El instituto al que Jan Vidar y él habían ido estaba a sólo una manzana de donde yo me encontraba en ese momento esperando junto a Yngve. Excepto unas semanas dos años antes, no había vuelto a la ciudad desde aquella época. Un año en el norte de Noruega, medio año en Islandia, medio año escaso en Inglaterra, un año en Volda, nueve en Bergen. Y aparte de Bassen, al que seguía viendo esporádicamente, ya no tenía contacto con nadie de los tiempos en que vivía allí. Mi amigo más antiguo era Espen Stueland, al que había conocido estudiando ciencias de la literatura en la Universidad de Bergen diez años antes. No había sido una elección consciente, simplemente había surgido así. Para mí Kristiansand era ya una ciudad hundida. El hecho de que casi todos los que conocía del instituto siguieran viviendo allí era algo que sabía con el pensamiento, pero no con los sentimientos, ya que el tiempo en Kristiansand se había detenido el verano que acabé el bachillerato y me marché de allí para siempre.

La mosca que había estado zumbando en la ventana desde que entramos se dirigió de repente al interior de la sala. La seguí con la mirada, viéndola dar vueltas por debajo del techo, posarse sobre la pared amarilla, volver a echar a volar en un pequeño círculo a nuestro alrededor y posarse en ese reposabrazos en el que ya no tamborileaban los dedos de Yngve. Sus patas delanteras se cruzaron un par de veces, como si se estuviera sacudiendo, antes de dar unos pequeños pasos hacia delante; luego dio un pequeño salto en el aire con alas zumbantes, antes de posarse en el dorso de la mano de Yngve, que, claro está, la levantó con una breve sacudida, de manera que la mosca volvió a echar a volar delante de nosotros de una manera que casi se podría llamar atormentada. Al final volvió a la ventana, donde se arrastraba de arriba abajo en confusas órbitas.

—En realidad no hemos hablado de cómo va a ser el entierro —dijo Yngve—. ¿Has pensado en ello?

—¿Quieres decir si va a ser religioso o civil?

—Por ejemplo.

—Pues no, no he pensado en ello. ¿Tenemos que decidirlo ya?

—No creo. Pero supongo que tendremos que hacerlo pronto.

Por la puerta entreabierta vi un instante pasar al joven trajeado. Se me ocurrió pensar que a lo mejor tenían cadáveres allí mismo. Que era allí donde llevaban a los muertos para prepararlos. ¿Dónde si no podrían hacerlo?

La puerta se cerró como si alguien dentro me hubiese leído el pensamiento. Y como si los movimientos de las puertas se guiaran por un sistema secreto, la que estaba enfrente de nosotros se abrió en el mismo instante. Un hombre grueso de unos sesenta y tantos años, elegantemente vestido con traje negro y camisa blanca, se nos acercó y nos miró.

—¿Knausgård? —preguntó.

Asentimos con un gesto de la cabeza y nos levantamos. Nos dijo su nombre, estrechándonos la mano.

—Acompáñenme —nos pidió.

Lo seguimos hasta un despacho relativamente grande y con ventanas que daban a la calle. Nos señaló dos sillas colocadas delante de un escritorio para que tomáramos asiento. Las sillas eran de madera oscura, con el asiento de piel negra. El escritorio tras el que él se sentó era ancho y oscuro. A su izquierda había varios pisos de organizadores de papel y también se veía un teléfono, nada aparte de esto.

No, no del todo, porque a nuestro lado, en el mismo borde, había una caja de Kleenex. ¡Ay, sería muy práctico, pero qué cínico parecía! Viendo esa caja también veías a todas las personas que en el transcurso de un día acudirían a ese despacho llorando, y comprenderías que tu dolor no era único, y por ello tampoco muy valioso. La caja de Kleenex era la prueba de que en ese lugar había inflación de llantos y muertos.

El hombre nos miró.

—¿En qué puedo servirles? —preguntó.

El pliegue de piel debajo de su barbilla colgaba bronceado sobre el cuello blanco de la camisa. Tenía el pelo cano y bien peinado. Se le veía una sombra oscura sobre las mejillas y la barbilla. La corbata negra no colgaba, reposaba, a lo largo de la curva hinchada del pantalón. Era gordo y erguido, no había en él nada vago o indeciso, supongo que la palabra que mejor lo describía era «correcto», y con eso también seguro. Me gustó.

—Nuestro padre murió ayer —empezó a decir Yngve—. Nos preguntamos si ustedes pueden encargarse del aspecto práctico. Del entierro y todo lo demás.

—Por supuesto —contestó el agente de la funeraria—. Empezaremos por rellenar un formulario.

Abrió un cajón del escritorio y sacó un papel.

—Recurrimos a sus servicios cuando murió nuestro abuelo. Y la experiencia fue muy buena.

—Lo recuerdo —dijo el agente—. Era auditor, ¿verdad que sí? Lo conocía muy bien.

Cogió una pluma que había junto al teléfono, levantó la cabeza y nos miró.

—Ahora necesito algunos datos —señaló—. ¿Cómo se llamaba su padre?

Dije su apellido. Fue una sensación muy extraña. No porque hubiese muerto, sino porque llevaba muchos años sin nombrarlo.

Yngve me miró.

—No… —dijo con prudencia—. Hace unos años se cambió el apellido.

—Ah, se me había olvidado —dije—. Claro.

Ese apellido tan estúpido que se había puesto.

Qué idiota había sido.

Bajé la cabeza y parpadeé un par de veces.

—¿Tienen su número de identidad? —preguntó el agente de la funeraria.

—No entero —dijo Yngve—. Lo siento. Nació el 17 de abril de 1944, así que tenemos los seis primeros números, podemos buscar luego los últimos si es necesario.

—No se preocupe. ¿Dirección?

Yngve dio la dirección de la abuela. Luego me miró de reojo.

—No es seguro que ésa sea su dirección oficial. Murió en casa de su madre. Últimamente vivía con ella.

—Eso lo averiguaremos. Y también necesito sus nombres. Y un número de teléfono donde pueda localizarlos.

—Karl Ove Knausgård —dije.

—E Yngve, Yngve Knausgård —indicó Yngve. También le dio el número de su móvil. Cuando el hombre había anotado todo, dejó la pluma en la mesa y nos miró de nuevo.

—¿Han tenido tiempo para pensar en el entierro? ¿Cuándo sería conveniente que se celebrase y cómo?

—No —contestó Yngve—. No lo hemos pensado. Pero lo normal es que el entierro tenga lugar más o menos una semana después del fallecimiento, ¿no es así?

—Sí, eso es lo normal. ¿Podría ser el próximo viernes?

—Sí —contestó Yngve, mirándome—. ¿Tú qué opinas?

—El viernes está bien —contesté.

—Entonces pongamos esa fecha por ahora. En cuanto a la parte práctica, podemos volver a reunirnos, ¿no? Si el entierro es el viernes, podemos tener una reunión a principios de semana. Tal vez el lunes. ¿Les viene bien?

—Sí —contestó Yngve—. ¿Podría ser temprano?

—No hay problema. ¿Digamos a las nueve?

—Las nueve está bien.

El agente funerario lo anotó en un cuaderno. Al terminar se levantó.

—A partir de ahora nos encargaremos nosotros de todo. Si quieren preguntar algo, no duden en llamarnos. A cualquier hora. Yo me voy esta tarde a mi casa de campo y me quedaré todo el fin de semana, pero me llevo el teléfono móvil. Llámenme en cualquier momento. No se preocupen. Nos vemos el lunes.

Nos dio la mano a ambos antes de que saliéramos del despacho. Nos dedicó un gesto breve y sonriente, y cerró la puerta a nuestras espaldas.

Cuando salimos a la calle y empezamos a ir hacia el coche, algo había cambiado. Lo que estaba viendo, lo que nos rodeaba, ya no me parecía tan claro, todo estaba como desplazado hacia el fondo, como si a mi alrededor hubiera surgido una zona de la que había desaparecido todo sentido. El mundo se había hundido, ésa era la sensación que tenía, pero no me importaba, porque había muerto mi padre. El despacho del que acabábamos de salir apareció con toda claridad y detalle en mi mente, en cambio el paisaje urbano por el que caminábamos era gris y difuso, un paisaje por el que tenía que pasar por necesidad. No es que pensara de otro modo, lo interno seguía inalterado, con la única diferencia de que ahora exigía más espacio y por ello empujaba hacia fuera la realidad exterior. No era capaz de explicarlo de otra manera.

Yngve se inclinó hacia delante para meter la llave en la puerta del coche. Me fijé en una cinta blanca atada en el techo alrededor de la baca. Era brillante, parecida a esas cintas que se ponen en los regalos, pero no podría ser, ¿no?

Me abrió la puerta y me metí en el coche.

—Al final ha ido bien —comenté.

—Sí —respondió—. Vamos a casa de la abuela, ¿verdad?

—Vale.

Puso el intermitente y salimos primero hacia la izquierda, luego otra vez a la izquierda, cogimos la calle Dronning, y enseguida vimos la casa de los abuelos desde el puente, amarilla, erguida en la llanura sobre la pequeña marina y la dársena. Subimos por la calle Kuholm y entramos en la calle, que era tan estrecha que había que bajar un trozo de la cuesta y luego dar marcha atrás para entrar por el jardín y aparcar delante de los escalones. Había visto a mi padre hacer esa operación cientos de veces en mi infancia y entonces, al ver a Yngve hacer lo mismo, el llanto se acercó al mismísimo borde de mi conciencia, donde sólo un movimiento de los pensamientos evitó que volviera a aflorar.

Dos grandes gaviotas levantaron el vuelo de los escalones cuando subimos la pequeña cuesta. Delante de la puerta del garaje había varios sacos y bolsas de basura, en ellas habían estado ocupadas las gaviotas, sacando toda clase de porquería del plástico, en busca de algo que comer.

Yngve apagó el motor, pero se quedó sentado. Yo tampoco me moví. El jardín se veía completamente cubierto de maleza. La hierba estaba altísima, como en un prado, de color entre gris y amarillo, en algunos trozos aplastada por la lluvia. Se filtraba por todas partes, cubriendo todos los macizos, cuyas flores sólo se intuían como pequeños destellos de color en algunos trozos. Una carretilla oxidada estaba volcada junto al seto, con aspecto de formar ya parte orgánica de la maleza. Debajo de los árboles, el suelo se había vuelto marrón de peras y ciruelas podridas. Por todas partes crecía diente de león, y vi que en algunos sitios también habían crecido pequeños arbustos. Era como si nos hubiéramos parado ante un claro en el bosque, y no delante de un chalé en medio de la ciudad de Kristiansand.

Me incliné un poco hacia delante para ver la casa. Los canalones estaban podridos y la pintura se había levantado en algunas partes, pero allí el deterioro no era tan evidente.

Unas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas. Algunas más crepitaron contra el techo y el capó.

—Gunnar no está aquí —comentó Yngve, librándose del cinturón de seguridad—. Pero supongo que vendrá antes o después.

—Me imagino que estará trabajando —dije.

—Bueno, tal vez los auditores no dejen de examinar cuentas ni en el mes de vacaciones.

Me hubiera gustado quedarme allí sentado, pero no podía ser, claro, de manera que hice como él, cerré la puerta y eché un vistazo a la ventana de la cocina en la primera planta, desde donde la mirada de la abuela siempre nos esperaba cuando llegábamos.

Ese día no había nadie en la ventana.

—Espero que la puerta esté abierta —dijo Yngve, subiendo los seis escalones de esa escalera que antaño estaba pintada de color carmesí, pero que se había quedado gris. Las dos gaviotas se habían posado en el tejado de la casa vecina y seguían muy atentas nuestros movimientos.

Yngve bajó la manilla y empujó la puerta.

—Qué mierda —dijo.

Subí los escalones, y cuando atravesé la puerta tras él y llegué a la entrada, tuve que volver la cabeza. El olor allí dentro era insoportable. Apestaba a podrido y a meado.

Yngve se detuvo en el recibidor y miró a su alrededor. La moqueta azul estaba llena de manchas y marcas oscuras. El armario ropero empotrado estaba lleno de botellas y bolsas de botellas. Había ropa tirada por todas partes. Más botellas, perchas, zapatos, cartas sin abrir, revistas de publicidad y bolsas de plástico estaban diseminados por el suelo.

Pero lo peor era la peste.

¿Cómo coño podía oler así?

—Lo destrozó todo —dijo Yngve moviendo la cabeza de un lado para otro.

—¿Qué es lo que apesta? —pregunté—. ¿Algo que está pudriéndose en algún sitio?

—Ven —dijo, acercándose a la escalera—. La abuela nos está esperando.

Desde la mitad de la escalera hacia arriba había un montón de botellas vacías, tal vez cinco o seis en cada escalón, aumentando en cantidad conforme te ibas acercando al descansillo del primer piso. El propio descansillo delante de la puerta estaba completamente lleno de botellas y bolsas de botellas, y en la escalera que continuaba hasta el segundo piso, donde estaba el viejo dormitorio de los abuelos, todos los escalones estaban también llenos, excepto unos centímetros en el medio, donde se podía poner el pie. La mayor parte eran botellas de plástico de litro y medio de cerveza y botellas de vodka, pero también había alguna que otra de vino.

Yngve abrió la puerta y entramos en el salón. Había más botellas sobre el piano y debajo bolsas llenas de ellas. La puerta de la cocina estaba abierta. Ella solía estar sentada allí, también esa vez, delante de la mesa de la cocina, con la mirada clavada en el tablero y un cigarrillo humeante en la mano.

—Hola —dijo Yngve.

La abuela levantó la cabeza. Al principio no hubo señales de reconocimiento en sus ojos, pero de repente se encendió en ellos la luz.

—¡Así que sois vosotros, chicos! Me había parecido oír la puerta.

Tragué saliva. Sus ojos estaban como hundidos dentro de las cuencas, la nariz sobresalía casi como un pico de ave en su cara consumida. Tenía la piel blanca y encogida en un montón de arrugas.

—Hemos venido en cuanto nos hemos enterado —dijo Yngve.

—Sí, fue terrible —dijo la abuela—. Pero ya estáis aquí. ¡Menos mal!

Tenía el vestido lleno de manchas y le colgaba alrededor del cuerpo. Por la parte de delante, las costillas se le transparentaban como varillas debajo de la piel. Los omoplatos y las caderas le sobresalían. Los brazos no eran más que piel y huesos. Por el dorso de sus manos corrían los vasos sanguíneos como pequeños cables de color azul oscuro.

Apestaba a meado.

—¿Queréis un café?

—Gracias —contestó Yngve—. No estaría mal. Lo prepararemos nosotros. ¿Dónde está la cafetera?

—A decir verdad, no lo sé —contestó la abuela, echando un vistazo a su alrededor.

—Está ahí —dije, señalando la mesa. También había una nota, torcí la cabeza un poco para poder leer lo que ponía.

LOS CHICOS LLEGAN SOBRE LAS DOCE. YO LLEGARÉ SOBRE LA UNA.

GUNNAR

Yngve cogió la cafetera y fue al fregadero a tirar los posos. En él había pilas de platos y vasos sucios. Por toda la encimera se veían envases, la mayor parte de comida para calentar en el microondas, muchos todavía llenos de restos. Entre ellos había botellas, la mayor parte botellas iguales de litro y medio de plástico, algunas con gotas en el fondo, otras medio llenas, otras sin abrir, pero también había botellas del vodka más barato, y de las de medio litro de whisky Upper Ten. Por todas partes posos de café, migas y restos de comida resecos. Yngve movió uno de los montones de envases y levantó algún que otro plato que dejó en la encimera, antes de enjuagar la cafetera y llenarla de agua fresca.

La abuela seguía sentada como cuando entramos por la puerta, con la mirada clavada en la mesa, y el cigarrillo, ya apagado, en la mano.

—¿Dónde tienes el café? —volvió a preguntar Yngve—. ¿En el armario?

Ella levantó la cabeza.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Dónde tienes el café? —repitió Yngve.

—No sé dónde lo habrá puesto él.

¿Él? ¿Se estaba refiriendo a mi padre?

Me volví y fui al salón. Que yo recordara, ese salón sólo se usaba en las grandes ocasiones. Ahora, el enorme televisor de mi padre estaba colocado en medio de la estancia, y había puesto enfrente dos de los grandes sillones de piel. Entre ellos una mesita llena de botellas, vasos, paquetes de tabaco de liar y ceniceros atestados. Pasé por delante y miré hacia el fondo del salón.

Delante del tresillo junto a la pared había prendas de ropa. Dos pantalones y una chaqueta, también algunos calzoncillos y calcetines. Olía fatal. Además, había botellas tiradas, paquetes de tabaco, panecillos secos y más basura. Caminé lentamente por la habitación. Había excrementos en el sofá, extendidos y en bolitas. Me incliné sobre las prendas. También estaban llenas de excrementos. En el suelo, el barniz había desaparecido, estaba corroído en grandes manchas irregulares.

¿De meado?

Tenía ganas de destrozar algo. De levantar la mesa y lanzarla contra la ventana. De volcar la estantería. Pero estaba muy débil, apenas conseguí acercarme a la ventana. Apoyé la cabeza en ella y miré hacia fuera. Los muebles del jardín estaban tirados y la pintura había saltado casi del todo. Daban la impresión de crecer de la tierra, como la hierba.

—¿Karl Ove? —me llamó Yngve desde la puerta abierta.

Di media vuelta y fui hacia él.

—Todo está horrible —dije en voz baja para que la abuela no me oyera.

Asintió con un gesto de la cabeza.

—Sentémonos un rato con ella —sugirió.

—De acuerdo.

Entré, saqué la silla del otro lado de la mesa, enfrente de ella, y me senté. Un sonido de tictac llenaba la cocina, provenía de una especie de termostato que seguramente apagaba automáticamente las placas de la cocina eléctrica. También Yngve se sentó, y sacó el paquete de tabaco de la chaqueta, que, por alguna razón, no se había quitado. Reparé en que también yo seguía con la chaqueta puesta.

No quería fumar, lo sentía como algo sucio, pero lo necesitaba y saqué los cigarrillos. La abuela se animó al ver que nos sentábamos. Una vez más se le iluminaron los ojos.

—¿Habéis hecho todo ese camino desde Bergen en coche hoy? —preguntó.

—Desde Stavanger —le aclaró Yngve—. Yo vivo allí ahora.

—Pero yo vivo en Bergen —dije.

El agua hervía ruidosamente.

—Ah, entiendo —dijo la abuela.

Se hizo el silencio.

—¿Queréis un café, chicos? —dijo de repente.

Yngve me miró.

—Ya se está haciendo —contestó—. Pronto estará listo.

—Ah, sí, es verdad —dijo la abuela. Se miró la mano, y con un movimiento brusco, como si hasta entonces no hubiese descubierto el cigarrillo, cogió el mechero y lo encendió.

