Tras varios meses sentado en un cuarto de sótano en Åkeshov, una de las muchas ciudades dormitorio de Estocolmo, escribiendo lo que esperaba fuera a ser mi segunda novela, con el metro pasando tan cerca de mi ventana cada tarde al hacerse de noche que los vagones parecían una fila de habitaciones iluminadas a través del bosque, conseguí, a finales de 2003, un despacho en el centro de Estocolmo. Pertenecía a un amigo de Linda, y era perfecto, en realidad se trataba de un estudio, con una habitación, una cocina, una pequeña ducha y un sofá cama, además de un escritorio y estanterías para libros. En navidades me llevé allí mis cosas, es decir, un montón de libros y el ordenador, y en ese lugar empecé a trabajar el primer día hábil del nuevo año. En realidad la novela estaba terminada, era un extraño engendro de ciento treinta páginas, un cuento sobre un padre y sus dos hijos pescando cangrejos una noche de verano, que se convirtió en un ensayo algo más largo sobre los ángeles, que a su vez se convirtió en un cuento sobre uno de los dos hijos, ya adulto, y su vida durante unos días en una isla en el mar, donde vivía solo, escribía y se autolesionaba.
La editorial me había comunicado que la iban a publicar, y eso era algo muy tentador, aunque a la vez me sentía enormemente inseguro, sobre todo después de conseguir que Thure Eric la leyera. Me llamó muy tarde una noche, con una extraña voz y un extraño vocabulario, como si hubiera bebido para decir lo que tenía que decir, que en sí era simple, no funciona, no es una novela. ¡Tienes que contar algo, Karl Ove! Eso me dijo varias veces. ¡Tienes que contar algo! Yo sabía que tenía razón, y con eso empecé ese primer día de trabajo de 2004, sentado junto a mi nuevo escritorio, mirando la pantalla vacía. Después de intentarlo durante media hora, me recliné en la silla, dirigí la mirada hacia el cartel de la pared, que era de una exposición de Peter Greenaway que había visto en Barcelona con Tonje hacía mucho tiempo, en mi vida anterior, y reproducía cuatro cuadros, uno de ellos representaba algo que durante mucho tiempo pensé que era un querubín meando, otro un ala de pájaro, el tercero un aviador de los años veinte, y el cuarto, la mano de un cadáver. Miré por la ventana. El cielo sobre el hospital al otro lado de la calle estaba claro y azul. El sol bajo brillaba en los cristales de las ventanas, en los carteles, en las barandillas, y en los capós de los coches. La niebla helada que emanaba de la gente que transitaba por la acera hacía parecer que estaban ardiendo. Todos envueltos en ropa. Gorros, bufandas, manoplas, gruesos chaquetones. Los movimientos rápidos, los rostros cerrados. Miré el suelo. Era de parqué y relativamente nuevo, el tono rojizo no tenía nada que ver con el estilo del piso en general, que era del anterior cambio de siglo. De repente vi que los nudos y estrías de crecimiento de la madera a quizá dos metros de donde estaba sentado, formaban una imagen de Jesucristo con la corona de espinas.
No es que me llamara mucho la atención, sólo lo registré, porque imágenes como ésa las hay en todos los edificios y casas, creadas por desperfectos en suelos y paredes, puertas y listones —una mancha de humedad en un tejado puede parecer un perro corriendo, una capa desgastada de pintura en una escalera exterior un valle cubierto de nieve y una lejana sierra al fondo, sobre la que las nubes parecen llegar en masa—, pero a pesar de todo debió de poner en marcha algo dentro de mí, porque cuando me levanté unos diez minutos más tarde para llenar la tetera de agua, me acordé de repente de algo que sucedió una noche mucho tiempo atrás, en mi lejana infancia, en la que vi una imagen parecida en el agua, una imagen que salió en las noticias de la televisión sobre un barco desaparecido en el mar. En el transcurso del segundo que tardé en llenar la tetera, vi en mi interior nuestro cuarto de estar, el televisor de teca, el resplandor de las manchas de nieve en la sombría ladera fuera de la ventana, el mar en la pantalla, y el rostro que apareció de repente. Con las imágenes llegó también el ambiente de aquella época primaveral en nuestra urbanización, de la vida en familia en la década de los setenta. Y con ese ambiente una sensación de nostalgia casi salvaje.
En ese instante sonó el teléfono. Me sobresalté. Nadie tenía el número de ese lugar, ¿no?
Sonó cinco veces y luego enmudeció. El agua hervía, haciendo cada vez más ruido y pensé, como tantas veces antes, que sonaba como si viniera alguien.
Abrí el bote de café, eché dos cucharadas en la taza y añadí el agua, que negra y humeante subía entre las paredes del recipiente, luego me puse el chaquetón. Antes de salir, me coloqué de tal modo que vi una vez más el rostro en el suelo de madera. Era realmente Jesucristo. El rostro medio apartado, como de dolor, la mirada fija en el suelo, la corona de espinas en la cabeza.
Lo extraordinario no era que ese rostro se encontrara allí, tampoco el que yo hubiera visto un rostro en el mar un día a mediados de los setenta, lo extraordinario era que lo hubiera olvidado y que lo recordara de repente justo entonces. Aparte de unos sucesos sueltos sobre los que Yngve y yo habíamos hablado tan a menudo que habían adquirido dimensiones casi bíblicas, apenas recordaba nada de mi infancia. Es decir, apenas recordaba ninguno de los sucesos de ella. Pero sí me acordaba de los lugares en los que ocurrieron. Todos los sitios donde había estado, todas las estancias, de eso sí me acordaba. Pero no de lo que sucedió en ellas.
Salí a la calle con la taza en la mano. Me sobrevino un ligero malestar por verla allí, la taza pertenecía adentro, no afuera; fuera adquirió un aspecto desnudo y expuesto, y al cruzar la calle, decidí comprarme un café en 7-Eleven a la mañana siguiente y a partir de entonces usar esa taza de cartón, destinada al uso exterior. Había un par de bancos delante del hospital, me acerqué y me senté en uno de ellos, sobre la madera cubierta de hielo, encendí un cigarrillo y me puse a mirar la calle. El café estaba enfriándose. Esa mañana, el termómetro que había junto a la ventana de la cocina marcaba veinte grados bajo cero, y aunque brillaba el sol, no haría mucho más calor en este momento. Tal vez quince bajo cero.
Saqué el teléfono móvil para ver si me había llamado alguien. Nadie. El niño tenía que nacer esa semana, de modo que estaba preparado para que Linda me llamara en cualquier momento y me dijera que se había puesto de parto.
En el cruce de la parte de arriba de la suave cuesta, las luces de los semáforos empezaron a emitir su tictac. Al instante, la calle se quedó vacía de coches. Por la puerta principal del hospital, muy cerca de donde estaba sentado, salieron dos mujeres de mediana edad, y encendieron sendos cigarrillos. Llevaban batas blancas, se rodearon el cuerpo con los brazos y no paraban de moverse para no pasar frío. Pensé que parecían una extraña clase de patos. Entonces el tictac del disco cesó, y como una jauría de perros con la lengua fuera, los coches salieron zumbando de la sombra y subieron la cuesta para desaparecer por la calzada bañada por el sol. Las llantas de clavos estallaban contra el asfalto. Guardé el móvil y entrelacé las manos alrededor de la taza. El humo salía lentamente de ella, mezclándose con el que me salía de la boca por el frío. En el patio de recreo del colegio, comprimido entre dos inmuebles a veinte metros de mi despacho, se acallaron de repente los gritos de los chiquillos, en los que en ese instante reparé. Había sonado el timbre. Esos sonidos me eran nuevos y desconocidos, lo mismo ocurría con el ritmo con el que se presentaban, pero no tardaría mucho en familiarizarme con ellos, tanto que volverían a desaparecer. Cuando se sabe demasiado poco es como si este poco no existiese. Pero también cuando se saben demasiadas cosas es como si estas cosas no existiesen. Escribir es sacar de las sombras lo que sabemos. De eso trata escribir. No de lo que ocurre allí, no de qué clase de actos se realizan allí, sino del allí en sí. Allí, ése es el lugar y la meta de la acción de escribir. ¿Pero cómo llegar hasta ese punto?
Ésa era mi pregunta aquel día en un barrio de Estocolmo, mientras bebía café, los músculos se me encogían de frío y el humo del cigarrillo se disolvía en el enorme espacio de aire encima de mí.
Los gritos del patio de recreo me llegaban a intervalos regulares, siendo ése uno de los muchos ritmos que se entremezclaban por el barrio todos los días, desde que la calle empezaba a llenarse de coches por la mañana hasta que se iba vaciando por la tarde. Los operarios que se reunían en los cafés y las pastelerías para desayunar sobre las seis y media, con su calzado de protección, y fuertes manos de color polvo, sus metros en los bolsillos del pantalón y sus teléfonos móviles siempre sonando. Más difíciles de clasificar eran los hombres y mujeres que llenaban las calles a continuación, cuyo aspecto delicado y elegante sólo revelaba que pasaban sus días en un despacho del tipo que fuera, y que podían ser tanto abogados como periodistas de televisión o arquitectos, tanto redactores publicitarios como empleados de una compañía de seguros. Los enfermeros y auxiliares que bajaban de los autobuses delante del hospital eran en su mayoría mujeres, en gran parte de mediana edad, pero también había entre ellas algún que otro hombre joven, luego grupos que iban en aumento hacia las ocho, para luego disminuir cada vez más, hasta que al final sólo quedaba algún que otro jubilado que salía a la calle con su carro de la compra, en las tranquilas horas del mediodía, cuando empezaban a aparecer madres y padres solitarios con sus cochecitos, y cuando el tráfico estaba dominado por furgonetas, camiones, grúas, autobuses y taxis.
En esa época, cuando el sol brillaba en las ventanas al otro lado de la calle enfrente de mi despacho, cuando ya no se oían, o al menos muy poco, pasos en el pasillo, pasaban a veces grupos de niños de guarderías, no mucho más altos que ovejas, todos con idénticos chalecos, equipados con reflejos fosforescentes, a menudo serios, como hechizados por lo maravilloso de la excursión, mientras que la seriedad de los cuidadores, que destacaban por encima de ellos como pastores, más bien lindaba con el aburrimiento. También era en esas horas del día cuando los sonidos de toda clase de obras y trabajos contaban con espacio suficiente alrededor para hacer acto de presencia en la conciencia, ya se tratara de los jardineros municipales limpiando el parque de hojas o podando un árbol, del equipo de obras públicas levantando el asfalto de un trozo de calle, o de un propietario haciendo una reforma total de su inmueble. Entonces de repente pasaba por las calles una oleada de funcionarios y gente de negocios para enseguida llenar todos los restaurantes: era la hora de comer. Cuando la oleada se retiraba, tan rápido como había llegado, dejaba un vacío que se parecía al de la mañana, pero que sin embargo tenía sus características propias, porque aunque el plan se repetía, ocurría en orden inverso: los colegiales que pasaban por delante de mi ventana iban ahora de vuelta a casa, todos algo desatados y salvajes, mientras que cuando habían pasado por la mañana camino del colegio, mostraban todavía restos de sueño y esa prudencia innata que se tiene ante lo que aún no ha comenzado. Ahora el sol brillaba en la pared justo dentro de la ventana. Fuera, en el pasillo, se oían ya pisadas fuertes, y en la parada del autobús, delante de la entrada principal del hospital, la cantidad de gente esperando crecía cada vez que miraba por la ventana. En la calle aumentaba el número de coches, por la acera que conducía hasta los inmuebles de muchas plantas aumentaba el número de peatones. Esa creciente actividad culminaba alrededor de las cinco, a partir de esa hora el barrio descansaba tranquilo hasta el inicio de la vida nocturna sobre las diez, con grupos de hombres jóvenes gritando y mujeres jóvenes riendo, situación que duraba hasta las tres de la madrugada. A las seis empezaban a funcionar de nuevo los autobuses, el tráfico se iba intensificando, de todos los portales y escaleras salían personas, un nuevo día estaba en marcha.
Así de regulada y dividida se desarrollaba allí la vida, lo que podría entenderse tanto geométrica como biológicamente. Resultaba difícil creer que pudiera estar emparentada con esas vidas bullidoras y caóticas que podían observarse en otras especies, por ejemplo en las suntuosas colonias de renacuajos, alevines o huevos de insectos, donde la vida parecía brotar de un pozo inagotable. Pero sí que lo estaba. Lo caótico y lo impredecible representa a la vez la condición de la vida y su caducidad, la primera es imposible sin la otra, y aunque casi todos los esfuerzos que realizamos estén encaminados a mantenerla a distancia, bastará con la resignación de un breve instante para querer vivir en su luz, y no en su sombra como ahora. Lo caótico es una especie de fuerza de gravedad, y el ritmo que uno puede intuir en la historia, del crecimiento de las civilizaciones y del colapso de las mismas, tal vez sea ocasionado por ella. Lo extraño es que los extremos se parezcan, al menos en un sentido, porque tanto en lo suntuosamente caótico como en lo severamente regulado y dividido, el vivo no es nada, la vida lo es todo. De la misma manera que al corazón no le importa qué vida representa, a la ciudad le tiene sin cuidado quién cumple con sus distintas funciones. Cuando estén muertos, digamos dentro de ciento cincuenta años, todos esos seres que anduvieron por la ciudad ese día, el eco de sus actividades seguirá recorriendo todos sus trayectos. Lo único nuevo serán los rostros de las personas, pero tampoco tanto, porque todos se parecerán a nosotros.
Tiré la colilla al suelo y bebí las últimas gotas del café, que ya estaba frío.
Lo que estaba viendo era la vida, en lo que pensaba era en la muerte.
Me levanté, me froté las manos contra los muslos un par de veces y bajé hasta el cruce con semáforos. Los coches que me pasaban llevaban tras ellos estelas de nieve. Un enorme camión con remolque bajaba con cadenas tintineantes, frenando en pequeñas sacudidas, y paró en el paso de peatones justo en el instante en que el semáforo se puso rojo. Siempre me sentía un poco mal cuando los vehículos se paraban por mí, pues surgía una especie de desequilibrio, tenía la sensación de que les debía algo. Cuanto más grande era el vehículo, mayor era mi sentimiento de culpa. Intenté conseguir un contacto visual con el conductor al pasar por delante de él para poder hacerle un gesto y restablecer así el equilibrio. Pero su mirada seguía a su mano, que había levantado del volante para dejar algo abajo, dentro de la cabina —tal vez un mapa, porque el camión venía de Polonia—, a mí ni me vio, lo que estaba bien, porque en ese caso el frenado no podría haberle molestado mucho.
Me detuve delante del portal, pulsé el código, abrí la puerta y subí los pocos escalones que había hasta la primera planta, donde se encontraba el despacho. La maquinaria del ascensor rugía, de manera que abrí lo más rápidamente posible, entré y cerré la puerta detrás de mí.
El repentino calor hizo que me picara la piel de la cara y de las manos. Fuera pasaban las innumerables ambulancias con penetrantes sirenas. Puse agua a calentar para hacerme otra taza de café. Mientras esperaba a que hirviera, leí por encima lo que había escrito hasta entonces. El polvo que volaba por los anchos y oblicuos rayos de sol seguía intranquilo cada pequeña corriente de aire. El vecino de abajo había empezado a tocar el piano. El agua hervía. Lo que había escrito no estaba bien. No era malo, pero tampoco bueno. Me acerqué al armario y abrí el bote de café, eché dos cucharadas en la taza y luego el agua, que subía humeante entre las paredes del recipiente.
Sonó el teléfono.
Puse la taza en el escritorio y lo dejé sonar dos veces antes de cogerlo.
—¿Hola? —dije.
—¿Qué tal? Soy yo.
—Hola.
—Sólo quería saber qué tal te va por ahí. ¿Estás a gusto?
Parecía contenta.
—No lo sé. Sólo llevo aquí unas horas, como bien sabes.
Pausa.
—¿Vas a venir pronto?
—No hace falta que me des la lata —dije—. Iré cuando llegue el momento.
Ella no contestó.
—¿Quieres que lleve algo de compra? —pregunté al cabo de un rato.
—No, no, ya he comprado todo lo que hacía falta.
—Vale. Hasta luego.
—De acuerdo, adiós. O espera. Cacao.
—Cacao —repetí—. ¿Algo más?
—No. Sólo eso.
—De acuerdo. Hasta luego.
—Hasta luego.
Después de colgar me quedé un buen rato sentado en el sillón, sumido en algo que no eran pensamientos, tampoco sentimientos, sino más bien una especie de ambiente, de la manera en que una habitación vacía puede tener ambiente. Cuando sin darme cuenta me llevé la taza a los labios y di un sorbo, el café ya estaba tibio. Di un golpecito al ratón para ver la hora en la pantalla. Las tres menos seis minutos. Luego leí de nuevo el texto, lo corté y lo pegué en la página del borrador. Llevaba cinco años trabajando en una novela y el resultado no podía ser insustancial. Ese texto transmitía demasiado poco. Al mismo tiempo, sabía que la solución estaba en el texto, tenía algo que quería ahuyentar. Me parecía que todo lo que quería estaba allí, pero en una forma demasiado comprimida. Especialmente importante era la pequeña idea que el texto había puesto en marcha, es decir, que la acción tuviera lugar en la década de 1880, mientras todos los personajes y accesorios eran de 1980. Llevaba varios años intentando escribir sobre mi padre, aunque sin lograrlo, seguramente porque ese tema se encontraba demasiado cerca de mi vida, y por eso no se dejaba introducir de una forma distinta, lo que es en sí la condición de literatura. Es su única ley; todo tiene que someterse a la forma. Si alguno de los demás elementos de la literatura, como el estilo, la intriga, la temática, son más fuertes que la forma, o someten a la forma, el resultado será flojo. Por esa razón los escritores con un estilo fuerte escriben a menudo libros flojos. También por esa razón los escritores con una temática fuerte escriben tan a menudo libros flojos. La fuerza de la temática y del estilo ha de ser abatida antes de que pueda surgir la literatura. Es esta desintegración lo que llamamos «escribir». Escribir trata más de destruir que de crear. Nadie lo sabía mejor que Rimbaud. Lo que le hace tan extraordinario no es que llegara a esta comprensión siendo preocupantemente joven, sino que permitiera que fuera válida para la vida misma. Para Rimbaud todo se trataba de libertad, tanto en la escritura como en la vida, y porque la libertad era superior, podía dejar atrás la escritura, o incluso tuvo que dejar atrás la escritura, porque ésta también se convirtió en una atadura que había que destruir. Libertad es igual a destrucción más movimiento. Otro escritor que sabía eso era Sandemose. Lo trágico en su caso fue que sólo logró realizar la última parte en la literatura, no en la vida. Destruyó y se quedó en lo destruido. Rimbaud se marchó a África.
Una de esas repentinas ideas del subconsciente me hizo levantar de repente la vista, y me encontré con la mirada de una mujer que iba sentada en un autobús parado frente a mi ventana. Ya estaba oscureciendo, y la única fuente de luz en la habitación era la lámpara que había sobre el escritorio, que atraería la atención desde fuera como una polilla. Cuando se dio cuenta de que la estaba observando, desvió la mirada. Me levanté, me acerqué a la ventana y bajé las persianas mientras el autobús se ponía en movimiento. De todos modos ya era hora de irse a casa. Había dicho que iría «pronto» y de eso hacía ya una hora.
Ella estaba tan contenta cuando llamó…
Un golpe de mala conciencia me recorrió por dentro. ¿Cómo se me había ocurrido responder con irritación a esa intranquilidad y anhelo que la llenaban?
Permanecí inmóvil en medio de la habitación, como si el dolor que irradiaba mi cuerpo fuera a desaparecer por su cuenta. Pero no desapareció, nunca. Había que desintegrarlo con acción. Tenía que remediarlo. Ese mero pensamiento me sirvió de alivio, no sólo por su promesa de reconciliación, sino también por lo que exigiría de seguimiento práctico. ¿Cómo iba yo a repararlo? Apagué el ordenador y lo metí en la bolsa, enjuagué la taza y la dejé en la pila, saqué la clavija suelta de la pared, apagué la lámpara y me puse el chaquetón a la luz casi lunar que entraba desde la calle a través de las rendijas de la persiana, todo el tiempo con la imagen en mi ojo interior de ella en ese piso tan grande.
El frío me mordió la cara cuando salí a la calle. Me puse la capucha del chaquetón encima del gorro, agaché la cabeza con el fin de protegerme contra las minúsculas partículas de nieve que volaban por el aire, y eché a andar. En días apacibles solía coger la calle Tegnér hasta la calle Dronning, siguiendo hasta la parte de Hötorg, para luego subir la empinada cuesta hasta la iglesia de Johannes y bajar hasta la calle Regering, donde se encontraba nuestra casa. El trayecto estaba lleno de tiendas, centros comerciales, cafés, restaurantes y cines, y siempre estaba atestado de gente. Las calles de esa zona estaban desbordadas de personas de toda índole. En los resplandecientes escaparates se exhibían los productos más variopintos, dentro las escaleras mecánicas se movían como ruedas en enormes y misteriosas maquinarias, los ascensores subían y bajaban, personas hermosas como fantasmas se movían en pantallas de televisión, delante de los cientos de cajas se formaban colas que disminuían y volvían a formarse, disminuían y volvían a formarse, en dibujos tan inabarcables como los que formaban las nubes en el cielo sobre los tejados de la ciudad. En días buenos todo aquello me encantaba, entonces la corriente de personas, con sus caras más o menos hermosas, cuyos ojos expresaban un determinado estado de ánimo, me recorría por dentro cuando las veía. En días peores, en cambio, el mismo escenario tenía el efecto contrario, y cuando podía elegir, elegía otro camino más recóndito. Por regla general, a lo largo de la calle Rådman, luego por la de Holländer hasta la de Tegnér, por donde cruzaba la de Svea y seguía por la de Döbeln hasta la iglesia de Johannes. Esa ruta estaba dominada por inmuebles de viviendas; la mayoría de las personas con las que te encontrabas eran de las que se apresuran solas por las calles, y las pocas tiendas y restaurantes que había eran de los pocos frecuentados. Autoescuelas con las ventanas empañadas por los gases de los tubos de escape, tiendas de viejo con cómics y discos de vinilo en cajas fuera en la calle, tintorerías, una peluquería, un restaurante chino, un par de pubs bastante cutres.
Era uno de esos días. Con la cabeza baja para evitar los copos de nieve arrastrados por el viento caminé por las calles, que entre las paredes de los inmuebles y los tejados cubiertos de nieve parecían pequeños valles, de vez en cuando echaba un vistazo a las ventanas frente a las que pasaba: la recepción vacía de un pequeño hotel, los peces amarillos que nadaban en el fondo verde de un acuario; los carteles de publicidad de una empresa que se dedicaba a la producción de placas, folletos, pegatinas y figurines de cartón; los tres peluqueros negros cortando el pelo a sus tres clientes negros en la peluquería africana; uno de los clientes que giró ligeramente la cabeza para mirar a dos jóvenes que se reían sentados en la escalera, el peluquero que, no sin impaciencia, volvió a enderezar la cabeza del cliente.
Al otro lado de la calle estaba el parque Observatorielunden. Desde la colina daba la impresión de que los árboles crecían hacia fuera, y a la débil luz de la fila de casas que se extendía junto a ellos, parecían mantener la oscuridad gracias a sus copas. Tan tupidos eran que la luz del propio observatorio arriba en la colina, fundado en el siglo XVIII, en la verdadera época de grandeza de la ciudad, no se veía. También había allí arriba un café, la primera vez que estuve en él se me ocurrió pensar en lo mucho más cercano que me resultaba allí el siglo XVIII que ese mismo siglo en Noruega, quizá sobre todo en el campo, donde el edificio de una granja, digamos, de 1720, parecía antiquísimo, mientras que todos esos magníficos edificios de Estocolmo de la misma época parecían casi contemporáneos. Me acordé entonces de que la hermana de mi abuela materna, Borghild, que vivía en una pequeña casa independiente en la granja de la que procedía la familia, una vez que estábamos sentados en la terraza contó que allí hubo casas del siglo XVI hasta los años sesenta, cuando se derribaron para dar lugar a edificaciones más modernas. Pensé en lo sensacional que resultaba la información de mi tía comparada con lo cotidiano que era toparse allí, en Estocolmo, con un edificio de esa misma época. Tal vez tratara de la cercanía a la familia y con ello a mí mismo. De que el pasado de Jølster, el pueblo de mi madre, me concernía, y de una manera muy diferente al pasado de Estocolmo. Seguramente era así, pensé, y cerré los ojos unos instantes para alejar la sensación de ser un idiota engendrado por ese encadenamiento de ideas, tan obviamente basado en una ilusión. Yo no tenía historia, y por eso me fabriqué una, más o menos como lo habría hecho un partido nazi en un suburbio.
Seguí calle abajo, doblé la esquina y cogí la calle Holländer. Con ese vacío de gente y sus dos filas inermes de coches cubiertos de nieve, encajada entre dos de las calles más importantes de la ciudad, Svea y Drottning, parecía el más desolado de los callejones. Me cambié la bolsa a la mano izquierda mientras con la mano derecha cogí la capucha para sacudirla y quitar la nieve que se había posado sobre ella, a la vez que me incliné un poco hacia delante para no darme con la cabeza en el andamio colocado en la acera. Muy en lo alto aleteaban unas lonas al viento. Al salir de esa pequeña construcción tipo túnel, un hombre se colocó delante de mí. El modo en que lo hizo me obligó a detenerme.
