Beber resultó ser bueno para mí. Ponía en marcha cosas, y entraba en algo, en una sensación de…, no de eternidad exactamente, pero de… de algo inagotable. Algo en lo que podía penetrar cada vez más. Esa sensación era clara y nítida.

Sin obstáculos. Eso era, entraba en algo que no ofrecía obstáculos.

De modo que me alegré. Y aunque aquel día me había salido, esta vez adopté ciertas precauciones. Me llevaría cepillo y pasta de dientes, y me había comprado caramelos de eucalipto y de menta y chicles. También me llevaría una camisa de repuesto.

En el salón sonó la voz de mi padre. Me incorporé, estiré los brazos por encima de la cabeza, los llevé hacia atrás, y luego los extendí todo lo que pude, primero uno y luego el otro. Me dolían las articulaciones, me llevaban doliendo todo el otoño. Estaba creciendo. En la foto de mi clase de noveno, mi altura era mediana. Ahora de repente me estaba acercando al metro noventa. Tenía mucho miedo de no parar ahí y seguir creciendo. Había un chico en la clase anterior a la nuestra que medía cerca de dos metros diez, y estaba flaco como un palillo. Pensar en llegar a ser como él me llenaba de pavor varias veces al día. De tarde en tarde rezaba a ese Dios en quien no creía para que eso no ocurriera. No creía en Dios, pero le rezaba de pequeño. Y cuando lo hacía entonces, era como si me volviera algo de esa esperanza que había nutrido de niño. Ay, mi querido Dios, haz que deje de crecer, rezaba. ¡Que mida uno noventa o uno noventa y uno, pero no más! Prometo ser lo más bueno que pueda, si escuchas mi oración. Querido Dios, querido Dios, ¿me escuchas ahora?

Ah, sabía que era tonto, pero lo hacía de todos modos, porque el miedo no era tonto, sólo doloroso. Un miedo aún mayor me entró en aquella época cuando descubrí que mi picha se levantaba oblicuamente cuando se me ponía dura. Estaba mal hecho, tenía la picha torcida, y en mi ignorancia no sabía si eso tenía solución, si se podía operar o qué otras posibilidades habría. Me levantaba por las noches, bajaba al cuarto de baño a hacer que se me pusiera dura y comprobar si había cambiado. ¡Pero no, nunca! ¡Pero si casi se me pegaba a la tripa, joder! ¿Y no estaba también un poco torcida? Torcida e inclinada como una jodida raíz en el bosque. Significaba que nunca podría acostarme con nadie. Y como eso era lo único que realmente deseaba, y con lo que soñaba, mi desesperación era enorme. Se me ocurrió que podría apretarla hacia abajo, claro. Lo intenté, la apreté todo lo que pude hacia abajo hasta que empezó a dolerme. Se enderezó algo. Pero me dolía. Y no podría acostarme con una chica teniendo que tener una mano en la picha, ¿no? ¿Qué coño haría? ¿Podría hacer algo? Me mordía. Cada vez que se me levantaba, la desesperación crecía en mí. Si estaba tumbado con una chica en el sofá, nos estábamos metiendo mano, tal vez había conseguido meter un dedo debajo de su jersey, y mi picha se levantaba durísima contra el pantalón, sabía que eso sería lo máximo que conseguiría, y que sería así para siempre. Era peor que la impotencia, porque aquello no sólo me dejaba sin poder actuar, sino que también era grotesco. ¿Pero podía rogarle a Dios que lo arreglara? Sí, al final sí podía pedirle a Dios también eso. Querido Dios, recé, permite que mi órgano genital se enderece cuando se llena de sangre. Te lo pido una sola vez. Así que por favor, permite que se cumpla.

Cuando empecé el bachillerato superior, una mañana nos reunieron a todos los novatos en la tribuna de Gimlehallen, no recuerdo ya con qué motivo, y uno de los profesores, que en Kristiansand tenía fama de nudista, y del que decían por ahí que había pintado su chalé un verano únicamente ataviado con una corbata, y que por lo demás iba desarreglado y con pinta de bohemio provinciano, con el pelo blanco despeinado, nos recitó un poema caminando a lo largo de la tribuna y cantó de repente entre ruidosas risas de los presentes en honor a la picha que se levantaba oblicuamente.

Yo no me reía. Creo que se me cayó la cara de vergüenza. Me quedé sentado, boquiabierto y con la mirada vacía, mientras la verdad aparecía lentamente dentro de mí. Todas las pichas tiesas son oblicuas. Y si no todas, al menos las suficientes como para que sirviesen de inspiración a poemas.

¿De dónde venía lo grotesco? Sólo dos años antes, cuando nos mudamos allí, yo era un chaval de trece años con la piel lisa, e incapaz de pronunciar la «r», más que contento con nadar en el mar, montar en bicicleta y jugar al fútbol en ese nuevo lugar donde, por el momento, nadie me perseguía. Al contrario, el primer día todo el mundo quería hablar conmigo, un alumno nuevo era un fenómeno raro en ese sitio, todo el mundo quería saber quién era yo y lo que sabía hacer. Por las tardes y los fines de semana venían a veces chicas en bici incluso desde Hamresanden a verme. Un día estaba jugando al fútbol con Per, Trygve, Tom y William, y vimos llegar a alguien en bicicleta, dos chicas, ¿a qué venían? Nuestra casa era la última de la calle, después no había más que bosque y dos granjas, luego bosque, bosque y más bosque. Se bajaron de la bicicleta en la cuesta, miraron en nuestra dirección y desaparecieron tras los árboles. Volvieron a subir a las bicicletas, luego se detuvieron y miraron.

—¿A qué vienen éstas? —preguntó Trygve.

—Vienen a ver a Karl Ove —contestó Per.

—¿Bromeas? No habrán venido en bici desde Hamresanden solo para eso. ¡Si hay diez kilómetros!

—¿Y para qué han venido hasta aquí si no? Lo que es seguro es que no han venido a verte a ti —dijo Per—. Tú llevas ya mucho tiempo.

Nos quedamos mirándolas a través de los arbustos. Una de ellas llevaba una chaqueta rosa, la otra una azul claro. Largas melenas.

—Venid ya —nos llamó Trygve—. Vamos a jugar.

Seguimos jugando en la lengua de tierra del río, donde los padres de Per y Tom habían fabricado dos porterías. Las chicas se pararon al llegar a la franja de juncos, a unos cien metros de donde nos encontrábamos. Yo sabía quiénes eran, no eran especialmente guapas, así que las ignoré, y después de haberse quedado junto a los juncos unos diez minutos, como una extraña especie de pájaros, volvieron a las bicicletas, y luego a sus casas. Otro día, unas semanas más tarde, llegaron tres chicas para vernos cuando estábamos trabajando dentro de la gran nave de almacenaje de la fábrica de parqués. Colocábamos pequeños trozos de madera en palés, cada capa separada por láminas, trabajábamos a destajo, y cuando aprendí a lanzar una brazada entera y los trozos quedaban colocados por sí mismos, empecé a ganar algo de dinero. Podíamos entrar y salir cuando quisiéramos, muchas veces nos pasábamos por la fábrica después del instituto para hacer un montoncito, íbamos a comer a casa, y luego volvíamos y nos quedábamos el resto de la tarde. Estábamos tan ávidos de ganar dinero que podíamos quedarnos trabajando todas las noches y todos los fines de semana, pero muchas veces no había trabajo, bien porque ya habíamos llenado el almacén o porque lo habían hecho los propios obreros de la fábrica durante sus horas de trabajo. El padre de Per trabajaba en las oficinas, de modo que el mensaje deseado nos llegaba a través de él o de William, cuyo padre conducía uno de los camiones de la fábrica: hay trabajo. Fue una de esas noches cuando unas chicas se acercaron a vernos a la nave. También ellas vivían en Hamresanden. Esta vez ya estaba avisado, se había difundido un rumor que decía que una de las chicas de séptimo estaba interesada por mí, y allí estaba, bastante más franca que aquellas dos gallinas que se habían escondido entre los juncos, porque Line, como se llamaba ella, se me acercó directamente y puso los brazos sobre el montón, mientras mascaba chicle mirándome trabajar. Sus dos amigas se mantuvieron al fondo. Cuando me enteré de que ella estaba interesada en mí, pensé que debía aceptarla, porque aunque sólo iba a séptimo, su hermana era modelo, y aunque ella aún no había llegado a eso, estaría muy buena más adelante. Eso decía todo el mundo de ella, que estaría muy buena, todo el mundo elogiaba su potencial. Era delgada y de piernas largas, tenía el pelo largo y oscuro, la piel pálida, los pómulos altos y una boca desproporcionada. Esos miembros tan largos, que parecían colgarle por todas partes, no me convencían. Pero sus caderas estaban muy bien. La boca y los ojos también. Otro punto negativo era que no sabía pronunciar la «r», y que había en ella algo torpe u obtuso. Era conocida por ello. Al mismo tiempo era popular en su clase, las chicas querían estar con ella.

—Hola —dijo—. He venido a verte. ¿Te hace ilusión?

—Ya veo —contesté. Me volví hacia un lado, me puse un montón de madera en el antebrazo y acto seguido lo lancé hacia el marco, donde quedó perfectamente colocado. Metí las tablas que sobresalían y cogí un nuevo montón.

—¿Cuánto ganas por hora? —preguntó.

—Trabajamos a destajo —contesté—. Nos dan veinte coronas por un montón doble y cuarenta por los cuádruples.

—Entiendo —dijo ella.

Per y Trygve, que estaban en el mismo curso que ella, pero en otra clase y que en repetidas ocasiones habían expresado su antipatía por ella y su pandilla, estaban trabajando en la nave a unos metros de nosotros. Se me ocurrió pensar que parecían enanos. Tan bajitos en medio de la enorme nave.

—¿Te gusto? —preguntó ella.

—Gustar, lo que se dice gustar… —contesté. En el momento en que ella entró por la puerta había decidido aceptarla, pero entonces, con ella delante y el camino despejado, no fui capaz, no fui capaz de hacer lo necesario. De una manera que no entendía del todo, pero que sin embargo intuía, ella era mucho más sofisticada que yo. Vale que tal vez fuera un poco tonta, pero era sofisticada. Y era esa parte sofisticada la que no me sentía capaz de manejar.

—Me gustas —dijo—. Pero supongo que ya lo sabes.

Me incliné hacia delante y corregí una de las láminas, inesperadamente sonrojado.

—No —contesté.

Ella no dijo nada más en un buen rato, estaba como colgada sobre el marco, mascando chicle. Sus amigas daban señales de impaciencia desde detrás del montón de tablas. Al final se enderezó.

—Así que entonces nada —dijo, se dio la vuelta y se marchó.

No me importaba tanto el haber perdido una oportunidad, lo peor era la manera en que había sucedido, mi incapacidad de recorrer el último trecho, de cruzar el último puente. Y cuando el interés por la novedad se acabó, no tuve ya muchas oportunidades. Al contrario, las viejas apreciaciones sobre mí volvieron lentamente. Intuía que estaban cerca, oía su resonancia, aunque no había ningún contacto entre los dos lugares donde había vivido. Ya el primer día de instituto me había fijado en una determinada chica, se llamaba Inger, tenía unos bonitos ojos alargados, un oscuro tono de piel, y una nariz corta e infantil que rompía las líneas largas y redondeadas de su cara, emanando distancia excepto cuando sonreía. Tenía una sonrisa liberadora e indulgente que admiraba y encontraba infinitamente atractiva, tanto porque no me incluía a mí o a tipos como yo, pues pertenecía a lo más íntimo de su ser, del que sólo eran partícipes ella misma y sus amigos, como porque su labio superior se torcía ligeramente cuando sonreía. Estaba en un curso por debajo del mío y durante los dos años que fui alumno de ese instituto, no intercambié con ella una sola palabra. En lugar de eso estuve saliendo con su prima Susanne, que iba al mismo curso que yo, pero a otra clase y vivía en una casa al otro lado del río. Tenía la nariz puntiaguda, la boca pequeña y sus colmillos guardaban un lejano parecido con los dientes de un conejo, pero sus pechos eran rebosantes y bonitos, sus caderas de una anchura perfecta, y sus ojos provocadores, como si siempre supieran lo que querían. A menudo era medirse con otros. Mientras Inger, en toda su inaccesibilidad, estaba llena de secretos y misterio, y cuya fuerza de atracción consistía casi exclusivamente en aquello que yo no conocía o sabía, sino sólo intuía y soñaba, Susanne era más igual, más un alma gemela. Ante ella tenía menos que perder, menos que temer, pero también menos que ganar. Yo tenía catorce años, ella quince, y en el transcurso de unos días nos quedamos lentamente pegados el uno al otro, como ocurre a esa edad. Al poco tiempo Jan Vidar empezó a salir con su amiga Margrethe. Nuestras relaciones se encontraban a medio camino entre el mundo infantil y el mundo juvenil, y las fronteras entre ambos eran imprecisas. Nos sentábamos juntos en el autobús escolar por la mañana, nos sentábamos juntos en las reuniones de los viernes, íbamos juntos en bicicleta a las clases de preparación para la confirmación, que tenían lugar en la iglesia una vez por semana, y quedábamos por las tardes en un cruce o en el aparcamiento delante de la tienda, en todas esas situaciones las diferencias entre nosotros se reducían y Susanne y Margrethe eran como una especie de camaradas. Pero los fines de semana era diferente, podíamos ir al cine a la ciudad o quedarnos en el sótano de algún amigo o amiga comiendo pizza y bebiendo Coca-Cola, viendo la televisión o escuchando música estrechamente abrazados. En esas situaciones aquello en lo que todos pensábamos estaba más cerca. Lo que sólo unas semanas antes había sido un gran paso, el beso, cuyo procedimiento Jan Vidar y yo habíamos discutido, los detalles prácticos, como por ejemplo a qué lado de ella era mejor sentarse, qué podíamos decir para iniciar ese proceso que acabaría en el beso, o si tal vez sería mejor simplemente besar sin decir nada, ese paso, digo, ya había finalizado hacía tiempo y en gran medida había sido mecanizado; después de haber comido la pizza o la lasaña, las chicas se sentaban sobre nuestras rodillas, y empezábamos a meternos mano. A veces también nos tumbábamos en el sofá, una pareja a cada lado, cuando sabíamos que no aparecería nadie. Un viernes por la noche Susanne estaba sola en casa. Jan Vidar fue a mi casa en bicicleta, desde allí nos fuimos por la orilla del río y cruzamos el pequeño puente hasta la casa donde vivía ella, y donde las dos nos estaban esperando. Los padres de Susanne nos habían hecho una pizza. Nos la comimos. Susanne se sentó sobre mis rodillas, Margrethe sobre las de Jan Vidar, en la cadena de música sonaba Telegraph Road de Dire Straits, Susanne y yo nos estábamos metiendo mano, lo mismo que Jan Vidar y Margrethe, durante algo que pareció una eternidad en ese salón. Te amo, Karl Ove, me susurró al cabo de un rato al oído. ¿Vamos a mi habitación? Asentí con un gesto de la cabeza y nos levantamos, cogidos de la mano.