—¿Entonces habéis hecho todo ese camino desde Bergen hasta aquí en coche hoy? —volvió a preguntar, y dio un par de caladas del cigarrillo antes de mirarnos.

—Desde Stavanger —repitió Yngve—. Sólo hemos tardado cuatro horas.

—Sí, las carreteras están muy bien —dijo ella.

Luego suspiró.

—Bueno, bueno, la vida es una guela, dijo la mujer que no sabía pronunciar la «r» —añadió, luego se rió.

Yngve sonrió y dijo:

—Estaría muy bien algo para acompañar el café. Tenemos un poco de chocolate en el coche. Voy a buscarlo.

Me entraron ganas de decirle que no se fuera, pero, claro, no podía hacerlo. Cuando salió por la puerta, me levanté, dejé el cigarrillo recién encendido en el cenicero, me acerqué a la cocina eléctrica y presioné la cafetera contra la placa para que hirviera más deprisa.

La abuela había vuelto a hundirse en sí misma, mirando fijamente la mesa. Tenía la espalda doblada, los hombros hundidos, y se mecía suavemente de un lado para otro.

¿En qué estaría pensando?

En nada. No había pensamientos en ella. No podía haberlos. Sólo algo frío y oscuro.

Dejé la cafetera y miré a mi alrededor en busca del bote de café. No estaba en la encimera que había al lado de la nevera, tampoco en la encimera de enfrente, junto al fregadero. ¿Tal vez en un armario? Yngve lo había encontrado, ¿pero dónde lo había puesto?

Allí estaba, joder. Lo había dejado encima del ventilador, donde estaban los viejos frascos de especias. Cogí el bote, aparté la cafetera, levanté la tapadera y eché unas cucharadas de café dentro. Estaba seco y parecía viejo.

Cuando levanté la vista, la abuela me estaba mirando de reojo.

—¿Dónde está Yngve? —preguntó—. No se habrá ido, ¿no?

—No, no —contesté—. Sólo ha ido a buscar algo al coche.

—Entiendo —dijo.

Cogí un tenedor del cajón y di unas vueltas a la cafetera, a la vez que la golpeaba contra la placa.

—Lo dejaremos reposar un poco, y ya está.

—Lo encontré sentado en el sillón —dijo la abuela—. Estaba muy quieto. Intenté despertarlo. Pero no lo conseguí. Tenía la cara blanca.

Empecé a sentir náuseas.

Los pasos de Yngve se oyeron en la escalera. Abrí el armario para coger un vaso, pero no había ninguno. No soportaba pensar en usar los que estaban en el fregadero, de modo que me incliné para beber directamente del grifo. En ese instante entró Yngve.

Se había quitado la chaqueta. En la mano llevaba dos tabletas de Bounty y un paquete de cigarrillos Camel. Se sentó y quitó el papel de una de las tabletas.

—¿Quieres probar? —dijo a la abuela.

Ella miró el chocolate.

—Gracias, pero no —dijo—. Tomáoslo vosotros.

—No me apetece —dije—. Pero el café ya está.

Puse la cafetera en la mesa, volví a abrir la puerta del armario y saqué tres tazas. Sabía que la abuela se echaba tres terrones de azúcar y abrí el armario largo de la otra pared, donde estaba la comida. Dos medios panes casi azules de moho, una bolsa de bollos mohosos, sobres de sopa, cacahuetes, tres platos precocinados de espaguetis que tenían que guardarse en el congelador y botellas de aguardiente de la misma marca barata.

Si no hay, no hay, pensé, volviéndome a sentar. Cogí la cafetera y serví el café. No estaba hecho, salió un chorrito marrón claro lleno de minúsculos granos de café. Quité la tapadera y volví a echar el café dentro.

—Menos mal que estáis aquí —dijo la abuela.

Rompí a llorar. Inhalé profundamente, pero con cuidado, y me tapé la cabeza con las manos, frotándola como si estuviera cansado, no llorando. Pero la abuela no se daba cuenta de nada, había vuelto a desaparecer dentro de sí misma, por así decirlo. Esta vez duró unos cinco minutos. Ni Yngve ni yo dijimos nada, nos bebimos el café y miramos al aire.

—Bueno, bueno, la vida es una guela, dijo la mujer que no sabía pronunciar la «r» —volvió a decir la abuela.

Cogió la pequeña máquina de liar, abrió el paquete de tabaco Petterøe mentolado, metió un poco a presión en la ranura, colocó una hoja de papel de fumar en el pequeño tubo y con un clic tuvo listo el cigarrillo.

—Será mejor que vayamos a por el equipaje —dijo Yngve, mirando a la abuela—. ¿Dónde te parece que durmamos?

—El dormitorio grande del piso de abajo está vacío —respondió—. Podéis dormir allí si queréis.

Nos levantamos.

—Entonces bajamos al coche un momento —dijo Yngve.

—¿Ah, sí?

Me detuve delante de la puerta y lo miré.

—¿Has visto lo de ahí dentro? —le pregunté.

Asintió con la cabeza.

Bajando por la escalera se me vino encima una violenta racha de llanto. Esta vez resultó imposible ocultarlo. El pecho entero me temblaba, era incapaz de respirar, unos profundos sollozos me recorrieron por dentro y se me contrajo la cara, completamente fuera de control.

—Oooooh —exclamé—. Oooooh.

Noté que Yngve estaba detrás de mí, y me obligué a seguir bajando la escalera, hasta llegar a la entrada. Salí fuera, pasé por delante del coche y fui hasta el estrecho trozo de césped que había entre la casa y la valla del vecino. Levanté la cabeza y miré al cielo, intentando inhalar profundamente, y al cabo de un par de intentos los temblores cesaron.

Cuando volví al coche, Yngve estaba agachado detrás del portón abierto del maletero. Había sacado mi maleta. La cogí y subí los escalones con ella en la mano, la dejé en el suelo de la entrada y me volví hacia Yngve, que, con una mochila a la espalda y una bolsa en la mano, iba justo detrás de mí. Tras unos minutos al aire fresco, el hedor de dentro parecía aún más intenso. Empecé a respirar por la boca.

—¿Vamos a dormir ahí dentro? —pregunté, señalando con la cabeza la puerta del dormitorio que los abuelos habían ocupado las últimas décadas.

—Veamos qué pinta tiene —contestó Yngve.

Abrí la puerta y eché un vistazo dentro. La habitación estaba hecha una ruina, había ropa, zapatos, cinturones, cepillos de pelo, rulos y objetos de maquillaje por todas partes, en el suelo, en la cama, en las cómodas, todo lleno de polvo, pero no estaba mancillada como lo estaba el salón de arriba.

—¿Qué opinas? —pregunté.

—No lo sé —respondió—. ¿Dónde crees que dormía él?

Abrió la puerta de al lado, que antaño había sido la habitación de Erling. Entró y yo lo seguí.

El suelo estaba lleno de basura y ropa. Debajo de la ventana había una mesa que parecía haber sido destrozada deliberadamente. Montones de papeles y cartas sin abrir. Algo que parecía vómito se había secado, formando una costra rugosa y rojiza en el suelo, justo debajo de la cama. La ropa estaba llena de mierda y manchas oscuras que debían de ser de sangre vieja. Una de las prendas estaba negra de heces por la parte interior. Todo apestaba a meado.

Yngve dio unas zancadas para llegar a la ventana y la abrió.

—Parece que hayan vivido aquí drogatas —dije—. Tiene pinta de ser un jodido nido de yonquis.

—Es verdad —dijo Yngve.

La cómoda, colocada junto a la pared entre la cama y la puerta, se veía extrañamente intacta. Sobre ella estaban las fotos enmarcadas de mi padre y Erling, con sus gorras negras de bachiller, que datarían del día de su solemne matriculación en la universidad. Sin barba, mi padre se parecía de una manera espectacular a Yngve. La misma boca, los mismos rasgos de la zona sobre los ojos.

—¿Qué coño vamos a hacer? —pregunté.

Yngve no contestó, su mirada vagaba por el cuarto.

—Tendremos que limpiar —dijo por fin.

Asentí y salí de la habitación. Abrí la puerta del cuarto de la lavadora, que se encontraba en un lateral a lo largo de la escalera, junto al garaje. Al inhalar el aire de allí dentro me entró tos. En medio del suelo había un montón de ropa tan alto como yo, llegaba casi hasta el techo. De ahí tendría que salir ese olor a putrefacción. Encendí la luz. Toallas, sábanas, manteles, pantalones, jerséis, vestidos, ropa interior, todo lo habían tirado allí. Lo que estaba más abajo no sólo tenía moho, sino que estaba podrido. Me arrodillé y lo toqué con el dedo. Estaba blando y pegajoso.

—¡Yngve! —exclamé.

Acudió y se quedó en la puerta.

—Mira esto —dije—. De aquí es de donde viene el olor.

En lo alto de la escalera sonaron pasos. Me puse de pie.

—Tenemos que salir de aquí —dije—. Para que no crea que estamos fisgoneando.

Cuando ella bajó, nosotros estábamos delante de nuestro equipaje en medio de la habitación.

—¿Queréis alojaros ahí dentro? —preguntó, abriendo la puerta para echar un vistazo—. Sólo tenemos que ordenar un poco y estaréis bien.

—Pensamos que quizá el cuarto de la buhardilla… —sugirió Yngve—. ¿A ti qué te parece?

—Supongo que podéis —dijo la abuela—. Pero hace mucho tiempo que no he subido allí.

—Vamos a verlo —dijo Yngve.

El cuarto de la buhardilla, que en otra época había sido el dormitorio de los abuelos, pero que desde que podíamos recordar era la habitación de invitados, era el único que él no había tocado. Allí dentro todo seguía como antes. Había polvo en el suelo, y si acaso los edredones olían un poco a cerrado, pero no más que una casa de campo que no se ha pisado desde el verano anterior. Después de la pesadilla del piso de abajo, resultó un alivio entrar en esa habitación. Dejamos allí nuestro equipaje, yo colgué el traje de la puerta de un armario, Yngve fue hacia la ventana, apoyó los brazos en el marco y se puso a contemplar la ciudad.

—Podemos empezar por retirar todas esas botellas —dijo—. E ir a devolverlas. Así salimos un poco de aquí.

—Hagámoslo —dije.

Cuando bajamos a la cocina, se oyó un coche. Era Gunnar. Esperamos a que subiera.

—¡Aquí estáis! —dijo con una sonrisa—. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

Tenía la cara bronceada, el pelo rubio y el cuerpo nervudo. Se conservaba bien.

—¡Qué bien tener a los chicos aquí, eh! —dijo, dirigiéndose a la abuela. Luego se volvió de nuevo hacia nosotros.

—Lo que ha ocurrido es terrible —dijo.

—Sí —contesté.

—¿Habéis echado un vistazo? Entonces habéis visto la que lió aquí, ¿no?

—Sí —contestó Yngve.

Gunnar movió reiteradamente la cabeza.

—No sé qué decir —dijo—. Pero era vuestro padre. Siento que acabara como acabó. Pero vosotros sabíais cómo iba a acabar, ¿no?

—Vamos a limpiar toda la casa —dije—. Nosotros nos ocuparemos de todo a partir de ahora.

—Eso está bien. Yo recogí lo peor en la cocina esta mañana y tiré algo de basura, pero todavía queda.

Esbozó una débil sonrisa.

—Tengo un remolque fuera —prosiguió—. Yngve, si puedes sacar el coche… Así podremos colocarlo en el césped al lado del garaje. No podemos dejar los muebles aquí. Y luego está la ropa y todo lo demás. Lo llevaremos todo al vertedero. ¿Os parece bien?

—Sí —contesté.

—Tove y los chicos están en la casa de campo, en realidad sólo he venido para saludaros. Y para traer el remolque. Pero volveré mañana por la mañana. Y entonces podemos seguir. Esto es terrible. Pero es así. Vosotros os arreglaréis.

—Sí, sí —contestó Yngve—. Pero has aparcado el coche detrás del mío. Tendrás que salir tú primero, ¿no?

La abuela nos había mirado los primeros segundos después de la llegada de Gunnar. Le había sonreído, pero luego volvió a desaparecer en sí misma, y se quedó sentada mirando al vacío como si estuviera completamente sola.

Yngve empezó a bajar la escalera. Yo me quedé, pensé que debía quedarme con ella.

—Ven tú también, Karl Ove —dijo Gunnar—. Tendremos que empujar el remolque, y pesa bastante.

Bajé tras él.

—¿Ha dicho ella algo? —preguntó.

—¿La abuela?

—Sí. Sobre lo que pasó.

—Casi nada —contesté—. Sólo que lo encontró sentado en el sillón.

—A ella el que le importaba era siempre tu padre —dijo Gunnar—. Ahora está en estado de shock.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté.

—Yo qué sé. Sólo el tiempo puede arreglarlo. Pero después del entierro la llevaremos a una residencia. Ya ves el aspecto que tiene. Necesita cuidados. Después del entierro la sacaremos de aquí.

Se volvió y subió la escalera, mirando con los ojos entornados al cielo. Yngve ya estaba sentado en el coche.

Gunnar se volvió hacia mí una vez más.

—Habíamos arreglado todo para que tuviera asistencia, ¿sabes? Venían todos los días a asearla. Luego llegó tu padre y echó a todo el mundo. Cerró la puerta con llave y se encerró con ella. A mí no me dejaba entrar en la casa. Pero mi madre me llamó en una ocasión en que él se había roto la pierna y estaba tirado en el suelo del salón. Se había cagado encima. Te puedes imaginar. Estaba tirado en el suelo bebiendo. Y ella le servía. Esto no puede seguir así, le dije antes de que llegara la ambulancia. Esto no es digno de ti. Tendrás que sobreponerte. ¿Sabes lo que me dijo tu padre? ¿Me vas a hundir aún más en la mierda, Gunnar? ¿Para eso has venido? ¿Para hundirme en lo más profundo de la mierda?

Gunnar movió la cabeza con un gesto negativo.

—Es mi madre la que está sentada allí arriba, tienes que entenderlo. Siempre hemos intentado ayudarla. Él lo estropeó todo. Esta casa, a ella, a sí mismo. Todo. Todo.

Me puso brevemente la mano en el hombro.

—Pero yo sé que sois buenos chicos.

Yo lloraba, él miró hacia otra parte.

—Bueno, vamos a colocar el remolque —prosiguió. Bajó al coche, se sentó y arrancó, luego fue marcha atrás lentamente por la cuesta de la izquierda, y cuando hubo vía libre, tocó el claxon. Yngve lo siguió, también marcha atrás. Gunnar se adelantó, salió del coche y desenganchó el remolque. Yo bajé hasta ellos, agarré el enganche del remolque y empecé a tirar hacia arriba, Yngve y Gunnar empujaron.

—Aquí está bien —dijo Gunnar, cuando conseguimos meterlo en el jardín. Dejé el extremo en el suelo.

La abuela nos miraba desde la ventana del primer piso.

Mientras recogíamos las botellas, metiéndolas en bolsas de plástico para luego llevarlas al coche, la abuela estaba sentada en la cocina. Miró cuando tiré la cerveza y el alcohol de las botellas medio llenas al fregadero, pero no dijo nada. Tal vez se sintiera aliviada por verlas desaparecer, tal vez no captara del todo lo que estaba pasando. Llenamos el coche, e Yngve entró a decirle que nos íbamos un momento a la tienda. Ella se levantó y nos acompañó hasta la entrada, pensamos que quería vernos marchar, pero salió hasta el coche, puso la mano en la cerradura de la puerta, abrió y quiso sentarse dentro.

—¿Abuela? —dijo Yngve.

Ella se detuvo.

—Pensábamos ir solos. Conviene que alguien se quede a cuidar de la casa. Lo mejor sería que te quedaras tú.

—¿Ah, sí? —dijo ella, retrocediendo un paso.

—Sí —dijo Yngve.

—Vale, vale. Entonces me quedo.

Yngve salió del patio dando marcha atrás y la abuela volvió a entrar en la casa.

—Qué infierno —comenté.

Yngve miró al infinito, puso el intermitente de la izquierda y salió lentamente a la calle.

—Obviamente está en estado de shock —dije—. Me pregunto si no debo llamar al padre de Tonje y pedirle consejo. Quizá pueda prescribirle algún tranquilizante.

—Aunque ya se está medicando —dijo Yngve—. Hay una bandeja llena de medicinas en la estantería de la cocina.

Miró una vez más por encima de mi hombro, esta vez a la calle Kuholm, por la que bajaban tres coches. Luego me miró a mí.

—Pero puedes comentárselo al padre de Tonje. Y que él decida.

—Sí, lo llamaré en cuanto volvamos.

Pasó el último coche, uno de esos escarabajos nuevos tan feos. Algunas gotas de lluvia aterrizaron sobre la ventanilla, y me acordé de la lluvia que había empezado a caer, pero que luego se había arrepentido, por así decirlo, dejándolo estar con aquellas pocas gotas.

Esta vez siguió lloviendo. Cuando Yngve puso el intermitente y salió a la calle, los limpiaparabrisas ya se habían puesto en marcha.

Lluvia de verano.

Ay, esas gotas que caen sobre el asfalto seco y caliente y primero se evaporan o son absorbidas por el polvo, pero que sin embargo hacen su parte del trabajo, porque cuando cae la siguiente gota, el asfalto está más frío, el polvo más húmedo, y entonces se extienden espacios oscuros, que a su vez se relacionan entre ellos. Ay, ese cálido aire de verano que de repente se enfría, de manera que la lluvia que te cae en la cara es más caliente que el aire, y echas la cabeza hacia atrás para disfrutar de esa sensación tan especial que proporciona. Las hojas de los árboles que tiemblan bajo el ligero roce de la gota, el sonido débil, casi inaudible, tamborileante, de la lluvia que cae al suelo a todas las alturas: a la montaña llena de cicatrices al lado de la carretera y a las briznas de hierba en la cuneta de abajo, al tejado de la casa de enfrente y al asiento de la bicicleta con candado apoyada en la valla, al columpio del jardín de más adentro y a los carteles de tráfico, al arroyo, a los capós y a los techos de los coches aparcados.

Nos detuvimos en el cruce con semáforos, la lluvia había arreciado, las gotas que caían eran ya grandes, pesadas y numerosas. Todo el lugar en torno al cruce de Rundingen había cambiado en cuestión de segundos. Debido a la oscuridad del cielo, las luces parecían más claras, mientras la lluvia que caía y a veces rebotaba, las velaba. Los limpiaparabrisas de los coches estaban en marcha, los peatones corrían en busca de cobijo con periódicos sobre la cabeza o las capuchas subidas si no llevaban un paraguas para poder seguir por el puente como si nada hubiese ocurrido.

