Al otro lado de la curva vivía Liv, que siempre había atraído mucho a Jan Vidar. A mí no tanto. La chica tenía un buen cuerpo, pero había algo masculino en su sentido del humor y en su manera de ser, y eso anulaba en cierto modo tanto los pechos como las caderas. Además, iba sentado delante de ella en el autobús un día que la joven sacudía las manos como loca ante unas chicas que estaban con ella, mientras decía: «¡Ah, qué asco me dan esas manos tan largas que tiene el tío! ¿Las habéis visto?» Al no obtener la reacción esperada, ya que las chicas a las que se dirigía me estaban mirando, ella se volvió hacia mí y se sonrojó como nunca la había visto sonrojarse, despejando así cualquier duda sobre de quién eran las manos que tanto asco le daban.
Más abajo estaba la casa del pueblo, luego una corta pero empinada cuesta que bajaba hasta la tienda, donde empezaba la larga llanura Ryensletta, en cuyo extremo se encontraba el aeropuerto.
—Creo que voy a fumarme un cigarrillo —dije, señalando hacia la parada del autobús al otro lado de la casa del pueblo—. ¿Nos paramos ahí un rato?
—Fuma lo que quieras —dijo Jan Vidar—. Estamos en Nochevieja.
—¿Y si nos tomáramos también una cerveza? —propuse.
—¿Aquí? ¿Para qué?
—¿Estás cabreado, o qué?
—Tanto como cabreado…
—¡Venga ya! —dije, solté la bolsa, busqué el encendedor y el paquete de cigarrillos, lo abrí, protegí la llama con la mano y encendí un cigarrillo.
—¿Quieres? —le pregunté, ofreciéndole el paquete.
Negó con la cabeza.
Tosí, y el humo, que se me pegó a la parte de arriba de la garganta, envió una arcada a través de mi estómago.
—¡Joder! —exclamé.
—¿Sabe bien? —preguntó Jan Vidar.
—No suele hacerme toser —dije—, pero el humo se me ha atragantado. No es por falta de costumbre.
—Claro —dijo Jan Vidar—. Todos los fumadores se atragantan con el humo y tosen. Es algo que todo el mundo sabe. Mi madre fuma desde hace treinta años. Cada vez se atraganta con el humo y tose.
—Ja, ja —dije.
Justo cuando salimos de la oscuridad de la curva llegaba un coche. Jan Vidar dio un paso hacia delante y sacó el pulgar. ¡El coche se detuvo! Jan Vidar se acercó a él y abrió la puerta. Acto seguido se volvió hacia mí agitando la mano. Tiré el cigarrillo, me eché la mochila al hombro, cogí la bolsa y me acerqué al coche. Susanne salió de él. Se inclinó, tiró de la pequeña palanca y empujó el asiento hacia delante. Luego se volvió hacia mí.
—Vale, Karl Ove —dijo.
—Vale, Susanne —dije.
Jan Vidar ya estaba entrando en la oscuridad del coche. La bolsa de las botellas tintineó.
—¿Quieres poner la bolsa detrás? —preguntó Susanne.
—No, no —contesté—. Así está bien.
Me metí y coloqué la bolsa a presión entre las piernas. Susanne se sentó también. Terje, que estaba detrás del volante, giró la cabeza y me miró.
—¿Haciendo autostop en Nochevieja? —preguntó.
—Bueeeeno —respondió Jan Vidar, como si en su opinión no estuviéramos realmente haciendo autostop—. Lo que pasa es que hemos tenido muy mala suerte esta noche.
Terje puso el coche en marcha. El vehículo patinó los primeros metros hasta que el impulso del motor llegó a las ruedas y avanzamos cuesta abajo.
—¿Adonde vais, chicos? —preguntó.
Chicos.
Qué tío tan estúpido.
¿Cómo podía andar por la vida con permanente y creer que estaba bien? ¿Se creía guapo con ese bigote y esa permanente?
Madura un poco. Adelgaza veinte kilos. Quítate el bigote. Córtate el pelo. Y luego hablamos.
¿Cómo podía Susanne estar con un tipo como él?
—Vamos a Søm a una fiesta —dije—. ¿Hasta dónde vais vosotros?
—Nosotros sólo vamos hasta Hamre —contestó—. A la fiesta de Helge. Pero os podemos llevar hasta el cruce de Timenes, si queréis.
—Estupendo —dijo Jan Vidar—. Muchísimas gracias.
Volví la vista hacia él, pero estaba mirando por la ventanilla y no captó mi mirada.
—¿Y quiénes van a la fiesta de Helge? —preguntó.
—Los de siempre —contestó Terje—. Richard, Ekse, Molle, Jøgge, Hebbe, Tjådi. Y Frode, John, Jomås y Bjørn.
—¿Ninguna chica?
—Sí, sí. Claro. ¿Crees que estamos completamente zombis o qué?
—¿Qué chicas?
—Kristin, Randi, Kathrine, Hilde… Ellen, Anne Kathrine, Rita, Vibecke… ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres venir?
—Pero si vamos a otra fiesta —intervine, antes de que Jan Vidar tuviera tiempo de decir nada—. Y llegamos tardísimo.
—Sobre todo haciendo autostop.
Delante de nosotros aparecieron las luces del aeropuerto. Al otro lado del río, que en ese momento cruzamos, cerca del colegio, estaba la pequeña cuesta de slalom bañada en luz. La nieve parecía naranja.
—¿Qué tal te va en la escuela de comercio, Susanne? —pregunté.
—Bien —contestó desde su postura inmóvil en el asiento de delante de mí—. ¿Y qué tal por el instituto?
—Bien —contesté.
—Vas a la clase de Molle, ¿no? —preguntó Terje, echándome una rápida mirada.
—Así es.
—¿A esa clase con veintisiete chicas?
—Sí.
Se echó a reír.
—¡Qué fiestas debéis de montar en clase!
Apareció el camping a un lado de la carretera, desierto y cubierto de nieve, la pequeña capilla, el supermercado y la gasolinera Esso al otro. El espacio aéreo justo encima de los tejados que se veían por la ladera estaba repleto de centelleos de los fuegos artificiales. En el aparcamiento, un grupo de chiquillos estaba reunido en torno a un surtidor que escupía pequeñas bolas de luz que estallaban en chispas. Algunos coches iban lentamente uno tras otro por la carretera que por un tramo iba paralela a la que seguíamos nosotros. Al otro lado estaba la playa. La ensenada estaba cubierta de una capa blanca de hielo que se volvía negra cien metros más allá.
—¿Qué hora es realmente? —preguntó Jan Vidar.
—Las nueve y media —contestó Terje.
—Coño. No nos va a dar tiempo ni a emborracharnos antes de las doce —se quejó Jan Vidar.
—¿Tenéis que estar en casa a las doce?
—Ja, ja —se rió Jan Vidar.
Unos minutos más tarde, Terje detuvo el coche en la parada del autobús en el cruce de Timenes, nos bajamos y nos metimos debajo de la marquesina de la parada con nuestras bolsas.
—¿No salía el autobús a las ocho y diez? —preguntó Jan Vidar.
—Creo que sí —contesté—. Pero a lo mejor viene con retraso.
Nos reímos.
—Joder, tío —dije—. ¡Ahora sí que podemos bebemos una cerveza!
Yo no sabía abrir botellas con el encendedor, y se lo pasé a Jan Vidar. Sin mediar palabra, abrió dos cervezas y me dio una.
—Ahhh, qué buena —dije, limpiándome la boca con el dorso de la mano—. Si nos tomamos dos o tres, ya estaremos preparados para más tarde.
—Tengo mucho frío en los pies —dijo Jan Vidar—. ¿Y tú?
—Pues sí, yo también.
Me llevé la botella a los labios y bebí todo lo que pude. No quedaban más que unas gotas en el fondo cuando la bajé. Tenía la tripa llena de burbujas y aire. Intenté eructar, pero no salió nada, sólo un poco de espuma burbujeante que me subía de nuevo a la boca.
—¿Me abres otra? —le pedí.
—Sí, joder —contestó Jan Vidar—. Pero escucha, no podemos quedarnos aquí el resto de la noche.
Abrió otra botella y me la alcanzó. Me la llevé a los labios y cerré los ojos para concentrarme. Conseguí beber un poco más de la mitad. Un nuevo eructo de burbujas llegó a continuación.
—Joder, qué horror —dije—. No es muy agradable beber esto tan deprisa.
La carretera en la que nos encontrábamos era la vía principal de tránsito entre las ciudades del sur del país. Solía estar atestada de coches, pero durante los diez minutos que llevábamos allí sólo habían pasado dos, ambos en dirección a Lillesand.
El aire bajo las potentes farolas estaba lleno de nieve ventosa. El viento, visible por los copos de nieve, subía y bajaba como olas, a veces despacio, como difuminado, a veces abrupto y en torbellinos. Jan Vidar golpeó un pie contra el otro, una y otra vez…
—Bebe —le dije.
Me bebí la otra mitad y tiré la botella vacía al bosque detrás del cobertizo.
—Una más.
—Vas a vomitar —dijo Jan Vidar—. ¿Por qué no te tranquilizas un poco?
—Venga —insistí—. Otra. Ya son casi las diez, coño.
Abrió otra botella y me la alcanzó.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó—. Está demasiado lejos para ir andando. Hemos perdido el autobús. No hay coches para poder hacer autostop. Ni siquiera hay un teléfono cerca para llamar a alguien.
—Vamos a morir aquí —dije.
—¡Escucha! —exclamó Jan Vidar—. Viene un autobús. ¡Es de los que van a Arendal!
—¿Me estás tomando el pelo? —pregunté, mirando la cuesta. No me estaba tomando el pelo, porque allí venía, por la curva, un autobús largo y precioso.
—Ven ya y tira la botella —ordenó Jan Vidar—. Y sonríe, por favor.
Le hizo una seña con la mano. El autobús puso el intermitente y paró, la puerta se abrió.
—Dos para Søm —pidió Jan Vidar, dando al chófer un billete de cien. Miré hacia dentro. El autobús iba completamente vacío.
—Tendréis que esperar para beberos eso —dijo el chófer, sacando el cambio de su cajón portamonedas—. ¿Vale?
—Claro —dijo Jan Vidar.
Nos sentamos por el medio. Jan Vidar se echó hacia atrás, apretando los pies contra la plancha que protegía la puerta.
—Ah, qué gusto —dije—. Calentito y bien.
—Mm —dijo Jan Vidar.
Me agaché y me puse a desatarme los zapatos.
—¿Tienes la dirección de la casa adonde vamos? —pregunté.
—Sí, Elgstien algo —contestó—. Más o menos sé dónde está.
Subí los pies y me puse a darles friegas. Cuando llegamos a la pequeña gasolinera autoservicio que desde que podía recordar siempre había estado allí, y que era la señal de que nos estábamos acercando a Kristiansand cuando vivíamos en Arendal e íbamos a ver a los abuelos, me puse de nuevo los zapatos, me até los cordones y terminé justo cuando el autobús se paró delante del puente Varodd.
—¡Feliz Año Nuevo! —gritó Jan Vidar al chófer justo antes de bajar y correr detrás de mí en la oscuridad.
Aunque había pasado mil veces por delante, nunca había puesto el pie en ese sitio más que en sueños. El puente Varodd era uno de los lugares con los que más a menudo soñaba. A veces simplemente estaba debajo de él viendo el mástil erguirse muy arriba, otras iba andando por él. Entonces solían desaparecer las barandillas y tenía que sentarme en la calzada e intentar buscar algo a que agarrarme, o el puente se rompía de repente y yo patinaba inexorablemente hacia el precipicio. Cuando era más pequeño había sido el puente de Tromøya el que había desempeñado esa función en mis sueños. En ese momento era el de Varodd.
—Mi padre estuvo en la inauguración —dije, señalando hacia el puente al cruzar la carretera.
—Qué suerte la suya —contestó Jan Vidar.
Anduvimos callados hacia la urbanización. Desde allí había unas vistas maravillosas, se podía ver Kjevik y el fiordo, que entraba por un lado, y hasta muy dentro del mar al otro. Pero esa noche todo estaba negro.
—El viento se ha calmado un poco, ¿no? —pregunté al cabo de un rato.
—Eso parece —contestó Jan Vidar—. Por cierto, ¿notas algún efecto después de toda la cerveza que te has tomado?
Negué con la cabeza.
—Nada. No han servido para nada.
Conforme andábamos, iban apareciendo casas por todas partes. Algunas vacías y oscuras, otras llenas de gente vestida de fiesta. En alguna que otra terraza había gente lanzando cohetes. En un jardín vi a un grupo de niños agitando minúsculas bengalas al viento. Volví a sentir frío en los pies. Había encogido dentro de la manopla los dedos de la mano en la que no llevaba la bolsa, y aun así no se calentaban mucho. Pero ya estábamos a punto de llegar, según Jan Vidar, que se detuvo en medio de un cruce.
—Elgstien sube por allí —dijo señalando—. Y luego baja por allí y después por allí. Puedes elegir. ¿Cuál escogemos?
—¿Las cuatro calles se llaman igual?
—Al parecer sí. ¿Cuál quieres que elijamos? Intenta utilizar tu intuición femenina.
¿Femenina? ¿Por qué dijo eso? ¿Opinaba que yo era femenino?
—¿Qué quieres decir con eso? —le pregunté—. ¿Por qué crees que tengo intuición femenina?
—Venga ya, Karl Ove —dijo—. ¿Qué calle?
Señalé a la derecha hacia arriba. Nos pusimos a andar en esa dirección. Íbamos al número trece. El número de la primera casa era el veintitrés, el siguiente el veintiuno. Íbamos bien.
Unos minutos más tarde nos encontrábamos delante de la casa. Era de los años setenta y parecía algo destartalada. El camino que conducía hasta la puerta llevaba mucho tiempo sin limpiarse de nieve, a juzgar por las profundas huellas dejadas por los que se habían hundido hasta la rodilla para llegar hasta la puerta.
—¿Cómo se llama el que organiza la fiesta? —pregunté cuando nos detuvimos justo delante de la entrada.
—Jan Ronny —contestó Jan Vidar tocando el timbre.
—¿Jan Ronny?
—Ése es su nombre.
Se abrió la puerta, y el chico que debía de ser el anfitrión apareció ante nosotros. Tenía el pelo corto y rubio, acné en las mejillas y junto a la nariz, y llevaba un colgante de oro al cuello, vaqueros negros, una camisa de algodón como de leñador y calcetines blancos de deporte. Sonrió y señaló la tripa de Jan Vidar.
—¡Jan Vidar! —exclamó.
—Ese soy yo —contestó Jan Vidar.
—¿Y tú…? —dijo, señalándome con el dedo—. ¡Tú eres Kai Olav!
—Karl Ove —respondí.
—What the fuck. ¡Vamos adentro!
Nos quitamos la ropa de abrigo en la entrada y lo seguimos escaleras abajo, hasta la sala de estar del sótano. Había cinco personas allí sentadas, viendo la televisión. La mesa baja delante de ellos estaba rebosante de botellas de cerveza, patatas fritas, paquetes de cigarrillos y de tabaco de liar. Øyvind, que estaba sentado en el sofá, con el brazo alrededor de su novia, Lene, que sólo iba a séptimo, pero que sin embargo estaba muy buena, y era tan descarada que uno solía olvidarse de la diferencia de edad, nos sonrió al vernos entrar.
—¡Hola, chicos! —saludó—. Qué bien que hayáis podido venir.
Nos presentó a los demás. Ruñe, Jens y Ellen. Ruñe estaba en noveno, Jens y Ellen en octavo, y Jan Ronny, que era primo de Øyvind, estudiaba formación profesional. Ninguno de ellos se había vestido para la ocasión. Ni siquiera con una camisa blanca.
—¿Qué estáis viendo? —preguntó Jan Vidar al sentarse en el sofá. Sacó una cerveza. Yo me quedé de pie junto a la pared, debajo de la estrecha ventana, cubierta de nieve por fuera.
—Una película de Bruce Lee —respondió Øyvind—. Está a punto de acabar. Pero también tenemos Despedida de soltero, y una película de Harry el Sucio. Y Jan Ronny también tiene algo. ¿Qué queréis ver? A nosotros nos da igual.
Jan Vidar se encogió de hombros.
—A mí también me da igual. ¿Tú qué dices, Karl Ove?
Me encogí de hombros.
—¿Hay un abridor por aquí?
Øyvind se inclinó hacia delante, cogió un encendedor de la mesa, y me lo tiró. Pero yo no sabía abrir botellas con un encendedor. Tampoco podía pedirle a Jan Vidar que me la abriera. Sería de marica.
Saqué una botella de la bolsa, me puse la chapa entre los dientes, moviéndola ligeramente para que se colocara justo sobre la muela, y mordí. La chapa salió fragorosa de la botella.