—Nosotros nos vamos a mi cuarto —dijo a los otros dos—. Así estaréis más tranquilos.

Nos miraron y asintieron. Siguieron metiéndose mano. El pelo largo y negro de Margrethe cubría casi del todo el rostro de Jan Vidar. Él le acariciaba la espalda, por lo demás, estaba inmóvil. Susanne me sonrió, apretándome la mano con más fuerza, y me condujo por el pasillo hasta su habitación, que estaba a oscuras. Hacía más frío allí dentro. Había estado allí antes, me gustaba estar en su cuarto, aunque sus padres siempre habían estado en casa, y nosotros en un principio no hacíamos nada más de lo que solíamos hacer Jan Vidar y yo, es decir, charlar, y luego íbamos al salón a ver la televisión con sus padres, nos comíamos un sándwich en la cocina, o dábamos largos paseos a lo largo del río. No estábamos en el oscuro cuarto de Jan Vidar, que olía a sudor y donde había amplificador y equipo estéreo, guitarra y discos, revistas sobre guitarra y cómics, sino en la luminosa habitación de Susanne, que olía a perfume, con papel blanco de flores en las paredes, colcha bordada en la cama, estantería blanca con objetos decorativos y libros, y armario blanco con su ropa ordenadamente colocada y colgada. Cuando veía uno de sus vaqueros azules en el armario o colgados en la silla, tragaba saliva, porque ella iba a ponerse esos pantalones sobre los muslos, sobre sus caderas, se subiría la cremallera y se abrocharía el botón. Su habitación estaba llena de esas promesas que yo apenas me atrevía a formular para mis adentros, pero que levantaban oleadas de sensaciones en mí. También había otras razones para que me sintiera a gusto en esa casa. Sus padres, por ejemplo, se mostraban siempre amables, y había algo en esa familia que me daba a entender que contaban conmigo. Yo era alguien en la vida de Susanne, alguien sobre quien hablaba a sus padres y a su hermana pequeña.

Se acercó a la ventana y la cerró. Había niebla, incluso las luces de la casa vecina habían desaparecido casi del todo dentro de lo gris. Por la calle pasaron unos coches, se oía el martilleo de sus radios. Luego se hizo de nuevo el silencio.

—Vale —dije.

Ella sonrió.

—Vale —dijo ella, sentándose en el borde de la cama. Yo no esperaba nada, nada más que poder estar tumbados en lugar de estar sentados el uno encima del otro. Una vez le metí la mano por dentro del chaquetón y la puse sobre uno de sus pechos, aquella vez ella dijo que no, y yo retiré la mano. En su «no» no había un tono agresivo ni de reproche, más bien fue como si constatara algo, como si remitiera a una ley que estaba por encima de nosotros. Nos metíamos mano, eso era lo único que hacíamos, y aunque yo siempre estaba dispuesto cuando nos veíamos, enseguida me hartaba. Al cabo de un rato solía aparecer un sentimiento casi nauseabundo, porque había algo ciego y reprimido en tanto meterse mano, todo dentro de mí añoraba un camino para salir de aquello, un camino que yo sabía que existía, pero que no se podía tomar. Yo quería seguir, pero siempre tenía que quedarme ahí, en el valle de las lenguas que se retorcían y de ese pelo que siempre me caía sobre la cara.

Me senté a su lado. Me sonrió. La besé. Susanne cerró los ojos y se dejó caer hacia atrás en la cama. Me puse encima de ella, sentí su delicado cuerpo debajo del mío, ella gimió por lo bajo, ¿acaso yo pesaba demasiado? Opté por tumbarme a su lado, con mi pierna sobre la suya. Le acaricié el hombro y el brazo. Cuando llegué a sus dedos, me apretó la mano con fuerza. Eché la cabeza hacia atrás y abrí los ojos. Ella me miraba. Su rostro, blanco en la penumbra, estaba serio. Me incliné y le besé el cuello. Era algo que nunca había hecho. Apoyé la cabeza en su pecho. Ella me acarició el pelo. Oía latir su corazón. Le acaricié las caderas. Ella se retorció un poco. Le levanté el jersey y le puse la mano en el vientre. Me incliné para besarla. Agarró el borde del jersey y se lo subió lentamente. No daba crédito a mis ojos. Allí, justo delante de mí, estaban sus pechos desnudos. En el salón, volvió a sonar Telegraph Road. No vacilé y cerré mi boca sobre sus pechos. Primero uno, luego el otro. Froté mis mejillas contra ellos, los lamí, los chupé, al final puse las manos sobre ellos y la besé a ella, de quien me había olvidado por completo unos segundos. Mis sueños y fantasías no habían ido más allá de ese punto, y ya me encontraba allí, pero al cabo de diez minutos en ese punto me invadió la misma sensación de saciedad, de pronto tampoco eso era suficiente por muy grande que fuera, quería seguir camino nos llevara a donde nos llevara, e hice un intento, empecé a juguetear con el botón de su pantalón. Se abrió, ella no dijo nada, seguía tumbada con los ojos cerrados, y el jersey subido hasta la barbilla. Le desabroché el botón de la bragueta. Apareció la braga blanca. Tragué saliva. Agarré sus pantalones por las caderas y tiré de ellos hacia abajo. Ella no dijo nada. Se limitó a retorcerse un poco para facilitarme la labor. Cuando ya los había bajado hasta las rodillas, puse la mano sobre su braga. Noté el vello suave debajo. Karl Ove, dijo ella. Yo me puse de nuevo encima de ella, nos besamos, y mientras nos besábamos le bajé la braga, no mucho, pero lo suficiente como para meter un dedo dentro que se deslizó por el vello, y en el instante en que noté algo húmedo y liso contra la punta del dedo, fue como si algo se rasgara dentro de mí. Como si un dolor me recorriera el vientre, y luego una especie de espasmos sacudiendo mis partes bajas. Al instante siguiente todo me era ajeno. De un momento para otro sus pechos y sus muslos desnudos perdieron para mí todo sentido. Pero pude ver que ella no lo vivió así, seguía como antes, con los ojos cerrados, la boca medio abierta, respirando con dificultad, en medio de todo eso donde también yo había estado unos instantes antes, pero como he dicho, ya no.

—¿Qué pasa? —preguntó Susanne.

—Nada —contesté—. Tal vez deberíamos volver con ellos.

—No —dijo ella—. Espera un poco.

—De acuerdo.

Y seguimos. Estábamos yendo muy lejos, pero eso no despertó nada en mí, igual podría haber estado preparándome un sándwich, le besé los pechos, y nada se despertó en mí, todo era extrañamente neutral, los pezones eran pezones, la piel piel, el ombligo ombligo, pero entonces, para mi asombro y alegría, todo en ella cambió tan repentinamente como antes, y de nuevo no había nada más deseable para mí que seguir besándola hasta donde podía llegar.

Entonces llamaron a la puerta.

Nos incorporamos, ella consiguió subirse rápidamente los pantalones y bajarse el jersey.

Era Jan Vidar.

—¿Venís? —preguntó.

—Sí —contestó Susanne—. Ahora vamos. Esperad un momento.

—Son las diez y media —dijo él—. Prefiero marcharme antes de que lleguen tus padres.

Mientras Jan Vidar metía los discos en las fundas y luego en la bolsa de plástico, yo me encontré con la mirada de Susanne y le sonreí. Cuando ya estábamos en la entrada con los chaquetones puestos, a punto de despedirnos de las chicas con un beso, ella me guiñó un ojo y dijo:

—¡Hasta mañana!

Fuera estaba lloviznando. Era como si la luz de las farolas se fusionaran con cada una de las minúsculas partículas de agua, formando grandes círculos como si de aureolas se tratara.

—¿Bueno? —pregunté—. ¿Qué tal?

—Como siempre —contestó Jan Vidar—. Nos besamos y ya está. No sé si quiero seguir con ella mucho más tiempo.

—Entiendo —dije—. No estás lo que se dice enamorado.

—¿Lo estás tú?

Me encogí de hombros.

—Puede que no.

Llegamos hasta la carretera principal y la seguimos valle arriba. A un lado había una granja, la tierra empapada que brillaba bajo la luz junto a la carretera desaparecía más adentro en la oscuridad, y no volvía a aparecer hasta el granero, que estaba muy iluminado. Al otro lado había un par de casas viejas con jardines que bajaban hacia el río.

—¿Qué tal te ha ido a ti? —preguntó Jan Vidar.

—Bastante bien —contesté—. Se quitó el jersey.

—¿Qué dices? ¿De verdad?

Asentí con la cabeza.

—¡Mientes, cabrón! No se quitó el jersey.

—Sí.

—Susanne no.

—Sí.

—¿Y tú qué hiciste?

—Le besé los pechos. ¿Qué si no?

—Maldito cabrón. No me lo creo.

—Pues sí.

Fui incapaz de contarle que también se había quitado la braga. Si él lo hubiera conseguido con Margrethe, se lo habría dicho. Pero al no ser así, no quería parecer demasiado triunfador. Por otra parte, él nunca me habría creído. Nunca.

Apenas me lo creía yo.

—¿Cómo eran? —preguntó.

—¿El qué?

—¡Los pechos, claro!

—Estaban bien. De buen tamaño y firmes. Erectos, aunque ella estaba tumbada.

—Maldito cabrón. No es verdad.

—Que sí, coño.

—Joder.

Y no dijimos nada más en un rato. Cruzamos el puente colgante por donde el río, brillante y negro, se hinchaba en silencio, luego fuimos por el campo de fresas hasta llegar al camino asfaltado, que, tras una pronunciada curva, subía por un puerto empinado con los oscuros abetos inclinándose sobre nosotros, y tras un par de curvas, pasamos por delante de nuestra casa. Todo estaba oscuro, pesado y mojado, excepto la conciencia de lo que había sucedido, que se metió dentro de mí, sacando mis burbujeantes pensamientos a la luz. Jan Vidar se había quedado satisfecho con mi explicación, y yo me moría de ganas de contarle que los pechos de Susanne no era todo, que también habían sucedido más cosas, pero en cuanto veía su cara de amargura, me callaba. Y estaba bien, también era bonito tener un secreto con Susanne. Al mismo tiempo me preocupaban los espasmos. Yo apenas tenía pelos en la picha, sólo uno o dos, largos y negros, lo demás era más bien pelusa, y tenía mucho miedo de que eso llegara a oídos de las chicas, y sobre todo de Susanne. Sabía que no podía acostarme con nadie hasta que no me hubiera salido el vello, de manera que interpreté el espasmo como una falsa satisfacción, como que había sobrepasado lo que mi picha realmente me permitía. Que por eso me había dolido. Que me había sobrevenido una especie de satisfacción sexual «seca». Que yo supiera, podría ser peligroso. Por otra parte, mis calzoncillos estaban mojados. Podría tratarse de pis, también podría ser semen. Incluso sangre, tal vez. Las dos últimas posibilidades me parecían poco probables, pues no estaba sexualmente maduro, y no había notado ningún dolor en el vientre hasta ese instante. Pero, fuera como fuera, me había dolido, y eso me preocupaba.

Jan Vidar tenía su bicicleta aparcada delante de nuestro garaje, nos quedamos charlando un rato, luego él se fue en bici a su casa y yo entré en la mía. Yngve estaba en casa ese fin de semana, por la ventana lo vi en la cocina con mi madre. Mi padre estaría en el apartamento del granero. Me quité el chaquetón y me fui al cuarto de baño, cerré la puerta con llave, me bajé los pantalones hasta las rodillas, levanté el borde del calzoncillo y metí el dedo índice hasta la tela mojada. Estaba pegajoso. Me llevé el dedo a la cara, lo froté contra el pulgar. Brillante y pegajoso. Olía a mar.

¿A mar?

Tendría que ser semen, ¿no?

Claro que era semen.

Estaba sexualmente maduro.

Lleno de júbilo entré en la cocina.

—¿Quieres pizza? Te hemos guardado unos trozos —dijo mi madre.

—No, gracias. He cenado allí.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí, sí —contesté, incapaz de no sonreír.

—Pero si el tío tiene las mejillas encendidas —dijo Yngve—. ¿Es de felicidad, o qué?

—Podrías invitar a esa chica un día a casa —dijo mi madre.

—Lo haré —contesté, sin parar de sonreír.