—Tienes que cambiarte de acera —dijo—. Algo está ardiendo allí dentro. Podría producirse una explosión.
Se llevó el teléfono móvil al oído, luego lo volvió a bajar.
—Hablo en serio —dijo—. Cruza al otro lado.
—¿Dónde está el fuego? —pregunté.
—Allí —contestó, señalando una ventana a unos diez metros de distancia. La parte de arriba de la ventana estaba abierta y salía humo de ella. Crucé la calle en diagonal para ver mejor, a la vez que, al menos en parte, obedecía su insistente petición de distanciamiento. Dos proyectores iluminaban por dentro la habitación, que estaba llena de utensilios varios de equipamiento eléctrico y cables. Botes de pintura, cajas de herramientas, taladros, rollos con material de aislamiento, dos escaleras de acero. En medio de todo eso se deslizaba el humo, lentamente y como tanteando.
—¿Has llamado a los bomberos? —pregunté.
Asintió con la cabeza.
—Vienen de camino.
Volvió a llevarse el teléfono móvil al oído, sólo para bajarlo al instante.
Vi cómo el humo formaba dibujos allí dentro, llenando poco a poco la habitación, mientras el hombre daba frenéticas vueltas al otro lado de la calle.
—No veo ninguna llama —dije—. ¿Tú ves algo?
—Es un incendio sin llamas —explicó.
Seguí allí unos minutos, pero como tenía frío y no parecía que fuera a pasar nada más, continué hacia casa. Delante del cruce con semáforos del camino de Svea oí las sirenas de los primeros coches de bomberos, que al instante aparecieron en lo alto de la cuesta. La gente de alrededor se volvió. La promesa de velocidad de las sirenas contrastaba con la manera tan lenta en la que bajaban la cuesta los grandes vehículos. En ese mismo momento el semáforo se puso verde, crucé y entré en el supermercado del otro lado.
Esa noche no pude dormir. Normalmente me dormía en un par de minutos, por muy terrible que hubiera sido el día, o por muy inquietante que se presentara el día siguiente, y, excepto en mis épocas de sonambulismo, dormía siempre profundamente durante toda la noche. Pero esa noche, ya en el momento de poner la cabeza en la almohada y cerrar los ojos, supe que no me dormiría. Completamente despierto, estuve escuchando los sonidos de la ciudad, que subían y bajaban según la clase de movimientos de las personas que pasaban por la calle, y de los que vivían en los pisos de encima y de debajo de nosotros, que poco a poco se fueron apagando y que al final sólo consistían en el rumor de las instalaciones de ventilación. Mis pensamientos vagaban por aquí y por allá. Linda dormía a mi lado. Yo sabía que el niño que llevaba dentro también marcaba sus sueños, que a menudo trataban de agua; olas enormes que azotaban lejanas playas por las que ella caminaba; inundaciones del piso, donde el agua llegaba a llenarlo por completo, bajaba chorreando por las paredes o subía de las pilas y los inodoros; lagos que se encontraban en nuevos lugares de la ciudad, como por ejemplo fuera de la estación de ferrocarril, donde el niño que llevaba dentro podía estar en una taquilla de la consigna a la que ella no llegaba, o simplemente desaparecía de su vista delante de ella, que estaba con las manos llenas de equipaje. También soñaba que el niño al que estaba dando a luz tenía rostro de adulto, o que el niño resultaba no existir, o que durante el parto sólo salía de ella agua.
¿Cómo eran mis sueños?
No había soñado con el niño ni una sola vez. A veces eso me hacía tener mala conciencia, ya que si se consideraban más auténticas las corrientes de las partes de la conciencia faltas de voluntad, que las que estaban dirigidas por la voluntad, lo que era mi caso, era obvio que lo de esperar un niño no era especialmente importante para mí. Pero, por otra parte, no había nada que fuera muy importante para mí. No había soñado con casi nada de lo que atañía a mi vida después de cumplir veinte años. Era como si en el sueño no hubiese crecido, sino que siguiera siendo un niño, rodeado por las mismas personas y los mismos lugares que en la infancia. Y aunque los sucesos en los sueños fueran nuevos cada noche, el sentimiento del que me llenaban era siempre el mismo. Siempre la sensación de humillación. A veces podían pasar varias horas después de despertarme, antes de que ese sentimiento saliera de mi cuerpo. A la vez ocurría que despierto apenas recordaba nada de mi infancia, y que lo poco que recordaba ya no despertaba nada en mí, lo que creaba una especie de simetría entre pasado y presente, en un extraño sistema en el que la noche y el sueño estaban relacionados con la memoria, y el día y la conciencia con el olvido.
Unos años antes todo era diferente. Hasta que me mudé a Estocolmo tenía la sensación de que en mi vida había una continuidad, como si se extendiese ininterrumpidamente desde la infancia hasta el presente, enlazada siempre por nuevas relaciones, en una compleja e ingeniosa configuración en la que cada fenómeno que veía era capaz de evocar un recuerdo que despertaba en mí intensos sentimientos, algunos con un origen conocido, otros no. Gente con la que me encontraba que venía de ciudades en las que yo había estado, viejos conocidos, todo formaba una red densamente tejida. Pero cuando me mudé a Estocolmo, ese exceso de recuerdos se hizo cada vez más raro, y un día cesó por completo. Es decir, todavía podía recordar, lo que ocurría era que los recuerdos ya no despertaban nada en mí. Ninguna añoranza, ningún deseo de volver, nada. Sólo el propio recuerdo, y una especie de aversión casi imperceptible ante todo lo que tenía que ver con él.
Ese pensamiento me hizo abrir los ojos. Yacía inmóvil contemplando la lámpara de papel de arroz que colgaba sobre la cama del techo oscuro como una especie de luna en miniatura. No había nada que lamentar. La nostalgia no sólo es desvergonzada, también es traicionera. ¿Qué provecho puede sacar un joven de veinte años de la añoranza de su propia infancia? ¿De su propia adolescencia? Parece una enfermedad.
Me di la vuelta y miré a Linda. Dormía de lado, con la cara hacia mí. Tenía la tripa tan abultada que resultaba difícil relacionarla con el resto de su cuerpo, aunque éste también se le había hinchado. Justo el día anterior se había colocado frente al espejo riéndose de lo gordos que se le habían puesto los muslos.
El niño yacía con la cabeza hacia la pelvis, y estaría en esa postura hasta el momento del parto. El que no se moviera durante ciertos períodos era algo completamente normal, según nos habían dicho en la clínica de maternidad. El corazón latía, y pronto, cuando encontrara que había llegado la hora, pondría en marcha el parto, en colaboración con ese cuerpo del que formaba parte.
Me levanté sin hacer ruido y fui a la cocina a beber un vaso de agua. Delante de la entrada de Nalen había varios grupos de gente mayor charlando. Una vez al mes les organizaban un baile, y entonces llegaban a montones, hombres y mujeres de entre sesenta y ochenta años, ataviados con sus mejores galas, y cuando los veía allí, tan animados y alegres, me dolía a veces hasta muy dentro del alma. Sobre todo uno de ellos me había causado una profunda impresión. Vestido con un traje amarillo, zapatillas blancas y sombrero de paja en la cabeza, apareció la primera vez algo tambaleante en el cruce de la calle David Bagare una noche de septiembre, pero no era tanto su ropa lo que le distinguía de los demás hombres, sino lo que su persona irradiaba; a los otros los concebía como parte de un colectivo, hombres mayores que habían salido a divertirse con sus mujeres, tan parecidos entre ellos que desaparecían de mi mente en el momento de mover la mirada, sin embargo él estaba solo incluso cuando se encontraba en el exterior del edificio hablando con los demás. Pero lo más llamativo del hombre era esa voluntad que irradiaba, única en ese grupo de gente. Cuando llegaba y se unía a los que se habían congregado en el vestíbulo, me daba la sensación de que estaba buscando algo, y de que no lo encontraría allí, y probablemente tampoco en ningún otro sitio. El tiempo lo había dejado atrás, y con ello también el mundo.
Un taxi se detuvo junto a la acera. La gente del grupo que estaba más cerca cerró los paraguas y los sacudió antes de meterse en él. Un coche de policía llegó desde mucho más abajo de la calle. Llevaba las luces azules encendidas, pero no la sirena, y el silencio le daba un aire de mal agüero. Tras él llegó otro. Los dos redujeron la velocidad al pasar, y al oírlos parar en la manzana, dejé el vaso de agua en la encimera y me acerqué a la ventana del dormitorio. Los coches de policía estaban aparcados uno tras otro, muy cerca de US VIDEO. El primero era un coche de policía normal y corriente, el otro parecía una furgoneta. Justo en el instante en que me puse a mirarlos se abrieron las puertas de atrás. Seis policías se acercaron corriendo a la puerta y desaparecieron dentro del edificio, mientras dos se quedaban esperando delante del coche patrulla. Un hombre de unos cincuenta años pasó por allí sin echar ni un vistazo a los dos coches de policía. Intuí que en realidad tenía intención de entrar, pero cambió de idea al ver a los policías fuera. Durante las veinticuatro horas del día entraba y salía por la puerta de US VIDEO una riada de hombres, y después de vivir allí casi un año era capaz de saber en nueve de cada diez casos quién tenía intención de entrar y quién pasaría de largo. Casi todos tenían el mismo lenguaje corporal. Iban andando normalmente por la acera, y al abrir la puerta lo hacían con un movimiento que pretendían fuera una prolongación natural del anterior. Ponían tanto cuidado en no mirar a ninguna parte, que precisamente eso era lo que llamaba la atención en ellos. El esfuerzo por parecer normales se les notaba a la legua. No sólo cuando se colaban dentro, sino también cuando volvían a salir. Se abría la puerta y era como si se deslizaran hasta la acera sin parar y recuperaran esa marcha que pretendían siguiera ininterrumpida desde varias manzanas atrás. Los había de todas las edades, desde los dieciséis años hasta los setenta y pico, y procedían de todas las capas sociales. Algunos parecían ir allí a propósito, otros camino de casa desde el trabajo, una mañana temprano o tras una noche de juerga. Yo nunca había estado allí, pero sabía muy bien la pinta que tenía: la larga escalera que bajaba, el profundo y sombrío local del sótano con el mostrador donde se pagaba, la fila de pequeñas cabinas con monitores de televisión, las muchas películas entre las que se podía elegir según las preferencias sexuales de cada cual, las sillas negras de cuero sintético, los rollos de papel higiénico en el banco de al lado.
August Strindberg afirmó una vez en su profunda y perturbada gravedad que las estrellas del cielo eran agujeros en una pared. A veces pensaba en eso cuando veía la riada infinita de almas que bajaban por esa escalera y se sentaban en la oscuridad de la cabina del sótano para masturbarse, mientras miraban las ventanillas iluminadas. El mundo estaba cerrado alrededor de ellos y una de las pocas maneras que tenían de mirarlo era a través de esas pantallas. Lo que veían no se lo mencionaban nunca a nadie, pertenecía a lo innombrable, era incompatible con todo lo que constituía una vida normal, y la mayor parte de los que frecuentaban ese lugar eran hombres normales y corrientes. Pero lo innombrable no sólo tenía vigencia en relación con el mundo de arriba, también les influía abajo, al menos a juzgar por su conducta, en que nadie se hablara, nadie se mirara, las órbitas solipsistas por las que todos ellos se movían: las escaleras, las estanterías con las películas, el mostrador, la cabina y de vuelta a las escaleras. El hecho de que también hubiera algo fundamentalmente ridículo en lo que pasaba allí, en esa fila de hombres sentados con los pantalones bajados hasta las rodillas cada uno en su cubil, gruñendo y jadeando mientras tiraban de su miembro viril viendo películas de mujeres que tenían relaciones sexuales con caballos o perros, hombres con un montón de otros hombres, era algo que no podían ignorar, pero tampoco tener en consideración, ya que una risa auténtica y el deseo auténtico son dos magnitudes incompatibles, y había sido su deseo lo que les había empujado hacia ese lugar. ¿Pero por qué allí? Todas las películas que se podían ver en ese local estaban también en la red y por consiguiente podían contemplarse en absoluta soledad, sin riesgo de ser visto por nadie. Por tanto en la propia situación innombrable tenía que haber algo que ellos buscaran. O lo indigno, bajo y sucio que había en la situación, o lo cerrado. Yo no lo sabía, para mí aquello era un campo desconocido, pero era incapaz de no pensar en ello, porque cada vez que dirigía mi mirada en aquella dirección, había alguien que bajaba a ese sótano.
No era inusual que apareciera la policía, pero solía acudir con ocasión de alguna de las manifestaciones que a intervalos regulares se organizaban delante del local. La policía dejaba el lugar en sí en paz, para el gran descontento de los manifestantes, que no podían hacer otra cosa que exhibir sus pancartas, gritar consignas, y abuchear cada vez que alguien entraba o salía del lugar, minuciosamente escrutados por la policía, que los vigilaba hombro contra hombro con escudos, cascos y porras.
—¿Qué pasa? —preguntó Linda detrás de mí.
Me volví y la miré.
—¿Estás despierta?
—A duras penas —contestó.
—Es que no puedo dormir —dije—. Y hay unos coches de policía fuera. Tú sigue durmiendo.
Ella volvió a cerrar los ojos. Abajo en la calle se abrió la puerta. Aparecieron dos policías. Detrás de ellos otros dos. Llevaban tan apretado a un hombre que sus pies no tocaban el suelo. Todo parecía muy brutal, pero a lo mejor era necesario, porque el hombre tenía los pantalones bajados. Cuando salieron a la calle lo soltaron y el hombre cayó de rodillas. Otros dos agentes aparecieron en la puerta. El hombre se levantó y se subió los pantalones. Uno de los agentes lo esposó con las manos a la espalda, otro lo condujo al coche. Cuando los demás agentes estaban a punto de meterse en los coches, salieron a la calle dos de los hombres que trabajaban en el local. Con las manos en los bolsillos vieron cómo arrancaban los vehículos, se alejaban por la calle y desaparecían, mientras el pelo se les ponía cada vez más blanco por la nieve que caía.
Fui al salón. La luz de las farolas que colgaban de cables sobre la calle justo debajo de las ventanas, iluminaba débilmente las paredes y el suelo. Me puse a ver un rato la televisión, pensando todo el tiempo en que tal vez Linda se pondría nerviosa si se despertaba y se levantaba. Cualquier cosa fuera de lo corriente o que diera sensación de inestabilidad le recordaba los períodos maníacos de su padre cuando era niña. Apagué el televisor, cogí un libro de arte de la librería que había encima del sofá, y me puse a hojearlo. Era un libro sobre Constable que acababa de comprar. La mayor parte de las ilustraciones eran esbozos de óleos, estudios de nubes, paisajes, mar.
Sólo con pasar por ellas la mirada, los ojos se me llenaron de lágrimas. Tan grande era el anhelo con el que me llenaron algunos de los cuadros. Otros me dejaron indiferente. Mi único parámetro respecto al arte pictórico eran las sensaciones que despertaba en mí. La sensación de algo inagotable. La sensación de belleza. La sensación de presencia. Todo recogido en momentos tan agudos que algunas veces resultaba difícil estar en ellos. Y completamente inexplicables. Porque al escrutar ese óleo de una formación de nubes del 6 de septiembre de 1822, no había nada en él que pudiera explicar la fuerza de mis sentimientos. Arriba, en el borde, un trozo de cielo azul. Debajo, un trozo de neblina blanquecina. Luego las nubes que se imponían. Blancas por donde les alcanzaba la luz del sol, de un verde claro por las partes más ligeras de sombra, de un verde profundo y casi negras por donde más pesaban y el sol quedaba más alejado. Azul, blanco, turquesa, verde, verde oscuro. Eso era todo. En el comentario al cuadro ponía que Constable lo había pintado en Hampstead «at noon», y que un tal Wilcox había dudado de la corrección de la fecha, ya que existía otro esbozo del mismo día, de entre las 12.00 y las 13.00, que muestra un cielo muy diferente, más lluvioso, un argumento invalidado por los informes meteorológicos de la región de Londres de ese día, ya que el cielo era posible en ambos cuadros.
Hacía muchos años había estudiado historia del arte y estaba acostumbrado a describir y analizar el arte. Pero sobre lo que nunca escribía y es lo único importante, era sobre cómo lo vivía. No sólo porque era incapaz, sino también porque los sentimientos a los que me elevaban los cuadros iban en contra de todo lo que había aprendido que trataba el arte y para qué era. De manera que me lo guardaba para mí. Visitaba en soledad la Galería Nacional de Estocolmo, la de Oslo o la National Gallery de Londres. Había en ello una suerte de libertad. No tenía que apoyar con razones mis sentimientos, no tenía que dar explicaciones a nadie, nada que argumentar en relación con otra cosa. Libertad, pero no paz, porque aunque se suponía que los cuadros eran idílicos, como por ejemplo los paisajes arcaicos de Claude, yo siempre me sentía intranquilo al dejarlos, porque lo que tenían, el núcleo de su ser, era lo inagotable, y lo que ese sentimiento me aportaba era una especie de avidez. No puedo explicarlo mejor. Una avidez de estar yo mismo en lo inagotable. También esa noche. Estuve durante casi una hora hojeando el libro sobre Constable. Y todo el tiempo volvía al cuadro de las nubes verdosas, que cada vez despertaba lo mismo dentro de mí. Era como si dos maneras diferentes de contemplar subiesen y bajasen en mi conciencia, una con sus pensamientos y razonamientos, la otra con sus sentimientos y sensaciones, las cuales, aunque yacían lado a lado, estaban excluidas de los conocimientos de la otra. Era una imagen fantástica, me llenaba de todas esas sensaciones que suelen llenarme los cuadros fantásticos, pero al intentar explicar por qué, en qué consistía lo fantástico, fallaba. El cuadro me hacía temblar por dentro, ¿pero por qué? El cuadro me llenaba de anhelo, ¿pero por qué? Nubes había de sobra. Colores había de sobra. Determinados momentos históricos había de sobra. También de la combinación de los tres había de sobra. El arte de nuestra época, es decir, el arte que en un principio tendría que ser el arte que regía para mí, no consideraba valiosos los sentimientos generados por una obra de arte. Los sentimientos eran inferiores, o tal vez incluso un subproducto indeseado, una especie de residuo, o, en el mejor de los casos, un material manipulable. Tampoco tenía ningún valor la imagen que reproducía la realidad de un modo naturalista, sino que era considerado algo ingenuo y una fase superada ya hacía tiempo. Ya no tenía ningún sentido. Pero en el instante en que volvía a mirar el cuadro, todos los razonamientos desaparecían en la ola de fuerza y belleza que se levantaba dentro de mí. Sí, sí, sí, sonaba la voz. Allí es donde está, allí es donde tengo que ir. ¿Pero qué era eso que yo afirmaba? ¿Adónde tenía que ir?
Eran las cuatro. Es decir, seguía siendo de noche. No podía ir al despacho por la noche. Pero a las cuatro y media ya era de día, ¿no?
Me levanté y fui a la cocina, metí un plato de albóndigas y espaguetis en el microondas, porque no había tomado nada desde mediodía del día anterior, fui al baño y me duché, más que nada para pasar el tiempo hasta que la comida estuviera caliente, luego me vestí, saqué un cuchillo y un tenedor, llené un vaso de agua, puse el plato en la mesa y me senté a comer.
En las calles reinaba el silencio. Entre las cuatro y las cinco era la única hora en que la ciudad dormía. En mi vida anterior, durante los doce años que viví en Bergen, me pasaba la noche levantado siempre que podía. Nunca pensé en esa tendencia, simplemente era algo que me gustaba y que tenía por costumbre. Había nacido como un ideal de bachiller, que partía de la idea de que la noche estaba de una u otra forma relacionada con la libertad. No en sí, sino en su contraste con la realidad cotidiana de nueve a cuatro, que yo y algunos más considerábamos burguesa y conformista. Queríamos ser libres, ergo estábamos levantados por la noche. El que siguiera con eso tenía menos que ver con la libertad que con una creciente necesidad de estar solo. Más tarde comprendí que esa necesidad era algo que tenía en común con mi padre. En la casa en la que vivíamos tenía para él solo un pequeño apartamento, donde pasaba casi todas las tardes. Eso era su noche.
Enjuagué el plato debajo del grifo, lo metí en el friegaplatos y fui al dormitorio. Linda abrió los ojos cuando me detuve a los pies de la cama.
—Qué sueño tan ligero tienes —dije.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro y media.
—¿Has estado levantado hasta ahora?
Asentí con la cabeza.
—Creo que me acercaré al despacho. ¿Te importa?
Se incorporó a medias.
—¿Ahora?
—No puedo dormir —dije—. Más vale emplear el tiempo en trabajar.
—Por favor… —me rogó—. Ven a la cama.
—¿No oyes lo que te estoy diciendo?
—No quiero quedarme sola —se quejó—. ¿No puedes ir al despacho mañana por la mañana?
—Ya es mañana por la mañana —dije.
—No, estamos en plena noche —protestó—. Y da la casualidad de que voy a parir en cualquier momento. Puede ocurrir dentro de una hora, ya lo sabes.
—Hasta luego —dije, y cerré la puerta detrás de mí. En la entrada me puse el chaquetón, cogí la bolsa con el ordenador y salí. Un aire frío se levantó de la acera cubierta de nieve. Por la calle se aproximaba una máquina quitanieves. El pesado arado de metal retumbaba en el asfalto. Ella tenía la manía de retenerme. ¿Por qué tanto empeño en que estuviera allí, si de todos modos dormía y no se enteraba de si yo estaba o no?
El cielo colgaba negro y pesado sobre los tejados. Pero había dejado de nevar. Eché a andar. La máquina quitanieves pasó con el motor retumbando, las cadenas tintineantes, el arado raspando. Un pequeño infierno de sonidos. Cogí la calle David Bagare, que estaba desierta y silenciosa, y luego la calle Malmslillnad, donde las letras del bar de copas KGB era lo único que captaba mi mirada. Me detuve ante la verja de la residencia de ancianos. Era verdad lo que había dicho. Podía ponerse de parto en cualquier momento. Y no le gustaba estar sola. ¿Así que por qué me iba al despacho? ¿A qué iba al despacho a las cuatro y media de la mañana? ¿A escribir? ¿A conseguir hacer lo que no había conseguido en los últimos cinco años?
Qué idiota era. Ella estaba esperando nuestro hijo, mi hijo, no debería dejarla sola.
Volví a casa. Cuando dejé la bolsa en la entrada y me estaba quitando el chaquetón, oí su voz desde el dormitorio.
—¿Eres tú, Karl Ove?
—Sí —contesté, y fui hacia ella. Me miró interrogante—. Tienes razón —dije—. No lo pensé. Siento haberme marchado así sin más.
—Más lo siento yo —dijo ella—. ¡Es verdad que debes ir a trabajar!
—Puedo ir más tarde.
—Pero no quiero retenerte. Estoy bien, te lo prometo. Vete. Te llamo si pasa algo.
—No —insistí, tumbándome a su lado.
—Pero Karl Ove… —dijo ella con una sonrisa.
Me gustó que me llamara por mi nombre, siempre me había gustado.
—Ahora tú opinas lo que opinaba yo, y yo lo que opinabas tú. Pero sé que en el fondo opinas lo contrario.
—Eso me resulta demasiado complicado —dije—. ¿Por qué no nos dedicamos a dormir sin más? Y luego desayunamos juntos antes de marcharme.
—Con mucho gusto —dijo, acurrucándose junto a mí. Estaba caliente como una estufa. Le acaricié el pelo y la besé ligeramente en la boca. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
—¿Qué has dicho? —pregunté.
No contestó, pero me cogió la mano y se la puso sobre la tripa.
—¡Ahí! —exclamó—. ¿Lo has notado?
De repente la piel se le hinchó debajo de la palma de mi mano.
—Ay —dije, levantando la mano para ver. Eso que se apretaba contra la tripa haciéndola hincharse, fuera una rodilla, un pie, un codo o una mano, se había movido. Era como ver algo moverse justo debajo de la superficie de un tranquilo lago. Luego volvió a desaparecer.
—La pequeña está impaciente —dijo Linda—. Puedo notarlo.
—¿Ha sido el pie?
—Mm.
—Ha sido como si intentara salir por ahí —dije.
Linda sonrió.
—¿Ha dolido?
Negó con la cabeza.
—Lo noto, pero no duele. Sólo resulta extraño.
—Me imagino.
Me tumbé muy cerca de ella y volví a ponerle la mano sobre la tripa. En la entrada sonó la rendija del correo de la puerta. Un camión pasó por la calle, tenía que ser grande, porque las ventanas temblaron. Cerré los ojos. Cuando enseguida todos los pensamientos e imágenes de mi conciencia empezaron a moverse en direcciones que yo no dominaba, y tenía la sensación de contemplarlos como una especie de perezoso perro guardián de los pensamientos, comprendí que el sueño me esperaba ya muy cerca. Sólo me faltaba meterme en su oscuridad.