Se puso verde, y bajamos la cuesta hacia el puente, pasamos por delante de la vieja tienda de música que habían cerrado hacía tiempo, y que formaba parte obligatoria de la ruta fija que Jan Vidar y yo nos hacíamos cada sábado por la mañana visitando todas las tiendas de música de la ciudad, para luego cruzar el puente. De allí provenía mi primer recuerdo de la infancia. Había cruzado el puente con la abuela y vi a un hombre muy viejo, con barba blanca y pelo blanco, que andaba con bastón y tenía la espalda encorvada. Me paré a mirarlo y la abuela tiró de mí para que continuara. Abajo, en el despacho de mi padre colgaba un póster, y una vez que estuve allí dentro con mi padre y con el vecino Ola Jan, que daba clases en la misma escuela que mi padre, el instituto de Roligheten, también de lengua, señalé al póster diciendo que había visto a ese señor en el puente. Porque era el mismo hombre de pelo blanco y con la espalda encorvada. El que estuviera en un póster colgado en el despacho de mi padre no me parecía nada extraño, yo tenía cuatro años, y nada en el mundo me resultaba incomprensible, todo tenía relación con todo. Pero mi padre y Ola Jan se rieron. Se rieron y dijeron que eso era imposible. Es Ibsen, dijeron. Murió hace casi cien años. Pero yo estaba seguro, era el mismo hombre, y así lo dije. Ellos lo negaron, y mi padre ya no se reía cuando yo señalaba a Ibsen diciendo que lo había visto. Al final me sacó del despacho.

Debajo del puente, el agua estaba gris y llena de círculos por la lluvia que golpeaba la superficie. Pero también había en ella un tono verde que siempre se veía, donde el agua fluvial del río Otra se encontraba con el agua del mar. ¿Cuántas veces había contemplado la corriente allí abajo? Algunos días el agua bajaba como un torrente, formando torbellinos y pequeños remolinos. Otros había espuma blanca alrededor de los pilares.

En ese momento estaba muy tranquila. Dos barcas de recreo, ambas con toldo, salían hacia el mar abierto con los motores zumbando. Junto al muelle del otro lado se veían dos carracas oxidadas, y detrás de ellas un luminoso velero blanco.

Yngve se detuvo en el semáforo del cruce, que en ese instante se puso verde, y giramos hacia la izquierda, donde se encontraba el pequeño centro comercial con el aparcamiento en el tejado. Subimos por algo parecido a una rampa de hormigón y llegamos al aparcamiento, donde por suerte encontramos un sitio libre gracias a que era sábado y época de vacaciones.

Salimos del coche, y eché la cabeza hacia atrás, dejando que la cálida lluvia me cayera en la cara. Yngve abrió el maletero, agarramos todas las bolsas que podíamos llevar, y cogimos el ascensor hasta el supermercado de la planta baja. Las botellas de alcohol vacías las llevaríamos al vertedero, de manera que lo que llevábamos al supermercado eran botellas de plástico y por tanto no muy pesadas, pero sí incómodas.

—Tú empieza a colocarlas en la cinta, mientras, yo iré a por más botellas —dijo Yngve cuando nos detuvimos delante de la máquina de devolución.

Dije que de acuerdo. Puse botella tras botella en la cinta, arrugué las bolsas según se iban vaciando y las tiré al cubo de basura colocado allí al efecto. El que alguien pudiera verme y asombrarse por ese enorme número de botellas de cerveza no me preocupaba en absoluto. Todo me daba igual. Aquella distancia que había surgido cuando salimos de la funeraria y que me producía la sensación de que todo lo que me rodeaba estaba muerto o era insignificante, no había sino crecido en volumen y fuerza. Apenas me fijé en la tienda, que estaba bañada en una intensa luz, con sus productos resplandecientes y multicolores, igual podría haber estado en un lodazal de cualquier lugar. Solía preocuparme bastante por mi aspecto y por lo que los demás pudieran pensar de mí, algunas veces animado y orgulloso, otras deprimido y lleno de odio hacia mí mismo, pero nunca indiferente, nunca había ocurrido que los ojos que podían verme no significaran nada, o que el entorno en el que me encontraba estuviera como borrado. Pero así me sentía en ese momento, estaba entumecido, y lo entumecido triunfaba sobre todo lo demás. El mundo yacía como una sombra a mi alrededor.

Yngve bajó con más bolsas.

—¿Quieres que te sustituya un rato? —preguntó.

—No hace falta —dije—. Pero podrías hacer algunas compras. Como mínimo necesitamos productos de limpieza, guantes de goma y bolsas negras de basura. Y comida, joder.

—Queda una carga de botellas en el coche. Voy primero a por ella.

—De acuerdo —respondí.

Cuando hube devuelto la última botella y cogido el recibo, me acerqué a Yngve, que estaba delante de la estantería de productos de limpieza. Cogimos Cif para el baño, Cif para la cocina, Ajax para limpieza general, Ajax limpiatodo, Ajax limpiacristales, lejía, jabón líquido, Mr. Muscle para manchas resistentes, limpiahornos, un producto especial para limpiar sofás, estropajos de acero, esponjas, trapos de cocina y bayetas de fregar suelos, dos cepillos y una escoba, luego cogimos unas hamburguesas frescas y patatas y una coliflor de la sección de verduras. Por lo demás, fiambre, queso, leche, café, fruta, yogures y paquetes de galletas. Mientras estábamos en la tienda no dejaba de pensar en que tenía ganas de llenar la cocina de todas esas cosas frescas, flamantes e intactas.

Cuando subimos a la azotea, había dejado de llover. Alrededor de las ruedas traseras del coche, donde había un hoyo en el cemento, se había formado un charco. Todo olía a fresco, a mar y a cielo, no a ciudad.

—¿Qué crees que sucedió realmente? —pregunté a Yngve cuando estábamos atravesando el sombrío aparcamiento—. La abuela dice que lo encontró sentado en el sillón. ¿Significa eso que murió mientras dormía?

—Probablemente —contestó.

—¿Que su corazón se paró sin más?

—Sí.

—Bueno, sí, quizá no sea tan raro, teniendo en cuenta la vida que debía de llevar.

—Así es.

No dijimos nada más durante el camino de vuelta a casa. Arrastramos la compra hasta la cocina, y la abuela, que nos había visto por la ventana cuando llegábamos, nos preguntó dónde habíamos estado.

—En la tienda —contestó Yngve—. ¡Y ahora tenemos que comer un poco!

Se puso a sacar las cosas de las bolsas. Yo me llevé un par de guantes amarillos y un rollo de bolsas de basura al piso de abajo. Lo primero que había que hacer era sacar la montaña de ropa podrida del cuarto de la lavadora. Soplé en los guantes, me los puse, y empecé a meter la ropa en las bolsas, respirando por la boca. Conforme iba llenándolas, las arrastraba fuera y las ponía en el montón de basura delante de los dos contenedores verdes que había junto a la puerta del garaje. Había sacado casi todo —sólo quedaban las capas más podridas de la parte de abajo del montón— cuando Yngve gritó que la comida estaba lista.

Yngve había limpiado la encimera de cacharros y basura, y en la mesa, que también había limpiado, había una fuente con hamburguesas fritas, otra de patatas y otra de coliflor, además de una jarrita de salsa. Mi hermano había puesto la mesa con la bonita y antigua vajilla de la abuela, que durante los últimos años había estado sin tocar en el armario del comedor.

La abuela no quiso nada, pero Yngve puso no obstante en su plato media hamburguesa, una patata cocida y un ramillete de coliflor, y consiguió que lo probara. Yo tenía un hambre feroz y me comí cuatro.

—¿Has puesto nata en la salsa? —pregunté.

—Sí. Y un poco de queso de cabra.

—Está muy rica —dije—. Justo lo que necesitaba ahora.

Después de comer, Yngve y yo salimos a la terraza a fumar y a tomarnos una taza de café. Me recordó que tenía que llamar al padre de Tonje, lo que había olvidado por completo. O tal vez reprimido, no era algo que me hiciera mucha ilusión. Pero era mi deber, y subí al cuarto a por mi agenda. Luego marqué el número de su casa desde el teléfono del comedor, mientras Yngve estaba en la cocina recogiendo la mesa.

—Hola, soy Karl Ove —dije, cuando él cogió el teléfono—. Quería ver si podías echarme un mano. No sé si Tonje te lo habrá comentado, pero mi padre murió ayer…

—Sí, llamó para decírnoslo —dijo—. Lo siento mucho, Karl Ove.

—Gracias —dije—. Ahora estoy aquí, en Kristiansand. Fue mi abuela paterna la que lo encontró. Tiene más de ochenta años, y está como en estado de shock. Apenas habla, se limita a estar sentada en un sillón. Pensé que tal vez hubiera algún tranquilizante que pudiera aliviar su situación. La verdad es que ya estaba tomando medicamentos, incluso puede que algún tranquilizante, pero había pensado… Bueno, ya me entiendes. Está sufriendo.

—¿Sabes qué clase de medicinas está tomando?

—No, pero puedo intentar averiguarlo. Espera un momento.

Dejé el auricular sobre la mesa y fui a la cocina, hasta el estante donde estaba la bandeja de medicinas. Me parecía recordar que debajo de las cajas había unas hojas de papel amarillas y blancas que seguramente serían recetas.

Así era, pero sólo encontré una.

—¿Has visto las cajas de las medicinas? —pregunté a Yngve—. ¿El envase? Estoy hablando con el padre de Tonje.

—Hay algo en el armario justo a tu lado —contestó Yngve.

—¿Qué estás buscando? —preguntó la abuela desde su sillón.

No quería tratarla como si fuera una niña, y me había dado cuenta de que no me quitaba ojo mientras estaba buscando en el armario, pero a la vez tenía que hacerlo a mi manera.

—Estoy hablando con un médico por teléfono —le contesté, como si eso lo explicara todo. Curiosamente se contentó con eso, y salí con la receta y las cajas de medicinas medio escondidas en las manos.

—¿Hola?

—Estoy aquí —contestó el padre de Tonje.

—He encontrado algunas de las cajas de medicinas —dije, y le leí los nombres.

—Ajá —dijo—. Ya está tomando un tranquilizante, pero puedo prescribirte algo, no hay problema. Llamaré inmediatamente a la farmacia. ¿Hay alguna cerca de donde estás?

—Sí, hay una en el barrio de Lund.

—Entonces lo arreglaremos. Cuídate.

Colgué y volví a la terraza, miré hacia el mar abierto, donde el cielo seguía nublado, pero de un color diferente y más ligero. El padre de Tonje era una buena persona y un hombre distinguido. Nunca haría nada indecente o fuera de la ley, era respetable y de fiar, pero no estirado ni formal, al contrario, a veces ardía de interés por algo como un chaval, y si nunca exageraba ni rebasaba los límites, no era porque no quisiera o no pudiera, sino porque no iba con él, simplemente le resultaba imposible, eso pensaba yo, y me gustaba por eso, había algo en ello, en la decencia, que siempre había anhelado, y cuando lo encontraba me gustaba estar cerca, aunque también entendía que aquello y él me agradaban tanto porque mi padre era como él y había sido como había sido. El que me casara a los veinticinco años se debió a que anhelaba lo burgués, lo estable, lo establecido. A la vez eso se contrarrestaba con el hecho de que no viviéramos una vida burguesa, estable y rutinaria, sino al contrario, y con el hecho de que ya no hubiera gente que se casara tan joven, lo que lo convertía aunque no en algo radical, al menos en algo original.

Eso pensaba, y también porque la amaba, me arrodillé una noche que estábamos solos en una terraza en las afueras de Maputo, en Mozambique, bajo un cielo negrísimo, con el aire cargado del sonido de los grillos, y de tambores lejanos de un pueblo a varios kilómetros de distancia, y le pregunté si quería casarse conmigo. Ella contestó algo que no entendí. Al menos no fue «sí». ¿Qué has dicho?, pregunté. ¿Me preguntas si quiero casarme contigo?, respondió. ¿De verdad es eso lo que preguntas? Sí, contesté. Sí, contestó ella. Quiero casarme contigo. Nos abrazamos, los dos con lágrimas en los ojos, y justo en ese instante sonó un trueno en el cielo profundo e inmenso, el sonido se desplazó rápidamente, Tonje tembló un poco, y cayó una lluvia torrencial. Nos reímos, Tonje entró corriendo a por la cámara, y al salir me rodeó con un brazo y con la otra mano me sacó una foto.

Éramos dos niños.

Por la ventana vi a Yngve entrar en el salón. Se acercó a los dos sillones y los miró fijamente, antes de seguir hacia el fondo y desaparecer.

Incluso fuera en la terraza había botellas, el viento había arrastrado algunas hasta la valla, otras estaban encajadas entre los dos sillones de jardín oxidados y descoloridos que llevarían allí al menos desde la primavera.

Yngve volvió a aparecer, no distinguí sus facciones, sólo vi su sombra cuando pasó por el salón y desapareció en la cocina.

Bajé la escalera hasta el jardín. Debajo de nosotros no había ninguna casa, el monte era demasiado empinado, pero al fondo estaba el puerto deportivo, y más allá la dársena relativamente estrecha. Pero al este, el jardín limitaba con otra finca, tan cuidada como había estado la nuestra en su época, y en comparación con la belleza y el orden que expresaban los setos cuidados, el césped bien cortado y los macizos de flores llenos de colores, nuestro jardín parecía enfermo. Permanecí allí unos minutos llorando, luego fui a la parte delantera de la casa para proseguir con la limpieza del cuarto de la lavadora. Cuando acabé de sacar la última prenda, eché lejía en el suelo, gasté media botella, luego lo fregué con el cepillo, antes de regarlo todo con la regadera para que se fuera por el desagüe. Después eché encima jabón líquido y fregué otra vez el suelo, pero ahora con bayeta. Después de haberlo enjuagado de nuevo, di la labor por concluida y subí a la cocina. Yngve estaba fregando los armarios por dentro. El friegaplatos estaba en marcha. La encimera se veía ordenada y limpia.

—Voy a tomarme un descanso —dije—. ¿Te vienes?

—Sí, sólo voy a acabar esto —repuso Yngve—. ¿Podrías preparar café?

Lo hice, y de repente me acordé de la medicina de la abuela. Eso no podía esperar.

—Bajo un momento a la farmacia —dije—. ¿Quieres algo, quizá del quiosco?

—No —contestó—. O sí, una Coca-Cola.

Me abroché la chaqueta al salir. El montón de bolsas de basura delante de la hermosa puerta de madera de los años cincuenta del garaje brillaba negro en la luz gris de verano. El remolque marrón oscuro estaba con el enganche hacia el suelo, casi humilde, pensé, un sirviente que me hizo una reverencia cuando salía. Me metí las manos en los bolsillos y bajé por la entrada de coches, salí a la acera y anduve hasta la carretera principal, donde la lluvia se había secado ya del todo. Pero en la pendiente aplanada sobre la carretera, las numerosas superficies seguían mojadas, y las briznas que allí crecían brillaban con un intenso color verde, contrastando con todo lo oscuro, tan diferente a cuando estaba seco y polvoriento, cuando los contrastes eran menores y todo lo que había bajo el cielo parecía indiferente, imposible de sellar, abierto, inmenso y vacío. ¿Cuántos días abiertos y vacíos como ése había yo dado vueltas por allí viendo las ventanas negras de las casas, el viento azotar el paisaje, el sol que iluminaba todo lo ciego y muerto dentro de él? Ah, y luego estaba ese momento tan anhelado de la ciudad, ese momento que se consideraba el mejor, en el que la ciudad estaba realmente animada. Cielo azul, sol abrasador, calles polvorientas. Un coche descapotable con la capota bajada y un equipo de música que retumbaba, dos jóvenes en los asientos delanteros vestidos sólo con bañador y gafas de sol, camino de la playa… Una anciana con un perro completamente cubierta de ropa, grandes gafas de sol, el perro tira de la correa, quiere acercarse a una valla. Una avioneta con un cartel detrás, hay partido en el estadio al día siguiente. Todo está abierto, todo está vacío, el mundo está muerto, y por la noche las terrazas se llenan de mujeres alegres y quemadas por el sol, y hombres con ropa clara.

Odiaba esa ciudad.

Tras unos doscientos metros por la calle Kuholm, llegué al cruce con semáforos, la farmacia estaba unos cien metros más allá, en medio del pequeño centro del barrio. Detrás había una pendiente cubierta de hierba, y arriba del todo unos bloques de la década de los cincuenta o sesenta. Al otro lado de la calle, más arriba en la pendiente, estaba el salón de fiestas Elvine. ¿Sería allí donde nos reuniríamos después del entierro?

La idea de que él estuviera muerto no sólo para mí, sino también para su madre y sus hermanos, sus tíos y tías, me hizo llorar de nuevo. El que me pusiera así en una acera donde no paraba de pasar gente no me importaba nada, apenas me fijaba en nadie, pero no obstante me sequé las lágrimas con la mano, más bien por razones prácticas, para poder ver por dónde iba, a la vez que de repente una idea me vino a la cabeza: la reunión que haríamos en memoria de mi padre después del entierro no tendría lugar en Elvine, sino en casa de los abuelos, la casa que él había destrozado.

La idea me animó.

Fregaríamos cada jodido centímetro de cada jodida habitación, tiraríamos todo lo que él había destrozado, buscaríamos todo lo que se podía utilizar, ordenaríamos la casa entera y reuniríamos a todos allí. Él lo habría destrozado todo, pero nosotros lo repararíamos. Éramos gente decente. Yngve diría que era imposible, y que no tenía ningún sentido, pero yo insistiría. Yo tenía el mismo derecho que él a decidir cómo sería el entierro. Claro que se podría hacer, joder. Simplemente se trataba de ponernos a fregar, fregar y fregar.

No había cola en la farmacia, y después de haberme identificado, el dependiente vestido de blanco se metió entre las estanterías a buscar las pastillas, cumplimentó una etiqueta y la pegó en la cajita, la metió en una bolsita y me señaló la caja al otro lado para que pagara.

Una sensación de algo bueno, tal vez provocada sólo por el aire que se posaba sobre la piel ya un poco más fresco, me hizo detenerme en los escalones fuera de la farmacia.

Cielo gris, ciudad gris.

Carrocerías relucientes. Ventanas llenas de luz. Cables que corrían de un poste a otro.

No. Allí no había nada.

Lentamente empecé a caminar hacia el quiosco.