—¡No hagas eso! —exclamó Lene.
—No pasa nada —dije yo.
Me la bebí de un trago. Pero aparte de que las burbujas me llenaron el estómago de aire y tuve que tragar unos regüeldos que me subían, tampoco noté nada con esa botella. Otra, tomada de la misma forma, es decir, de un solo trago, no la soportaría.
Me dolían los pies cuando empezaron a entrar en calor.
—¿Alguien tiene algo de alcohol? —pregunté.
Negaron con la cabeza.
—Sólo cerveza, lo siento —contestó Øyvind—. Te puedo dar una, si quieres.
—Gracias, de eso estoy servido.
Øyvind levantó su botella al aire.
—Arriba, abajo, al centro y… adentro.
—Arriba, abajo, al centro y… adentro —repitieron los demás entrechocando sus botellas. Se rieron.
Saqué de la bolsa el paquete de cigarrillos, y me encendí uno. Pall Mall light no era exactamente de los más fuertes, y al encontrarme con ese cigarrillo tan blanco en la mano, pues también el filtro era blanco, me arrepentí de no haber comprado Prince. Pero yo sólo pensaba en esa fiesta a la que iríamos después de las doce, en casa de mi compañera de clase Irene, y allí un Pall Mall light no destacaría demasiado. Además, era la marca que fumaba Yngve. Al menos lo era la única vez que lo había visto fumar, una noche en el jardín cuando mis padres habían ido a ver al tío de mi padre, Alf.
Ahora tocaba abrir otra botella. No quería volver a utilizar los dientes, intuí que la cosa podría acabar mal antes o después, que la muela cedería y se rompería. Y como ya había demostrado que sabía abrir una botella con los dientes, tal vez no sería tan de marica dejar que Jan Vidar la abriera por mí.
Me acerqué a él. Cogí unas patatas fritas del plato que había en la mesa.
—¿Me la abres?
Asintió con la cabeza sin quitar ojo de la película.
Durante ese último año, Jan Vidar había estado haciendo kickboxing. A mí siempre se me olvidaba ese detalle, y me sorprendía cada vez que me invitaba a una velada de ese deporte. Siempre rechazaba la invitación, claro. Pero eso era Bruce Lee, la lucha era el quid de la cuestión.
Con la botella de cerveza en la mano volví a mi sitio junto a la pared. Nadie dijo nada. Øyvind me miró.
—Siéntate, Karl Ove —dijo.
—Estoy bien de pie —contesté.
—Bueno, entonces vamos a brindar por lo menos —dijo levantando su botella hacia la mía.
—¡Hasta el fondo, John! —dijo. La nuez le subía y le bajaba como un pistón al vaciar la botella.
Øyvind era alto para su edad, e inusualmente fuerte. Tenía el cuerpo de un hombre adulto. Era un buen chico, daba la sensación de que lo que sucedía a su alrededor no le importaba, o al menos siempre tenía una postura relajada en ese sentido. Como si fuera inmune al mundo. Tocaba la batería con nosotros, vale, ningún problema. Estaba con Lene, vale, ningún problema. No hablaba mucho con ella, pero la llevaba siempre cuando iba a ver a los amigos. Eso estaba bien, ella quería estar con él más que con ningún otro. Yo me había insinuado unos meses antes, simplemente para tantear las posibilidades, pero aunque tenía dos años más que ellos, ella no mostró interés alguno. Bueno, en realidad era ridículo. Yo, rodeado de chicas en el bachillerato, ¿por qué iba a acercarme a ella? ¿A una niña de séptimo? Pero sus pechos tenían buena pinta debajo de la camiseta. Yo seguía con ganas de quitársela. Seguía con ganas de sentir sus pechos bajo mis manos, sin importarme que fuera estudiante de bachillerato. Y no había nada ni en su cuerpo ni en su manera de ser que indicara que sólo tenía catorce años.
Me llevé la botella a los labios y la vacié hasta el fondo. Ahora sí que sería incapaz de volver a hacerlo, pensé cuando la dejé sobre la mesa y abrí otra con los dientes. Tenía el estómago a reventar de gas carbónico. Un poco más y me saldría por las orejas. Por suerte, eran casi las once. A las once y media podríamos irnos y pasar el resto de la noche en la otra fiesta. De no ser por eso, hacía rato que me habría ido.
El tal Jens se incorporó de repente a medias en el sofá, cogió el encendedor de la mesa y se lo acercó al trasero.
—¡Ahora! —dijo.
Se tiró un pedo, a la vez que encendía el mechero, y de su trasero subió una pequeña llama. Se rió. Los demás también se rieron.
—¡Deja eso! —le ordenó Lene.
Jan Vidar sonrió y se cuidó mucho de no mirarme. Con la botella en la mano atravesé la habitación hasta la puerta en el otro extremo. Al lado había una pequeña cocina. Me apoyé en la encimera. La casa estaba en una pendiente, y la ventana de ese lado del sótano, bastante por encima del nivel del suelo, daba a la parte de atrás del jardín. Dos pinos se movían con el viento. Abajo había más casas. Por la ventana de una de ellas vi tres hombres y una mujer charlando, cada uno con una copa en la mano. Los hombres con traje oscuro, la mujer con un vestido negro sin mangas. Me acerqué a la otra puerta y la abrí. Una ducha. De la pared colgaba un traje de buceo. No está mal, pensé, cerré la puerta y volví donde estaban los otros. Seguían igual que antes.
—¿Notas algo? —preguntó Jan Vidar.
Negué con la cabeza.
—-No, nada. ¿Y tú?
Sonrió.
—Un poco.
—Creo que tenemos que irnos pronto —dije.
—¿Adónde vais? —preguntó Øyvind.
—Allí arriba, al cruce, donde va todo el mundo a las doce.
—Sí, pero sólo son las diez y media, joder. Nosotros también vamos a ir. Vamos todos juntos, coño.
Me miró.
—¿Para qué quieres ir allí ahora?
Me encogí de hombros.
—He quedado con alguien.
—Claro que os esperamos —dijo Jan Vidar.
Eran las once y media cuando nos pusimos en marcha. El tranquilo barrio de viviendas unifamiliares que media hora antes estaba casi vacío, excepto por unas cuantas personas en alguna terraza, estaba lleno de vida y movimiento. De las casas salían montones de personas vestidas de fiesta. Las mujeres con el abrigo sobre los hombros, copas en la mano y zapatos de tacón alto, los hombres con los abrigos encima del traje, zapatos de charol y bolsas con fuegos artificiales en las manos, niños agitados corriendo entre los mayores, muchos con pequeñas bengalas encendidas en las manos, llenando el aire de risas y gritos. Jan Vidar y yo íbamos con nuestras bolsas blancas de plástico al lado de esos alumnos de enseñanza media obligatoria, vestidos de diario y con acné, con los que habíamos pasado la noche hasta entonces. Mejor dicho, no íbamos exactamente al lado. Por miedo a encontrarme con alguien conocido de mi instituto, me mantenía todo el tiempo unos pasos por delante. Hacía como si me interesara por todo lo que veía, por esto y aquello, para que los que nos vieran no pensaran que pertenecíamos al mismo grupo. Y en realidad así era. Yo tenía buena pinta, llevaba una camisa blanca remangada, como aquel otoño me había dicho Yngve que se llevaba; encima de la americana y ese pantalón negro casi de traje llevaba un abrigo gris, en los pies mis Dog Martens negros y en las muñecas varias pulseras de cuero. Tenía el pelo largo por detrás, y corto, casi como un puercoespín, por arriba. Lo único que estropeaba la imagen era la bolsa de cervezas. Ya me había dado cuenta de ello. Al mismo tiempo era la bolsa lo que me relacionaba con esa pandilla de desaseados que venían contoneándose detrás de mí, también ellos con bolsas de cerveza en las manos.
En el cruce, que estaba en un alto y que se había convertido en un punto de encuentro, porque desde allí se podía contemplar toda la ensenada, había un caos total. La gente estaba apretujada, casi todo el mundo borracho y todos con sus fuegos artificiales. Por todas partes crepitaba y chisporroteaba, el aire olía a pólvora y a humo, y bajo el cielo nublado estallaban los cohetes, llenos de color. Temblaba de luz, como a punto de abrirse en cualquier momento.
Nos detuvimos en la periferia del caos. Øyvind, que había traído fuegos artificiales, sacó una especie de cartucho de dinamita y lo colocó a sus pies. Era como si se contoneara mientras lo preparaba. Jan Vidar hablaba sin parar, como hacía siempre cuando estaba borracho, con una sonrisa permanente en los labios. En ese momento estaba hablando con Ruñe. Coincidían en el tema del kickboxing. Sus gafas seguían empañadas, pero ya no se molestaba en quitárselas y limpiarlas. Yo me encontraba a unos pasos de ellos mirando la multitud de gente. Cuando el primer cohete estalló, desprendiendo una luz roja justo a mi lado, me sobresalté. Øyvind se reía regocijado.
—¡Ese no ha estado mal! —gritó—. ¿Tiramos otro, ya puestos? Colocó otro, y sin esperar la respuesta, lo encendió. Enseguida empezó a echar bolitas de luz, y el que surgiera entre ellas una especie de ritmo, animó tanto al chico que buscó el tercero, ya de un modo casi obsesivo.
—¡Ja ja ja! —se rió.
Muy cerca de nosotros un hombre con chaqueta clara se desplomó sobre los montones de nieve de la cuneta. Una mujer con tacones altos se acercó corriendo a él, le tiró del brazo, no lo suficiente como para levantarlo, pero sí para incitarle a que se levantara por sí mismo. El hombre se quitó la nieve con la mano, mientras miraba fijamente a algún punto delante de él, como si no acabara de caerse al suelo y únicamente se hubiese parado para controlar mejor la situación. Dos chicos estaban sobre la marquesina de la parada del autobús dirigiendo cada uno su cohete oblicuamente hacia delante, los encendieron manteniéndolos en las manos con las cabezas alejadas, hasta que por fin los soltaron. Estallaron con tanta fuerza que todos los que estaban cerca se volvieron para ver de dónde procedía el estallido.
—-Oye, Jan Vidar. ¿Me abres ésta también?
Quitó sonriente la chapa de la botella que acababa de alcanzarle. Por fin notaba algo, pero no como una alegría o una oscuridad, sino más bien como una creciente apatía de los sentidos. Bebí, encendí un cigarrillo, miré el reloj. Las doce menos diez.
—¡Faltan diez minutos! —exclamé.
Jan Vidar asintió con la cabeza y siguió hablando con Ruñe. Yo había decidido no buscar a Irene hasta después de las doce. Hasta esa hora los que estaban en la fiesta estarían juntos, eso lo sabía, para abrazarse y desearse feliz Año Nuevo, se conocían de antes, eran amigos, eran una pandilla, como todos en el instituto tenían su propia pandilla, y yo me encontraba demasiado lejos para intentar unirme a ellos en ese momento. Pero después de las doce todo se disolvería, se quedarían bebiendo, no tardarían en volver, y en ese estado, ligeramente disipado y sin ningún plan, podría hacerme el encontradizo, charlar un poco como por casualidad o al menos sin mostrar ningún interés especial, agregarme al grupo e irme con ellos.
Mi duda era Jan Vidar. ¿Quería realmente venirse conmigo? Se trataba de gente que él no conocía, y con la que yo tenía más en común que él. Daba la impresión de encontrarse muy a gusto charlando como estaba en ese momento.
Bueno, tendría que preguntárselo. Si no quería, allá él. Pero al menos yo jamás volvería a poner mis pies en ese jodido sótano, de eso no cabía duda.
Allí estaba ella.
Un poco más arriba, tal vez a unos treinta metros de nosotros, rodeada de sus invitados. Intenté contarlos, pero fuera del círculo más íntimo resultaba difícil determinar quiénes pertenecían a su fiesta y quiénes a otras. Pero opté por un número entre diez y doce. Había visto casi todas esas caras antes, eran de la gente con la que ella se juntaba en los recreos. No era lo que se dice guapa, pues tenía una pequeña papada y las mejillas un poco redondas, aunque no estaba para nada gorda, y también tenía los ojos azules y el pelo rubio. Era bajita y algo patosa. Pero nada de eso tenía importancia para la valoración total de la chica, porque tenía otra cosa más importante, y es que era siempre el centro de atención. Cada vez que ella llegaba a un sitio y abría la boca, lo importante era ella y lo que tenía que decir. Salía todos los fines de semana, al centro o a alguna fiesta privada, si no había ido a una cabaña junto a un centro de esquí, o a alguna gran ciudad. Siempre con su pandilla. Yo odiaba esas pandillas, realmente las odiaba, y cuando la oía explayarse sobre todo lo que había hecho desde la última vez, también la odiaba a ella.
Esa noche llevaba un abrigo azul oscuro que le llegaba hasta las rodillas. Debajo visualicé un vestido azul claro y medias color carne. En la cabeza llevaba… pues tendría que ser una… ¿una diadema? ¿Como una jodida princesa?
A mi alrededor la intensidad había ido en aumento. Ya no había nada más que estallidos, explosiones y gritos por todas partes. Entonces, como si llegasen desde arriba, como si fuera el mismísimo Dios expresando su felicidad por un nuevo año, empezaron a sonar las sirenas. El júbilo iba in crescendo en torno a nosotros. Miré el reloj. Las doce.
Jan Vidar se encontró con mi mirada.
—¡Son las doce! —-gritó—. ¡Feliz Año Nuevo!
Vino hacia mí caminando con dificultad.
El muy jodido no estaría pensando en abrazarme, ¿no?
¡No, no!
Pero allí estaba, me abrazó y apretó su mejilla contra la mía.
—Feliz Año Nuevo, Karl Ove —dijo—. ¡Y gracias por el que acaba!
—Feliz Año Nuevo —contesté. Su incipiente barba se frotaba contra mi mejilla lisa. Me golpeó dos veces la espalda antes de dar un paso atrás.
—¡Øyvind! —dijo, acercándose a él.
¿Por qué coño iba a abrazarme? ¿Para qué? Si no nos abrazábamos nunca… No éramos de los que se abrazaban, nada de eso.
Qué rollo de mierda.
—¡Feliz Año Nuevo, Karl Ove! —dijo Lene. Me sonrió y yo me incliné hacia ella para abrazarla.
—Feliz Año Nuevo —dije—. Estás muy elegante.
Su rostro, que instantes antes había formado parte de todo lo que estaba pasando, se congeló.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Nada —contesté—. Gracias por el que acaba.
Ella sonrió.
—He oído lo que has dicho —dijo—. Gracias a ti.
Cuando se dio la vuelta, ya se me había puesto dura.
Ay, sólo me faltaba eso.
Me bebí lo que quedaba en la botella. Sólo había ya tres cervezas en la bolsa. Debería guardarlas para más tarde, pero en algo tenía que entretenerme, de modo que saqué una, la abrí con los dientes y empecé a beberme su contenido. Además, me encendí un cigarrillo. Eran mis instrumentos, con ellos estaba armado. Un cigarrillo en una mano, una botella de cerveza en la otra. Así estaba, llevándomelos a los labios, primero uno, luego otra, el cigarrillo, la cerveza, el cigarrillo, la cerveza.
A las doce y diez di a Jan Vidar una palmada en la espalda y le dije que iba a charlar con unos conocidos, que volvería enseguida, que me esperara allí, él asintió con la cabeza, y yo me abrí camino hasta Irene. Primero no me vio, estaba de espaldas hablando con alguien.
—¡Hola Irene! —la saludé.
Como no se volvió, seguramente porque mi voz no se distinguía lo suficiente con todo aquel barullo, tuve que darle un golpecito en la espalda. No estuvo bien, fue un ruego demasiado directo, darle a alguien un golpe en la espalda no es lo mismo que encontrarse con él o ella por casualidad, pero tenía que jugármelo todo.
Al menos se volvió.
—Karl Ove —dijo—. ¿Qué haces aquí?
—Estamos en una fiesta por aquí cerca. Te vi y quería felicitarte el año nuevo. ¡Feliz Año Nuevo!
—Lo mismo te digo —dijo ella—. ¿Lo estás pasando bien?
—Pues sí. ¿Y tú?
—También.
Hubo una breve pausa.
—¿Haces una fiesta en tu casa? —pregunté.
—Sí.
—¿Cerca de aquí?
—Sí, vivo allí —contestó señalando hacia arriba.
—¿En esa casa? —pregunté, apuntando en la misma dirección.
—No, en la de atrás. No se ve desde la calle.
—¿Podría apuntarme? —le pregunté—. Así podríamos charlar un poco más. Estaría muy bien.
Ella negó con la cabeza, mientras arrugaba la nariz con expresión irónica.
—Creo que no —contestó—. No es una fiesta de clase, ¿sabes?