Me despertaron los ruidos de Linda en la cocina. El reloj que había sobre la repisa de la chimenea marcaba las once menos cinco. Mierda. Otro día de trabajo desperdiciado.
Me vestí y fui a la cocina. Salía vapor de la pequeña cafetera colocada sobre la placa. Fiambres, queso y zumo de naranja en la mesa. Dos tostadas en un plato. En ese instante saltaron otras dos de la tostadora.
—¿Has dormido bien? —preguntó Linda.
—Sí, sí —contesté, sentándome. La mantequilla que extendí sobre la tostada se derritió al instante, llenando los pequeños poros de la superficie. Linda apartó la cafetera de la placa. Con la tripa tan abultada, parecía que estaba siempre inclinada hacia atrás, y cuando hacía algo con las manos era como si ocurriese al otro lado de una pared invisible.
El cielo estaba gris. Pero la nieve debía de permanecer sobre los tejados, porque la cocina estaba más luminosa que de costumbre.
Sirvió café en las dos tazas que había sacado y me puso una delante. Tenía la cara hinchada.
—¿Estás peor? —le pregunté.
Asintió con la cabeza.
—Tengo la nariz completamente taponada. Y tengo algo de fiebre.
Se sentó con dificultad y añadió leche al café.
—Típico —dijo—. Que vaya a ponerme mala justo ahora. Cuando más necesito tener fuerzas.
—Puede que el parto se haga esperar un poco —comenté—. Que el cuerpo no se ponga en marcha hasta que mejore.
Clavó la mirada en mí. Yo tragué el último trozo de pan y me serví zumo de naranja en el vaso. Una cosa sí había aprendido en los últimos meses, y era que todo lo que se solía decir sobre los imprevisibles cambios de humor de las embarazadas se correspondía con la verdad.
—¿No te das cuenta de que es una catástrofe? —preguntó.
La miré a los ojos. Bebí un trago de zumo.
—Sí, sí, claro —dije—. Pero se arreglará. Todo se arreglará.
—Claro que se arreglará —aseguró ella—. Pero no se trata de eso. Se trata de que no quiero estar enferma y débil cuando estoy a punto de parir.
—Entiendo —dije—. Pero no vas a estar enferma. Aún faltan unos días.
Seguimos desayunando en silencio.
Entonces me miró de nuevo. Tenía unos ojos fantásticos. Eran de color gris verdoso, y a veces, por regla general cuando estaba cansada, bizqueaban un poco. En la foto de la colección de poemas que había publicado era bizca, y la vulnerabilidad de esa expresión, contrarrestada, pero no anulada, por el aplomo que también se veía en ella, me hipnotizó por completo en su día.
—Perdóname —me rogó—. Es que estoy nerviosa.
—No tienes por qué —dije—. Estás muy, pero que muy bien preparada.
Lo estaba de verdad. Se había dedicado por completo a lo que iba a pasar; había leído montones de libros, se había comprado una especie de casete de meditación que escuchaba todas las noches, en la que una voz repetía hipnóticamente que el dolor no importaba, que el dolor era bueno, que el dolor no importaba, que el dolor era bueno, y los dos habíamos asistido a un curso y visitado la sección del hospital donde tendría lugar el parto. Se había preparado ante cada visita con la comadrona, anotando las preguntas de antemano, y todas las curvas y medidas que traía de esas visitas las anotaba con la misma escrupulosidad en un cuaderno. También había enviado una hoja con sus preferencias a la sección de maternidad, como le habían pedido, en la que ponía que estaba nerviosa y necesitaba mucho ánimo, pero que a la vez era muy fuerte y daría a luz sin anestesia.
Eso me rompía el corazón. Yo había estado en la sección de maternidad, y aunque habían intentado crear un ambiente hogareño, con sofás, alfombras, cuadros en las paredes y un aparato de CD en la habitación donde tendría lugar el parto, además de una salita de televisión y una cocina en la que podías hacer tu propia comida, y donde la mujer después del parto tenía su propio dormitorio con baño, había que tener en cuenta que otra mujer había parido justo antes en esa misma habitación, y aunque se hubiera fregado a toda prisa, y cambiado la ropa de cama y las toallas, eso había sucedido tantísimas veces que seguía en el aire un lejano olor metálico a sangre y vísceras. En ese acogedor dormitorio del que dispondríamos durante veinticuatro horas después del parto, otra pareja con un recién nacido acabaría de yacer en la misma cama, de manera que lo que para nosotros resultaría nuevo y completamente trastocado, constituía para los que trabajaban allí una eterna repetición. Las comadronas eran siempre responsables de varios partos paralelos, entraban y salían constantemente de las habitaciones donde distintas mujeres chillaban y gritaban, gemían y mugían, según la fase del parto en la que se encontraran, y eso ocurría sin cesar día y noche, año tras año, de modo que lo que con toda seguridad no podrían hacer era actuar con esa profunda ternura que Linda demandaba en su carta.
Ella miró por la ventana, y yo seguí su mirada. Sobre el tejado del edificio de enfrente, tal vez a diez metros de distancia de nosotros, había un hombre con una cuerda atada a la cintura quitando la nieve.
—En este país están locos —dije.
—¿No lo hacen así en Noruega?
—¡Qué va! ¿Estás loca?
El año antes de que yo llegara a Suecia, un chuzo de hielo que cayó de un tejado mató a un chico. Desde entonces se limpiaban todos los tejados de nieve casi en el mismo instante en el que caía, con una terrible consecuencia: cuando llegaban los períodos de temperaturas suaves, casi todas las aceras estaban precintadas con cintas rojas y blancas durante una semana. Caos por todas partes.
—Pero en medio de todo ese miedo, por lo menos se mantiene el nivel de empleo —dije, tragando la rebanada de pan. Me levanté y de pie bebí las últimas gotas de café—. Me voy ya.
—Vale —dijo Linda—. ¿Te importa alquilar unas películas a la vuelta?
Dejé la taza en la mesa y me limpié la boca con el dorso de la mano.
—Claro. ¿Algo en particular?
—No. Elígelas tú.
Me cepillé los dientes en el baño. Al salir al recibidor para ponerme el chaquetón, Linda me siguió.
—¿Y tú qué vas a hacer hoy? —le pregunté, cogiendo el chaquetón del armario con una mano, mientras me enrollaba la bufanda al cuello con la otra.
—No lo sé —contestó—. A lo mejor me doy un paseo por el parque o igual me doy un baño.
—¿Todo bien?
—Sí, todo bien.
Me agaché para atarme los zapatos mientras ella, con un brazo a la espalda, sobresalía inmensa por encima de mí.
—Muy bien —dije, poniéndome el gorro. Luego cogí la bolsa con el ordenador—. Entonces me voy.
—De acuerdo —dijo ella.
—Llámame si pasa algo.
—Lo haré.
Nos besamos y cerré la puerta detrás de mí. El ascensor estaba subiendo, y por un instante vi a la vecina del piso de arriba en el momento en que pasaba por delante, con la cara inclinada hacia el espejo. Era abogada, solía llevar pantalones negros o faldas negras que le llegaban hasta la rodilla, saludaba brevemente, siempre con la boca apretada, irradiando animosidad, al menos hacia mí. Durante algunos períodos vivía con ella su hermano, un hombre delgado, de ojos oscuros, inquieto y de aspecto duro, pero guapo, una de las amigas de Linda se había enamorado de él y los dos tenían una especie de relación que al parecer consistía en que él la despreciaba tanto como ella lo adoraba. Vivir en el mismo edificio que la amiga de ella parecía molestar al hombre, las veces que nos deteníamos para intercambiar algunas palabras tenía una expresión como de acoso en la mirada, pero aunque yo suponía que tenía algo que ver con que yo supiera más sobre él que él sobre mí, también podría tener otras causas, que fuera un típico maltratador, por ejemplo. Yo no sabía nada de eso, no tenía ningún conocimiento de ese mundo ni de otros parecidos, en ese sentido era en verdad tan ingenuo como sostenía Geir, mi único verdadero amigo en Estocolmo, cuando me comparaba con el personaje engañado en Los fulleros de Caravaggio.
Cuando llegué al portal, decidí fumarme un cigarrillo antes de continuar, recorrí el pasillo que pasaba por delante de la lavandería colectiva y salí al patio trasero, donde dejé la bolsa en el suelo, me apoyé en la pared y miré al cielo. Justo por encima de mí salía un tubo de ventilación que llenaba el aire junto a la pared de olor a ropa caliente y recién lavada. Desde dentro de la lavandería apenas se oía el chillido de la centrifugadora, tan extrañamente agitada en comparación con las lentas nubes grises que flotaban arriba en el espacio. En algunos sitios se veía el cielo azul detrás de ellas, como si el día fuera una plancha por la que se deslizaban.
Me acerqué a la valla que separaba la parte interior del patio trasero del jardín de infancia, ahora vacío, ya que a esa hora los niños estaban dentro comiendo, me acodé sobre ella y me quedé fumando mientras miraba las dos torres que se erguían en la calle Kung. Estaban construidas en una especie de estilo neobarroco, y la década de los veinte que reflejaban me llenó como tantas otras veces de añoranza. Por la noche las torres estaban iluminadas por proyectores, y mientras la luz diurna distinguía los diferentes detalles, de modo que se podía apreciar claramente lo diferente que era el material de las paredes del muro del de las ventanas, estatuas doradas y planchas de cobre oxidado, la luz artificial unificaba esos detalles. Podía ser que fuera la luz en sí la que lo causaba, podría deberse a esa relación con el entorno que la luz creaba; en todo caso era como si las estatuas «hablaran» por las noches. No es que cobraran vida, seguían tan muertas como antes, era más bien como si la expresión de lo muerto se alterara, y en cierto modo se intensificara. Por el día sólo era nada, por la noche esa nada adquiría una expresión.
O se debía a que el día estaba lleno de tantas otras cosas que dificultaban la concentración. Los coches de las calles, la gente en las aceras, escaleras y ventanas, los helicópteros que pasaban por el cielo como libélulas, los niños que en cualquier momento podían salir corriendo a gatear en el barro o en la nieve, a montar en sus triciclos, bajar por el gran tobogán en medio del patio, trepar por el puente del «barco» al lado, jugar en el arenero, jugar en la «casita», lanzar balones o simplemente corretear por el recinto, gritando y chillando, de tal manera que el patio estaba lleno de una cacofonía parecida a la de las montañas de aves desde la mañana hasta las primeras horas de la tarde, sólo interrumpida, como en ese momento, por la tranquilidad de las comidas. Resultaba casi imposible estar allí, no por el ruido, del que normalmente no me percataba, sino porque los niños solían congregarse a mi alrededor. Las veces que había salido a ese patio habían empezado a trepar la media valla que dividía el patio trasero en dos, y allí se quedaban cuatro o cinco colgados, preguntándome esto y aquello, cuando no se divertían de lo lindo cruzando la línea prohibida y pasaban corriendo delante de mí, tronchándose de risa. El niño más travieso de todos era el último al que recogían. Los días que iba a casa por ese camino me lo encontraba muchas veces sentado solo junto al arenero, o en compañía de otro desafortunado, cuando no estaba junto a la valla sin hacer nada. Entonces solía saludarlo. Si no había nadie cerca, llevándome dos dedos a la frente, a veces incluso levantaba «el sombrero». No tanto por él, porque me miraba siempre igual de serio, como por mí.
A veces pensaba que todos esos sentimientos blandos podrían quitarse raspando como se raspa el cartílago alrededor de los tendones de la rodilla dañada de un atleta, qué liberación sería. Fuera todo sentimentalismo, toda compasión, toda empatía…
Un grito subió por el aire.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAH.
Me sobresalté. Aunque ese grito sonaba a menudo, no acababa de acostumbrarme. Los pisos del edificio del que ese grito provenía, al lado opuesto de la guardería, pertenecían a una residencia de ancianos. Me imaginaba a alguien acostado inmóvil en su cama, sin ningún contacto con el mundo de alrededor, porque los gritos sonaban igual por la noche que por la mañana o al mediodía. Aparte de eso, y de un hombre que se sentaba a fumar en el balcón y tenía ataques de tos como estertores de muerte que duraban varios minutos, la residencia estaba cerrada sobre sí misma. Cuando me iba al despacho veía alguna vez a algún que otro enfermero en las ventanas al otro lado del edificio, donde tendrían una especie de sala de descanso, y de tarde en tarde también veía a algún residente en la calle, un par de veces en compañía de policías que lo habían acompañado hasta casa, y en otra ocasión vi a un par de ellos dando vueltas ofuscados. Pero por regla general no dedicaba ni un pensamiento a ese lugar.
Cómo gritaba.
Todas las cortinas estaban corridas, también las que cubrían la puerta medio abierta del balcón, y por donde salía el ruido. Miré hacia arriba durante unos instantes. A continuación me volví y eché a andar hacia la puerta. Por la ventana de la lavandería vi al vecino de abajo doblar unas sábanas blancas. Cogí la bolsa y salí al pequeño pasillo que recordaba una gruta y donde estaban los cubos de basura, abrí la verja de hierro con la llave, salí a la calle y me apresuré hacia el KGB y las escaleras que bajaban a la calle Tunnel.
Veinte minutos después cerré detrás de mí la puerta del despacho. Colgué el chaquetón y la bufanda en la percha, puse los zapatos sobre la alfombrilla, me preparé un café, conecté el ordenador y me tomé el café mientras echaba un vistazo a los titulares, hasta que la pantalla se apagó.
La América del alma. Ése era el título. Y prácticamente todo lo que había en la habitación tenía relación con él. La reproducción del conocido cuadro de Newton pintado por William Blake, de un carácter casi submarino, colgaba detrás de mí, además de dos dibujos enmarcados sobre la expedición de Churchill del siglo XVIII, adquiridos en su día en Londres, uno de una ballena muerta, el otro de un escarabajo disecado, ambos plasmados en diversos estados. El ambiente nocturno, del pintor noruego Peder Balke, en otra pared, esos colores verdes y negros. El cartel de Greenaway. El mapa de Marte que había encontrado en un viejo número de National Geographic. Las dos fotos en blanco y negro de Thomas Wågström; una de un resplandeciente vestido infantil, la otra de una laguna negra en la que se vislumbraban los ojos de una nutria justo debajo de la superficie. El pequeño delfín y el pequeño casco, ambos de metal verde, que un día había comprado en Creta y que ahora estaban en el escritorio. Y los libros: Paracelso, Basileios, Lucrecio, Thomas Browne, Olof Rudbeck, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Albertus Seba, Werner Heisenberg, Raymond Roussel, y la Biblia, claro, y obras sobre el romanticismo nacional y sobre el gabinete de rarezas, sobre Atlantis, sobre Alberto Durero y sobre Max Ernst, sobre el barroco y el gótico, sobre la física atómica y sobre las armas de exterminación, sobre bosques y ciencias de los siglos XVI y XVII. No se trataba de conocimientos, sino de la aureola que proporcionaban los conocimientos, los lugares de los que procedían, casi todos fuera del mundo en el que vivimos, y que sin embargo estaba dentro, en ese espacio ambivalente en el que reposan todos los objetos e ideas históricas.
Durante los últimos años había crecido cada vez más en mí la sensación de que el mundo era pequeño y yo abarcaba todo lo que había en él, y eso a pesar de que con la razón sabía que en realidad era justo al revés; el mundo era ilimitado, el número de sucesos infinito, el presente una puerta abierta que daba golpes en el viento de la historia. Pero yo no lo percibía así. Lo percibía como si el mundo estuviera terminado, investigado y cartografiado, que ya no se movería en direcciones no previstas, que nada nuevo o sorprendente podría suceder. Me entendía a mí mismo, entendía mi entorno más cercano, entendía la sociedad que me rodeaba, y si había algún fenómeno que pudiera parecer poco claro, sabría cómo entenderlo.
No hay que confundir la comprensión con el saber, porque yo apenas sabía nada, pero si por ejemplo iban a surgir luchas en una región fronteriza de una ex república soviética de algún lugar de Asia, de cuyas ciudades hasta entonces jamás había oído hablar, con habitantes que me resultaban extraños en todo, desde su vestimenta y lengua, hasta su vida cotidiana y su religión, y resultaba que ese conflicto tenía profundas raíces históricas, remontándose a unos sucesos ocurridos en el siglo XI, mi ignorancia y falta total de conocimientos no me impediría entender lo que estaba sucediendo, porque los pensamientos tienen categorías para manejar incluso lo más desconocido. Y así ocurría con todo lo demás. Si veía un insecto que no había visto nunca, sabía que alguien habría tenido que verlo antes y lo habría catalogado. Si veía un objeto luminoso en el cielo, sabía que era un raro fenómeno meteorológico o un tipo de avión, tal vez un globo meteorológico, y que si era importante, al día siguiente los periódicos escribirían sobre ello. Si había olvidado un suceso de mi infancia, estaba seguro de que se trataba de una represión, si me ponía realmente furioso por algo, seguro que se debía a una proyección, y si siempre intentaba agradar a las personas con las que me topaba, era debido a mi padre y a mi relación con él. No hay nadie que no entienda su propio mundo. Alguien que entiende poco, un niño pequeño, por ejemplo, simplemente se mueve en un mundo menos amplio que el que entiende mucho. Pero lo de entender mucho siempre ha estado relacionado con el entendimiento de los límites de la comprensión, el reconocimiento de que el mundo fuera de esos límites, de todo lo que uno no entiende, no sólo existe, sino que además siempre es más grande que el mundo de dentro. A veces pensaba que lo que había sucedido, al menos para mí, era que el mundo infantil, en el que todo era conocido, y donde para lo no conocido uno se apoyaba en otros, en los que sabían, en realidad jamás había dejado de existir, simplemente se había ido extendiendo en el transcurso de todos esos años. Cuando a los diecinueve me encontré con el alegato de que el mundo está construido lingüísticamente, lo rechacé con lo que yo llamaba el sentido común, porque era absurdo, ¿esa pluma que yo sostenía era lenguaje? ¿La ventana en la que se reflejaba el sol? ¿El patio de abajo por el que cruzaban los estudiantes vestidos de otoño? ¿Las orejas del profesor? ¿Sus manos? ¿El suave olor a tierra y hojas secas de la ropa de la mujer que acababa de entrar por la puerta y se había sentado a mi lado? ¿El ruido de la perforadora de los obreros de la carretera que habían levantado una tienda de campaña un poco más allá de la iglesia de Johannes? ¿El zumbido del generador? ¿Y el estruendo de la ciudad debajo de mí se suponía que era un estruendo lingüístico? Tosía, ¿se trataba de una tos lingüística? No, no, era una idea ridícula. El mundo era el mundo, lo que tocaba y con lo que me topaba, respiraba, escupía, comía, bebía, sangraba y vomitaba. Hasta muchos años después no empecé a mirarlo con otros ojos. En un libro que leí sobre arte y anatomía se citaba a Nietzsche, que decía que «también la física es sólo una interpretación y una adaptación del mundo, no una explicación del mismo», y también ponía «hemos dado al mundo una medida mediante categorías, que rigen para un mundo completamente fingido».
¿Un mundo fingido?
Sí, el mundo como superestructura, el mundo como espíritu, ingrávido y abstracto, de la misma materia de la que se tejen los pensamientos, y en consecuencia algo por lo que se pueden mover y que pueden atravesar sin impedimentos. Un mundo que tras trescientos años de ciencias naturales queda sin misterios. Todo está explicado, todo está conceptuado, todo está dentro del horizonte humano del entendimiento, desde lo más grande, el universo, cuya luz más antigua que se puede observar, el límite extremo del universo, viene de su nacimiento hace quince mil millones de años, hasta lo más pequeño, los protones, neutrones y mesones del núcleo atómico. Conocemos incluso los fenómenos que nos matan, por ejemplo todas las bacterias y virus que penetran en nuestro cuerpo y atacan nuestras células, haciéndolas crecer o morir. Durante mucho tiempo, sólo fueron la naturaleza y sus leyes las que se abstraían y fotografiaban, pero ahora, en la época de las tormentas de imágenes, no sólo rige para las leyes de la naturaleza, sino también para sus lugares y personas. Todo el mundo físico ha sido levantado e introducido en esa esfera, todo ha sido incorporado al enorme reino de lo imaginario, desde las selvas tropicales de Sudamérica y las islas del Pacífico, hasta los desiertos del norte de África y las ciudades grises y desgastadas de Europa del Este. Nuestros pensamientos están inundados de imágenes de lugares en los que nunca hemos estado y sin embargo conocemos, de personas que nunca hemos conocido pero con las que no obstante estamos familiarizados, y en gran medida tenemos en cuenta al vivir nuestra vida. Esa sensación que nos ofrecen de que el mundo es pequeño, densamente encerrado en sí mismo, sin aperturas hacia nada más, resulta casi incestuosa, y aunque yo sabía que era profundamente falsa, ya que en realidad no sabemos absolutamente nada, no podía no obstante librarme de ella. Ese anhelo que siempre sentía, que algunos días era tan intenso que apenas se dejaba controlar, procedía de lo anterior. Yo escribía en parte para apaciguar ese anhelo, escribiendo quería abrir el mundo para mí mismo, a la vez que era justo por eso por lo que no lo lograba. La sensación de que el futuro no existe, que sólo es un poco más de lo mismo, significa que cualquier utopía queda sin sentido. La literatura siempre ha estado emparentada con lo utópico, de modo que cuando lo utópico pierde su sentido, también lo pierde la literatura. Lo que yo intentaba, y tal vez intentan todos los escritores, qué sé yo, era combatir la ficción con ficción. Lo que debía hacer era aceptar y animar lo existente, aceptar y animar el estado de las cosas, es decir, revolcarme en el mundo en lugar de buscar un camino para salir de él, porque de esa manera tendría sin duda una vida mejor, pero no podía, no lo conseguía, algo dentro de mí se había endurecido, alguna convicción quedaba, y aunque era esencialista, es decir, falta de unidad en el tiempo y encima romántica, no logré sobrepasarla por la sencilla razón de que no sólo era algo pensado, sino también algo experimentado por esos repentinos estados de clarividencia que todo el mundo conoce, en los que por unos instantes se ve un mundo completamente diferente del mundo en el que uno se encontraba hacía sólo unos momentos, donde es como si el mundo saliera y se exhibiera por un breve espacio de tiempo, antes de volver a caer dentro de sí mismo, dejando todo como antes.
La última vez que lo había experimentado fue en el tren de cercanías entre Estocolmo y Gnesta, unos meses antes. El paisaje ante la ventanilla era completamente blanco, el cielo gris y húmedo, pasamos por una zona industrial, vagones de ferrocarril vacíos, tanques de gas, naves industriales, todo era blanco y gris, y al oeste se ponía el sol, los rayos rojos se difuminaban en la niebla, y el tren en el que iba sentado no era uno de esos viejos, ruidosos y desgastados trenes que suelen cubrir esa ruta, sino uno completamente nuevo, resplandeciente y brillante, el asiento era un asiento nuevo, olía a nuevo, delante de mí se abrían y cerraban las puertas sin rozamientos, y yo no pensaba en nada, sólo contemplaba esa ardiente bola roja en el cielo, y la alegría que sentía era tan intensa y se presentaba con tanta fuerza que no se podía distinguir del dolor. Lo que estaba experimentando me pareció de una importancia enorme. De una importancia enorme. Al acabar ese instante, la sensación de importancia no disminuyó, pero se convirtió de repente en algo incolocable: ¿Qué era exactamente lo importante? ¿Y por qué? ¿Un tren, una zona industrial, el sol, la niebla?
El sentimiento me resultaba familiar, era parecido al que algunos artistas podían despertar en mí. El autorretrato de Rembrandt de viejo en la National Gallery de Londres era un cuadro así, el de Turner de la puesta de sol en el mar delante de un antiguo puerto en el mismo museo también, al igual que el cuadro de Caravaggio de Cristo en el huerto de Getsemaní. Vermeer tenía sobre mí el mismo efecto, algunas de las pinturas de Claudes, algunas de Ruisdael, algunas de J. C. Dahl, casi todas las de Hertervig…, pero ninguno de los cuadros de Rubens, ninguno de Manet, ninguno de los pintores franceses o ingleses del siglo XVIII, exceptuando a Chardin, Whistler no, tampoco Miguel Ángel, y sólo uno de Leonardo da Vinci. Esa experiencia no favorecía a ninguna época determinada, ni tampoco a ningún pintor determinado, ya que podía referirse a un solo cuadro de un pintor, y dejar de lado el resto de su obra. Tampoco tenía nada que ver con lo que se suele llamar calidad; podía quedarme frío delante de quince cuadros de Monet, y notar cómo el calor se expandía por mi cuerpo ante uno de un impresionista finlandés del que poca gente fuera de Finlandia había oído hablar.
No sabía lo que tenían esos cuadros que tanto me impresionaba. Pero resultaba llamativo que todos se hubieran pintado antes de 1900, dentro del paradigma artístico que nunca abandonó del todo la referencia a la realidad visible. Por lo tanto, había siempre en ellos cierta objetividad, es decir, una distancia entre la realidad y la realidad retratada, y tendría que ser en ese espacio donde «ocurría», donde aparecía lo que veía cuando el mundo, por así decirlo, surgía del mundo. Cuando uno no sólo veía lo incomprensible en él, sino que se podía acercar mucho a él: Aquello que no contaba, lo que ninguna palabra era capaz de alcanzar, y por consiguiente siempre está fuera de nuestro alcance, y sin embargo dentro, porque no sólo nos rodeaba, sino que nosotros mismos formábamos parte de ello, éramos parte de ello.
