Cuando mi padre tenía la edad que yo tengo ahora, rompió con su antigua vida y empezó una nueva. Yo tenía entonces dieciséis años, y estaba haciendo el primer curso del bachillerato superior en el instituto de Kristiansand. Al principio del curso mis padres seguían casados, y aunque tenían problemas, no había nada en su conducta que me hiciera pensar que fueran a separarse. En esa época vivíamos en Tveit, a veinte kilómetros de la ciudad de Kristiansand, en una vieja casa a las afueras de la población del valle. Estaba en un alto, de espaldas al bosque y con vistas al río. Aparte de la vivienda, tenía un gran granero y una casa anexa. Cuando nos mudamos allí en el verano que cumplí trece años, mis padres compraron gallinas, y creo que tardaron medio año en desaparecer. En un trozo de tierra al lado del césped, mi padre cultivaba patatas, y más abajo estaba el sitio del compostaje. Una de las muchas profesiones con las que mi padre soñaba era la de jardinero, y de hecho tenía cierto talento para ello. El jardín que rodeaba la casa de la urbanización en la que habíamos vivido hasta entonces era suntuoso y no sin detalles exóticos, como aquel melocotonero que mi padre plantó en la pared que daba al sol, del que estaba tan orgulloso y que daba frutos, de modo que la mudanza al campo estuvo llena de optimismo y futuro, a lo que poco a poco empezó a añadirse algo de ironía, porque una de las pocas cosas concretas que recuerdo de la vida de mi padre de aquellos años es un comentario que hizo una noche de verano mientras mi madre, él y yo estábamos sentados alrededor de la mesa del jardín asando carne en la barbacoa:
—¡Qué bien estamos ahora, ¿verdad?!
La ironía era sencilla, incluso yo la capté, pero también lo complicaba todo, porque no entendía a qué venía. Para mí la noche era realmente maravillosa. Lo que esa ironía entrañaba pasó como una corriente subterránea durante el resto de aquel verano; nos bañábamos en el río desde temprano por la mañana, jugábamos al fútbol en descampados a la sombra, íbamos en bicicleta hasta el camping de Hamresanden, donde nos bañábamos y mirábamos a las chicas, y en el mes de julio participamos en el campeonato de fútbol infantil y juvenil Norway Cup, donde me emborraché por primera vez. Alguien conocía a alguien que tenía un piso, alguien conocía a alguien que nos podía comprar cerveza, de modo que allí me encontré una tarde de verano bebiendo en un cuarto de estar desconocido. Aquello fue como un estallido de alegría, nada era ya peligroso o digno de preocupación, no hacía sino reírme, reírme sin cesar en medio de todo lo desconocido, los muebles desconocidos, las chicas desconocidas, el jardín desconocido, pensé que así era como quería estar. Exactamente así. Reírnos sin parar y sucumbir a todos los caprichos que se nos ocurrieran. Hay dos fotos mías de esa noche, en una estoy tumbado entre un montón de cuerpos en el suelo en medio de la habitación, en una mano tengo una calavera, mientras mi propia cabeza queda como separada de mis manos y pies, sobresaliendo por el otro lado, contraída en una especie de mueca de felicidad. En la otra foto estoy yo solo, tumbado en una cama con una botella de cerveza en una mano y en la otra una calavera con la que me tapo la ingle, llevo gafas de sol y tengo la boca abierta de par en par de tanto reírme. Fue el verano de 1984, yo tenía quince años y acababa de hacer un descubrimiento: beber era fantástico.