Mi relación con Susanne acabó unas semanas más tarde. Yo tenía desde hacía tiempo un acuerdo con mi mejor amigo de Tromøya, Lars, que consistía en intercambiar fotos de las chicas más guapas de allí con las chicas más guapas de mi zona. No me preguntéis por qué. Me había olvidado de todo cuando una tarde recibí por correo un sobre con fotos. Las fotos de pasaporte de Lene, Beate, Ellen, Siv, Bente, Marianne, Anne Lisbet o como se llamaran todas. Eran las chicas más guapas de Tromøya. Ahora yo tendría que procurarle fotos de las chicas más guapas de Tveit. Durante unos días me asesoré con Jan Vidar sobre el asunto, y conseguimos hacer una lista. Lo siguiente era conseguir las fotos. A algunas se las podía pedir directamente, como por ejemplo a Susann, la amiga de la hermana de Jan Vidar, que era demasiado mayor para que tuviera que preocuparme por lo que pensara, luego podría decirle a Jan Vidar que les pidiera fotos a sus amigas. Yo, por mi parte, estaba como atado, porque pedir una foto equivalía a mostrar interés por la chica, y como yo salía con Susanne, tal interés sería lo suficientemente inapropiado como para acabar mal. Pero había otros métodos. Puede que Per, por ejemplo, tuviera una foto de Kristin, que iba a la misma clase que él. La tenía, y de esa forma había conseguido ya seis fotos. Más que de sobra, pero faltaba la joya de la corona, la más guapa de todas, Inger, cuya foto me encantaría enseñarle a Lars. E Inger era prima de Susanne…

Una tarde saqué la bicicleta del garaje y me fui a casa de Susanne. No habíamos quedado, y ella pareció alegrarse cuando me abrió la puerta. Saludé a sus padres, fuimos a su habitación y nos sentamos a discutir lo que haríamos, sin llegar a ninguna conclusión, charlamos un poco del instituto y de los profesores, antes de que yo, como de paso, expusiera el tema. ¿Tendría ella una foto de Inger para darme?

Se puso rígida sentada en la cama, y me miró fijamente, como si no me entendiera.

—¿De Inger? —preguntó por fin—. ¿Para qué la quieres?

No había pensado que la cosa pudiera causar problemas. Al fin y al cabo estaba con Susanne y, ya que se lo pedía precisamente a ella, no podía pensar que mis intenciones no fuesen honestas.

—No te lo puedo decir —dije.

Y era verdad. Si le contara que iba a mandar fotos de las ocho tías más buenas de Tveit a un compañero de Tromøya, Susanne esperaría estar entre las ocho, pero no estaba, y eso no podía decírselo.

—No te daré una foto de Inger si no me dices para qué la quieres —recalcó.

—No puedo —dije—. ¿No puedes simplemente darme una foto? No es para mí, si es eso lo que crees.

—¿Entonces para quién es?

—No te lo puedo decir —contesté.

Se levantó. Vi que estaba furiosa. Todos sus movimientos eran breves, como acortados, como si ya no quisiera darme el placer de verlos desarrollados, y con ello participar en su amable superabundancia.

—Te gusta Inger, ¿a que sí?

No contesté.

—¡Karl Ove! Te gusta, ¿verdad? Se lo he oído decir a mucha gente.

—Olvidemos esa foto —dije—. Olvídala.

—¿Así que es verdad?

—No —contesté—. Tal vez me gustara al principio, cuando llegué a Tveit, pero ya no.

—¿Entonces para qué quieres la foto?

—No te lo puedo decir.

Ella se echó a llorar.

—Claro que es verdad —dijo—. Te gusta Inger. Lo sé. Lo sé.

Se me ocurrió pensar que si Susanne lo sabía, también lo sabría Inger.

Una especie de luz se encendió dentro de mí. Si ella lo sabía, no sería tan complicada una aproximación. En una fiesta escolar, por ejemplo, podría sacarla a bailar, y ella sabría lo que había detrás, sabría que no sólo era una de tantas. Podría incluso ser que eso despertara su interés por mí.

Susanne se acercó sollozando al escritorio al otro extremo de la habitación, y abrió el cajón.

—Aquí tienes la foto —dijo—. Cógela. No quiero volver a verte por mi casa.

Con una mano se tapó la cara y con la otra me alcanzó la foto de Inger. Le temblaban los hombros.

—No es para mí —dije—. Te lo prometo. No soy yo quien la pide.

—Eres un cabrón de mierda —me insultó—. ¡Vete!

Cogí la foto.

—¿Entonces ya no somos novios? —pregunté.

Desde esa Nochevieja de viento y frío polar en que me quedé en la cama leyendo, esperando a que empezaran las celebraciones, habían transcurrido ya dos años. Susanne encontró a otro sólo unos meses después. Se llamaba Terje, era bajo, un poco gordo, llevaba permanente y un bigote estúpido. Me resultó incomprensible que ella pudiera permitir que un tipo como él me sustituyera. Era cierto que tenía dieciocho años, y era cierto que tenía coche, en el que iban los dos por las tardes y los fines de semana, pero de todos modos, ¿él mejor que yo? ¿Un tipo bajo, gordo y con bigote? Pues si era así, Susanne me daba igual. Eso pensé entonces y eso pensaba todavía. Pero ya no era un niño, tenía dieciséis años, ya no iba al colegio de Ve, sino al Instituto de Bachillerato Superior de Kristiansand.

Fuera se oyó el sonido estridente, como oxidado, de la puerta del garaje al abrirse. El golpe seco al bloquearse, el coche que arrancó y fue al ralentí unos instantes. Me acerqué a la ventana y me quedé allí hasta ver desaparecer en la curva los faros traseros rojos. Luego bajé a la cocina y puse a hervir una olla con agua, saqué unos fiambres navideños, jamón, cabeza de cerdo, carne de cordero, paté, corté unas rebanadas de pan, fui al salón a por el periódico, lo desplegué en la mesa y me senté a leerlo mientras comía. Fuera ya era noche cerrada. Con el mantel rojo en la mesa y las velas encendidas en la ventana, la cocina resultaba bastante acogedora. Cuando hirvió el agua, enjuagué la tetera con agua caliente, metí unas cuantas hojas de té y eché el agua hirviendo encima, mientras gritaba al aire:

—Mamá, ¿quieres un té?

No recibí respuesta.

Me senté y seguí comiendo. Al cabo de un rato levanté la tetera y me serví el té, que subía por las paredes blancas de la taza, marrón oscuro, casi como madera. Un par de hojas se quedaron flotando, las demás se posaron como una alfombra negra en el fondo. Eché leche, tres cucharaditas de azúcar, removí, esperé a que las hojas se hubiesen vuelto a posar en el fondo y bebí.

Mmm.

Por la calle pasó una máquina quitanieves emitiendo destellos. Luego se abrió la puerta. Oí el sonido de zapatos que se limpiaban de nieve en el umbral y me volví justo a tiempo de ver entrar a mi madre con una brazada de leña y envuelta en la chaqueta de piel de cordero de mi padre, que le estaba demasiado grande.

¿Por qué se ponía la ropa de mi padre? No era propio de ella.

Fue al salón sin mirar en mi dirección. Tenía nieve en el pelo y en las solapas. La cesta de leña crujía.

—¿Quieres un poco de té? —le pregunté cuando volvió.

—Gracias, me vendrá bien —contestó—. Sólo voy a quitarme la chaqueta.

Me levanté y fui a por una taza para ella, la coloqué al otro lado de la mesa y serví el té.

—¿Dónde has estado? —le pregunté cuando se sentó.

—He ido a por leña —contestó.

—Pero antes de eso. Llevo aquí un buen rato. No habrás tardado veinte minutos en ir a por leña, ¿no?

—Ah. He cambiado una bombilla de las luces del abeto, así que ya luce de nuevo.

Me volví y miré por la ventana de la otra habitación. El abeto brillaba en la oscuridad.

—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté.

—No, todo está listo. Me falta planchar una blusa. Y sólo queda por hacer la comida. Pero eso lo hará papá.

—¿No te importa planchar mi camisa ya que te pones? —le pregunté.

Mi madre asintió.

—Déjala encima de la tabla.

Al terminar de comer subí a mi habitación, encendí el amplificador, enchufé la guitarra y me puse a tocar un rato. Me encantaba el olor que desprendía el amplificador cuando se calentaba, casi era razón suficiente para tocar. También me encantaban todas esas cosas que hacían falta para tocar la guitarra; el pedal de fuzz y el de coro, los cables y las clavijas, el plectro y los paquetes de cuerdas, el cuello de botella, la cejilla, el estuche de la guitarra, con su parte interior forrada y sus muchos pequeños apartados. Me encantaban las marcas Gibson, Fender, Hagström, Rickenbacker, Marshall, Music Man, Vox y Roland. Iba con Jan Vidar a las tiendas de música, estudiando con aire de experto las guitarras. Para la mía —una imitación barata de stratocaster, que me había comprado con el dinero que me habían regalado para la confirmación— había encargado por correo unos nuevos pick-ups llamados State of the Art y una nueva púa de bandeja que había visto en un catálogo de Jan Vidar. Todo eso estaba muy bien. Pero yo no era un buen guitarrista. Aunque llevaba un año y medio tocando regular y concienzudamente, había hecho muy pocos progresos. Me sabía todas las posiciones de las manos, y había ensayado hasta el infinito las distintas escalas, pero no lograba librarme de ellas, no lograba tocar, no había ninguna relación entre mis pensamientos y mis dedos, como si los dedos no se relacionaran conmigo, sino sólo con sus escalas, por las que podían subir y bajar, y lo que salía entonces del amplificador no tenía nada que ver con la música. Podía pasarme uno o dos días copiando un solo, tono por tono, luego sabía tocarlo, pero nada más, la cosa siempre quedaba ahí. A Jan Vidar le pasaba lo mismo. Pero él era aún más ambicioso que yo, ensayaba muchísimo, de hecho, en determinadas épocas no hacía más que tocar, pero por su amplificador no salían más que escalas y copias de los solos de otros. Se afilaba las uñas para que le resultara más cómodo tocar, se dejó crecer la uña del pulgar derecho para usarla como plectro, se compró una especie de instrumento de ensayar para los dedos, que apretaba todo el rato para fortalecerlos, reconstruyó por entero su guitarra, y, con su padre, que era ingeniero electrónico en Kjevik, experimentó con una especie de sintetizador casero para guitarras. Yo iba a menudo a su casa con el estuche de la guitarra colgando de una mano y llevando la bicicleta con la otra, y aunque lo que tocábamos en su cuarto no sonaba de maravilla, era sin embargo bueno, porque yo al menos me sentía un músico cuando llevaba el estuche de la guitarra, todo tenía muy buena pinta, y aunque aún no habíamos llegado a donde deberíamos estar, las cosas podían cambiar. El futuro nos era desconocido, no podíamos saber cuánto tendríamos que ensayar hasta que empezara a notarse, ¿un mes?, ¿medio año?, ¿un año? Mientras tanto tocábamos, hasta conseguimos formar una especie de banda; un tal Jan Henrik, de séptimo, sabía tocar la guitarra, al menos un poco, y aunque llevaba zapatos náuticos y ropa pija, además de usar gomina, le preguntamos si quería tocar el bajo con nosotros. Aceptó y a mí, que era el peor guitarrista, me dejaron tocar la batería. El verano que terminamos octavo, el padre de Jan Vidar nos llevó en su coche a Evje a recoger una batería de segunda mano que habíamos comprado entre los dos a muy buen precio, y nos pusimos manos a la obra. Hablamos con el director del instituto, que nos dejó usar un local, y una vez por semana colocábamos la batería y los amplificadores, y tocábamos.

Cuando me mudé allí el año anterior oía grupos como The Clash, The Police, The Specials, Teardrop Explodes, The Cure, Joy Division, New Order, Echo & The Bunnymen, The Chameleons, Simple Minds, Ultravox, The Aller Værste, Talking Heads, The B-52’s, PiL, David Bowie, The Psychedelic Furs, Iggy Pop, Velvet Underground, todo gracias a Yngve, que no sólo gastaba todo el dinero que tenía en música, sino que también tocaba la guitarra, con un sonido y un estilo muy personales, y que además componía sus propias canciones. En Tveit no había nadie que hubiese oído hablar siquiera de esos grupos. Jan Vidar, por ejemplo, escuchaba bandas como Deep Purple, Rainbow, Gillan, Whitesnake, Black Sabbath, Ozzy Osbourne, Def Leppard, Judas Priest. Resultaría imposible hacer que esos dos mundos se encontrasen, y ya que el interés por la música era lo que teníamos en común, uno de los dos tenía que ceder. Fui yo. No es que llegara a comprar discos de alguno de aquellos grupos, pero los escuchaba en casa de Jan Vidar y me esforcé por conocerlos, y a mis propios grupos, que en aquella época eran extremadamente importantes para mí, los escuchaba cuando estaba solo. Luego había unas cuantas bandas intermedias, que nos gustaban tanto a él como a mí, en primer lugar Led Zeppelin, pero también Dire Straits, en el caso de Jan Vidar debido a la guitarra. Lo que más discutíamos era el sentimiento contra la técnica. Jan Vidar compraba a veces discos de Lava, porque eran buenos músicos, y tampoco despreciaba a Toto, que en esa época grabó sus dos éxitos, pero yo, por mi parte, odiaba de todo corazón lo «perfecto», iba en contra de lo que había aprendido leyendo las revistas de música de mi hermano, en las que los habilidosos eran el enemigo, y lo casero, lo enérgico y lo vigoroso, lo ideal. Pero por mucho que discutiéramos sobre ello, y por muchas horas que pasáramos en tiendas de música o inclinados sobre el catálogo de pedidos por correo, no conseguimos mejorar el grupo, seguíamos siendo muy flojos con nuestros instrumentos, y no éramos lo suficientemente listos para compensarlo, componiendo por ejemplo nuestras propias canciones, sino que seguíamos tocando las canciones más manidas y faltas de estilo de todas, Smoke on the Water, de Deep Purple, Paranoid, de Black Sabbath, Black Magic Woman, de Santana, además de So Lonely, de The Police, que pudo ser incluida en el repertorio porque Yngve me había enseñado los acordes.

