener en cuenta que ella acababa de irse de su casa, que venía de una pequeña ciudad de provincias, y que ése era su primer encuentro no sólo con el mundo exterior, sino con el distinguido mundo exterior. En ese momento, sentados los tres alrededor de la mesa iluminada de su cocina, con las sombras de nuestras caras contra las ventanas que estaban oscureciendo, y una botella de vodka Absolut entre nosotros, nos hizo de repente una pregunta retórica:

—¿Así que qué podía hacer yo? Ella era riquísima, ¿sabéis? Y el dinero estaba por todas partes. Si algo desaparecía, ni se enteraba. Entonces no importaba que yo cogiera un poco, ¿no?

—¿Cogiste dinero? —pregunté.

—Claro que cogí. No mucho, para ella no era nada. Y como ni se daba cuenta, no importaba nada. ¡Además, me pagaba muy poco! Pues sí, me pagaba fatal, tenía un sueldo miserable. ¡Porque no sólo conducía su coche, también hacía muchas otras cosas, de modo que era justo que tuviera un sueldo un poco mejor!

Dio un golpe en la mesa con la mano. Y se echó a reír.

—¡Y su perro, chicos! ¡La pinta que debíamos de tener cuando conducíamos por Oslo! En aquella época no había tantos coches. De manera que se fijaban en nosotros. Ya lo creo que se fijaban.

Se rió un poco, luego suspiró.

—Bueno, bueno —dijo—. La vida es una guela, dijo la mujer que no sabía pronunciar la «r». Ja, ja, ja.

Se llevó el vaso a los labios y bebió. Yo hice lo mismo. Luego cogí la botella y me volví a servir, miré a Yngve, que asintió con un gesto, y le serví también a él.

—¿Quieres un poco más? —pregunté, mirando a la abuela.

—Con mucho gusto —respondió—. Un poquito.

Le serví, e Yngve empezó a echarle zumo, pero se acabó antes de que el vaso se llenara hasta la mitad. Sacudió un par de veces el envase de cartón.

—Está vacío —dijo, mirándome—. ¿No has comprado Sprite?

—Sí —contesté—. Voy a por una botella.

Me levanté y me acerqué al frigorífico. Además de mis tres botellas de medio litro, estaba la de litro y medio que Yngve había comprado antes que yo.

—¿Te has olvidado de ésta? —le pregunté, enseñándosela.

—Ah, es verdad —contestó Yngve.

La dejé en la mesa, salí de la cocina y bajé la escalera hasta el cuarto de baño. Las habitaciones vacías y grandes me rodeaban. Pero con la llama del alcohol ardiendo en el cerebro, no reparé en eso que tal vez en otras circunstancias me habría llenado de sensaciones, porque aunque no estaba exactamente alegre, me sentía animado, excitado, empujado por las ganas de continuar por ese camino, que ni siquiera un pensamiento directo en mi padre pudo borrar, sólo era una especie de sombra pálida, presente, pero libre de consecuencias, porque en su lugar se había colocado la vida, todas las imágenes, voces y sucesos empujados por la embriaguez a una velocidad que me hacía sentir la ilusión de encontrarme en un lugar con mucha gente y mucha alegría. Sabía que no era así, pero tenía esa sensación, y esa sensación era lo que me guiaba, también cuando pisé la moqueta manchada de la planta baja, sólo iluminada por la débil luz que entraba por el cristal de la puerta de la calle, y entré en el cuarto de baño, que zumbaba y pitaba como llevaba haciendo al menos los últimos treinta años. Cuando volví a salir, oí sus voces arriba, y me apresuré a subir la escalera. Al llegar al salón di un par de pasos en un estado de ánimo distinto, más indiferente, para ver el lugar donde él había muerto. Entonces tuve una repentina sensación de quién había sido él en ese lugar. No es que lo viera, no fue así, pero lo percibía, percibía todo su ser tal y como fue en esas habitaciones los últimos tiempos. Ah, qué extraño era. Pero no quise demorarme en ello, y a lo mejor tampoco sería capaz, porque la sensación no duró más que unos instantes, antes de que los pensamientos pusieran en ella sus garras. Entré en la cocina, donde todo estaba como cuando la dejé, excepto el color de las bebidas, que ya eran transparentes y llenas de burbujas grisáceas.

La abuela estaba hablando de la época en la que vivió en Oslo. También esa historia pertenecía a la mitología familiar, y también a esa historia le dio un giro inesperado y para nosotros inaudito hacia el final. Yo sabía que la abuela había estado primero con Alf, el hermano mayor del abuelo. Ellos fueron inicialmente pareja. Los dos hermanos estudiaron en Oslo: Alf ciencias naturales, y el abuelo económicas. Al acabar la relación con Alf, la abuela se casó con el abuelo y se fueron a vivir a Kristiansand, lo que también haría Alf, pero ya casado con Sølvi. Ella había tenido tuberculosis de joven, tenía un pulmón pinchado y estuvo enferma toda la vida. No pudo tener hijos, razón por la que, ya algo mayores, adoptaron a una niña asiática. Eran Alf y su familia, y mis abuelos y la suya los componentes de la mayor parte de las fiestas a las que acudí en mi infancia y temprana juventud, ellos eran los que nos hacían visitas, y el hecho de que Alf y la abuela hubieran sido pareja en otro tiempo se mencionaba a menudo, no era ningún secreto. Y cuando el abuelo y Sølvi hubieron muerto, la abuela y Alf se veían una vez por semana, ella iba a visitarlo todos los sábados por la mañana a su chalé de Grim, algo que nadie de la familia encontraba extraño, al contrario, sonreíamos bienintencionadamente. Porque a lo mejor eran ellos dos los que deberían haber formado pareja.

La abuela se puso a hablarnos de cuando conoció a los dos hermanos. Alf era más extrovertido, el abuelo más reservado, pero los dos estaban interesados por la joven de Åsgårdstrand, porque cuando el abuelo descubrió las intenciones de Alf, que intentaba seducirla con su buen humor y su sabiduría popular, le dijo a la abuela en voz baja: ¡Lleva el anillo en el bolsillo!

La abuela se reía al contarlo:

—«¿Qué has dicho?», le pregunté, aunque ya lo sabía. «¡Lleva el anillo en el bolsillo!», repitió. «¿Qué clase de anillo?», le pregunté yo. «¡El anillo de compromiso!», contestó. ¡Pensaba que yo no lo había entendido!

—¿Estaba ya Alf comprometido con Sølvi? —preguntó Yngve.

—Ya lo creo que sí. Pero ella vivía en Arendal y estaba siempre enferma. Él no contaba con que durara. ¡Pero al final acabaron juntos!

Dio otro trago del vaso. Luego se relamió los labios. Hubo una pausa y ella se encerró en sí misma, como había hecho tantísimas veces esos dos últimos días. Se quedó sentada con los brazos cruzados, mirando al frente. Vacié la copa, me serví otra, saqué un papel de fumar, metí en él un poco de tabaco y lo apreté con los dedos, enrollé el papel, apreté la punta, lo cerré, pasé la lengua por el pegamento, quité el tabaco sobrante y volví a meterlo en el paquete, luego me metí el pitillo un poco torcido en la boca y lo encendí con el mechero verde, medio transparente, de Yngve.

—El invierno que murió el abuelo íbamos a ir al sur de Europa —contó la abuela—. Ya teníamos los billetes y todo.

La miré mientras exhalaba el humo.

—La noche en la que se desplomó en el baño, ¿sabéis?… Yo sólo oí un gran estruendo, me levanté y allí estaba, en el suelo, diciéndome que llamara a urgencias. Estuve esperando hasta que llegó la ambulancia con su mano en la mía. Entonces él dijo: Nos vamos al sur de todas formas. Y yo pensé: ¡Es otro sur al que vas a ir tú! —Se rió, pero había bajado la vista—. ¡Es otro sur al que vas a ir ! —repitió.

Hubo un largo silencio.

—Ayayay —dijo luego—. La vida es una guela, dijo la mujer que no sabía pronunciar la «r».

Sonreímos. Yngve movió un poco su copa y bajó la vista. Yo no quería que la abuela pensara en la muerte del abuelo o en la de mi padre, e intenté dar un giro a la conversación, retomando un tema que ella había mencionado antes.

—Pero cuando os mudasteis aquí, a Kristiansand, no fue a esta casa, ¿no? —pregunté.

—Qué va —contestó—. Al principio estábamos más lejos del centro. Esta casa la compramos después de la guerra. Bueno, en realidad lo que compramos fue el solar. Era uno de los mejores de Lund, porque teníamos unas vistas estupendas, ¿sabéis? Al mar y a la ciudad. Y tan en alto que no tenemos vecinos que puedan vernos. Pero cuando compramos esto, había aquí otra casa, aunque llamarla casa… Ja, ja, ja. Era una auténtica chabola. Vivían en ella dos hombres, si no recuerdo mal. Pues sí, eran hombres…, y bebían. La primera vez que vinimos a ver la casa había botellas por todas partes, lo recuerdo muy bien. En la entrada, en la escalera, en el salón, en la cocina. ¡Por todas partes! En algunos sitios había tantas que no se podía poner el pie. De modo que la compramos bastante barata. Tiramos aquella casa y construimos ésta. Entonces no había jardín, sólo un monte, eso fue lo que compramos.

—Has dedicado mucho tiempo a este jardín, ¿a que sí? —le pregunté.

—Ah, sí, ya lo creo que sí. Sí, sí, sí. Esos ciruelos de ahí me los traje de la casa de mis padres en Åsgårdstrand, ¿sabéis? Son realmente antiguos, ya no quedan muchos de ésos.

—Me acuerdo de que solíamos volver a casa con bolsas llenas de ciruelas —dijo Yngve.

—Yo también me acuerdo —señalé.

—Todavía dan fruta, ¿no? —preguntó Yngve.

—Creo que sí —contestó la abuela—. Quizá no tanta como antes, pero…

Agarré la botella, que ya estaba medio vacía, y volví a servirme. El que la abuela no se hubiese percatado de que el círculo se había cerrado con lo que había ocurrido allí no era de extrañar, pensé. Limpié una gota del cuello de la botella con el pulgar y me lo chupé, mientras al otro lado de la mesa la abuela abrió el paquete de tabaco para liarse un pitillo. Por muy extrema que hubiera sido su vida los últimos años, constituía sólo una minúscula parte de todo lo que había vivido. Cuando ella veía a mi padre, cuando veía al que había sido de bebé, de niño, de adolescente, de adulto, todo su carácter y todas sus cualidades cabían en esa mirada, de modo que aunque estuviera tan borracho que se cagara encima tumbado en su sofá, ese momento era tan breve y ella tan vieja que en comparación con todo el tiempo que había almacenado con él, lo de los últimos años no tuvo peso suficiente para convertirse en la imagen definitiva. Supuse que lo mismo ocurría con la casa. La primera casa con las botellas, sería la «casa de las botellas», mientras que esta casa era su hogar, donde ella había pasado los últimos cuarenta años, y el que ahora estuviera llena de botellas, nunca podría convertirse en lo principal.

¿O era simplemente que estaba tan borracha que ya no pensaba con claridad? En ese caso lo disimulaba muy bien, porque aparte de que se había reanimado de un modo extraordinario, había pocas señales de embriaguez en su conducta. De todas formas no era yo el más indicado para constatar nada. Animado por la luz cada vez más brillante del alcohol, que disolvía cada vez más mis pensamientos, había empezado a beber copas como si de zumo se tratara. Y ya no tenía fondo.

Después de llenarme el vaso de Sprite, cogí la botella de Absolut, que tapaba la vista a la abuela, y la coloqué en el alféizar.

—¿Qué haces? —preguntó Yngve.

—¿Dejas la botella en el alféizar? —preguntó la abuela.

Enrojecido y aturdido cogí la botella y volví a ponerla en la mesa.

La abuela se echó a reír.

—¡El chico ha puesto la botella de alcohol en la ventana!

—¡Para que los vecinos vean que estamos bebiendo! —dijo Yngve riéndose.

—Bueno, bueno. No me he dado cuenta —dije.

—Ya lo creo —dijo la abuela, mientras se secaba los ojos de tanto reírse—. ¡Ja, ja, ja!

En esa casa donde siempre se había tenido mucho cuidado de impedir que alguien pudiera ver lo que ocurría dentro y donde siempre se habían cuidado las apariencias, desde la ropa que uno llevaba a cómo se cuidaba el jardín, desde la fachada hasta el coche y la conducta de los niños, lo de colocar una botella en la ventana iluminada desde dentro era lo más parecido a lo perfectamente impensable. Ésa era la razón por la que ellos, y enseguida también yo, nos reíamos tanto.