—Ya lo sé —respondí—. Era para charlar un poco. Nada más. Yo estoy en otra fiesta, no muy lejos.
—¡Vuelve a esa fiesta! ¡Y nos vemos en el instituto el año que viene!
Me había dejado K.O. No había nada que decir después de aquello.
—Me alegro de verte —dije—. Siempre me has gustado.
Me di la vuelta y volví donde estaban los otros. Lo de que siempre me había gustado me resultó difícil de decir, porque no era verdad, pero al menos desviaría la atención del hecho de que estuviera suplicándole que me dejara ir a su fiesta. Ahora pensaría que le suplicaba porque me la quería ligar. Y podía haber intentado ligármela porque estaba borracho. ¿Quién no hace eso en Nochevieja?
Jodida puta. Jodida puta asquerosa.
Jan Vidar me miró cuando volví.
—No habrá fiesta —dije—. No nos deja ir.
—¿Por qué no? Creía que los conocías.
—Es sólo para invitados. Y nosotros no lo estamos. Qué puta mierda.
Jan Vidar resopló.
—Volvamos al otro sitio. No estaba mal.
Lo miré con los ojos vacíos para que se diera cuenta de lo mal que me parecía la propuesta. Pero no teníamos alternativa. No llamaríamos a su padre hasta las dos. No podíamos llamar a las doce y diez en Nochevieja. De modo que una vez más caminé por el barrio de chalés de Søn, a la cabeza de la pandilla de alumnos de la obligatoria, vestidos de diario y con acné en la cara, esa ventosa Nochevieja de 1984.
A las dos y veinte, el padre de Jan Vidar detuvo el coche delante de la casa. Estábamos listos, esperándolo. Yo, que era el menos borracho, me senté en el asiento de delante, y Jan Vidar, que sólo una hora antes había estado saltando con la pantalla de una lámpara en la cabeza, se sentó detrás, tal y como habíamos planeado. Por suerte, había vomitado, y después de vomitar, beber unos cuantos vasos de agua y refrescarse bien la cara debajo del grifo, pudo llamar a su padre y decirle dónde estábamos. No fue muy convincente, pues yo estaba a su lado oyendo como casi regurgitaba la primera parte de la palabra, para luego comerse la última, pero la dirección le llegó. Y supongo que nuestros padres sabían muy bien que tomábamos alcohol en ocasiones como ésa.
—¡Feliz Año Nuevo, chicos! —dijo el padre cuando entramos en el coche—. ¿Lo habéis pasado bien?
—Sí —contesté yo—. Había mucha gente en la calle a las doce. Mucho barullo. ¿Qué tal arriba en Tveit?
—Muy tranquilo —contestó él, poniendo el brazo detrás de mi asiento y volviéndose para dar marcha atrás—. ¿En casa de quién habéis estado?
—De un conocido de Øyvind. Ese que toca la batería en nuestro grupo.
—Bueno, bueno —dijo el padre, cambiando de marcha y volviendo por el mismo camino por el que había llegado. En algunos jardines la nieve estaba manchada por los fuegos artificiales. Alguna que otra pareja iba andando por la carretera. Nos cruzamos con algún que otro taxi. Por lo demás, todo estaba silencioso y en calma. Siempre me había gustado eso de deslizarse por la oscuridad dentro de un coche, con el salpicadero encendido, al lado de un hombre que conducía seguro y tranquilo. El padre de Jan Vidar era un buen hombre. Era amable y mostraba interés, pero nos dejaba en paz cuando Jan Vidar daba a entender que era suficiente. Nos llevaba de pesca, nos arreglaba cosas, una vez que pinché con mi bicicleta camino de su casa, por ejemplo, él me reparó la rueda sin decir nada, la bicicleta estaba lista cuando me disponía a marcharme, y cuando se iba de vacaciones toda la familia, me invitaban a ir con ellos, preguntaba por mis padres, también lo hacía la madre de Jan Vidar, y las veces que me llevaba a casa, que no eran pocas, siempre se tomaba tiempo para charlar un poco con ellos si andaban por ahí, y los invitaba a su casa. Que ellos nunca fueran no tenía nada que ver con él. Pero yo sabía que el hombre tenía su genio, aunque nunca lo había visto, y entre todos los sentimientos que Jan Vidar albergaba hacia él, también había algo de odio.
—Bueno, ya estamos en 1985 —dije cuando cogimos la El8 a la altura del puente de Varodd.
—Ya lo creo —dijo el padre de Jan Vidar—. ¿Qué dices tú ahí atrás?
Jan Vidar no dijo nada. Tampoco dijo nada cuando su padre se bajó del coche. Se limitaba a mirar al frente. No se movía y tenía la vista fija en un punto del reposacabezas.
—¿Has perdido el habla? —le preguntó su padre sonriéndome.
En el asiento de atrás seguía el silencio.
—¿Y tus padres, se han quedado en casa esta noche? —preguntó el hombre.
Asentí.
—Han venido mis abuelos y mi tío. Bacalao y aquavit.
—¿Contento de no haber estado?
—Sí.
El camino hacia Kjevik, pasando por Hamresanden, luego por la llanura de Ryen. Oscuro, silencioso, caliente y agradable. Podría quedarme así el resto de mi vida, pensé. Pasamos por delante de su casa, tomamos las curvas subiendo hacia Krageboen, bajamos hacia el puente al otro lado, subimos de nuevo. La máquina quitanieves no había pasado por la cuesta, que estaba cubierta por una capa de unos cinco centímetros de nieve recién caída. El padre condujo más despacio el último trecho, por delante de la casa donde vivían Susann y Elise, las dos hermanas que habían venido de Canadá para quedarse allí, y a las que nadie entendía muy bien, luego pasamos por la curva donde vivía William, bajamos la cuesta, y subimos el último trecho.
—Te dejo aquí —señaló—. Así no los despertamos si están dormidos. ¿Te parece bien?
—Sí, muy bien —contesté—. Y muchas gracias por traerme. ¡Que te vaya bien, Jevis!
Jan Vidar abrió a medias los ojos, de repente los abrió del todo.
—Que te vaya bien —dijo.
—¿Quieres sentarte delante? —preguntó el padre.
—No merece la pena —contestó el hijo. Cerré la puerta, levanté la mano para saludar y oí al coche dar la vuelta detrás de mí. «¡Jevis!» ¿Por qué lo había dicho? Nunca había utilizado ese apodo que señalaba una camaradería que no necesitaba señalar, ya que de hecho éramos amigos.
Las ventanas de mi casa estaban oscuras. Entonces se habrían acostado. Me alegré no porque tuviera algo que ocultar, sino porque quería estar tranquilo. Colgué el abrigo en la entrada y entré en el salón. Todo rastro de la cena había desaparecido. En la cocina el friegaplatos zumbaba suavemente. Me senté en el sofá y me pelé una naranja. Aunque el fuego ya se había apagado, todavía se notaba el calor de la estufa. Mi madre tenía razón, se estaba muy bien allí. En el sillón de mimbre el gato levantó perezosamente la cabeza. Al encontrarse con mi mirada, se levantó, cruzó la habitación y de un salto se sentó sobre mis rodillas. Aparté la cáscara de la naranja, que era algo que el gato odiaba.
—Puedes quedarte aquí un ratito —le dije acariciándolo—. Pero no toda la noche, ¿vale? Enseguida me iré a dormir.
Se puso a ronronear, enrollado junto a mí. Su cabeza cayó lentamente sobre una de sus patas, y en el transcurso de unos segundos, sus ojos, hasta entonces cerrados por placer, pasaron a estar dormidos.
—Algunos sí que viven bien —dije yo.
A la mañana siguiente me desperté con la radio de la cocina, pero me quedé tumbado, no tenía ninguna prisa por levantarme, y me volví a dormir. Cuando me desperté de nuevo eran ya las once y media. Me vestí y bajé. Mi madre estaba sentada junto a la mesa de la cocina leyendo, y levantó la vista cuando entré.
—Hola —dijo—. ¿Te lo pasaste bien ayer?
—Sí —contesté—. Estuvo bien.
—¿A qué hora llegaste a casa?
—Sobre las dos y media. Nos trajo el padre de Jan Vidar.
Me senté y me preparé una rebanada de pan con foie gras, tras varios intentos logré pinchar un pepinillo con el tenedor, lo puse encima, y levanté la tetera para ver si estaba vacía.
—¿Queda algo? —preguntó mi madre—. Si no, te preparo más.
—Creo que queda una taza —contesté—, pero puede que esté un poco frío.
Mi madre se levantó.
—Siéntate —le dije—. Puedo hacerlo yo.
—No —dijo ella—. Si estoy sentada justo al lado.
Echó agua en la cacerola y la puso en la placa, que enseguida empezó a hacer pequeños ruidos.
—¿Qué os dieron de comer? —preguntó.
—Era bufé —contesté—. Creo que lo había preparado la madre de la chica de la fiesta. Había… bueno, gambas y verduras en gelatina, como transparente…
—¿Eso que llaman áspic? —preguntó mi madre.
—Sí, de gambas. Y también gambas normales. Y cangrejos. Dos bogavantes, no había suficiente para todos, pero todos probamos un poco. Bueno, y luego un poco de jamón y cosas así.
—Suena muy bien —dijo mi madre.
—Pues sí, estuvo bien. Y a las doce fuimos a un cruce donde se reunía todo el mundo, algunos tiraban cohetes. Bueno, nosotros no, pero otros sí.
—¿Conociste a gente?
Vacilé un poco. Cogí otra rebanada de pan y busqué en la mesa algo que poner encima. Probaría salami con mayonesa.
—No exactamente —dije—. Estuve más bien con gente a la que ya conocía.
La miré.
—¿Dónde está papá?
—En el granero. Se va a casa de la abuela. ¿Quieres ir con él?
—No, prefiero quedarme —contesté—. Había tanta gente ayer que me apetece estar solo. Tal vez baje un rato a ver a Per. Y nada más. ¿Qué vas a hacer tú?
—No sé exactamente. Leer un poco tal vez. Y ponerme a hacer el equipaje. El avión sale temprano mañana.
—Ah, es verdad —dije—. Yngve también va, ¿no?
—Unos días más tarde, creo. Y papá y tú os quedaréis aquí.
—Sí —dije, mirando el fiambre de cabeza de cerdo que había hecho la abuela. Podría ponerlo en la siguiente rebanada. Y luego otra con carne de cordero.
Media hora más tarde llamé a la puerta de Per. Abrió su padre. Parecía que iba a salir, llevaba una chaqueta militar verde encima de un chándal azul de una tela brillante, botas ligeras de color claro y en la mano una correa de perro. El perro de la familia, un viejo golden retriever, correteaba entre sus piernas.
—Hola, eres tú —dijo—. ¡Feliz Año Nuevo!
—Feliz Año Nuevo —dije yo.
—Están en el salón. Pasa, pasa.
Pasó silbando delante de mí, salió al patio y se metió en el garaje ya abierto. Yo me quité los zapatos y entré en la casa. Era grande y diáfana, construida hacía pocos años por el propio padre, según tenía entendido, y desde casi todas las habitaciones se veía el río. Al lado de la entrada estaba la cocina. La madre estaba allí atareada; al pasar por delante, volvió la cabeza, me sonrió y dijo hola, luego entré en el salón, donde Per estaba sentado con sus hermanos Tom y Marit y su mejor amigo, Trygve.
—¿Qué estáis viendo? —pregunté.
—Los cañones de Navarone —contestó Trygve.
—¿Hace mucho que ha empezado?
—No, media hora. Podemos rebobinar si quieres.
—¿Rebobinar? —se quejó Trygve—. No vamos a verla entera otra vez, ¿no?
—Karl Ove no la ha visto —dijo Per—. Será rápido.
—¿Rápido? Es media hora —dijo Trygve.
Per se acercó al aparato de vídeo y se arrodilló delante.
—No puedes decidir eso por tu cuenta —dijo Tom.
—¿Ah, no? —dijo Per.
Apretó el stop y luego la tecla de rebobinar.
Marit se levantó y fue hacia la escalera de la entrada.
—Avísame cuando esté donde lo dejamos —dijo. Per se lo prometió. El aparato empezó a hacer ruidos, a la vez que emitía como pequeños jadeos hidráulicos. Por fin todo estaba listo y la cinta empezó a ir hacia atrás a una velocidad y a un volumen cada vez mayores, hasta que Per la paró antes de llegar al final, y el último trozo se movía extremadamente despacio, más o menos como un avión que tras la máxima velocidad en el aire, y el frenado en el suelo, avanza tranquilamente hacia la terminal.
—Ayer pasarías la noche en casa con mamá y papá, ¿no? —pregunté, mirando a Trygve.
—Pues sí —contestó—. Y tú estarías por ahí bebiendo, ¿no?
—No, estuve por ahí babeando —dije—. Pero hubiera preferido quedarme en casa. No fuimos a ninguna fiesta, así que no hicimos más que caminar en la tormenta cada uno con una bolsa de cervezas en la mano. Fuimos hasta Søm. Pero ya veréis. Pronto os tocará a vosotros andar por las noches sin reposo y con bolsas de la compra.
—Ya —dijo Per.
—Ahora viene lo bueno —dijo Trygve cuando aparecieron en la pantalla las primeras imágenes de la película. Fuera estaba todo tan silencioso como sólo puede estarlo en invierno. Y aunque estaba nublado y el cielo gris, la luz del paisaje era completamente blanca y resplandeciente. Recuerdo que pensé que lo único que me apetecía era estar sentado justo allí en ese momento, en una casa recién construida sobre un disco de luz en medio del bosque, y ser todo lo tonto que quisiera.
A la mañana siguiente mi padre llevó a mi madre al aeropuerto. Cuando volvió, había desaparecido ya el parachoques entre nosotros, y la vida que habíamos llevado todo aquel otoño se reanudó enseguida. Él desapareció en el apartamento del granero, yo cogí el autobús hasta la casa de Jan Vidar. Allí pusimos su amplificador y tocamos un rato hasta que nos cansamos y nos fuimos a la tienda donde no pasaba nada, volvimos a su casa y vimos los saltos de esquí en la televisión, escuchamos algunos discos y charlamos sobre chicas. A las cinco cogí el autobús hasta mi casa, mi padre me recibió en la puerta y me preguntó si quería que me bajara a la ciudad. Le dije que por mí bien. Por el camino me preguntó si quería que pasáramos por casa de los abuelos, supuso que tendría hambre. Podríamos comer allí.
La abuela sacó la cabeza por la ventana cuando mi padre aparcó el coche delante del garaje.
—¡Sois vosotros! —exclamó.
Al instante vino a abrirnos la puerta.
—Hola —saludó—. Lo pasamos muy bien en vuestra casa anoche.
Me miró.
—Y tú también te lo pasaste muy bien, me han dicho.
—Sí —contesté.
—¡Dame un beso! Eres ya muy mayor, pero aún puedes darle un beso a tu abuela, ¿no?
Me incliné hacia ella y sentí su mejilla seca y arrugada contra la mía. Olía bien, al perfume que usaba siempre.
—¿Habéis comido? —preguntó mi padre.
—Hace un momento, pero puedo calentaros algo, no hay problema. ¿Tenéis hambre?
—Creo que sí, ¿no? —dijo mi padre, mirándome con una sonrisita en los labios.
—Yo por lo menos sí —contesté.
Nos quitamos la ropa de abrigo en la entrada, coloqué bien mis zapatos en el fondo del armario abierto y colgué la chaqueta en una de las viejas perchas doradas. La abuela se quedó de pie junto a la escalera mirándonos, con esa impaciencia en el cuerpo tan propia suya. Una mano en la mejilla. La cabeza un poco ladeada, cambiando el peso de un pie al otro. Aparentemente insensible a esos pequeños movimientos, hablaba a la vez con mi padre. Preguntó si seguíamos con toda esa nieve allí arriba, a qué hora se había ido mi madre y cuándo volvería. Exacto, decía cada vez que él decía algo. Exacto.
—¿Y tú, Karl Ove? —preguntó mirándome—. ¿Cuándo empieza el instituto de nuevo?
—Dentro de dos días.
—Qué bien, ¿no?
—Pues sí.
Mi padre se miró brevemente en el espejo. Su cara estaba tranquila, pero alrededor de los ojos se veía una sombra de descontento, parecían fríos y sin interés por lo que se decía. Dio un paso hacia la abuela, que se volvió y empezó a subir, ligera y rápidamente. Mi padre la siguió con pasos pesados, y a él lo seguí yo, con la mirada fijada en su nuca, en ese pelo espeso y negro.
—¡Vaya! —exclamó el abuelo al vernos entrar en la cocina. Estaba sentado junto a la mesa, con las piernas separadas y echado hacia atrás, con tirantes negros sobre la camisa blanca, y los botones de arriba desabrochados. Por la cara le colgaba un rizo que en ese instante se echó hacia atrás con una mano. De la boca le colgaba una colilla apagada.