Todo lo desconocido y lo enigmático era algo que nos concernía, había llevado mis pensamientos hacia los ángeles, esas criaturas misteriosas que no sólo formaban parte de lo divino, sino también de lo humano, y que de esa manera expresaban, más que ninguna otra figura, la dualidad de la naturaleza de lo desconocido. Al mismo tiempo había algo profundamente insatisfactorio tanto en las pinturas como en los ángeles, ya que unas y otros de un modo muy básico pertenecían al pasado que habíamos dejado atrás, que ya no encajaba en el mundo que habíamos creado, en el que lo grandioso, lo divino, lo solemne, lo sagrado, lo bello y lo auténtico ya no eran magnitudes válidas, sino al contrario, algo dudoso o incluso ridículo. Eso significaba que lo grande de fuera, que hasta la Ilustración era lo divino, traído a nosotros en la revelación, y que en el Romanticismo fue la naturaleza, en el que el concepto de la revelación era lo sublime, ya no tenía ninguna expresión. En el arte lo que estaba fuera era sinónimo de sociedad, es decir, la acumulación humana dentro de la que el arte operaba por completo. En la historia del arte noruego la ruptura llegó con Munch, fue en sus cuadros donde el ser humano llegó a ocupar todo el espacio por primera vez. Hasta la Ilustración, el ser humano estaba subordinado a lo divino, y en el Romanticismo el ser humano estaba subordinado al paisaje en el que estaba retratado —las montañas son grandes e impetuosas, el mar es grande e impetuoso, mientras que los seres humanos, sin excepción, son pequeños—, pero en Munch es justo al revés. Es como si lo humano devorase todo, lo convirtiera todo en suyo. Las montañas, el mar, los árboles y los bosques, todo está coloreado por lo humano. No por las acciones y la vida externa de los seres humanos, sino por los sentimientos y la vida interior. Y cuando el ser humano se hubo hecho cargo de todo, no parece que haya ningún camino de retorno, como tampoco hubo ningún camino de retorno para el cristianismo cuando en los primeros siglos de nuestra era comenzó a expandirse como un incendio forestal por Europa. Los seres humanos en Munch están configurados, su interior adquiere forma exterior, hace temblar el mundo, y lo siguiente que sería abandonado cuando la puerta ya se había abierto fue el mundo como figura; en los pintores posteriores a Munch son los propios colores, las propias formas, no lo que representan, lo que está cargado de emociones. Con ellos nos encontramos en un mundo pictórico en el que la expresión en sí lo es todo, lo que significa, claro está, que en el arte ya no existe ninguna dinámica entre fuera y dentro, sólo una separación. En el auge del modernismo la distinción entre el arte y el mundo fue casi absoluta, o, dicho de otra manera, el arte era un mundo propio. Lo que estaba incluido en ese mundo era, naturalmente, una cuestión de criterio, y pronto ese criterio se convertiría en el propio núcleo del arte, que de esa manera podía, por no decir debía, para no morirse por sí solo, abrirse a objetos del mundo real, y así surgió la situación actual, en la que el material del arte ya no desempeña ningún papel, en el que todo el peso está en lo que expresa, no en lo que es, sino en lo que piensa, en qué ideas trae, renunciando así al último resto de objetividad, al último resto de algo fuera de lo humano. El arte se ha convertido en una cama sin hacer, en unas fotocopiadoras en una habitación, en una moto en un tejado. Y el arte se ha convertido en el propio público, en la manera en la que reacciona, en lo que los periódicos escriben sobre él; el artista en alguien que juega. Así es. El arte no tiene nada fuera, la ciencia no tiene nada fuera, la religión no tiene nada fuera. Nuestro mundo está cerrado en torno a sí mismo, cerrado en torno a nosotros, y no existe ya ningún camino para salir de él. Los que en esta situación gritan por más espíritu, más espiritualidad, no han entendido nada, porque el problema es que lo espiritual se ha quedado con todo. Todo se ha convertido en espíritu, incluso nuestros cuerpos ya no son cuerpos, sino ideas de cuerpos, algo que se encuentra en el cielo de imágenes e ideas dentro de nosotros y por encima de nosotros, donde se vive una parte cada vez mayor de nuestra vida. Las fronteras con lo que no nos atrae, lo incomprensible, se han anulado. Entendemos todo, y lo entendemos porque hemos convertido todo en nosotros mismos. Típicamente todos los que se han ocupado de lo neutro, lo negativo, lo no humano en el arte en nuestra época, se han dirigido hacia el lenguaje, es allí donde se ha buscado lo incomprensible y lo desconocido, como si se encontrara en la periferia de la manera humana de expresarse, es decir, en la periferia de lo que entendemos, lo que en realidad es lógico: ¿dónde si no estaría en un mundo que ya no reconoce lo que está fuera de él?
Bajo esta luz hay que considerar ese extraño y ambiguo papel que ocupa la muerte. Por un lado está por todas partes, nos inundan las noticias sobre la muerte, las imágenes de muertos; en ese sentido no existe ningún límite para la muerte, es tremenda, omnipresente, inagotable. Pero eso es la muerte como idea, la muerte sin cuerpo, la muerte como pensamiento e imagen, la muerte como espíritu. Esa muerte es la misma que la muerte del nombre, lo que no tiene cuerpo y a lo que uno se refiere al emplear el nombre de una persona muerta. Porque mientras la persona vive, el nombre se refiere al cuerpo en el que se encuentra, a lo que hace, pero cuando muere el cuerpo, el nombre se separa de él, quedándose con las personas vivas, que con el nombre siempre van a referirse a quién era él, nunca al que es ahora, un cuerpo muerto que se está pudriendo en algún lugar. Esta parte de la muerte que pertenece al cuerpo y es concreta, física, material, esa muerte se esconde con un esmero tan grande que roza con la obsesión, y funciona. Basta con oír cómo se expresan las personas que sin querer han sido testigos oculares de accidentes mortales u homicidios. Siempre dicen lo mismo, fue completamente irreal, aunque quieren decir lo contrario. Fue muy real. Pero ya no vivimos en esa realidad. Todo se nos ha puesto patas arriba, para nosotros lo real es irreal, lo irreal real. Y la muerte, la muerte es lo último grande del exterior. Por eso hay que ocultarla. Porque la muerte está fuera del nombre y fuera de la vida, pero no está fuera del mundo.
Yo tenía casi treinta años cuando vi un cuerpo muerto por primera vez. Fue en el verano de 1998, una tarde del mes de julio, en una capilla de Kristiansand. Había muerto mi padre. Yacía sobre una mesa en medio de la sala, el cielo estaba nublado, la luz dentro era grisácea, en el césped fuera de la ventana se movía lentamente un cortacésped. Yo estaba con mi hermano. El agente de la funeraria había salido para dejarnos a solas con el muerto, del que nos encontrábamos a unos metros de distancia, mirándolo fijamente. Tenía los ojos y la boca cerrados, la parte de arriba de su cuerpo estaba vestida con una camisa blanca, la de abajo con un pantalón negro. Me estremecí al pensar que por primera vez sería capaz de escrutar ese rostro sin impedimento alguno. Tenía la sensación de estar abusando de él. Al mismo tiempo sentía hambre, algo insaciable que me exigía que mirase sin parar ese cuerpo muerto que unos días antes había sido mi padre. Estaba familiarizado con sus facciones, me había criado con esa cara, y aunque no la había visto con la misma frecuencia en los últimos años, apenas pasó una sola noche sin que soñara con ella. Estaba familiarizado con las facciones, pero no con la expresión que había adquirido. Un oscuro tono amarillento de la piel, además de la pérdida de elasticidad, contribuían a que la cara pareciera tallada en madera. Lo leñoso imposibilitaba cualquier sentimiento de cercanía. Ya no estaba viendo a un ser humano, sino algo que se parecía a un ser humano. Al mismo tiempo procedía de entre nosotros, y lo que había sido seguía dentro de mí como un velo sobre lo muerto.
Yngve se movió lentamente al otro lado de la mesa. No lo vi, simplemente registré el movimiento al levantar la cabeza y mirar por la ventana. El jardinero que manejaba el cortacésped se volvía constantemente en el asiento para controlar que seguía el borde de la vuelta anterior. Las pequeñas briznas de hierba que la bolsa de la máquina no capturaba volaban por el aire sobre él. Al parecer, algunas se pegaban a la parte de abajo de la máquina, porque a intervalos iguales dejaba pelotones húmedos de hierba aplastada, siempre más oscuros que el césped del que procedían. Por el camino de gravilla iban andando tres personas detrás de él, todas con la cabeza agachada, una con un abrigo rojo, que contrastaba con el verde de la hierba y el gris del cielo. Más allá de ellos fluía un río de coches por la carretera, en dirección al centro.
Entonces el motor del cortacésped chocó de repente contra la pared de la capilla. La idea de que ese ruido había sido tan fuerte que haría que mi padre abriera los ojos fue tan intensa que di un paso atrás.
Yngve me miró con una débil sonrisa en los labios. ¿Pensaba yo que el muerto iba a resucitar? ¿Creía que la madera volvería a convertirse en persona?
Fue un momento horrible. Pero una vez pasado el susto y viendo que a pesar de toda clase de sonidos y emociones fuertes, él seguía igual de inmóvil, comprendí que de hecho ya no existía. La sensación de libertad que me subió entonces por el pecho resultó igual de difícil de dominar que lo habían sido las primeras oleadas de dolor, y encontró la misma salida, un sollozo que me salió al instante completamente ajeno a mi voluntad.
Me encontré con la mirada de Yngve y sonreí. Él vino a mi lado. Su presencia me llenó del todo. Me alegré mucho de que estuviera allí, y tuve que esforzarme por no destrozarlo todo volviendo a perder el control. Haría falta pensar en otra cosa, haría falta procurar que mi atención buscara algo neutro.
Alguien se movía en la sala de al lado. Los sonidos eran bajos, y rompieron nuestro ambiente irreal, de la misma manera que los sonidos que desde la realidad entran en los sueños del que duerme son también irreales.
Miré a mi padre. Los dedos, entrelazados y descansando sobre el estómago, el borde amarillo de nicotina en el dedo índice, que estaba como manchado, igual que se mancha el papel pintado de la pared. Las arrugas desproporcionadamente profundas en la piel sobre los nudillos, que ahora parecían esculpidas, poco naturales. Miré su rostro. No estaba sereno, porque aunque yacía pacíficamente, no estaba vacío, todavía había en él algo para lo que no encontré otra palabra que voluntad. Pensé que siempre había intentado determinar qué expresión tenía su rostro en cada momento. Que jamás lo había mirado sin al mismo tiempo intentar leer algo en él.
Pero ahora estaba cerrado.
Me volví hacia Yngve.
—¿Nos vamos? —me preguntó.
Asentí con la cabeza.
El agente funerario estaba esperándonos en la sala de fuera. Dejé la puerta abierta detrás de mí. Aunque sabía que era irracional, no quería que mi padre se quedara solo allí dentro.
Después de estrechar la mano del hombre de la funeraria e intercambiar con él unas palabras sobre lo que había que hacer en los días que faltaban para el entierro, salimos al aparcamiento y encendimos cada uno un cigarrillo, Yngve de pie junto al coche, yo sentado en un muro. El aire presagiaba lluvia. Los árboles del bosquecillo de detrás del cementerio se inclinaban por la presión del viento en aumento. Por unos instantes, el crujido de las hojas secas ocultó el murmullo del tráfico al otro lado. Luego se tranquilizaron.
—Ha sido extraño —señaló Yngve.
—Sí —asentí—. Pero me alegro de que lo hiciéramos.
—Yo también. He tenido que verlo para creerlo.
—¿Te lo crees ya? —pregunté.
Yngve sonrió.
—¿Tú no?
En lugar de devolverle la sonrisa, lo que era mi intención, me eché a llorar de nuevo. Me tapé la cara con una mano y agaché la cabeza. Me recorrió un sollozo tras otro. Cuando acabé, levanté la vista con una pequeña risa.
—Exactamente como cuando éramos niños —dije—. Yo llorando y tú mirando.
—¿Estás seguro…? —preguntó, buscando mis ojos—. ¿Estás seguro de que vas a poder solo con el resto?
—Claro que sí —contesté—. No habrá ningún problema.
—Puedo llamar y decir me quedo.
—Vete a casa. Haremos lo que hemos decidido.
—De acuerdo. Entonces me voy.
Tiró el cigarrillo y sacó del bolsillo la llave del coche. Me levanté y me acerqué unos pasos, pero no tanto como para que pudiera darse la situación de estrecharnos la mano o abrazarnos. Él abrió la puerta del coche, se sentó y me miró cuando giró la llave y arrancó el motor.
—Hasta muy pronto entonces —dijo.
—Hasta pronto. ¡Ve con cuidado y da recuerdos en casa!
Cerró la puerta, salió dando marcha atrás, se paró para ponerse el cinturón, metió primera, y condujo lentamente hacia la carretera principal. Yo eché a andar en la misma dirección. De repente se encendieron las luces traseras, y él volvió marcha atrás.
—Es mejor que te quedes tú esto —dijo, sacando la mano por la ventanilla bajada. Era el sobre marrón que nos había entregado el hombre de la funeraria.
—No sirve de nada que me lo lleve a Stavanger —añadió—. Mejor que se quede aquí, ¿no?
—De acuerdo —contesté.
—Nos vemos —dijo. Subió la ventanilla y la música que justo antes había inundado el aparcamiento sonó de repente como si llegara de debajo del agua. No me moví hasta que el coche enfiló la carretera principal y desapareció. Fue un impulso de la infancia; la desgracia me sobrevendría si lo hiciera. De modo que me metí el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta y eché a andar en dirección a la ciudad.
Tres días antes, sobre las dos de la tarde, me había llamado Yngve. Por su voz noté enseguida que había pasado algo, y lo primero que pensé fue que mi padre había muerto.
—Hola —dijo—. Soy yo. Te llamo para decirte que ha sucedido algo. Bueno… lo que ha pasado…
—¿Sí? —dije. Estaba en la entrada con una mano apoyada en la pared, y el auricular en la otra.
—Ha muerto papá.
—Ah —dije.
—Gunnar acaba de llamar. La abuela lo encontró sentado en un sillón esta mañana temprano.
—¿De qué ha muerto?
—No lo sé. Pero supongo que del corazón.
No había ventana en la entrada, y la lámpara del techo estaba apagada, de modo que la única luz era la que entraba suavemente desde la cocina en un extremo, y por la puerta abierta del dormitorio en el otro. La cara que escruté en el espejo estaba sombría, como mirándome desde un lugar muy lejano.
—¿Y qué hacemos ahora? Me refiero a las cuestiones prácticas.
—Gunnar cuenta con que nosotros nos ocupemos de todo. De manera que tendremos que ir. Cuanto antes, creo.
—Vale —dije—. Iba a ir al entierro de Borghild, de hecho estaba a punto de salir. Tengo la maleta hecha. Puedo ir ahora mismo. ¿Nos vemos allí?
—Vale —dijo Yngve—. Entonces yo iré mañana.
—Mañana —dije—. Tengo que pensarlo.
—¿Por qué no coges un avión hasta aquí y vamos juntos en el coche?
—Buena idea, eso haré. Te vuelvo a llamar en cuanto sepa el vuelo. ¿Vale?
—Vale. Nos vemos.
Cuando colgué, fui a la cocina, eché agua en la tetera, saqué una bolsa de té del armario y la metí en una taza limpia, luego me apoyé en la encimera y miré hacia el callejón sin salida que pasaba por delante de la casa, apenas visible como manchas grises entre los matorrales verdes que crecían tupidos desde el final del pequeño jardín hasta la calle. Al otro lado se alzaban unos árboles enormes, en la oscuridad salía de debajo de ellos un pequeño atajo hasta la carretera principal, donde se veía el Hospital Haukeland. Lo único que conseguí pensar fue que no conseguía pensar en lo que debía pensar. Que no sentía lo que debía sentir. Papá ha muerto, pensé, es un suceso grande e importante, debería llenarme del todo, pero no es así, porque aquí estoy, mirando la tetera, irritado porque aún no hierve el agua. Aquí estoy, mirando por la ventana pensando en la suerte que tuvimos con esta casa, como hago cada vez que veo el jardín, y en lo bien que lo cuida la casera, y no en que papá ha muerto, aunque eso en el fondo es lo único que significa algo. Debe de ser algún tipo de shock, pensé, y eché el agua en la taza, aunque aún no había hervido. La tetera eléctrica era un reluciente modelo de lujo que nos había regalado Yngve para nuestra boda. No me acordaba de quién nos había regalado la taza, una taza amarilla de Höganes, sólo de que estaba en la lista de boda de Tonje. Tiré un par de veces del hilo de la bolsita de té, luego la eché a la pila, donde aterrizó con un pequeño chapoteo. Entré en el comedor con la taza en la mano. ¡Gracias a Dios que por lo menos estaba solo en casa!
Me puse a dar vueltas durante unos minutos, intentando buscar algún sentido al hecho de que mi padre hubiera muerto, pero no lo conseguí. No tenía ningún sentido. Lo entendí, lo acepté, y no es que fuera algo absurdo, en cuanto a que se trataba de una vida que había sido arrebatada, una vida que igualmente podría no haber sido arrebatada, sino en cuanto a que fuera un hecho entre otros hechos, y no ocupara el lugar que debía en mi conciencia.
Vagué por el salón con la taza de té en la mano, el día era gris y templado, el paisaje que descendía lentamente estaba lleno de tejados y jardines verdes y frondosos. Llevábamos viviendo allí sólo unas semanas, veníamos de Volda, donde Tonje había estudiado la rama de radio y yo había escrito una novela que se publicaría en dos meses. Era nuestro primer hogar de verdad, pues el piso de Volda no contaba, era provisional, mientras ése era permanente, o al menos representaba algo permanente, nuestro hogar. Las paredes olían todavía a pintura. Color sangre de buey en el comedor, por consejo de la madre de Tonje, que era artista, pero que empleaba la mayor parte del tiempo en la decoración y en hacer comidas, ambas cosas a alto nivel —su casa tenía el mismo aspecto que las casas de las revistas de decoración, y la comida que servía siempre era elaborada y exquisita—, color cáscara de huevo en el salón de más adentro, así como en las demás habitaciones. Pero no era en absoluto como las casas de las revistas de decoración, para eso teníamos demasiados muebles, pósters y librerías de esa vida estudiantil que acabábamos de dejar atrás. Había escrito la novela viviendo del préstamo estatal para estudiantes, porque en teoría estaba haciendo mi tesina en ciencias de la literatura, hasta Navidad, en que se me acabó el dinero y tuve que pedir un adelanto de la editorial, el cual me había durado hasta hacía muy poco. Por eso el que mi padre hubiera muerto me venía de perlas, porque él tenía dinero, tendría dinero, ¿no? Los tres hermanos habían vendido la casa de la calle Elvegaten y se habían repartido las ganancias hacía menos de dos años. No podría haberlo malgastado todo en ese breve espacio de tiempo, ¿no?
Mi padre ha muerto, y yo estoy pensando en el dinero que eso me va a aportar.
¿Y qué?
Pienso en lo que pienso, no puedo remediarlo, ¿no?
Dejé la taza en la mesa del comedor, abrí la frágil puerta y salí al balcón, donde me apoyé con los dedos tiesos en la barandilla y miré el paisaje, mientras inhalaba en los pulmones el cálido aire de verano tan lleno de fragancias de plantas, coches y ciudad. Un instante después me encontraba de nuevo en el salón, mirando a mi alrededor. ¿Debería comer algo? ¿Beber algo? ¿Salir a comprar algo?
Vagué hasta la entrada, luego hasta el dormitorio, la ancha cama sin hacer, la puerta del baño más adentro. Ducharme, pensé, eso es lo que podría hacer, estaría bien, ya que iba a salir de viaje.
Me desnudé, abrí el grifo, agua humeante, muy caliente, sobre la cabeza, chorreando por el cuerpo.
¿Y si me hiciera una paja?
No, joder, papá acababa de morir.
Muerto, muerto, papá había muerto.
Muerto, muerto, papá había muerto.
No me aportaba nada estar así debajo del agua, de modo que cerré el grifo y me sequé con una toalla grande, me eché un poco de desodorante en las axilas, me vestí y fui a la cocina para ver la hora, mientras me secaba el pelo con una toalla más pequeña.
Las dos y media.
Entonces faltaba una hora para que Tonje volviera a casa.
No soportaba la idea de empezar de nuevo y contárselo todo desde el principio, de manera que fui hasta la entrada, tiré la toalla a la puerta abierta del dormitorio, descolgué el auricular y marqué su número. Contestó enseguida.
—Soy Tonje.
—Hola, Tonje, soy yo —dije—. ¿Todo bien?
—Sí. Estoy montando un programa, sólo he pasado por el despacho a buscar algo. Pero en cuanto acabe voy para casa.
—Bien —dije.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—Pues nada —dije—. Me ha llamado Yngve. Mi padre ha muerto.
—¿Cómo? ¿Que ha muerto?
—Sí.
—¡Oh, pobre! Oh, Karl Ove…
—Estoy bien —dije—. No me ha pillado por sorpresa. Pero de cualquier forma, saldré para allá esta noche. Primero a casa de Yngve, y luego iremos juntos en el coche mañana por la mañana.
—¿Quieres que vaya contigo? Podría hacerlo.
—No, no. ¡Tú tienes que trabajar! Quédate aquí, y luego puedes venir para el entierro.
—Ay, mi pobre Karl Ove —volvió a decir Tonje—. Puedo conseguir que algún colega se ocupe del montaje del programa. Iré a casa enseguida. ¿Cuándo te marchas?
—No corre prisa —contesté—. Me iré dentro de un par de horas. Y no me viene mal estar un rato solo.
—¿Seguro?
—Sí, sí. Segurísimo. A decir verdad, no siento nada. Llevamos mucho tiempo diciéndolo, que moriría pronto si seguía así. De modo que estábamos preparados.
—Vale —dijo Tonje—. Entonces acabo esto y me voy pitando a casa. Cuídate. Te quiero.
—Yo también a ti —contesté.
Al colgar me acordé de mi madre. Habría que decírselo. Volví a levantar el auricular y marqué el número de Yngve. Él ya la había llamado.
Estaba vestido y listo para salir cuando oí a Tonje en la puerta. Fresca y animada como un viento de verano, entró en el piso. Me levanté. Sus movimientos eran agitados, su mirada preocupada por mí, me abrazó, dijo que quería acompañarme, pero que yo tenía razón, que sería mejor que ella se quedara, luego llamé a un taxi. Me quedé con ella delante de la puerta de la calle esperando los cinco minutos que tardó en llegar. Somos un matrimonio, pensé, somos marido y mujer, mi mujer está delante de la casa despidiéndose de mí, pensé, sonriendo. ¿De dónde venía entonces esa sensación de pátina falsa? ¿Esa sensación de que jugábamos a ser matrimonio, a marido y mujer, más de lo que realmente éramos?
—¿De qué te ríes?
—De nada —contesté—. Pensaba en una cosa.
Le apreté la mano.
—Ahí viene —dijo ella.
Miré la fila de casas. Como un escarabajo negro llegaba el coche trepando la cuesta, como un escarabajo se paró vacilante en el cruce, antes de seguir gateando hasta arriba a la derecha, donde la calle se llamaba igual que esa en la que nos encontrábamos.
—¿Voy a buscarlo? —preguntó Tonje.
—No, ¿por qué? Puedo hacerlo yo.
Cogí la maleta y subí por las escaleras que conducían a la calle. Tonje me siguió.
—Iré hasta el cruce y lo cogeré allí —dije—. Te llamo esta noche, ¿vale?
Nos besamos, y cuando me volví ya en el cruce, al mismo tiempo que llegaba el taxi marcha atrás cuesta abajo, ella agitó la mano.
—¿Knausgård? —preguntó el taxista cuando abrí la puerta y asomé la cabeza.
—Sí —contesté—. Voy al aeropuerto de Flesland.
—Suba, yo cogeré la maleta.
Me senté en el asiento trasero y me recliné. Taxis, me encantaban los taxis. No los que me llevaban a casa cuando estaba borracho, sino los que me transportaban a aeropuertos o estaciones de tren. No había nada mejor que ir sentado en el asiento trasero de un taxi y ser transportado a través de ciudades y suburbios, alejándose.
—Una calle curiosa esta —dijo el taxista al sentarse—. Había oído hablar de ella, que se divide, pero nunca había estado aquí. En veinte años. Curioso.
—Sí —asentí.
—Creo que ya he estado en todas partes. Ésta tiene que ser la única calle de la ciudad que no conocía.
Me sonrió por el espejo.
—¿Se va de vacaciones?
—No —contesté—. No exactamente. Mi padre ha muerto hoy. Voy a enterrarlo. En Kristiansand.