Al otro lado de la calle, la luz sobre la ladera, que apenas se vislumbraba a través del brillo de la cocina, en la que parecíamos tres figuras submarinas, era gris azulada. La noche no era más oscura que eso. Yngve había empezado a hablar de un modo un poco menos claro. Alguien que no lo conociera no lo notaría. Pero yo lo noté, porque se ponía siempre así cuando bebía, primero farfullaba un poco, luego gangueaba cada vez más, hasta que hacia el final de la embriaguez, en el momento en el que se apagaba, ya casi no se le entendía. En mi caso, esa falta de claridad que acompañaba a la borrachera era sobre todo un fenómeno interior, ya que sólo entonces se manifestaba, lo que suponía un problema, porque aunque por fuera no se me notaba lo borracho que estaba, pues caminaba y hablaba casi como de costumbre, tampoco había ninguna disculpa por todo lo que, en un momento ya muy avanzado de borrachera, podía llegar a salir de mí, de palabras o acto. Además, la embriaguez era mayor por esa razón, ya que la borrachera no se detenía ni por sueño ni por problemas de coordinación, sino que continuaba hacia lo vacío y lo primitivo. Me encantaba, me encantaba esa sensación, era mi mejor sensación, pero nunca traía nada bueno, y al día siguiente, o los días siguientes, estaba tan estrechamente relacionado con lo desmesurado como con la estupidez, algo que odiaba con toda mi alma. Pero cuando me encontraba en ese punto, el futuro no existía, ni tampoco el pasado, sólo el presente, y por esa razón me gustaba tanto estar allí, porque mi mundo, en toda su intolerable banalidad, brillaba.

Me volví y eché un vistazo al reloj de la pared. Eran las doce menos veinticinco. Luego miré a Yngve. Parecía cansado. Tenía los ojos medio cerrados y un poco enrojecidos. Su vaso estaba vacío. ¡Ojalá no pensara en irse a dormir! Yo no podría quedarme allí a solas con la abuela.

—¿Quieres un poco más? —le pregunté, señalando con la cabeza la botella en la mesa.

—Bueeno, tal vez otra copa —contestó—. Pero la última. Tenemos que levantarnos temprano mañana.

—¿Ah, sí? —le pregunté—. ¿Para qué?

—Tenemos una cita a las nueve, ¿lo has olvidado?

Me di un golpe con la mano en la frente, un gesto que no hacía desde que iba al instituto.

—Todo irá bien —dije—. Hay que estar allí a las nueve, eso es todo.

La abuela nos miró.

¿No iba a preguntarnos adónde íbamos?, pensé. La palabra «funeraria» rompería con toda seguridad el encanto. Y luego nos quedaríamos allí sentados como una madre que acaba de perder a su hijo y dos chicos que han perdido a su padre.

Y sin embargo no me atreví a preguntarle si quería más. Había un límite, que tenía que ver con la decencia, y ese límite lo habíamos traspasado hacía rato. Cogí la botella y serví a Yngve, luego me serví a mí. Entonces me encontré con la mirada de la abuela.

—¿Quieres otra? —me oí decir.

—Tal vez una pequeña —contestó ella—. Se ha hecho tarde.

—Pues sí, es tarde en la tierra —dije.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Ha dicho que es tarde en la tierra —contestó Yngve—. Es una cita famosa.

¿Por qué dijo eso? ¿Pretendía ponerme en mi sitio? Pero joder, era una cosa muy tonta. «Tarde en la tierra»…

—Karl Ove va a publicar un libro pronto —dijo Yngve.

—¿De verdad? —preguntó la abuela.

Asentí con un gesto de la cabeza.

—Sí, ahora que lo dices, creo que lo he oído. Tal vez lo dijera Gunnar. Vaya, vaya. Un libro, fíjate.

Se acercó el vaso a la boca y dio un trago. Yo hice lo mismo. ¿Eran imaginaciones mías o sus ojos se habían vuelto a oscurecer?

—¿Así que no vivíais aquí durante la guerra? —pregunté, dando otro trago.

—No, hasta unos años después de la guerra no vinimos a vivir aquí. Durante la guerra vivíamos por allí —dijo, señalando detrás de ella.

—¿Cómo fue realmente? —pregunté—. Durante la guerra, quiero decir.

—Bueno, casi como siempre, ¿sabes? Un poco más difícil conseguir comida, pero, por lo demás, las diferencias no eran tan grandes. Los alemanes eran gente normal, como nosotros. Conocimos a algunos, ¿sabéis? Fuimos a verlos después de la guerra.

—¿A Alemania?

—Sí, sí. Y cuando tuvieron que marcharse, en mayo del cuarenta y cinco, nos llamaron para decir que si queríamos podíamos pasarnos a recoger algunas cosas que habían dejado. Había unas bebidas estupendas. Y una radio. Y muchas cosas más.

Ya había oído decir que habían recibido regalos de los alemanes antes de la capitulación. Pero que los alemanes los habían llevado a casa de los abuelos.

—¿Dónde las dejaron? —pregunté.

—En un montón de piedras —contestó la abuela—. Cuando llamaron nos dijeron exactamente dónde podríamos encontrar las cosas que habían dejado. Eran amables, ya lo creo.

¿Los abuelos habían estado buscando bebidas dejadas por los alemanes una noche de mayo de 1945?

La luz de los faros de un coche se deslizó por el jardín y golpeó unos segundos la pared debajo de la ventana, hasta que terminó de doblar la curva y pasó lentamente por la estrecha calle de abajo. La abuela se inclinó hacia la ventana.

—¿Quién puede ser a estas horas?

Suspiró y se acomodó de nuevo en su silla, con los brazos cruzados. Nos miró.

—Está bien teneros aquí, chicos.

Hubo una pausa. La abuela dio otro trago.

—¿Te acuerdas de cuando viviste aquí con nosotros? —le preguntó de repente a Yngve, dirigiéndole una cálida mirada—. Cuando vuestro padre vino a recogerte, se había dejado barba, y corriste escaleras arriba gritando «¡Ése no es mi papá!». ¡Ja, ja, ja! Cómo nos reíamos contigo.

—Me acuerdo muy bien de eso —contestó Yngve.

—Y luego aquella vez que escuchamos en la radio Nitimen, y entrevistaron al propietario del caballo más viejo de Noruega. ¿Te acuerdas? «¡Papá, eres igual de viejo que el caballo más viejo de Noruega!», dijiste.

Se inclinó hacia delante, riéndose y frotándose los ojos con los nudillos de los dedos índice.

—¿Y tú? ¿Te acuerdas de cuando te quedaste solo con nosotros en la cabaña? —dijo mirándome.

Asentí con la cabeza.

—Una mañana te encontramos sentado en el escalón. Estabas llorando, y cuando te preguntamos por qué llorabas, nos dijiste: «Estoy muy solo.» ¡Tenías ocho años!

Fue el verano que mis padres se fueron a Alemania de vacaciones. Yngve se quedó en Sørbøvåg con nuestros abuelos maternos, y yo allí, en Kristiansand. ¿Qué recordaba de aquello? Que la distancia con los abuelos era demasiado grande. De repente formaba parte de su vida diaria. Eran más extraños de lo que solían ser, ya que no había nadie que mediara entre nosotros. Una mañana había un insecto en mi vaso de leche, y no quise bebérmela. La abuela dijo que no fuera tan exigente, que lo sacara, pues así era la naturaleza. Su voz era severa. Y yo me bebí la leche, sintiendo náuseas. ¿Por qué había sobrevivido precisamente ese recuerdo y ningún otro? Tendría que haber otros, ¿no? Sí, mis padres me mandaron una postal con una foto del Bayern de Múnich. ¡Cuánto la había deseado y qué feliz me sentí cuando por fin llegó! Y los regalos cuando volvieron a casa: un balón de fútbol amarillo y rojo para Yngve, y uno verde y rojo para mí. Esos colores… Ah, la sensación de felicidad que aquello me proporcionó.

—En otra ocasión estabas en la escalera llamándome —prosiguió la abuela, mirando a Yngve—. «Abuela, ¿estás arriba o abajo?» Yo contesté «Abajo» y tú gritaste «¿Por qué no estás arriba?».

Se rió.

—Pues sí, nos reíamos mucho… Cuando os mudasteis a Tybakken, llamaste a las puertas de los vecinos para preguntar si vivían allí niños. «¿Viven aquí niños?», preguntabas. ¡Ja, ja, ja!

Siguió riéndose entre dientes un rato mientras se liaba otro cigarrillo con la máquina. Dejó la parte final del papel vacía, y ardió cuando lo encendió. Una mota de ceniza voló hasta el suelo. Y el fuego alcanzó el tabaco, cerrándose como un rescoldo que lucía con más brillo cada vez que aspiraba el filtro.

—Pero ahora sois adultos —añadió—. Y eso me resulta raro. Parece que fue ayer cuando veníais por aquí de pequeños…

Media hora más tarde nos acostamos. Yngve y yo recogimos la mesa, guardamos la botella de vodka en el armario de debajo de la pila, vaciamos los ceniceros y metimos los vasos en el friegaplatos, mientras la abuela nos miraba. Cuando acabamos, también ella se levantó. Un poco de pis goteaba de la silla sin que ella se diera cuenta. Al salir se apoyó en el marco de la puerta, primero en el de la cocina, luego en el de la entrada.

—¡Buenas noches! —dije.

—Buenas noches, chicos —respondió con una sonrisa. Me quedé observándola, y vi cómo la sonrisa desapareció en el momento en el que nos dio la espalda y empezó a bajar la escalera.

—Bueno —dije cuando unos minutos más tarde estábamos arriba en el cuarto—. Ya está.

—Pues sí —dijo Yngve, quitándose el jersey. Lo puso sobre la silla, y luego los pantalones. Acalorado por el alcohol, me apetecía decirle algo agradable. Todas las desigualdades se habían borrado, ya no había problemas, todo era sencillo.

—Vaya día —dijo.

—Tienes razón.

Se tumbó en la cama y se tapó con el edredón.

—Buenas noches —dijo, y cerró los ojos.

—Buenas noches —contesté—. Que duermas bien.

Me acerqué al interruptor de la pared y apagué la luz del techo. Luego me senté en la cama. No tenía ganas de dormir. En un instante de locura pensé que podía salir. Los bares no cerrarían hasta dos o tres horas después. Y era verano, la ciudad estaba llena de gente, seguramente también habría algún conocido.

Entonces me llegó el cansancio y el sueño. De repente sólo quería dormir. De repente apenas era capaz de levantar un brazo. La idea de desnudarme me resultaba inabordable, así que me tumbé vestido, cerré los ojos y caí dentro de una suave luz interior. Cada pequeño movimiento que hacía, aunque sólo fuera mover el dedo meñique, me producía cosquillas en el estómago, y cuando me dormí unos instantes más tarde, fue con una sonrisa en la boca.

Ya muy dentro del sueño supe que fuera me esperaba algo terrible. Cuando entré en un estado de semiconsciencia, intenté por tanto darme la vuelta y regresar al sueño, y seguro que lo habría conseguido si no hubiera sido por la insistencia de la voz de Yngve, y la certeza de que esa mañana tendríamos una importante reunión.

Abrí los ojos.

—¿Qué hora es? —pregunté.

Yngve me miró desde la puerta, vestido y listo para marcharse. Pantalón negro, camisa blanca, americana negra. Tenía la cara hinchada, los ojos medio cerrados y el pelo enredado.

—Las nueve menos veinte —contestó—. Hay que levantarse y marcharse.

—Mierda —exclamé.

Al incorporarme noté que la borrachera aún no había abandonado mi cuerpo.

—Te espero abajo —dijo—. Date prisa.

El llevar puesta la ropa del día anterior me creó una fuerte sensación de malestar, que no hizo sino crecer al acordarme de lo que habíamos hecho. Me desnudé. Había pesadez en todos mis movimientos, incluso levantarme de la cama y quedarme de pie en el suelo me costó, por no decir levantar el brazo y coger la camisa que colgaba de una percha en la puerta del armario. Pero tenía que vestirme, no quedaba más remedio. Meter el brazo derecho, meter el brazo izquierdo, abrochar primero los botones de las mangas, luego los de delante. ¿Por qué coño habíamos hecho aquello? ¿Cómo pudimos ser tan estúpidos? Yo no quería, de hecho era lo último que habría querido hacer: ponernos a beber en esa casa y con ella. Y sin embargo fue exactamente lo que hice. ¿Cómo era posible? ¿Cómo coño era posible?

Fue indigno.