Las semanas siguientes continuó nuestra vida de niños, nos quedábamos adormilados en las rocas debajo de la cascada, a veces nos tirábamos a la charca, cogíamos el autobús para ir al centro los sábados por la mañana, comprábamos chucherías e íbamos a las tiendas de discos, y siempre estaba subyacente la ilusión de empezar pronto el bachillerato superior. Ése no fue el único cambio en la familia: mi madre había pedido excedencia en su trabajo en la escuela de enfermería para estudiar un año en la Universidad de Bergen, donde vivía mi hermano Yngve. La idea era que mi padre y yo siguiéramos viviendo solos en la casa, y así lo hicimos los primeros meses, hasta que él propuso, seguramente para librarse de mí, que me fuera a vivir a la casa que tenían mis abuelos en la calle Elvegaten en la ciudad, donde mi abuelo paterno había tenido su oficina de auditor de cuentas durante muchos años. Todos mis amigos vivían en Tveit, y tenía la sensación de no conocer a los nuevos compañeros del instituto lo suficiente como para quedarme con ellos después de clase, de manera que cuando no hacía deporte, que en aquella época practicaba cinco días a la semana, me quedaba en el salón viendo la televisión, haciendo deberes arriba en la buhardilla o escuchando música en la cama. De vez en cuando iba a Sannes, a nuestra casa, a recoger ropa, casetes o libros, algunas veces pasaba allí la noche, pero prefería la habitación de la casa de mis abuelos. Algo frío se había posado sobre nuestra casa, seguramente porque allí ya no se desarrollaba ninguna actividad, mi padre comía casi siempre fuera y hacía las mínimas cosas prácticas en casa. Eso dejó huella en el aura de nuestro hogar, el cual, al acercarse las navidades, ya tenía un aire de abandono. En el sofá que había delante del televisor del cuarto de estar de la planta de arriba había excrementos resecos de gato, en la encimera de la cocina cacharros sucios, todas las estufas eléctricas estaban apagadas, excepto un radiador que mi padre se llevaba de una habitación a otra. Él, por su parte, estaba herido en el alma. Una noche que fui allí, sería a principios de diciembre, después de dejar la bolsa en mi habitación helada, me lo encontré por el pasillo. Venía del granero, cuyos bajos se habían convertido en un apartamento. Estaba despeinado y tenía la mirada oscura.
—¿No podemos hacer fuego? —pregunté—. Hace muchísimo frío.
—¿Haceg fuego? Ni en broma vamos a haceg fuego.
Yo no sabía pronunciar la «r», nunca había sabido pronunciar la «r». Fue uno de los traumas de mi infancia tardía. Mi padre solía imitarme, unas veces cuando quería hacerme ver que pronunciaba mal, en un intento inútil de ponerme firme y hacerme pronunciar la «r» como se debía pronunciar, o cuando algo en mí le repugnaba, como en ese momento.
Me limité a darle la espalda y volví a subir la escalera. No le regalaría el placer de ver lágrimas en mis ojos. La vergüenza que sentí por estar a punto de llorar, con quince, casi dieciséis años, era más fuerte que la humillación que sentía porque me hubiera imitado. No solía llorar, pero mi padre me tenía agarrado de una manera que no lograba librarme. Por otra parte sí pude manifestarme a mi manera. Subí a mi habitación, metí en mi bolsa unas cintas de casete nuevas, la bajé al cuarto que había junto a la entrada, donde estaban los armarios de la ropa, metí unos jerséis, fui a la entrada, me puse el chaquetón, me eché la bolsa al hombro y salí. Había nieve dura, las farolas del garaje se reflejaban en la nieve resplandeciente, que justo debajo de la luz parecía completamente amarilla. El prado que bajaba hacia la carretera también estaba iluminado, porque había estrellas en el cielo y la luna colgaba casi llena sobre el río al otro lado. Eché a andar. Mis pasos crujían en las rodadas de los coches. Me paré abajo, donde estaban los buzones. Tal vez debería haberle dicho que me iba. Pero si lo hubiera hecho, lo de irse no tendría ningún sentido. El propósito era claro: que reflexionara en lo que había hecho.
¿Qué hora sería?
Me quité la manopla de la mano izquierda, me subí un poco la manga del chaquetón y miré. Las ocho menos veinte. En media hora pasaría un autobús. Tendría tiempo de sobra para volver a subir.
Pero no, ni de coña.