Mi padre había hablado en varias ocasiones del suicidio, pero siempre en general, como un simple tema de conversación. Opinaba que las estadísticas de suicidios mentían, y que muchos de los accidentes de coches con conductores solitarios, por no decir casi todos, eran suicidios camuflados. Mencionó varias veces que es algo corriente conducir el coche directo contra la pared vertical de una montaña. Eso era en la época en que Unni y él se habían mudado al sur, después de haber vivido mucho tiempo en el norte de Noruega, y seguían juntos. Mi padre tenía la piel casi negra de todo el sol que había absorbido, y estaba redondo como un tonel. Se pasaba los días bebiendo en una tumbona en el jardín trasero de la casa o sentado en la terraza de delante también bebiendo, y por las noches, ya borracho y como flotando, estaba en la cocina en pantalón corto friendo chuletas, era lo único que le veía comer, nada de patatas, nada de verduras, sólo chuletas, friéndolas hasta que se ponían negras. Una de esas noches contó que el novelista Jens Bjørneboe se había colgado de los pies, que así era como se había suicidado, colgándose de arriba abajo de las vigas del techo. Ni a él ni a mí se nos ocurrió la imposibilidad de ese procedimiento, ¿cómo iba a haberlo podido hacer solo en su casa de campo de Veierland? Lo más considerado, dijo, sería meterse en un hotel, escribir una carta al hospital diciendo dónde se le podía encontrar, y luego beber alcohol y tomar pastillas, tumbarse en la cama y dormirse. En ese momento me resultaba increíble que nunca hubiera interpretado ese tema de conversación como algo más que eso. Me estaba acercando al quiosco de detrás de la parada del autobús, pensando que claro que había sido algo más que eso. Había dejado impresa en mí la imagen de sí mismo con tanta intensidad que yo jamás veía otra cosa, incluso cuando el hombre en el que se había convertido se iba desviando tantísimo del que había sido, tanto en la fisonomía como en el carácter, que los parecidos apenas eran ya visibles, yo siempre me relacionaba con la imagen del que había sido.

Subí los escalones de madera y abrí la puerta del quiosco, que estaba vacío excepto por el quiosquero, cogí un periódico del expositor de delante de la caja, eché a un lado la puerta de cristal del frigorífico, saqué una Coca-Cola y puse ambas cosas sobre el mostrador.

—El periódico y una Coca-Cola —dijo el quiosquero levantándolos hacia el lector de códigos de barras—. ¿Algo más?

No me miró al decirlo, supongo que al entrar me había visto llorar.

—No —dije—. Es todo.

Saqué del bolsillo un arrugado billete y lo miré. Era de cincuenta. Lo alisé un poco antes de dárselo.

—Gracias —dijo él. En los brazos tenía mucho vello, pero rubio, llevaba una camiseta blanca Adidas, un pantalón de chándal azul, seguramente también Adidas, y no parecía un quiosquero, sino más bien un amigo que se había hecho cargo de la tienda unos minutos. Cogí mi compra y me di la vuelta, dispuesto a salir, cuando entraron dos niños de unos diez años con el dinero preparado en la mano. Dejaron las bicicletas tiradas junto a los escalones. Una fila de coches se puso en movimiento desde ambos lados. Tendría que llamar a mi madre en el transcurso de la tarde. Y a Tonje. Seguí por la acera, crucé el pequeño paso de cebra más allá del quiosco y volví a coger la calle Kuholm. Claro que el entierro tendría lugar en la casa. Dentro de… seis días. Para entonces todo estaría listo. Para entonces tendríamos que haber insertado la esquela en el periódico, planificado el entierro, invitado a los asistentes, ordenado toda la casa, arreglado lo más importante del jardín, contratado el cátering. Si nos levantáramos pronto, nos acostáramos tarde, y nos centráramos únicamente en eso, se podría hacer. Sólo sería cuestión de convencer a Yngve. Y a Gunnar. Aunque él no tuviera derecho a decidir nada sobre el entierro en sí, sí lo tenía en todo lo que concernía a la casa. Pero se podría hacer, estaba seguro. Él comprendería por qué.

Cuando volví a la casa, Yngve estaba fregando la cocina eléctrica con un estropajo de acero. La abuela estaba sentada en la silla. En el suelo, debajo de ella, había un charquito de algo que debía de ser meado.

—Aquí tienes tu Coca-Cola —dije—. Te la dejo en la mesa.

—Vale —contestó él.

—¿Qué llevas en esa bolsa? —me preguntó la abuela, refiriéndose a la de la farmacia.

—Es para ti —le contesté—. Mi suegro es médico, y cuando le conté lo que había sucedido aquí, te prescribió un tranquilizante. Creo que no es mala idea, después de todo lo que has sufrido.

Busqué en la bolsita la caja cuadrada, la abrí y saqué la caja de plástico que había dentro.

—¿Qué pone? —preguntó la abuela.

—Una pastilla por la mañana y otra por la noche —contesté—. ¿Quieres una ahora?

—Si lo ha dicho el médico, sí —contestó la abuela. Le di la cajita, ella la abrió y sacó una pastilla. Buscó con la mirada en la mesa.

—Voy a por un vaso de agua —le dije.

—No hace falta —señaló ella. Se puso la pastilla sobre la lengua y se llevó a la boca la taza con el café frío, hizo un pequeño movimiento con la cabeza y la tragó—. Ah —exclamó.

Dejé el periódico en la mesa y miré a Yngve, que seguía frotando.

—Qué bueno es teneros aquí, chicos —dijo la abuela—. ¿No te vas a tomar un descanso ya, Yngve? Tampoco hace falta que te mates a trabajar.

—No es mala idea —contestó Yngve, quitándose los guantes. Los colgó del agarrador del horno, se frotó las palmas de las manos un par de veces en la camiseta, y se sentó.

—Tal vez yo pueda empezar con el baño de abajo —dije.

—¿No crees que sería buena idea que estuviéramos en la misma planta? —preguntó Yngve—. Así estaríamos en contacto.

Comprendí que no quería estar solo con la abuela, y asentí con la cabeza.

—Entonces me pongo con el salón —dije.

—Cuánto trabajáis —dijo la abuela—. No es necesario.

¿Por qué lo dijo? ¿Le daría vergüenza el aspecto que tenía la casa, y haber sido incapaz de mantenerla en orden? ¿O era simplemente que no quería que la dejáramos sola?

—No viene mal un poco de agua y jabón —dije.

—Supongo que no —dijo ella. Luego miró de reojo a Yngve.

—¿Habéis hablado ya con la funeraria?

Me estremecí.

¿Había estado todo el rato con la mente tan despejada?

Yngve asintió con un movimiento de la cabeza.

—Hemos estado esta mañana. Ellos se encargan de todo.

—Menos mal —dijo ella. Permaneció durante unos instantes inmóvil y como hundida. Luego prosiguió—: Cuando lo vi no sabía si estaba muerto o no. Iba a bajar a acostarme, y le di las buenas noches, y él no contestó. Estaba sentado en su sillón como siempre. Y estaba muerto. Tenía la cara blanquísima.

Miré a Yngve.

—¿Te ibas a acostar? —le preguntó.

—Sí, habíamos estado viendo la televisión toda la tarde —dijo—. Y él no se movió cuando yo me disponía a bajar.

—¿Era ya de noche? ¿Lo recuerdas? —preguntó Yngve.

—Creo que sí —contestó la abuela.

Estuve a punto de vomitar.

—Pero cuando llamaste a Gunnar ya era por la mañana —objetó Yngve—. ¿Lo recuerdas?

—Ahora que lo dices, tal vez fuera por la mañana —dijo ella—. Sí, eso es. Subí y me lo encontré en ese sillón. Allí dentro.

Se levantó y salió de la cocina. La seguimos. Se detuvo justo antes de entrar en el salón, y señaló hacia el sillón que había delante del televisor.

—Estaba ahí sentado —dijo—. Ahí murió.

Se tapó un instante la cara con las manos. Luego volvió rápidamente a la cocina.

No había nada que pudiera construir un puente hasta aquello, pensé. La situación era imposible de manejar. Podría llenar el cubo de agua e irme a fregar, y podría fregar toda esa jodida casa, pero no serviría de nada, tampoco serviría de nada la idea de que fuéramos a vencer a la casa y a celebrar allí el funeral, nada servía, no había nada donde yo pudiera desaparecer, nadie podía salvarnos de aquello.

—Tenemos que hablar —dijo Yngve—. ¿Salimos a la terraza?

Asentí con la cabeza y lo seguí hasta abajo, atravesamos el otro salón y salimos a la terraza. No soplaba nada de viento. El cielo estaba gris como antes, pero un poco más claro sobre la ciudad. El sonido de un coche que subía con una marcha corta se elevaba desde el estrecho callejón. Yngve se colocó mirando hacia el mar, con las manos agarradas a la barandilla. Yo me senté en la descolorida tumbona, al instante me volví a levantar, recogí a toda prisa las botellas que estaban por el suelo y las coloqué junto a la pared, busqué una bolsa, pero no vi ninguna.

—¿Piensas lo mismo que yo? —preguntó Yngve, enderezándose por fin.

—Creo que sí —contesté.

—Sólo lo vio la abuela —prosiguió—. Ella es el único testigo. Gunnar no lo vio. Ella lo llamó por la mañana, y él pidió una ambulancia. Pero no lo vio.

—Así es —dije.

—Que nosotros sepamos, podía estar vivo. ¿Cómo iba a saberlo la abuela? Ella lo encuentra en el sofá, él no contesta cuando ella le habla, ella llama a Gunnar, luego llega la ambulancia, la casa se llena de médicos y personal sanitario, se lo llevan en una camilla, desaparecen y ya está. ¿Y si no estaba muerto? Imagínate que sólo estaba en coma etílico.

—Sí —asentí—. Cuando llegamos nos dijo que lo había encontrado por la mañana. Ahora acaba de decir que lo encontró por la noche. Sólo eso.

—Ella tiene síntomas de senilidad. Hace las mismas preguntas todo el tiempo. ¿Qué pensaría al ver la casa llenarse del personal de urgencias?

—Y luego todas esas jodidas medicinas que está tomando —añadí.

—Sí.

—Tendremos que averiguarlo —dije—. Para poder estar seguros, quiero decir.

—Joder, imagínate que está vivo —señaló Yngve.

Se apoderó de mí un miedo que no había sentido desde que era pequeño, y que me llenó del todo. Me puse a dar vueltas por delante de la barandilla, me paré, miré por la ventana hacia dentro para ver si la abuela estaba allí, me volví hacia Yngve, que de nuevo contemplaba el horizonte con las manos apoyadas en la barandilla. Joder. Ese razonamiento era clarísimo. La única persona que había visto a mi padre era la abuela, sólo disponíamos de su testimonio, y teniendo en cuenta lo confusa y aturdida que estaba, no había razón alguna para creer que fuera correcto. Cuando Gunnar llegó, todo había acabado, la ambulancia se había ido con mi padre dentro, y después de eso, nadie había contactado con el hospital ni con el personal sanitario que había estado en la casa. En la funeraria no sabían nada. Ya habían pasado más de veinticuatro horas desde que ella lo encontró. Ese tiempo podría haberlo pasado en un hospital.

—¿Llamamos a Gunnar? —sugerí.

Yngve se volvió hacia mí.

—Él no sabe más que nosotros.

—Tendremos que hablar una vez más con la abuela —dije—. Y tal vez llamar al agente de la funeraria. Él podrá averiguarlo.

—Lo mismo pienso yo —dijo Yngve.

—¿Llamas tú?

—De acuerdo.

Entramos. Una repentina ráfaga de aire metió en el salón las cortinas colgadas delante la puerta. Cerré la puerta y seguí a Yngve hasta el comedor y luego hasta la cocina. Abajo se oyó la puerta de la calle cerrarse con un estallido. Miré a Yngve. ¿Qué había ocurrido?

—¿Quién puede ser? —preguntó la abuela.

¿Era mi padre?

¿Había vuelto?

Tenía más miedo del que había tenido en toda mi vida.

En la escalera sonaron pasos.

Era mi padre, lo sabía.

Joder, joder, estaba llegando.

Me volví, entré en el salón y me acerqué a la puerta de la terraza, preparado para salir, cruzar el césped corriendo, huir de la ciudad y no volver nunca más.

Me obligué a estarme quieto. Oí cómo el sonido de pasos de alguna manera se torcía al llegar al punto en el que la escalera hacía una curva. Subieron los últimos escalones y entraron en el salón.

Él estaría fuera de sí de ira. ¿Qué demonios estábamos haciendo hurgando en sus cosas, entrando sin aviso en su vida?

Retrocedí un paso y vi a Gunnar en la cocina.

Pues claro que era Gunnar.

—Veo que ya habéis hecho algo —dijo desde la cocina.

Subí donde estaban ellos. No me sentía tonto, sino aliviado, porque si Gunnar estaba allí en el caso de que mi padre llegara, todo sería más fácil para nosotros.

Estaban sentados los dos junto a la mesa de la cocina.

—He pensado que podía llevar una carga al vertedero esta misma tarde —dijo Gunnar—. Me pilla de camino a la cabaña. Luego volveré con el remolque mañana a mediodía, y os ayudaré un poco. Creo que ahora se va a llenar sólo con la basura que hay delante del garaje.

—Yo también lo creo —dijo Yngve.

—Podemos llenar un par de bolsas más —dijo Gunnar—. Con ropa de su habitación y cosas así.

Se levantó.

—Entonces manos a la obra. Acabaremos enseguida.

Se detuvo en el salón y miró hacia dentro.

—Podemos coger ya esa ropa, ¿no os parece? Así no tendréis que verla mientras estéis aquí… Qué cosa tan horrible…

—Puedo cogerla yo —me ofrecí—. Será mejor hacerlo con guantes.

Me puse los guantes amarillos y a continuación metí todo lo que había en el sofá dentro de una bolsa negra de basura. Cerré los ojos cuando las manos agarraron la mierda seca.

—Coge también esas almohadas —dijo Gunnar—. Y la manta. No tiene muy buena pinta.

Hice lo que me dijo, luego lo bajé todo por la escalera, lo saqué y lo tiré dentro del remolque. Yngve acudió y empezamos a lanzar al remolque las bolsas que había allí. El coche de Gunnar estaba aparcado al otro lado de la calle, por eso no habíamos oído el ruido del motor. En cuanto el remolque estuvo lleno, Yngve y él repitieron el proceso de arrancar el coche y dar marcha atrás, hasta que el coche de Gunnar quedó colocado con la parte trasera dentro del jardín, y sólo había que engancharlo al remolque. Cuando se marchó, Yngve volvió a aparcar delante del garaje, y yo me senté en los escalones. Yngve se apoyó contra el marco de la puerta. Su frente resplandecía de sudor.

—Estaba seguro de que era papá subiendo por la escalera —dijo al cabo de un rato.

—Yo también.

Una urraca levantó el vuelo desde el tejado al otro lado del jardín y vino planeando por el aire por encima de nuestras cabezas. Batió las alas un par de veces, y el sonido, como a cuero, parecía irreal.

—Seguro que está muerto —dijo Yngve—. Lo está. Pero tenemos que estar seguros. Voy a llamar.

—Yo qué sé —dije—. Sólo tenemos la versión de la abuela. Y con todas las borracheras y miserias que han tenido lugar en esta casa, puede que simplemente estuviera pedo. De hecho es bastante probable. Sería típico de él, ¿no? Que volviera mientras tú y yo estamos hurgando en sus cosas. Y eso que dijo ella… ¿cómo es posible que primero lo encontrara por la mañana, y luego por la noche? ¿Cómo se puede confundir con cosas así?

Yngve me miró.

—Quizá muriera por la noche. Pero ella pensara que sólo estaba dormido. Y que luego lo encontrara por la mañana. Es una posibilidad. Que le duele tanto que no es capaz de admitir. Y que luego se haya inventado la historia de que murió por la mañana.

—Sí —contesté—. Es posible.

—Pero eso no cambia lo principal —apuntó Yngve—. Voy a llamar.

—Voy contigo —dije, y lo seguí hasta el piso de arriba. Mientras él buscaba la tarjeta del agente funerario en su cartera, yo cerré con mucho cuidado la puerta de la cocina, donde estaba sentada la abuela, y bajé al otro salón. Yngve marcó el número. Apenas soportaba escuchar la conversación, pero tampoco era capaz de no escuchar.

—Hola, soy Yngve Knausgård. Hemos estado allí esta mañana, supongo que se acuerda… Sí, exacto. Queríamos saber…, bueno, si ustedes saben dónde está. Es que las circunstancias han sido algo confusas aquí, ¿sabe usted…? La única que estaba presente cuando vinieron a buscarlo era nuestra abuela. Y ella está muy mayor y no siempre podemos creer lo que dice. De manera que no sabemos muy bien lo que sucedió. ¿Podría usted enterarse?… Sí… Sí… Sí… Muy bien. Muchas gracias… Muchísimas gracias. Sí. Hasta luego.

Yngve me miró al colgar.

—Está en su casa de campo. Pero hará unas llamadas, ha dicho, y nos informará. Volverá a llamar más tarde.

—Bien —dije.

Fui a la cocina y llené un cubo de agua caliente, eché un poco de detergente, cogí una bayeta y volví al salón. Me quedé inmóvil unos instantes sin saber muy bien por dónde empezar. De nada serviría fregar el suelo antes de tirar los muebles que había que tirar, y además habría mucho ir y venir, muchas pisadas esos días. Limpiar los marcos de ventanas y puertas, rodapiés, estanterías, sillas y mesas era demasiado poco y pusilánime, yo quería algo que se notara muchísimo. El baño y el aseo de abajo sería lo mejor, allí había que fregar cada centímetro. También era lo más lógico, ya que ya había fregado el cuarto de la lavadora, que estaba enfrente del baño. Y allí podría estar solo.

Un movimiento a mi izquierda me hizo girar la cabeza. Una enorme gaviota estaba en la ventana mirando hacia dentro. Golpeó el pico contra el cristal dos veces. Y allí se quedó.

—¿Has visto? —pregunté a Yngve en voz alta. Mi hermano estaba en la cocina—. Hay una gaviota gigantesca aquí fuera, golpeando con el pico en la ventana.

Oí a la abuela levantarse de la silla.

—Tenemos que buscarle un poco de comida —dijo.

Me acerqué a la puerta. Yngve estaba vaciando los armarios, en la encimera había apilado vasos y platos. La abuela estaba de pie junto a la mesa.

—¿Habéis visto la gaviota? —pregunté.

—No —contestó Yngve—. No he visto nada parecido.

Sonrió.

—Suele venir por aquí —intervino la abuela—. Sólo quiere un poco de comida. Puede comerse esto.

Puso una hamburguesa en un plato. Encorvada y delgada, con un rizo de pelo negro colgándole sobre los ojos, partió con movimientos rápidos la carne, medio cubierta por una salsa reseca.

La seguí hasta el salón.

—¿Suele venir por aquí?

—Sí, casi todos los días. Lleva así más de un año. Y siempre le doy algo. Ella lo sabe. Por eso viene.

—¿Estás segura de que es la misma?

—Hombre, claro que sí. La reconozco. Y ella a mí.

Cuando la abuela abrió la puerta de la terraza, la gaviota saltó hasta el suelo y se acercó sin ningún temor al plato que le había dejado allí. Yo la miraba desde la puerta, viendo cómo cogía los trozos con el pico, luego, cuando había cogido un buen pedazo, echaba la cabeza hacia atrás. La abuela estaba a mi lado, contemplando la ciudad.

—Bueno, bueno —dijo.