—¿Qué tal habéis venido? —preguntó—. ¿Hay hielo en la carretera?
—No está tan mal —contestó mi padre—. Peor estaba en Nochevieja. Además, apenas había tráfico.
—Sentaos —dijo la abuela.
—No, entonces no queda sitio para ti —objetó mi padre.
—Me quedaré de pie —dijo ella—. Voy a calentaros la comida. Yo estoy sentada todo el día. ¡Sentaos ya!
El abuelo puso un encendedor debajo de la colilla y la encendió. Dio un par de caladas y echó el humo al aire.
La abuela encendió las placas eléctricas de la cocina, tamborileó en la encimera y silbó por lo bajo, como solía hacer.
De alguna manera, mi padre era demasiado grande para estar sentado junto a esa mesa de cocina, pensé. No en un sentido físico, cabía sin problemas, era más bien que no encajaba allí. Había algo en él, o en lo que él irradiaba, que se resistía a esa mesa de cocina.
Sacó un cigarrillo y lo encendió.
¿Habría encajado mejor en el comedor? ¿Si hubiéramos comido allí en lugar de en la cocina?
Pues sí, habría encajado más. Habría estado mejor allí.
—Bueno, ya estamos en 1985 —dije para romper ese silencio que ya duraba varios segundos.
—Así es, fíjate —dijo la abuela.
—¿Dónde está tu hermano? —preguntó el abuelo—. ¿Ha vuelto a Bergen?
—No, sigue en Arendal —contesté.
—Sí —dijo el abuelo—. Está hecho un arendaleño.
—Pues por aquí no viene ya mucho —dijo la abuela—. Con lo bien que lo pasábamos juntos cuando era pequeño.
Me miró.
—¡Pero tú sí vienes!
—¿Qué es lo que estudia ahora? —quiso saber el abuelo.
—Creo que son ciencias políticas, ¿no? —dijo mi padre mirándome.
—No, acaba de empezar ciencias de la información —le corregí.
—¿No sabes lo que estudia tu propio hijo? —preguntó el abuelo con una sonrisa.
—Sí, sí, lo sé muy bien —contestó mi padre. Apagó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero y se dirigió a la abuela—. Creo que podemos comer ya, madre. No hace falta que nos quememos. ¿No crees que ya está lo bastante caliente?
—Seguro que sí —dijo la abuela, y fue a por dos platos al armario, nos los puso delante, sacó cubiertos del cajón y los colocó al lado de los platos.
—Os sirvo yo hoy —dijo cogiendo el plato de mi padre y poniendo patatas cocidas, estofado de guisantes, albóndigas y salsa.
—Está muy bien —dijo mi padre cuando ella le puso el plato delante y cogió el mío.
Las únicas dos personas que conocía que comían igual de deprisa que yo eran Yngve y mi padre. A los pocos minutos de que la abuela nos hubiera servido, ya habíamos rebañado los platos. Mi padre se reclinó en la silla y encendió otro cigarrillo, la abuela le sirvió una taza de café, yo me levanté, fui al salón y me puse a mirar la ciudad con todas sus luces resplandecientes, y la nieve, que parecía gris, casi negra, en montones a lo largo de las paredes de los almacenes del muelle. La luz de las farolas se extendía temblorosa por toda la negra y brillante superficie del agua.
Por un instante me llenó ese sentimiento de nieve blanca contra agua negra. Cómo lo blanco borra todos los detalles en torno a una laguna o un arroyo en el bosque, de tal manera que la diferencia entre el paisaje y el agua se hace absoluta, y el agua queda como algo profundamente desconocido, un agujero negro en el mundo.
Me di la vuelta. El otro salón estaba dos escalones más alto que el salón donde yo me encontraba, separados ambos por una puerta corredera. En ese momento la puerta estaba entreabierta y subí, no por ninguna razón concreta, sólo porque estaba intranquilo. Era el salón elegante, el que sólo se utilizaba en ocasiones especiales; nunca nos habían dejado estar allí solos.
Había un piano junto a la pared, y sobre él colgaban dos cuadros de motivos del antiguo testamento. Sobre el piano había fotos de los tres hijos, con gorro de bachiller. Mi padre, Erling y Gunnar. Siempre me resultaba igual de raro ver a mi padre sin barba. Sonreía, llevaba el gorro negro de bachiller echado hacia atrás. Sus ojos brillaban de alegría.
En medio de la habitación había sendos sofás uno a cada lado de una mesa baja. En el rincón al fondo del salón, dominado por dos sofás de piel negra y un armario rinconero antiguo había una chimenea de obra blanca.
—¿Karl Ove? —me llamó mi padre desde la cocina.
Bajé rápidamente al cuarto de estar y contesté.
—¿Nos vamos?
—Sí.
Cuando entré en la cocina, él ya se había levantado.
—Bueno, adiós —me despedí—. Ya nos veremos.
—Hasta pronto —dijo el abuelo. La abuela nos acompañó como siempre hasta abajo.
—Ah, por cierto —dijo mi padre cuando estábamos en la entrada, poniéndonos los chaquetones—. Tengo algo para ti.
Salió, abrió la puerta del coche, la volvió a cerrar y se acercó de nuevo con un paquete que dio a mi abuela.
—Felicidades, madre —dijo.
—¡No deberías haberlo hecho! —exclamó la abuela—. ¡Por Dios! ¡No me merezco ningún regalo!
—Claro que sí —repuso mi padre—. ¡Ábrelo!
Yo no sabía dónde mirar. Había algo muy íntimo en aquello, algo que nunca había visto y de cuya existencia no tenía ni idea.
La abuela sacó un mantel del paquete.
—¡Qué bonito! —exclamó.
—Pensé que iría bien con el color de las paredes de arriba —señaló mi padre.
—Es precioso —dijo la abuela.
—Muy bien —concluyó mi padre con un tono que acababa con toda clase de profundización—. Vámonos pues.
Nos metimos en el coche, mi padre arrancó el motor y una cascada de luz alcanzó la puerta del garaje. La abuela nos dijo adiós con la mano desde la escalera cuando bajamos marcha atrás por la pequeña cuesta. Como siempre, cerró la puerta en cuanto dimos la vuelta, y cuando enfilamos la carretera principal, ya había desaparecido.
En los días siguientes pensé de vez en cuando en el pequeño episodio de la entrada, y la sensación era siempre la misma: que había visto algo que no debería haber visto. Pero desapareció pronto, no eran exactamente mi padre y mi abuela los que ocupaban mis pensamientos, pues en aquellas semanas ocurrieron muchas cosas. En la primera clase del nuevo año, Siv repartió invitaciones a todos; iba a celebrar una fiesta de nuestra clase en su casa el sábado siguiente, eran buenas noticias, una fiesta de la clase era una fiesta a la que yo tenía derecho a asistir, en la que nadie me podría acusar de intentar colarme y donde la confianza con los demás, que hacía que en las clases me acercara bastante a la conducta del que era realmente, podría llevarse al gran mundo. En suma, podría beber, bailar, reír y tal vez meter mano a alguien contra alguna pared. Por otra parte, las fiestas de clase tenían un estatus más bajo precisamente por eso, pues no eran fiestas a las que te invitaban por ser quien eras, sino por la clase en la que estabas, en este caso la IB. Pero no permití que ese hecho menoscabara mi regocijo. Una fiesta no era sólo una fiesta, también era eso. El problema de conseguir bebidas era el mismo que en Nochevieja, y pensé en volver a llamar a Tom, pero llegué a la conclusión de que lo mejor sería correr yo el riesgo. Sólo tenía dieciséis años, pero parecía mayor, y si simplemente me comportaba como si nada, lo más probable fuera que a nadie se le ocurriera decirme que no. Si lo hacían, sería molesto, pero nada más, y siempre me quedaría la posibilidad de pedirle el favor a Tom. De modo que el miércoles me pasé por el supermercado, metí doce botellas de medio litro de cerveza en la cesta, pan y tomates como coartada, me puse en la cola, coloqué las cosas en la cinta y di el dinero a la cajera, ella lo cogió sin mirarme siquiera, y yo me apresuré muy excitado a casa con una bolsa tintineando en cada mano.
Cuando volví del colegio el viernes por la tarde, mi padre había pasado por casa. Había una nota encima de la mesa.
Karl Ove:
Este fin de semana voy a un seminario. Volveré el domingo por la noche. Hay gambas frescas en la nevera y pan blanco en la cesta del pan. ¡Que lo disfrutes!
Papá
Encima de la nota había un billete de quinientas coronas.
¡Era perfecto!
No había nada que me gustara más que las gambas. Me las comí delante del televisor aquella noche, luego di una vuelta por la ciudad mientras escuchaba en el walkman primero Lust for Life de Iggy Pop, y luego uno de los álbumes tardíos de Roxy Music; había algo en esa distancia entre lo interno y lo externo que surgía entonces que me gustaba mucho; cuando veía todos esos rostros humanos borrachos reunidos delante de bares, cafés y discotecas, era como si se encontraran en una dimensión diferente a la mía, lo mismo ocurría con los coches que pasaban, los conductores que entraban y salían de sus vehículos en las gasolineras, los dependientes detrás de los mostradores con sus sonrisas cansadas y sus movimientos mecánicos, los hombres que estaban paseando a sus perros.
Al día siguiente por la mañana me pasé por casa de los abuelos y me comí unas medianoches con ellos, luego bajé al centro, compré tres discos y una bolsa grande de chucherías, unas revistas de música y un libro de bolsillo, Jean Genet, Diario del ladrón. Me bebí dos cervezas mientras veía el partido de la quiniela, otra mientras me duchaba y me cambiaba, y otra mientras me fumaba el último cigarrillo antes de irme.
Había quedado con Bassen en vernos en Rundingen a las siete. Allí estaba, sonriendo al verme llegar con la bolsa colgada de la mano. Él llevaba las cervezas en una mochila a la espalda, y al verlo estuve a punto de darme un golpe en la frente. ¡Claro! Ésa era la manera de llevarlas.
Cogimos una calle llamada Kuholmsveien, pasamos por delante de la casa de los abuelos, subimos las cuestas y entramos en el barrio del Estadio, que era donde vivía Siv.
Tras unos minutos de desordenada búsqueda, encontramos el número y llamamos a la puerta. Abrió Siv con un gran chillido.
Ya antes de despertarme supe que algo bueno había pasado. Fue como si una mano me alcanzara hasta donde yacía en el fondo de la conciencia, viendo una imagen tras otra pasar velozmente por encima de mí. Una mano a la que me agarré y que me levantó lentamente, acercándome cada vez más a mí mismo, hasta que abrí los ojos.
¿Dónde estaba?
Ah, sí, en el salón de casa. Estaba tumbado en el sofá, completamente vestido.
Me incorporé y me sujeté con ambas manos la cabeza palpitante.
La camisa me olía a perfume.
Un olor pesado, exótico.
Había estado metiendo mano a Mónica. Habíamos bailado, nos habíamos alejado del baile, nos habíamos parado debajo de una escalera, yo la había besado y ella me había besado.
¡Pero no era eso!
Me levanté y fui a la cocina, abrí el grifo, llené un vaso de agua y me lo bebí.
¡No, no era eso!
Había sucedido algo fantástico, se había encendido una luz, pero no era Mónica. Era algo distinto.
¿Pero qué era?
Tanto alcohol había creado un desequilibrio en el cuerpo. Pero sabía lo que hacía falta para corregirlo. Hamburguesas, patatas fritas, salchichas. Mucha Coca-Cola. Lo necesitaba. Lo necesitaba justo en ese momento.
Fui hasta la entrada y me miré en el espejo, mientras me alisaba el pelo con una mano. No tenía demasiada mala pinta, lo único los ojos, que estaban algo inyectados en sangre; sí que podía salir así.
Me calcé las botas, cogí el chaquetón y me lo puse.
¿Pero qué era eso?
¡Un pin!
¿Ponía «Smil!» en él?
¡Ah, eso era!
Así que estaba bien.
Había estado hablando con Hanne durante la última hora.
¡Eso era!
Hablamos durante un buen rato. Ella se reía, estaba contenta. Sin beber nada. Pero yo sí, y entonces podía estar donde estaba ella, en lo ligero y lo alegre. Luego bailamos.
Ah, sí, bailamos al son de Frankie Goes to Hollywood. The Power of Love.
The POWER of LO-OVE!
Hanne, Hanne.
Sentirla tan cerca de mí. Estar de pie igual de cerca hablando. Su risa. Sus ojos verdes. Su pequeña nariz.
Justo antes de marcharnos, ya en la calle, me puso ese pin.
Eso era lo que había pasado. No fue gran cosa, pero lo poco que hubo fue fantástico.
Me abroché el chaquetón y salí. Las nubes colgaban bajas sobre la ciudad, un viento frío barría las calles, moviéndose hacia el mar. Todo estaba gris y blanco, frío e inhóspito. Pero dentro de mí todo brillaba. The POWER of LO-OVE!, la oí una y otra vez mientras andaba siguiendo el curso del río, camino de la hamburguesería.
¿Qué había sucedido?
Hanne era Hanne, ella no había cambiado, había estado en la clase todo ese otoño e invierno. Me gustaba, pero no albergaba ningún sentimiento especial hacia ella. ¡Y ahora! ¡Y ahora esto!
Fue como si me hubiera alcanzado un rayo. A intervalos regulares la felicidad recorría mis nervios. Temblaba mi corazón, brillaba mi alma. De pronto era incapaz de esperar hasta el lunes, incapaz de esperar hasta que empezara el instituto.
¿Podría llamarla?
¿Debería invitarla a salir?
Sin pensarlo, pedí una cheeseburger con beicon y patatas fritas, además de una Coca-Cola grande. Hanne salía con alguien, me lo había dicho ella misma, con un chico que iba a tercero de bachillerato superior en el instituto de Vågsby. Llevaban mucho tiempo juntos. Pero su manera de mirarme, esa intimidad que había surgido así de repente, no podía ser algo insignificante, ¿no? Tenía que significar algo. Había en ella un interés, había en ella una voluntad hacia mí. Tenía que ser así.
El lunes, el lunes volvería a verla.
¿Pero qué coño iba a hacer hasta entonces?
Faltaban casi otras VEINTICUATRO HORAS.
Ella sonrió al verme. Yo también sonreí.
—¡No te has quitado el pin! —exclamó.
—Así es —contesté—. Pienso en ti cada vez que lo veo.
Bajó la mirada. Se puso a juguetear con un botón de la chaqueta.
—Estabas muy borracho —dijo, mirándome de nuevo.
—Supongo que sí. No me acuerdo de casi nada, a decir verdad.
—¿No te acuerdas?
—¡Sí, sí! Recuerdo Frankie Goes to Hollywood, por ejemplo…
Por el pasillo llegaba Tonnessen, el joven profesor de geografía con barba que hablaba el dialecto de Arendal. Era nuestro tutor.
—Hola, chicos, ¿habéis pasado un buen fin de semana? —preguntó, mientras abría la puerta de clase con llave.
—Hicimos una fiesta todos los de la clase —le contestó Hanne con una sonrisa.
Qué sonrisa tenía esa chica.
—¿Ah, sí? ¿Y yo no estaba invitado? —dijo, un comentario al que no esperaba ninguna respuesta, porque no la miró, sino que se dirigió directamente a su mesa, al fondo del aula, donde dejó su pequeño montón de libros.
Era incapaz de concentrarme en lo que se decía en la clase. Sólo pensaba en Hanne, y eso a pesar de que estaba sentada en la misma estancia que yo. O pensar tal vez no fuera la palabra… Más bien estaba tan lleno hasta arriba de sentimientos que no permitían la presencia de otros pensamientos. Así fue durante todo ese invierno y toda esa primavera. Estaba enamorado, y no se trataba de uno de esos enamoramientos menores, era uno de los grandes, de los que en la vida sólo se dan tres o quizá cuatro. Ése fue el primero, y como todo en él era nuevo, tal vez fuera el más grande de todos. Todo en mí estaba centrado en Hanne. Cuando me despertaba por las mañanas únicamente pensaba con ilusión en ir al instituto, donde estaría ella. Si no estaba, si estaba enferma o de viaje, todo sentido desaparecía inmediatamente, en esos casos el resto del día sólo se trataba de aguantar. ¿Para qué? ¿A qué estaba esperando cuando esperaba? Lo que está claro es que no se trataba de intensos abrazos o apasionados besos, porque no hubo ninguna relación en ese sentido. No, lo que esperaba con ansiedad, y lo que llenaba mi existencia era la mano que apenas me rozaba la espalda, la sonrisa que iluminaba su rostro cuando me veía o le decía algo divertido, el abrazo que nos dábamos como amigos cuando nos encontrábamos fuera del instituto. Los segundos en los que la rodeaba con mis brazos y notaba su mejilla contra la mía, el olor a ella, el champú que usaba, el suave aroma a manzana que emanaba. Ella se sentía atraída por mí, lo sabía, pero se ponía unos límites muy severos a lo que podía hacer, jamás se consideró la posibilidad de que ella y yo llegáramos a ser pareja, sin embargo, no estaba seguro de si le atraía realmente o sólo se sentía halagada por la atención que le prestaba y quería jugar. Pero, fuera como fuera, cuando llegaba a mi habitación yo me sentía esperanzado, interpretaba todo lo que ella decía y hacía en el transcurso de una jornada en el instituto, y eso me enviaba a la extrema miseria o hasta las más altas y maravillosas cumbres, no existía un punto intermedio.