Eso acabó con la charla. Durante todo el trayecto permanecí inmóvil mirando las casas, sin pensar en nada en especial, limitándome a mirar. Minde, Fantoft, Hop. Gasolineras, tiendas de coches, supermercados, zonas residenciales, bosques, lagos, urbanizaciones. Cuando emprendimos el último trecho del camino y pude ver la torre del aeropuerto, saqué la tarjeta del bolsillo interior y moví la cabeza para leer la suma que marcaba el taxímetro. Trescientas veintisiete. Lo de coger un taxi no había sido muy buena idea, pues el autobús costaba una décima parte, y si algo me faltaba en aquel momento, era dinero.
—¿Me hace un recibo por trescientas cincuenta? —le pedí, alcanzándole la tarjeta.
—Claro que sí —contestó, cogiéndola. La pasó por el lector, que al instante escupió un recibo. Lo puso, junto con un bolígrafo, sobre un bloc que me dio, firmé, y sacó otro recibo, que me entregó.
—Gracias —dijo.
—A usted —dije—. Yo cojo el equipaje.
Aunque la maleta pesaba bastante, la llevaba del asa al entrar en la sala de salidas. Odiaba las ruedecitas de las maletas, en primer lugar porque eran femeninas, y por ello indignas de un hombre, un hombre tenía que cargar cosas, no hacerlas rodar, y en segundo lugar porque proporcionaban la idea de algo fácil, del atajo, del ahorro, de la sensatez, algo que yo aborrecía y a lo que me oponía siempre que podía, incluso cuando se trataba de algo nimio e insignificante. ¿Por qué íbamos a vivir en un mundo sin sentir el peso de ese mundo? ¿Acaso éramos imágenes? ¿Y para qué estábamos ahorrando realmente cuando se ahorraban esfuerzos?
Dejé la maleta en el suelo en medio de la sala y miré el panel de salidas. Saldría un avión para Stavanger sobre las cinco al que llegaría sin problemas. Y otro sobre las seis. Como me encantaba estar sentado en los aeropuertos, tal vez incluso más de lo que me gustaba ir sentado en los taxis, me decidí por el último.
Me volví y miré hacia los mostradores de embarque. Salvo en los tres mostradores más alejados, que tenían una cola muy larga y caótica —y que por la indumentaria de los pasajeros, casi toda ligera, por la cantidad de equipaje, que era enorme, y un humor tan bueno que sólo puede darse tras algunas copas, entendí que iban al sur de Europa—, había poca gente delante de los demás. Compré un billete, saqué la tarjeta de embarque y fui hacia los teléfonos públicos de la otra pared a llamar a Yngve. Contestó enseguida.
—Hola, soy Karl Ove —dije—. El avión sale a las seis y cuarto. Eso significa que llego a Sola a las siete menos cuarto. ¿Me vendrás a recoger?
—Sí. Allí estaré.
—¿Has sabido algo más?
—No… Llamé a Gunnar para decirle que íbamos. Él no sabía nada más. Pensé que podríamos salir mañana temprano, así nos dará tiempo a pasar por la agencia funeraria antes de que cierren. Pues mañana es sábado.
—Vale —dije—. Está bien. Hasta luego entonces.
—De acuerdo, hasta luego.
Colgué y subí por las escaleras a la cafetería. Pedí un café y compré un periódico, me senté en una mesa con vistas a la sala, colgué la americana del respaldo de la silla, mientras echaba un vistazo a mi alrededor para ver si había alguien conocido, y me senté.
A intervalos me llegaba el recuerdo de mi padre, cómo se había desarrollado todo desde la llamada de Yngve, pero sin estar relacionado con ningún sentimiento, siempre sólo como una constatación realista. Sería porque estaba preparado para ello. Desde aquella primavera en que dejó a mi madre, su vida había ido en una sola dirección. Nosotros no lo entendimos entonces, pero en algún momento él sobrepasó un límite, y a partir de entonces supimos que le podría pasar cualquier cosa, incluido lo peor. O lo mejor, según se mirase. Yo llevaba tiempo deseando su muerte, pero desde el momento en que comprendí que su final podía estar cerca, empecé a esperarla. Cuando la televisión emitía noticias sobre accidentes mortales en la zona donde él vivía, ya fueran incendios o accidentes de automóvil, hombres muertos encontrados en el bosque o en el mar, mi sensación inmediata era siempre de esperanza: tal vez sea papá. No obstante, nunca era él, él siempre se las arreglaba, él seguía vivo.
Hasta ahora, pensé, mirando a la gente que se movía por la sala del aeropuerto. Al cabo de veinticinco años, una tercera parte de ellos estarían muertos, al cabo de cincuenta años, las dos terceras partes, al cabo de cien, todos. ¿Qué quedaría de ellos? ¿Qué valor habrían tenido sus vidas? ¿Con las mandíbulas abiertas y las cuencas oculares vacías en algún sitio muy profundo de la tierra?
Tal vez sea verdad que el día del Juicio llegará. Que todos esos esqueletos y calaveras enterrados en el transcurso de los miles de años que ha estado viviendo gente en la tierra recogerán sus huesos, se levantarán sonrientes hacia el sol, y Dios, omnipotente e inmenso, los juzgará arriba en su cielo, con una pared de ángeles encima y otra debajo de él. Sobre la tierra, tan verde y maravillosa, retumbarán las trompetas, y de todos los prados y valles, playas y llanuras, mares y lagos, se levantarán los muertos caminando hacia el Señor su Dios, siendo elevados hasta él, pesados y lanzados a las llamas del infierno o pesados y elevados hasta la luz del cielo. También los que andaban por allí en ese momento, con sus maletas sobre ruedas y bolsas de tiendas libres de impuestos, sus carteras y tarjetas de crédito, sus axilas perfumadas y sus gafas, su pelo teñido y sus andadores, serán despertados, no se apreciará ninguna diferencia entre ellos y los que murieron en la Edad Media o en la Edad de Piedra, serán muertos y los muertos son los muertos, y los muertos serán juzgados el día del Juicio.
Del fondo de la sala, donde estaban las cintas de entrega de equipaje, salió un grupo de unos veinte japoneses. Dejé el cigarrillo encendido en el cenicero y bebí un trago de café, mientras los seguía con la mirada. Lo extraño que había en ellos, y que no tenía nada que ver con su ropa o su aspecto, sino sólo con su conducta, me resultaba atractivo, y vivir en Japón, rodeado de extraños, de todo lo que se podía ver pero no entender, acaso intuir lo que significaba, pero de lo que nunca se podía estar seguro, era algo con lo que llevaba mucho tiempo soñando. Estar sentado en una casa japonesa, espartana y sencilla, con puertas correderas y paredes de papel, pensadas para una delicadeza profundamente ajena a mí y a mis maneras avasalladoras estilo noreuropeo, sería fantástico. Estar allí escribiendo una novela, viendo cómo el entorno lenta e imperceptiblemente iba formando lo que se escribía, porque, claro, la manera en que pensamos está íntimamente ligada al entorno concreto del que formamos parte, a las personas con las que hablamos y a los libros que leemos. En Japón, pero también en Argentina, donde lo europeo y lo conocido habían adquirido un color muy distinto, mudándose a un lugar distinto, y en Estados Unidos, una de las pequeñas ciudades de Maine, por ejemplo, con su naturaleza parecida a la nuestra del sur de Noruega…, ¿qué no podría surgir allí?
Dejé la taza y volví a coger el cigarrillo, me di vuelta en la silla y miré hacia la puerta de embarque, donde ya había pasajeros sentados, aunque todavía no eran las cinco.
Pero era para viajar a Bergen.
Un viento helado me recorrió por dentro.
Ha muerto papá.
Por primera vez desde que llamó Yngve lo vi en mi interior. No el que había sido los últimos años, sino el que era en nuestra infancia, cuando íbamos con él a pescar en invierno a la isla de Trom, con el viento bramando y la espuma del mar llenando el aire, las inmensas olas grises rompiendo contra las rocas a nuestros pies, y él con la caña en la mano enrollando el hilo y riéndose. Espeso pelo negro, barba negra, la cara un poco asimétrica cubierta de pequeñas gotas de agua. Chubasquero azul, botas verdes de agua.
Ésa era la imagen.
Era típico que lo viera en una de esas situaciones en las que él estaba bien. Que mi subconsciente eligiera una situación en la que mis sentimientos hacia él fueran cálidos. Era un intento de manipulación, obviamente intencionado para abrir camino al sentimentalismo irracional, el cual, en cuanto se le abriera la puerta, se desbordaría por completo, tomando posesión de mí. Así era como trabajaba el subconsciente, que al parecer se consideraba a sí mismo una especie de corrección de los pensamientos y la voluntad, alimentando todo aquello que podía estar en oposición al sentido común. Pero mi padre había recibido su merecido, estaba bien que hubiera muerto, todo lo que dentro de mí decía otra cosa mentía. Y no se trataba sólo del hombre que había sido durante mi infancia, sino también de aquel en que se había convertido cuando hacia la mitad de su vida rompió con todos sus antiguos contextos y empezó de nuevo. Porque había cambiado, también en su manera de acercarse a mí, pero no le sirvió de nada, yo tampoco quería saber nada de ese hombre en el que se había convertido. Aquella primavera en la que se marchó empezó a beber, y así siguió durante todo el verano, eso era lo que hacían mi padre y Unni, estar sentados al sol bebiendo, días largos y maravillosos, embriagadores, y cuando empezó el curso escolar continuaron bebiendo, pero sólo por las tardes y noches y fines de semana. Se mudaron al norte de Noruega, donde trabajaban en el mismo instituto, fue entonces cuando empezamos a sospechar lo que le pasaba, porque una vez que Yngve, su novia y yo fuimos en avión a hacerles una visita, y él fue a buscarnos en el coche, estaba pálido y le temblaban las manos, apenas dijo nada, y cuando llegamos a su casa, se bebió tres cervezas seguidas en la cocina y entonces dejó de temblar, como si se hubiera despertado. Se abrió a nosotros, empezó a hablar y siguió bebiendo. Durante esos días —fueron unas vacaciones de invierno— no paró de beber, pero decía todo el tiempo que estaba de vacaciones, y que entonces, y sobre todo allí, en el norte, donde había tanta oscuridad en el invierno, se podía uno tomar alguna que otra copa. Unni estaba entonces embarazada, de modo que bebía solo. Esa misma primavera fue examinador en un instituto de la región de Kristiansand, y nos invitó a Yngve, a su novia y a mí a cenar en el hotel donde se hospedaba, que era el Caledonien, pero cuando nos presentamos en la recepción, donde nos había citado, no estaba, esperamos una hora, luego preguntamos al recepcionista, que nos aseguró que estaba en la habitación, subimos, llamamos a la puerta, no hubo contestación, debía de estar dormido, llamamos con más fuerza gritando su nombre, pero no hubo ninguna reacción, de manera que nos fuimos por donde habíamos llegado. Dos días después el Hotel Caledonien ardió, murieron doce personas, y yo, que entonces estaba en segundo de bachillerato, fui hasta allí con Bassen en el recreo largo a ver las labores de extinción. Si mi padre se hubiera encontrado allí en el estado en el que estaba, seguro que habría sido una de las víctimas, no cabía duda, le dije a Bassen, pero por aquel entonces ni Yngve ni yo éramos conscientes de lo que le pasaba, no teníamos ninguna experiencia con alcohólicos, no había ninguno en la familia, y aunque sabíamos que bebía, porque desde hacía algún tiempo habíamos presenciado muchas noches de bebida que se disolvían en lágrimas, discusiones y celos, en que había desaparecido toda dignidad, pero no por mucho tiempo, porque a la mañana siguiente allí estaba otra vez, capaz de preservar todo el tiempo su trabajo, de lo que estaba orgulloso, no entendíamos que no pudiera dejar de beber, y que quizá tampoco deseara hacerlo. Era su vida, era lo que hacía, aunque la niña ya había nacido. Algunas mañanas bebía antes de ir a trabajar para reponerse de la noche anterior, pero en el instituto nunca estaba borracho, un par de cervezas a lo largo del día no tenían consecuencia alguna, decía, mirad los daneses, ellos beben en el almuerzo y todo va bien en Dinamarca, ¿no es así?
En el invierno se iban al sur de Europa, y los guías de los viajes recibían quejas sobre ellos, eso lo descubrí por una carta un día que estuve husmeando en su casa porque había sufrido un colapso y lo habían llevado en ambulancia a un hospital. Empezó a sentir fuertes dolores en el pecho, luego se querelló contra la agencia de viajes porque decía que la manera en que lo habían tratado en el lugar de vacaciones le había provocado el infarto, a lo que los demandados contestaron que no había sido un infarto, sino un colapso a causa de la mezcla de alcohol y medicamentos.
Con el tiempo dejaron el norte de Noruega para volver al sur, donde mi padre, ya gordo y seboso, y con una enorme panza, bebía sin cesar. Era impensable que se pudiera mantener sobrio unas horas para venir a buscarnos en el coche. Se divorciaron, mi padre se mudó de nuevo, esta vez a una ciudad del este donde había conseguido un nuevo trabajo que volvió a perder al cabo de unos meses, con lo que se quedó sin nada: ni matrimonio, ni trabajo, y apenas una hija, porque aunque Unni quería que él pasara tiempo con la niña, y de hecho se lo permitía, sin que por cierto saliera muy bien, con el tiempo le retiraron el derecho a las visitas, lo que a él no le importó gran cosa. Y sin embargo estaba furioso por ello, seguramente porque era su derecho, y eso, su derecho, era algo en lo que insistía en todos los contextos. Ocurrieron cosas terribles, y lo único que le quedaba a mi padre era el piso que tenía en el este, donde se pasaba el día bebiendo, cuando no iba a beber a los pubs. Estaba redondo como un tonel, y aunque su piel seguía igual de bronceada, era como si se le hubiera puesto mate, cubierta por una capa sin brillo, y con toda esa barba, ese pelo y la ropa desaliñada parecía un salvaje siempre en busca de algo que beber. En una ocasión desapareció de repente, fue como si se lo hubiera tragado la tierra durante varias semanas. Gunnar llamó a Yngve para comunicarle que había informado a la policía de la desaparición de mi padre. Cuando apareció de nuevo, fue en un hospital de un lugar del este del país, estaba ingresado, incapaz de andar. Sin embargo no se trataba de una parálisis permanente, recuperó la movilidad, y después de unas semanas en una clínica de desintoxicación, seguía como antes.
En esa época no tenía ningún contacto con él, pero él iba a casa de la abuela cada vez con mayor frecuencia, y se quedaba cada vez más tiempo. Al final se mudó a su casa y levantó allí su barricada. Apiló en el garaje las cosas que le quedaban, echó a la asistenta de los servicios sociales que Gunnar había buscado para la abuela, que ya no se manejaba muy bien sola, y cerró la puerta con llave. Se encerró allí con ella hasta que murió. Gunnar llamó a Yngve en una ocasión para explicarle la situación. Entre otras cosas, le contó que un día había ido a verlos y había encontrado a mi padre en el suelo del salón. Se había roto una pierna, pero en lugar de decirle a la abuela que llamara a una ambulancia para que lo llevara al hospital, le pidió que no dijera nada a nadie, tampoco a Gunnar, y así lo hizo. Allí yacía, en el suelo, rodeado de platos con restos de comida, botellas y vasos con cerveza y alcohol del abundante almacén que ella le había llevado. Gunnar no sabía cuánto tiempo llevaba en el suelo, tal vez veinticuatro horas, tal vez dos días. El que Gunnar llamara a Yngve para contárselo indicaba claramente que teníamos que intervenir y sacar a nuestro padre, si no se moriría allí. Mi hermano y yo lo hablamos, pero decidimos no hacer nada, sino abandonarlo a su suerte, a que viviera su propia vida y muriera su propia muerte.
Y lo había hecho.
Me levanté y me acerqué al mostrador a por más café. Un hombre vestido con un elegante traje oscuro, bufanda de seda al cuello y caspa sobre los hombros, estaba sirviéndose cuando me acerqué. Dejó la taza blanca llena hasta arriba en la bandeja roja y me miró interrogante, levantando levemente la cafetera.
—Gracias, ya me sirvo yo —dije.
—Como quiera —dijo, dejando la jarra sobre una de las dos placas. Adiviné que era del mundo académico. Levanté la taza para enseñársela a la cajera, una ancha mujer de entre cincuenta y sesenta años, seguro que de Bergen, porque esa clase de cara la había visto por todas partes de la ciudad durante los ocho años que estuve viviendo allí, en autobuses y calles, detrás de mostradores y en tiendas, ese pelo corto, teñido, y esas gafas cuadradas que sólo pueden gustar a mujeres de esa edad.
—Relleno la taza —le indiqué.
—Cinco coronas —dijo en el dialecto de Bergen. Puse una moneda de cinco en su mano y me volví a la mesa. Tenía la boca seca y el corazón me latía deprisa en el pecho, como si estuviera excitado, pero no lo estaba, al contrario, estaba tranquilo e indolente, mientras miraba ese pequeño avión colgado bajo el inmenso techo de cristal, en donde la luz diurna estaba como encerrada. Miré el panel de salidas, eran ya las cinco y cuarto, y luego miré a todas esas personas que hacían fila, que caminaban, que estaban sentadas leyendo periódicos, que charlaban. Era verano, los colores de la ropa de la gente eran claros, los cuerpos bronceados, el ambiente ligero, como siempre ocurre en los lugares donde se junta la gente que está de viaje. A veces, cuando estaba así sentado, concebía los colores como claros, las líneas como nítidas y los rostros como inauditamente nítidos. Estaban cargados de sentido. Sin ese sentido, que era como los veía en ese momento, resultaban lejanos y en cierto modo difusos, imposibles de captar, como las sombras sin la oscuridad de las sombras.
Me volví para ver la puerta de embarque. Un grupo de pasajeros, que seguramente acababa de llegar, estaba subiendo ese puente parecido a un túnel que salía del avión. Se abrió la puerta de la sala de llegadas, y con chaquetas dobladas sobre los brazos y bolsas y bolsos colgando contra los muslos entraron los pasajeros, levantaron la cabeza en busca del letrero de recogida de equipaje, siguieron hacia el fondo a la derecha y desaparecieron.
Dos chicos pasaron por delante de mí, cada uno con un vaso de cartón en la mano con Coca-Cola y cubitos de hielo. En uno de ellos se apreciaba un incipiente atisbo de vello sobre el labio superior y en la barbilla, tendría unos quince años. El otro era más bajo y completamente imberbe, pero no por ello necesariamente más joven. El más alto tenía unos labios grandes que no cerraba del todo, además de una mirada vacía, lo que le daba aspecto de tonto. El más bajo tenía una mirada más perspicaz, todo lo perspicaz que puede ser un chico de doce años. Dijo algo, los dos se rieron, y cuando llegaron a la mesa, el chico debió de repetirlo, porque también se rieron los otros que estaban allí sentados.
Me llamó la atención lo bajos que eran, y me resultaba imposible imaginarme que yo fuera así de bajo a los catorce o quince años. Pero seguro que lo era.
Aparté la taza, me levanté, me puse la chaqueta en el brazo, cogí la maleta, fui hacia la puerta de embarque y me senté justo al lado del mostrador, donde una mujer y un hombre uniformados estaban trabajando delante de sus pantallas. Me recliné en el asiento y cerré los ojos unos instantes. De nuevo apareció ante mí el rostro de mi padre. Era como si hubiese estado esperando a aparecer. Un jardín bajo la niebla, la hierba algo enfangada y pisoteada, una escalera apoyada en un árbol, la cara de mi padre que se volvía hacia mí. Está agarrado a la escalera con ambas manos, lleva botas altas y un jersey gordo. En el suelo hay dos palanganas blancas, un cubo cuelga de un gancho arriba en la escalera.
Abrí los ojos. No recordaba haber vivido esa escena, no era un recuerdo, pero si no era un recuerdo, ¿entonces qué era?
Ah, no, él estaba muerto.
Tomé aliento y me levanté. Se había formado una pequeña fila delante del mostrador. En aquel lugar los pasajeros interpretaban todo lo que hacía el personal; ante cualquier indicio de que se aproximaba la salida, los pasajeros se acercaban con sus cuerpos.
Muerto.
Me coloqué detrás del último de la fila, un caballero de hombros anchos, media cabeza más bajo que yo. En la nuca y en los oídos le crecían pelos. Olía a loción para después del afeitado. Detrás de mí se colocó una mujer. Giré ligeramente la cabeza para mirarla, y vi su rostro, que con el lápiz de labios y el colorete, el rímel y los polvos, todo nítidamente colocado, parecía más una máscara que un ser humano. Pero olía bien.
El personal de limpieza llegó correteando por el puente desde el avión. La mujer uniformada se puso a hablar por teléfono. Al colgar, levantó el pequeño micrófono y dijo que todo estaba listo para la salida. Abrí el bolsillo exterior de mi bolsa y saqué el billete. Mi corazón volvió a latir más deprisa, como si se hubiese ido de viaje por su cuenta. Resultaba insoportable estar allí. Pero no tenía más remedio. Cambié el peso de un pie a otro y asomé la cabeza hasta que vi por la ventana la pista de aterrizaje. Pasó uno de esos pequeños coches que arrastran vagones de equipaje. Un hombre con mono y cascos en las orejas andaba por allí, llevaba en las manos esos chismes que parecen raquetas de ping-pong, que se usan para dirigir los aviones antes de detenerse. La cola empezó a avanzar. Mi corazón latía sin cesar. Las palmas de las manos me sudaban. Añoré un asiento, añoré estar sentado arriba en el aire mirando hacia abajo. Al hombre de delante de mí le devolvieron el trozo de billete. Yo alcancé el mío a la mujer uniformada. Por alguna razón me miró a los ojos al cogerlo. Era guapa, pero de una manera severa, con facciones regulares, la nariz acaso un poco puntiaguda, la boca estrecha. Sus ojos eran claros y azules, el círculo oscuro alrededor del iris inusualmente nítido. La miré hasta dentro un breve instante, luego bajé la mirada. Ella sonrió.
—Buen viaje —dijo.
—Gracias —respondí, y seguí a los demás por el puente que parecía un túnel hasta dentro del avión, donde una azafata de mediana edad daba instrucciones a los pasajeros, luego seguí hasta la última fila de asientos. Metí la bolsa y la chaqueta en el compartimiento superior, me senté en el estrecho asiento, me abroché el cinturón de seguridad, estiré los pies y me recliné en el asiento.
Así.
Los metapensamientos, que estaba sentado en un avión para ir al entierro de mi padre, mientras pensaba en que estaba sentado en un avión para ir al entierro de mi padre, aumentaron de repente. Estaba viendo las caras y los cuerpos andando lentamente por la cabina y colocando el equipaje de mano, sentándose, colocando el equipaje de mano, sentándose, todo era seguido por una sombra reflexiva que no dejaba de contarme lo que estaba viendo en ese momento, mientras pensaba que estaba viendo eso, etcétera in absurdum, a la vez que la presencia de la sombra de ese pensamiento, que quizá sería mejor llamar espejo, también contenía una crítica de que no sintiera más de lo que sentía. Mi padre ha muerto, pensé, y en ese momento se abrió violentamente ante mí un retrato suyo, como si necesitara una ilustración de la palabra «padre», y yo, sentado en un avión camino de su entierro, me quedo frío ante ese hecho, pienso, viendo a dos niñas de unos diez años sentarse a un lado del pasillo, y a los que deben de ser sus padres al otro, pienso que pienso que pienso. Todo me pasaba por dentro a una velocidad vertiginosa, ya nada tenía pies ni cabeza. Empecé a sentir náuseas. Una mujer colocó su maleta en el compartimiento justo encima de mi asiento, se quitó la chaqueta y la puso sobre la maleta, se encontró con mi mirada y sonrió rutinariamente antes de sentarse a mi lado. Tendría unos cuarenta años, una cara alegre, los ojos cálidos y el pelo negro, era baja de estatura, algo rechoncha, pero no gorda. Vestía una especie de traje, es decir, pantalón y chaqueta del mismo color y de la misma tela. Y una blusa blanca. Yo miraba hacia delante, pero mi atención no se centraba en lo que veía, sino en mi visión lateral, allí era donde estaba «yo», pensé, mirándola. Debía de llevar un par de gafas en la mano y yo no me había percatado, porque se las puso sobre la nariz y abrió un libro.
¿No había en ella algo de empleado de banca? No la suavidad, y tampoco la blancura. Sus muslos, que se desbordaban dentro de la tela del pantalón al apretarse contra el asiento, ¿cuán blancos no serían en la penumbra una noche en la habitación de hotel de algún lugar?
Intenté tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que la poca saliva que conseguí sacar no logró abrirse paso hasta la garganta. Un nuevo pasajero se detuvo junto a mi fila, un hombre de mediana edad, paliducho, enfurruñado y flaco, vestido con traje gris, se sentó en el asiento del pasillo sin mirarnos ni a ella ni a mí. Boarding completed, dijo una voz por los altavoces. Me asomé un poco para ver el cielo sobre el aeropuerto. Al oeste, las nubes se habían abierto, y un trozo del bosque bajo era iluminado por el sol brillante, casi resplandeciente en su verdor. Los motores aceleraron. La ventanilla vibraba ligeramente. La mujer sentada a mi lado había metido un dedo en el libro y miraba hacia el frente.