Me arrodillé frente a la maleta y busqué entre las capas de ropa hasta encontrar el pantalón negro, que me puse sentado en la cama. ¡Qué agradable era estar sentado! Pero tenía que levantarme y acabar de ponerme el pantalón, sacar la americana y enfundármela. Bajar a la cocina.

Cuando me bebí el vaso de agua que acababa de llenar, tenía la frente húmeda de sudor. Incliné la cabeza hacia delante y me la mojé en el grifo, en parte para refrescarme, en parte para darle un aspecto algo más decente a mi pelo, corto, pero despeinado.

Con las gotas de agua cayéndome por la barbilla y el cuerpo pesado como un saco, bajé hasta la entrada y salí. Yngve me estaba esperando fuera con la abuela, haciendo ruido con la llave del coche en una mano.

—¿Tienes un chicle? —le pregunté—. No me ha dado tiempo a lavarme los dientes.

—No puedes dejar de lavarte los dientes en un día como hoy —dijo Yngve—. Tendrás tiempo si te das prisa.

Tenía razón. Seguramente olía a borrachera, un olor que no pegaba mucho en una funeraria. Pero era incapaz de darme prisa. En el pasillo del piso de arriba tuve que tomarme un descanso, me quedé colgando sobre la barandilla, como si también la voluntad se me hubiera agotado. Tras coger el cepillo y la pasta de dientes de la mesilla de noche, me los cepillé frente a la pila de la cocina. Debería haber dejado el tubo y el cepillo allí mismo y bajar a toda prisa, pero algo dentro de mí me dijo que eso no podía ser, el cepillo y la pasta no podían quedarse en la cocina, tenían que volver arriba, al dormitorio. Así pasaron otros dos minutos. Cuando volví a salir, eran ya las nueve menos cuatro minutos.

—Nos vamos ya —dijo Yngve, dirigiéndose a la abuela—. No tardaremos mucho.

—Muy bien —dijo ella.

Me senté en el coche y me puse el cinturón de seguridad. Yngve se sentó a mi lado, metió la llave, la giró, volvió la cabeza y empezó a dar marcha atrás por la pequeña cuesta. La abuela se quedó en la parte de arriba de la escalera. Yo le dije adiós con la mano, ella me devolvió el saludo. Cuando llegamos marcha atrás al callejón donde ya no podíamos verla, me pregunté si ella seguiría allí, como solía hacer, para que cuando volviéramos de frente pudiéramos verla y despedirnos con la mano por última vez, antes de que ella se diera la vuelta para entrar en casa y nosotros saliéramos a la calle.

Ella seguía allí. Le dije adiós con la mano. Ella agitó la suya, y luego entró.

—¿Crees que le hubiera gustado venirse con nosotros? —pregunté.

Yngve asintió con un gesto.

—Tendremos que hacer lo que le hemos dicho. No estar mucho tiempo fuera. Aunque no me hubiera importado nada sentarme un rato en un café. O echar un vistazo a algunas tiendas de discos.

Puso el intermitente con el pulgar izquierdo, a la vez que cambiaba de marcha mirando hacia la derecha. No venía nadie.

—¿Qué tal te encuentras hoy? —le pregunté.

—Bien, ¿y tú?

—Noto algo —contesté—. De hecho, sigo estando un poco borracho.

Me miró justo cuando enfilamos la calle.

—Pues qué fastidio —dijo.

—Pues sí, no fue muy oportuno.

Esbozó una leve sonrisa y volvió a reducir una marcha para detenerse justo detrás de la raya blanca. Un anciano de pelo blanco, muy delgado y con una gran nariz, cruzó por el paso de peatones delante de nosotros. Las comisuras de los labios le colgaban. Sus labios eran de color carmesí. Primero miró hacia el descampado arriba a la derecha, luego a la fila de tiendas al otro lado de la calle, antes de mirar al suelo, seguramente para asegurarse de dónde estaba el borde de la acera delante de él. Hizo todo eso como si estuviera completamente solo. Como si no le preocuparan las miradas de los demás. Así era como pintaba Giotto a las personas. Siempre parecían ignorar que estaban siendo observadas. El aura de desprotección que eso les aportaba era única de ese pintor. Probablemente era algo de su época, porque las siguientes generaciones de pintores italianos, las generaciones de los grandes, tenían siempre incorporada la certeza de la mirada en sus cuadros, lo que les hacía menos ingenuos, pero también menos reveladores.

Por el otro lado venía a toda prisa una joven pelirroja con un coche de niños. En ese instante el semáforo se puso rojo para los peatones, pero ella miró el disco, que seguía rojo para los coches, y se atrevió a cruzar, pasando correteando por delante de nosotros. Su hijo, de acaso un año, con mejillas carnosas y boca pequeña, estaba sentado erguido en el coche, mirando a su alrededor algo perplejo cuando pasaron por delante de nosotros a toda prisa.

Yngve soltó el embrague y aceleró suavemente en el cruce.

—Ya son las nueve y dos —señalé.

—Ya lo sé —respondió—, pero si encontramos un sitio para aparcar, no vamos tan mal.

Al salir al puente, levanté la cabeza y miré el cielo sobre el mar. Estaba nublado, por algunas partes con nubes tan ligeras que lo blanco tenía una pizca de azul, como si una membrana transparente se hubiera tensado sobre él; por otras, las nubes eran más pesadas, algunas grises, con bordes que volaban como humo sobre lo blanco. Donde brillaba el sol, la capa de nubes estaba amarillenta. Pero la luz debajo del cielo era suave y parecía venir de todas partes. Era uno de esos días en los que nada arroja sombra, donde todo se agarra a sí mismo.

—¿Te vas entonces esta noche? —quise saber.

Yngve asintió con un gesto.

—¡Allí hay un sitio! —exclamó.

Al instante se paró junto a la acera, apagó el motor y puso el freno de mano. La funeraria estaba al otro lado de la calle. Hubiera preferido tener un poco más de tiempo, con el fin de prepararme para lo que nos esperaba, pero no había nada que hacer, sino lanzarse a ello.

Me bajé del coche, cerré la puerta y crucé la calle tras Yngve. En la sala de espera, la señora de detrás del mostrador nos sonrió, y dijo que podíamos entrar.

La puerta estaba abierta. Cuando el grueso agente de la funeraria nos vio, se levantó de su silla detrás del escritorio, salió y nos saludó estrechándonos la mano con una sonrisa cortés en los labios, pero no demasiado cordial, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Bueno —dijo—. Ya están aquí de nuevo. ¡Siéntense! —añadió, señalando las dos sillas.

—Gracias —dije.

—Supongo que este fin de semana habrán reflexionado un poco sobre el entierro —empezó el hombre. Se sentó, cogió un pequeño montón de papeles del escritorio y se puso a hojearlos.

—Pues sí, hemos estado pensando —contestó Yngve—. Vamos a elegir un entierro religioso.

—De acuerdo —dijo el agente funerario—. Entonces les daré el número de teléfono de la oficina del pastor. Nosotros nos ocuparemos de los asuntos prácticos, pero de todos modos es mejor que hablen ustedes directamente con él. Como dirá unas palabras sobre su padre, conviene que le cuenten algo sobre él.

Nos miró. Los pliegues de la papada colgaban sobre el cuello de su camisa como la piel de un lagarto.

—Existen muchas maneras de hacer esto —señaló—. Aquí tengo una lista con diferentes alternativas. Por ejemplo, si quieren ustedes música, y, en ese caso, de qué tipo. Algunos quieren música en vivo, otros prefieren una grabación. Tenemos un cantor de iglesia con el que trabajamos mucho, también toca varios instrumentos… La música crea un ambiente especial, de dignidad… No sé, ¿han pensado en algo?

—Podría estar bien, ¿no? —dije, mirando a Yngve.

—Pues sí —contestó.

—¿Entonces se decantan por la música en vivo?

—Vale.

—¿Decidido entonces? —preguntó el agente funerario.

Dijimos que sí.

—Aquí pueden ver algunas alternativas sobre la música. Pero si prefieren otra cosa, no hay ningún problema, siempre y cuando nos avisen con un par de días de antelación —dijo, alcanzándole una hoja a Yngve.

Me incliné, e Yngve se movió un poco para que yo también pudiera ver.

—¿Qué tal Bach? —sugirió Yngve.

—Sí, Bach le gustaba.

Por primera vez en casi veinticuatro horas, volví a llorar.

Ni de coña voy a usar uno de sus Kleenex, pensé, frotándome los ojos un par de veces con el brazo. Luego inhalé profundamente, y exhalé muy despacio. Noté que Yngve me echaba una rápida mirada.

¿Le incomodaba mi llanto?

No, no podía ser.

No.

—Estoy bien —dije—. ¿Qué estábamos diciendo?

—Bach estaría bien —dijo Yngve, mirando al agente—. Esa sonata de violonchelo, por ejemplo…

Y dirigiéndose a mí preguntó:

—¿Estás de acuerdo?

Asentí con la cabeza.

—Entonces quedamos en eso —intervino el agente—. Lo normal son tres piezas musicales. Y luego dos o tres himnos cantados por todos los presentes.

—Hermosa es la Tierra —sugerí—. ¿Podríamos cantarlo?

—Claro que sí —contestó.

Ooooh. Ooooh. Ooooh.

—¿Estás bien, Karl Ove? —me preguntó Yngve.

Dije que sí.

Acordamos dos canciones que cantaría el cantor de iglesia, y luego todos cantaríamos un himno, además de la pieza de violonchelo y Hermosa es la Tierra. Quedamos en que no habría ningún discurso ante el ataúd, y con ello quedaba planificado el entierro, porque los demás elementos pertenecían a la liturgia y eran fijos.

—¿Desean ustedes flores aparte de las coronas? A mucha gente le gusta. Tengo algunas opciones aquí, si quieren verlas…

Alcanzó otra hoja a Yngve. Yngve señaló una de las alternativas, y me miró. Yo asentí.

—Entonces está decidido —dijo el agente funerario—. Y luego está el ataúd. Tengo aquí algunas fotos…

Otra hoja sobre la mesa.

—Blanco —señalé—. ¿Te parece bien? Éste.

—Sí, de acuerdo, éste —señaló Yngve.

El agente funerario cogió la hoja y anotó. Luego nos miró.

—Querían ustedes verlo hoy, ¿no?

—Sí —respondió Yngve—. Esta tarde si es posible.

—Claro que sí. Pero…, bueno, ustedes saben bajo qué circunstancias murió, ¿verdad? Que estuvo relacionado con el alcohol.

Ambos asentimos.

—Bien —dijo—. A veces conviene estar preparado para lo que nos espera en situaciones así.

Recogió los papeles y dio un suave golpe en la mesa con ellos.

—Por desgracia me es imposible acompañarlos esta tarde. Pero mi colega estará allí. Junto a la capilla de la iglesia de Oddernes, ¿saben dónde está?

—Creo que sí —respondí.

—¿A las cuatro les va bien?

—Muy bien.

—Entonces quedamos en eso. A las cuatro en la capilla de Oddernes. Y si hubiera algo que quisieran añadir, o si cambiaran de opinión, sólo tienen que llamarme. Tienen mi número, ¿verdad?

—Sí —contestó Yngve.

—Bien. Ah, queda un asunto. ¿Desean una esquela en el periódico?

—Supongo que sí, ¿no? —dije, mirando a Yngve.

—Sí —contestó él—. Habrá que ponerla.

—Pero tal vez necesitaremos un poco de tiempo —señalé—. Para decidir lo que va a poner, qué nombres incluir, etc…

—Ningún problema —dijo el agente funerario—. Pueden pasar por aquí, o llamarme cuando lo hayan pensado. Pero no demasiado tarde, porque suelen tardar uno o dos días en insertarla en el periódico.

—Le llamo mañana —dije—. ¿Está bien?

—Excelente —respondió levantándose, con una nueva hoja en la mano—. Aquí tienen el nombre y el número de teléfono de la oficina del pastor. No sé quién de ustedes lo quiere.

—Ya lo cojo yo —dije.

Cuando salí y me detuve en la acera junto al coche, Yngve sacó un paquete de cigarrillos y me ofreció. Cogí uno. En realidad sólo pensar en fumar me producía náuseas, como siempre me pasaba el día después de una borrachera, debido a que el pitillo, no tanto el sabor o el olor, sino lo que representaba, creaba una conexión entre el día de hoy y el día de ayer, una especie de puente de sensaciones, sobre el que en ese momento empezaron a cruzar toda clase de imágenes, de tal manera que todo lo que me rodeaba, el asfalto casi negro, las piedras grises de cemento a lo largo del borde de la acera, el cielo gris, los pájaros que volaban por debajo de él, las ventanas negras de las filas de edificios, el coche rojo que teníamos al lado, la figura de Yngve mirando hacia otra parte, era penetrado por unas imágenes interiores terroríficas, pero al mismo tiempo había en esa sensación algo de destrucción y demolición que proporcionaba el humo en los pulmones que yo necesitaba o deseaba.