El teléfono sonó dentro. Di un paso hacia atrás para poder ver el aparato y asegurarme de que Yngve lo cogía. La conversación fue breve. En el instante en que Yngve colgó, la abuela pasó por delante de mí y la gaviota dio un salto hasta la barandilla, donde permaneció unos segundos, antes de abrir las alas y lanzarse hacia delante. Sólo con batirlas un par de veces subió muy alto sobre el césped. La vi planear hacia el puerto. Yngve se detuvo detrás de mí. Cerré la puerta y me volví hacia él.

—Está definitivamente muerto —aseguró—. Está en el sótano del hospital. Podemos verlo el lunes por la tarde, si queremos. También me han dado el teléfono del médico que estuvo aquí.

—No me lo creeré hasta que no lo vea —dije.

—Ahora lo veremos.

Diez minutos más tarde dejé un cubo con agua hirviendo, una botella de lejía y otra de Cif en el suelo del baño. Sacudí un par de veces la bolsa de basura que me había llevado para poder abrirla, antes de empezar a vaciar el baño de trastos. Primero lo que estaba en el suelo, viejos trozos de jabón seco, frascos de champú pegajosos, rollos vacíos de papel higiénico, la escobilla del retrete toda marrón, envases de medicinas de papel de plata y plástico, algunas pastillas sueltas, algún que otro calcetín, unos rulos para el pelo. Luego vacié el armario de la pared, excepto dos frascos de perfume que tenían pinta de ser caros. Hojas de afeitar, maquinillas, horquillas, varias pastillas de jabón, viejas cremas y pomadas secas, una redecilla para el pelo, loción para después del afeitado, desodorantes, maquillaje de ojos, lápices de labios, unas almohadillas rotas cuya utilidad desconocía, pero que probablemente tuvieran algo que ver con el maquillaje, unas tijeras de uñas, un rollo de esparadrapo, hilo dental, peines. Cuando hube sacado del armario todo aquello, quedaba una capa bastante gruesa entre amarilla y marrón en los estantes. Decidí fregarlo todo al final, porque los azulejos junto al asiento del inodoro, de los que colgaba el soporte del rollo de papel higiénico, estaban llenos de manchas marrón claro, y el suelo de debajo estaba pegajoso, lo que me pareció lo más urgente, de manera que eché una buena dosis de Cif sobre los azulejos y empecé a fregarlos metódicamente desde arriba, justo por debajo del techo, hasta el suelo. Primero la pared de la derecha, luego la pared de encima del espejo, luego la que iba a lo largo de la bañera, y al final la pared junto a la puerta. Froté cada azulejo hasta que quedó limpio, en total tardaría una hora y media. A veces pensaba en que fue allí donde el abuelo se desplomó seis años antes, una noche de otoño, llamó a la abuela, que a su vez llamó a la ambulancia, y luego se quedó con su mano en la suya hasta que llegó la ayuda. Por primera vez caí en la cuenta de que allí todo era como siempre hasta ese momento. En el hospital descubrieron que el abuelo llevaba bastante tiempo sufriendo importantes hemorragias internas. Un par de días más y se habría muerto. Apenas le quedaba sangre. Debía de saber que algo iba mal, pero seguramente tendría muy pocas ganas de ir al médico. De modo que se desplomó en el suelo del baño, a punto de morir, y aunque llegó a tiempo al hospital y pudieron salvarlo, el daño era tan grande que al poco tiempo enfermó y murió.

Cuando era pequeño, me daba miedo bañarme allí abajo. La cisterna, que dataría de la década de los cincuenta, era de esas que tenían un tirador lateral con una bola negra y se quedaba siempre enganchado, con lo que el agua seguía corriendo mucho tiempo después de usarse, y ese sonido que salía de dentro de la oscuridad en ese piso que nadie usaba, que estaba vacío, con su moqueta azul limpia, su armario ropero con los abrigos decorosamente colgados, su estante para sombreros con los sombreros de los abuelos, el estante para los zapatos, que en mi imaginación representaban seres, en esa época me pasaba con todo, y con su escalera boquiabierta hacia el piso de arriba, me aterraba tanto que tenía que emplear todo mi poder de persuasión para vencer el miedo y entrar en el baño. Sabía que allí no había nadie, sabía que el ruido de la cisterna sólo era un ruido, que los abrigos sólo eran abrigos, los zapatos sólo zapatos, la escalera sólo una escalera, pero creo que esa certeza no hacía sino reforzar mi temor, porque lo que no quería era estar solo con todo aquello, eso era lo que me daba tanto miedo, un miedo que se veía aumentado y reforzado por esos no seres muertos. Todavía podía sentir las reminiscencias de esa manera de percibir el mundo. El asiento del inodoro parecía un ser, y la pila, y la bañera, y la bolsa de basura, esa tripa negra y feroz en el suelo.

Justo esa noche me volvió aquel malestar, porque el abuelo se había desplomado allí, y mi padre había muerto arriba en el salón el día anterior, de manera que lo muerto de esos no seres estaba relacionado con lo muerto en ellos, es decir, mi padre y mi abuelo.

¿Cómo ahuyentar ese sentimiento?

Fregando. Fregando y frotando, puliendo y limpiando. Comprobando que cada azulejo quedaba limpio y resplandeciente. Pensando que todo lo que allí se había destrozado sería ahora reparado. Todo. Todo. Y que yo jamás, bajo ninguna circunstancia, acabaría como él había acabado.

Cuando acabé de fregar las paredes y el suelo, tiré el agua al inodoro y vacié la cisterna, me quité los guantes amarillos y los colgué del borde del cubo rojo, ahora vacío, pensando en comprar una escobilla de baño cuanto antes. O a lo mejor había una en el otro cuarto de baño. Abrí la puerta y miré. Sí, allí había una. Tendría que usarla fuera cual fuera su estado, y comprar otra el lunes. Camino de la escalera me detuve. La puerta de la habitación de la abuela estaba entornada, y por alguna razón me acerqué, la abrí del todo y eché un vistazo dentro.

Oh, no.

No había ninguna sábana sobre el colchón de su cama, se tumbaba encima de esa superficie áspera e impregnada de meados. Junto a la cama había una especie de silla letrina con un cubo debajo. Por todas partes había ropa tirada. En la ventana un montón de plantas marchitas. El hedor a amoniaco escocía en la nariz.

Qué puta mierda. Qué jodida puta mierda.

Dejé la puerta como estaba y subí lentamente la escalera hasta el primer piso. En algunos tramos la barandilla estaba negra de porquería. Puse la mano sobre ella y noté que estaba pegajosa. Arriba, en el descansillo, se oía el ruido del televisor. Cuando entré en el salón encontré a la abuela sentada en el sillón en medio de la habitación, mirando fijamente el televisor. Estaba viendo las noticias de la cadena 2. Serían entonces entre las seis y media y las siete.

¿Cómo podía sentarse en el sillón al lado del que había muerto su hijo?

Se me encogió el estómago, las lágrimas que me salieron, como expulsadas, y los gestos de mi cara que no podía controlar, estaban muy lejos del reflejo del vómito, y esa sensación, de desequilibrio y asimetría, me sobrecogió casi como pánico, fue como si algo se me reventara por dentro. Si hubiera podido, me habría arrodillado, entrelazado las manos, y gritado a Dios, pero no podía, no había en ello nada de piedad, lo peor ya había sucedido, ya había pasado.

Cuando entré en la cocina, la encontré vacía. Todos los armarios estaban ya fregados, y aunque quedaba mucho por limpiar, paredes y suelo, cajones, mesas y sillas, el ambiente daba la sensación de estar más despejado. Sobre la encimera había una de esas botellas de plástico de litro y medio de cerveza. La etiqueta estaba cubierta por pequeñas perlas de rocío. Al lado había un queso de cabra con el cortador encima, un queso Gouda y un paquete de margarina con el cuchillo de untar atravesado y el mango apenas visible. La tabla de cortar estaba fuera, sobre ella había un pan integral, medio metido en su bolsa de papel blanca. Delante estaba el cuchillo, la corteza y migas.

Cogí una bolsa de plástico del cajón de más abajo, vacié en ella los dos ceniceros, la até y la metí en la bolsa negra y grande de basura que estaba a medio llenar en el rincón, cogí una bayeta y limpié la mesa de restos de tabaco y migas, coloqué los paquetes de tabaco y la máquina de liar sobre el cartón en un extremo de la mesa, justo debajo de la ventana, abrí la ventana y puse el gancho. A continuación fui a buscar a Yngve. Estaba sentado en la terraza, como me había imaginado. Tenía una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra.

—¿Quieres algo tú también? —dijo al verme salir—. Hay una botella en la cocina.

—Gracias, pero no —contesté—. No después de lo que ha ocurrido aquí. Jamás volveré a beber cerveza de una botella de plástico.

Me miró y sonrió.

—Eres muy sensible —dijo—. La botella estaba sin abrir. En la nevera. No es que él haya bebido de esa botella.

Encendí un cigarrillo y me coloqué de espaldas a la barandilla.

—¿Qué vamos a hacer con el jardín? —pregunté.

Yngve se encogió de hombros.

—Tampoco podemos pretender arreglar toda la casa.

—Yo sí quiero —dije.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Ése era el momento en que pensaba contarle mi plan. Pero no llegué a hacerlo. Sabía que Yngve pondría pegas, y en el desacuerdo que surgiría entonces había algo que no quería ver ni presenciar. Bah, eran minucias, pero… ¿mi vida realmente había consistido en algo más que en minucias? Cuando éramos niños, admiraba a Yngve de esa manera que los hermanos pequeños admiran a sus hermanos mayores, su aprobación era para mí lo más importante de todo, y aunque él era demasiado mayor para que nuestros caminos se cruzaran cuando estábamos fuera, siempre nos apoyábamos cuando estábamos en casa. No en igualdad de condiciones, claro, solía ser su voluntad la que imperaba, pero sí era una relación muy estrecha. También porque nos encontrábamos ante un enemigo común, es decir, nuestro padre.

Yo no guardaba recuerdos de muchos sucesos concretos de la infancia, pero los pocos que sobrevivieron sí eran elocuentes. Como por ejemplo morirnos de risa por pequeñas cosas, como aquella vez que estuvimos de camping en Inglaterra en el verano de 1976, inusualmente caluroso. Una noche estábamos subiendo una cuesta cerca del camping, un coche nos adelantó, e Yngve dijo que los dos del coche se estaban besando, yo entendí «pesando», y nos partimos de risa durante varios minutos, una risa que afloró en muchos momentos el resto de aquella noche.

Si hay algo que echo de menos de mi infancia es eso, el reírme incontroladamente en compañía de mi hermano por cualquier insignificancia. Jugando al fútbol una tarde entera en un llano junto a la tienda de campaña, con dos chicos ingleses, Yngve con su gorra de Leeds, yo con la mía de Liverpool, el sol que se ponía sobre el país, la oscuridad que crecía alrededor de nosotros, las voces bajas que provenían de las tiendas vecinas, yo que no entendía ni una sola palabra de lo que decían. Yngve que traducía, lleno de orgullo. La piscina a la que fuimos una mañana antes de proseguir viaje, donde yo, que no sabía nadar, agarrándome a una pelota de plástico, por alguna razón llegué a la parte profunda. La pelota se me escapó y me hundí en una piscina en la que estábamos solos. Yngve consiguió pedir socorro, un joven acudió corriendo y logró sacarme, mi primer pensamiento después de haber vomitado un poco de agua con cloro fue que mis padres no se enteraran de lo ocurrido. Esos días y esos sucesos eran innumerables, y los lazos que crearon entre nosotros inquebrantables. El hecho de que él pudiera ser más malvado conmigo que ninguna otra persona no cambiaba nada, sino que formaba parte del asunto, y en el contexto en el que él y yo vivíamos, el odio que yo podía sentir por él en esos momentos no era más de lo que un arroyo es al río o una luz a la noche. Él sabía exactamente qué decir para hacerme rabiar. Solía quedarse quieto, con esa sonrisa irónica suya, provocándome hasta que el enfado me dominaba por completo y ya no era capaz de ver con claridad, ni sabía lo que hacía. Era capaz de lanzarle a la cara la taza que llevaba en la mano, una rebanada de pan o una naranja, o incluso de abalanzarme sobre él y empezar a golpearle, cegado por las lágrimas y mi oscura rabia, mientras él controlaba la situación, sujetándome las manos diciendo bueno, bueno, pequeño, qué enfadado estás, pobrecito… Él conocía también todas las cosas que me daban miedo, y así, cuando mi madre tenía guardia por la noche, mi padre estaba en reuniones del ayuntamiento, y en la televisión reponían El polizón, que solía ser por la noche tarde, precisamente para que gente como yo no la viera, le resultaba muy fácil apagar todas las luces de la casa, cerrar la puerta de la calle con llave, volverse hacia mí y decir: Yo no soy Yngve. Soy un polizón, mientras yo gritaba de miedo y le imploraba que dijera que era Yngve, dilo, dilo, di que eres Yngve, yo lo sé Yngve, Yngve, tú no eres un polizón, eres Yngve… Otro de mis temores descubierto por él era el que sentía por el sonido que salía de las tuberías cuando se abría el grifo del agua caliente, un sonido estridente que enseguida se convertía en una especie de martilleo, ante el cual no tenía otra respuesta que huir, de modo que acordamos que él no quitaría el tapón después de haberse lavado por la mañana, sino que dejaría el agua en el lavabo para mí. Cada mañana durante tal vez medio año, me estuve lavando de esa forma en el agua de Yngve.

Cuando mi hermano se marchó de casa a los diecisiete años, nuestra relación como es natural experimentó un cambio. Al desaparecer lo cotidiano, idealicé la imagen que tenía de él y de su vida, sobre todo de la vida que llevaba en Bergen, adonde luego se iría a estudiar en la universidad. Yo quería vivir como vivía él.

El otoño en el que hacía primero de bachillerato superior fui a hacerle una visita a Bergen, a la residencia estudiantil de Alrek, donde tenía una habitación alquilada. Lo primero que hice al bajarme del autobús del aeropuerto en el centro fue buscar un quiosco y comprar un paquete de cigarrillos Prince y un encendedor. No había fumado hasta entonces, pero hacía tiempo que tenía planeado empezar a hacerlo, y pensé que estando solo en Bergen sería una buena ocasión. De manera que allí estaba yo, bajo el chapitel de la iglesia de Johannes, frente a la plaza Torgallmenningen, llena de gente, coches y reluciente cristal. El cielo estaba azul, tenía la mochila a mi lado sobre el asfalto y el cigarrillo en la comisura de los labios, y cuando lo encendí con el encendedor amarillo protegiéndolo del viento con la mano, tenía una sensación intensa, casi abrumadora, de libertad. Estaba solo, podía hacer lo que me diera la gana, tenía toda la vida abierta ante mí. Tosí un poco, el humo me escoció en la garganta, pero habida cuenta de las circunstancias, la cosa iba bien, la sensación de libertad no perdió intensidad, y cuando hube acabado de fumar, me metí el paquete rojo y blanco en el bolsillo de la chaqueta, me eché la mochila al hombro y me fui a ver a Yngve. En el instituto de Kristiansand no había nada mío, pero Yngve era mío, lo que él tenía también lo tenía yo, razón por la que no sólo me sentía alegre, sino también orgulloso cuando media hora después, en su habitación, en la que la luz del sol entraba por las ventanas saturadas de gases de tubos de escape, me arrodillé para repasar su colección de discos, colocados en tres cajas de vino junto a la pared. Aquella noche salimos con tres chicas que él conocía, le pedí que me dejara su desodorante, un Old Spice, y gomina para el pelo, y antes de marcharnos, delante del espejo de la entrada, Yngve me subió las mangas de la camisa de cuadros negros y blancos que llevaba puesta, y que era idéntica a la que The Edge de U2 lucía en muchas fotos de aquella época, y también me colocó la solapa de la americana. Nos encontramos con las chicas en el piso de una de ellas. Les hizo mucha gracia que yo sólo tuviera dieciséis años, y dijeron que tendría que ir de la mano de una de ellas al pasar por delante del portero, lo que hice la primera vez que estuve en una discoteca donde sólo podían entrar mayores de dieciocho años. Al día siguiente fuimos al Café Opera y al Café Galleri, donde habíamos quedado con mi madre. Ella vivía con su tía Johanna en un piso de la calle Søndre Skogveien, con el que Yngve se quedaría más tarde, y donde fui a visitarlo las siguientes veces que fui a Bergen. Una vez al año siguiente aparecí con una grabadora para entrevistar al conjunto americano Wall of Woodoo, que tocaba en el local Hulen esa noche. No había concertado una cita, pero conseguí entrar con mi tarjeta de prensa durante el control de sonido, y nos quedamos junto a la entrada del escenario esperándolos, yo con camisa blanca y corbata negra de bolo con una enorme y resplandeciente águila, pantalones negros y botas. Pero cuando el grupo llegó, de repente me dio miedo abordarlos, tenían un aspecto aterrador, una pandilla de treintañeros drogatas de Los Ángeles, y fue Yngve quien salvó la situación. Hey, mister!, gritó, y el bajo se volvió, se acercó, e Yngve dijo: This is my little brother, he has come all the way from Kristiansand down south to make an interview with Wall of Woodoo, Is that ok with you?

Nice tie!, exclamó el bajo, al que a continuación acompañé sonrojado hasta el camerino del grupo. Vestía totalmente de negro, llevaba grandes tatuajes en los brazos, pelo negro largo y botas de vaquero. Se mostró muy, pero que muy amable, me invitó a una cerveza y contestó exhaustivamente a todas mis preguntas escritas, tipo periódico del instituto. En otra ocasión fue a Blaine Reininger, recientemente salido del grupo Tuxedomoon, a quien entrevisté en Bergen, en uno de los mullidos sofás de piel del Café Galleri. No dudé en ningún momento de que Bergen fuera la ciudad adonde me iría a vivir después de acabar el bachillerato, a esa metrópolis llena de cafés, salas de conciertos y tiendas de discos.