Mi padre siempre había tenido miedo a volar. Eran las únicas veces de mi infancia que podía recordarlo bebiendo. Por regla general, evitaba volar, cuando viajábamos a algún sitio siempre lo hacíamos en coche, independientemente de la distancia, pero algunas veces no tenía elección, y entonces se metía entre pecho y espalda todas las bebidas alcohólicas que había en la cafetería del aeropuerto. Había muchas otras cosas que evitaba, pero en las que yo no pensaba entonces, ni tampoco veía, porque lo que una persona hace siempre eclipsa lo que no hace, y lo que mi padre no hacía no se notaba fácilmente, también porque no había nada, absolutamente nada de neurótico en él. Pero nunca iba al peluquero, siempre se cortaba él mismo el pelo. Nunca cogía el autobús. Casi nunca compraba en la tienda que había cerca de casa, siempre en las grandes superficies de las afueras de la ciudad, situaciones todas en las que corría el riesgo de entrar en contacto con las personas, o de ser visto por ellas, y aunque era profesor, y tenía que hablar todos los días delante de una clase, a intervalos regulares convocaba a reuniones a los padres, y también hablaba todos los días con sus colegas en la sala de profesores, no obstante evitaba siempre situaciones sociales de cualquier tipo. ¿Qué era lo que tenían en común? ¿Tal vez el pertenecer a un colectivo cuya base era simplemente la casualidad? ¿Que allí era considerado algo que no sabía controlar? ¿Que era vulnerable en el autobús, en el sillón del peluquero, ante la caja del supermercado? Podría muy bien ser eso. Pero cuando yo vivía con él no me daba cuenta. Muchos, muchísimos años después reparé en que nunca había visto a mi padre en un autobús. El hecho de que tampoco participara nunca en las situaciones sociales surgidas alrededor de las actividades de Yngve y mías tampoco me llamaba la atención. Una vez participó en la clausura del curso escolar, sentado junto a la pared, presenciando la obra de teatro que habíamos ensayado, y en la que yo hacía el papel principal, pero por desgracia sin habérmelo estudiado lo suficiente. Tras el éxito del año anterior sufría de hybris infantil, no hacía falta que me estudiara mucho los papeles, todo iría muy bien, pensaba, pero cuando me encontré allí, seguramente también influido por la presencia de mi padre, apenas recordaba una línea del texto, y nuestra profesora me apuntó durante toda la larga obra sobre una ciudad de la que se suponía yo era el alcalde. En el coche camino de casa mi padre me dijo que nunca en su vida se había sentido tan avergonzado, y que nunca más participaría en ninguna de mis clausuras del año escolar. Cumplió su promesa. Tampoco presenció nunca ninguno de los innumerables partidos de fútbol que jugué en mi infancia, nunca se encontraba entre los padres que nos llevaban a los partidos en campo contrario, nunca entre los padres que veían los partidos en casa, y tampoco eso me parecía extraño, pues así era mi padre y muchos otros padres, porque eso era a finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando lo de ser padre implicaba algo distinto y menos extenso, al menos en lo práctico, que hoy en día.
Aunque sí, me vio jugar una vez.
Fue en el invierno en el que hacía noveno. Me llevó en coche hasta el campo de gravilla de Kjevik, él continuaría hasta Kristiansand, íbamos a jugar un partido de entrenamiento contra algún equipo del interior. En el coche íbamos como siempre callados, él con una mano sobre el volante y la otra apoyada en la ventanilla, y yo con las mías sobre las rodillas. De repente se me ocurrió preguntarle si quería venir a ver el partido. No, no podía, como ya sabía, iba camino de Kristiansand. Tampoco lo esperaba, dije. No había ninguna decepción en ese comentario, ninguna invitación a que se quedara a ver el partido, que no era nada importante, tampoco pensaba que fuera a quedarse, no era más que una constatación. Hacia el final de la segunda parte, descubrí de repente su coche junto a la línea de banda, detrás de los altísimos montones de nieve. Intuí vagamente la oscura figura dentro del coche detrás del parabrisas. Cuando sólo quedaban unos minutos de partido, recibí un perfecto pase de Harald delante de la portería, sólo tenía que alargar el pie, lo cual hice, pero fue el pie izquierdo, con el que no tenía mucho contacto, de modo que alcanzó el balón un poco torcido, y el tiro acabó fuera. En el coche camino de casa lo comentó. Ahí tuviste una gran oportunidad, dijo. No pensé que fueras a fallarla. Pues no, contesté, pero ganamos de todos modos. ¿Por cuánto?, preguntó. Dos-uno, contesté, echándole una breve mirada, porque quería que preguntara quién había marcado los dos goles. Por suerte lo hizo. ¿Marcaste tú?, preguntó. Sí, respondí. Los dos.
Con la frente apoyada contra la ventanilla en el momento de detenerse el avión al final de la pista de despegue, y acelerar los motores ya en serio, me eché a llorar. Las lágrimas vinieron de la nada, lo supe cuando llegaron, esto es estúpido, pensé, es sentimental, es de tontos. Pero no sirvió de nada, me había adentrado en algo suave, difuso e ilimitado, y no era capaz de salir de aquello, antes de que el avión despegara y empezara a elevarse, bramando. Entonces, con la mente por fin despejada de nuevo, incliné la cabeza hacia la camiseta, me froté los ojos con el trozo que tenía cogido entre el pulgar y el índice, y me quedé un buen rato mirando por la ventanilla, hasta que ya no notaba ninguna curiosidad por parte de la mujer que iba sentada a mi lado. Me recliné en el asiento y cerré los ojos. Pero me di cuenta de que no había acabado. No había hecho más que empezar.
Apenas el avión se hubo enderezado tras el ascenso, volvió a dirigir el morro hacia abajo y empezó la maniobra de aproximación. Las azafatas se apresuraban por el pasillo con sus carros, con el fin de servir café y té a todo el mundo antes del aterrizaje. El paisaje de abajo, al principio sólo imágenes sueltas, visibles a través de las raras aperturas en las nubes, era duro y hermoso con sus islas verdes y su mar azul, sus empinadas laderas y altiplanicies blancas de nieve, pero poco a poco se fue aplanando y suavizando, al mismo tiempo que las nubes desaparecían, cuando de repente el plano paisaje de Rogaland era todo lo que se veía. En mi interior todo estaba en movimiento. Recuerdos que no sabía que albergaba me pasaron velozmente por dentro como caóticos torbellinos, a la vez que intentaba salir de aquello, porque no tenía ningunas ganas de estar allí, llorando y analizando todo el tiempo lo que estaba sucediendo, pero resultaba imposible no hacerlo. Lo vi en mi memoria en una ocasión en la que fuimos a esquiar juntos a Hove, entrando y saliendo por entre los árboles del bosque, pudiendo avistar en cada claro el mar, gris, pesado e inmenso, y olerlo, ese olor a sal y a algas, que siempre aparecía junto al olor a nieve y abeto, mi padre unos diez metros por delante de mí, tal vez veinte, porque aunque su equipo era nuevo, desde las fijaciones Rottefella hasta los esquís Splitkein y el anorak azul, no sabía esquiar, andaba como cojeando sobre los esquís, como un vejestorio, sin equilibrio, sin fluidez, sin empuje hacia delante, y yo no quería bajo ningún concepto que me asociaran con esa figura, por eso siempre me mantenía a cierta distancia detrás de él, con la cabeza llena de mis ideas sobre mí mismo y mi estilo, que un día tal vez me llevaría lejos, pensaba. En suma, sentía vergüenza ajena. Claro que por aquel entonces yo no tenía ni la más remota idea de que él había comprado todo ese equipo de esquí e ido conmigo en coche hasta allí, a la isla de Trom, con el fin de conseguir un acercamiento entre ambos, pero en ese momento, sentado en el avión con los ojos cerrados como si estuviera dormido, mientras el mensaje de los cinturones de seguridad y de enderezar los asientos salía de los altavoces, pensar en aquello me provocó un nuevo acceso de llanto. Y cuando una vez más me incliné para apoyar la cabeza en el asiento de delante, fue sin convicción, pues mis compañeros de viaje ya en el despegue habrían comprendido que estaban sentados junto a un joven llorón. Me dolía la garganta y había perdido el control de todo, todo fluía por mi interior, y estaba abierto de par en par, pero no hacia el mundo exterior, que apenas visualizaba, sino hacia el otro, el interior, donde los sentimientos se habían apoderado por completo de la situación. Lo único que conseguí, para conservar el último resto de dignidad, fue no hacer ruido. Ni un sollozo, ni un suspiro, ni un lamento, ni un jadeo. Sólo las lágrimas que chorreaban, y el rostro que se retorcía en una mueca cada vez que la comprensión de que mi padre había muerto llegaba a un nuevo punto clave.
Ahh.
Ahh.
Entonces todo se aclaró de repente, fue como si se retirara todo lo blando y difuso que me había llenado por completo los últimos quince minutos, como una especie de marea, y la enorme distancia que de repente sentía me hizo estallar en una pequeña risa.
—Ja, ja, ja.
Levanté el antebrazo y me froté los ojos. La idea de que la mujer sentada a mi lado me había visto llorar, con la cara retorcida en constantes muecas, para ahora de repente oírme reír, me hizo soltar aún más risitas.
—Ja, ja, ja. Ja, ja, ja.
Miré a la mujer. No desviaba la mirada, estaba firmemente fija en la página del libro que tenía delante. Justo detrás de nosotros se sentaron dos de las azafatas en los pequeños asientos abatibles, y se abrocharon los cinturones de seguridad. Fuera se veía sol y verdor. La sombra que nos seguía en el suelo se acercaba cada vez más, como un pez que se recoge dando vueltas a una manivela, hasta que en el momento en que las ruedas dieron contra el suelo se hubiera metido debajo del casco, quedándose allí atado durante la maniobra de frenado y de aterrizaje.
Alrededor de mí la gente empezó a levantarse. Inspiré hondamente. La sensación de haber despejado era intensa. No me sentía feliz, pero sí aliviado, como siempre cuando algo pesado de repente se suelta. Por fin pude ver qué libro estaba leyendo la mujer de al lado, cuando ya lo había cerrado se levantó con él en la mano y se puso de puntillas en el pasillo para llegar al portaequipajes. La mujer y el mono, de Peter Høeg, era el libro que estaba leyendo. Yo lo había leído. Buena idea, débil realización. ¿Habría entablado con ella una conversación sobre ese libro en circunstancias normales? ¿Cuando era tan fácil como en este caso? No, no lo habría hecho, pero habría pensado que debería hacerlo. ¿Alguna vez había entablado una conversación con un desconocido?
No, nunca.
Y no había nada que indicara que alguna vez fuera a hacerlo.
Me agaché para mirar por la ventanilla al asfalto cubierto de polvo, como había hecho veinte años atrás, con el extraño y firme propósito de recordar siempre lo que vi entonces. A bordo de un avión, como en ese momento, en el aeropuerto de Sola, pero entonces camino de Bergen para desde allí seguir hasta la casa de mis abuelos maternos en Sørbøvåg. Cada vez que viajaba en avión, me venía a la mente ese recuerdo que me había obligado a mí mismo a guardar. Durante mucho tiempo fue también lo que abría paso a la novela que acababa de terminar, y que estaba en mi maleta en la bodega a mis pies, en forma de manuscrito de seiscientas cuarenta páginas, que tendría que leer y corregir en el transcurso de una semana.
Eso al menos era algo bueno.
También me hacía ilusión pensar que iba a ver a Yngve. Después de que se mudara de Bergen, primero a Balestrand, donde conoció a Kari Anne, con la que tuvo un hijo, y luego a Stavanger, donde tuvieron otro, nuestra relación había cambiado, él ya no era una persona por cuya casa me pasaba cuando no tenía nada que hacer, o con quien iba a bares o conciertos, sino alguien a quien visitaba durante unos días de vez en cuando, con todo lo que eso conllevaba de vida familiar activa. Pero me gustaba, siempre me había gustado pasar la noche en casa de otras familias, tener una cama hecha, llena de cosas desconocidas, toallas amablemente colocadas, y luego introducirme en la vida privada de esa familia, a pesar de que siempre, independientemente de qué familia se tratara, había en ello algo desagradable, porque aunque cuando hay huéspedes se intenta mantener a raya las tensiones que pueda haber, éstas se perciben siempre, y no puedes saber si han surgido debido a tu presencia, o si es algo que simplemente flota en el aire, y tu presencia, al contrario, contribuye a disminuir. Una tercera posibilidad era, claro está, que todas esas tensiones simplemente fueran «tensiones» que vivían su vida en mi cabeza.
Ya no quedaba tanta gente en el pasillo y me levanté, bajé la maleta y la chaqueta, salí de la cabina y fui por el corredor hasta la sala de llegadas, que era pequeña y sin embargo bastante inabarcable, con un caos de puertas de embarque, quioscos y cafés, por la que iban y venían viajeros, o en la que estaban esperando, comiendo o leyendo. A Yngve podía reconocerlo al instante en medio de cualquier aglomeración de gente. Y no necesitaba su cara para identificarlo, me bastaba con la parte posterior de su cabeza o un hombro, o tal vez ni siquiera eso, porque existe una receptividad especial ante aquellos con los que te has criado y has tenido tan cerca durante el tiempo en que se forma o aflora el carácter, los aceptas directamente, sin los pensamientos como intermediarios. Casi todo lo que sabes de tu hermano lo sabes por intuición. Yo nunca sabía lo que Yngve pensaba, pocas veces entendía por qué hacía lo que hacía, seguramente no compartía muchas de sus apreciaciones, eso sólo era algo que podía adivinar, en ese sentido era tan desconocido como todos los demás. Pero conocía su lenguaje corporal, conocía su mímica, sabía cómo olía, todos los matices de su voz me eran familiares y, lo que es más importante, sabía de dónde venía. No era capaz de poner palabras a nada de todo eso, y raramente llegaba hasta mis pensamientos, pero todo estaba ahí. De modo que no tuve que buscar con la mirada por todas las mesas de la pizzería, tampoco tuve que pasearla por las caras sentadas en las sillas junto a las puertas de embarque o por las que iban y venían por la sala, porque en el instante en el que entré, supe dónde estaba. Eché un vistazo hacia allí, hacia la fachada del falso pub irlandés de aspecto falsamente envejecido, y allí estaba él, con los brazos cruzados sobre el pecho. Llevaba un pantalón verdoso, pero no de corte militar, camiseta blanca con imágenes de Sonic Youths Goo, chaqueta vaquera azul clara y un par de zapatos Puma marrón oscuro. Él aún no me había visto. Yo miré su cara, con la que me sentía más familiarizado que con ninguna otra. Los pómulos altos los había heredado de mi padre, y también la boca ligeramente torcida, pero la forma de la cara era diferente, y la parte de los ojos era más parecida a la de mi madre y mía.
Volvió la cabeza y se encontró con mi mirada. Yo estaba a punto de reírme, pero en ese instante se me torcieron los labios, y con una presión contra la que no pude oponer resistencia, la emoción de antes volvió a subirme por dentro. Me salió en forma de sollozo y me eché a llorar. Levanté el brazo a medias hacia la cara, volví a bajarlo, me llegó otra oleada y la cara se me retorció una vez más. Nunca me olvidaré de la mirada de Yngve en ese momento. Me miraba incrédulo. No había en su mirada ningún juicio, más bien daba la impresión de no entender nada, de no esperárselo y que por eso lo pilló completamente desprevenido.
—Hola —dije a través de las lágrimas.
—Hola —contestó él—. Tengo el coche abajo. Nos vamos enseguida, ¿no?
Asentí con la cabeza y bajé por las escaleras detrás de él, luego atravesamos el vestíbulo y salimos al aparcamiento. Si se debía a esa peculiar aspereza que caracteriza el aire del oeste, y que siempre está ahí, no importa el calor que haga, y que ese día era especialmente notable, ya que al principio caminamos a la sombra de un gran tejado que hizo que me despejara, o a ese inmenso sentimiento de espacio que me abrió el paisaje del exterior, no lo sé, pero al menos me había recuperado en el momento en que nos detuvimos delante de su coche, e Yngve, con las gafas de sol puestas, se inclinó hacia delante para meter la llave en la cerradura del lado del conductor.
—¿Ése es todo tu equipaje? —preguntó, señalando mi bolsa.
—¡Coño! —exclamé—. Espérame aquí. Voy a por mi maleta.
Yngve y Kari Anne vivían en Storhaug, un barrio un poco alejado del centro de Stavanger, en una casa que era la última de una fila de adosadas. Al otro lado había una calle y detrás, un bosque que bajaba junto al fiordo, a unos cientos de metros. También había en las cercanías una pequeña zona de huertos municipales de alquiler, y detrás de ella, en otra urbanización, vivía Asbjørn, un viejo amigo de Yngve, con el que acababa de crear una empresa de diseño gráfico. Tenían el despacho en el desván, donde guardaban todo el equipo que habían comprado y que estaban aprendiendo a usar. Ninguno de los dos tenía una formación oficial en esa profesión, excepto los estudios de ciencias de la información en la Universidad de Bergen, y tampoco tenían importante conocidos en ese ámbito. Pero allí estaban, sentados ante sus potentes Mac, trabajando en los pocos encargos que les habían llegado. Un cartel para un festival, unos trípticos y unos folletos era todo lo que habían recibido hasta el momento. Habían apostado todo a una carta; en el caso de Yngve lo entendía muy bien; al acabar la carrera había trabajado unos años de asesor cultural en el ayuntamiento de Balestrand, y desde ahí no es que se le abrieran todas las puertas de par en par. Pero era arriesgado, el único punto fuerte con el que contaban era su propio gusto, que por lo menos era seguro y con el tiempo se había refinado, entrenado durante una veintena de años con diferentes expresiones de la cultura pop, desde películas y fundas de discos, hasta ropa y melodías, revistas y libros de fotos, de lo oscuro a lo más comercial, siempre dispuestos a separar lo que era bueno de lo que no lo era, tanto en lo anterior como en lo que se estaba creando en torno a ellos en ese momento. Recuerdo que una vez que estuvimos en casa de Asbjørn bebiendo durante tres días, Yngve nos puso a Pixies en el tocadiscos, entonces un grupo americano nuevo y desconocido. Asbjørn estaba tumbado en el sofá tronchándose de risa porque lo que estábamos escuchando era muy bueno. ¡Es muy bueno!, gritó a través de la ruidosa música. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¡Es muy bueno! Cuando acababa de instalarme en Bergen con diecinueve años, Yngve y él vinieron a visitarme a mi habitación alquilada uno de los primeros días, y no aprobaron ni la foto de John Lennon que había colgado sobre el escritorio, ni el póster de un campo de cereales en el que una estrecha franja de hierba verde ardía con tanta intensidad que parecía un milagro, ni el cartel de la película La Misión, con Jeremy Irons. No podía ser. La foto de Lennon era una reminiscencia de los últimos tiempos del instituto, cuando yo discutía con otros tres sobre literatura y política y escuchaba música, veía películas y bebía vino, veneraba lo interno y reprobaba lo externo, y John Lennon colgaba en mi pared en calidad de apóstol de lo entrañable, aunque en realidad lo que más me gustaba desde niño era el McCartney dulzón. Pero los Beatles no eran allí ningún punto de referencia, en absoluto, bajo ninguna circunstancia, así que muy pronto la foto de Lennon desapareció de la pared. Pero su seguridad en el gusto no se refería sólo a la cultura pop; pues Asbjørn fue el primero en recomendarme a Thomas Bernhard, había leído Hormigón en la colección Vita, de la editorial Gyldendal, que se publicó diez años antes de que toda la gente interesada por la literatura en Noruega empezara a hablar de él, aunque recuerdo que no fui capaz de entender del todo la fascinación de Asbjørn por ese austriaco, y hasta diez años más tarde no descubrí su grandeza, en compañía del resto de la Noruega literaria. El olfato era el gran don de Asbjørn, nunca me he topado con nadie con un gusto tan acertado como el suyo, pero ¿de qué servía, excepto de rueda alrededor de la que giraba una vida estudiantil? La esencia del olfato es juzgar, para juzgar hay que estar fuera, y no es allí donde se crea algo. Yngve estaba, en mayor grado, dentro, tocaba en una banda, componía sus propias canciones y escuchaba música sobre esa base, aparte de que tenía un lado analítico y académico que Asbjørn no tenía o no usaba en la misma medida. El diseño gráfico era perfecto para ellos en muchos sentidos.
Mi novela fue aceptada más o menos en la misma época en que ellos empezaron con su empresa, y no había ninguna alternativa a que ellos hicieran la portada y metieran así la cabeza en el mundo editorial. La editorial no lo veía tan claro. El editor, Geir Gulliksen, mencionó que se pondría en contacto con una agencia de diseño y me preguntó si tenía alguna idea en lo referente a la portada. Dije que me gustaría que la hiciera mi hermano.
—¿Tu hermano? ¿Es diseñador?
—Bueno, acaba de empezar. Ha creado una empresa con un compañero en Stavanger. Son buenos, lo garantizo.
—Podemos hacer lo siguiente —apuntó Geir Gulliksen—. Ellos nos hacen una propuesta y nosotros la estudiamos. Si es buena, no será ningún problema.
Y así fue. Fui a verlos en junio llevando conmigo un libro de los años cincuenta sobre astronáutica. Había pertenecido a mi padre y estaba lleno de dibujos impregnados del optimismo de esa década. También había pensado en un color crema que había visto en la portada del libro El mundo de ayer, de Stefan Zweig. Además, Yngve se había hecho con un par de fotos de zepelines, que en mi opinión irían muy bien con el libro. De modo que allí estaban los dos, sentados en sus nuevos sillones de oficina en el ático, con el sol ardiendo fuera, haciendo propuestas, mientras yo los observaba desde atrás reclinado en un sillón. Por las noches bebíamos cerveza y veíamos el mundial de fútbol. Yo estaba alegre y optimista, porque tenía una intensa sensación de que una época estaba acabando y otra empezando. Tonje acababa de terminar la carrera y había conseguido un puesto en la Radio Nacional de la provincia de Hordaland, yo iba a publicar mi primera novela, hacía poco que nos habíamos ido a vivir a nuestro primer piso de verdad, en Bergen, donde nos habíamos conocido. Yngve y Asbjørn, a los que me había pegado durante todos los años de universidad, habían montado su propio negocio, y su primer trabajo de verdad era la portada de mi libro. Todo estaba lleno de posibilidades, todo señalaba hacia delante por primera vez en mi vida.
El resultado de esos días fue muy positivo, teníamos seis o siete propuestas estupendas, yo estaba contento, pero ellos querían probar algo diferente, y Asbjørn se trajo una bolsa de revistas americanas de fotos que nos pusimos a estudiar. Me enseñó algunas de Jock Sturges, eran únicas, yo nunca había visto nada igual; elegimos una de una chica de piernas y brazos largos, de unos doce o trece años, que estaba con la espalda desnuda mirando un lago. Era una foto bonita, pero cargada, limpia, pero amenazadora, poseía una calidad casi icónica. En otra revista encontramos un anuncio en el que la letra estaba impresa en blanco en dos franjas azules. Decidieron apoderarse de esa idea, pero en rojo, y media hora más tarde, Yngve tenía ya lista la portada. A la editorial le entregamos cinco propuestas diferentes, pero no había duda, la variante Sturges era la mejor, y cuando el libro saliera unos meses más tarde, sería con la joven en la portada. Eso equivalía a buscar bronca, Sturges era un fotógrafo muy polémico, yo había leído que agentes del FBI habían registrado su casa, y al buscar su nombre en la red, algunos enlaces conducían siempre a páginas de pornografía infantil. Al mismo tiempo nunca había visto a ningún otro fotógrafo retratar ese mundo tan rico de la infancia de un modo tan gratificante. Incluida Sally Mann. De modo que me alegré. Y también de que fueran Yngve y Asbjørn los que la hubieran diseñado.
En el coche camino del aeropuerto de Sola esa extraña tarde de viernes no hablamos mucho, sólo comentamos muy por encima los asuntos prácticos que nos esperaban, el propio entierro, un tema en el que ni Yngve ni yo teníamos experiencia. El sol bajo hacía que los tejados de las casas por las que pasábamos estuviesen incandescentes. El cielo estaba alto, el paisaje llano y verde, y todo ese espacio hizo que me invadiera una sensación de desolación, que ni siquiera la aglomeración más enorme de personas podía llenar. Pequeñas eran las personas que veíamos esperando el autobús para la ciudad en las paradas a lo largo del camino, pequeñas las que iban en bicicleta inclinadas sobre el manillar, pequeñas las que cruzaban el campo cultivado montadas en un tractor o saliendo por la puerta de una gasolinera con un perrito caliente en una mano y una Coca-Cola en la otra. También la ciudad daba la impresión de desolación con las calles vacías, el día había acabado, y la noche aún no había empezado.
Yngve había puesto un CD de Björk. Por la ventanilla se veían cada vez menos tiendas y edificios de oficinas, y más viviendas. Pequeños jardines, arbustos, frutales, niños montando en bicicleta, niños saltando en camas elásticas.
—No sé por qué me he puesto a llorar —dije—. Pero al verte me emocioné. Comprendí de repente que él había muerto.
—Sí… —asintió Yngve—. Yo no sé si lo he asumido aún.