—Bueno, ha ido bien —dije.

—Pero hay algunas cosas que tenemos que decidir —dijo—. O mejor dicho, que tienes que decidir. Como por ejemplo lo de la esquela. Pero puedes llamarme sobre la marcha.

—Mmm.

—Por cierto, ¿te fijaste en su pregunta? Que si queríamos verlo. Como si se tratara de un piso.

Sonreí.

—Sí, también hay algo inmobiliario en ese negocio. Su trabajo es hacer parecer todo lo mejor posible, a cambio de la mayor suma posible de dinero. ¿Viste los precios de los ataúdes?

Yngve asintió con la cabeza.

—No, pero la funeraria no es exactamente un sitio donde uno pueda ahorrar —dijo.

—Es un poco como pedir el vino en un restaurante —dije—. Si uno no sabe nada de vinos, quiero decir. Si tienes mucho dinero, eliges el segundo más caro. Si tienes poco dinero, eliges el segundo más barato. Nunca el más caro, ni nunca el más barato. Seguro que lo mismo pasa con los ataúdes.

—Ese punto lo tenías muy claro —comentó Yngve—. Que fuera blanco, quiero decir.

Me encogí de hombros y tiré el cigarrillo encendido a la calle.

—Pureza —dije—. Supongo que pensé en pureza.

Yngve tiró su cigarrillo al suelo y lo pisó. Luego abrió la puerta del coche y se metió en él. Yo hice lo mismo.

—No me hace mucha ilusión tener que verlo —dijo Yngve. Se puso el cinturón de seguridad con una mano mientras metía la llave en el contacto y la giraba con la otra—. ¿Y a ti?

—A mí tampoco, pero tengo que hacerlo. Si no, nunca sabré de qué ha muerto realmente.

—A mí me pasa lo mismo —señaló Yngve, mirando por el retrovisor. Puso el intermitente y arrancó—. Vamos a casa ya, ¿no?

—Bueno, falta lo de las máquinas —dije—. El limpiamoquetas y el cortacésped. Estaría bien arreglarlo antes de que te vayas.

—¿Sabes dónde están esas empresas?

—No, ése es el problema —contesté—. Gunnar dijo que hay una en Grim, pero no sé la dirección exacta.

—Vale —dijo Yngve—. Tenemos que mirar las páginas amarillas. ¿Sabes si hay alguna cabina cerca?

Negué con la cabeza.

—No lo sé, pero hay una gasolinera a final de la calle Elv, podríamos intentarlo allí.

—Muy bien —dijo Yngve—. Tengo que echar gasolina antes de irme esta noche.

A los pocos minutos llegamos a la gasolinera. Yngve aparcó junto al surtidor, y mientras él llenaba el depósito, yo entré. Había un teléfono en la pared y debajo colgaban tres soportes con guías. Tras encontrar la dirección de la empresa y memorizarla, me acerqué a la caja a comprar un paquete de tabaco. El hombre que estaba delante de mí en la cola se volvió cuando entré.

—¿Karl Ove? —dijo—. ¿Tú por aquí?

Lo reconocí. Habíamos ido juntos al instituto. Pero no me acordaba de su nombre.

—Hola —saludé—. Cuánto tiempo. ¿Qué tal te va?

—¡Bien! —contestó—. ¿Y a ti?

Me sorprendió su tono cordial. En la celebración de los bachilleres organizamos una fiesta en mi casa, él asistió, se puso violento y se lió a dar patadas en la puerta del baño hasta que hizo un agujero. Luego se negó a pagar el desperfecto, y yo no pude hacer nada. En otra ocasión conducía una furgoneta conmigo y con Bjørn, creo, sentados en el techo, íbamos al centro Fun, y de repente, en la cuesta después del cruce de Timenes aceleró, tuvimos que tumbarnos y agarrarnos a las barras, pues el tío iba por lo menos a setenta, tal vez a ochenta. Cuando llegamos y le pusimos verde, él se limitó a reírse.

¿Por qué estaba tan amable entonces?

Me encontré con su mirada. Su cara era un poco más carnosa, por lo demás, estaba igual que antes. Pero había algo rígido en sus facciones, una especie de inmovilidad, que la sonrisa reforzaba más que suavizaba.

—¿Y tú qué haces? —pregunté.

—Trabajo en el Mar del Norte —contestó.

—Ah —dije—. ¡Entonces ganarás mucho dinero!

—Pues sí. Y tengo mucho tiempo libre. No está mal. ¿Y tú?

Mientras me hablaba, miró al dependiente y señaló hacia las salchichas, levantando un dedo.

—Sigo estudiando —contesté.

—¿Y qué estudias?

—Literatura.

—Ya te interesaba entonces —dijo.

—Así es —contesté—. ¿Ves alguna vez a Espen? ¿Y a Trond? ¿O a Gisle?

Se encogió de hombros.

—Trond vive aquí en la ciudad, así que lo veo de vez en cuando. Y a Espen cuando viene en Navidad. ¿Y tú? ¿Tienes contacto con alguien?

—Sólo con Bassen.

El dependiente metió la salchicha en el pan de perrito, y puso una servilleta alrededor.

—¿Ketchup y mostaza? —preguntó.

—Sí, gracias, las dos cosas. Y también cebolla.

—¿Cruda o frita?

—Frita. No, cruda.

—¿Cruda?

—Sí.

Cuando su pedido estuvo listo y tenía el perrito en la mano, volvió a mirarme.

—Me alegro de haberte visto, Karl Ove —dijo—. ¡No has cambiado nada!

—Tú tampoco.

Abrió la boca y dio un mordisco a la salchicha, a la vez que alcanzaba al dependiente un billete de cincuenta. Surgió un momento embarazoso mientras él esperaba el cambio, porque ya habíamos acabado la conversación. Esbozó una sonrisa.

—Bueno, bueno —dijo, cerrando la mano en torno a las monedas que le habían devuelto—. ¡Ya nos veremos!

—Seguro que sí —dije. Compré el paquete de tabaco, y me quedé unos instantes delante del expositor de revistas, fingiendo que me interesaban, para no volver a toparme con él fuera, cuando Yngve entró a pagar la gasolina. Lo hizo con un billete de mil. Aparté la mirada cuando lo sacó de la cartera, no quería darle a entender que sabía que se trataba del dinero de mi padre, así que murmuré que lo esperaba fuera, y fui hacia la puerta.

El olor a gasolina y a hormigón en la penumbra bajo la marquesina de una gasolinera…, ¿hay algo que dé lugar a más asociaciones? Motores, velocidad, futuro.

Pero también salchichas y CD de Céline Dion y Eric Clapton.

Abrí la puerta y me senté en el coche. Yngve llegó justo después, arrancó, y salimos de allí sin mediar palabra.

Estaba en el jardín cortando el césped. La máquina que habíamos alquilado consistía en un aparato que se ataba a la espalda, y un palo con una hoja de cuchilla giratoria en la punta. Me sentía como una especie de robot dando vueltas con grandes cascos amarillos, como si estuviera sujeto a una maquinaria rugiente y vibrante, cortando metódicamente todos los arbolillos, todas las flores y toda la hierba con que me topaba. No podía parar de llorar. Me llegaban oleadas de dolor una tras otra mientras cortaba la hierba, ya no me resistía, dejé que me invadieran. Sobre las doce, Yngve me llamó desde la terraza, y entré a tomar algo con ellos; había sacado té y panecillos, que era lo que la abuela tenía por costumbre servir, calentados en una pequeña parrilla en la placa eléctrica, para que la corteza, generalmente blanda, se pusiera dura, y cayera en finas láminas cuando le hincabas el diente, pero no tenía hambre y enseguida salí otra vez para proseguir con el trabajo en el jardín. Resultaba liberador andar por el jardín solo, y también satisfactorio, porque el resultado se veía inmediatamente. El cielo se había cerrado, debajo de él las nubes entre blancas y grises se posaban como una tapadera, la oscuridad de la superficie del mar se dibujaba así con mayor nitidez, y la ciudad, que bajo el cielo abierto aparecía como una pequeña e insignificante piña de casas, como un escupitajo en el suelo, adquirió entonces más peso y solidez. Allí fue donde estuve, eso fue lo que vi. La mayor parte del tiempo tenía la mirada fija en la cuchilla giratoria y las briznas que caían como soldados segados, más amarillas y grises que verdes, entremezcladas con las luminosas y rojas dedaleras y las rudbeckias amarillas, pero a veces levantaba la vista hacia el macizo tejado gris claro del cielo, y hacia el macizo suelo gris oscuro del mar, hacia los edificios del muelle y su caos de lonas y cascos, mástiles y proas, contenedores y chatarra oxidada, y hacia la ciudad, que yacía vibrante, como una máquina, con sus colores y movimientos, mientras las lágrimas corrían por mis mejillas, porque mi padre, que se había criado allí, había muerto. O quizá no fuera por eso por lo que lloraba, quizá fuera por razones muy distintas, tal vez fuera por todo lo que había ido acumulando dentro de dolor y miseria durante los últimos quince años, y que ahora se disolvía. No importaba, nada importaba, me limitaba a andar por el jardín cortando la hierba, que había crecido demasiado.

A las tres y cuarto apagué ese aparato infernal, lo metí en el cobertizo de debajo de la terraza, y entré a darme una ducha antes de salir. Cogí ropa, toallas y champú de la buhardilla, lo dejé todo en la tapa del inodoro, cerré la puerta, y me desnudé. Me metí en la bañera, aparté la alcachofa de la ducha y abrí el grifo. Cuando el agua salía ya un poco caliente, coloqué de nuevo la alcachofa de modo que el agua caliente me cayera encima. Solía ser una sensación agradable, pero esa vez no, allí no, de modo que tras lavarme y enjuagarme el pelo a toda prisa, cerré el grifo, salí de la bañera, me sequé y me vestí. Me fumé un cigarrillo fuera mientras Yngve bajaba. Lo que nos esperaba me producía pavor, y por su cara cuando abrió la puerta del coche supe que a él le pasaba lo mismo.

La capilla estaba al otro lado del instituto en el que yo había estudiado, en diagonal detrás del gran polideportivo, y el camino por el que fuimos era el mismo que yo recorría cada día aquel medio año que estuve viviendo en casa de mis abuelos en la calle Elv. Pero ver esos lugares conocidos no evocó nada en mí, tal vez los viera por primera vez tal y como eran realmente, vacíos de sentido, sin contexto. Una empalizada por aquí, una casa pintada de blanco del siglo XIX por allá, algunos árboles, algunos arbustos, un poco de hierba, una valla, un cartel. Los movimientos regulares de las nubes en el cielo. Los movimientos regulares de los seres humanos en la tierra. El viento que levantaba el follaje, haciendo temblar los miles de hojas en dibujos tan imprevisibles como ineludibles.

—Puedes meterte por aquí —le indiqué, cuando habíamos pasado el instituto y veíamos la iglesia detrás de la valla de piedras, justo delante de nosotros—. Está ahí dentro.

—Estuve aquí una vez —dijo Yngve.

—¿Ah, sí?

—En una confirmación. Tú también estabas, ¿no?

—No me acuerdo —dije.

—Yo sí —dijo Yngve, inclinándose hacia delante para poder ver más allá.

—¿Está detrás de ese aparcamiento?

—Creo que sí —contesté.

—Aún es pronto —dijo Yngve—. Falta un cuarto de hora.

Salí del coche y cerré la puerta. Un cortacésped venía hacia nosotros por el otro lado de la valla, conducido por un hombre con el torso desnudo. Cuando la máquina nos pasó a unos cinco metros, vi que el hombre llevaba una cadena de plata al cuello, con algo colgando que parecía una hoja de afeitar. Al este, por encima de la iglesia, el cielo estaba oscuro. Yngve se encendió un cigarrillo y dio unos pasos por la plazoleta.

—Bueno —dijo—. Ya estamos aquí.

Miré hacia la capilla. Había una luz encendida sobre la puerta de entrada, casi borrada por la luz diurna. Un coche rojo estaba aparcado al lado.

El corazón empezó a latirme más deprisa.

—Así es —dije.

Muy a lo alto sobre nosotros, bajo el cielo que seguía de color gris claro, revoloteaban unos pájaros. El pintor neerlandés Ruisdael pintaba siempre pájaros volando muy alto para conseguir la profundidad de los cielos, era su seña de identidad, yo al menos lo había visto en cuadro tras cuadro en ese libro que tenía sobre él.