Después del concierto de Wall of Woodoo, fuimos a Hulen y acordamos formar una banda cuando yo llegara a Bergen; el amigo de Yngve, Pål, podía tocar el bajo, Yngve la guitarra y yo la batería. Ya encontraríamos un vocalista cuando llegara el momento. Yngve escribiría la música, yo las letras, y un día, nos dijimos, tocaríamos allí, en Hulen. Ir a Bergen en aquella época era para mí ir al futuro. Dejaba mi vida actual para pasar unos días en la siguiente, antes de volver a Kristiansand. Allí estaba solo, teniendo que luchar por todo, en Bergen estaba con Yngve, y lo que él tenía, también me llegaba a mí. No sólo los bares y los cafés, las tiendas y los parques, las salas de lectura y los auditorios, sino todos sus amigos, que no sólo sabían quién era yo cuando quedábamos con ellos, sino también qué hacía, que tenía un programa propio de música en una radio local y que reseñaba discos y conciertos en el periódico Fædrelandsvennen, y después de esos encuentros Yngve siempre me contaba lo que se había dicho de mí, por regla general eran las chicas las que tenían algo que decir, que era guapo o maduro para mi edad, etcétera, pero también los chicos, entre cuyos comentarios hubo uno especialmente inoportuno, el de Arvid, que dijo que me parecía mucho al joven de la película Muerte en Venecia de Visconti. Yo era alguien para ellos, y eso gracias a Yngve. Mi hermano me llevó a la cabaña de Vindil, donde sus amigos y él se reunían cada Nochevieja, y un verano, cuando yo vendía casetes en la calle en Arendal y tenía un montón de pasta, recuerdo, Yngve se mostró sorprendido, pero también orgulloso, de que me bebiera cinco botellas de vino y todavía fuera capaz de comportarme razonablemente. Al final del verano empecé a salir con la hermana de la novia de Yngve. Mi hermano me hizo un montón de fotos con su cámara réflex Nikon en aquella época, todas en blanco y negro, todas posando, en una ocasión también fuimos juntos a un fotógrafo, con la idea de que nuestros abuelos paternos y maternos tuvieran una foto nuestra para Navidad, y la tuvieron, pero esa foto también llegó a la vitrina del fotógrafo del vestíbulo del cine de Kristiansand, donde todo el mundo pudo vernos posando con nuestra ropa y peinado de los ochenta. Yngve con camisa azul claro, correas de cuero en una muñeca, pelo largo por la nuca y corto por arriba, y yo, con mi camisa de cuadros negros y blancos, mi americana negra con las mangas dobladas, mi cinturón de clavos y mis pantalones negros, con el pelo aún más largo por la nuca y aún más corto por arriba que el de Yngve, y además una cruz colgando de una oreja. Por aquel entonces iba mucho al cine, por regla general con Jan Vidar o algún otro compañero de Tveit, y cuando veía la foto colgada en aquella vitrina luminosa, no era capaz de relacionarme del todo con ella, es decir, con la vida que llevaba en Kristiansand, que tenía cierta calidad externa y objetiva, relacionada con determinados espacios, tales como el instituto, el polideportivo, el centro de la ciudad, y con determinadas personas, mis amigos, los compañeros de clase, los compañeros del fútbol, mientras que de una manera muy distinta, la foto estaba relacionada con algo íntimo y oculto, en primer lugar con la familia más cercana, pero también con el hombre que yo sería en el futuro, cuando lograra marcharme de allí. Aunque Yngve hablaba de mí a sus amigos, yo nunca se lo mencionaba a los míos.

El que ese espacio interior estuviera expuesto en algo tan externo como el vestíbulo de un cine, me resultaba confuso y molesto. Pero aparte de un par de comentarios, nadie se dio cuenta, ya que yo era una persona de la que nadie se daba cuenta.

Cuando por fin terminé el bachillerato en 1987, por una u otra razón no me mudé a Bergen, sino a una pequeña población de una isla en el norte de Noruega, donde trabajé de maestro durante un año. El plan era escribir mi novela por las noches, y luego, con el dinero ahorrado trabajando de maestro, viajar por Europa durante otro año. Me compré un libro en el que se describían toda clase de pequeños trabajos posibles e imposibles en los países de Europa, pues eso es lo que tenía pensado, viajar de ciudad en ciudad, de país en país, trabajar un poco, escribir un poco y vivir una vida libre e independiente, pero entonces me admitieron en la recién creada Academia de Escritura de la provincia de Hordaland por los textos que había escrito ese año, e infinitamente halagado por la admisión cambié todos mis planes, y a los diecinueve años puse rumbo a Bergen, donde me quedé a vivir durante los siguientes nueve años, a pesar de todos mis sueños y fantasías sobre una vida de vagabundeo por el gran mundo.

Y empezó bien. El sol brillaba cuando me bajé del autobús del aeropuerto en la plaza del Pescado, e Yngve, que trabajaba de recepcionista en el Hotel Orion los fines de semana y en vacaciones, estaba de buen humor cuando entré en la recepción, le quedaba media hora de trabajo, luego podríamos comprar unas gambas y unas cervezas para celebrar el principio de mi nueva vida. Nos sentamos en la escalera exterior de su casa y nos bebimos unas cervezas, mientras la música de Undertones nos llegaba desde el equipo de música del cuarto de estar. Al llegar la noche estábamos ya un poco borrachos, pedimos un taxi y nos fuimos a casa de Ola, uno de sus amigos, allí bebimos algo más antes de ir al Café Opera, donde nos quedamos hasta que cerraron en una mesa a la que no paraba de añadirse gente. Éste es mi hermano pequeño, Karl Ove, decía Yngve cada vez, acaba de mudarse a Bergen para empezar en la Academia de Escritura. Va a ser escritor. Yngve me había buscado una habitación en Sandviken, la chica que la ocupaba se iba un año a Sudamérica, pero hasta que quedara libre, dormiría en el sofá de Yngve. Estando allí él me reñía por cosas sin importancia, como había hecho siempre cuando estábamos juntos más de dos días, desde su época en la residencia de estudiantes de Alrek, cuando me reñía por cortar lonchas demasiado gordas de queso de cabra o por no dejar los discos en el mismo sitio donde estaban antes de que los cogiera, y también ahora las reprimendas se encontraban al mismo nivel de detalle, como por ejemplo que no secaba bien el suelo después de ducharme, que tiraba migas al suelo cuando comía, o que no tenía suficiente cuidado al poner la aguja sobre el disco, hasta que un día reaccioné. Fue delante del coche de Yngve. Él me decía que había cerrado la puerta con demasiada fuerza la última vez que había subido al coche. Estallé y le grité rabioso que dejara de decirme lo que tenía que hacer. Y así fue, nunca más volvió a hacerlo. Pero el equilibrio de la relación seguía siendo el mismo, era en su mundo donde yo había entrado, y en ese mundo sería para siempre el hermano pequeño. La vida en la Academia de Escritura era complicada, no tenía amigos allí, en parte porque todos eran mayores que yo, y en parte porque era incapaz de encontrar un punto de contacto con ellos, de modo que seguía yendo detrás de Yngve, lo llamaba para preguntarle si tenía plan para el fin de semana, y tenía siempre, así que le preguntaba si podía apuntarme. Claro que sí. Y después de haber caminado por la ciudad un domingo entero, o de estar tumbado en la cama leyendo, la tentación de pasar por su casa por la noche era tan grande que no la podía resistir, aunque me decía a mí mismo que no debía, de modo que fueron innumerables las noches que acabé en el sofá delante de su televisor.

Con el tiempo, se fue a vivir a una comuna, lo que para mí fue terrible, porque así mi dependencia de él quedaba patente; apenas pasaba un día sin que llamara a su puerta, y cuando él no estaba, me quedaba sentado en el salón acompañado por uno de los miembros de la comuna, que consideraba un deber entretenerme, o solo, hojeando una revista de música o algún periódico, como una jodida caricatura de una persona fracasada. Yo necesitaba a Yngve, pero Yngve no me necesitaba a mí. Así era. Ciertamente podía hablar con sus amigos cuando él estaba, entonces había una especie de contexto, ¿pero yo solo? ¿Subir solo a la habitación de alguno de ellos? Habría parecido extraño, rebuscado e inoportuno, no hubiera funcionado. Y tampoco mi conducta era muy buena, para decirlo suavemente, a menudo me emborrachaba demasiado, y si se me antojaba, tampoco me importaba ofender a la gente. Muchas veces a causa de su aspecto, o por pequeñas peculiaridades suyas en las que me había fijado.

La novela que escribí mientras estudiaba en la Academia de Escritura fue rechazada, empecé en la universidad, estudié algo desganado ciencias de la literatura, incapaz ya de escribir; todo lo que quedaba de mi actividad de escritor era el deseo de serlo, que en cambio, era muy fuerte. Pero había mucha gente con esos sueños en el ambiente universitario. Tocábamos con nuestro grupo, llamado Kafkatrakterne, en Hulen, también en Garage, algunos de nuestros temas fueron emitidos por la radio, tuvimos un par de buenas reseñas en revistas musicales, y eso estaba bien, pero a la vez sabía que la única razón por la que participaba en aquello era por ser hermano de Yngve, porque era un mal batería. Cuando cumplí veinticuatro años, se me encendió una luz que me informó de que aquello de hecho era mi vida, que era exactamente como era, y como seguramente sería siempre. Que la época de estudiante universitario, ese período de la vida tan elogiado y tan comentado, en el que uno siempre pensaba luego con agrado, no era para mí más que una infinita sucesión de días desconsolados, solitarios e imperfectos. El que no hubiera comprendido eso antes se debió a esa esperanza que albergaba siempre, a todos esos ridículos sueños que suele tener un veinteañero de mujeres y amor, de amigos y alegrías, de talentos ocultos y repentinos éxitos. Pero a los veinticuatro lo vi todo tal y como era. Estaba bien, normal, yo también tenía mis pequeños placeres, no era eso, y era capaz de soportar lo que fuera de soledad y de humillación, yo era un pozo sin fondo, soy el pozo del fracaso, de la miseria, de la pobreza, de la tristeza y de la ignominia, ¡vamos!, ¡meadme encima!, ¡cagad también, si queréis!, ¡yo recibo!, ¡yo aguanto!, ¡soy el aguante en persona! Nunca he dudado de que fuera eso lo que veían en mis ojos las chicas con las que intentaba ligar. Demasiada voluntad, demasiada poca esperanza. Yngve, en cambio, que durante toda esa época tenía a sus amigos, sus estudios, su trabajo y su grupo, por no decir sus novias, conseguía a todas las que quería.

¿Qué tenía él que yo no tuviera? ¿Por qué podía él ligarse a todas, cuando las chicas con las que yo hablaba parecían asustadas o desdeñosas? Ahora bien, fuera como fuera, me mantenía cerca de él. El único buen amigo que tuve en aquellos años fue Espen, que entró en la Academia de Escritura el año siguiente de que lo hiciera yo, y al que me volví a encontrar en la universidad en la asignatura de literatura, cuando me pidió que leyera unos poemas que había escrito. Yo no sabía nada de poesía, pero dije alguna tontería que él no captó, y después de eso nos fuimos haciendo amigos. Espen era el tipo de persona que ya había leído a Beckett en el instituto, escuchaba jazz, jugaba al ajedrez, tenía el pelo largo y un carácter algo nervioso y asustadizo. Para él toda reunión de más de dos era una aglomeración, pero era intelectualmente abierto, y debutó con una colección de poesía al año y poco de habernos conocido, no sin celos por mi parte. Yngve y Espen representaban dos aspectos de mi vida, y, cosa típica, no congeniaban.

Aunque el propio Espen lo ignorara, porque yo siempre hacía como si lo supiera todo, fue él quien me introdujo en el mundo de la llamada literatura avanzada, en el que se escribían ensayos sobre una línea de Dante, en el que nada era lo suficientemente complicado, en el que el arte era algo relacionado con lo más sublime, no en el sentido solemne, porque eso estaba ya dentro de ese canon modernista en el que nos movíamos, sino en lo inconcebible, ilustrado mejor que en ningún otro sitio en la descripción de Blanchot de la mirada de Orfeo, la noche de la noche, la negación de las negaciones, que se encontraba a cierta distancia de esas vidas triviales y de muchas maneras miserables que llevábamos, pero lo que aprendí entonces era que también nuestras pequeñas vidas ridículas, en las que éramos incapaces de conseguir nada de lo que queríamos, nada, en las que todo estaba fuera de nuestro alcance y poder, formaban parte de este mundo, y con ello también de lo más sublime, porque los libros existían, sólo hacía falta leerlos, nadie más que yo mismo era capaz de excluirme de ellos. Se trataba únicamente de llegar.

La literatura modernista en su momento de esplendor, con la enorme maquinaria que la rodeaba, era una herramienta, una forma de conocimiento, y cuando estaba realmente introducida, los conocimientos que aportaba podían ser rechazados sin que se perdiera lo esencial, quedaba la propia forma, y esa forma podía ser dirigida hacia la propia vida, hacia las propias fascinaciones, que entonces de repente podían aparecer bajo una luz totalmente nueva y llena de significado. Espen fue por ese camino, y yo lo seguí como un perrito faldero, es cierto, pero lo seguí. Hojeé un poco a Adorno, leí unas páginas de Benjamin, me quedé varios días inclinado sobre Blanchot, eché un vistazo a Derrida y Foucault, intenté durante algún tiempo leer a Kristeva, a Lacan, a Deleuze, a la vez que flotaban sobre la mesa poemas de Eklöf, Björling, Pound, Mallarmé, Rilke, Trakl, Ashbery, Mandelstam, Lunden, Thomsen y Hauge, a los que nunca dedicaba más de unos minutos, los leía como prosa, como un libro de MacLean o Bagley, y no aprendía nada, no entendía nada, pero sólo estar en contacto con ellos, tener libros escritos por ellos en la estantería dio lugar a un desplazamiento de la conciencia, sólo saber que existían era un enriquecimiento, y aunque no me llenaran de conocimiento, me hicieron rico en presentimientos y percepciones.

Eso no serviría en sí para brillar en un examen o en el transcurso de una discusión, pero tampoco era eso lo que yo, el rey de lo aproximado, buscaba. Era el enriquecimiento. Y lo que me enriquecía cuando leía a Adorno no estaba en lo que leía, sino en la imagen que recibía de mí mismo cuando leía. ¡Yo era una persona que leía a Adorno! Y en ese lenguaje pesado, complicado, exacto, que intentaba elevar el pensamiento aún más alto, y en el que cada punto se había colocado como la agarradera de un escalador en la montaña, también había algo más, esa manera especial de aproximarse al estado de ánimo de la realidad, esa sombra de las frases, capaz de despertar en mí un vago deseo de emplear el lenguaje con ese estado de ánimo especial de algo real, de algo vivo. No en un argumento, sino en un lince, por ejemplo, en un mirlo o en una hormigonera. Porque no era verdad que el lenguaje escondiera la realidad en sus estados de ánimo, sino al revés, que la realidad surgía de ellos.

No es que yo me dijera esto con palabras, no existía como pensamiento, apenas como intuiciones, más bien como una especie de vaga atracción. Todo ese aspecto mío lo mantuve apartado de Yngve, al principio porque a él no le interesaba ni creía en ello, estudiaba ciencias de la información, y estaba totalmente de acuerdo con la convicción de esa disciplina de que la calidad objetiva no existía, que todas las apreciaciones eran relativas, y que lo popular evidentemente era tan bueno como lo no popular, pero con el tiempo, esa diferencia y lo que yo le ocultaba se iban cargando de mucho más contenido para mí, empezó a tratar de nosotros como personas, de que la distancia entre Yngve y yo era realmente grande, algo que yo no quería por nada del mundo, sistemáticamente intentaba quitar importancia a todo lo que tuviera que ver con ese tema. Cuando sufría una derrota, vivía algún fracaso o malinterpretaba algo importante, no vacilaba en contárselo, porque todo lo que pudiera rebajarme ante sus ojos estaba bien, mientras que cuando lograba algo importante, evitaba decírselo.

Puede que eso en sí no importara mucho, pero cuando empecé a tener conciencia de ello, todo se complicó, porque entonces me quedaba pensando en eso cuando estábamos juntos, de manera que ya no me comportaba de un modo natural e impulsivo, ya no hablaba por los codos como siempre había hecho cuando estaba con él, sino que empecé a calcular, a reflexionar. Con Espen ocurría lo mismo sólo que al revés, con él intentaba quitar importancia a esa vida fácil y amena. Al mismo tiempo, tenía una novia de la que nunca había estado enamorado, no realmente. Algo que ella no debía saber, claro. Estuvimos juntos cuatro años. Allí estaba yo, representando papeles, disimulando por un lado y por otro. Como si con eso no me bastara, en esa época trabajaba en una institución para discapacitados psíquicos, y no me contentaba con seguir la corriente a los demás empleados, que eran auxiliares de enfermería, sino que también los acompañaba a sus fiestas, que se celebraban en la parte de la ciudad que los estudiantes aborrecían, en los pubs con pianista y canciones en grupo, lo hacía para adecuarme a sus opiniones, actitudes e ideas. Renegaba de lo que era mío propio o lo mantenía escondido. Había por ello algo evasivo y dudoso en mi carácter, nada de lo firme y puro que había en algunos de los que conocí en esa época, y a quienes admiraba. Me encontraba demasiado cerca de Yngve para poderlo evaluar de esa forma, porque los pensamientos, por muchas cosas buenas que se puedan decir sobre ellos, tienen un gran defecto, y es que dependen de cierta debilidad para poder funcionar. Todo lo que hay dentro de esa distancia está sometido a los sentimientos. El que empezara a callarme cosas se debía a mis sentimientos hacia él. No quería que él fracasara en nada. Mi madre podría fracasar, no me importaba, mi padre y mis amigos también, y desde luego yo mismo, me importaba un carajo, pero Yngve no podía fracasar, no podía hacer el ridículo, no podía mostrar ninguna debilidad. Cuando lo hacía, y yo lo presenciaba avergonzado, lo esencial no era sin embargo la vergüenza que sentía por él, lo que me importaba era que no se diera cuenta de que yo albergaba tales sentimientos, y lo evasivo de mi mirada en esos casos, encargada de ocultar los sentimientos en lugar de exhibirlos, tenía que resultarle llamativo, aunque no fácil de interpretar. No es que mi actitud hacia él cambiara aunque él dijera alguna tontería o simpleza, no lo valoraba de forma diferente por eso, de modo que lo que surgía dentro de mí se basaba exclusivamente en que él pudiera creer que yo me avergonzaba de él.

Como aquella vez que estábamos sentados en Garage tarde una noche, hablando de la revista que llevábamos tiempo planeando crear, pues estábamos rodeados de gente que escribía y que hacía fotos, que tenía en común el estar tan familiarizada con el equipo de Liverpool en la temporada de 1982, como con los miembros de la Escuela de Frankfurt, con grupos musicales ingleses como con autores noruegos, con películas expresionistas alemanas como con series televisivas norteamericanas, y lo de crear una revista con una orientación periodística que tomara esa amplia gama de aficiones en serio: fútbol, música, literatura, cine, filosofía, fotografía, arte, nos había parecido durante mucho tiempo una buena idea. Aquella noche nos acompañaban Ingar Myking, que entonces era uno de los directores del periódico estudiantil Studvest, y Hans Mjelva, que aparte de cantar en nuestra banda, había sido el antecesor de Ingar como director. Cuando Yngve se puso a hablar de la revista, oí de repente lo que estaba diciendo con los oídos de Ingar y Hans. Sonaba trivial y evidente, y bajé la vista. Yngve me echaba alguna que otra mirada mientras hablaba. ¿Debería revelar mi opinión, es decir, corregirle? ¿O debería mandar lo mío al carajo, renegar de mí mismo y apoyarlo en todo lo que decía? Entonces Ingar y Hans pensarían que yo opinaba lo mismo que él en ese asunto. Tampoco quería eso. De modo que opté por una solución intermedia y no dije nada, en un intento de dejar que mi silencio confirmara tanto a Yngve como las valoraciones que suponía que Ingar y Hans estaban haciendo de lo que él decía.