Me eché la bolsa al hombro y seguí bajando. Al mirar por última vez hacia la casa descubrí humo saliendo de la chimenea. Él creería que yo seguía en mi habitación. Así que se había arrepentido y había encendido la estufa.
El hielo en el río crujía. Era como si el sonido se desplazara a toda prisa, para luego subir por las suaves laderas.
Entonces se oyó un estallido.
Me estremecí. Ese ruido siempre me llenaba de alegría. Levanté la cabeza y miré el cielo estrellado. La luna que colgaba sobre la colina. Los faros de los coches al otro lado del río, que abrían grandes rendijas de luz en la oscuridad. Los árboles, negros y callados, pero no esquivos, se erguían a lo largo de la orilla del río. Los dos medidores de madera del nivel del agua en la superficie blanca, siempre cubierta por el río en otoño, pero que en ese momento, cuando había poca agua, estaba desnuda y resplandeciente.
Él había encendido la chimenea. Era una manera de decir que se arrepentía. Por tanto marcharse de casa sin decirle nada ya no tenía ningún sentido.
Di la vuelta y regresé. Abrí la puerta y me puse a desatarme las botas. Sus pasos se oían por el salón; me enderecé. Abrió la puerta y se me quedó mirando, con la mano en el pomo.
—¿Ya te vas? —preguntó.
Era imposible explicarle que ya me había ido y había vuelto. Me limité a hacer un gesto afirmativo con la cabeza.
—Pues sí, creo que ya es hora —contesté—. Mañana empiezo muy temprano.
—Vale —dijo él—. Creo que me pasaré por ahí por la tarde. Para que lo sepas.
—Vale —dije.
Me miró durante unos instantes. Acto seguido cerró la puerta y volvió al salón.
Yo la abrí de nuevo.
—¿Papá? —dije.
Se volvió y me miró sin decir nada.
—Hay reunión de padres mañana. A las seis.
—¿Ah, sí? —dijo—. Tendré que ir, claro.
Se volvió de nuevo y entró en el salón. Yo cerré la puerta, me até las botas, me eché la mochila al hombro y empecé a andar hacia la parada del autobús, donde me detuve diez minutos más tarde. Debajo de mí estaba la cascada, congelada en grandes arcos y venas de hielo, suavemente iluminada por la luz de la fábrica de parqué. Por detrás de ella y detrás de mí subían los páramos, que rodeaban las dispersas pero iluminadas casas del valle del río de oscuridad y falta de humanidad. Las estrellas sobre el paisaje parecían encontrarse en el fondo de un mar congelado.
Llegó el autobús con sus faros rastreadores, enseñé la tarjeta al conductor, y me senté en el penúltimo asiento a la izquierda, como hacía siempre que estaba libre. No había mucho tráfico, y pasamos a toda prisa por Solsletta, Ryensletta, la playa de Hamresanden, nos adentramos en el bosque en dirección a Timenes, salimos a la carretera principal, pasamos por Varoddbroa, luego por el instituto de Gimle, y finalmente entramos en la ciudad.
La casa se encontraba muy cerca de la orilla del río. Entrando a la izquierda estaba el despacho del abuelo, y a la derecha la vivienda. Dos salas, una cocina y un pequeño baño. También la planta de arriba estaba dividida en dos, a un lado un enorme desván y al otro una habitación, en donde hacía la vida. Allí tenía una cama, un escritorio, un pequeño sofá, una mesa baja, un radiocasete, un soporte para casetes, un montón de libros de texto, algunas revistas y periódicos de música, y en el armario un montón de ropa.
La casa era vieja y había pertenecido a la abuela paterna de mi padre, es decir, mi bisabuela, que murió allí. Por lo que tenía entendido, durante su infancia mi padre había mantenido una relación muy estrecha con ella y había pasado mucho tiempo allí. Para mí la bisabuela era una especie de figura mitológica, fuerte y firme, testaruda, madre de tres hijos varones, uno de los cuales era mi abuelo. En las fotos que había visto de ella, siempre llevaba vestidos negros y cerrados. Hacia finales de esa vida que empezó en la década de 1870 y se extendió durante casi un siglo entero, se volvió senil, o empezó a «chochear», como se decía en la familia. No sabía nada más de ella.