La parte de abajo de los árboles próxima a nosotros estaba casi negra.

—¿Qué hora es ya? —pregunté.

Yngve estiró un poco el brazo, de modo que la manga se deslizó hacia atrás y pudo ver la esfera del reloj.

—Menos cinco. ¿Nos acercamos?

Asentí con la cabeza.

Cuando estábamos a diez metros de la capilla, se abrió la puerta. Un joven con traje oscuro nos miró. Tenía la cara bronceada y el pelo rubio.

—¿Knausgård? —preguntó.

Los dos asentimos con un gesto.

Nos estrechó la mano. La piel junto a las alas de su nariz estaba roja, como irritada. Sus ojos azules ausentes.

—¿Entramos? —dijo.

Volvimos a asentir. Primero llegamos a una entrada, donde el joven se detuvo.

—Es allí dentro —nos indicó—. Pero antes de entrar creo que debo preveniros. Lo que vais a ver no es exactamente bonito, hubo demasiada sangre, ya sabéis, bueno…, hicimos lo que pudimos, pero todavía se nota.

¿Sangre?

Nos miró.

Me quedé helado.

—¿Estáis preparados?

—Sí —contestó Yngve.

El hombre abrió la puerta y lo seguimos al interior de una habitación más grande en medio de la cual yacía mi padre sobre una camilla. Sus ojos estaban cerrados, sus facciones suavizadas.

Oh, Dios.

Me coloqué al lado de Yngve, justo delante de mi padre. Tenía las mejillas rojas, como saturadas de sangre. Se habría quedado en los poros cuando intentaron quitarla. Y la nariz estaba rota. Pero aunque yo veía todo eso, no lo veía, porque todos los detalles desaparecieron dentro de algo distinto y más grande, tanto lo que irradiaba, que era muerte, y cerca de la cual no había estado nunca hasta entonces, como lo que era para mí, un padre, y todo lo que en ello había de vida.

*

Hasta que regresé a casa de la abuela tras despedirme de Yngve, que se fue a Stavanger, no volví a pensar en lo de la sangre. ¿De dónde había salido tanta sangre? La abuela había dicho que lo encontró muerto en el sillón, y basándonos en esa información, lo lógico era pensar que le había fallado el corazón estando allí sentado, seguramente mientras dormía. No obstante, el agente de la funeraria no sólo había dicho que hubo sangre, sino mucha sangre. Y la nariz, la nariz estaba rota. De modo que tuvo que haberse librado allí una terrible batalla contra la muerte. ¿Se habría levantado en medio del dolor, para luego caerse contra la pared de la chimenea? ¿Contra el suelo? Pero en ese caso, ¿por qué no había sangre ni en la pared ni en el suelo? ¿Y cómo se explicaba que la abuela no hubiera dicho nada de la sangre? Pues algo tendría que haber sucedido, no podía haber expirado pacíficamente con toda esa sangre. ¿La abuela la habría limpiado para luego olvidarlo? ¿Y por qué iba a hacerlo? No había limpiado ni ocultado nada más, de modo que esa necesidad no parecía existir en ella. Igual de extraño era que yo me hubiera olvidado de eso tan pronto. O tal vez no fuera tan extraño, había habido muchas cosas que afrontar. De todos modos, tendría que llamar urgentemente a Yngve en cuanto llegara a casa de la abuela. Tendríamos que hablar con el médico que lo había encontrado. Él sabría explicarnos lo sucedido.

Subí lo más deprisa que pude la suave pendiente, a lo largo de una valla de tela metálica verde con un tupido seto al otro lado; andaba como si tuviera mucha prisa, a la vez que me movía otro impulso, el de alargar cuanto pudiera el tiempo que tenía para mí solo, incluso quizá buscar un café donde sentarme y leer un periódico. Porque estar en casa de la abuela con Yngve era muy distinto a estar solo. Yngve sabía cómo tratarla. Pero ese tono ligero y humorístico entre ellos, que también empleaban siempre Erling y Gunnar, a mí no me resultaba fácil de emplear. No era una exageración decir que durante aquel año del instituto en que pasé mucho tiempo en su casa, porque vivía muy cerca, mi manera de ser les resultaba incómoda, había algo en mí que ellos no querían aceptar, una sospecha que en cierto modo sería confirmada unos meses después, cuando una noche, mi madre me contó que la abuela la había llamado para decirle que no debía ir tanto a su casa. Yo podía soportar la mayor parte de los rechazos que sufría, pero no ése, ellos eran mis abuelos, y el hecho de que ni siquiera ellos quisieran saber de mí fue tan estremecedor que me eché a llorar delante de mi madre. Ella, por su parte, estaba furiosa, ¿pero qué podía hacer? Por aquel entonces yo no entendía nada, pensaba que simplemente no les gustaba, pero más tarde empecé a intuir en qué podía consistir ese malestar. Yo era incapaz de fingir, incapaz de desempeñar un determinado papel, y esa seriedad de estudiante de bachillerato que introducía en su casa, a la larga no la podrían ignorar, antes o después tendrían que ocuparse de ella, y el desequilibrio que surgiría entonces, ya que tampoco me daban ninguna pauta de actuación, sería la razón por la que acabaron por llamar a mi madre. Mi presencia siempre exigía algo de ellos, algo concreto, por ejemplo, comidas, porque si iba a su casa directamente desde el instituto, antes del entrenamiento, tendría que estar sin comer hasta las ocho o las nueve de la noche si ellos no me ofrecían algo, o dinero, porque los estudiantes sólo viajaban gratis en los autobuses de la tarde, y no siempre tenía dinero para pagarme el viaje. No es que ellos tuvieran nada en contra ni de darme de comer ni de darme algo de dinero, supongo que lo que les fastidiaba era que yo lo necesitara y que ellos por lo tanto no tuvieran elección: la comida y el dinero para el autobús no eran regalos espontáneos, sino otra cosa, y esa otra cosa afectó a nuestra relación, creó entre nosotros unos lazos que ellos no querían aceptar. Yo no lo entendía entonces, pero lo entiendo ahora. Mi manera de ser, por la que me acerqué a ellos con mi vida y con mis pensamientos, formaba parte de lo mismo. Ellos eran incapaces de darme esa intimidad, y supongo que tampoco querían dármela, ya que también la intimidad era algo que yo les robaba. Lo irónico era que en todas esas visitas siempre pensaba en ellos, siempre decía lo que pensaba que ellos querían oír; incluso contaba lo más personal, porque pensaba que sería bueno para ellos oírlo, no porque necesitara contarlo.

Pero lo peor de todo, pensaba, mientras caminaba por la alameda en dirección a Lund, pasando por delante de la fila de coches del atasco de la tarde, y de los árboles con troncos oscuros de polvo de asfalto y gases de tubos de escape, tan pesados y petrificados comparados con la abundancia de hojas verdes y ligeras en sus copas, era que sin embargo en aquella época me consideraba un buen conocedor de la naturaleza humana. Me imaginaba que ése era mi punto fuerte. El comprender a los demás. Mientras yo mismo era más bien un enigma.

¡Ah, qué estúpido!

Me reí. Enseguida levanté la cabeza para comprobar si la gente dentro de sus coches parados me había visto. Pero no, todo el mundo estaba a lo suyo.

A lo mejor me había vuelto un poco más prudente con los años, pero seguía sin saber fingir. No mentir, no actuar. Por esa razón había dejado a Yngve manejar a la abuela y me había sentido muy aliviado. Pero ahora me tocaba a mí.

Me detuve y encendí un cigarrillo. Curiosamente, cuando proseguí mi camino me sentía animado. ¿Sería por las fachadas, originalmente blancas pero oscurecidas por los gases de los tubos de escape a mi izquierda? ¿O eran los árboles de la alameda? ¿Esos seres inmóviles, vestidos de hojas, bañándose en el aire? Porque siempre cuando los veía me llenaba de alegría.

Inhalé profundamente, y quité a golpecitos la ceniza plateada del cigarrillo mientras caminaba. Lo que no había absorbido de recuerdos despertados por el entorno al ir en el coche con Yngve, me llegaba ahora con toda su fuerza. Conocía a los abuelos de dos épocas: de cuando de niño iba a verlos allí, a Kristiansand, y cada pequeño detalle del panorama urbano siempre me parecía fantástico, y luego de cuando viví allí de adolescente. Hacía algunos años que no estaba allí, y desde el momento en el que llegué, me di cuenta de que ese chorro de impresiones que me proporcionaba el lugar, en parte relacionadas con un mundo de recuerdos, en parte con el otro, existía en tres tiempos separados a la vez. Vi la farmacia y me acordé de un día en que Yngve y yo estuvimos en ella con la abuela; los montones de nieve recogida abultaban en las aceras, nevaba, ella llevaba abrigo, y gorro de piel, la cola delante de la ventanilla, cómo en la trastienda se movían los farmacéuticos con batas blancas. De vez en cuando la abuela volvía la cabeza para comprobar qué estábamos haciendo. Tras el primer momento de búsqueda, en el que su mirada, si no fría, al menos era neutra, sonrió, y sus ojos se llenaron de calidez como por arte de magia. Vi la cuesta que subía al puente de Lund, y me acordé de que el abuelo solía subir por allí todas las tardes en su bicicleta. Qué diferente parecía cuando estaba al aire libre. Como si ese ligero zigzagueo causado por la cuesta no sólo rigiera para la bicicleta que montaba, sino también para quien era él: un momento un señor mayor de Kristiansand con gabardina y gorra de visera, y al siguiente el abuelo. Vi los tejados de las casas de la zona residencial, que se extendía al otro lado de la calle, y me acordé de cuando con dieciséis años solía andar entre ellas por las noches, a punto de estallar de emociones. Cuando todo lo que veía, incluso un torcido y oxidado tendedero en un patio trasero, manzanas podridas en el suelo debajo de un árbol, una barca tapada con una lona con los caballetes mojados sobresaliendo y la hierba debajo, amarilla y aplastada, ardía de belleza. Vi el césped detrás de los edificios del otro lado, y recordé un frío día azul de invierno en el que fuimos allí con la abuela a jugar en la nieve con el trineo. Había un reflejo resplandeciente de rayos de sol que hizo que la luz pareciera de alta montaña, y la ciudad diera la sensación de estar tan extrañamente abierta que de todo lo que ocurría —los seres humanos y los coches que pasaban por las calles, el hombre que estaba quitando la nieve de la entrada de coches de los salones de fiestas al otro lado de la calle, los demás niños deslizándose en sus trineos en la nieve—, era como si nada estuviera fijado en ninguna parte, sino que simplemente volara bajo el cielo. Estaba vivo en mí cuando bajaba la cuesta, haciéndome ver y sentir los alrededores, pero sólo en la superficie, sólo en la capa más exterior de la conciencia, porque mi padre había muerto, y el dolor que eso me había producido irradiaba en todo lo que sentía y pensaba, como revocándolo. Él también estaba en esos recuerdos, pero allí, curiosamente, no era importante, allí su recuerdo no aportaba nada. Mi padre caminando por la acera unos metros delante de mí un día a principios de la década de los setenta, veníamos del quiosco de comprar limpiapipas e íbamos a casa de los abuelos, me acordé de cómo él levantaba la barbilla a la vez que sonreía para sus adentros, la felicidad que yo sentía al verlo, o mi padre en el banco, cómo sostenía la billetera en una mano y se alisaba el pelo con la otra, mirando su reflejo en el cristal que protegía la caja, o mi padre en el coche, saliendo de la ciudad: en ninguno de esos recuerdos lo sentía como una persona importante. Es decir, sí lo sentía entonces, cuando los viví, no luego, al revivirlos. Ahora bien, pensando en que había muerto, todo era diferente. En ese pensamiento él lo era todo, pero también el propio pensamiento lo era todo, porque mientras yo andaba bajo esa ligera lluvia, más bien llovizna, era como si me encontrara en un determinado espacio. Lo que había fuera de ese espacio no significaba nada. Yo veía y pensaba, y acto seguido lo que veía y pensaba era anulado. Nada importaba. Sólo el hecho de que mi padre hubiera muerto.

Todo el tiempo mientras caminaba estaba presente en mi conciencia ese sobre marrón que contenía los objetos que él llevaba consigo cuando murió. Me detuve delante de la tienda de comestibles al otro lado de la farmacia, me acerqué a la pared y saqué el sobre. Miré el nombre de mi padre. Parecía extraño. Esperaba ver Knausgård. Pero en el fondo era correcto, ese apellido tan ridículo y pomposo que tenía cuando murió.