Éramos un caso desesperado, estábamos perdidos, no había la más mínima posibilidad de que algún día llegáramos a formar una verdadera banda, ni siquiera seríamos capaces de actuar en una fiesta de nuestra clase del instituto, pero aunque así fuera, nosotros nunca lo vivimos de esa manera. Al contrario, aquello era lo que daba sentido a nuestra vida. No era mi música, sino la de Jan Vidar, que iba en contra de lo que era mi música ideal, y sin embargo aposté todo por ella. Lo que ensayé en el instituto de Ve en 1983 fue precisamente la introducción a Smoke on the Water, la encarnación de la estupidez, la antítesis de lo bueno: primero la guitarra, luego el címbalo, chiquitiqui, chiquitiqui, chiquitiqui, luego el bombo, bang, bang, bang, luego el sharp, tic, tic, tic, y luego ese estúpido cambio del bajo, cuando solíamos mirarnos y sonreír, mientras movíamos la cabeza y nos mecíamos con las piernas al empezar el estribillo, todo totalmente carente de sincronización. No teníamos vocalista. Pero cuando Jan Vidar empezó a estudiar formación profesional, oyó hablar de un batería en Hånes, sólo iba a octavo, pero tendría que servir, cualquier cosa serviría, y además el chico tenía acceso a un local de ensayo, con una batería y juego de voces y todo, así que a eso habíamos llegado: yo, estudiante de primero de bachillerato superior, que soñaba con una vida dedicada a la música indie, pero que no tenía oído musical, tocaba la guitarra rítmica; Jan Vidar, alumno del ramo de pastelería, que ensayaba lo suficiente para convertirse en un Yngwie Malmsteen, un Eddie van Halen o un Richie Blackmore, pero que era incapaz de superar los ejercicios de dedos, tocaba la guitarra de solista; Jan Henrik, con quien preferíamos no tener nada que ver fuera de la banda, tocaba el bajo, y Øyvind, un chico fuerte y alegre de Hånes, sin ambiciones, tocaba, si se puede decir que tocaba algo, la batería. Smoke on the Water, Paranoid, Black Magic Woman, So Lonely, y con el tiempo también Ziggy Stardust y Hang on to Yourself, del temprano Bowie, de la que Yngve me había enseñado los acordes. Nada de vocalista, sólo instrumentos. Cada fin de semana. Estuches de guitarra en el autobús, largas conversaciones sobre música e instrumentos en la playa, en los bancos delante de la tienda, en la habitación de Jan Vidar, en el café del aeropuerto, en el centro, poco a poco también grabaciones que analizábamos a fondo en nuestros intentos, vanos y condenados al fracaso de antemano, de elevar el conjunto al nivel que teníamos en mente.

Un día me llevé al instituto una cinta con grabaciones de nuestros ensayos. Me pasé el recreo escuchándolas con los cascos puestos, mientras me preguntaba a quién podía hacérselas oír. A Bassen no, pues tenía el mismo gusto musical que yo, y eso era algo totalmente diferente que no entendería. ¿Tal vez a Hanne? Ella cantaba y me gustaba mucho. Pero sería un riesgo demasiado grande. Ella sabía que yo tocaba en un grupo, lo que se consideraba algo bueno, casi sagrado, pero podría estropearse si escuchaba lo que realmente tocábamos. ¿Pål? Sí, él podría escucharlas. También tocaba en un grupo, se llamaban Vampire, tocaban muy deprisa, inspirados por Metallica. Pål, que normalmente era tímido, sensible y delicado al límite de lo femenino, que vestía ropa negra de cuero, tocaba el bajo y en el escenario gritaba como el mismísimo diablo, entendería lo que estábamos haciendo. De modo que en el siguiente recreo me acerqué a él, le dije que habíamos grabado unos temas el fin de semana, y si le importaría escucharlos y decir lo que opinaba. Claro que sí. Se puso los cascos y pulsó el play mientras yo observaba su cara emocionado. Sonrió y me miró con cara de interrogación. Al cabo de unos minutos se echó a reír y se quitó los cascos.

—¿Pero esto qué es, Karl Ove? —dijo—. Esto no es nada. ¿Por qué me das la lata con esto? ¿Por qué quieres que lo escuche? ¿Me estás tomando el pelo?

—¿Nada? ¿Cómo que nada?

—Pero si no sabéis tocar. Y no cantáis. ¡No es nada! —exclamó extendiendo los brazos.

—Podemos mejorar —dije.

—Déjalo —dijo él.

¿Acaso crees que tu grupo es tan jodidamente bueno?, estuve a punto de decirle, pero no lo hice.

—Vale, vale —fue lo que dije en alto—. Gracias de todos modos.

Volvió a reírse, a la vez que me miraba extrañado. Nadie entendía a Pål, porque toda esa música metálica que tocaba y todas esas cutreces a las que se dedicaba y de las que la clase se reía, encajaban muy mal con su timidez, que a su vez encajaba mal con esa franqueza casi ilimitada que a veces mostraba, como si no tuviera miedo de nada. Por ejemplo, un día apareció con un poema que unos años antes le habían publicado en la revista de chicas Det Nye, en la que también lo habían entrevistado. Franco, desvergonzado, sensible, tímido, agresivo, cochino. Ése era Pål. Que fuera precisamente él quien escuchara a nuestro grupo estuvo en cierto modo bien, porque Pål no significaba nada, de lo que se reía no tenía ninguna importancia. De modo que me metí tranquilamente el walkman en el bolsillo y entré en clase. Tendría razón en decir que no tocábamos muy bien. ¿Pero desde cuándo era importante tocar bien? ¿No había oído hablar del punk? ¿De la New Wave? Ninguno de esos grupos tocaba bien. Pero tenían agallas. Fuerza. Alma. Presencia.

Al poco tiempo, a principios del otoño de 1984, recibimos nuestro primer encargo. Øyvind lo organizó. El centro comercial de Hånes cumplía cinco años, y el cumpleaños se celebraría con globos, tarta y música. Iban a actuar los hermanos Bøksle, conocidos en toda la región por sus interpretaciones de canciones locales durante dos décadas. Y el director del centro quería contar con algo local, preferiblemente algo relacionado con la juventud, y en ese deseo nosotros encajábamos perfectamente, ya que ensayábamos en el instituto, a sólo unos cientos de metros del centro comercial. Tocaríamos durante veinte minutos y nos pagarían quinientas coronas por el trabajo. Abrazamos a Øyvind cuando nos lo dijo. Joder, por fin nos tocaba el turno a nosotros.

Las dos semanas que faltaban para llevar a cabo el encargo transcurrieron muy deprisa. Hicimos varios ensayos, tanto todo el grupo como Jan Vidar y yo solos, discutimos hasta la saciedad el orden de los temas, nos apresuramos a comprar cuerdas nuevas para que estuvieran listas, decidimos la ropa que nos íbamos a poner, y cuando llegó el gran día, quedamos en el local de ensayo con el fin de repasar todos los temas antes del concierto, porque aunque éramos conscientes de que eso implicaba cierto riesgo de que nos quemáramos antes del momento de la verdad, llegamos a la conclusión de que era más importante sentirnos seguros con lo que íbamos a tocar.

Ah, qué bien me sentía cuando crucé la plazoleta asfaltada que había delante del centro comercial con el estuche de la guitarra en la mano. El equipo ya estaba montado a un lado del pasaje que desembocaba en la plazoleta. Øyvind estaba montando la batería, Jan Vidar estaba afinando la guitarra con el nuevo afinador que había comprado para la ocasión. Unos niños lo observaban. Enseguida me observarían también a mí. Llevaba el pelo cortado al cero e iba vestido con una chaqueta militar verde, vaqueros negros, cinturón de pinchos y zapatos azules y blancos de béisbol. Y llevaba, como ya he dicho, el estuche de la guitarra en la mano.

Al otro lado del pasaje estaban cantando los hermanos Bøksle. Un pequeño grupo de personas, tal vez diez, se había parado a mirar. Otras muchas pasaban, yendo o viniendo de las tiendas. Hacía viento y algo relacionado con él me hizo pensar en el concierto de Los Beatles sobre el tejado del edificio Apple en 1970.

—¿Todo bien? —le pregunté a Jan Vidar, dejando el estuche de la guitarra en el suelo, luego saqué la cinta de colgar el instrumento y me la puse al hombro.

—Sí, sí —contestó—. ¿Enchufamos ya? ¿Qué hora es, Øyvind?

—Y diez.

—Faltan diez minutos. Esperemos un poco. Cinco minutos. ¿De acuerdo?

Se acercó al amplificador y bebió un trago de Coca-Cola. Se había enrollado un pañuelo alrededor de la frente. Por lo demás llevaba unos pantalones negros y una camisa blanca con los faldones por fuera.

Los hermanos Bøksle cantaban.

Eché un vistazo a la lista del orden de los temas que habíamos pegado en la parte de atrás del amplificador.

Smoke on the Water

Paranoid

Black Magic Woman

So Lonely

—¿Me dejas el afinador? —le pregunté a Jan Vidar. Me lo alcanzó, y enchufé los cables. La guitarra estaba afinada, pero de todos modos ajusté un poco las clavijas. Entraron varios coches en el aparcamiento, para luego circular despacio en busca de una plaza libre. En cuanto las puertas se abrieron, los niños en los asientos de atrás se prepararon para bajarse de un salto, dando tumbos por el asfalto antes de dar la mano a sus padres y venir con ellos hacia nosotros. Todo el mundo nos miraba al pasar, pero nadie se detenía.

Jan Henrik enchufó el bajo al amplificador y tiró con fuerza de la cuerda. El asfalto retumbó.

BUM.

BUM. BUM. BUM.

Los hermanos Bøksle nos miraban mientras cantaban. Jan Henrik se acercó al amplificador y ajustó el volumen. Tocó un par de tonos más.

BUM. BUM

Øyvind dio unos golpes en los tambores. Jan Vidar tocó un acorde en la guitarra. Jodidamente alto. Toda la gente que se encontraba en la plaza miró hacia donde estábamos.

—¡Eh, vosotros! ¡Dejad de hacer eso! —gritó uno de los hermanos Bøksle.

Jan Vidar los miró desafiante, antes de darse la vuelta y dar otro trago de Coca-Cola. Había sonido en al amplificador del bajo, había sonido en el amplificador de la guitarra de Jan Vidar. ¿Y en el mío? Bajé el sonido de la guitarra, toqué un acorde, subí lentamente el volumen hasta que pareció que el amplificador daba un golpe de sonido y lo volví a subir, mientras miraba fijamente a esos dos hombres con guitarras al otro lado del pasaje, que sonrientes y con las piernas bien separadas cantaban sus tiernas canciones sobre gaviotas, barcas y puestas de sol. Cuando ellos me miraron con unos ojos que difícilmente pueden describirse con otra palabra que enloquecidos, volví a bajar el sonido. Teníamos sonido, todo estaba en orden.

—¿Qué hora es? —pregunté a Jan Vidar, cuyos dedos subían y bajaban por el mástil de la guitarra.

—Y veinte —contestó.

—Idiotas de mierda —dije—. Deberían haber acabado ya.

Los hermanos Bøksle representaban todo lo que yo aborrecía, lo respetable, lo acogedor, lo burgués, y lo único que quería era volver a subir el volumen y quitarlos de en medio. Hasta entonces mi rebelión había consistido en defender opiniones diferentes en mi clase del instituto, a veces poniendo la cabeza sobre el pupitre y durmiendo, y un día que tiré una bolsa de papel vacía en la acera y un señor mayor me pidió que la recogiera, le dije que la cogiera él si tanto le molestaba, coño. Cuando me volví, dejando atrás al hombre, el corazón me latía con tanta fuerza que apenas podía respirar. Por lo demás, todo estaba en la música, el mero hecho de escuchar la música que escuchaba, es decir, grupos anticomerciales, underground, sin concesiones, me convertía en un rebelde, en alguien que no aceptaba lo existente pero que luchaba para que cambiara. Y cuanto más subía el volumen, más me acercaba a mi meta. Había comprado un cable más largo de lo normal para la guitarra, gracias al que podía estar en la entrada de mi casa delante del espejo y tocar con el amplificador enchufado arriba en mi cuarto a todo volumen. En esos momentos sucedía algo, el sonido se retorcía volviéndose estridente, y casi cualquier cosa que hiciera entonces sonaba bien, toda la casa estaba llena del sonido de mi guitarra, y surgía una extraña correspondencia entre mis emociones y esos sonidos, como si ellos fueran yo, y así fuera mi verdadero yo. Había escrito un texto sobre eso, en un principio pensado para ser una canción, pero como nunca llegó a acompañarlo ninguna música, lo llamé poema cuando más tarde lo anoté en mi diario.

Pongo del revés el feedback de mi alma,

toco hasta dejar vacío mi corazón,

te miro y pienso:

concordamos en mi soledad,

concordamos en mi soledad,

tú y yo,

tú y yo, cariño.

Yo quería salir a lo abierto, a lo grande. Y lo único que conocía que pudiera estar en contacto con ello era la música. Por eso me encontraba delante del centro comercial de Hånes ese día a principios del otoño de 1984, con mi copia de stratocaster de madera sin tratar comprada cuando hice la confirmación colgada al hombro, y el dedo pulgar en el amplificador, listo para subir el volumen en el mismo instante en que los hermanos Bøksle tocaran su último acorde.