Me quité las botas y subí la escalera, empinada como una escala, y entré en la habitación. Hacía frío y encendí la estufa de aire caliente. También encendí el casete. Echo & the Bunnymen, Heaven Up Here. Me tumbé en la cama y me puse a leer. El libro era Drácula, de Bram Stoker. Lo había leído el año anterior, pero en ese momento me resultaba igual de intenso y fantástico. La ciudad, con su murmullo de coches y edificios, desapareció de mi conciencia para volver de vez en cuando, como si también yo estuviera en movimiento. Pero no era así, estaba tumbado en la cama, sin moverme, y me quedé leyendo hasta las once y media de la noche. Entonces me cepillé los dientes, me desnudé y me acosté.
Lo de despertarme allí por la mañana completamente solo me producía una sensación muy especial, era como si el vacío no sólo estuviera a mi alrededor, sino también dentro de mí. Hasta que empecé en el instituto siempre me había despertado en una casa en la que mis padres ya estaban levantados y preparándose para ir a trabajar, con todo lo que ello conllevaba de fumar cigarrillos, beber café, escuchar la radio, desayunar, y motores de coche calentándose fuera en la oscuridad. Aquello era otra cosa, y a mí me encantaba. Andar el escaso kilómetro que había hasta el instituto a través del barrio antiguo también me encantaba, y siempre me llenaba de pensamientos que me gustaban, como por ejemplo que yo era alguien. La mayoría de los estudiantes del instituto eran de la ciudad y alrededores, sólo algunos otros y yo procedíamos del campo, lo que era una gran desventaja. Significaba que los otros se conocían de antes, y se reunían en pandillas fuera de las horas de clase. Esas pandillas también estaban activas en el horario escolar, y no resultaba muy fácil unirse a ellas. De modo que en cada recreo surgía el mismo problema: ¿dónde debía estar yo? ¿Dónde debía colocarme? Podía ir a la biblioteca a leer, o quedarme en el aula haciendo como si estuviera repasando los deberes, pero eso significaba señalar que era uno de los marginados y a la larga no funcionaba, de modo que en el mes de octubre de ese año empecé a fumar. No porque me gustara, tampoco porque resultara bien, sino porque me proporcionaba un sitio donde estar: durante los recreos podía salir a la puerta junto con los demás fumadores sin que nadie lo cuestionara. Al acabar el instituto por la tarde, cuando volvía a mi habitación, el problema dejaba de existir. En primer lugar porque solía ir a Tveit a entrenar, o a ver a Jan Vidar, mi mejor amigo de la época anterior, y en segundo lugar porque nadie me veía, ni podía saber que estaba toda la tarde solo en la casa, cuando así ocurría.