En el instituto empecé a lanzarle notas. Pequeños comentarios, pequeños saludos, pequeños mensajes que casi siempre había pensado la noche anterior. Luego ella contestaba, yo lo leía y escribía una respuesta que volvía a lanzarle, y la seguía muy de cerca mientras ella la leía. Si ella cerraba una vía que yo había abierto, todo se me volvía negro. Si ella la continuaba, yo temblaba y me agitaba por dentro como una campana. Poco a poco las notas fueron sustituidas por un cuaderno que iba y venía entre los dos, no quería que ella se cansara, dos o tres veces al día era suficiente. Muchas veces le preguntaba si quería ir conmigo al cine o a algún café, pero siempre contestaba lo mismo, sabes que no puedo.
Discutíamos durante los recreos, un poco de política, pero más bien de religión, ella era cristiana creyente y yo un ardiente anticristiano. Creyente. Ella llevaba mis argumentos al joven pastor de su parroquia y volvía luego con sus respuestas. Su novio también pertenecía a la misma congregación, y aunque yo no fuera una amenaza para la relación con él, al menos constituía un contraste en su vida. En todo caso, el espacio de los breves encuentros durante los recreos que ni siquiera ocurrían todos los días se fue ampliando cuidadosa e imperceptiblemente fuera del instituto. Éramos amigos, compañeros de clase, ¿no podíamos de vez en cuando tomar algo en algún café después del instituto? ¿No podíamos ir juntos de vez en cuando hasta la parada del autobús?
Esos momentos se convirtieron en mi vida. Las pequeñas miradas, las pequeñas sonrisas, los pequeños roces. ¡Ah, y su risa cuando la hacía reír!
Eso era mi vida. Pero yo quería más. Mucho más. Quería verla todo el tiempo, estar con ella todo el tiempo, quería que me invitara a su casa, conocer a sus padres, salir con sus amigos, ir de vacaciones con ella, llevarla a casa…
Sabes que no puedo.
El cine estaba asociado a relaciones y amor, pero había otros actos sociales que no, y a uno de ésos invité a Hanne un día a principios de febrero. Habían convocado una reunión política para la juventud en algún lugar del centro, había visto el cartel en el instituto, y una mañana escribí a Hanne y le pregunté si quería ir conmigo. Cuando lo leyó, me miró sin sonreír. Escribió algo. Envió el cuaderno de vuelta, lo abrí y leí. ¡Sí!, ponía.
¡Sí!, pensé.
¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Estaba sentado en el sofá esperando, cuando ella llamó a la puerta sobre las seis de la tarde.
—¡Hola! —saludé—. ¿Quieres pasar mientras me cambio?
—Vale —respondió.
Tenía las mejillas rojas de frío. Llevaba un gorro que casi le tapaba los ojos y una gran bufanda blanca enrollada al cuello.
—¡Así que vives aquí!
—Sí —dije, abriendo la puerta del salón.
—Aquí está el salón. Más allá está la cocina. Y un dormitorio arriba. En realidad es el despacho de mi abuelo. Allí —añadí señalando la puerta del otro lado.
—¿No es muy solitario vivir aquí sin compañía?
—Qué va —contesté—. En absoluto. Me gusta estar solo. Y voy mucho a Tveit.
Me puse el chaquetón, en el que aún llevaba el pin, una bufanda y las botas.
—Voy un momento al servicio, y nos vamos —dije. Cerré la puerta del cuarto de baño detrás de mí. Ella se puso a cantar en voz baja. En aquella casa se oía todo, tal vez pretendiera tapar los sonidos que podrían llegar del retrete, o tal vez simplemente le apetecía cantar.
Levanté la tapa y me saqué la trompa.
En ese instante supe que me sería imposible mear mientras ella estuviera ahí fuera en la entrada. Se oía todo, y la entrada era muy pequeña. Oiría incluso que no lo lograba.
Joder.
Apreté todo lo que pude.
Ni una gota.
Ella cantaba dando vueltas por la habitación.
¿Qué estaría pensando?
Al cabo de medio minuto desistí, abrí el grifo, dejé correr el agua unos segundos para que al menos pareciera que había hecho algo y luego lo cerré. Abrí la puerta y salí para encontrarme con su mirada tímida y baja.
—Ya podemos irnos —dije.
Las calles estaban oscuras y hacía viento, como era normal en esa ciudad en invierno. No hablamos mucho por el camino, sólo un poco del instituto, de los compañeros de clase, Bassen, Molle, Siv, Tone, Anne. Por alguna razón, ella se puso a hablar de su padre, era fantástico. No era cristiano, me dijo, lo cual me sorprendió. ¿Se había hecho cristiana por iniciativa propia? Dijo que su padre me habría gustado. ¿Habría?, pensé. Sí, suena muy bien. Lacónico. ¿Qué significa lacónico?, preguntó ella, mirándome con sus ojos verdes. Cada vez que me miraba yo estaba a punto de romperme en pedazos. Podría haber roto todas las ventanas a nuestro alrededor, golpear a todos los peatones para que cayeran al suelo, y saltar encima de ellos hasta que perdieran la vida, tanta era la energía con la que me llenaban sus ojos. Podría agarrarla por la cintura y bailar un vals en medio de la calle, lanzar flores a todos aquellos con los que nos encontráramos, cantar a voz en cuello. ¿Lacónico?, dije. Resulta difícil de describir. Algo seco y neutral, tal vez exageradamente neutral, contesté. Una especie de understatement. Pero ya hemos llegado, ¿no?
Se suponía que la reunión se iba a celebrar en un local de la calle Dronningen. Pues sí, allí era, había un cartel en la puerta.
Entramos.
El local se encontraba en la primera planta, estaba lleno de sillas, y había una tarima y un proyector de transparencias. Un puñado de jóvenes, tal vez diez o doce, estaban ya allí.
Debajo de la ventana se veía un gran termo junto a una pequeña fuente de pastas y una pila de tazas de plástico blanco.
—¿Quieres un café? —pregunté.
Hanne negó con la cabeza, sonriendo.
—¿Una pasta tal vez?
Me serví café, cogí un par de pastas y volví con ella. Nos sentamos en una de las últimas filas.
Llegaron otras cinco o seis personas, y la reunión empezó. La organizaba la Asociación de la Juventud Obrera (AUF) y era una especie de reunión de captación de socios. Presentaron la política de la asociación y se habló de la política juvenil en general, de por qué era tan importante implicarse, cuánto podía uno realmente hacer, y, como un extra al final, la satisfacción personal que uno podía obtener.
De no haber sido porque tenía a Hanne sentada a mi lado, con una pierna encima de la otra, tan cerca de mí que me quemaba, me habría marchado de allí. En realidad me había imaginado la cosa como una reunión popular, una sala atestada de gente, humo de cigarrillos, oradores inspirados, ruidosas risas llenando la sala, hombres y mujeres jóvenes que querían algo, que ardían por algo, el socialismo, esa palabra mágica de los años cincuenta, y no lo que veía, unos chicos aburridos con jerséis aburridos y pantalones feos, que hablaban a un reducido grupo de chicos y chicas parecidos entre sí sobre asuntos aburridos y carentes de chispa.
¿.A quién le importa la política cuando hay llamas ardiendo en su interior?
¿A quién le importa la política cuando uno arde de ganas de vivir? ¿De ganas de todo lo que está vivo?
A mí por lo menos no.
Nos dijeron que después de los tres discursos habría una pequeña pausa, y luego un taller y discusiones en grupo. Cuando llegó la pausa, le pregunté a Hanne si nos íbamos, y ella dijo que por ella de acuerdo, y volvimos a salir a la fría oscuridad de la noche. Ella se había dejado la chaqueta dentro, colgada en el respaldo de la silla, y el jersey que había quedado al descubierto, grueso, de lana, estaba ligeramente abultado de una manera que me hizo tragar y tragar, ella estaba tan cerca de mí, era tan poco lo que nos separaba…
En el camino de vuelta dije lo que opinaba de la política. Ella dijo que yo tenía una opinión de todo, y que ¿cómo había tenido tiempo para estudiar tantas cosas? Ella ni sabía muy bien lo que opinaba de casi nada, dijo. Yo dije que yo tampoco casi. ¡Pero si eres anarquista!, dijo ella. Y tú eres cristiana, dije yo. ¿De dónde te vino? Si tus padres no lo son. Y tu hermana tampoco. Sólo tú. Y estás convencida. Sí, contestó ella, en eso tienes razón. Pero tú das la impresión de pensar mucho. Deberías vivir más. Lo intento, dije.
Nos paramos delante de mi casa.
—¿Dónde coges el autobús? —le pregunté.
—Allí —contestó señalando hacia arriba.
—¿Quieres que te acompañe?
Hizo un gesto negativo.
—Iré sola. Llevo el walkman.
—De acuerdo —dije.
—Gracias por esta noche —dijo.
—No hay de qué —contesté.
Ella sonrió, se puso de puntillas y me besó en la boca. La estreché contra mí, y ella me devolvió el abrazo antes de librarse. Nos miramos un breve instante, y acto seguido se marchó.
Aquella noche me resultaba imposible estarme quieto. Daba vueltas por la casa, iba de un lado para otro de mi habitación, subía y bajaba las escaleras, entraba y salía de las habitaciones de abajo. Tenía la sensación de ser más grande que el mundo, como si tuviera todo lo del mundo dentro de mí, y ya no hubiera nada más por lo que luchar. La humanidad era pequeña, la historia era pequeña, el planeta era pequeño, incluso el universo, del que decían que era infinito, era pequeño. Yo era más grande que todo lo que había. Era una sensación fantástica, pero me dejó desasosegado, porque lo más importante de ella era el ardiente deseo, lo que llegaría, lo que haría, y no lo que hacía o había hecho.
¿Cómo iba a quemar todo lo que ya tenía dentro?
Me obligué a acostarme, me obligué a yacer inmóvil en la cama sin mover ni un músculo, tardara lo que tardara en dormirme. Curiosamente, me dormí al cabo de unos minutos, el sueño me alcanzó como un cazador a una presa que nada sospecha, y no habría notado el tiro si no hubiera sido porque de repente sentí una sacudida en un pie. Algo que me hizo ver mis pensamientos, que estaban totalmente alejados de la realidad, algo de un barco sobre cuya cubierta me encontraba, mientras una enorme ballena se sumergía hacia las profundidades justo a mi lado, la vi a pesar de la postura imposible. Comprendí que era el principio de un sueño, el brazo del sueño que arrastraba el ego hacia dentro, donde se transformaba en su entorno, porque eso era lo que había sucedido cuando noté que algo me tiraba del pie, yo era un sueño, el sueño era yo.
Cerré los ojos otra vez.
No moverse, no moverse, no moverse…
Al día siguiente era sábado, y tenía entrenamiento con el equipo sénior por la mañana.
Muchos no entendían que jugara con ese equipo. Yo no era bueno. Había al menos seis, incluso siete u ocho en el equipo júnior que eran mejores que yo. Y sin embargo sólo a otro que se llamaba Bjørn y a mí nos cambiaron al equipo sénior aquel invierno.
Yo sí lo entendía.
El equipo sénior tenía un nuevo entrenador y quería ver a todos los júniors, de manera que nos dejaron entrenar con los séniors una semana a cada uno. Tuvimos tres ocasiones para exhibirnos. Todo ese otoño yo había corrido bastante, y me encontraba en tan buena forma que me habían elegido para correr la carrera de 1.500 metros con el equipo del instituto, aunque nunca había hecho nada de atletismo. Así que cuando me tocó entrenar con los séniors y acudí al campo cubierto de nieve cerca de Kjøyta, sabía que tendría que correr y nada más que correr. Era mi única posibilidad. Corrí como enloquecido. Cada vez que cruzábamos el campo yo iba delante. Di todo cada vez. Cuando empezamos a jugar ocurrió lo mismo, corría y corría todo el tiempo, corría como un salvaje, y tras tres entrenamientos así, supe que la cosa había ido bien, y cuando me llegó el mensaje de que me habían ascendido, no me sorprendió. Los que sí se sorprendieron sin embargo fueron los otros chicos del equipo júnior. Cada vez que controlaba mal el balón, cada error que cometía en el juego me lo hacían ver, ¿qué coño haces tú en el equipo sénior? ¿Por qué te han ascendido?
Ay, yo sabía por qué, era sólo porque corría.
Lo único que hacía falta era correr.
Después del entrenamiento, cuando los demás se rieron como de costumbre de mi cinturón de pinchos, conseguí que Tom me llevara en su coche a Sannes. Me dejó donde los buzones, dio la vuelta y desapareció cuesta abajo, yo subí hasta la casa. El sol colgaba bajo en el cielo, que estaba totalmente despejado y azul, y por todas partes a mi alrededor chispeaba la nieve.
No había avisado de que iba a ir, ni siquiera sabía si mi padre estaba en casa.
Empujé con cuidado la puerta. Estaba abierta.
Del salón salía música. Mi padre tenía el volumen muy alto, la casa entera estaba llena de música. Era Arja Saijonmaa la que cantaba. Gracias a la vida.
—¿Hola? —saludé.
Pensé que no me oiría con la música tan alta, me quité los zapatos y el chaquetón.
No quería pillarlo desprevenido y volví a gritar hola desde la entrada. No hubo respuesta.
Entré en el salón.
Él estaba sentado en el sofá con los ojos cerrados. Su cabeza se movía de un lado para otro al compás de la música. Tenía las mejillas mojadas de lágrimas.
Retrocedí con pasos silenciosos hasta la entrada, y lo más rápido que pude antes de que hubiera una pausa en la música, me vestí y salí corriendo.
Corrí todo el camino hasta la parada del autobús con la bolsa al hombro. Por suerte llegó un autobús a los pocos minutos. Durante los cuatro o cinco que tardó en llegar a Solsetta, estuve deliberando conmigo mismo si me bajaba en la parada de casa de Jan Vidar o si seguía hasta la ciudad. La respuesta llegó por sí misma, pues no quería estar solo, quería estar con alguien, charlar con alguien, pensar en otra cosa, y en casa de Jan Vidar, con la amabilidad con la que sus padres me trataban siempre, podría hacerlo.
No estaba en casa, había ido con su padre a Kjevik, pero volverían pronto, dijo la madre. ¿No quería entrar y esperarlos en el salón?
Pues sí, quería. Y allí, con el periódico desplegado delante de mí y una taza de café y una rebanada de pan en la mesa, estaba yo cuando llegaron Jan Vidar y su padre una hora más tarde.
Al anochecer, volví a casa y él ya no estaba, lo que me vino bien. La casa no sólo estaba sucia y poco acogedora, lo que la luz del sol de alguna manera lo habría disimulado, ya que hacía un rato no me había fijado, y descubrí que también se había congelado el agua. Debía de llevar un rato congelada, al menos ya se veían por ahí cubos y nieve. En el baño había un par de cubos con nieve medio derretida que él utilizaría para echar al retrete, supuse. Al lado de la cocina eléctrica había otro cubo de nieve fundida, que seguramente usaba para cocinar.
No quería estar allí. ¿Dormir en esa habitación vacía en esa casa vacía en el bosque, rodeado de desorden y sin agua?
Que lo hiciera él si quería.
Por cierto, ¿dónde estaba?
Me encogí de hombros, aunque estaba completamente solo. Me puse el chaquetón y las botas y fui hacia el autobús, en medio de un paisaje que yacía como hipnotizado bajo la luz de la luna.
Después de aquel beso, Hanne se replegó un poco, ya no se apresuraba a contestar a mis mensajes, ni nos quedábamos charlando en los recreos. Pero no había ninguna lógica, ningún sistema: de repente un día aceptó una de mis proposiciones de ir conmigo al cine esa noche. Quedamos en el vestíbulo a las siete menos diez.
Cuando entró buscándome con la mirada, tenía una idea preconcebida de cómo sería estar con ella. Entonces todos los días serían como ése.
—Hola —saludó—. ¿Llevas mucho rato esperando?