El viento se levantó de repente sobre la plaza, algunas hojas secas pasaron crujiendo, un cartel publicitario de helados daba vueltas sin parar. Me pareció notar una gota en la mejilla y miré el cielo, de color blanco leche.

—¿Ha empezado a llover? —pregunté.

Jan Vidar levantó la palma de la mano hacia el cielo. Se encogió de hombros.

—Yo no noto nada —contestó—. Pero tocaremos pase lo que pase. No dejaremos de tocar ni de coña, aunque llueva a cántaros.

—De acuerdo —dije—. ¿Estás nervioso?

Negó con la cabeza.

Los hermanos habían terminado. La poca gente que se había congregado alrededor de ellos aplaudió, y los hermanos hicieron una leve inclinación de cabeza.

Jan Vidar se dirigió a Øyvind.

—¿Preparado? —preguntó.

Øyvind hizo un gesto afirmativo.

—¿Estás listo, Jan Henrik?

Jan Henrik asintió con la cabeza.

—¿Karl Ove?

Contesté que sí.

—Dos, tres, cuatr’ —contó Jan Vidar, más bien para sus adentros, porque en la primera parte del riff sólo tocaba él.

Al instante, el sonido de su guitarra irrumpió en la plaza. La gente se sobresaltó. Todo el mundo se volvió hacia nosotros. Conté para mis adentros. Coloqué los dedos. Me temblaba la mano.

UN DOS TRES - UN DOS TRES CUATR’ - UN DOS TRES - UN DOS.

Me tocaba a mí.

¡Pero no salía ningún sonido!

Jan Vidar me miró boquiabierto. Esperé a la siguiente vuelta, tomé impulso y me incorporé. Con dos guitarras, el ruido se hizo ensordecedor.

UN DOS TRES - UN DOS TRES CUATR’ - UN DOS TRES - UN DOS.

Y se incorporó el charles.

Chica-chica, chica-chica, chica-chica, chica-chica.

El bombo. El sharp.

Y el bajo.

BAM-BAM-BAM-bambambambambambambambambam-BA.

BAM-BAM-BAM-bambambambambambambambambambam-BA.

Hasta ese instante no había mirado a Jan Vidar. Tenía el rostro desfigurado en una mueca, a la vez que intentaba decirme algo sin sonido.

¡Demasiado deprisa! ¡Demasiado deprisa!

Øyvind bajó el ritmo. Yo intenté hacer lo mismo, pero resultó algo confuso, ya que el bajo y la guitarra de Jan Vidar seguían a la misma velocidad, y cuando recapacité y los seguí, ellos de repente bajaron el ritmo, y entonces yo me encontraba solo a esa velocidad vertiginosa. En medio de la confusión vi que el viento movía el pelo de Jan Vidar y que algunos de los chiquillos que teníamos enfrente se tapaban los oídos con las manos. Al cabo de unos instantes estábamos más o menos sincronizados. Entonces llegó un hombre con pantalones claros, camisa de rayas azules y blancas, y chaqueta amarilla de verano andando a paso rápido por la plazoleta. Era el director del centro comercial. Venía directamente hacia nosotros. A veinte metros de distancia movía ambos brazos, como si estuviera parando un barco. Venga a agitar los brazos sin parar. Continuamos unos segundos más, pero cuando él se detuvo sin dejar de mover los brazos, no había ya duda de que se refería a nosotros, así que dejamos de tocar.

—¿Qué coño estáis haciendo? —gritó.

—Se supone que íbamos a tocar aquí —dijo Jan Vidar.

—¡Pero estáis completamente locos! Esto es un centro comercial. Es sábado. ¡La gente viene aquí a hacer compras y a pasárselo bien! ¡No podéis tocar tan alto, joder!

—¿Bajamos un poco el sonido? —preguntó Jan Vidar—. No nos importa hacerlo.

—No sólo un poco —dijo el hombre.

Se había reunido ya un pequeño grupo de gente en torno a nosotros. Tal vez unas quince o dieciséis personas, incluidos los niños. No estaba mal.

Jan Vidar se volvió y bajó el volumen del amplificador. Tocó otro acorde y miró al director del centro comercial.

—¿Va bien? —dijo.

—¡Más! —dijo el director.

Jan Vidar lo bajó un poco más; sonó un acorde.

—¿Está bien así? —preguntó—. No somos una orquesta de baile.

—Vale —dijo el director—. Intentadlo así. O mejor, bajadlo un poco más.

Jan Vidar se volvió de nuevo. Cuando estaba a punto de hacer girar el botón, vi que se limitó a fingir que lo hacía.

—Ya —dijo.

También Jan Henrik y yo bajamos el volumen.

—Vamos a seguir entonces —dijo Jan Vidar.

Y empezamos otra vez. Conté para mis adentros.

UN DOS TRES - UN DOS TRES CUATR’ - UN DOS TRES - UN DOS.

El hombre echó a andar hacia la entrada principal del centro comercial. Yo lo miraba mientras tocábamos. Cuando llegamos al punto en que nos había interrumpido, se detuvo y se volvió. Nos miró. Se volvió de nuevo, dio unos pasos hacia dentro y se volvió otra vez. De repente vino hacia nosotros, moviendo otra vez los brazos. Jan Vidar no lo vio, había cerrado los ojos. Jan Henrik, en cambio, sí lo vio y me miró con expresión interrogante.

—Corta, corta, corta —dijo el hombre, deteniéndose otra vez delante de nosotros—. Esto no puede ser —dijo—. Lo siento. Tendréis que dejarlo.

—¿Cómo? —preguntó Jan Vidar—. ¿Por qué? Nos dijo usted veinticinco minutos.

—No funciona —contestó, bajando la cabeza y agitando una mano—. Lo siento, chicos.

—¿Por qué no? —insistió Jan Vidar.

—No hay quien os escuche —dijo—. ¡Ni siquiera cantáis! Recoged vuestras cosas. Os daré el dinero. Lo tengo aquí.

Sacó un sobre del bolsillo interior y se lo enseñó a Jan Vidar.

—Aquí tenéis —dijo—. Gracias por haber venido. Pero no era lo que me había imaginado. Y tan amigos, ¿vale?

Jan Vidar cogió el sobre. Dio la espalda al hombre, desenchufó el amplificador, apagó, levantó la guitarra y se la puso al cuello, se acercó al estuche de la guitarra, lo abrió y la metió. La gente que estaba alrededor sonreía.

—Venga —dijo—. Vámonos a casa.

Después de aquello la situación del grupo se volvió un poco confusa, ensayamos un par de veces, pero sin mucho entusiasmo, luego Øyvind comunicó que no podía asistir al siguiente ensayo, el batería ya no vino al otro, y al siguiente yo tenía un partido de entrenamiento… Al mismo tiempo Jan Vidar y yo nos veíamos con menos frecuencia, pues íbamos a institutos diferentes, y unas semanas más tarde murmuró algo sobre que había conocido a unos de su clase y que ya jammeaba con ellos, de manera que cuando me sentaba a tocar era más bien para pasar el rato.

Ground control to Major Tom, canté, tocando esos dos acordes en bemol que tanto me gustaban, y pensé en esas dos bolsas con cervezas en el bosque.

Cuando Yngve vino a pasar las navidades, se trajo un libro de canciones de Bowie. Las copié enteras en un cuaderno, con los acordes, las letras y las notas, que entonces saqué. Y puse Hunky Dory en el tocadiscos, la canción número cuatro, Life on Mars? Empecé a tocar con el disco por lo bajo, para poder escuchar la canción y los demás instrumentos. Me estremecí. Era una melodía fantástica, y cuando seguí el orden de acordes en la guitarra, fue como si se abriera hacia mí, como si me encontrara dentro de ella y no fuera de ella, que era lo que pasaba cuando simplemente la escuchaba. Para abrir una melodía y entrar dentro de ella por mi cuenta tenía que emplear varios días, porque por mí mismo era incapaz de oír de qué acordes se trataba, tenía que aprender probando, y aunque encontrara algo que se pareciera, nunca estaba seguro de que se tratara de los mismos acordes. Bajar la aguja, escuchar con atención, levantar la aguja, tocar un acorde. Hmm… Bajar la aguja, escuchar una vez más, tocar el mismo acorde, ¿era realmente ése? ¿O acaso ése? Por no decir todas esas otras cosas que ocurrían en un cuadro de guitarra en el transcurso de una melodía. Resultaba imposible. Yngve, en cambio, sólo necesitaba escuchar una vez antes de hacer un par de intentos y sacarlo bien. Yo lo había visto también en otros, era como si tuvieran la música dentro, y que la música no estuviera separada del pensamiento, o no tuviera nada que ver con el pensamiento, sino que viviera su propia vida. Cuando ellos tocaban, tocaban, no sólo repetían mecánicamente algún esquema que habían aprendido. La libertad que había en eso, que en realidad era de lo que trataba la música en sí, era algo que yo era incapaz de conseguir. Lo mismo pasaba con el dibujo. No es que saber dibujar te proporcionara algún prestigio, pero me gustaba de todos modos, y dibujaba bastante cuando me encontraba a solas en mi habitación. Cuando tenía un determinado modelo, por ejemplo un cómic, conseguía alguna vez algo que no estaba mal, pero cuando no copiaba y me limitaba a dibujar a mano alzada, nunca me salía nada. También había visto a gente que tenía un don para eso, quizá sobre todo una chica de mi clase llamada Tone, que sin ningún esfuerzo podía dibujar cualquier cosa, el árbol del patio delante de la ventana, el coche aparcado al lado, el profesor delante de la pizarra. Cuando tuve que escoger asignaturas de libre elección, me apetecía apuntarme a diseño, pero como tenía la certeza de que los demás alumnos sabrían dibujar, que les saldría de dentro, no lo elegí. Opté por cine. Todo eso me preocupaba a veces, porque tenía tantas ganas de ser alguien…, me hubiera gustado tanto ser especial…

Me levanté, dejé la guitarra en su sitio, apagué el amplificador y bajé al piso de abajo, donde mi madre estaba planchando unas prendas. Los círculos de luz alrededor de la lámpara de encima de la puerta y de la pared del granero estaban casi tapados por la nieve.

—¡Vaya tiempo! —dije.

—Sí, es verdad —contestó ella.

Al entrar en la cocina me acordé de que poco antes había pasado una máquina quitanieves. Sería mejor que quitara los montones que había dejado en los bordes, antes de que llegaran los invitados.

Me volví hacia mi madre.

—Creo que voy a salir a quitar la nieve antes de que vengan —dije.

—Estupendo —dijo ella—. ¿Quieres encender las antorchas ya que estás fuera? Están en el garaje, en una bolsa.

—Vale. ¿Tienes un encendedor?

—En mi bolso.

Me puse el chaquetón y salí, abrí la puerta del garaje y cogí la pala, me até la bufanda tapándome la cara y bajé hasta el cruce. Aunque daba la espalda a esa nieve que venía volando por el campo, me escocía en los ojos y en las mejillas cuando empecé a quitar con la pala el montón reciente y otros más viejos. Al cabo de unos minutos oí un pequeño estallido, a lo lejos y muy bajo, como si viniera de dentro de una habitación, y levanté la cabeza justo a tiempo de ver el destello de luz de una pequeña explosión arriba en la profunda oscuridad golpeada por el viento. Debían de ser Tom, Per y su padre, probando los cohetes que habían comprado. A ellos todo eso los llenaba de vida, a mí me vaciaba, porque lo único que había hecho aquel pequeño destello era reforzar ese vacío de sucesos a continuación. Ni un coche, ni una persona, sólo el bosque oscuro, la nieve volando con el viento, la cinta inmóvil de luz a lo largo de la carretera. La oscuridad abajo en el valle. El rozamiento de la hoja de metal ligero de la pala contra los durísimos y compactos témpanos de nieve comprimida, mi propia respiración, como reforzada por la bufanda tensamente atada sobre el gorro y las orejas.

Al terminar, subí de nuevo al garaje, dejé la pala, cogí las cuatro antorchas de la bolsa, las encendí una por una en la oscuridad, no sin alegría, porque las llamas eran suaves y lo azul dentro de ellas subía y bajaba según donde las llevaba el viento. Pensé unos instantes en cuál sería el mejor sitio para colocarlas, llegué a la conclusión de que dos tendrían que estar una a cada lado de la entrada y otras dos sobre el muro delante del granero.

Apenas las había colocado, las dos de encima del muro con una pequeña pared protectora de nieve detrás, y cerrado la puerta del garaje, cuando oí un coche en la curva que subía hacia la casa. Volví a abrir la puerta del garaje y entré rápidamente, era importante tenerlo todo listo para cuando llegaran, que no hubiera huellas visibles de cosas hechas en el último momento. Tan fuerte creció en mí esa obsesión, que a toda prisa cogí una toalla del baño y me sequé las botas para que no se viera que había nieve reciente en ellas, y me quité el chaquetón, el gorro, la bufanda y las manoplas arriba en mi habitación. Cuando bajé de nuevo, el coche iba al ralentí. Fuera, en el patio, las luces traseras rojas brillaban y mi abuelo estaba sujetando la puerta del coche para que saliera mi abuela.