Yo era así de cobarde bastante a menudo, no quería apoyar a nadie y me guardaba para mí lo que pensaba, pero esa vez se daban circunstancias agravantes, tanto porque se trataba de Yngve, que yo quería que estuviera por encima de mí, que era lo natural, como porque estaba en juego la vanidad, es decir, otras personas, de tal manera que no podía salir fácilmente de aquello.

La mayor parte de las cosas que Yngve y yo hacíamos juntos se hacían bajo sus premisas, y la mayor parte de lo que yo hacía por mi cuenta, como la lectura y la escritura, me lo guardaba para mí. Pero de vez en cuando esos dos mundos se encontraban, era inevitable, porque también Yngve se interesaba por la literatura, aunque no pretendía con ella lo mismo que yo. Como aquella vez que yo iba a entrevistar al escritor Kjartan Fløgstad para una revista estudiantil, e Yngve sugirió que lo hiciéramos juntos, a lo que yo accedí de inmediato. Fløgstad, con su mezcla de sencillez popular e intelectualidad, sus teorías sobre lo alto y lo bajo, su orientación izquierdista independiente y no dogmática, casi aristocrática, y, muy importante, sus juegos de palabras, era el autor preferido de Yngve. El propio Yngve era conocido por sus juegos de palabras y sus chistes malos, y su teoría académica principal seguía la idea de que el valor de una obra de arte se creaba en el receptor, y no existía por sí mismo, y que la expresión auténtica era una cuestión de forma, como también lo era la no auténtica. Para mí Fløgstad era ante todo el gran escritor noruego. La entrevista con él era un encargo de la pequeña revista estudiantil en neonoruego TAL, para la que antes había entrevistado al poeta Olav H. Hauge, y a la prosista Karin Moe. La entrevista a Hauge la hice con Espen, y Asbjørn, el amigo de Yngve, iba a hacer las fotos, de modo que era bastante natural que Yngve también participara. La entrevista con Hauge había ido bien, aunque empezó fatal, porque no le había dicho que iríamos tres, de modo que cuando paramos el coche delante de su casa, él sólo esperaba a uno, y al principio no nos quería dejar entrar a ninguno. Acudís en gran número, dijo desde la puerta, y ante ese ser tan cortante, tan del oeste, me sentí de repente un tío alegre, liviano, estúpido, precipitado, impulsivo y rubicundo del este. Hauge era un residente del espíritu, no se movía por nada, yo era un turista del espíritu, llevando conmigo a mis conocidos a contemplar de cerca el fenómeno. Ésa era mi sensación en ese momento, y, a juzgar por el rostro enfurruñado, por no decir hostil, de Hauge, también la suya. Pero al final dijo Supongo que tendré que dejaros pasar, y entró huraño delante de nosotros en el salón, donde dejamos nuestras bolsas y nuestras cosas. Asbjørn sacó la cámara y la levantó hacia la luz, Espen y yo sacamos nuestros apuntes, Hauge estaba sentado en un banco junto a la pared, mirando al suelo. ¿Podría ponerse delante de la ventana?, preguntó Asbjørn, allí hay buena luz para sacar unas fotos. Hauge lo miró, con su flequillo cano colgándole sobre los ojos. Aquí no se hace ninguna foto, dijo. De acuerdo, dijo Asbjørn. Le pido disculpas. Retrocedió un par de pasos y metió discretamente la cámara en su bolsa. Espen estaba sentado a mi lado, hojeando los apuntes, con el bolígrafo en una mano. Yo lo conocía, y sabía que no era la concentración lo que le hizo repasarlos justo en ese momento. Pasó un buen rato sin que nadie dijera nada. Espen me miró, luego miró a Hauge. Tengo una pregunta, dijo. ¿Puedo hacérsela? Hauge asintió y se echó hacia atrás el flequillo colgante, colocándolo en el lugar donde debía estar, con una mano sorprendentemente ligera y femenina, en comparación con esa inmovilidad masculina y el silencio que irradiaba. Espen hizo la pregunta leyéndola en el bloc, era larga y complicada, e incluía un pequeño análisis de un poema. Cuando acabó, Hauge dijo, sin levantar la vista, que no hablaba de sus poemas.

Yo había leído las preguntas de Espen; todas tocaban muy de cerca los poemas de Hauge, y si era verdad que el poeta no quería hablar de sus poemas, todas resultarían inútiles.

El silencio que siguió fue de larga duración. Espen estaba ya tan sombrío y taciturno como Hauge. Eran poetas, pensé. Así son. En esa espesa oscuridad yo me sentía como un don nadie, un diletante que no entendía absolutamente nada, que sólo se movía en la superficie, que veía fútbol, sabía los nombres de algunos filósofos, y era aficionado a la música pop del tipo más simple. Uno de los títulos que había escrito para nuestro grupo era Te meces de una manera tan deliciosa. De todos modos me vi obligado a intervenir, porque estaba claro que Espen no iba a decir nada más en el transcurso de aquella entrevista, de modo que empecé por hacerle una pregunta sobre Jølster, donde vivía mi madre. Lo hice porque el pintor Astrup era de ese lugar, y Hauge había mostrado interés por él e incluso escrito un poema sobre el tema. Era evidente que existía un parentesco consciente entre ellos. Pero no quería hablar de ello. No obstante se puso a hablar de un viaje que había hecho a Jølster hacía mucho tiempo, al parecer en los sesenta, y los nombres que mencionó mirando al suelo, los mencionó de una manera tácita, como si todo el mundo los conociera. Nosotros nunca habíamos oído hablar de ellos, y todo nos parecía, si no críptico, al menos bastante carente de sentido, excepto del privado. Le hice una pregunta sobre traducción, Asbjørn otra. Ambas fueron contestadas de la misma manera, desde un ángulo tácito, como si estuviera simplemente hablando consigo mismo. O al suelo. Como entrevista fue un desastre. Pero entonces, después de tal vez media hora, llegó otro coche, que aparcó delante de la casa. Era la Radio Televisión Noruega Hordaland, NRK; querían que Hauge recitara unos poemas, se pusieron manos a la obra, pero habían olvidado un cable y tuvieron que ir a buscarlo, y cuando eso ocurrió, Hauge cambió, se volvió de repente amable con nosotros, bromeaba y sonreía, éramos nosotros contra la NRK, se había roto el hielo, porque cuando la NRK acabó su grabación y se marchó, su amabilidad se mantuvo, se mostró sincero y completamente diferente. Su mujer entró con una tarta de manzana recién hecha para nosotros, y cuando acabamos de comerla, él nos enseñó la casa, nos llevó a la biblioteca del segundo piso, donde también escribía, y pude ver un cuaderno encima del escritorio con la palabra «Diario» escrita en la cubierta. Cogió algunos libros y nos habló de ellos, entre otros uno de Julia Kristeva, recuerdo, porque pensé ése al menos no lo has leído, pues Hauge nunca había ido a la universidad, y si lo has leído, al menos no lo has entendido, y luego, cuando bajamos la escalera, dijo algo tremendamente cargado y significativo sobre la muerte en un tono resignado y lacónico, pero no carente de ironía, y pensé que eso era algo que tendría que recordar, esto es importante, esto tengo que recordarlo el resto de mi vida, pero en el coche camino de casa a lo largo del fiordo de Hardanger, ya lo había olvidado. Él iba unos pasos detrás de mí, Espen y Asbjørn ya estaban fuera, había llegado la hora de hacer fotos. Mientras Hauge estaba sentado en el banco de piedra con una pierna sobre la otra mirando el paisaje, y Asbjørn, un momento agachado, y al siguiente erguido, le tomaba fotos desde varios ángulos, Espen y yo fumábamos a unos metros de distancia de ellos. Era un hermoso día de otoño, frío y despejado; cuando salimos de Bergen por la mañana, el humo helado colgaba sobre el fiordo. Las hojas de los árboles de las laderas estaban amarillas y rojas, el fiordo reluciente, las cascadas blancas y grandes. Yo me sentía feliz, la entrevista había terminado, y había terminado bien, pero también había sido desgarrada, había en Hauge algo que me llenaba de inquietud. Algo que no quería descansar y cuyo origen desconocía. Él era un anciano, llevaba ropa de anciano, camisa de franela y pantalones de viejo, zapatillas y sombrero, y andaba como un viejo, y sin embargo no había nada de viejo en él, como por ejemplo había en mi abuelo o en el tío de mi padre, Alf. Al contrario, cuando por fin se abrió a nosotros y quiso enseñarnos cosas, lo hizo de un modo cándido, infantil, andaba como un viejo, infinitamente amable, pero también infinitamente vulnerable, parecía un chico sin amigos cuando alguien de repente muestra interés por él, algo impensable en el caso del abuelo o de Alf, que haría más de sesenta años que no se abrían a alguien de esa forma, y eso si es que lo habían hecho alguna vez. Pero no, no es que él se hubiese abierto, parecía más bien su estado natural, protegido por ese rechazo que mostró hacia nosotros cuando llegamos. Vi algo que no quería ver porque quien lo mostraba no conocía su aspecto. Tenía más de ochenta años, pero en él nada había muerto, nada se había anquilosado y de esa manera se vuelve demasiado doloroso vivir, pienso ahora. Por aquel entonces sólo me dejó intranquilo.

—¿Podríamos sacarle alguna junto a los manzanos? —le preguntó Asbjørn.

Hauge asintió y siguió a Asbjørn hasta los árboles. Yo me agaché para apagar el cigarrillo en el suelo, y busqué un sitio donde dejarlo al levantarme, no podía tirarlo en su finca sin más, pero no encontré un sitio apropiado, y me lo metí en el bolsillo.

Con las montañas envolviéndonos por todas partes, tenía la sensación de estar en una enorme cámara acorazada. Noté que todavía había una corriente de algo suave y cálido en el aire, como ocurre a menudo en el oeste en otoño.

—¿Crees que podemos pedirle que nos lea unos poemas? —preguntó Espen.

—Si te atreves —dije, viendo a Asbjørn sonreír a lo lejos. Si para Espen Hauge era un poeta, para Asbjørn era una leyenda, y en ese momento estaba allí, con todo el tiempo del mundo para hacerle fotos. Cuando acabaron, volvimos al salón a por nuestras cosas. Saqué el libro que había comprado en una librería por el camino. Los poemas completos de Hauge. Le pedí que escribiera una pequeña dedicatoria para mi madre en él.

—¿Cómo se llama ella? —preguntó.

—Sissel —respondí.

—¿Qué más?

—Hatløy. Sissel Hatløy.

Un saludo de Olav H. Hauge para Sissel Hatløy, escribió, y me devolvió el libro.

—Gracias —dije.

Nos acompañó hasta la puerta cuando nos íbamos. Espen abrió el libro de espaldas a él, y de repente se volvió, con una cara radiante de timidez y esperanza.

—¿Podría leernos un poema?

—Pues sí, supongo que sí —contestó Hauge—. ¿Cuál prefieres?

—¿Podría ser el del gato? —sugirió Espen—. En el patio. Encaja muy bien aquí, ja, ja, ja.

—Vamos a ver —dijo Hauge—. Aquí está.

Y empezó a leer.

El gato está sentado

en el patio

cuando llegas.

Habla un poco con el gato.

Él es el más despierto de la finca.

Sonreímos todos, Hauge también.

—Es un poema muy breve —señaló—. ¿Queréis otro?

—¡Con mucho gusto! —exclamó Espen.

Hauge volvió a hojear el libro, y leyó:

TIEMPO DE COSECHAR

Suaves días de sol en septiembre.

Es tiempo de cosechar. Aún quedan

arándanos en el bosque,

se ruborizan los escaramujos

junto a las vallas, se sueltan las

redes y racimos negros de zarzamoras

brillan entre los matorrales,

los tordos buscan las últimas grosellas,

Y las avispas chupan las dulces ciruelas.

Al atardecer dejo la escalera y cuelgo

el cubo en el cobertizo, los áridos glaciares

tienen ya una fina capa de nieve recién caída.

Y yo, acostado en mi cama,

oigo los golpes de los pescadores de espadín,

cuando salen.

Sé que durante toda la noche se deslizan

con potentes focos buscando por el fiordo.

Allí, en el patio, mirando al suelo mientras él leía, pensé que aquél era un momento grande y privilegiado, pero tampoco ese pensamiento pudo asentarse en mí, porque el momento poseído por el poema leído por su creador era mucho más grande que nosotros, pertenecía a lo que no tiene fin, ¿y cómo podíamos nosotros, tan jóvenes y no más sabios que tres gorriones, recibir aquello? No podíamos, al menos yo me retorcía un poco mientras él leía. Era casi insoportable. Un chiste hubiera estado bien, para al menos dar cierta forma a la cotidianidad en la que estábamos sumidos. Ay, tanta belleza, ¿cómo manejarla? ¿Cómo afrontarla?

Hauge levantó la mano a modo de breve saludo cuando nos marchamos, y había desaparecido ya dentro de la casa cuando Asbjørn arrancó el coche y enfilamos la carretera. Yo me sentía como se siente uno tras un día entero al sol en el verano, agotado y pesado, a pesar de no haber hecho nada más que estar tumbado sin moverse sobre una roca con los ojos cerrados. Asbjørn pasó por un café a recoger a su novia Kari, que se había quedado allí esperándonos mientras nosotros entrevistábamos a Hauge. Tras charlar unos minutos sobre lo que habíamos vivido, se hizo el silencio en el coche, nos quedamos callados mirando por las ventanillas las sombras que se alargaban fuera y los colores que se volvían cada vez más profundos. El viento que llegaba desde el fiordo alborotándole el pelo a la gente, las banderolas de los periódicos ondeando en los quioscos, los niños en sus bicicletas, esos eternos chavales de los pueblos siempre con sus bicicletas. Nada más llegar a casa me puse a copiar la entrevista de la grabadora, porque sabía por experiencia que la hostilidad hacia las voces, las preguntas y todo lo que había ocurrido aumentaría rápidamente con el tiempo, de modo que me puse enseguida manos a la obra, porque mientras me encontrara relativamente cerca de ello, la duda y la vergüenza serían más llevaderas. Pronto comprendí que el problema era que todo lo que nos había salido bien había ocurrido fuera del alcance del magnetófono. La solución era escribirlo tal y como había sucedido, reproducirlo todo, la impresión que nos dio al principio, lo introvertido y gruñón que se había mostrado, el cambio, la tarta de manzana, la biblioteca. Espen escribió la introducción a la obra del autor, y el análisis de varios pequeños pasajes, que hacían un buen contraste con lo demás que había ocurrido. Por el director de la revista TAL, el estudiante de filosofía, discípulo del poeta Johannesen y defensor del neonoruego Marius Hansteen, supimos que a Hauge le había gustado mucho; le había dicho al poeta Georg Johannesen que era una de las mejores entrevistas que le habían hecho, no creo que fuera para tanto, teníamos veinte años, y en lo referente a las valoraciones de Hauge respecto a los demás, la cortesía estaba siempre por encima de la verdad, pero creo que lo que le gustó, e hizo que su mujer llamara con el fin de pedir varios ejemplares más para regalar a amigos y conocidos, fue, he pensado después de haber leído su diario, que la entrevista presentara un retrato de él que no era sólo halagador. Naturalmente, él mismo conocía su lado hostil y de viejo gruñón, pero debido al respeto que le tenía la gente, este lado se ocultaba siempre, algo que a él, tan amante de la verdad, no siempre le gustaría, detrás de todas las capas de cortesía y decencia.