Le contesté que no. Sabía que la cuerda se había tensado mucho, y que debía restar importancia a todo lo que pudiera recordarle que lo que estábamos haciendo, es decir, ir al cine, era algo que sólo hacían las parejas. Sobre todo no quería que se arrepintiera de estar allí conmigo. Que no tuviera que echar nerviosas miradas a su alrededor para comprobar que no hubiera conocidos suyos cerca. Ningún brazo alrededor de su hombro. Ninguna mano cogiéndole la mano.
La película era francesa y la proyectaban en la sala pequeña. Yo la había sugerido. Se titulaba Betty Blue. Yngve la había visto y le había gustado mucho, entonces la ponían en nuestra ciudad y era evidente que yo tenía que verla, no siempre se podía ver allí cine de calidad, normalmente todo era norteamericano.
Nos sentamos, nos quitamos los abrigos y nos reclinamos en el asiento. ¿No estaba un poco tensa? ¿Como si en realidad no quisiera estar allí?
Las palmas de las manos me sudaban. Era como si todas mis fuerzas se disolvieran en el cuerpo, como si cayeran dentro de él para desaparecer, ya no tenía fuerzas para nada.
La película empezó.
Dos parejas estaban follando.
Ay, no. No, no, no.
No me atrevía a mirar a Hanne, pero intuía que sentía lo mismo que yo, que no se atrevía a mirarme, y que se agarraba a los reposabrazos deseando que la escena terminara.
Pero no terminaba. En la pantalla no paraban de follar.
Maldita sea.
Mierda, mierda, mierda.
Durante el resto de la película estuve pensando en ello, y en el hecho de que probablemente también Hanne pensara en lo mismo. Al terminar la película sólo quería irme a casa.
Además, era lo más natural. El autobús de Hanne salía de la estación de autobuses, yo iba en dirección contraria.
—¿Te ha gustado? —pregunté, parándome a la salida del cine.
—Siií —contestó Hanne—, ha estado bien.
—Sí, bastante —dije—. ¡Francesa, al menos!
Los dos estudiábamos francés como lengua optativa.
—¿Entendías algo de lo que decían? Sin mirar los subtítulos, quiero decir.
—Un poco —contestó Hanne.
Pausa.
—Bueno, creo que debo irme ya a casa. ¡Gracias por todo! —dije.
—Hasta mañana —contestó ella—. Adiós.
Me volví para ver si ella también se volvía, pero no lo hizo.
Yo la amaba. No había nada entre nosotros, ella no quería estar conmigo, pero yo la amaba. No pensaba en otra cosa. Incluso cuando jugaba al fútbol, el único espacio en el que estaba totalmente protegido contra los pensamientos, en el que todo trataba de estar presente con el cuerpo, incluso allí se colaba ella. Debería haberme visto Hanne, se habría sorprendido. Cada vez que me sucedía algo bueno, cada vez que algún comentario mío causaba risas, pensaba: esto tendría que haberlo oído Hanne. Debería haber visto a nuestro gato Mefisto. Nuestra casa, el ambiente que se respiraba en ella. Tendría que haberse sentado a charlar con mi madre. Debería haber visto el río. ¡Y mis discos! Tendría que haberlos escuchado todos. Pero nuestra relación no se movía en esa dirección, no era ella la que quería entrar en mi mundo, sino yo el que quería entrar en el suyo. A veces pensaba que eso no ocurriría nunca, otras veces pensaba que podría suceder algo que lo cambiara todo. Y yo la veía siempre, no porque la controlara o la investigara, no se trataba de eso, sólo de visiones fugaces en diferentes contextos. Era suficiente. La esperanza residía en dónde la vería la siguiente vez.
En medio de esa tormenta de mi alma llegó la primavera.
Hay pocas cosas más difíciles de imaginar que el que un paisaje frío y abrumado de nieve, tan quieto y exánime hasta la médula, dentro de sólo unos meses estará verde, frondoso y cálido, vibrante de toda clase de vida, desde los pájaros que vuelan cantando entre los árboles, hasta los enjambres de insectos que parecen colgados en racimos en el aire. Nada en el paisaje invernal avisa de ese olor a brezo y musgo calentados por el sol, de esos árboles rebosantes de savia y esos lagos que durante la primavera y el verano se llenarán, nada de esa sensación de libertad que entonces nos visita, esa superficie fresca y resplandeciente que de vez en cuando se quiebra por piedras, por rápidos, por cuerpos bañándose, cuando lo único blanco que existe son las nubes que se deslizan por el cielo azul y por el agua azul del río, fluyendo lentamente hacia el mar. No está, no existe, todo está blanco y quieto, y si el silencio se rompe, es debido a un viento frío o al cra cra de una corneja solitaria. Pero llegará… Llegará… Una tarde de marzo la nieve se convierte en lluvia, y los blancos copos se encogen. Una mañana de abril brotan los árboles, y en la hierba del suelo hay un tono verde en lo amarillo. Aparecen los narcisos, las anémonas blancas y las anémonas azules. Y de repente el aire caliente se yergue como columnas entre los árboles de las laderas. En las partes expuestas al sol, las hojas ya han brotado, y entre ellas florecen los cerezos. Si uno tiene dieciséis años en medio de todo esto, se queda impresionado, porque es la primera primavera que uno sabe que es primavera, con todos los sentidos sabe que es primavera, y es la última, porque comparada con la primera, todas las que están por llegar palidecen. Y si además uno está enamorado, pues entonces… entonces sólo es cuestión de aguantar. Aguantar toda esa alegría, toda esa belleza, todo ese futuro que existe en todas las cosas. Volvía a casa del instituto y vi un copo de nieve que se había fundido sobre el asfalto, fue como un punzón clavado en el corazón. Vi cajas de fruta debajo de un toldo delante de una tienda, a unos metros de allí una corneja daba saltitos por la acera, alcé los ojos al cielo, estaba tan bonito… Pasé por el barrio de chalés, empezó a lloviznar, se me saltaron las lágrimas. Al mismo tiempo hacía lo que siempre había hecho, iba al instituto, jugaba al fútbol, quedaba con Jan Vidar, leía libros, escuchaba discos, me veía de vez en cuando con mi padre, en un par de ocasiones por casualidad —como aquel día que me encontré con él en el supermercado y pareció sentirse descubierto, o tal vez fuera lo artificial de la situación a lo que reaccionó, eso de estar allí cada uno con nuestro carro de la compra sin saber que estaba el otro, y luego irnos cada uno por nuestro lado, o como aquella mañana que yo subía a casa, y él bajaba la cuesta en su coche con su colega en el asiento de al lado, cuyo pelo era totalmente cano, pero no obstante era una persona joven—, pero más a menudo tras acordar previamente que él se pasaba a verme y comíamos en casa de los abuelos, o arriba en nuestra casa, donde, por cierto, me evitaba al máximo. Parecía como si él me hubiera soltado, aunque no del todo, alguna vez me agarraba de nuevo, como el día que me perforé las orejas y cuando nos encontramos en la entrada dijo que tenía pinta de idiota, que no entendía por qué quería tener pinta de idiota, y que se avergonzaba de ser mi padre.
Una tarde de marzo oí que un coche aparcaba frente a la casa. Bajé y miré por la ventana, era mi padre, llevaba una bolsa en la mano. Parecía contento. Me apresuré hasta mi habitación en la planta de arriba, no quería parecer un cotilla con la nariz pegada a la ventana. Lo oí moverse abajo en la cocina, puse una cinta de The Doors que me había prestado Jan Vidar y que quería escuchar después de haber leído Beatles, de Lars Saabye Christensen. Busqué el montón de recortes que había coleccionado sobre el caso Treholt[1], pues estaba seguro de que nos caería en el examen de disertación, estaba leyéndolos cuando oí sus pasos en la escalera.
Miré hacia la puerta cuando entró. Llevaba algo en la mano que tenía que ser una lista de la compra.
—¿Puedes ir a la tienda y comprarme algunas cosas? —preguntó.
—Vale —contesté.
—¿Qué estás leyendo?
—Nada en especial. Es para lengua noruega.
Me levanté. Los rayos del sol inundaron el suelo. La ventana estaba abierta, fuera sonaba el canto de los pájaros posados en el viejo manzano a sólo unos metros. Mi padre me alcanzó la lista de la compra.
—Mamá y yo hemos decidido divorciarnos —dijo.
—¿Ah, sí?
—Sí, pero a ti no te va a perjudicar. No vas a notar ninguna diferencia. Además, eres ya muy mayor, dentro de dos años te irás a vivir por tu cuenta.
—Sí, es verdad —corroboré.
—¿De acuerdo? —preguntó mi padre.
—De acuerdo —contesté.
—Me olvidé de apuntar patatas. Y tal vez deberíamos comprar algo de postre. O no, déjalo. Aquí tienes el dinero.
Me dio un billete de quinientas coronas, me lo metí en el bolsillo y bajé la escalera, salí a la calle, seguí el curso del río y entré en el supermercado. Fui por entre las estanterías llenando la cesta de cosas. Nada de lo que había dicho mi padre era más importante que eso. Se iban a divorciar. Vale, así sería. Quizá habría sido diferente si yo hubiera sido más joven, si hubiera tenido ocho o nueve años, pensé, entonces sí habría significado algo, pero ahora ya no importaba gran cosa, yo tenía mi propia vida.
Le di las cosas que había comprado, hizo la comida y la comimos juntos sin decir gran cosa.
Luego se marchó.
Yo me alegré por ello. Hanne iba a cantar en una iglesia aquella noche, me había preguntado si quería ir a verla, y claro que quería. Estaba su novio, de modo que no me di a conocer, pero cuando la vi allí, tan pura y bonita, era mía, nadie podía albergar sentimientos tan intensos como los que yo albergaba hacia ella. El polvo cubría el asfalto, todavía había restos de nieve en los hoyos a lo largo de las umbrías laderas a ambos lados del camino, ella cantaba y yo era feliz.
Camino de casa, me bajé en la estación de autobuses y anduve el último trecho por la ciudad, sin que mi inquietud disminuyera. Mis sentimientos eran tantos y tan fuertes que no sabía muy bien cómo manejarlos. Cuando llegué a casa me tumbé en la cama y rompí a llorar. No había en ese llanto ninguna desesperación, ningún dolor, ninguna rabia, únicamente alegría.
Al día siguiente nos quedamos los dos solos en la clase, los demás habían salido, ella y yo nos rezagamos, ella tal vez porque quería saber mi opinión sobre el concierto. Le dije que había cantado estupendamente bien, que era fantástica. Se le iluminó la cara y cogió su mochila. Entonces entró Nils. No me gustó, su presencia se posó como una sombra sobre nosotros. Estudiábamos juntos francés, era distinto a los demás chicos de primero, andaba con gente mucho mayor que él por los pubs de la ciudad, independiente tanto en sus opiniones como en su vida. Se reía mucho, tonteaba con todo el mundo, también conmigo. Entonces me sentía insignificante, no sabía dónde mirar, ni qué decir. Se puso a charlar con Hanne. Fue como si circulara alrededor de ella, mirándola a los ojos, riéndose, se acercó más, de repente estaba pegado a ella. No me esperaba otra cosa de él. No fue eso lo que me sacó de quicio, sino la manera en la que Hanne reaccionó. Ella no lo rechazó, no lo mandó a paseo con una sonrisa. A pesar de que yo estaba allí, ella se abrió a él. Se rió con él, lo miró, incluso separó las rodillas sentada en el pupitre cuando él se pegó a ella. Era como si el chico la hubiera hechizado. Por un instante se quedó mirándolo fijamente a los ojos, el instante estaba lleno de intranquilidad, entonces él soltó su risa maliciosa y retrocedió un par de pasos, hizo algún comentario como para suavizar la situación, levantó la mano para saludarme y desapareció. Poseído por los celos miré a Hanne, que había reanudado su actividad de antes, pero no como si no hubiera pasado nada, sino que había vuelto a encerrarse en sí misma de una manera muy diferente.
¿Qué había pasado? Hanne rubia, bonita, juguetona, alegre y siempre con una pregunta asombrada, a menudo ingenua, en los labios, ¿en qué se había convertido? ¿Qué era lo que yo había visto? ¿Había dentro de ella algo oscuro, profundo, quizá incluso violento? Ella ya había respondido a eso, muy fugazmente pero lo había hecho. Entonces, en ese instante, yo no era nadie. Estaba aniquilado. Yo, con todas las notas que le escribía, con todas mis conversaciones con ella, con todas mis expectativas simples y ganas infantiles, no era nadie, un grito en un patio de recreo, una piedra en un montón de piedras, los pitidos de un coche.
¿Podría hacerlo con ella? ¿Podría conseguir llevarla hasta allí?
¿Conseguiría llevar a alguien hasta allí?
No.
Para Hanne yo no era ni sería nadie.
Para mí ella lo era todo.
Intenté quitar importancia a lo que había visto, también ante ella, comportándome exactamente como antes de lo ocurrido, y haciendo como si no me importara nada. Pero no era así, yo lo sabía, estaba seguro de ello. Mi única esperanza era que ella no lo supiera. ¿Pero en qué mundo vivía yo realmente? ¿En qué sueños creía realmente?
Dos días más tarde, al empezar las vacaciones de Semana Santa, mi madre volvió a casa.
Mi padre había hablado como si lo del divorcio estuviera decidido y fuera definitivo. Pero cuando llegó mi madre, vi que para ella no era así. Se fue derecha a la casa, donde la esperaba mi padre, y allí estuvieron dos días, mientras yo caminaba por la ciudad intentando hacer pasar el tiempo.
El viernes aparcó su coche delante de la casa. La vi desde la ventana. Tenía un enorme moratón alrededor de un ojo.
—¿Qué te ha pasado? —pregunté.
—Sé lo que estás pensando —contestó—. Pero no es así. Me caí. Me desmayé, me pasa de vez en cuando, ¿sabes?, y caí de bruces contra el borde de la mesa del salón, la de cristal.
—No te creo —dije.
—Es verdad —insistió—. Me desmayé. No pasó nada más que eso.
Retrocedí un paso. Ella entró.
—¿Os habéis divorciado ya? —pregunté.
Dejó la maleta en el suelo y colgó el abrigo claro en el perchero.
—Pues sí, nos hemos divorciado.
—¿Estás disgustada?
—¿Disgustada?
Me miró con auténtico asombro, como si no se le hubiera ocurrido como posibilidad.
—No exactamente —dijo—. Triste, quizá. ¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
—Bien —contesté—. Siempre y cuando no tenga que convivir con papá.
—También hemos hablado de eso. Pero ahora necesito un café.
La seguí hasta la cocina, y la miré llenar la cafetera de agua, sentarse en la silla con el bolso sobre las rodillas, buscar el paquete de tabaco, aparentemente había empezado a fumar Barclay en Bergen, sacar un cigarrillo y encenderlo.
Me miró.
—Yo voy a vivir en la casa. Contigo. Y papá vivirá aquí. Seguramente tendré que comprarle su parte de la casa, no lo sé muy bien, pero de una u otra manera lo haré.
—Sí —dije.
—¿Y tú? ¿Cómo te va? Me alegro mucho de verte.
—Lo mismo digo —contesté—. No te había visto desde Navidad. Y han pasado un montón de cosas.
—¿De verdad?
Se levantó y cogió un cenicero del armario, al mismo tiempo sacó el paquete de café y lo dejó en la encimera justo cuando el agua empezaba a hervir suavemente, más o menos como un mar al que te vas acercando.
—Sí —dije.
—Al parecer, algo bueno, ¿no? —dijo con una sonrisa.
—Sí —contesté—. Estoy enamorado. Así de simple.
—Qué bien. ¿Es alguien que conozco?
—¿A quién podrías conocer tú? No, es una chica de mi clase. Quizá es un poco tonto, pero qué se le va a hacer. Esas cosas no se pueden planificar.
—Tienes razón. ¿Cómo se llama?
—Hanne.
—Hanne —repitió, mirándome con una pequeña sonrisa—. ¿Cuándo podré conocerla?
—Verás. Es que no estamos juntos. Ella está con otro.
—Entonces no es fácil.
—Así es.
Ella suspiró.
—No, no siempre es fácil. Pero tienes buen aspecto. Pareces contento.
—Nunca he estado tan contento. Nunca.
Por alguna loca razón se me saltaron las lágrimas al decirlo. No sólo se pusieron brillantes los ojos, algo que ocurría cada dos por tres cuando decía algo que me tocaba por dentro, no, esta vez las lágrimas me corrían por las mejillas.
Sonreí.
—De hecho son lágrimas de alegría —dije. Y acto seguido me puse a sollozar. Al final las lágrimas me caían con tanta fuerza que tuve que mirar hacia otro lado. Por suerte el agua empezó a hervir justo en ese momento, pude retirar la cafetera de la placa y echar el café. Apretar la tapadera, sacar dos tazas.