Cambió de marcha al doblar la curva y emprendió la subida de la última cuesta. A la derecha había un parque infantil, dos niñas estaban sentadas en un banco con una especie de naipes en las manos. Un poco más arriba, al otro lado de la calle, divisé el jardín de la casa de Yngve. No había nadie en él, pero la puerta corredera del salón estaba abierta.
—Ya estamos —dijo Yngve, metiendo despacio el coche en el garaje abierto.
—Dejo la maleta —dije—. Total, es sólo hasta mañana…
La puerta de la casa se abrió y salió Kari Anne con el pequeño Torje en un brazo. Ylva estaba a su lado, agarrada a su pierna, mirándome. Cerré la puerta del coche y fui hacia ellos. Kari Anne sacó la cabeza y me abrazó, yo acaricié el pelo de Ylva.
—Siento lo de vuestro padre —dijo ella—. Es una pena.
—Gracias —contesté—. Pero no ha sido ninguna sorpresa.
Yngve cerró el maletero y venía hacia nosotros con una bolsa en cada mano. Debía de haber hecho compras camino del aeropuerto.
—¿Entramos? —propuso Kari Anne.
Asentí con un gesto y la seguí adentro.
—Mmm, huele bien —dije.
—Lo hago muchas veces —dijo Kari Anne—. Espaguetis con jamón y brócoli.
Todavía con Torje en un brazo, apartó con el otro una cacerola de la placa eléctrica, la apagó y se agachó a sacar un colador del armario en el instante en que entraba Yngve, que dejó las bolsas en el suelo y se puso a colocar las cosas. Ylva, que excepto por un pañal estaba completamente desnuda, se quedó inmóvil en medio de la cocina, mirándonos alternativamente a mí y a ellos. Luego se apresuró hasta una cuna de juguete que tenía junto a la librería, cogió una muñeca y vino hacia mí con ella en el brazo extendido.
—Qué muñeca tan bonita tienes —dije, arrodillándome delante de ella—. ¿Me dejas verla?
Apretó la muñeca contra el pecho con una expresión de determinación, dándome a medias la espalda.
—Tienes que enseñarle la muñeca a Karl Ove —dijo Kari Anne.
—Salgo un momento a fumarme un cigarrillo —dije, levantándome.
—Yo también —dijo Yngve—. En cuanto acabe con esto.
Salí por la puerta abierta de la terraza, la cerré y me senté en uno de los tres sillones blancos de plástico. Había juguetes esparcidos por todo el césped. En un extremo, junto al seto, se veía una piscina de plástico llena de agua, en la que flotaban pajas e insectos. Había dos palos de golf apoyados contra la pared, y al lado un par de raquetas de bádminton y un balón de fútbol. Saqué un cigarrillo del bolsillo interior, lo encendí y eché la cabeza hacia atrás. El sol se había escondido detrás de una nube y la hierba y las hojas que unos minutos antes resplandecían estaban de repente grisáceas y mortecinas. Procedente del jardín vecino llegaba el ruido regular de un cortacésped manual que era movido hacia delante y hacia atrás. En casa de Yngve sonaba el tintineo de platos y cubiertos.
Ah, cuánto me gustaba estar allí.
En mi apartamento no había distinción entre yo y la casa; si yo sufría, la casa también sufría. Pero allí había una distinción, allí el entorno no tenía nada que ver conmigo ni con lo mío, protegiéndome por tanto de todo lo que pudiera molestarme.
Se abrió la puerta detrás de mí. Era Yngve. Llevaba una taza de café en la mano.
—Tonje te manda saludos —dije.
—Gracias. ¿Qué tal le va?
—Bien —contesté—. Empezó a trabajar el lunes. El miércoles ya le dieron un reportaje en el telediario. Un accidente mortal.
—Ya, ya me lo contaste —dijo, sentándose.
¿Qué le pasaba? ¿Estaba enfadado?
Permanecimos un rato sin decir nada. Sobre el cielo, muy alto por encima de los bloques de viviendas a nuestra izquierda, volaba un helicóptero. El sonido del motor quedaba lejano. Las dos niñas del parque infantil se aproximaban por la calle. En uno de los jardines de más abajo alguien gritó un nombre. Sonó como si fuera Bjørnar.
Yngve sacó un cigarrillo y lo encendió.
—¿Has empezado a jugar al golf? —pregunté.
Asintió con la cabeza.
—También deberías probar tú. Serías un buen jugador de golf. Eres alto y has jugado al fútbol, y además tienes instinto de ganador. ¿Te apetece probar? Tengo unas pelotas ligeras de ensayo en algún sitio.
—¿Ahora? Creo que no.
—Era una broma, Karl Ove.
—¿El que yo fuera a jugar al golf, o el que fuera a hacerlo ahora mismo?
—Que fueras a hacerlo ahora mismo.
El vecino, que ahora se encontraba junto al seto que separaba los dos jardines se paró, se enderezó y se pasó la mano por la calva descubierta y sudada. En un sillón de la terraza había una mujer con pantalones cortos blancos y camiseta blanca. Estaba leyendo una revista.
—¿Sabes algo de la abuela? —pregunté.
—No, en realidad no —contestó—. Pero fue ella la que lo encontró. Así que te puedes imaginar que no debe de estar muy bien.
—Lo encontró en el salón, ¿no?
—Sí —contestó Yngve, que apagó el cigarrillo en el cenicero y se levantó.
—Ven, vamos a cenar algo.
A la mañana siguiente me despertó Ylva, que estaba gritando en el pasillo junto a la escalera. Me incorporé a medias en la cama y subí el estor para poder ver qué hora era. Las cinco y media. Suspiré y volví a tumbarme. La habitación en la que me encontraba estaba llena de cajas de mudanza, ropa y objetos varios que aún no habían encontrado su lugar en la casa. Había una tabla de planchar junto a la pared llena de ropa doblada, y al lado un biombo plegado de aspecto asiático, apenas apoyado en la pared. Desde fuera me llegaron las voces de Yngve y Kari Anne, y a continuación sus pasos en la vieja escalera de madera. La radio se encendió abajo. Habíamos decidido salir sobre las siete. Así estaríamos en Kristiansand alrededor de las once, pero supuse que no había nada que nos impidiera salir antes. Bajé los pies al suelo, me puse los pantalones y la camiseta, me incliné hacia delante y me pasé una mano por el pelo, mirándome en el espejo de la pared. No quedaba ningún vestigio de mis reacciones emocionales del día anterior; sólo parecía cansado y con sueño. Así que de vuelta al principio. Porque el día anterior no había dejado huellas tampoco en mi interior. Las emociones son como el agua, se configuran siempre según el entorno. Ni siquiera el dolor más grande deja rastro, cuando se percibe tan sobrecogedor y dura tanto no es porque las emociones se hayan solidificado, eso es imposible, sino porque se quedan estancadas, de la misma manera que se queda estancada el agua en una laguna.
Mierda, pensé. Era uno de mis tics mentales. Me cago en la puta, era otro. Se enardecían imparables en mi conciencia a intervalos irregulares, pero ¿por qué iba a pararlos? Al fin y al cabo no hacían mal a nadie. Y por fuera no se me notaba que los pensaba. Una jodida mierda, pensé, abriendo la puerta. Miré directamente al dormitorio de ellos, bajé la mirada, había cosas de las que no quería saber nada, aparté la pequeña barrera de madera, bajé la escalera y entré en la cocina. Ylva estaba sentada en su silla infantil con una rebanada de pan en la mano y un vaso de leche delante, Yngve estaba junto a la cocina friendo huevos, y Kari Anne iba de un lado para otro poniendo la mesa. La luz de la cafetera eléctrica estaba encendida. Las últimas gotas del filtro caían en la jarra. El extractor zumbaba, los huevos chisporroteaban en la sartén, en la radio se oía la información sobre el tráfico.
—Buenos días —saludé.
—Buenos días —contestó Kari Anne.
—Hola —dijo Yngve.
—Karl Ove —dijo Ylva, señalando la silla enfrente de ella.
—¿Me siento ahí? —le pregunté.
Ella asintió con grandes gestos de la cabeza, yo saqué la silla y me senté. La niña se parecía más a Yngve que a su madre, tenía su nariz y sus ojos, y curiosamente también se reconocían en ellos muchas de las expresiones de su padre. Su cuerpo aún no había abandonado del todo la redondez de bebé, había algo blando y redondo en todas sus articulaciones y partes, así que me costó no sonreír cuando arrugó la frente y adoptó una de las expresiones ingeniosas de Yngve. Eso no la hizo parecer a ella mayor, pero sí a él más pequeño: de repente te dabas cuenta de que uno de los gestos característicos de mi hermano no se debía a la experiencia, madurez o sabiduría, sino que había vivido una vida inalterada e independiente de su cara, desde que ésta empezó a formarse a principios de 1960.
Yngve metió la paleta debajo de los huevos fritos y los colocó uno a uno en una fuente que dejó en la mesa, junto a la cesta de pan, luego fue a por el café y llenó las tres tazas. Yo solía tomar té para el desayuno, lo hacía desde que tenía catorce años, pero no quise decirlo, cogí una rebanada de pan y puse encima un huevo con la paleta que Yngve había dejado en el borde de la fuente.
Miré la mesa en busca de sal. Pero no la vi.
—¿Hay sal? —pregunté.
—Aquí tienes —contestó Kari Anne.
—Gracias —dije, abriendo la pequeña tapa del bote de plástico y viendo cómo los minúsculos granitos se iban hundiendo en la yema amarilla, perforando apenas la superficie, a la vez que la mantequilla de abajo empezaba a derretirse y a introducirse en la rebanada.
—¿Dónde está Torje? —pregunté.
—Arriba durmiendo —contestó Kari Anne.
Di un mordisco a la rebanada de pan. La clara del huevo frita estaba como rugosa por debajo, con grandes capas oscuras que se rompían entre la lengua y el paladar cuando masticaba.
—¿Duerme mucho todavía? —pregunté.
—Bueno…, unas dieciséis horas al día tal vez. No sé. ¿Tú qué crees? —preguntó volviéndose hacia Yngve.
—Ni idea —contestó.
Mordí la yema, que me entró amarilla y templada en la boca. Di un sorbo de café.
—Lo que se asustó cuando Noruega metió un gol —dije.
Kari Anne sonrió. Habíamos visto allí el segundo partido de Noruega del mundial, mientras Torje dormía en una cuna en el otro extremo de la habitación. Cuando se apagaron nuestros bramidos tras el gol, un grito irascible subió de la cuna.
—Por cierto, qué pena lo del partido contra Italia —comentó Yngve—. No lo habíamos comentado, ¿no?
—Es verdad —respondí—. Pero sabían lo que hacían. Bastó con que Noruega se hiciera con el balón para que todo se derrumbara.
—También estarían agotados tras el partido contra Brasil —dijo Yngve.
—Yo también —dije—. Aquel penalti casi acaba conmigo. Era incapaz de mirar.
Había visto el partido en Molde, con el padre de Tonje. En cuanto acabó, llamé a Yngve. Los dos estábamos a punto de llorar de emoción. Dejábamos atrás una infancia entera con un equipo nacional sin ninguna posibilidad de ganar. Luego fui al centro con Tonje, la ciudad estaba llena de coches pitando y banderas ondeando al viento. Desconocidos se abrazaban, por todas partes sonaban canciones y gritos, la gente correteaba de un lado para otro, Noruega había ganado a Brasil en un partido decisivo de un mundial, y nadie sabía hasta dónde podía llegar el equipo. ¿Acaso hasta la final?
Ylva se deslizó de la silla hasta el suelo y me cogió la mano.
—Ven —dijo.
—Karl Ove tiene que desayunar primero —le explicó Yngve—. Luego, Ylva.
—Está bien —dije, y la acompañé. Me arrastró hasta el sofá, cogió un libro de la mesa y se sentó. Sus cortas piernas no le llegaban ni siquiera al borde.
—¿Te leo? —le pregunté.
Ella asintió con la cabeza. Me senté a su lado y abrí el libro. Trataba de una oruga que comía de todo. Cuando acabé de leérselo, ella trepó a por otro libro de la mesa. Esta vez se trataba de un ratón llamado Fredrik, y que, al contrario que todos los demás ratones, no recogía comida en el verano, sino que prefería quedarse soñando. Los demás lo calificaban de vago, pero al llegar el invierno, cuando todo estaba frío y blanco, fue él el que dio nuevo color y luz a la existencia de los ratones. Eso era lo que él había recogido, y lo que ellos necesitaban, luz y color.
Ylva estaba inmóvil junto a mí, mirando concentrada cada página, y señalando de vez en cuando algo para decir el nombre del objeto. Me gustaba estar sentado así con ella, pero también me resultaba un poco aburrido. Habría preferido estar fuera en la terraza, solo, con un cigarrillo y una taza de café.
En la última página, Fredrik era ya un sonrojado héroe y salvador.
—¡Ha sido muy edificante y agradable! —les dije a Yngve y a Kari Anne al terminar el libro.
—Lo teníamos cuando éramos pequeños —señaló Yngve—. ¿No te acuerdas?
—Vagamente —mentí—. ¿Es el mismo?
—No, el nuestro está en casa de mamá.
Yngve se acercó al montón de libros infantiles. Yo me levanté y cogí la taza de café de la mesa de la cocina.
—¿Quieres algo más? —me preguntó Kari Anne, camino de la pila con su plato.
—No, gracias, estoy muy bien.
Miré a Yngve.
—¿Cuándo nos vamos?
—Primero tengo que ducharme —contestó—. Y preparar un poco de equipaje. ¿Media hora, tal vez?
—Vale —dije. Ylva se había conformado con que la sesión de lectura hubiese terminado por esa vez. Estaba en la entrada poniéndose mis zapatos. Abrí la puerta corredera de la terraza y salí. Estaba nublado, pero no hacía frío. Los sillones estaban cubiertos de finas gotas de rocío que limpié con la palma de la mano antes de sentarme. Nunca me levantaba tan temprano, mis mañanas no solían empezar hasta las once, doce o una, y todo lo que mis sentidos absorbían en ese momento me recordaba a las mañanas veraniegas de mi infancia, cuando salía de casa en bicicleta sobre las seis y media para ir a trabajar a unos viveros. El cielo solía estar medio nublado, el camino por el que iba vacío y gris, el aire que me venía de frente era fresco, y parecía casi imposible que más tarde el calor llegara a ser abrasador en el campo en el que trabajábamos, y que en la pausa de la comida nos fuéramos a toda prisa en nuestras bicis al lago de Gjerstad a darnos un chapuzón, antes de volver al trabajo.
Di un sorbo de café y encendí un cigarrillo. No es que disfrutara del sabor a café o de la sensación del cigarrillo que se me colaba en los pulmones, apenas lo notaba, lo importante era hacerlo, era una rutina, y, como siempre pasa con las rutinas, todo se encontraba en la forma.
¡Cómo odiaba el olor de los cigarrillos cuando era pequeño! Excursiones en el asiento trasero del coche ardiendo de calor, con tus padres echando humo en los asientos delanteros. El humo que salía de la cocina y se colaba por la rendija de la puerta de mi habitación por las mañanas antes de que me hubiera acostumbrado a ello, cuando llenaba mi nariz dormida y me estremecía, el malestar que me producía y que se repitió cada día hasta que empecé a fumar y me hice inmune al olor.
La excepción fue la época en la que mi padre fumó en pipa.
¿Cuándo sería eso?
Todo aquel jaleo de golpear la pipa para sacar el viejo tabaco quemado, limpiarla con los flexibles limpiapipas blancos, volver a llenarla de tabaco nuevo y chuparla hasta que se encendía, acercar la cerilla, chupar, otra cerilla, chupar, chupar, luego echarse hacia atrás, poner una pierna sobre la otra y fumar en pipa. Curiosamente lo asociaba con su época de actividades al aire libre. Jerséis de punto hechos en casa, botas, barba, pipa. Largas excursiones por el bosque a coger bayas para el invierno, a veces excursiones a la montaña en busca de frambuesas árticas, la baya de la baya, pero normalmente en el bosque junto a alguna carretera donde aparcábamos el coche, todos con nuestros recogedores de bayas en una mano y el cubo en la otra, en busca de arándanos azules o rojos. Descansar junto a ríos o sobre colinas con vistas, a veces en alguna montaña a orillas de un río, y otras sobre un tronco en un pinar. El frenazo al descubrir frambuesas junto al sendero. Sacar los cubos, porque aquello era en la década de los setenta en Noruega, cuando las familias cogían frambuesas en el bosque los fines de semana, las metían en enormes bolsas de congelar de plástico, y llevaban bocadillos en el maletero. Fue en esa misma época cuando le dio por pescar, se iba solo a la isla después del instituto, o con nosotros los fines de semana en busca de bacalao, que se encontraba por esas aguas en el invierno de aquella época, 1974-1975. Aunque ni mi padre ni mi madre tuvieron contacto con el movimiento del sesenta y ocho, sí que tuvieron hijos a los veinte años y desde entonces trabajaban, y aunque ese movimiento era ideológicamente ajeno a mi padre, él no era indiferente al espíritu de su época, y viéndolo con la pipa en la mano y la barba, aunque no con el pelo largo, al menos con mucho pelo, jersey de lana y un par de vaqueros anchos por abajo, mirándote con sus ojos luminosos, podría uno creer que era uno de esos padres suaves que en aquella época empezaban a surgir y a dejar sus huellas, que no se oponían a empujar el cochecito del niño, a cambiar pañales, y a sentarse en el suelo a jugar con los pequeños. Pero nada más lejos de la realidad. Lo único que tenía en común con ellos era la pipa.
Oh, papá, ¿te has muerto dejándome aquí?
A través de la ventana abierta del piso de arriba se oyó de repente a alguien llorar. Giré la cabeza. En la cocina, Kari Anne, a punto de vaciar el friegaplatos, dejó dos vasos sobre la encimera y subió la escalera correteando. Ylva, que empujaba un cochecito con una muñeca dentro, siguió a su madre. Al instante oí su voz consoladora a través de la ventana, y el llanto arriba cesó. Me levanté, abrí la puerta y entré. Ylva estaba al pie de la escalera mirando hacia arriba. Las tuberías zumbaban en las paredes.
—¿Quieres que te lleve a hombros? —pregunté.
—Sí —contestó.
Me agaché y la levanté del suelo, agarré sus pequeñas piernas con mis manos y corrí un par de veces entre el salón y la cocina, relinchando como un caballo. Ella se reía, y cada vez que me paraba y me inclinaba hacia delante, como si la fuera a tirar, se ponía a gritar. Tras unos minutos yo ya tenía de sobra, pero por si acaso, di un par de vueltas más, antes de ponerme en cuclillas y dejarla en el suelo.
—¡Más! —dijo la niña.
—Otro día —le dije, mirando por la ventana hacia la calle, donde justo en ese instante llegaba un autobús a recoger a un pequeño grupo de personas de los bloques, y llevarlas al trabajo.
—Ahora —insistió ella.
La miré con una sonrisa.
—Vale. Una vez más —consentí. La cogí otra vez y de nuevo vuelta hacia delante, vuelta hacia atrás, parar, hacer como si fuera a tirarla, y relinchar. Por suerte, Yngve bajó justo después, de manera que resultó natural finalizar el juego.
—¿Estás listo? —preguntó.
Tenía el pelo mojado, y las mejillas lisas tras el afeitado. En la mano llevaba una vieja bolsa azul y roja Adidas que tenía desde que iba al instituto.
—Sí, sí —asentí.
—¿Ha subido Kari Anne?
—Sí, Torje se ha despertado.
—Voy a fumarme un cigarrillo, luego podemos irnos —dijo Yngve—. ¿Te ocupas tú de Ylva mientras tanto?
Asentí con la cabeza. Por suerte, estaba entretenida, de manera que pude dejarme caer en el sofá y hojear una revista. Pero no era capaz de concentrarme en reseñas de discos y entrevistas a diversos conjuntos musicales, de modo que la volví a dejar y cogí la guitarra de Yngve, que estaba en un soporte junto al sofá, delante del amplificador y las cajas de discos de vinilo. La guitarra era una Fender Telecaster negra, relativamente nueva, mientras que el amplificador era un viejo Music Man. Además, tenía una guitarra Hagström, pero ésa estaba en el despacho. Toqué un par de acordes sin pensármelo, era el comienzo de Space Oddity, de Bowie, que empecé a canturrear por lo bajo. Yo ya no tenía guitarra, después de tantos años tocando no había conseguido pasar de lo más elemental, un nivel que un chico de catorce años medianamente dotado habría conseguido en un mes. Pero la batería por la que había pagado un montón hacía cinco años estaba al menos en el desván, y cuando volviera a Bergen tal vez pudiera tocarla de nuevo.
Aquí lo que uno debería saber tocar es Pipi Calzaslargas, pensé.
Dejé la guitarra y cogí otra vez la revista. En ese instante bajaba Kari Anne por la escalera con Torje en brazos. El niño sonreía de oreja a oreja colgado de su madre. Me levanté y me acerqué a ellos, me incliné hacia él e hice ¡bu!, algo que me resultaba muy ajeno y poco natural, de repente me sentí muy tonto, pero al parecer eso no le importó nada a Torje, que se tronchó de risa, y me miraba con ojos expectantes cuando dejó de reír, esperando que se lo hiciera otra vez.
—¡Uh! —exclamé.
—¡Ja, ja, ja! —se rió.
No todos los ritos son ceremoniales, no todos los ritos están claramente delimitados, algunos se forman en medio de lo cotidiano, y sólo se dejan reconocer mediante ese peso y carga que de repente adquiere lo que suele ser usual. Cuando aquella mañana salí de la casa y seguí a Yngve al coche, durante un instante me pareció como si estuviera entrando en una historia más grande que la mía propia. Los hijos que vuelven a casa a enterrar a su padre, en medio de esa historia me encontraba de repente cuando me detuve junto a la puerta del lado del pasajero, mientras Yngve abría el maletero y metía la bolsa, y Kari Anne, Ylva y Torje nos miraban desde la puerta. El cielo estaba blanquecino y suave, el barrio en silencio. El golpe seco del portón del maletero, que resonó en la pared del otro lado, sonó casi demasiado fuerte e inoportuno. Yngve abrió la puerta, se sentó y se inclinó a abrirme la puerta de mi lado. Dije adiós con la mano a Kari Anne y a los niños, antes de instalarme en el asiento. Ellos me devolvieron el saludo. Yngve arrancó el motor, puso el brazo sobre mi asiento y dio marcha atrás, hacia la derecha. Entonces también él les dijo adiós con la mano, y emprendimos el viaje. Me recliné en el asiento.
—¿Estás cansado? —me preguntó Yngve—. Duerme, si quieres.
—¿Seguro que no te importa?
—Claro que no. Si me dejas poner algo de música.
Asentí con la cabeza y cerré los ojos. Oí su mano pulsar el botón del equipo y coger un CD del pequeño hueco de debajo del salpicadero. El bajo murmullo del motor. Vi desaparecer el CD en la ranura y, al instante, sonó un intro de mandolina.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Sixteen Horsepower. ¿Te gusta?
—Suena bien —dije, y volví a cerrar los ojos. La sensación de la gran historia ya había desaparecido. No éramos dos hijos, éramos Yngve y Karl Ove, no íbamos a casa, sino a Kristiansand, no íbamos a enterrar a un padre, sino a papá.
No tenía sueño y no conseguiría dormir, pero resultaba cómodo estar así, sobre todo porque no se me exigía nada. Cuando éramos niños, yo hablaba de todo con Yngve, no tenía ningún secreto para él, pero en algún momento, tal vez cuando empecé en el instituto, todo cambió, desde entonces era tremendamente consciente de quién era él y quién era yo cuando charlábamos, la naturalidad desapareció, cada frase que pronunciaba era planificada de antemano o analizada a posteriori, más bien las dos cosas, excepto cuando bebía, entonces la vieja libertad volvía a apoderarse de mí. Exceptuando a Tonje y a mi madre, esa situación se repetía con todo el mundo, ya no podía simplemente charlar con la gente, la conciencia de la situación era demasiado grande para eso, lo que me dejaba fuera de ella. No sabía si Yngve lo vivía de la misma manera, aunque no lo creía, no daba esa impresión cuando lo veía con otras personas. Tampoco sabía si él sabía cómo lo vivía yo, pero me parecía que sí. A menudo me sentía falso o mentiroso, ya que nunca jugaba con las cartas sobre la mesa, sino que siempre actuaba con premeditación. Ya no me importaba nada, todo eso se había convertido en mi vida, pero justo en ese momento, al empezar un largo viaje en coche, habiendo muerto mi padre y todo, me di cuenta de que deseaba librarme de mí mismo, o de eso que tanto me vigilaba dentro de mí.
Qué puta mierda.
Me enderecé y miré los CD. Massive Attack, Portishead, Blur, Leftfield, Bowie, Supergrass, Mercury Rev, Queen.
¿Queen?
A Yngve todos esos le gustaban desde que era un chiquillo, había permanecido fiel a ellos, dispuesto a defenderlos en cualquier momento. Recuerdo cómo sentado en su cuarto copió uno de los solos de Brian May. Nota por nota en su nueva guitarra, una copia negra de Les Paul, comprada con el dinero que había reunido para la confirmación, y también recuerdo la revista de los miembros del Queen Fanclub, que en aquella época le llegaba por correo. Seguía esperando a que el mundo tuviera sentido común, y diera a Queen lo que Queen realmente merecía.