Una mujer mayor con un carro de la compra en una mano y un perrito blanco en la otra me miró de reojo al salir. Me acerqué un poco más a la pared y sacudí el sobre para que su contenido cayera a mi mano. Su anillo, un colgante, algunas monedas, un broche. Eso era todo. En sí objetos de lo más cotidianos. Pero que él los hubiera llevado puestos, que el anillo hubiera estado en su dedo, el colgante en su cuello cuando murió, les proporcionaba una aureola muy particular. Muerte y oro. Les di vueltas en la mano uno por uno, me llenaron de espanto. Allí estaba, sintiendo miedo de la muerte de la misma manera que lo sentía cuando era pequeño. No de que yo mismo fuera a morir, sino de los muertos.

Volví a meter los objetos en el sobre, y el sobre en el bolsillo. Crucé corriendo la calle entre dos coches, entré en el quiosco a comprar un periódico y una chocolatina Lions, que me comí mientras recorría los últimos doscientos metros que me separaban de la casa.

Incluso después de todo lo que había ocurrido allí, colgaban en la casa reminiscencias de la infancia. Ya de pequeño meditaba sobre ese fenómeno, cómo era posible que cada casa en la que había estado, las de todos los vecinos y las de toda la familia tuvieran su olor, completamente suyo y específico, que nunca cambiaba. Todas, menos la nuestra. No tenía ningún olor específico o propio. No olía a nada. Las veces que los abuelos venían de visita traían consigo el olor de su propia casa; recordaba sobre todo una vez que la abuela vino a visitarnos por sorpresa, yo no sabía nada, y cuando volví del colegio y noté el olor en la entrada, pensé que eran imaginaciones mías, porque no había nada que sustentara aquella idea. Ningún coche aparcado delante de la casa, ni abrigos o calzado en la entrada. Sólo el olor. Pero no eran imaginaciones mías, pues cuando entré, la abuela estaba sentada en la cocina con el abrigo puesto. Había cogido el autobús, quería darnos una sorpresa, eso era totalmente insólito por su parte. Era curioso que el olor de la casa fuera el mismo ahora, veinte años más tarde, después de tantos cambios. Podría pensarse que tenía que ver con los hábitos, que uno usaba los mismos jabones, los mismos detergentes, los mismos perfumes y colonia para después del afeitado, que se hacían las mismas comidas de la misma manera, que todos los días se volvía del mismo trabajo, dedicándose a las mismas actividades por las tardes y noches: si uno se dedicaba a la mecánica de coches, habría en el aire un componente de aceite y aguarrás, metal y gases de tubos de escape, si se coleccionaban libros antiguos, entonces habría en el aire un componente de papel amarillento y brillo de antaño. Pero en una casa en la que habían cesado todos los hábitos anteriores, donde las personas habían muerto, y las que quedaban eran demasiado mayores para hacer lo que hacían antes, ¿cómo era posible que el olor permaneciera inalterado? ¿Estaban incrustados en las paredes cuarenta años de vida, era eso lo que notaba cada vez que entraba allí?

En lugar de subir directamente donde estaba la abuela, abrí la puerta del sótano y bajé unos escalones por la estrecha escalera. El aire frío y oscuro que se posó sobre mí era como un concentrado del aire del resto de la casa, exactamente como lo recordaba. Allí abajo era donde guardaban las cajas de manzanas, peras y ciruelas en el otoño, y junto al olor a muro viejo y a tierra, los aromas de entonces yacían como una especie de subolor en la casa, donde todos los demás olores se añadían y complementaban. Yo no había estado allí abajo más de tres o cuatro veces, al igual que las habitaciones de la buhardilla, era recinto prohibido para nosotros. ¿Pero cuántas veces no había estado yo en la entrada viendo subir a la abuela con bolsas llenas de jugosas ciruelas amarillas, o maravillosas y sabrosas manzanas apenas arrugadas para nosotros?

La única luz provenía de una pequeña escotilla, parecida a la de un barco, que había en la pared. Como el jardín estaba más bajo que toda la parte de la entrada de la casa, se veía directamente desde el sótano. La perspectiva resultaba confusa, era como si la sensación de cohesión del espacio se hubiera disuelto, por un breve instante fue como si el suelo desapareciera bajo mis pies. Luego, en el momento en el que me agarré a la barandilla, todo me volvió con claridad: yo estaba allí, la ventana estaba allí, el jardín y la entrada a la casa allá.

Permanecí unos instantes mirando por la ventana, sin fijarme en nada y sin pensar en nada en especial. Luego di la vuelta, subí al recibidor, y colgué la chaqueta en una de las perchas del armario empotrado. Me eché un vistazo a mí mismo en el espejo colgado en la pared junto a la escalera. Había una especie de opacidad en mis ojos. Subí la escalera con pasos pesados, para que la abuela oyera que estaba llegando.

Estaba sentada como la dejamos unas horas antes, junto a la mesa de la cocina. Tenía delante una taza de café, un cenicero y un platito lleno de migas del panecillo que había comido.

Cuando crucé la puerta, ella levantó la cabeza y me miró de esa manera suya, rápida y como de pájaro.

—Ah, ¿eres tú? —dijo—. ¿Ha ido todo bien?

Probablemente había olvidado dónde habíamos estado, pero no podía estar seguro de ello, y contesté con la seriedad que la situación requería en ese caso.

—Sí —contesté—. Ha ido bien.

—Menos mal —dijo, apartando de nuevo la mirada.

Entré y dejé en la mesa el periódico que acababa de comprar.

—¿Quieres un café? —preguntó.

—Con mucho gusto —respondí.

—La cafetera está en la placa.

Había algo en el tono de su voz que me hizo mirarla. Nunca me había hablado de esa manera. Lo curioso era que ese nuevo tono no la cambiaba tanto a ella como a mí. Así era como habría hablado a mi padre en los últimos tiempos. Era a él, no a mí, a quien se estaba dirigiendo. Y no se habría dirigido a mi padre de esa manera si el abuelo hubiera vivido. Ése era el tono entre madre e hijo cuando nadie más estaba presente.

No es que pensara que ella me confundía con mi padre, sólo que hablaba por inercia, de la misma manera que un barco sigue deslizándose por su cuenta incluso después de que los motores se hayan apagado. Y sin embargo me hizo sentir frío por dentro. Pero no debía mostrarlo, de modo que saqué una taza del armario, me acerqué a la cocina eléctrica y toqué la cafetera. Llevaba mucho tiempo fría.

La abuela silbó un ratito mientras tamborileaba con los dedos en la mesa. Era algo que hacía desde que podía recordar. En cierta manera fue un alivio verlo, porque por lo demás habían sucedido muchos cambios en ella.

Había visto fotos suyas de principios de la década de 1930. Era guapa, no espectacular, pero lo suficiente como para destacar, de esa manera típica de la época: la parte de los ojos oscura y dramática, boca pequeña, pelo corto. Cuando a finales de los años cincuenta, madre ya de tres hijos, fue retratada delante de lugares emblemáticos en sus viajes, todo lo que había destacado en ella seguía presente, aunque de una manera más suave, menos tajante, y sin embargo no difusa, todavía se podía utilizar la palabra guapa para referirse a ella. Cuando yo era niño, y ella rondaba los setenta, yo no veía, claro está, nada de eso, ella era sólo «la abuela», de lo que ella tuviera de propio, de lo que contara algo de quién era, yo no sabía nada. Una señora mayor de la burguesía, que se conservaba bien y que vestía elegantemente, ésa tenía que ser la impresión que daba por aquel entonces, a finales de la década de los setenta, cuando hizo algo tan raro como coger el autobús para ir a visitarnos y de repente se presentó en nuestra cocina de Tybakken. Viva, presente, con buena salud. Hasta hacía sólo un par de años había sido así. Luego le ocurrió algo, y no fue a causa de la edad, tampoco de ninguna enfermedad, fue otra cosa. Su manera distante no tenía nada que ver con ese despiste indulgente de la gente mayor y su suave saciedad del mundo, sino que era dura y esmirriada, como ese cuerpo que habitaba.

Yo lo veía, pero no podía hacer nada, no podía construir un puente por encima, ni ayudarla o consolarla, lo único que podía hacer era ver y observar, lo que hacía cada instante que pasaba con ella. Lo único que servía era estar en movimiento, no dejar que nada de lo que allí había, en la casa o en ella, se quedara fijado.

Se quitó una brizna de tabaco del labio con una mano, mirándome.

—¿Te hago a ti también? —pregunté.

—¿Le pasa algo al café? —quiso saber ella.

—Es que no está caliente —contesté, yendo hacia el fregadero a tirarlo—. Voy a hacer otro.

—¿No está caliente, dices?

¿Me estaba censurando?

No. Porque se echó a reír, sacudiéndose una miga.

—Creo que he empezado a chochear —dijo. Estaba segura de que lo acababa de hacer.

—No es que estuviera muy frío —dije abriendo el grifo—. Lo que pasa es que a mí me gusta el café ardiendo.

Tiré los posos y enjuagué la cafetera, apuntando el chorro al fondo de la pila, hasta que todo se hubo ido por el desagüe. Luego la llené de agua y vi que estaba casi negra por dentro y llena de grasa de los dedos por fuera.

«Chochear» en nuestra familia era el eufemismo de senilidad. El hermano del abuelo, Leif, «chocheaba» cuando en varias ocasiones se escapó de la residencia de ancianos para volver al hogar de su infancia, donde hacía sesenta años que no vivía; allí se quedaba gritando y llamando a la puerta durante toda la tarde y toda la noche. El otro hermano del abuelo, Alf, también había empezado a chochear los últimos años, en su caso consistía más bien en una fusión entre el pasado y el presente. Incluso el abuelo chocheaba un poco cuando hacia el final de su vida se quedaba levantado por las noches jugueteando con una enorme colección de llaves, cuya existencia u objeto eran desconocidos por todos. Se daba en la familia; la madre de ellos también chocheaba bastante hacia el final de su vida, según contaba mi madre. Por lo visto, lo último que hizo fue subir al desván en lugar de bajar al sótano al escuchar una sirena. Según mi padre, se cayó por la empinada escalera del desván de su casa y se mató. Yo no sabía si era verdad; mi padre era capaz de mentir sobre cualquier cosa. Mi intuición me decía que no lo era, pero no había forma alguna de averiguarlo.

Llevé la cafetera hasta la cocina eléctrica y la puse en la placa. El tictac del interruptor de seguridad llenó la cocina. Al cabo de unos instantes, la parte inferior de la cafetera, que estaba mojada, empezó a crepitar. Yo permanecí con los brazos cruzados, mirando el empinado paisaje y la casa blanca que en él se erguía. De pronto me di cuenta de que durante toda mi vida había mirado esa casa, sin jamás haber visto un alma en ella o a su alrededor.

—¿Y dónde está Yngve? —preguntó la abuela.

—Se iba hoy a Stavanger, ¿te acuerdas? —dije, volviéndome hacia ella—. A ver a su familia. Volverá el viernes para el ent…

—Ah, sí, es verdad —dijo, como a sí misma—. Se iba a Stavanger. —Cogió el paquete de tabaco y la pequeña máquina roja y negra de liar y dijo, sin levantar la cabeza—: ¿Pero tú te quedas aquí?

—Sí —contesté—. Yo me quedaré todo el tiempo.

El que ella quisiera tan claramente que me quedara me hizo sentirme muy contento, aunque sabía que no era yo en concreto quien quería que estuviera, sino simplemente alguien.

Movió con una fuerza sorprendente la manivela de la máquina, sacó la funda llena de tabaco y encendió el cigarrillo, volvió a sacudirse unas migas del vestido y se quedó mirando al frente.

—Pensaba seguir fregando —dije—. Y esta noche tengo que trabajar un poco y hacer unas llamadas telefónicas.

—Muy bien —dijo. Luego levantó la vista y me miró—. Pero no estás tan ocupado que no puedas quedarte un rato aquí conmigo, ¿no?

—Claro que no —le contesté.

La cafetera empezó a zumbar. La apreté con fuerza contra la placa, el zumbido aumentó, la aparté, eché café a ojo, lo removí con un tenedor, golpeé con fuerza la cafetera contra la placa y la puse en la mesa sobre el salvamanteles.

—Ya está —dije—. Ahora sólo hay que dejarlo reposar un poco.

Entre las huellas dactilares de la cafetera, que aún no habíamos fregado, también tendría que haber de mi padre. Vi en mi interior las huellas de nicotina en sus dedos. Tenían algo de indigno, como si la vida tan trivial que mostraban no encajara con la solemnidad que traía consigo la muerte.

O que yo quería que trajera.

La abuela suspiró.