Cuando las puse en la mesa, todo había pasado.
*
Medio año más tarde, una noche a finales de julio, me bajé del último autobús en la parada de la cascada. En un hombro llevaba un saco de marinero; venía de un campamento de entrenamiento en Dinamarca, y después, sin pasar por casa, había estado en una fiesta de la clase en la costa. Estaba feliz. Eran las diez y media pasadas, lo que había de oscuridad se había posado como un velo grisáceo sobre el paisaje. La cascada rugía. Subí la cuesta y seguí por el camino bordeado de ladrillos. El prado bajaba hacia la fila de árboles que crecían a lo largo de la orilla del río. Arriba se veía la vieja granja, con el granero en ruinas a punto de caer sobre la carretera. Las luces del edificio principal estaban apagadas. Doblé la curva y me encontré con la siguiente casa, el viejo que vivía en ella estaba viendo la televisión. Por el otro lado del río venía un camión remolque. El sonido me llegó por anticipado, el cambio de marcha al forzar la pequeña subida no lo oí hasta que el camión estuvo arriba. Por encima de las copas de los árboles, hacia el cielo pálido, zigzagueaban dos murciélagos que me hicieron pensar en el tejón con el que me topaba a menudo cuando volvía a casa en el último autobús. Solía bajar hacia la carretera a lo largo del curso del arroyo cuando yo subía. Para mayor seguridad, llevaba siempre una piedra en cada mano. A veces también me lo encontraba en la carretera, entonces se paraba y me miraba, antes de echar a correr de esa manera tan característica suya.
Me detuve, tiré el saco, puse un pie sobre los ladrillos y encendí un pitillo. No quería llegar a casa todavía, quería alargarlo unos minutos más. Mi madre, con la que había vivido allí toda la primavera y parte del verano, estaba en ese momento de vacaciones en Sorbovág. Aún no había comprado su parte a mi padre, y él había aprovechado su derecho a vivir en la casa con su nueva novia, Unni, hasta el comienzo del instituto.
Sobre el bosque volaba un gran avión, giraba lentamente y se había enderezado del todo cuando un segundo después me pasó por encima. Las luces de las puntas de las alas brillaban, y debajo de ellas el tren de aterrizaje estaba bajando. Lo seguí con la mirada hasta que desapareció de mi vista, quedando sólo el ruido, cada vez más débil, hasta que también desapareció en algún lugar, antes de tomar tierra en el aeropuerto de Kjevik. Me gustaban los aviones. Siempre me habían gustado. Incluso después de haber vivido tres años en las cercanías de su ruta, levantaba con placer la vista para mirarlos.
El río brillaba en la oscuridad estival. El humo del cigarrillo no subía, sino que se disolvía flotando y quedaba como una plancha en el aire. No había ni un soplo de aire por ninguna parte y, como el rugido del avión había desaparecido, tampoco un sonido. Aunque sí: de los murciélagos, subiendo y bajando, según dónde los llevaba su vagabundeo.
Saqué la lengua y apagué la colilla sobre ella, luego la tiré por la cuesta, me eché el saco al hombro y proseguí mi camino. Había luz en casa de William. En la siguiente curva los árboles crecían tan juntos que no se veía el cielo. Algunas ranas o sapos correteaban por esa zona pantanosa entre la carretera y el río De repente vi un movimiento al principio de la cuesta. Era el tejón. No me había descubierto y correteaba por el asfalto. Di un par de pasos hacia la cuneta del otro lado de la carretera, en un intento de dejarle el paso libre, pero en ese momento levantó la vista y se detuvo. ¡Ah, qué bonito era, con su hocico de rayas blancas y azules! Tenía la piel gris y los ojos amarillos y astutos. Llegué a la cuneta, crucé el murete y me coloqué en la pendiente algo más abajo. El tejón bufó, pero seguía mirándome. Era obvio que estaba evaluando la situación, porque las otras veces que me había topado con él se había dado la vuelta inmediatamente. De repente reanudó el trote y desapareció cuesta arriba, para mi enorme alivio. Entonces, en el momento de enfilar de nuevo la carretera, oí por fin la tenue música que seguramente había estado sonando todo el tiempo.
¿Venía de mi casa?
Me apresuré a bajar el último trozo de cuesta para luego subir la pendiente, donde estaba la casa con todas las luces encendidas. En efecto, de allí venía la música. Seguramente a través de la puerta abierta del salón, pensé, y comprendí que se estaba celebrando una fiesta, por el césped se movían varias figuras, oscuras y misteriosas en la grisácea luz de la noche de verano. Un día cualquiera habría seguido el curso del arroyo hasta la parte oeste de la casa, pero habiendo una fiesta y con el jardín lleno de extraños, no quería entrar así de repente desde el bosque, de modo que di toda la vuelta por la carretera.
La cuesta hasta la casa estaba llena de coches, había coches aparcados incluso en la hierba, junto al granero y también junto a la casa. Un hombre con camisa blanca cruzó el patio sin verme. Un zumbido de voces llegaba procedente del jardín trasero. Junto a la mesa de la cocina, que pude ver a través de la ventana, había dos mujeres y un hombre, cada uno con una copa de vino delante, bebiendo y riendo.
Tomé aliento y fui hacia la puerta. En el jardín, junto al bosque, había una mesa corrida con un mantel tan blanco que resplandecía en la profunda oscuridad bajo las copas de los árboles. Seis o siete personas estaban sentadas a la mesa, entre ellas mi padre. Se me quedó mirando. Cuando yo lo miré a él, se levantó y me saludó con la mano. Me quité el saco, lo coloqué junto a la entrada y me acerqué a él. Nunca en la vida lo había visto así. Llevaba un blusón blanco y ancho, con cordones a lo largo de cuello de pico, vaqueros azules y zapatos claros de piel. Su rostro, muy bronceado por el sol, tenía algo resplandeciente. Le brillaban los ojos.
—Aquí estás, Karl Ove —dijo, poniéndome una mano en el hombro—. Te hemos estado esperando. Estamos celebrando una fiesta, como puedes ver. Puedes quedarte un ratito, ¿verdad? ¡Siéntate aquí!
Hice lo que me decía y me senté a la mesa, de espaldas a la casa. La única persona a la que conocía era a Unni. También ella llevaba un blusón o camisa blanca o lo que fuera eso.
—Hola, Unni —dije.
Me dirigió una cálida sonrisa.
—Este es Karl Ove, mi hijo pequeño —me presentó mi padre, sentándose al otro lado de la mesa, junto a Unni. Saludé con un gesto a los otros cinco.
—Y ésta es Bodil, Karl Ove —prosiguió—. Mi prima.
Yo nunca había oído hablar de la prima Bodil, y probablemente la miré algo interrogante, porque ella se rió y dijo:
—Tu padre y yo pasamos mucho tiempo juntos durante los veranos de nuestra infancia.
—Y también de nuestra juventud —añadió mi padre. Encendió un cigarrillo, aspiró y sopló con una expresión de placer—. Y éstos son Reidar, Ellen, Martha, Erling y Age. Todos colegas míos.
—Hola —saludé.
La mesa estaba llena de copas, vasos y botellas, fuentes y platos. Dos grandes bandejas con cáscaras de gambas no dejaban lugar a dudas sobre lo que habían comido. El hombre al que mi padre había mencionado al final, Age, tenía unos cuarenta años, llevaba gafas grandes de montura fina, y estaba dando pequeños sorbos de un vaso de cerveza mirándome. Al dejar el vaso en la mesa dijo:
—¿He oído decir que vienes de un campamento de entrenamiento?
Asentí con la cabeza.
—En Dinamarca —expliqué.
—¿En qué parte de Dinamarca?
—En Nykøbing.
—¿En Mors?
—Sí —contesté—. Creo que sí. Era una isla en el fiordo de Lim.
Él se rió y miró a los demás.
—¡Pero si es de donde provenía Aksel Sandemose[2]! —exclamó. Luego me miró de nuevo—. ¿Sabes cuál fue la ley que describió basada en esa ciudad donde acabas de estar?
¿Qué era aquello? ¿Estábamos en el colegio, o qué?
—Sí —contesté, bajando la vista. No quería mencionar esa palabra, no quería darle esa satisfacción.
—¿Cuál? —preguntó.
Cuando levanté la cabeza y lo miré, mi mirada era tan insolente como tímida.
—La ley de Jante —contesté.
—¡Exactamente! —exclamó.
—¿Lo habéis pasado bien? —preguntó mi padre.
—Sí, sí —contesté—. Buenos campos. Bonita ciudad.
Nykøbing: volviendo al colegio donde nos alojábamos, tras haber pasado toda la tarde y la noche por ahí con una chica que había conocido y que estaba loca por mí, los otros cuatro de mi equipo se habían recogido antes, sólo quedábamos ella y yo, más borracho que de costumbre, me paré delante de una de las casas de la ciudad. Todos los detalles se me habían borrado, no recordaba haberla dejado, no recordaba haber ido allí, pero en ese instante, delante de esa puerta, fue como si volviera en mí. Saco el pitillo ardiendo que tengo entre los labios, abro la rendija de la puerta para el correo, meto la mano y dejo caer la colilla en el suelo de la entrada, al otro lado de la puerta. Luego todo se vuelve confuso, pero de una u otra manera lograría llegar al colegio y acostarme. A las tres horas me llamaron para el desayuno y el entrenamiento. Después, cuando estábamos sentados charlando debajo de uno de los enormes árboles en las afueras del campo de entrenamiento, me acordé de repente del cigarrillo que había tirado dentro de aquella casa. Con el alma en vilo me levanté, lancé un balón y me puse a correr tras él. ¿Y si la casa se hubiera incendiado? ¿Y si hubiera habido muertos en el incendio? ¿En qué me convertía eso?
Había conseguido reprimirlo durante varios días, pero entonces, sentado junto a la mesa del jardín la primera noche en casa, el arrepentimiento me invadió de nuevo.
—¿En qué equipo juegas, Karl Ove? —preguntó otro de ellos.
—En el de Tveit —contesté.
—¿En qué división estáis?
—Yo juego con los júniors —dije—. Pero el equipo de los séniors está en quinta.
—Nada que ver con el Start, entonces —dijo él. Por su dialecto supe que procedía de Vennesla, de manera que el contraataque me resultó fácil.
—No, más bien como el Vindbjart —dije.
Se rieron de mi ocurrencia. Yo bajé los ojos. Tenía la impresión de haber atraído demasiado tiempo la atención. Pero cuando al cabo de unos instantes eché una rápida mirada a mi padre, él me miró sonriente.
En efecto, le brillaban los ojos.
—¿No vas a tomarte una cerveza, Karl Ove? —preguntó.
Asentí.
—¿Por qué no? —contesté.
Miró la mesa.
—Al parecer por aquí está todo vacío —dijo—. Pero hay una caja en la cocina. Puedes coger de allí.
Me levanté. Al acercarme a la puerta entraban un hombre y una mujer, abrazados. Ella llevaba un vestido de verano blanco. Tenía los brazos y las piernas morenos. Los pechos caídos, la tripa y las caderas redondeadas. Los ojos en su cara rebosante eran indulgentes. Él, con camisa azul clara y pantalones blancos, tenía una incipiente barriga, pero por lo demás estaba delgado. Aunque sonreía y sus ojos embriagados se movían como flotando, me fijé en la rigidez de las facciones de su cara. Los movimientos en ellas habían cesado, sólo quedaban las huellas, como en un cauce de río seco o algo parecido.
—¡Hola! —saludó ella—. ¿Eres el hijo?
—Sí —contesté—. Hola.
—Trabajo con tu padre —me informó la mujer.
—Me alegro —dije, y por suerte no tuve que decir nada más, porque ellos ya habían pasado de largo. Cuando llegué a la entrada se abrió la puerta del baño. Salió una mujer baja y rechoncha, de pelo oscuro y con gafas. Su mirada apenas se posó en mí, antes de que la bajara y siguiera hacia dentro. Husmeé discretamente su perfume antes de seguirla. Fresco, como a flores. En la cocina, en donde entré a continuación, seguían sentados los tres a los que había visto por la ventana al llegar. El hombre, también de unos cuarenta años, susurró algo al oído de la mujer que estaba a su derecha. Ella sonrió, pero era una sonrisa cortés. La otra mujer estaba buscando algo en el bolso que tenía sobre las rodillas. Me miró mientras dejaba en la mesa un paquete de tabaco sin abrir.
—Hola —saludé—. Sólo vengo a por una cerveza.
Había dos cajas llenas de cerveza junto a la pared. Cogí una de la caja de arriba.
—¿Tenéis un abridor? —pregunté.
El hombre se enderezó y se palpó el muslo.
—Tengo un encendedor —contestó—. Toma.
Llevó el brazo hacia delante como si fuera a hacer un lanzamiento de antebrazo, primero lentamente, para que pudiera prepararme para lo que vendría, y luego, como en una sacudida, el encendedor llegó volando por los aires. Dio en el marco de la puerta y cayó al suelo. Si no hubiera sido por eso, no habría sabido cómo resolver la situación, porque no me hubiera gustado que me abriera la botella, era demasiado paternalista, pero ya que él había tomado la iniciativa de un acto que había resultado fallido, la situación se había vuelto del revés.
—No sé abrir con encendedor —dije—. ¿Puedes abrírmela?
Cogí el encendedor del suelo y se lo alcancé, junto con la botella. El hombre llevaba gafas redondas, y como en la mitad de la cabeza no tenía pelo y en la otra mitad lo llevaba muy levantado, parecía un poco desesperado. Al menos ésa fue la impresión que me dio. La parte superior de sus dedos, que en ese momento se tensaron alrededor del encendedor, estaba llena de pelos. Un pequeño reloj con cadena de plata le colgaba de la muñeca.
La chapa se desprendió con un pequeño estallido.
—Toma —dijo, alcanzándome la botella. Le di las gracias, entré en el salón, donde unos cuatro o cinco estaban bailando, y luego salí al jardín. Delante del asta había otro grupito, cada uno con un vaso en la mano, contemplando el valle del río y charlando.
La cerveza me supo a gloria. Había estado bebiendo todas las noches en Dinamarca, y toda la tarde y noche anteriores, de modo que era poco probable que me emborrachara. Tampoco quería que eso ocurriera. Si me emborrachaba, sería como entrar flotando en el mundo de ellos, dejar que me devorara por completo y no saber ya diferenciar, incluso podría ser que me entraran ganas de las mujeres de ese mundo. Era lo último que deseaba.
Contemplé el paisaje: el río, que serpenteaba lentamente alrededor de la lengua de tierra cubierta de hierba donde se encontraban las porterías de fútbol, los grandes árboles que crecían a lo largo de las orillas, y que en ese momento estaban negras en contraste con lo gris oscuro y la brillantez de la superficie del agua. Las colinas que se erguían al otro lado y que desde allí se iban ondulando hasta el mar, también estaban negras. Las luces de los grupos de casas entre el río y la colina brillaban intensas y claras, aunque apenas se veían estrellas en el cielo.
El grupo que se había reunido junto al asta se rió de algo. Se encontraban a sólo unos metros de mí, pero sus facciones me resultaban difusas. El hombre de la incipiente barriga apareció doblando una esquina de la casa, andaba como deslizándose. La fotografía de la confirmación me la habían hecho allí, delante del asta, entre mis padres. Di otro trago de cerveza y me dirigí a la otra punta del jardín, donde al parecer no había nadie. Allí, junto al abedul, me senté con las piernas cruzadas. La música sonaba más lejos, las voces y las risas también, y los movimientos de la gente eran aún menos nítidos. Se deslizaban como fantasmas en la penumbra alrededor de la casa iluminada. Pensé en Hanne. Era como si ella tuviera un lugar dentro de mí, como si existiera en forma de un lugar real, donde yo quería estar todo el tiempo. Poder ir allí siempre que quisiera era para mí como un don divino. La noche anterior habíamos estado sentados en una roca en la playa comentando la fiesta de la clase la noche precedente. No pasó nada, sólo eso. La roca, Hanne, el estrecho con los bajos islotes, el mar. Bailamos, jugamos, bajamos por la escala del muelle para bañarnos en la oscuridad. Fue fantástico. Y lo fantástico no se desgastaba, había vivido dentro de mí durante todo el día y seguía vivo entonces. Yo era inmortal. Me levanté, consciente de mi propia fuerza en cada célula del cuerpo. Llevaba una camiseta gris, un pantalón verde militar que me llegaba por debajo de las rodillas y zapatillas blancas de baloncesto de la marca Adidas, eso era todo, pero era suficiente. Yo no era fuerte, era delgado, ágil y hermoso como un dios.
¿Podría llamarla?
Ella iba a estar en casa esa noche.