Medio año más tarde, le tocó al autor Kjartan Fløgstad. Había leído la entrevista con Hauge, me dijo cuando lo llamé, y se prestaría gustoso a una entrevista con TAL. Si hubiera ido solo, de puro nerviosismo y respeto me habría leído todos sus libros, habría anotado preguntas suficientes para una conversación de varias horas, y grabado todo lo que se hubiera dicho, porque aunque mis preguntas fueran tontas, sus respuestas no lo serían, y si las hubiera grabado, su tono dominaría toda la entrevista, independientemente de la cantidad de preguntas imperfectas que le hiciera. Pero como vendría Yngve, no estaba tan nervioso, me apoyé en él, no leí todos los libros, apunté unas preguntas más aproximativas, a la vez que también tuve en cuenta la relación entre Yngve y yo, no quería que creyera que yo le iba a corregir, ni tampoco que pensara que yo creía que sabía de eso más que él, de modo que cuando fuimos a Oslo a ver a Fløgstad, un día gris de primavera a finales de marzo o principios de abril, a un café del barrio de Bjølsen, estaba peor preparado de lo que he estado nunca en una situación como ésa, tanto antes como después, y para colmo, Yngve y yo habíamos llegado a la conclusión de que no usaríamos grabadora, ni tomaríamos notas de la entrevista, ya que pensábamos que eso lo haría todo muy rígido y formal, y queríamos que fuera más bien una conversación, algo impresionista, algo que surgiera sobre la marcha. Mi memoria no era una maravilla, pero la de Yngve era como la de un elefante, y pensamos que si anotábamos inmediatamente después lo que se había dicho, nos complementaríamos el uno al otro, y así, entre los dos, cubriríamos todo el espectro. Fløgstad nos guió cortésmente dentro del café, uno de esos cafés antiguos con olor a cerveza, nos sentamos alrededor de una mesa redonda, colgamos las chaquetas en los respaldos de la sillas, sacamos las hojas con las preguntas, y cuando dijimos que pensábamos llevar a cabo la entrevista sin grabadora, Fløgstad dijo que era una decisión respetable. Una vez, dijo, había sido entrevistado para el periódico sueco Dagens Nyheter por un periodista que no tomó notas, y el resultado fue impecable, algo que le resultó digno de admiración. Durante la entrevista, estuve igual de concentrado en lo que decía Yngve que en las reacciones de Fløgstad, tanto en lo que respondía, el tono de su voz y su lenguaje corporal, como en el contenido de la conversación. Mis preguntas se dirigieron casi tanto hacia lo que ocurría en torno a la mesa como a lo que ocurría en los libros de Fløgstad, en el sentido de que se realizaron más bien para rellenar o compensar algo de la situación. La entrevista duró alrededor de una hora, y tras darle la mano agradeciéndole el haberse prestado a la misma, y después de que se fuera andando hacia el que sabíamos era su barrio, nos sentíamos animados y contentos, porque todo había ido muy bien, ¿no? ¡Habíamos charlado con Fløgstad! Tan animados estábamos que a ninguno de los dos nos apetecía sentarnos a tomar notas de lo que se había dicho, podíamos hacerlo al día siguiente, el partido de fútbol de la quiniela estaba a punto de empezar en la televisión, podíamos verlo en un pub, etcétera, era sábado, y no estábamos muy a menudo en Oslo… Al día siguiente salía el tren para Bergen, tampoco entonces hubo tiempo de anotar nada, y cuando llegamos a Bergen, nos fuimos cada uno a nuestra casa. Si habíamos esperado tres días, podíamos esperar otros tres, ¿no? Y otros tres, y otros tres más. Cuando por fin nos pusimos, no nos acordábamos de gran cosa. Por lo menos conservábamos las preguntas, que fueron de gran ayuda, y luego teníamos cierta idea de lo que él había opinado sobre ciertas cosas, en parte basada en lo que de hecho recordábamos y en parte en lo que pensábamos que él opinaba. Yo tenía la responsabilidad de escribirlo, yo era el que había recibido el encargo, y el que trabajaba en eso, y tras conseguir componer unas cuantas páginas, comprendí que no podía ser, era demasiado vago e impreciso, de modo que sugerí a Yngve que llamáramos a Fløgstad y le preguntáramos si nos dejaba hacerle unas preguntas adicionales por teléfono. Nos sentamos delante del escritorio de la habitación del piso de Yngve en Blekebakken para garabatear algunas preguntas nuevas. El corazón me latía con fuerza al marcar el número de Fløgstad, y mi estado no mejoró al escuchar su tono de voz reservado al otro lado del auricular. Pero conseguí explicarle el objetivo de mi llamada, y él accedió a concedernos otra media hora, aunque por el tono de su voz adiviné que empezaba a entender lo que pasaba. Mientras yo le hacía las preguntas, Yngve estaba en la habitación contigua como un agente secreto, con el teléfono supletorio al oído, anotando todo lo que se decía. Ya lo teníamos. Entre todas las vaguedades y aproximaciones intercalé las nuevas frases, que, de una manera muy diferente, eran fiables y aportaban un aire de autenticidad al resto. Cuando escribí una introducción general a la obra de Fløgstad, aparte de varios entrantes fácticos y analíticos, no quedó mal. De hecho tenía bastante buena pinta. Fløgstad había pedido leer la entrevista antes de que fuera a la imprenta, así que se la envié, con unas palabras amables. No sabía si tenía por costumbre pedir leer las entrevistas de antemano, o si sólo lo hizo con nosotros, que habíamos sido lo suficientemente temerarios como para hacerla sin tomar notas, pero como al final me había salido bien, no me preocupaba. Es cierto que aún tenía un vago sentimiento de malestar por esos pasajes imprecisos, pero traté de no pensar en ello, pues que yo supiera, no existía ninguna norma que dijera que los entrevistados tenían que ser reproducidos literalmente. De manera que cuando la carta de Fløgstad apareció en mi buzón unos días más tarde y la tuve en la mano, no presentía nada desagradable. No obstante, me sudaban las palmas de las manos, y el corazón me latía deprisa. Había llegado la primavera, el sol calentaba, llevaba zapatillas de deporte, camiseta y vaqueros, y estaba a punto de irme al conservatorio de música, donde un amigo de mi primo, Jon Olav, iba a darme una clase de tambor. Lo mejor habría sido dejar la carta en casa sin abrirla, porque iba mal de tiempo, pero me venció la curiosidad, y la abrí mientras caminaba lentamente hacia la parada del autobús. Saqué del sobre la copia de la entrevista. Estaba llena de subrayados en rojo y comentarios en rojo al margen. «Yo nunca he dicho esto», leí. «Impreciso», leí. «No, no», leí. «???», leí. «¿De dónde sacas esto?», leí. Casi cada una de las frases estaba señalada de una u otra manera. Me quedé inmóvil mirándola. Tenía la sensación de estar cayendo. Caía directamente en la oscuridad. Leí muy deprisa la carta que acompañaba a los comentarios, a una velocidad febril, como si la humillación fuera a acabarse al leer la última palabra. Concluía con un «Creo que lo mejor será que esto nunca llegue a publicarse. Atentamente, Kjartan Fløgstad». Cuando proseguí mi camino, arrastrando los pies, los subrayados en rojo me volvían a la mente una y otra vez. Ardiendo de vergüenza, a punto de llorar, me metí la carta en el bolsillo trasero del pantalón, me detuve delante del autobús que llegaba justo en ese instante, subí, y me senté junto a la ventana en la parte de atrás. La vergüenza me quemaba mientras el autobús subía a paso de tortuga hacia Haugeland, y los mismos pensamientos seguían dando vueltas en mi conciencia. Yo no era lo suficientemente bueno. No era escritor y nunca lo sería. Lo que tanto nos había gustado, el haber hablado con Fløgstad, era sólo ridículo y doloroso. Cuando llegué a casa llamé a Yngve, que, para mi asombro, no se lo tomó demasiado mal. Qué pena, dijo. ¿Estás seguro de que no puedes arreglarla y enviarle una nueva versión? Cuando me sentí un poco mejor, volví a leer los comentarios y la carta, y vi que Fløgstad también había comentado mis propios comentarios, por ejemplo el adjetivo «cortazariano», refiriéndome a Cortázar, eso era algo que no podía hacer, ¿no? Meterse en lo que yo opinaba de sus libros. En mis valoraciones. Le escribí una carta diciéndole que en algunos pasajes la entrevista adolecía de inexactitudes, tal y como él decía, pero sí que había dicho alguna de esas cosas, yo lo sabía, porque tomé notas durante la entrevista por teléfono, y además él también había escrito objeciones a mis comentarios, es decir, a los comentarios del periodista, y eso era pasarse de sus atribuciones. Si no le importaba, podía tomar como punto de partida sus correcciones y sus comentarios, y enviarle una nueva versión. Unos días más tarde llegó una carta suya cortés, pero firme, en la que me daba la razón en que algunos de sus comentarios se referían a mis interpretaciones, pero que eso no cambiaba la cuestión principal, que era que la entrevista no debía publicarse. Cuando logré librarme de la humillación, lo que me llevó aproximadamente medio año, período en el que no podía ver ni la cara, ni los libros, ni los artículos de Fløgstad sin sentirme profundamente avergonzado, convertí el episodio en una historia irrisoria. A Yngve no le gustó que eso se hiciera a nuestras expensas, no veía nada gracioso en la humillación, o mejor dicho, no veía ninguna humillación en ello. Nuestras preguntas fueron buenas, la conversación con Fløgstad llena de sentido, eso era lo que él quería conservar de aquello.

Mi vida en Bergen estuvo más o menos parada durante cuatro años, no ocurrió nada, quería escribir, pero no podía, y eso fue más o menos todo. Yngve sacaba créditos en la universidad y llevaba la vida que quería, al menos ésa era la impresión que daba, pero en un momento se estancó, no acababa su tesina, no trabajaba mucho en ella, tal vez porque vivía de antiguos méritos, tal vez porque pasaban muchas otras cosas en su vida. Cuando por fin hubo entregado la tesina, que trataba del star system en el cine, estuvo algún tiempo en paro, a la vez que yo empecé a trabajar como objetor de conciencia en la radio estudiantil, fui entrando poco a poco en un ambiente distinto al suyo, y conocí a Tonje, con quien empecé a salir ese invierno, apasionadamente enamorado. Mi vida había dado un giro radical, sin que yo mismo lo entendiera. Durante muchos años me agarré a la imagen de la vida que había llevado durante mi primera época en Bergen, cuando Yngve de repente abandonó esa ciudad, al encontrar trabajo como asesor cultural en el ayuntamiento de Balestrand; tal vez no fuera exactamente lo que había deseado, pero no había nadie por encima de él en la administración, de modo que en la práctica era el jefe de cultura; en el lugar se celebraba además un festival de jazz del que él se ocuparía, y con el tiempo se mudó allí su amigo Arvid, empleado también por el ayuntamiento. Volvió a encontrarse con Kari Anne, a la que había conocido muy por encima en Bergen, ella trabajaba de profesora, empezaron a salir y tuvieron una niña, Ylva, y un año después se mudaron a Stavanger, donde Yngve, como ya he mencionado, se lanzó a una profesión para él desconocida, el diseño gráfico. A mí me gustó que lo hiciera, pero también me preocupaba, ¿bastaba con un cartel para el Festival de Hundevåg y un tríptico para un evento local?

Nunca nos tocábamos, ni siquiera nos dábamos la mano cuando nos veíamos, y raramente nos mirábamos a los ojos.

Todo eso me vino a la mente aquella templada tarde del verano de 1998, en la terraza de la casa de la abuela, yo de espaldas al jardín, él en una tumbona junto a la pared. Por la expresión de su cara resultaba imposible saber si estaba pensando en lo que yo acababa de decir, que me encargaría de todo, también del jardín, o si le era indiferente.

Me volví y apagué el cigarrillo en la parte de abajo de la verja negra de hierro forjado. Pequeñas motas de ceniza y rescoldos sobre el hormigón.

—¿Hay por aquí algún cenicero? —pregunté.

—Que yo sepa no —respondió—. Usa esa botella.

Hice como me dijo y metí la colilla por el cuello de la botella verde de Heineken. Al sugerir que celebráramos allí el entierro, a lo que él seguramente respondería que era imposible, la diferencia entre nosotros, que yo no quería que quedara patente, resultaría obvia. Él aparecería como el hombre práctico y realista, yo como el idealista y sentimental. Nuestro padre era el padre de los dos, pero no de la misma manera, y el que yo quisiera utilizar el entierro para una especie de restablecimiento, añadido al hecho de que no parara de llorar, mientras Yngve aún no había derramado ni una lágrima, podría entenderse como si mi relación con nuestro padre hubiera sido más entrañable, y, seguramente interpretarse como una crítica oculta por la manera en que Yngve se comportaba en relación con su muerte. Yo no lo veía así, lo que me temía era la posibilidad de que pudiera ser entendido así. Al mismo tiempo, esa propuesta haría chocar nuestras voluntades. Sobre una nimiedad, es verdad, pero no quería que en esa situación nada se interpusiera entre nosotros.

Un hilo de humo subía en ondas desde la botella junto a la pared. Significaría que el cigarrillo no se había apagado del todo. Busqué con la mirada algo con que taparla. ¿Acaso el plato usado por la abuela para la comida de la gaviota? Seguían allí dos trocitos de hamburguesa, y un poco de salsa reseca, pero serviría, pensé, y lo puse con cuidado sobre la boca de la botella.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Yngve mirándome.

—Una pequeña escultura —contesté—. Hamburguesa y cerveza en el jardín, se llama. O carbonade and beer in the garden.

Me enderecé y retrocedí un paso.

—Lo refinado es ese humo que sube —proseguí—. De alguna manera lo hace interactivo con el mundo. No es sólo una escultura normal y corriente. Y los restos de comida son la putrefacción. También eso es una interacción, un proceso, algo que está en movimiento. Tal vez el movimiento mismo. Al contrario de lo estático. Y la botella de cerveza está vacía, ya no tiene ninguna función. Pues, ¿qué es un contenedor que no contiene nada? No es nada. Pero la nada tiene una forma, ¿lo entiendes? Ésa es la forma que he intentado mostrar aquí.

—Entiendo —dijo.

Saqué otro cigarrillo del paquete que estaba sobre la valla, y aunque no me apetecía demasiado, lo encendí.

—Oye —dije.

—¿Sí?

—He pensado una cosa. No paro de darle vueltas. Y es si no deberíamos celebrar aquí el entierro. En esta casa. Si trabajamos duro, en una semana tendremos tiempo de arreglarla. Tiene que ver con que él destrozara todo esto. Y que nosotros no podamos aceptarlo. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Claro que sí —contestó Yngve—. ¿Pero crees que nos va a dar tiempo? Yo me tengo que ir a Stavanger el lunes por la noche. Y no podré volver hasta el jueves. Tal vez el miércoles, pero lo más probable es que el jueves.

—No hay problema —dije—. ¿Estás de acuerdo en que lo hagamos?

—Sí. Puede que la idea no le guste mucho a Gunnar, pero…

—No es asunto suyo. Se trata de nuestro padre.

Nos acabamos los cigarrillos sin decir nada más. Por debajo de nosotros la noche había empezado a suavizar el paisaje; sus afilados bordes, que también incluían las actividades humanas, se fueron atenuando gradualmente. Algunas barcas entraban por la bahía, y pensé en el olor a bordo de ellas, a plástico, sal, gasolina, que constituía una parte tan importante de mi infancia. Un avión que llegó por el oeste sobrevolaba la ciudad tan bajo que pude distinguir el logo de Braathens Safe. Desapareció de nuestra vista con un suave estallido. Abajo, en el jardín, gorjeaban unos pájaros ocultos por las espesas hojas de uno de los manzanos.

Yngve vació el vaso y se levantó.

—Un turno más —dijo—. Y lo dejamos por hoy.

Me miró y añadió.

—¿Has hecho mucho abajo?

—He terminado el cuarto de la lavadora y las paredes del baño.

—Bien —dijo.

Lo acompañé adentro. Al oír los sonidos altos pero comprimidos del televisor, me acordé de que la abuela estaba allí sentada. No podía hacer nada por ella, nadie podía, pero pensé que a lo mejor sería para ella un pequeño alivio vernos, acordarse de que estábamos allí. Me acerqué a ella y me puse junto a su sillón.

—¿Necesitas algo, abuela? —le pregunté.

Me miró de reojo.

—¿Eres tú? —preguntó—. ¿Dónde está Yngve?

—En la cocina.

—Ah, sí —dijo, volviendo la vista hacia el televisor. Ese rasgo de rapidez tan típico de ella no había desaparecido, pero había cambiado con su delgadez, o era patente de otra manera, ahora ya sólo relacionado con sus movimientos, no con su carácter, como antes. En otros tiempos era espabilada, alegre, sociable, siempre con un comentario divertido en los labios, a menudo solía guiñar un ojo como para separar un tema de otro de los muchos que trataba a la vez. Ahora había en ella algo oscuro. Su alma era oscura. Podía verlo, saltaba a la vista. ¿Pero acaso esa oscuridad había estado allí siempre?

Los brazos le colgaban de los reposabrazos, y las manos se agarraban a los extremos, como si estuviera moviéndose a gran velocidad.

—Voy a fregar el baño de abajo un poco —dije.

Volvió la cabeza hacia mí.

—¿Eres tú? —volvió a preguntar.

—Sí —contesté—. Voy a fregar el baño de abajo. ¿Necesitas algo?

—No, gracias, hijo.

—Vale —dije, a punto ya de bajar.

—Oye, ¿no soléis tomaros Yngve y tú una copita por la noche? —preguntó.

¿Se había formado la idea de que nosotros también bebíamos? ¿Que no sólo era mi padre el que destrozaba su vida, sino también sus hijos?

—No —contesté—. Nada de eso.

La abuela no parecía querer decir nada más, y bajé la escalera hacia el sótano, que seguía apestando, aunque la fuente del mal olor se había eliminado. Enjuagué el cubo rojo, lo llené de agua casi hirviendo y seguí fregando el baño. Primero el espejo, en el que la capa marrón resultaba casi imposible de quitar, y no lo conseguí hasta que utilicé un cuchillo que subí corriendo a buscar a la cocina, además de una esponja dura, luego el lavabo, la bañera, el marco de la ventana, el cristal alargado y áspero de la misma, el inodoro por dentro, la puerta, el umbral y el marco. Al final fregué el suelo, tiré al retrete el agua del cubo ya gris oscuro y saqué la bolsa de basura fuera, donde me quedé unos minutos mirando la sombría oscuridad veraniega, que no era oscuridad, sino más bien un defecto de luz.

Las voces altas que subían y bajaban por la calle principal, seguramente de alguna pandilla en busca de diversión, me hicieron recordar que era sábado por la noche.

¿Por qué la abuela había preguntado si bebíamos? ¿Era por el destino de mi padre, o se basaba en algo distinto?

Me acordé de cuando celebré el fin del bachillerato en esa ciudad diez años antes, lo borracho que estaba en el desfile; los abuelos, que se encontraban entre la gente que miraba, me llamaron, recordé sus confusas expresiones al darse cuenta del estado en el que me encontraba. Había empezado a beber mucho aquella Semana Santa mientras estaba en un campamento de entrenamiento en Suiza con mi equipo de fútbol, y había seguido bebiendo el resto de la primavera, siempre había una ocasión, siempre una reunión, siempre más gente dispuesta a unirse a la juerga, y para los que llevábamos el traje de bachiller, todo estaba permitido y perdonado. Para mí resultó paradisiaco, pero para mi madre, que vivía sola conmigo, fue diferente. Al final me echó de casa, algo que no me importó nada, pues lo más fácil del mundo era encontrar un lugar donde dormir, ya fuera un sofá cama en un cuarto de sótano de la casa de algún amigo, en el autocar de los bachilleres o debajo de un arbusto en algún parque. Para mis abuelos, la época de la celebración del bachillerato era la transición a la vida universitaria, tal y como había sido para el abuelo y tal y como había sido para sus hijos, había algo solemne en ello, que yo rebajé al ponerme hasta arriba de alcohol y hierba, y como director del periódico de los bachilleres, al ilustrar el tema principal —el asunto de una deportación de Flekkerøya— con una foto de unos judíos siendo deportados desde los guetos a los campos de exterminio. También en eso había una cuestión de tradición; mi padre fue en su época director del periódico de bachilleres. Y yo lo rebajé todo a la mierda.

Pero en eso no pensé ni un momento entonces, algo claramente expresado en el diario que escribía en esa época, en la que sólo me importaba mi sentimiento de felicidad.

Ya había quemado todos los diarios y todas las notas que había escrito, y apenas quedaban ya huellas mías hasta cumplir los veinticinco años, y mejor así, pues no salió nada bueno de aquellos años.

El aire se había enfriado un poco, y como tenía la piel tan caliente tras el trabajo, me fijé en él, en cómo me envolvía apretándose contra la piel, entrando a chorros en mi boca cuando la abría. Cómo envolvía a los árboles delante de mí, las casas, los coches, las pendientes de las montañas. Cómo esas constantes avalanchas en el cielo que no podíamos ver se acercaban velozmente a un lugar al caer la temperatura, cómo se nos venía encima como inmensos oleajes, siempre en movimiento, cayendo lentamente, girando rápidamente en remolinos, entrando y saliendo de todos esos pulmones, golpeándose contra todas esas paredes, siempre invisibles, siempre presentes.

Pero mi padre ya no respiraba. Eso era lo que le había pasado, se había roto su relación con el aire, ahora sólo lo presionaba como a cualquier cosa, un tronco, un bidón de gasolina, un sofá. Él ya no se metía en el aire, porque eso es lo que uno hace al respirar, uno se vuelve a enganchar, una y otra vez se engancha uno al mundo.

Él yacía ahora en algún lugar de esa ciudad.

Me volví y entré en el momento en que alguien abrió una ventana al otro lado de la calle, dejando salir el ruido de música y voces altas.