—Ay, ay —exclamó—. La vida es una guela, dijo la mujer que no sabía pronunciar la «r».

Sonreí. También sonrió la abuela. Luego volvió esa ausencia en su mirada. Busqué en la mente algo de que hablar, pero no encontré nada, serví café en la taza, aunque estaba más dorado que negro. Pequeños granos subieron a la superficie.

—¿Quieres? —le pregunté—. Está un poco flojo, pero …

—Sí, con mucho gusto —dijo, empujando la taza unos centímetros hacia mí en la mesa.

—Gracias —dijo, cuando la taza estaba medio llena. Cogió el cartón amarillo de nata líquida y se sirvió.

—¿Y qué hay de Yngve? —preguntó—. ¿No va a venir?

—Se ha ido a Stavanger —contesté—. A ver a su familia.

—Ah, sí, es verdad. ¿Y cuándo vuelve?

—El viernes, creo.

Enjuagué el cubo en la pila, lo llené de agua limpia, eché detergente, me puse los guantes de fregar, cogí la bayeta con una mano, levanté el cubo con la otra y me fui al fondo del salón. Había empezado a oscurecer. Una tenue luz azulada se vislumbraba cerca del suelo, alrededor de las hojas y los troncos de los árboles, en los arbustos junto a la valla del vecino. Era tan suave que no redujo la intensidad de los colores, como ocurriría más avanzada la tarde, sino al contrario, la reforzó, porque la luz ya no podía cegar, proporcionándole una especie de fondo sobre el que destacar. Pero en el mar, al suroeste, donde se vislumbraba el faro muy a lo lejos, la luz diurna seguía intacta. Allí ardían algunas nubes de color rojizo, como por fuerza propia, porque el sol se había escondido.

Al cabo de un rato entró la abuela. Encendió el televisor y se sentó en el sillón. El sonido de la publicidad, que siempre era más alto que el de los programas, no sólo llenó el salón entero, también retumbaba débilmente contra las paredes.

—¿Hay noticias ahora? —le pregunté.

—Creo que sí. ¿No quieres verlas tú también?

—Sí —respondí—. Sólo quiero acabar esto.

Después de fregar todo el rodapié de una pared, escurrí la bayeta y fui a la cocina, donde se intuía el reflejo de mi figura en la ventana como trozos confusos, unos más claros, otros más oscuros. Vacié el cubo en la pila, coloqué la bayeta sobre él, permanecí inmóvil un instante, abrí el armario, empujé a un lado los rollos de papel de cocina, y saqué la botella de vodka. Cogí dos vasos del armario de encima de la pila, abrí el frigorífico y saqué la botella de Sprite, llené hasta arriba un vaso, el otro lo mezclé con vodka y me llevé los dos al salón.

—Pensé que podíamos tomarnos una copa —dije, sonriendo.

—Qué bien —dijo ella, devolviéndome la sonrisa—. Con mucho gusto.

Le di la copa con vodka, y yo me quedé con el vaso que sólo tenía Sprite. Luego me senté en el sillón al lado del suyo. Terrible, era terrible. Me hizo pedazos. Pero no podía hacer nada para remediarlo. Ella lo necesitaba. Así era.

¡Si al menos hubiera sido coñac u oporto!

Entonces podría habérselo servido en una bandeja con una taza de café, y aunque no del todo, habría parecido normal, al menos no tan chocante como el vodka y el Sprite, ambos transparentes.

Vi cómo abría su vieja boca y se tragaba la bebida. Yo había decidido que no volvería a pasar. Pero allí estaba ella, de nuevo con una copa de alcohol en las manos. Me cortó como un cuchillo en el corazón. Por suerte no pidió más.

Me levanté.

—Voy a hacer un par de llamadas —dije.

Volvió la cabeza hacia mí.

—¿A quién vas a llamar a estas horas?

Una vez más fue como si se dirigiera a otra persona.

—Sólo son las ocho —dije.

—¿Sólo?

—Sí. Pensaba llamar a Yngve. Y luego a Tonje.

—¿A Yngve?

—Sí.

—¿Pero no está aquí? Ah, no, no está —dijo. Y centró su atención en la televisión, como si yo ya hubiera abandonado la habitación.

Saqué una de las sillas del comedor, me senté y marqué el número de Yngve. Acababa de entrar por la puerta, todo había ido bien, de fondo pude oír a Torje chillando, y a Kari Anne, que intentaba acallarlo.

—He estado pensando en lo de la sangre —dije.

—¿Sí? ¿Qué ocurrió? —preguntó Yngve—. Tuvo que pasar algo más de lo que nos contó la abuela.

—Él se caería o algo así —dije—. Contra algo duro. Porque tenía la nariz rota. ¿Lo viste?

—Claro que lo vi.

—Deberíamos hablar con alguna persona de las que vinieron aquí. Simplemente con el médico.

—Supongo que la funeraria tiene su nombre —señaló Yngve—. ¿Quieres que llame yo?

—Sí, ¿no te importa?

—Llamaré mañana. Ahora es un poco tarde. Mañana hablamos.

Yo quería hablar un poco más con él de lo que estaba pensando, pero intuí en su voz cierta impaciencia, lo cual no era de extrañar, pues su hija Ylva, de dos años, lo había esperado levantada. Y al fin y al cabo hacía unas horas que nos habíamos visto. Sin embargo, no hizo ningún intento de terminar la conversación, de manera que lo hice yo. Cuando colgué, marqué el número de Tonje. Noté por su voz que estaba esperando mi llamada. Le dije que estaba agotado y que podíamos hablar al día siguiente, y que ya faltaban pocos días para que viniera. La conversación sólo duró unos minutos, y sin embargo me sentía mejor después. Cogí los cigarrillos y un encendedor de la mesa de la cocina y salí a la terraza. También esa tarde había muchos barcos entrando en la bahía. El aire templado estaba repleto de ese olor a madera de serrería tan característico de la ciudad, como siempre cuando el viento venía del norte, del aroma de las plantas del jardín y de un suave, apenas perceptible, olor a mar. Dentro vacilaba la luz del televisor. Me puse a fumar junto a la verja negra de hierro forjado en un extremo de la terraza. Cuando acabé, apagué la colilla contra la parte exterior del muro y los rescoldos cayeron como estrellitas al jardín. Ya de nuevo dentro, antes de subir la escalera hasta el dormitorio de la buhardilla, comprobé primero que la abuela seguía en el salón. Mi maleta estaba abierta al lado de la cama. Saqué el cartón con el manuscrito, me senté y arranqué la cinta adhesiva. La idea de que realmente se hubiera convertido en un libro a punto de publicarse, me alcanzó con todas sus fuerzas al ver la portada, tan distinta de la versión a la que estaba acostumbrado. La puse boca abajo, no podía perder el tiempo pensando en eso, cogí un lápiz del bolsillo de la maleta, saqué la hoja con los signos de corrección de pruebas, me senté apoyado en el cabezal de la cama, y me puse el montón de hojas sobre los muslos. Ya corría prisa, y había planeado hacer todo lo que pudiera esa misma noche. Hasta entonces no había tenido tiempo. Pero con Yngve en Stavanger, y siendo sólo las ocho, tenía por delante al menos unas cuatro horas para trabajar, si no más.

Empecé a leer.

Los dos trajes negros colgados cada uno de una puerta entreabierta del armario que había junto a la pared de enfrente de la cama me dificultaban la concentración, porque mientras leía, los intuía todo el tiempo, y aunque sabía que no eran más que dos trajes, la idea de que fueran dos cuerpos reales arrojaba sombras sobre mi conciencia. Al cabo de unos minutos me levanté y los quité de allí. Estaba con un traje en cada mano, mirando a mi alrededor en busca de un lugar donde colgarlos. ¿En la barra de la cortina encima de la ventana? Allí estarían más visibles que en ningún sitio. ¿En el listón sobre la puerta? No, yo tendría que pasar por debajo. Al final salí de la habitación y entré en el desván, donde se secaba la ropa, y allí los colgué de sendas cuerdas. Así colgando sueltos, parecían más que nunca figuras, pero si cerraba la puerta, al menos estaban fuera de mi vista.

Cuando volví a la habitación, me senté en la cama y proseguí con mi trabajo. A lo lejos oí acelerar un coche. Abajo se oía el ruido de la televisión. En esa casa, por lo demás tan silenciosa y vacía, resultaba un ruido lunático, como una locura que recorría las habitaciones.

Levanté la cabeza.

Ese libro se lo había escrito a mi padre. Yo no lo sabía, pero era así. Se lo había escrito a él.

Dejé el manuscrito y me levanté. Me acerqué a la ventana.

¿Él significaba realmente tanto para mí?

Pues sí, significaba tanto para mí.

Yo quería que él me viera.

La primera vez que comprendí que lo que escribía era realmente algo y no sólo algo que quería que fuera algo, o que fingía que era algo, fue cuando escribí un pasaje sobre mi padre y me puse a llorar mientras escribía. Era algo que jamás me había pasado. Ni por lo más remoto. Escribí sobre mi padre, y las lágrimas me chorreaban por las mejillas, apenas era capaz de ver el teclado o la pantalla. Ese dolor que se había soltado dentro de mí era algo cuya existencia desconocía. Mi padre era un idiota, alguien con quien no quería tener ningún trato, y no me costaba nada mantenerme alejado de él. No se trataba de reprimir nada, pues no había nada que reprimir, nada de él me afectaba. Así era, pero al sentarme a escribir, se me saltaron con fuerza las lágrimas.

Volví a sentarme en la cama, y me puse el manuscrito sobre las rodillas.

Pero había algo más.

También había querido mostrar que era mejor que él. Que era más grande que él. ¿O sólo quería que estuviera orgulloso de mí? ¿Obtener su aprobación?

Él ni siquiera había llegado a saber que iba a publicar un libro. La última vez que estuvimos a solas antes de morir, hacía año y medio, me preguntó qué estaba haciendo, y le respondí que había empezado a escribir una novela. Habíamos subido por la calle Dronningen, íbamos a cenar en algún restaurante, su frente chorreaba de sudor aunque hacía frío por la calle, y me preguntó sin mirarme y claramente con el fin de conversar sin más, si la cosa llegaría a algo. Le confirmé que una editorial estaba interesada. Entonces me miró como de reojo mientras andábamos, como desde un lugar donde todavía era el que había sido antaño, y tal vez pudiera volver a serlo.

—Me alegro de que te vayan bien las cosas, Karl Ove —dijo.

¿Por qué recordaba eso con tanta minuciosidad? Por regla general me olvidaba de casi todo lo que me decía la gente, por íntimos que fueran, y nada me hacía prever que sería una de las últimas veces que estaría con él. Quizá lo recuerde porque me llamó por mi nombre, por lo menos habrían pasado cuatro años desde la última vez que lo había hecho, y lo que dijo fue, por lo tanto, inesperadamente íntimo. Tal vez lo recuerde porque pocos días antes había escrito sobre él, con sentimientos totalmente contrarios a los que evocó en mí ese día al mostrarse amable. O quizá lo recuerde porque odiaba el dominio que tenía sobre mí, y que resultó tan obvio por el hecho de que me alegrara por tan poco. Por nada en el mundo quería hacer algo por él, ser empujado a hacer algo por culpa de él, ni en un sentido positivo ni negativo.

Ahora esa voluntad ya no tenía valor alguno.

Dejé el montón de hojas sobre la cama, metí el bolígrafo en el bolsillo de la maleta, me agaché, cogí la carpeta de cartón del suelo, intenté meter el manuscrito dentro, pero no lo conseguí, de modo que lo dejé tal cual en el fondo de la maleta, bien tapado con prendas de ropa. El cartón que estaba sobre la cama y que estuve un buen rato mirando fijamente llevaría mis pensamientos hacia la novela cada vez que lo viera. Mi primer impulso fue bajarlo y tirarlo al cubo de basura de la cocina, pero me lo pensé mejor y opté por no hacerlo; no quería que se incorporara a la casa de esa manera. De modo que aparté otra vez la ropa de la maleta y puse el cartón en el fondo junto al manuscrito, luego la cerré con la cremallera antes de salir de la habitación.

La abuela estaba sentada en el salón viendo la televisión. Era un programa de debate. Me pareció que para ella el tema no tenía ninguna importancia. Ella veía indistintamente los programas juveniles de la Televisión 2 y de la Televisión Noruega, y los documentales de la noche. Nunca había entendido lo que esa enloquecida realidad juvenil, con su infinito deseo, de la que también estaban llenos los programas de noticias y debates, podía decirle a ella. ¿A ella, nacida antes de la Primera Guerra Mundial y que procedía de la vieja Europa, ciertamente de la periferia más periférica? ¿Para ella, que fue niña en la década de 1910, joven en la de 1920, adulta en la de 1930, madre en las de 1940 y 1950, y que ya era una mujer mayor en 1968? Algo tendría que haber, porque se sentaba a verlo todas las noches.