Cuando estaba solo en casa, cada habitación tenía su propio carácter, y aunque no me fueran hostiles, tampoco se abrían. Era más bien como si no quisieran subordinarse a mí, sino estar allí por derecho propio, con sus propias paredes, suelos, techos, listones, ventanas, como boquiabiertas. Lo que yo percibía de las habitaciones era lo muerto, lo que se me resistía, y no como la muerte en el sentido de vida que se interrumpe, sino como ausencia, de la misma manera que la vida está ausente de una piedra, un vaso de agua, un libro. La presencia de nuestro gato Mefisto no era lo bastante fuerte como para reprimir este aspecto de las habitaciones, yo sólo veía el gato en la habitación vacía, pero si entraba algún ser humano, aunque sólo fuera un bebé, eso desaparecía. Mi padre llenaba las habitaciones de desasosiego, mi madre las llenaba de dulzura, paciencia, melancolía, y, a veces, cuando volvía muy cansada de trabajar, también de una suave y sin embargo notable subcorriente de irritabilidad. Per, que jamás pasaba de la entrada, la llenaba de alegría, ilusión y sumisión. Jan Vidar, que hasta ahora era el único de fuera de la familia que había entrado en mi habitación, la llenaba de terquedad, ambición y camaradería. Lo interesante surgía cuando había varias personas juntas, porque no cabía más que una, máximo dos huellas de voluntades en una habitación, y no siempre la más fuerte era la que más se notaba. La sumisión de Per, por ejemplo, la cortesía que mostraba hacia las personas adultas, resultaba a veces más fuerte que ese carácter lobuno de mi padre, que al entrar por la puerta apenas saludaba con la cabeza a Per al pasar por delante de él. Pero casi nunca había allí más gente aparte de nosotros, excepto cuando venían a vernos mis abuelos paternos y el hermano de mi padre, Gunnar, y su familia. Venían unas tres o cuatro veces cada seis meses, y a mí siempre me hacía ilusión. En parte porque la persona que mi abuela había sido para mí en la infancia no había sido reajustada conforme a la persona que yo era ahora, y ese resplandor que ella emanaba entonces, no tanto relacionado con los regalos que siempre me traía, como con su amor auténtico por los niños, seguía brillando en la imagen que yo tenía de ella, y en parte porque mi padre siempre manejaba esas situaciones, se mostraba más amable conmigo, era como si me tuviera en cuenta y me convirtiera en alguien con quien contaba, pero eso no era lo más importante, porque la amabilidad que entonces mostraba para con su hijo no era más que parte de la mayor generosidad que él mostraba en esas situaciones: se volvía encantador, divertido, se mostraba interesante y erudito, algo que en cierto modo justificaba que yo tuviera tantos sentimientos hacia él y que empleara tanto tiempo en ellos.

Cuando llegaron a la entrada, mi madre les abrió la puerta.

—¡Hola y bienvenidos! —dijo.

—Hola, Sissel —dijo el abuelo.

—¡Qué tiempo tan horrible! —dijo la abuela—. ¿No os parece? Pero las antorchas son preciosas.

—Os cojo los abrigos —dijo mi madre.

La abuela llevaba un gorro redondo de piel, que se quitó y golpeó un par de veces contra la mano para quitar la nieve, y un abrigo oscuro de piel, que alcanzó a mi madre junto con el gorro.

—Menos mal que has venido a buscarnos —dijo, dirigiéndose a mi padre—. Tú no hubieras podido conducir con este tiempo —añadió, mirando al abuelo.

—No lo sé —dijo el abuelo—, pero la verdad es que la carretera hasta aquí es larga y llena de curvas.

La abuela entró en el recibidor, se alisó ligeramente el vestido y se atusó el pelo.

—¡Pero si estás aquí! —exclamó, dirigiéndome una rápida sonrisa.

—Hola —saludé.

Detrás de ella llegó el abuelo, con su abrigo gris en las manos. Mi madre pasó por delante de la abuela y lo cogió para colgarlo en la percha que había junto al espejo debajo de la escalera. Mi padre estaba fuera, quitándose la nieve golpeando las botas contra el borde de la escalera.

—Hola, chico —dijo el abuelo—. Me ha dicho tu padre que vas a una fiesta de Año Nuevo, ¿no?

—Así es.

—Qué mayores os habéis hecho —dijo la abuela—. Imagínate, una fiesta de Año Nuevo.

—Pues sí, al parecer nosotros ya no somos interesantes —dijo mi padre desde la entrada. Se alisó el pelo y agitó un par de veces la cabeza.

—¿Nos sentamos en el salón? —sugirió mi madre.

Los seguí dentro, me senté en el sillón de mimbre que había junto a la puerta que daba al jardín, y ellos se sentaron en el sofá. Los pesados pasos de mi padre sonaron primero en la escalera, luego en el techo al fondo del salón, encima estaba su habitación.

—Mientras tanto voy a hacer café —dijo mi madre, levantándose. El silencio que se posó sobre la estancia al salir ella se convirtió en mi responsabilidad.

—¿Así que Erling está en Trondheim? —pregunté.

—Al parecer, sí —contestó la abuela—. Por lo visto esta noche la iban a pasar tranquilamente en casa.

Llevaba un vestido azul como de seda, con un dibujo negro sobre el pecho. Perlas blancas en las orejas, un collar de oro al cuello. Tenía el pelo oscuro, lo llevaría teñido, pero no podía asegurarlo, ¿por qué, en ese caso, no se habría teñido también el rizo gris sobre la frente? No estaba gorda, tampoco era corpulenta, y sin embargo resultaba, de un modo u otro, grande. Lo cual chocaba con sus movimientos, siempre tan rápidos. Pero lo que más llamaba la atención en la abuela, lo más sobresaliente de ella, eran los ojos. Eran muy luminosos y de color azul claro, y ya fuera porque el color era tan poco corriente en sí, o porque contrastaba tanto con lo demás en ella, que era oscuro, parecían casi artificiales, como de piedra. Los ojos de mi padre eran exactamente iguales, y daban la misma impresión. La cualidad más sobresaliente de mi abuela, aparte de su amor por los niños, eran sus dotes para la jardinería. Cuando íbamos a verla en primavera y verano, la encontrábamos casi siempre en el jardín, y cuando pensaba en ella, me venían a la mente imágenes de ella con guantes y el pelo despeinado cruzando el césped con los brazos llenos de ramas secas para quemar, o arrodillada delante de un pequeño hoyo que acababa de cavar y sacando cuidadosamente las raíces de la bolsa, para meter el pequeño árbol en la tierra, o comprobando si funcionaba la manguera de debajo de la terraza mirando por encima del hombro, para quedarse al instante con los brazos en jarra, disfrutando de la visión del agua lanzada al aire, brillando a la luz del sol. O sentada sobre las rodillas en la pequeña cuesta de detrás de la casa, quitando las malas hierbas de los macizos colocados en todos los hoyos y depresiones de la roca, de la misma manera que el agua se posa en charcos en las rocas de la costa, como separada de su ambiente original. Recuerdo que esas plantas me daban pena, pues estaban solitarias y expuestas en los salientes; cómo tendrían que añorar esa vida que veían desenvolverse debajo de ellas, donde todas las plantas se fundían, formando constantemente nuevas combinaciones, según la hora del día y la época del año, como esos viejos perales y ciruelos que en su día ella había sacado de la casa de campo de sus abuelos. El juego de sombras sobre la hierba cuando el viento soplaba a través de las hojas uno de esos indolentes días de verano en que el sol bajaba tras el horizonte, el mar se encontraba con el cielo y se oían los lejanos ruidos de la ciudad subir y bajar como olas en el aire, mezclados con el zumbido de avispas y abejas faenando entre los rosales junto a la pared, donde los pálidos pétalos brillaban tranquilos entre todo el verdor. Para entonces el jardín ya tenía carácter de algo antiguo, una dignidad y una plenitud que sólo el tiempo puede aportar, y que seguramente fuera la razón por la que ella había colocado el invernadero en la parte más baja, medio oculto tras un peñasco donde podía ampliar su campo de acción y cultivar árboles y plantas raras sin que el resto del jardín fuera afeado por ese aspecto industrial y provisional de la construcción. En otoño e invierno la vislumbrábamos como un contorno difuso detrás de las limpias paredes del invernadero. No sin cierto orgullo, como de paso, decía que los tomates y pepinos que había en la mesa no provenían de la frutería, sino del invernadero del jardín.

El abuelo no tenía nada que ver con el jardín, y cuando la abuela y mi padre, o la abuela y Gunnar o la abuela y el hermano del abuelo, Alf, discutían sobre plantas, flores y árboles, porque el interés por todo lo que crecía era muy grande en nuestra familia, él prefería coger un periódico y ponerse a hojearlo, o sacar la quiniela y consultar los pronósticos. Siempre me pareció muy extraño que un hombre que trabajaba con números, jugara también con números en su tiempo libre, y no trabajara en el jardín, por ejemplo, o se dedicara a la carpintería u otras cosas que implicaran usar el cuerpo. Pero no, eran números en el trabajo y pronósticos en el tiempo libre. Yo sólo sabía de otra cosa que también le gustara, y era la política. Si surgía ese tema, él se animaba siempre, sus opiniones eran fuertes, pero aún más fuertes eran sus ganas de discutir, de modo que si alguien le contradecía, él lo apreciaba. Al menos sus ojos no expresaban nada más que amabilidad las pocas veces que mi madre exponía sus puntos de vista izquierdistas, aunque el tono de voz del abuelo se volvía más alto y más cortante. En esos casos la abuela le pedía siempre que hablara de otra cosa o que se tranquilizara. A menudo se mostraba irónica con él, incluso desdeñosa, pero él se defendía, y si nosotros estábamos presentes, ella siempre nos guiñaba un ojo para que supiéramos que no iba en serio. La abuela se reía con facilidad y le encantaba hablar de todas las cosas curiosas que le habían pasado o que le habían contado. Se acordaba de todas las gracias que Yngve había dicho o hecho de pequeño, los dos estaban especialmente unidos, él había vivido en casa de los abuelos medio año de pequeño, y también había pasado mucho tiempo con ellos después. Además, nos contaba las cosas raras que le habían pasado a Erling en el colegio de Trondheim, pero mucho más variopinta era su colección de historias de la década de 1930, en que trabajó de chófer para una anciana rica, seguramente senil.

Ya andaban por los setenta y algo, la abuela tenía algunos años más que el abuelo, pero los dos gozaban de buena salud, y aún viajaban al extranjero en el invierno, como habían hecho siempre.

Hacía un rato que reinaba el silencio. Me esforcé por encontrar algo que decir. Me puse a mirar por la ventana con el fin de hacer el silencio menos apremiante.

—¿Qué tal en el instituto? —preguntó por fin el abuelo—. ¿Os cuenta algo sensato Stray?

Stray era nuestro profesor de francés. Era un hombre bajo, compacto, calvo y enérgico, de unos setenta años, y era el dueño de la casa que estaba justo al lado de la que albergaba el despacho del abuelo. Por lo que tenía entendido riñeron por algún asunto, tal vez por un tema de demarcación, pero nunca supe si hubo pleito de por medio o no, ni tampoco si se trataba de algo ya concluido, pero lo cierto era que no se saludaban y llevaban muchos años sin hacerlo.

—Bueno —dije—. Se limita a llamarme «el chaval del rincón».

—Me lo imagino, ya lo creo —dijo el abuelo—. ¿Y el viejo Nygaard?

Me encogí de hombros.

—Creo que está bien. Se ocupa de sus cosas. Es de la vieja escuela, como sabes. Por cierto, ¿de qué lo conoces?

—Por Alf, ¿sabes? —contestó el abuelo.

—Ah, claro.

Se levantó y se acercó a la ventana, donde se quedó con las manos cruzadas a la espalda mirando hacia fuera. Excepto por la escasa luz que se filtraba por las ventanas, esa parte de la casa estaba completamente a oscuras.

—¿Ves algo, papá? —preguntó la abuela, guiñándome un ojo.

—Estáis muy bien aquí —dijo el abuelo.

En ese momento mi madre entró en el salón con cuatro tazas en las manos. El abuelo se volvió hacia ella.

—¡Le estaba diciendo a Karl Ove que estáis muy bien aquí!

Mi madre se detuvo, como incapaz de decir algo sin pararse.

—Pues sí, estamos muy contentos con este sitio —dijo. Se quedó parada con las tazas en las manos mirando al abuelo con un esbozo de sonrisa en los labios. Había en ella algo casi encendido en ese momento. No es que se pusiera roja o se mostrara tímida, no, no era eso. Era más bien que no se ocultaba detrás de nada. Nunca lo hacía. Cuando hablaba, siempre era para decir lo que opinaba, nunca sólo por decir algo.

—Esta casa es muy vieja —dijo—. Los años se han pegado a las paredes. Eso puede ser bueno o malo, pero en todo caso resulta agradable.

El abuelo asintió con la cabeza, estaba de acuerdo, seguía mirando a la oscuridad. Mi madre se acercó a la mesa y colocó las tazas.

—¿Y dónde está el anfitrión? —preguntó la abuela.

—Aquí estoy —contestó mi padre.

Nos volvimos todos hacia él. Estaba delante de la mesa puesta en el comedor, con la cabeza agachada bajo las vigas del techo, y una botella de vino en la mano, que aparentemente estaba estudiando.

¿Cómo había llegado hasta allí?

Yo no había oído ni un ruido procedente de él. Y si había algo en lo que me fijaba, era en sus idas y venidas.

—¿Vas a por más leña antes de irte, Karl Ove? —me preguntó.

—Sí —contesté. Me levanté y fui a la entrada, metí los pies en las botas y abrí la puerta. El viento me golpeó. Pero al menos había dejado de nevar. Crucé el patio y entré en la leñera, que estaba debajo del granero. La luz de la bombilla desnuda del techo iluminaba con dureza las toscas paredes de cemento. El suelo estaba casi del todo cubierto de corteza y astillas y había un hacha clavada en el tocón. En un rincón estaba la motosierra que mi padre había comprado cuando nos mudamos a esa casa. En la finca había un árbol que quería talar. Ya listo para hacerlo, no consiguió poner en marcha el aparato. Lo escrutó durante un largo rato, lo maldijo y se fue a llamar por teléfono a la tienda donde lo había comprado para quejarse. «¿Qué ha pasado?», le pregunté cuando volvió. «Nada», contestó, «sólo que se habían olvidado de decirme una cosa.» Comprendí que tenía que tratarse de algún dispositivo de seguridad para evitar que los niños lo pusieran en marcha. Por fin consiguió que arrancara, taló el árbol y estuvo toda la tarde haciendo leña. Era evidente que le gustaba el trabajo. Pero en cuanto lo hubo hecho, ya no quería la motosierra para nada más, y desde entonces estaba en ese rincón.