Sonreí.
Cuando Freddie Mercury murió, la noticia más chocante no fue que era gay, sino que era hindú.
¿Quién podía imaginar semejante cosa?
A lo largo de la carretera ya no se veían tantas casas. El tráfico en sentido contrario había ido hasta entonces en aumento, ya que la hora punta de la mañana se estaba acercando, pero empezaba a disminuir otra vez conforme llegábamos a las zonas despobladas entre las ciudades. Habíamos pasado por algunos extensos campos amarillos de cereales, otros de fresón, trozos sueltos de verdes pastos, campos labrados recientemente con la tierra marrón oscura, casi negra. Entremedias había bosquecillos y poblaciones. Algún que otro pequeño río, alguna laguna o lago. Luego el paisaje cambió de aspecto, para volverse casi de alta montaña, con llanuras verdes, sin árboles y sin cultivar. Yngve se salió de la carretera y entró en una gasolinera, llenó el depósito, metió la cabeza en el coche y me preguntó si quería algo, le dije que no, pero cuando volvió me alcanzó de todos modos una botella de Coca-Cola y una chocolatina Bounty.
—¿Nos fumamos un cigarrillo? —preguntó.
Asentí y salí del coche. Fuimos hasta un banco que había al final del recinto. Detrás del banco corría un pequeño arroyo, sobre el que la carretera formaba un puente. Una moto pasó a toda velocidad, luego un tráiler y luego otro.
—¿Qué dijo mamá por fin? —pregunté.
—No mucho —contestó Yngve—. Ya sabes que necesita tiempo para pensar las cosas. Pero se puso triste. Supongo que más bien pensando en nosotros.
—Hoy enterraban a Borghild.
—Sí.
Un tráiler llegó desde el oeste al recinto de la gasolinera, aparcó con un suspiro en la otra punta, y un hombre de mediana edad bajó de la cabina de un salto y se alisó el pelo, que ondeaba al viento, mientras se acercaba a la entrada del edificio.
—La última vez que vi a papá dijo que estaba pensando en hacerse camionero —dije con una sonrisa.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo fue eso?
—En el invierno de hace… de hace año y medio. Yo estaba en Kristiansand escribiendo.
Abrí el tapón de la botella y di un sorbo.
—¿Cuándo lo viste por última vez? —le pregunté, mientras me limpiaba la boca con el dorso de la mano.
Yngve miró la llanura al otro lado de la carretera y dio un par de caladas al cigarrillo casi acabado.
—Tuvo que ser en la confirmación de Egil. En el mes de mayo del año pasado. Pero tú también estabas allí, ¿no?
—Coño, tienes razón. Ésa fue la última vez. ¿O no? De repente empiezo a dudar.
Yngve bajó el pie del banco, volvió a cerrar la botella y empezó a andar hacia el coche en el momento en el que el camionero salía del edificio con un periódico bajo el brazo y un perrito caliente en la otra mano. Tiré el cigarrillo humeante al asfalto y seguí a mi hermano. Cuando llegué al coche, el motor ya estaba en marcha.
—Ya está —dijo Yngve—. Nos quedan dos horas más o menos. Podemos comer cuando lleguemos, ¿no?
—Sí —contesté.
—¿Quieres escuchar algo en especial?
Detuvo el coche en la salida y miró un par de veces en todas las direcciones, antes de volver a la carretera principal y acelerar.
—No —contesté—. Decide tú.
Eligió Supergrass. Ese disco lo había comprado yo en Barcelona cuando acompañé a Tonje a una especie de seminario para radios locales europeas. Allí los habíamos visto en vivo, y desde entonces los había escuchado sin cesar junto con otros dos discos mientras escribía la novela. De repente el ambiente de aquel año me llenó del todo. Así que ya se había convertido en un recuerdo, pensé sorprendido. Así que ya se había convertido en un recuerdo aquella época en la que estuve en Volda escribiendo día y noche, mientras dejaba a Tonje totalmente desatendida.
Nunca más, diría ella luego, la primera noche en el nuevo piso de Bergen. Al día siguiente nos íbamos de vacaciones a Turquía. Si vuelve a ocurrir, te dejo.
—Ahora que lo pienso, lo vi una vez después de aquello —dijo Yngve—. El verano del año pasado. Cuando estuve en Kristiansand con Bendik y Atle. Estaba sentado en el banco que hay delante del quiosco de Rundingen cuando pasamos en el coche. Ése tiene pinta de ser un pillo, dijo Bendik al verlo. Y en eso tenía razón.
—Pobre papá —dije.
Yngve me miró.
—Si hay alguien que no es pobre en este mundo es él —objetó.
—Ya lo sé, pero sabes a lo que me refiero.
No contestó. El silencio de los primeros segundos estaba cargado de significado, luego se convirtió en mero silencio. Miré el paisaje, pobre y azotado por los vientos por estar tan cerca del mar. Algún que otro granero pintado de rojo, alguna que otra vivienda pintada de blanco, algún que otro tractor en un campo. Un viejo coche sin ruedas en un patio, un balón de plástico amarillo arrastrado por el viento debajo de un arbusto, unas ovejas pastando en una ladera, un tren que pasaba despacio sobre la vía elevada a sólo un par de cientos de metros de la carretera.
Siempre había intuido que Yngve y yo teníamos una relación diferente con mi padre. Las diferencias no eran grandes, pero tal vez sí significativas. ¿Qué sabía yo? Durante una época mi padre se había acercado a mí, lo recordaba bien, fue el año que mi madre estudió en Oslo y luego hizo prácticas en la institución de Modum, y nosotros vivimos en casa con él. Era como si él ya hubiera dado por perdido a Yngve, que entonces tenía catorce años, pero aún le quedara la esperanza de poder establecer una buena relación conmigo. En todo caso me veía obligado a estar en la cocina todos los días, mientras él preparaba la comida. Yo sentado en la silla, él de pie junto a la placa friendo lo que fuera. Entonces él me interrogaba sobre distintos asuntos. Qué había dicho la profesora, qué habíamos aprendido en la clase de inglés, qué iba a hacer después de comer, si sabía qué equipos jugarían el partido de la quiniela ese sábado. Yo respondía con gran brevedad y me retorcía en la silla. También fue ése el invierno que me llevaba a esquiar. Yngve podía hacer lo que quisiera con tal de que dijera adónde iba y volviera a casa a las nueve y media, y yo lo envidiaba por ello. Por cierto, ese período se extendió más allá del año en el que mi madre estuvo ausente, porque en el otoño siguiente mi padre me llevaba de pesca por las mañanas antes de empezar el colegio, nos levantábamos a las seis, fuera estaba oscuro como el fondo de un pozo, y hacía frío, sobre todo en el mar. Yo tiritaba y quería irme a casa, pero era mi padre el que me llevaba, de nada servía quejarse, de nada servía decir nada, lo único que se podía hacer era aguantar. A las dos horas estábamos otra vez en tierra, lo justo para que yo llegara al autobús del colegio. Lo odiaba, siempre pasaba frío, pues el mar estaba helado, y era yo el que tenía que recoger los utensilios mientras él maniobraba la barca, y cuando no conseguía coger la boya, me gritaba, lo cual era más bien la regla y no la excepción, que yo llorando intentara coger la jodida boya mientras él daba vueltas a la barca mirándome con sus ojos salvajes en esa oscuridad otoñal de la isla de Trom. Pero sé muy bien que lo hacía por mí, y que nunca lo hizo por Yngve.
Por otra parte, también sé que los primeros cuatro años de la vida de Yngve, cuando vivían en la calle Therese de Oslo, mi padre estudiaba en la universidad, mi madre en la escuela superior de enfermería, e Yngve iba a la guardería, fueron buenos años, tal vez incluso felices. Mi padre estaba contento y satisfecho con Yngve. Cuando yo nací, nos mudamos a la isla de Trom, primero a una casa vieja, originalmente militar, en Hove, en el bosque, muy cerca del mar, luego a la urbanización de Tybakken, y lo único que me contaron de esa época fue que un día me caí por la escalera, hiperventilé y me desmayé, y mi madre fue corriendo conmigo en brazos a casa del vecino para que la dejaran llamar por teléfono al hospital, pues me estaba poniendo cada vez más azul, y en otra ocasión que lloraba tanto que mi padre me metió en la bañera y me duchó con agua helada para hacerme callar. Mi madre, que fue quien nos lo contó, nos encontró y le dio un ultimátum: si aquello se repetía lo dejaría. No volvió a pasar, y ella se quedó.
El que mi padre intentara acercarse a mí no significaba que no me pegara o me gritara fuera de sí de rabia, o inventara las maneras más astutas de castigarme, pero significaba que mi imagen de él no era uniforme, mientras la de Yngve sí lo era. Que él lo odiara con más intensidad y que fuera más sencillo así. Más allá de eso no tenía ni idea de la relación que Yngve podía tener con él. La idea de tener hijos algún día me resultaba bastante complicada, y cuando Yngve me contó que Kari Anne estaba embarazada, me resultó imposible no especular con qué clase de padre sería mi hermano. Si lo que nuestro padre nos había transmitido se encontraba en la médula, o si sería posible librarse de aquello, tal vez incluso fácilmente. Yngve se convirtió en una especie de piedra de toque para mí, si a él le salía bien, también me saldría bien a mí. Y salió bien, y no había nada de mi padre en Yngve respecto a su relación con sus hijos, todo era diferente y de alguna manera integrado en su vida en general. No rechazaba nunca a los niños, siempre estaba dispuesto a dedicarles el tiempo que necesitaban cuando se refugiaban en él, pero tampoco les permitía sustituir algo dentro de él o en su vida. Manejaba con gran destreza los episodios, por ejemplo los que surgían con Ylva, cuando pataleaba y gritaba y no quería vestirse o que la vistieran. Él la había cuidado en casa durante sus primeros seis meses de vida, y la intimidad que había surgido entre ellos en ese período seguía viva. Yo no tenía a mi disposición más ejemplos que los de Yngve y mi padre.
El paisaje por el que pasábamos volvió a cambiar. Ya estábamos rodeados de bosque. Bosques del sur con piedras peladas en algunos puntos entre los árboles, llanuras pobladas de abetos y robles, álamos blancos y abedules, algún que otro pantano oscuro, repentinos prados, pinares. Cuando era pequeño, solía imaginarme que el mar subía hasta llenar el bosque, de tal manera que los prados se convertían en islotes entre los que se podía navegar y nadar. De todas las fantasías de mi infancia, ésa era la más atrayente, la idea de que todo se llenara de agua me fascinaba, pensar que se podría nadar donde normalmente se caminaba, nadar sobre las paradas del autobús y los tejados de las casas, tal vez bucear y pasar por una puerta, subir por una escalera, entrar en un salón. O sólo a través de los bosques, con sus subidas y bajadas, montones de piedras y viejos árboles. En cierto momento de mi infancia, el juego más gratificante era levantar diques en los arroyos para que el agua se desbordara y cubriera el musgo, las raíces, la hierba, las piedras, la tierra pisoteada en el sendero junto al curso del arroyo. Tenía un poder hipnótico. Por no hablar del sótano de esa casa inacabada que encontramos, llena de agua negra y resplandeciente, sobre la que navegábamos en dos cajas de poliestireno tal vez con cinco años. Hipnótico. Lo mismo pasaba con el hielo en invierno, cuando patinábamos arroyo arriba, donde se habían quedado congelados hierbas y palos, ramas y plantas en el resplandeciente hielo debajo de nosotros.
¿En qué consistía la gran fascinación? ¿Y adónde se había ido?
Otra fantasía que yo tenía en esa época era que dos enormes hojas de sierra salían del coche, cortando todo lo que había a ambos lados cuando pasábamos. Árboles y farolas, viviendas y graneros, pero también a personas y animales. Si había alguien esperando en la parada del autobús, también a él lo partíamos en dos, de manera que el cuerpo desde la cintura hasta arriba caía como cae un árbol talado y la parte de abajo quedaba intacta, sangrando por el corte.
Todavía podía identificarme con ese sentimiento.
—Allí abajo está Søgne —comentó Yngve—. Un sitio del que siempre he oído hablar, pero donde nunca he estado. ¿Has estado tú alguna vez?
Negué con la cabeza.
—Algunas de las chicas del instituto venían de allí. Pero yo no he estado nunca.
Ya sólo quedaban unos veinte o treinta kilómetros.
Al poco rato el paisaje empezó a convertirse en formaciones que me resultaban vagamente familiares, y que se iban volviendo cada vez más familiares conforme avanzábamos, hasta que lo que veía por la ventanilla coincidía del todo con las imágenes que guardaba en mi mente. Tenía la sensación de estar entrando en un recuerdo. De que los lugares por donde nos movíamos no eran más que decorados de juventud. Entramos en Vågsbygd, donde había vivido Hanne, donde estaba la fábrica de Henning Olsen, Falconbridge, oscura y sucia, rodeada de montañas muertas, y luego el puerto de Kristiansand a la derecha, con la estación de autobuses, la terminal del ferry, el Hotel Caledonien y los silos de la isla Odder. A la izquierda, el barrio donde el tío de mi padre había vivido hasta hacía poco, antes de que la demencia lo condujera a una residencia de la tercera edad en algún lugar.
—¿Comemos primero? —preguntó Yngve—. ¿O vamos directamente a la funeraria?
—Mejor ir al grano cuanto antes —contesté—. ¿Sabes dónde está?
—En la calle Elv, no sé qué número.
—Entonces tenemos que coger la calle desde arriba. ¿Sabes por dónde se entra?
—No. Pero sigamos, ya aparecerá.
Nos detuvimos en un cruce ante un semáforo en rojo, Yngve iba inclinado hacia delante buscando con la mirada por todas partes. El semáforo se puso en verde, Yngve iba siguiendo despacio a un pequeño camión con una sucia lona gris que tapaba la plataforma de carga, mientras miraba todo el rato hacia ambos lados, luego el camión aceleró, y al descubrir la vía libre, Yngve se enderezó y aumentó la velocidad.
—Deberíamos haber bajado por allí —dijo, señalando hacia la derecha—. Ahora tendremos que coger el túnel.
—No importa —dije—. Entraremos por el otro lado y ya está.
Pero sí importó. Al salir del túnel y entrar en el puente, la habitación en la que yo había vivido quedaba a la derecha, la casa podía verse desde la calle, y a sólo unos cien metros más allá, al otro lado del río, fuera de nuestra vista, estaba la casa de la abuela, donde mi padre había muerto el día anterior.
Él seguía en esa ciudad, y en algún sótano yacía su cuerpo a cargo de unos desconocidos, mientras nosotros íbamos en un coche camino de la funeraria. Estábamos contemplando las calles en las que se había criado, y por las que, hasta hacía un par de días, había caminado. Al mismo tiempo afloraron en mí los recuerdos de esas calles, porque a un tiro de piedra de allí estaba el instituto, luego el barrio de chalés por el que pasaba cada mañana y cada tarde, tan enamorado que dolía, y también estaba allí la casa donde había pasado tanto tiempo solo.
Lloré, pero no tanto como antes, sólo unas cuantas lágrimas que me corrían por las mejillas. Yngve no se dio cuenta hasta que me miró. Entonces agité la mano como para quitarle importancia, contento de que mi voz no se quebrara al decir:
—Coge esa calle de la izquierda.
Bajamos hasta Torridalsveien, pasando por delante de los dos campos de gravilla donde tan duramente había entrenado con el equipo de los séniors el invierno que cumplí dieciséis años, luego pasamos por Kjøita y subimos hasta el cruce de la calle Østern, que seguimos hasta cruzar el puente, al final del cual volvimos a girar a la derecha, para finalmente entrar por la calle Elv.
—¿Qué número era? —pregunté.
Yngve miraba los números de las casas mientras subía lentamente la calle.
—Allí está —dijo—. Ahora hay que encontrar un sitio donde aparcar.
Una placa negra con letras doradas sobresalía de la fachada de la casa de madera a la izquierda. Gunnar había dado a Yngve el nombre de la funeraria. Era la misma a la que habían recurrido cuando murió el abuelo, o tal vez fuera la que la familia había utilizado siempre. Yo estaba pasando dos meses en África en casa de la madre de Tonje y su marido, y no me llegó el mensaje de la muerte del abuelo hasta después del entierro. Mi padre era el encargado de informarme. No lo hizo. Pero en el entierro dijo que había hablado conmigo y que yo había dicho que no podía ir. Me hubiera gustado asistir a ese entierro, y aunque en la práctica hubiera resultado complicado, no habría sido necesariamente imposible, y aunque hubiera resultado imposible, me habría gustado enterarme de su muerte cuando ocurrió, y no tres semanas después, cuando el abuelo ya estaba bajo tierra. Me puse furioso. ¿Pero qué podía hacer?
Yngve se metió por una bocacalle y aparcó junto a la acera. Nos quitamos los cinturones justo al mismo tiempo, y abrimos las puertas justo al mismo tiempo, nos miramos y sonreímos. El aire era templado, pero hacía más bochorno que en Stavanger, el cielo estaba un poco más oscuro. Yngve se acercó al parquímetro y yo encendí un cigarrillo. Tampoco había podido asistir al entierro de mi abuela materna. Entonces estaba en Florencia con Yngve. Habíamos ido a Italia en tren, nos alojábamos en una pensión, y como eso ocurrió antes de los tiempos del teléfono móvil, resultó imposible localizarnos. Fue Asbjørn el que nos contó lo ocurrido la noche que volvimos, y nos pusimos a beber el alcohol que habíamos traído. El único entierro al que había asistido era pues el de mi abuelo materno. Fui uno de los que llevaron el ataúd, resultó un entierro muy bonito, el cementerio estaba situado en una colina con vistas al fiordo, el sol brillaba, lloré cuando mi madre habló en la iglesia, y cuando después de que todo hubiese terminado y mi abuelo estuviera bajo tierra, se detuvo delante de la tumba abierta. Estaba con la cabeza gacha, sola, la hierba estaba verde, el fiordo, muy abajo, azul y brillante como un espejo, y la montaña al otro lado pesada, oscura e imponente.
Luego comimos sopa de carne. Cincuenta personas sorbiendo ruidosamente, porque no hay nada como la carne salada contra la emoción, sopa caliente contra tormentas de emociones. Magne, el padre de Jon Olav, habló, pero lloraba tanto que apenas se le entendía. Jon Olav había intentado decir algo en la iglesia, pero tuvo que desistir, había tenido una relación muy cercana con el abuelo y fue incapaz de decir nada.
Di un par de pasos con las piernas entumecidas, miré la calle, que estaba casi desierta, excepto en el otro extremo, por donde iba la calle comercial de la ciudad, y que daba la impresión, al menos a esa distancia, de estar atiborrada de gente. El humo me escocía en los pulmones, como ocurría siempre cuando había pasado un rato desde que había fumado. Un coche se detuvo a unos cincuenta metros y de él salió un hombre. Se inclinó hacia delante y dijo adiós con la mano a los que le habían traído. Era calvo por la parte de arriba y con pelo oscuro y rizado por los lados, podría tener unos cincuenta años, llevaba un pantalón de pana marrón claro, una americana negra, y unas gafas estrechas y cuadradas. Me volví hacia otro lado para que no me viera al acercarse, porque lo había reconocido, era mi profesor de lengua del primer curso del instituto, ¿cómo se llamaba? ¿Fjell? ¿Berg? Da igual, pensé, y volví a darme la vuelta cuando hubo pasado. Era entusiasta y amable, pero también tenía una especie de agudeza que no aparecía a menudo, pero que cuando lo hacía, siempre pensaba que era malvada. En ese momento levantó la bolsa que llevaba en la mano para mirar el reloj. Aceleró el paso y desapareció al doblar la esquina.
—Yo también necesito uno —dijo Yngve, deteniéndose junto a mí.
—Mi viejo profesor acaba de pasar —dije.
—¿Ah, sí? —Yngve encendió un cigarrillo—. ¿Y no te ha reconocido?
—No lo sé. Miré hacia otro lado.
Tiré la colilla y busqué un chicle en el bolsillo del pantalón. Me pareció recordar que tenía uno suelto. Así era.
—Sólo me queda éste —dije—. Si no, te daría uno.
—No lo dudo —dijo él.
Estaba a punto de llorar, inspiré profundamente un par de veces, a la vez que abrí los ojos de par en par, como para aclararlos. En unos escalones frente a nosotros había sentado un alcohólico en el que no había reparado antes. Tenía la cabeza apoyada en la pared y parecía dormido. La piel de su cara era oscura y como de cuero, y estaba llena de rasguños. Tenía el pelo tan grasiento que casi parecía que llevaba un peinado rasta. Llevaba un grueso chaquetón de invierno aunque estábamos al menos a veinte grados. Al lado tenía una bolsa de basura. En el tejado sobre él había tres gaviotas. Al fijar mi mirada en ellas, una echó la cabeza hacia atrás y lanzó un chillido.
—Bueno —dijo Yngve—. ¿Manos a la obra?
Asentí con la cabeza.
Tiró el cigarrillo y echamos a andar.
—¿Tenemos cita? —pregunté.
—Pues no, no tenemos. Pero no puede correr tanta prisa, ¿no?
—Seguro que irá bien —dije.
A través de una rendija entre los árboles pude vislumbrar el río, y cuando doblamos la esquina, vi todas las placas y carteles, los escaparates de las tiendas y los coches de la calle Dronningen. Asfalto gris, edificios grises, cielo gris.
Yngve abrió la puerta de la funeraria y entró. Lo seguí, cerré la puerta detrás de mí, y al darme la vuelta me encontré en una especie de sala de espera, con un sofá, algunas sillas, una mesa a lo largo de una pared, y un mostrador a lo largo de la otra. El mostrador estaba vacío. Yngve se acercó y miró hacia el interior de la habitación que había a continuación, llamó suavemente al cristal con los nudillos y yo me quedé parado en medio de la sala. Por una puerta de la pared corta que estaba entornada, vi pasar a una persona con traje negro. Parecía joven, más joven que yo.
Una mujer de pelo rubio y caderas anchas, cerca de los cincuenta, salió y se sentó detrás del mostrador. Yngve le dijo algo, no oí el qué, sólo el sonido de su voz.
Se volvió.
—Pronto llegará una persona —me indicó—. Tenemos que esperar cinco minutos.
—Tengo la misma sensación que cuando voy al dentista —dije, ya sentados los dos en sendos sillones, contemplando la sala.
—En este caso lo que se va a taladrar son nuestras almas —apuntó Yngve.
Sonreí. Me acordé de repente del chicle y me lo saqué de la boca, escondiéndolo en la mano, mientras buscaba con la mirada un sitio donde tirarlo. Arranqué un trocito de un periódico que había en la mesa, lo envolví y me lo metí en el bolsillo.
Yngve se puso a tamborilear con los dedos en el reposabrazos del sillón.
Claro que había estado en un entierro. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Fue el entierro de un joven, el ambiente en la iglesia era de histerismo, llantos, chillidos, gritos, jadeos y sollozos, pero también de risas, todo en oleadas, un grito podía desencadenar una avalancha de nuevas descargas emocionales, una tormenta estallaba dentro de la capilla, y todo tenía su origen en el ataúd blanco que reposaba junto al altar, donde yacía Kjetil. Se había matado en un accidente de tráfico. Se durmió al volante una mañana temprano, se salió de la carretera, chocó contra una valla y una barra de hierro le atravesó la cabeza. Tenía dieciocho años. Era de esas personas que gustan a todo el mundo, que siempre están contentas, y no representan ningún peligro para nadie. Cuando acabamos la enseñanza obligatoria, él empezó en la misma rama de formación profesional que Jan Vidar, por eso salía en coche tan temprano, porque la jornada en la tahona donde trabajaba empezaba a las cuatro de la mañana. Cuando me enteré del accidente por la radio, pensé que se trataba de Jan Vidar, y me sentí aliviado al enterarme de que no era él, a la vez que triste, aunque no tanto como las chicas de nuestra antigua clase, que dieron rienda suelta a su emoción, lo sé porque fui con Jan Vidar a ver a todas durante los días siguientes al accidente para recoger nombres y dinero para una corona de parte de la clase. No me sentía del todo cómodo en ese papel, era un poco como estar reclamando el derecho a una relación con Kjetil que en realidad no había tenido, de manera que no intenté destacar demasiado, ocupaba el mínimo espacio posible cuando iba por el pueblo junto a Jan Vidar, que irradiaba dolor, rabia y mala conciencia.
Me acuerdo muy bien de Kjetil, puedo verlo en mi interior, oír su voz. Pero en mi recuerdo sólo ha permanecido un suceso concreto de los cuatro años que lo conocí, y es completamente insignificante: alguien escuchaba Our House de Madness en el equipo de música del autobús escolar, y Kjetil, que estaba de pie a mi lado, se rió de lo deprisa que cantaba el solista. He olvidado todo lo demás. Pero en el sótano sigo teniendo un libro que él me prestó, El ABC del examen de conducir. En la primera página pone su nombre, escrito con esa letra tan infantil que tenemos casi todos los de nuestra generación. Debería haberlo devuelto, ¿pero a quién? Ese libro sería lo último que sus padres querrían ver.