Pero serían ya cerca de las doce. Y aunque a ella no le importara que la despertaran, seguro que el resto de la familia no pensaba lo mismo.
¿Y si aquella casa se hubiera quemado? ¿Y si alguien hubiera muerto en el incendio?
Joder, joder, joder.
Me puse a caminar por el césped mientras intentaba apartar ese pensamiento, dejando que mi mirada se deslizara por el seto, por encima de la casa, por encima del tejado, hasta las grandes lilas al final del césped, con sus pesadas flores, cuya fragancia llegaba hasta la carretera, me bebí lo que quedaba de la cerveza mientras andaba, vi un par de rostros femeninos encendidos de mujeres sentadas en los escalones de la entrada, con las rodillas juntas y cigarrillos en las puntas de los dedos. Las reconocí de antes en la mesa y les sonreí al pasar por delante de ellas. Luego entré en el primer salón y continué hasta la cocina, que ya estaba vacía, cogí otra botella, subí las escaleras y me metí en mi cuarto, donde me senté en el sillón de debajo de la ventana, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos.
Así.
Los altavoces del salón se encontraban justo debajo de mí, la casa estaba tan mal aislada que oía cada tono clara y nítidamente.
¿Qué era lo que sonaba?
Agnetha Fältskog. Ese éxito del verano anterior. ¿Cómo se llamaba?
Había algo indigno en la ropa que llevaba mi padre esa noche. Esa camisa, blusón o lo que coño fuera. Desde que yo podía recordar, él siempre había vestido correcta y sencillamente, tal vez un poco conservador. Su vestuario había consistido en camisas, trajes, americanas, muchas de tweed, pantalones de tergal, pana, algodón, jerséis de angora o lana. Más cerca de un profesor de instituto de la vieja guardia que de la nueva, que llevaba camisas típicas noruegas de algodón, pero no anticuadas, la diferencia no radicaba ahí. El límite entre lo suave y lo duro, entre lo que intentaba aniquilar la distancia y lo que intentaba conservarla. Era una cuestión de valores. Cuando ahora aparecía de repente con pantalones de carpintero, camisas bordadas y flequillo, como lo había visto aquel verano, o unas informes zapatillas de piel que parecían del gusto de un sami, surgía un enorme contraste entre el que era, el que yo sabía que era, y el que daba a entender que era. Aunque yo defendía lo suave y no lo duro, estaba en contra de guerras y autoridades, jerarquías y toda clase de fuerza, no quería aprenderme nada de memoria en el instituto, sino pensar que mi intelecto se desarrollaría de un modo más orgánico, políticamente muy a la izquierda, el reparto injusto de los recursos del mundo me cabreaba, quería que todos recibieran parte de lo bueno, y en ese sentido el capitalismo y el dominio del dinero eran los enemigos. Opinaba que todas las personas tenían el mismo valor y que las cualidades internas siempre eran más importantes que las externas. En otras palabras: estaba a favor de la profundidad y en contra de lo superficial, a favor del bien y en contra del mal, a favor de lo suave y en contra de lo duro. Así pues, ¿no debería estar contento al ver a mi padre pasarse al lado de los «suaves»? No, porque yo despreciaba la expresión externa de lo suave, es decir, las gafas redondas, los pantalones de pana, los zapatos anchos, los jerséis tejidos a mano, porque aparte de los ideales políticos, yo también tenía otros ideales, relacionados con la música, en donde se trataba de tener un buen aspecto, parecer cool, lo que a su vez estaba muy relacionado con la época en la que vivíamos, ésa era la parte que había que expresar, pero no la parte relacionada con las listas de éxitos, los colores pastel o la gomina del pelo, porque todo eso tenía que ver con ventas, con superficialidad u ocio, no, lo que había que expresar era la música innovadora, y sin embargo consciente de la tradición, de sentimientos profundos, pero astuta, inteligente, pero sencilla, consciente, pero auténtica, la música que no iba dirigida a todo el mundo, que no vendía mucho, pero que a pesar de todo expresaba las experiencias de una generación, mi generación. En suma: lo nuevo. Yo estaba en el lado de lo nuevo. Y el ideal de lo nuevo era sobre todo Ian McCulloch en Echo & The Bunnymen. Abrigos, chaquetas militares, zapatillas de baloncesto, gafas negras de sol. Todo eso estaba muy lejos del blusón bordado y los zapatos de sami de mi padre. Por otra parte, no podía tratarse sólo de eso, porque al fin y al cabo mi padre pertenecía a otra generación, la idea de que esa generación pudiera llegar a vestir como Ian McCulloch, empezara a escuchar música indie británica, a preocuparse por lo que ocurría en el escenario norteamericano, a captar el primer álbum de Rem o Creen on Red y tal vez poco a poco incluir en la compra una corbata de bolo, sonaba a pesadilla. Más importante era que el blusón bordado y los zapatos de sami no lo representaran. Y que fuera como si simplemente se hubiera metido en todo eso, como si hubiera entrado en algo informe e inseguro, casi femenino, como si hubiera perdido el control sobre sí mismo. Incluso la rudeza de su voz había desaparecido.
Abrí los ojos y me volví para poder ver la mesa en la linde del bosque a través de la ventana. Ya sólo quedaban cuatro personas allí sentadas. Mi padre, Unni, la tal Bodil y alguien más. Al otro lado de las lilas, fuera del campo de visión de esos cuatro, un hombre meaba de cara al río.
Mi padre levantó la cabeza y miró directamente a mi ventana. El corazón me latió más deprisa, pero no me moví, porque aunque realmente me viera, algo de lo que no estaba muy seguro, sería como admitir que estaba mirando a escondidas. Opté por esperar unos instantes, hasta estar seguro de que él se daba cuenta de que yo había visto que él estaba observando, si de verdad lo veía, antes de retirarme y sentarme delante del escritorio.
No se podía mirar a mi padre, lo descubría siempre, lo veía todo, lo había visto siempre todo.
Di unos tragos de cerveza. Me habría gustado fumarme un cigarrillo. El nunca me había visto fumar. Y tal vez sería un gran tema si lo hiciera ahora. Por otra parte, ¿no era él mismo quien me había invitado a tomar una cerveza?
El escritorio, que era mío desde que podía recordar, de color naranja, como también lo eran la cama y las puertas de los armarios de mi anterior habitación, estaba completamente vacío, excepto por un portacasetes. Había ordenado y quitado todo al acabar el curso, y desde entonces apenas había ido allí más que para dormir. Dejé la botella y di unas vueltas al portacasetes mientras leía los títulos escritos en los lomos con mi propia letra infantil. BOWIE — HUNKY DORY. LED ZEPPELIN — I, TALKING HEADS — 77. THE CHAMELEONS — SCRIPT OF THE BRIDGE. THE THE — SOUL MINING. THE STRANGLERS — RAT— IUS NORVEGICUS. THE POLICE — OUTLANDOS D’AMOUR. TALKING HEADS — REMAIN IN LIGHT. BOWIE — SCARY MONSTERS (AND SUPER CREEPS). ENO BYRNE — MY LIFE IN THE BUSH OF GOASTS. U2 — OCTOBER. THE BEATLES — RUBBER SOUL. SIMPLE MINDS — NEW GOLD DREAM.
Me levanté, cogí la guitarra que estaba apoyada en el pequeño amplificador Roland Cube y toqué unos acordes, volví a dejarla en su sitio y volví a mirar al jardín. Seguían allí sentados, bajo la oscuridad de las copas de los árboles que los dos quinqués no conseguían eliminar, pero sí suavizar, ya que sus caras tomaban un poco del color de la luz, un tono oscuro, casi cobre.
Bodil tendría que ser la hija del otro hermano de mi abuelo, al que no conocía. Hacía mucho tiempo que por una u otra razón había sido expulsado de la familia. Yo había oído hablar de él por primera vez sólo unos años antes y por casualidad, se había celebrado una boda en la familia y mi madre había comentado que también él había estado, y que había pronunciado un enardecido discurso. Era predicador en una comunidad de la secta Pentecostés de la ciudad. Mecánico de profesión. Todo en él era diferente a sus dos hermanos, incluso el apellido. Cuando ellos, de común acuerdo con su majestuosa madre, a punto de entrar en el mundo académico y empezar a estudiar en la universidad, decidieron cambiar de apellido, del vulgar Pedersen a Knausgård, algo más raro, él se resistió. ¿Sería ésa la causa de la ruptura?
Salí de la habitación y bajé la escalera. Abajo, en la entrada, vi a mi padre dentro del vestidor con la luz apagada. Él me vio:
—Estás aquí —dijo—. ¿No quieres sentarte con nosotros?
—Sí —contesté—. Claro que sí. Sólo estaba echando un vistazo.
—Es una fiesta estupenda —dijo él.
Giró ligeramente la cabeza y se alisó el pelo. Era un gesto que había hecho siempre, pero había algo en ese blusón y en esos pantalones, tan ajenos a él, que de repente hizo que el gesto pareciera femenino. Como si lo conservador y correcto en su manera de vestir de siempre hubiera captado de alguna manera el gesto, neutralizándolo.
—¿Te encuentras bien, Karl Ove?
—Sí, sí —contesté—. Perfectamente. Ahora salgo a sentarme un rato.
Cuando salí se levantó una ráfaga de viento. Las hojas de los árboles de la orilla del bosque se movieron casi imperceptiblemente y como sin ganas, como despertadas de un profundo sueño.
¿O se debía simplemente a que estaba borracho?, pensé. Pues tampoco estaba acostumbrado a eso. Mi padre nunca había bebido. La primera vez que lo había visto borracho había sido un par de meses antes, cuando fui a verlos a él y a Unni al piso de Elvegaten, y prepararon una fondue, algo que para antes habría sido impensable tomar en su casa un viernes por la noche. Ellos estuvieron bebiendo ya antes de que yo llegara, y aunque él fuera la amabilidad en persona, me resultó sin embargo amenazante, no directamente, claro, no es que tuviera miedo físico, pero sí indirectamente, porque ya no sabía interpretarlo. Era como si todos los conocimientos que había adquirido sobre él en el transcurso de mi infancia, y que me habían posibilitado estar preparado para lo que fuera, de repente quedasen invalidados. ¿Qué reglas habría que seguir a partir de entonces?
Al volverme y acercarme a la mesa, me encontré con la mirada de Unni, ella me sonrió y yo le sonreí a ella. Se levantó una nueva ráfaga de viento, más fuerte esta vez. Las hojas de los arbustos altos como un hombre que crecían delante del granero crujieron. Las ramas más ligeras de los árboles que había sobre la mesa se mecieron.
—¿Te lo estás pasando bien? —preguntó Unni cuando me acerqué a ellos.
—Sí, sí —contesté—. Pero estoy bastante cansado, creo que voy a acostarme pronto.
—¿Vas a poder dormir con este barullo?
—¡No hay tanto barullo!
—Tu padre ha hablado con mucho cariño de ti esta noche —dijo Bodil, inclinándose sobre la mesa. Yo no sabía qué contestar a eso, así que me limité a esbozar una leve sonrisa—. ¿A que sí, Unni?
Unni asintió con un gesto. Aunque tenía el pelo largo y gris, no tendría más de treinta y pocos años. Mi padre fue su tutor cuando ella hizo las prácticas en la Escuela Superior de Educación Básica. Llevaba un pantalón verde ancho y un blusón parecido al que llevaba él. Del cuello le colgaba una especie de collar de perlas de madera.
—Esta primavera leímos una de tus redacciones —dijo—. ¿Lo sabías? Espero que no te importe. Tu padre estaba muy orgulloso de ti, ¿sabes?
Joder, aquello tenía muy mala pinta. ¿Qué coño tenía ella que ver con mis redacciones?
Pero también me sentí halagado, claro.
—Te pareces a tu abuelo, Karl Ove —dijo Bodil.
—¿Al abuelo?
—Sí. La misma forma de la cabeza. La misma boca.
—¿Y tú eres la prima de papá? —pregunté.
—Sí —contestó—. Tienes que venir un día a vernos. Nosotros también vivimos en Kristiansand, ¿sabes?
No lo sabía. Antes de llegar a casa esa noche ni siquiera sabía que ella existía. Debería haberlo dicho, pero no lo hice. En lugar de eso dije que con mucho gusto, y le pregunté en qué trabajaba, y luego también que si tenía algún hijo. De eso estaba hablando cuando volvió mi padre. Se sentó, la miró y se puso a escuchar, como para enterarse del tema de conversación. Al poco rato se reclinó en su asiento, con un pie sobre la rodilla, y se encendió un cigarrillo.
Me levanté.
—¿Te vas a ir ahora que vengo yo? —preguntó.
—No, sólo voy a por algo —contesté. Abrí el saco que estaba al lado de la puerta, saqué los cigarrillos, me metí uno en la boca, me paré un instante y lo encendí, para poder estar ya fumando cuando me sentara. Mi padre no dijo nada. Vi que estaba a punto de decir algo, porque un aire de desaprobación apareció en su cara, pero tras una breve y maligna sonrisa desapareció por completo, como si se hubiera dicho a sí mismo que él ya no era así.
Al menos eso fue lo que pensé.
—Salud —dijo mi padre levantando la copa de vino tinto hacia nosotros. Luego miró a Bodil, y añadió—: Un brindis por Helene.
—Un brindis por Helene —repitió Bodil.
Bebieron mirándose a los ojos.
¿Quién coño era Helene?
—¿No tienes con qué brindar, Karl Ove? —me preguntó mi padre.
Negué con la cabeza.
—Coge esa copa —dijo—. Está limpia, ¿verdad, Unni?
Ella dijo que sí. Él cogió la botella de vino blanco y me la llenó. Volvimos a brindar.
—¿Quién es Helene? —pregunté mirándolos.
—Helene era mi hermana —dijo Bodil—. Ha muerto.
—Helene fue…, bueno, tuvimos una relación muy estrecha en mi infancia. Estábamos siempre juntos —explicó mi padre—. Hasta la adolescencia. Ella cayó enferma.
Di otro trago. La pareja de antes volvió de la parte de atrás de la casa. La mujer fuerte de vestido blanco y el hombre de la Incipiente barriga. Detrás de ellos dos aparecieron otros dos hombres, a uno lo reconocí, era el de la cocina.
—Así que aquí estáis —dijo el hombre de la barriga—. Nos preguntábamos dónde te habías metido. No te ocupas mucho de tus invitados que se diga. —Puso una mano en el hombro de mi padre—. Si hemos venido hasta aquí es para estar contigo.
—Ella es mi hermana —me dijo Bodil en voz baja—. Elisabeth. Su marido es Frank. Viven abajo, en Ryen, junto al río. Él es agente inmobiliario.
¿Habíamos tenido siempre tan cerca a todos esos conocidos de mi padre?
Se sentaron a la mesa, que se animó inmediatamente. Y todos esos que cuando llegué eran sólo rostros sin sentido o contenido, y de quienes sólo había registrado su edad y constitución, más o menos como si fueran animales, un bestiario de cuarentones, con todo lo que eso conllevaba de ojos muertos, labios tiesos, pechos colgantes, tripas trémulas, arrugas y michelines, los veía ahora como individuos, porque eran mis parientes, la sangre que corría por sus venas era la misma que corría por las mías, y de repente me importaba mucho quiénes eran.
—Estábamos hablando de Helene —dijo mi padre.
—Helene, sí —dijo el tal Frank—. Yo no llegué a conocerla. Pero he oído hablar mucho de ella. Fue una pena.
—Estuve sentado junto a ella en su lecho de muerte —dijo mi padre.
Lo miré boquiabierto. ¿Qué estaba pasando?
—La apreciaba tanto, tantísimo…
—Era lo más hermoso que te puedes imaginar —dijo Bodil, todavía dirigiéndose a mí en voz baja.
—Y murió —dijo mi padre—. Ay.
¿Estaba llorando?
Sí, estaba llorando. Estaba sentado con los codos apoyados en la mesa y las manos entrelazadas sobre el pecho, las lágrimas le chorreaban por la cara.
—Y en primavera. Era primavera cuando ella murió. Todo estaba en flor. Ay, ay.
Frank bajó la vista y se puso a dar vueltas a la copa. Unni le puso una mano en el brazo. Bodil los miró.
—Tú estabas muy cerca de ella —dijo—. Eras lo que más quería en el mundo.
—Ay, ay —sollozó mi padre cerrando los ojos y tapándose la cara con las manos.
Una ráfaga de viento llegó por el jardín. Las esquinas que colgaban del mantel se levantaron. Una servilleta acabó en el césped. El follaje sobre nuestras cabezas rumoreaba. Levanté la copa y bebí, me estremecí cuando el ácido sabor me llegó al paladar, y reconocí ese sentimiento claro y limpio que surgía al acercarse la embriaguez, pero que todavía no estaba ahí, esas ganas de cazarla que siempre llegaban luego.