Cogí todos los leños que pude, abrí la puerta con el pie y crucé el patio dando tumbos pensando en lo impresionados que se quedarían cuando me vieran, me quité las botas y entré en el salón casi desmayado por el peso.

—¡Vaya con el chico! —exclamó la abuela al verme entrar—. ¡Anda que no trae poca leña!

Me detuve junto a la cesta de la leña.

—Deja que te ayude —dijo mi padre, acercándose a mí y cogiéndome de los brazos los leños más pesados para meterlos en la cesta. Tenía la boca tensa y la mirada fría. Me arrodillé y dejé caer dentro el resto de la brazada.

—Ahora tendremos leña hasta el verano —dijo.

Me enderecé, me quité unas astillas de la camisa y me senté en el sillón mientras mi padre se arrodillaba, abría la ventanilla de la chimenea y metía un par de leños. Llevaba un traje oscuro, una corbata color burdeos, unos zapatos negros y una camisa blanca, sobre la que destacaban los ojos azules, que eran como hielo, la barba negra y la piel ligeramente bronceada. Durante los meses de primavera y verano siempre estaba al sol cuando podía y en agosto solía tener la piel ya muy oscura, pero me di cuenta de que ese invierno debía de haber ido a un solárium, o tal vez hubiera tomado tanto sol que el color aún se mantenía.

Alrededor de los ojos, la piel estaba a punto de reventar, como revienta el cuero seco, en finas y tupidas arrugas.

Miró el reloj.

—Va siendo hora de que llegue Gunnar si queremos cenar antes de medianoche —dijo.

—Es por el tiempo —señaló la abuela—. Tendrá que conducir con mucho cuidado esta noche.

Mi padre se volvió hacia mí.

—¿No tienes que irte ya?

—Sí —contesté—. Pero me gustaría saludar a Gunnar y a Tove primero.

Mi padre hizo caso omiso.

—Ve a divertirte. No hace falta que te quedes aquí sentado con nosotros.

Me levanté.

—Tu camisa está colgada del armario ahí fuera —dijo mi madre.

Me la subí a mi cuarto y me cambié. Pantalones negros de algodón anchos por los muslos, estrechos por las piernas y con bolsillos laterales, camisa blanca y americana negra. Enrollé el cinturón de pinchos que pensaba ponerme y lo metí en la bolsa, porque aunque no me habían prohibido expresamente ponérmelo, harían algún comentario. No me apetecía pasar por eso. También metí los Doc Martens negros, otra camisa, dos paquetes de Pall Mall light, los chicles y los caramelos. Cuando ya estaba listo, me coloqué delante de la ventana. Eran las siete y cinco. Debería haberme puesto ya en camino, pero tenía que esperar hasta el último momento a Gunnar, porque si no había llegado aún, corría el riesgo de encontrármelo por el camino y, con dos bolsas llenas de cerveza en las manos, no sería muy oportuno.

Aparte del viento y los árboles en la linde del bosque, apenas visibles al margen de las luces procedentes de la casa, no había nada que se moviera fuera.

Si no llegaban antes de cinco minutos, tendría que irme.

Me puse el chaquetón y volví junto a la ventana, esforzándome por oír el murmullo de un coche, mientras miraba fijamente el lugar por donde tendría que aparecer la luz de los faros. Por fin me alejé de la ventana, apagué la luz de mi habitación y bajé por la escalera.

Mi padre estaba en la cocina llenando de agua una cacerola grande. Me vio bajar.

—¿Ya te vas? —preguntó.

Asentí con la cabeza.

—Pásatelo bien esta noche —dijo.

Al principio de la cuesta, donde la nieve y el viento habían tapado ya las huellas de la mañana, me quedé unos instantes escuchando. Cuando estaba seguro de que no había ningún coche cerca, subí la ladera y me metí por entre los árboles. Las bolsas estaban donde las había dejado, cubiertas por una fina capa de nieve, que se deslizó por el plástico liso cuando las levanté. Con una bolsa en cada mano bajé de nuevo la cuesta, me detuve detrás de un árbol a escuchar, y como aún no se oía nada, logré franquear los montones de nieve de la cuneta y bajé correteando hacia la curva. No vivía mucha gente en nuestra zona y el tráfico iba por la carretera del otro lado del río, de manera que si llegaba un coche, sería con toda probabilidad el de Gunnar. Subí la cuesta y tomé la curva en la que vivían William y su familia. Su casa se encontraba algo retirada de la carretera, junto al bosque que se levantaba detrás, en una empinada pendiente. Se veía la luz azul del televisor en el salón. La casa era de los años setenta, la parcela estaba sin arreglar, llena de piedras, peñascos, un columpio roto, un montón de leña debajo de una lona, un coche roto y varias llantas. No entendía por qué la tenían así. ¿No les importaba tenerla arreglada? ¿O eran incapaces? ¿No significaba nada para ellos? ¿O pensaban realmente que la tenían muy bien? El padre era bueno y afable, la madre estaba todo el rato enfadada y los tres hijos llevaban siempre ropa demasiado grande o demasiado pequeña.

Una mañana, cuando iba camino del instituto, había visto al padre y a la hija subir trepando el montón de piedras al otro lado de la carretera. Los dos sangraban por la frente, la chica llevaba un pañuelo blanco empapado de sangre atado a la cabeza. Había algo animal en ellos, recuerdo que pensé, porque no decían nada, no gritaban, sólo subían tranquilamente por los montones de piedras. Abajo, en el fondo, estaba su camión. Junto a los árboles fluía el río, resplandeciente y oscuro. Les pregunté si podía ayudarlos en algo, el padre dijo que no hacía falta, todo va bien, gritó desde la cuesta, y todo aquello era tan inesperado que me resultaba imposible marcharme, aunque también me parecía que hacía algo inmoral quedándome, así que continué hacia la parada del autobús. Cuando me volví la única vez que me permití hacerlo, cruzaban cojeando la carretera, él, como siempre, con un mono puesto, y el brazo alrededor del frágil cuerpo de once años de su hija.

Solíamos burlarnos tanto de ella como de William, era fácil sacarlos de sus casillas y también hacerlos callar, pues las palabras y los conceptos no eran su fuerte, pero no entendí que sí les importaba hasta que, en compañía de Per un día normal y aburrido de verano, llamé a su puerta para ver si William quería jugar al fútbol. La madre salió al porche y nos puso verdes, sobre todo a mí, por creerme mejor que todos los demás, y en particular que sus hijos. Yo le contesté, resultó que a ella tampoco se le daban demasiado bien las palabras, pero su ira no se dejó aplacar, así que lo único que gané fue la admirada risa de Per por mi ingenio, olvidado unas horas más tarde. Pero la gente de la curva no olvidaba. El padre era demasiado bueno para tomar cartas en el asunto, pero la madre…, sus ojos echaban chispas cada vez que me veía. Para mí sólo eran algo a costa de lo que me podía crecer. Si William aparecía en el instituto con pantalones pesqueros, yo le hacía saber que eran horribles; si empleaba mal alguna palabra, no había razón alguna para que no se enterara, ¿no? ¿Acaso no era verdad? Y parar o vencer la risa que eso nos provocaba era cosa suya. No es que yo careciera de debilidades, estaban a la vista de todo el mundo para que cualquiera se aprovechara de ellas, y el que nadie lo hiciera por falta de imaginación para descubrirlas no era culpa mía, ¿no? Las condiciones eran las mismas para todo el mundo. En el instituto, William frecuentaba la pandilla que fumaba en el cobertizo para guarecerse de la lluvia, iba en moto desde los trece años, empezaba a hacer novillos a los catorce, se peleaba y bebía, y también ellos se reían de William, pero de una manera que él toleraba, porque entre ellos siempre había algo con lo que él podía medirse, siempre había maneras de devolver los golpes. Con nosotros, es decir, con los que vivíamos arriba, era diferente, allí lo que había era sarcasmos, ironía, el comentario mortal, algo que le volvía loco, ya que todo eso estaba fuera de su alcance. Pero él nos necesitaba más a nosotros que nosotros a él, y siempre volvía. Para mí aquello era una cuestión de libertad. Cuando nos mudamos a ese lugar, nadie me conocía, y como en el fondo seguía siendo el mismo de antes, eso me proporcionaba posibilidades de hacer cosas que nunca había hecho. Por ejemplo, había una tienda de las antiguas junto a la parada del autobús, donde te despachaban sobre un mostrador. Las dueñas eran dos hermanas que tendrían unos setenta años. Eran amables, y extremadamente lentas. Si les pedías algo que se encontraba muy arriba en los estantes, estaban de espaldas durante uno o dos minutos, y entonces podías meterte todas las chucherías y chocolatinas que quisieras en la chaqueta. Por no hablar de cuando les pedías algo que tenían en el sótano. En Tromoya, donde vivíamos antes, nunca se me habría ocurrido hacer algo así, pero allí no vacilé un instante, allí no sólo robaba chocolatinas y chucherías a señoras mayores, sino que también animaba a los demás chicos a hacer lo mismo. Tenían un año menos que yo, apenas habían salido de su pueblo, y en comparación con ellos, me sentía un cosmopolita. Todos habían ido a robar fresones, pero yo introduje algo más refinado: llevarse al campo de fresones plato, cuchara, leche y azúcar.

En la nave de la fábrica nosotros mismos teníamos que rellenar unas hojas en las que figuraban las horas que habíamos trabajado, para recibir la paga según el tiempo que consignábamos, y a ellos nunca se les había ocurrido que se podía aprovechar el sistema y hacer trampas. Empezamos a hacerlo. El cambio más importante de mi conducta estaba, no obstante, relacionado con lo verbal, pues descubrí las posibilidades del lenguaje para machacar a los demás. Insultaba y molestaba, manipulaba e ironizaba, y nunca, ni una sola vez, se les ocurrió pensar que el pilar sobre el que basaba ese poder era tan inseguro que un solo golpe bien dado podría haberlo derrumbado. ¡Pero si tenía un defecto de dicción! ¡No sabía pronunciar la «r»! Después de que les hubiera molestado y ridiculizado, les habría bastado con imitarme al hablar y habría quedado hecho trizas. Pero nunca lo hicieron.

Mejor dicho, el hermano de Per, que tenía tres años menos que yo, lo hizo una vez. Per y yo estábamos hablando en el establo que su padre acababa de construir junto al garaje, para el caballo que había comprado a su hija, la hermana pequeña de Per y Tom, que se llamaba Marit. Habíamos estado dando vueltas toda la tarde, y habíamos acabado en ese establo cálido y abrigado que olía a caballo y heno, cuando Tom, al que no le gustaba, seguramente porque le robaba a ese hermano que antes siempre había estado ahí para él, se puso de repente a imitarme.

—¿Fod Siega? —dijo imitándome—. ¿Qué es Fod Siega?

—Tom —dijo Per, en tono de reproche.

—Fod Siega es un coche —dije—. ¿Nunca has oído hablar de él?

—Nunca he oído hablar de un coche que se llame Fod —dijo—. Y aún menos Siega.

—¡Tom! —dijo Per.

—¡Ah, te refieres a Ford! —continuó Tom.

—Claro que sí —contesté.

—¿Por qué no lo has dicho entonces? ¡Forrrrrd Sierrrrrra!

—Lárgate, Tom —le ordenó Per. Y como Tom no daba señales de moverse, le dio un fuerte puñetazo en el hombro.

—¡Ay! —dijo Tom—. ¡Déjalo ya!

—¡Fuera, mocoso de mierda! —exclamó Per, dándole otro golpe.

Tom desapareció y nosotros seguimos charlando como si nada hubiera pasado.

Era curioso que ésa fuera la única vez que alguno de los chicos intentara señalar mis debilidades, teniendo en cuenta cómo los trataba yo a ellos. Pero no lo hacían. Allí yo era el rey, el rey de los chicos. Pero mi poder era limitado. Se acababa cuando aparecía alguien de mi edad, o alguien que vivía más abajo en el valle. Por eso escrutaba minuciosamente a la gente que me rodeaba, lo que sigo haciendo ahora.

Dejé un momento las bolsas en la carretera, me abrí la chaqueta, saqué la bufanda y me la até alrededor de la cara, volví a coger las bolsas y seguí andando. El viento silbaba y arrancaba la nieve, lanzándola en torbellinos al aire. La casa de Jan Vidar estaba a cuatro kilómetros, y debía darme prisa. Me puse a corretear, con las bolsas colgándome de los brazos como dos pesas. Por la carretera, al otro lado de la curva, aparecieron los faros de un coche. Las luces pasaron un instante por el bosque, como si los árboles se fueran iluminando uno por uno. Me detuve, puse una pierna en el borde de la cuneta y coloqué con cuidado las botellas dentro. Seguí andando. Volví la cabeza cuando el coche me pasó. Un hombre mayor, al que no conocía de nada, iba en el asiento del conductor. Desanduve los veinte metros y cogí las bolsas de la cuneta, seguí andando, doblé la curva, pasé por delante de la casa del viejo que vivía solo, y salí a la llanura, desde donde podía ver las luces de la fábrica brumosas en la oscuridad nevada, luego pasé por delante de la pequeña granja en ruinas, que esa noche estaba a oscuras, y había llegado casi a la última casa antes del cruce con la carretera principal, cuando apareció otro coche. Hice lo mismo que la vez anterior, dejé las bolsas en la cuneta y seguí andando sin nada en las manos. Tampoco esa vez era Gunnar. Cuando el coche hubo pasado, volví corriendo, cogí las botellas y me apresuré aún más, eran ya las siete y media. Bajé la pendiente a toda prisa y casi había alcanzado la carretera principal cuando aparecieron tres coches. Volví a dejar las bolsas. Por favor, que sea Gunnar esta vez, pensé, porque en cuanto haya pasado, ya no tendré que esconder las botellas a cada momento. Dos de los coches continuaron por el puente, el tercero torció y pasó por delante de mí, pero tampoco era Gunnar. Volví a por las bolsas y cogí la carretera principal, la seguí hasta pasada la parada del autobús, la vieja tienda, el taller de coches, las viejas viviendas, todo bañado en luz, azotado por el viento, sin un alma. Ya casi en lo alto de la suave y larga pendiente vi llegar las luces de otro coche. Allí no había cuneta, de modo que no me quedó más remedio que poner las bolsas en los montones de nieve dejados por las máquinas, y como quedaban muy visibles, tuve que apresurarme para alejarme unos metros de ellas.