Debajo de ella había un pequeño charco marrón. Un trozo más oscuro a lo largo del costado de la silla indicaba de dónde venía.

—Yngve te manda recuerdos —dije—. Ha llegado bien.

Ella me echó una breve mirada.

—Qué bien —dijo.

—¿Necesitas algo más, abuela?

—¿Necesitar?

—Sí, comida o alguna otra cosa. Puedo prepararte algo, si quieres.

—No, gracias —contestó—. Pero toma tú algo.

La visión del cadáver de mi padre había hecho que la mera idea de comer me resultara repugnante. Pero una taza de té sería difícilmente asociable con la muerte, ¿no? Eché agua en una cacerola, la calenté en la placa, cuando estaba hirviendo la eché en la taza sobre la bolsa de té, y me quedé unos instantes mirando cómo el color se desprendía de la bolsa y salía flotando formando lentas espirales en el agua, hasta que todo se puso dorado, y entonces cogí la taza y me la llevé a la terraza. A lo lejos, mar adentro, se deslizaba el ferry que hacía la travesía entre Oslo y Copenhague. Estaba ya totalmente despejado. Todavía quedaba algo de azul en el cielo oscuro, algo que le confería un aspecto material, como si en realidad se tratara de una enorme lona y las estrellas que se veían, vinieran de la luz de detrás, que brillaba a través de miles de agujeritos.

Di un sorbo y dejé la taza en el alféizar. Recordaba más cosas de aquella noche con mi padre. En las aceras había mucho hielo, el viento del este había barrido las calles casi desiertas. Entramos en el restaurante de un hotel, nos quitamos los abrigos y nos sentamos a una mesa. Mi padre respiraba con dificultad, se pasó una mano por la frente, cogió la carta y la miró de arriba abajo. Volvió a mirarla desde arriba.

—Al parecer, aquí no sirven vino —dijo. Se levantó y se acercó al maître. Le dijo algo. Cuando el otro negó con la cabeza, mi padre se dio la vuelta y regresó a la mesa, casi arrancó la chaqueta de la silla y se la puso andando hacia la salida. Yo me apresuré a seguirlo.

—¿Qué ha pasado? —pregunté cuando ya estábamos fuera.

—En este sitio no sirven alcohol —dijo—. Dios mío, es un hotel de abstemios.

Luego me miró, sonriendo.

—Tenemos que beber vino con la comida, ¿no? Pero no importa. Hay otro restaurante muy cerca de aquí.

Acabamos en el Hotel Caledonien, sentados a una mesa junto a la ventana, comiendo un bistec. Mejor dicho, yo comí un bistec; cuando acabé, el de mi padre seguía prácticamente entero en el plato. Encendió un pitillo y se bebió el vino tinto que quedaba. Luego se reclinó en la silla y dijo que había pensado ponerse a trabajar de camionero. No supe cómo reaccionar, me limité a asentir con la cabeza sin decir nada. Dijo que los conductores de transportes de larga distancia llevaban una vida cómoda. Siempre le había gustado conducir, siempre le había gustado viajar, y si encima te pagaban por ello, ¿para qué dudar? Alemania, Italia, Francia, Bélgica, Holanda, España, Portugal, añadió. Es una profesión estupenda. Pero debemos irnos ya de aquí, dijo. Yo pago. Tú vete. Seguro que tienes mucho que hacer. Me ha encantado verte. Hice lo que me dijo, me levanté, cogí la chaqueta, dije que te vaya bien, salí a la recepción del hotel y luego a la calle, dudé un momento entre si coger un taxi o no, decidí no hacerlo, y me fui hacia la estación de autobuses. Volví a verlo por la ventana, cruzó el restaurante hacia la puerta del otro extremo, que daba al bar, y una vez más vi que sus movimientos, a pesar de su cuerpo grande y pesado, eran rápidos e impacientes.

Fue la última vez que lo vi con vida.

Durante todo nuestro encuentro tuve la sensación de que estaba intentando sobreponerse. Que durante esas dos horas había empleado todas sus fuerzas en concentrarse para estar atento y presente, para ser como había sido.

Pensar en ello me dolía mientras daba vueltas por la terraza mirando alternativamente la ciudad y el mar. Pensé en salir, bajar un rato a la ciudad, o tal vez acercarme al estadio, pero no podía dejar sola a la abuela, y tampoco tenía ganas de andar. Al día siguiente lo vería todo de otra manera. El día siempre llegaba con algo más que luz. Independientemente de lo deprimido que uno pudiera sentirse, era imposible permanecer totalmente indiferente ante lo que un nuevo día traía de comienzos. De modo que entré la taza, la metí en el friegaplatos, y lo mismo hice con todas las tazas, vasos, platos y fuentes que había en la pila, eché el detergente y lo puse en marcha, limpié la mesa con un trapo, lo escurrí y lo colgué del grifo, aunque había algo obsceno en el encuentro entre su tela húmeda y áspera y el resplandeciente cromo, luego fui al salón y me detuve delante del sillón de la abuela.

—Creo que me voy a dormir —dije—. Ha sido un día muy largo.

—¿Tan tarde es ya? —preguntó—. Yo también me acostaré pronto.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches —dijo ella.

Me volví hacia la puerta.

—Oye —dijo.

Me volví de nuevo hacia ella.

—No pensarás dormir allí arriba también esta noche, ¿no? Es más fácil para ti dormir abajo. En nuestro viejo dormitorio, ¿sabes? Ahí tienes el baño justo al lado.

—Es verdad —dije—. Pero creo que me quedaré arriba esta noche. Como ya nos hemos instalado allí…

—Bueno, bueno. Como quieras. Buenas noches.

—Buenas noches.

Hasta que llegué al dormitorio y empecé a desnudarme, no me di cuenta de que su propuesta de que durmiera abajo no era por mí, sino por ella. Volví a ponerme la camiseta, quité la sábana de la cama, enrollé el edredón en un bulto, me lo puse debajo del brazo, cogí la maleta con la otra mano y bajé. Me encontré con ella en el descansillo de la primera planta.

—He cambiado de idea —dije—. Es mejor dormir abajo, como tú has dicho.

—¿Sí, verdad?

Bajé tras ella por la escalera. En la entrada se volvió hacia mí.

—¿Entonces tienes todo lo que necesitas?

—Todo en orden —contesté.

La abuela abrió la puerta de su pequeña habitación y desapareció.

El cuarto en el que iba a dormir era de los que no habíamos limpiado aún, pero no me importaba mucho que las cosas de la abuela, tales como cepillos de pelo, rulos, joyas y joyeros, perchas, camisones, blusas, ropa interior, toallas, bolsos de aseo, maquillaje, estuvieran diseminados por las mesillas de noche, sobre el colchón, en los estantes de los armarios abiertos y en los alféizares, me limité a limpiar la cama en un abrir y cerrar de ojos, antes de poner la sábana y el edredón. Luego apagué la luz y me acosté.

Debí de dormirme inmediatamente, porque lo siguiente que recuerdo es que me desperté y encendí la lámpara de la cama para mirar el reloj. Eran las dos. Escuché pasos delante de la puerta. Lo primero que pensé, todavía confuso tras el sueño, y probablemente en relación con algo que había soñado, fue que era mi padre que había vuelto. No como fantasma, sino como vivo. No había nada en mí que se opusiera a esa idea, y me entró miedo. Pero luego, no de repente, sino poco a poco, comprendí que era una idea ridícula, y salí a la entrada. La puerta de la habitación de la abuela estaba entornada. Miré dentro. Su cama estaba vacía. Subí la escalera. Seguramente habría ido a beber un vaso de agua, o tal vez no podría dormir y hubiera subido a ver la televisión, pero quería comprobarlo por si acaso. Primero la cocina. No estaba allí. Luego el cuarto de estar. Tampoco se encontraba allí. Habría ido entonces al otro salón.

Sí, allí estaba, delante de la ventana.

Por alguna razón no le dije nada. Me detuve en la sombra de la oscura puerta corredera y la miré.

Era como si hubiera entrado en trance. Estaba inmóvil mirando el jardín. A veces se le movían los labios, como susurrándose a sí misma. Pero no salía de ellos ni un sonido.

Sin previo aviso se volvió y se dirigió hacia mí. No tuve tiempo de reaccionar, me quedé allí quieto viéndola llegar. Pasó a medio metro de mí, y aunque su mirada alcanzó mi cara, ella no me descubrió. Pasó por delante de mí, como si yo fuera un mueble entre todos los demás muebles.

Esperé hasta oír cerrarse la puerta de abajo antes de seguir.

Cuando volví a entrar en el dormitorio, sentí miedo. La muerte estaba por todas partes. La muerte estaba en la chaqueta colgada en la entrada, donde se encontraba el sobre con las cosas de mi padre, la muerte estaba en el sillón en el que ella lo había encontrado, la muerte estaba en la escalera por la que lo habían bajado en la camilla, la muerte estaba en el baño donde el abuelo se había desplomado, con la tripa llena de sangre. Cuando cerraba los ojos me resultaba imposible huir de la idea de que los muertos pudieran aparecerse, exactamente como me ocurría cuando era pequeño. Pero tuve que cerrar los ojos. Y aunque conseguí ridiculizar esas fantasías infantiles, no fui capaz de evitar la imagen del cadáver de mi padre. Esos dedos entrelazados con las uñas blancas, la piel amarillenta, las mejillas hundidas. Muy dentro del ligero sueño, al abrirse la conciencia, esas imágenes se entremezclaban de tal manera que resultaba imposible saber si pertenecían al mundo de la realidad o al de los sueños. Una vez que la conciencia se había abierto de esa manera, estaba seguro de que su cadáver se encontraba en el armario; lo abrí y toqué todos los vestidos que estaban allí colgados, abrí el siguiente y luego el otro, y cuando acabé, volví a meterme en la cama y seguí durmiendo. En mis sueños él estaba en parte muerto, en parte vivo, en parte en el presente, en parte en el pasado. Era como si me dominara totalmente, como si me dirigiera por completo, y cuando por fin me desperté, sobre las ocho de la mañana, mi primer pensamiento fue que él se había abatido sobre mí, el segundo que tendría que verlo de nuevo.

Dos horas más tarde cerré la puerta de la cocina, donde estaba sentada la abuela, me acerqué al teléfono y marqué el número de la funeraria.

—Funeraria Andenæs.

—Hola, soy Karl Ove Knausgård. Estuve allí con mi hermano, antes de ayer, en relación con la muerte de mi padre, ocurrida hace cuatro días…

—Sí, sí, hola.

—Fuimos a verlo ayer…, pero quería saber si era posible verlo una vez más. Una última vez, por así decirlo…

—Claro que sí. ¿A qué hora le viene bien?

—Bueno —contesté—. ¿En algún momento esta tarde? ¿A las tres? ¿A las cuatro?

—¿Digamos a las tres?

—De acuerdo.

—Delante de la capilla.

—Sí.

—Bien, entonces quedamos en eso. Estupendo.

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

Aliviado de que la conversación hubiera resultado tan fácil, salí al jardín y seguí cortando la hierba. El cielo estaba nublado, la luz suave, el aire cálido. Acabé sobre las dos. Entré a decirle a la abuela que había quedado con un amigo, me cambié de ropa y me encaminé a la capilla. Delante de la puerta estaba el mismo coche. Cuando llamé, abrió el mismo hombre. Me saludó con la cabeza, abrió la puerta de la sala donde habíamos estado el día anterior, se quedó fuera y yo me encontré de nuevo ante mi padre. Esta vez estaba preparado para lo que me esperaba, y su cuerpo, cuya piel había oscurecido aún más en el transcurso de las últimas veinticuatro horas, no despertó ninguno de esos sentimientos que el día anterior me habían desgarrado. Ahora lo que vi fue lo inánime. Vi que ya no había ninguna diferencia entre lo que mi padre había sido y la mesa sobre la que yacía, el suelo sobre el que ésta descansaba, el enchufe de la pared debajo de la ventana, o el cable que iba al aplique de al lado. Porque los seres humanos no son más que una forma entre otras formas, expresadas una y otra vez por el mundo, no sólo en lo que vive, sino también en lo que no vive, dibujado en arena, piedra y agua. Y la muerte, que yo siempre había considerado la magnitud más importante de la vida, oscura, atrayente, no era más que una tubería que revienta, una rama que se rompe con el viento, una chaqueta que cae de la percha al suelo.

Fin