Miré dentro del coche cuando me pasó. Esta vez sí que era Gunnar. Giró la cabeza justo en ese instante, y al reconocerme frenó. Con una cola de nieve casi roja tras la luz de los faros del freno, el coche redujo lentamente la velocidad, y cuando por fin se detuvo a unos veinte metros más abajo, empezó enseguida a dar marcha atrás. El motor chirriaba.

Gunnar me abrió la puerta del coche.

—¿Estás fuera con este tiempo? —me preguntó.

—Pues sí —contesté.

—¿Y adonde vas?

—Voy a una fiesta.

—Sube y te llevo —dijo.

—No, no hace falta —contesté—. No queda mucho. Estoy bien.

—Ni hablar —insistió Gunnar—. Sube.

Negué con la cabeza.

—Llegáis tarde —dije—. Son más de las siete y media.

—No te preocupes. Es Nochevieja. No vamos a dejarte aquí pasando frío, faltaría más. Te llevamos. No hay más que hablar.

No podía seguir protestando sin levantar sospechas.

—Vale —asentí por fin—. No sabes cuánto te lo agradezco.

Resopló.

—Ponte atrás —dijo—. E indícame por dónde tengo que ir.

Abrí la puerta y me senté en el asiento de atrás. Dentro hacía una temperatura muy agradable. Harald, su hijo de casi tres años, iba sentado en una silla de niño y me seguía atentamente con la mirada.

—Hola, Harald —le dije sonriéndole.

Tove, que iba sentada en el asiento del copiloto, se volvió hacia mí.

—Hola, Karl Ove —me saludó—. Me alegro de verte.

—Hola —contesté yo—. Y Feliz Navidad.

—Pongámonos en marcha —dijo Gunnar—. Supongo que tenemos que ir en sentido contrario, ¿no?

Asentí con la cabeza.

Bajamos hasta la parada del autobús, giramos y volvimos a subir la cuesta. Al pasar por delante del sitio donde había dejado las bolsas, no pude resistir la tentación de inclinarme hacia delante para ver si seguían allí. Sí que estaban.

—¿Adonde vas? —preguntó Gunnar.

—Primero voy a casa de un amigo en Solsletta. Luego vamos a Søn a una fiesta.

—Puedo llevaros hasta allí, si quieres —se ofreció.

Tove lo miró.

—No, no hace falta —contesté—. Además, hemos quedado con más gente para ir en el autobús.

Gunnar tenía diez años menos que mi padre, y trabajaba de auditor de cuentas en una gran empresa en la ciudad. Era el único de los hijos que había seguido la profesión del padre; los otros dos eran profesores, mi padre en un instituto de enseñanza media en Vennesla y Erling en otro en Trondheim. Erling era el único al que llamábamos «tío», era de carácter más relajado y no tan preocupado por su prestigio como los otros dos hermanos. No vimos mucho a los hermanos de mi padre en la infancia, pero nos gustaban mucho, eran muy bromistas, sobre todo Erling, pero también Gunnar, que era el que más nos gustaba tanto a Yngve como a mí, tal vez porque nos resultaba más cercano por edad. Llevaba melena, tocaba la guitarra, y, aún más importante, tenía una barca con un motor Mercury de veinte caballos en su cabaña de la costa a las afueras de Mandal, donde pasaba largas temporadas en el verano cuando nosotros éramos pequeños. Esos compañeros de los que Gunnar hablaba estaban en mi memoria rodeados de algo casi mítico, en parte porque mi padre no tenía amigos, y en parte porque a esos amigos de Gunnar nunca los vimos. Sólo eran unos personajes a los que mi tío iba a ver en su barca, y yo me imaginaba su vida como un crucero infinito entre islas e islotes en barcas rápidas por el día, con el pelo rubio y largo ondeando al viento, caras bronceadas y sonrientes, y juegos de cartas y guitarra por las noches, además de chicas.

Pero ahora se había casado y tenía un hijo, y aunque seguía con la barca, esa aura de islas románticas había desaparecido. También su melena. Tove, como se llamaba su mujer, era hija de un jefe de policía rural de la provincia de Trondelag, y trabajaba de profesora en la enseñanza básica.

—¿Lo habéis pasado bien en Navidad? —me preguntó ella.

—Sí —contesté.

—Según tengo entendido ha estado Yngve, ¿no? —preguntó Gunnar.

Asentí con la cabeza. Yngve era su favorito, quizá porque era el primero y porque había pasado mucho tiempo en casa de los abuelos en la época en que Gunnar seguía viviendo con ellos. Pero probablemente también porque Yngve no era tan pusilánime y tan llorón como yo cuando éramos niños. Con Yngve se divertía. Y por eso cuando yo estaba con ellos intentaba estropearlo, intentaba gastar muchas bromas, contar muchos chistes, para que vieran que era de un talante tan alegre como ellos, tan dispuesto a pasármelo bien como ellos, tan «del sur» como ellos.

—Se fue hace unos días —dije—. Iba a una cabaña con sus amigos.

—Pues sí, ese chico acabará siendo de Arendal —dijo Gunnar.

Pasamos por delante de la capilla, luego por la curva del precipicio, donde nunca daba el sol, y cruzamos el pequeño puente. Los limpiaparabrisas golpeaban el cristal. El ventilador zumbaba. Harald estaba a punto de quedarse dormido a mi lado.

—¿Y dónde va a ser la fiesta? —preguntó Gunnar—. ¿En casa de alguien de tu clase, tal vez?

—De una chica de otra clase —respondí.

—Pues sí, todo cambia cuando se empieza el instituto.

—Tú fuiste al mismo instituto que yo, ¿verdad? —pregunté.

—Ya lo creo que sí —contestó, girando la cabeza justo lo suficiente para mirarme, antes de volver a centrar la atención en la carretera. Tenía la cara larga y estrecha, como la de mi padre, pero el color azul de sus ojos era más oscuro, más parecido al del abuelo que al de la abuela. La parte posterior de su cabeza era grande, como la del abuelo y la mía, pero los labios, que eran sensibles y en cierto modo proporcionaban más información sobre su vida interior que los ojos, eran iguales que los de mi padre e Yngve.

Salimos a la llanura, y la luz de los faros, que durante un buen rato había chocado contra árboles y peñascos, muros de casas y pendientes, adquirió por fin más espacio alrededor.

—Al final de este llano, allí es —dije—. Puedes parar donde esa tienda.

—Muy bien —dijo Gunnar, reduciendo la velocidad para parar.

—Adiós —dije—. ¡Y feliz Año Nuevo!

—Feliz Año Nuevo para ti también —respondió Gunnar.

Cerré la puerta y empecé a andar hacia la casa de Jan Vidar, mientras veía al coche dar la vuelta y volver por el camino por el que habíamos llegado. Cuando dejé de verlo, eché a correr. Íbamos fatal de tiempo. Bajé la cuesta hasta su casa saltando, vi que había luz en su habitación, me acerqué a la ventana y llamé. Al instante apareció su cara, mirando con ojos entornados la oscuridad de fuera. Señalé la puerta. Cuando por fin me vio, me hizo un gesto y me fui a la otra parte de la casa, donde estaba la puerta.

—Lo siento —me disculpé— pero las cervezas están arriba, en Krageboen. Tenemos que ir a buscarlas a toda prisa.

—¿Qué hacen allí? —preguntó—. ¿Por qué no las has traído?

—Mi tío apareció mientras iba cargando con ellas. Me dio justo tiempo a tirar las bolsas en la cuneta antes de que él se parara. Y joder, luego insistió en traerme hasta aquí. No podía negarme, habría sospechado.

—Joder, qué mala suerte —dijo Jan Vidar.

—Ya lo creo, pero vámonos ya. Tenemos que darnos prisa.

Unos minutos más tarde subimos la cuesta hasta la carretera. Jan Vidar llevaba el gorro calado hasta la frente, la bufanda atada alrededor de la boca, y el cuello del chaquetón tapándole las mejillas. Lo único que se le veía de la cara eran los ojos, pero casi ni eso, porque al mirarme vi que sus gafas redondas tipo John Lennon estaban empañadas.

—No nos queda más remedio que ponernos en camino —dije.

—Supongo que sí —contestó.

Trotando, arrastrando los pies, con el fin de no gastar enseguida todas nuestras fuerzas, echamos a correr por la carretera. Por el llano teníamos el viento en contra. La nieve se arremolinaba a nuestro alrededor. Me salían lágrimas de los ojos casi cerrados. Los pies se me empezaban a entumecer, ya no obedecían mis órdenes, sino que estaban tiesos como leños dentro de las botas.

Un coche nos adelantó, revelando nuestra miserable velocidad, ya que al cabo de unos instantes desapareció detrás de la curva al final del llano.

—¿Andamos un poco? —gritó Jan Vidar.

Asentí.

—¡Espero que las bolsas sigan ahí! —exclamé.

—¿Qué dices?

—¡Las bolsas! —dije—. ¡Espero que nadie las haya cogido!

—¡No hay nadie a estas horas en la calle, joder! —exclamó Jan Vidar.

Nos reímos. Llegamos al final del llano y nos pusimos a correr otra vez. Subimos la cuesta para coger el camino de gravilla que bajaba hasta esa extraña propiedad que parecía una hacienda, junto al río, cruzamos el pequeño puente, pasamos por delante del despeñadero, el taller de coches medio derruido, la capilla y las casas pintadas de blanco de los años cincuenta a ambos lados de la carretera, hasta que por fin llegamos al lugar donde había dejado las dos bolsas. Cogimos una cada uno y emprendimos el camino de vuelta.

Cuando llegamos a la capilla, oímos detrás de nosotros el motor de un coche.

—¿Hacemos autostop? —sugirió Jan Vidar.

—¿Por qué no? —respondí.

Con la mano izquierda agarrando las bolsas y la derecha apuntando a la carretera con el pulgar hacia arriba, sonreímos al coche que llegaba. Ni siquiera quitó las luces largas. Seguimos al trote.

—¿Qué hacemos si no para nadie? —preguntó Jan Vidar al cabo de un rato.

—Alguien parará —aventuré yo.

—Pasan dos coches cada hora.

—¿Tienes alguna sugerencia mejor? —pregunté.

—No lo sé —contestó—. Pero en casa de Richard hay gente.

—No digas chorradas —dije yo.

—Y Stig y Liv están en Kjevik con unos amigos. Podría ser otra posibilidad.

—¡Hemos quedado en que vamos a Søn! ¿No es así? ¡A estas horas no puedes venir con propuestas de dónde pasar la Nochevieja! ¡Ya estamos en Nochevieja!

—Sí, y nosotros estamos andando por la carretera. ¿Qué gracia tiene eso?

Venía un coche detrás de nosotros.

—Mira —dije—. ¡Otro coche!

No paró.

Cuando nos encontrábamos de nuevo delante de la casa de Jan Vidar, eran ya las ocho y media. Tenía los pies helados, y por un instante estuve a punto de sugerir que nos olvidáramos de la cerveza, entráramos en su casa y celebráramos el Año Nuevo con sus padres. Bacalao y refrescos, helado, pasteles y fuegos artificiales. Era lo que habíamos hecho siempre. Cuando nos miramos, supe que la misma idea se le había ocurrido a él. Pero proseguimos nuestro camino, dejamos atrás la urbanización, pasamos por delante del camino que bajaba a la iglesia, doblamos la curva y dejamos atrás el grupo de casas donde, entre otros, vivía Kåre, el de nuestra clase.

—¿Crees que Kåre habrá salido esta noche? —pregunté.

—Sé dónde está —contestó Jan Vidar—. En casa de Richard.

—Una razón más para no ir allí —apunté.

No había nada malo en Kåre, pero tampoco nada bueno. Tenía las orejas grandes y salientes, los labios gruesos, el pelo fino color arena y los ojos enojados. Casi siempre estaba enfadado, y supongo que tendría sus razones para ello. El otoño en el que empecé en aquel colegio, él acababa de salir del hospital, donde había estado ingresado con varias costillas rotas y una muñeca fracturada. Había ido con su padre a la ciudad a recoger algunos materiales, entre ellos unas planchas de madera, que colocaron en el remolque de su coche. Pero no las sujetaron lo suficiente y cuando llegaron al puente de Varodd, el padre le dijo que se sentara en el remolque para sujetar los materiales. El viento le hizo caerse del remolque con los materiales, y se golpeó de mala manera contra el asfalto. Nos reímos de eso durante todo aquel otoño, y seguía siendo lo primero que uno recordaba cuando Kåre aparecía.

Ya tenía motocicleta, y se juntaba con otros que también tenían.