También las clases eran diferentes. Compartía aula con otros tres chicos y veintiséis chicas, y en la clase tenía un papel que desempeñar, un lugar donde poder hablar, responder a preguntas, discutir, resolver tareas, ser alguien. Me habían metido allí con los demás, a todos les pasaba lo mismo, no me había impuesto a nadie y nadie podía decir nada porque estuviera allí. Me sentaba atrás en un rincón, al lado tenía a Bassen, delante a Molle, más allá, en la misma fila, se sentaba Pål, y el resto del aula estaba lleno de chicas. Veintiséis chicas de dieciséis años. Algunas me gustaban más que otras, pero ninguna tanto como para poder decir que estuviera enamorado de ella. Estaba Monica, de padres judíos húngaros, que era muy lista y erudita, y defendía siempre intensa y persistentemente a Israel cuando discutíamos el conflicto de Palestina, algo que yo no era capaz de entender, pues todo era tan evidente… Israel era un Estado militarista, Palestina una víctima. Luego estaba Hanne, una guapa chica de Vågsbygd que cantaba en un coro, era creyente y bastante ingenua, pero uno se alegraba sólo con mirarla y estar en la misma habitación que ella. También estaba Siv, rubia, de piel bronceada y brazos y piernas largos, que uno de los primeros días dijo que el recinto entre el instituto y la Escuela de Comercio se parecía a un campus norteamericano, lo que la hizo destacar ante mis ojos, ya que ella sabía algo que yo no sabía sobre un mundo del que me hubiera gustado formar parte. Siv había vivido en Ghana los últimos años, y presumía demasiado, se reía demasiado alto. También estaba Benedicte, de facciones afiladas, un poco tipo años cincuenta, pelo rizado y ropa con cierto aire de clase alta. Luego estaba Tone, de movimientos gráciles, seria y con el pelo oscuro, pintaba y parecía más independiente que las demás. Otra era Anne, que llevaba aparatos en los dientes y a la que había metido mano en el sillón de peluquería de la madre de Bassen en una fiesta que nuestra clase celebró aquel otoño. Otra era Hilde, de pelo rubio y piel sonrosada, de talante decidido, y sin embargo un poco anónima, y que se dirigía a mí a menudo. El centro de atención de las chicas era Irene, una muchacha guapa de esa manera que surge y se disuelve en el transcurso de una sola mirada. También estaba Nina, robusta y de complexión hombruna, pero con algo frágil y ardiente a la vez. Luego estaba Mette, pequeña, aguda e intrigante. Estaba la que adoraba a Bruce Springsteen y siempre llevaba vaqueros, estaba la bajita que se reía constantemente, estaba la que se vestía de un modo tan provocativo como guarro y que siempre olía a tabaco, estaba la que enseñaba las encías cada vez que sonreía, por lo demás guapa, pero su risa, que era como una constante risa tonta que acompañaba todo lo que decía y todas las bobadas que era capaz de decir, aparte del hecho de que ceceara, inhabilitaba en cierto modo su belleza, o más bien la anulaba. Estaba rodeado de un montón de chicas, de un montón de cuerpos, un océano de pechos y muslos, y el hecho de que sólo las viera en un entorno formal, en sus pupitres, añadía aún más fuerza a su presencia. Todo aquello daba sentido a mi existencia, esperaba con ilusión entrar en clase, sentarme donde tenía derecho a sentarme, junto a todas esas chicas.
Esa mañana en concreto bajé primero a la cantina, me compré un bollo y una Coca-Cola, luego me senté en mi sitio y me puse a degustar mis víveres y a hojear un libro mientras el aula se llenaba lentamente a mi alrededor de alumnos que entraban, todavía con movimientos somnolientos y caras marcadas por el sueño de la noche. Intercambié algunas palabras con Molle, que vivía en Hamresanden y con la que había compartido clase en la escuela obligatoria. Luego entró el profesor Berg, vestido con camisa típica, que nos daba lengua noruega. Junto con historia, era la asignatura que se me daba mejor, mi nota estaba entre un nueve y un nueve y medio, y me había propuesto sacar un diez en los exámenes de junio. Las ciencias naturales eran mi asignatura más floja, en matemáticas tenía un seis, no estudiaba nada y el nivel de las clases estaba muy por encima de mi capacidad de comprensión. Los profesores de mates y ciencias naturales eran de la vieja escuela; el de mates, Vestby, tenía un montón de tics, uno de los brazos se le movía y se retorcía constantemente. En sus clases estaba sentado con las piernas encima del pupitre charlando con Bassen hasta que Vestby, con la cara compacta y carnosa ya roja, gritaba mi nombre con voz chillona. Entonces bajaba las piernas, esperaba a que se hubiera dado la vuelta, y seguía hablando. Nygaard, el profesor de ciencias naturales, un hombre bajo y flaco, casi encogido, con una sonrisa diabólica y gestos infantiles, se estaba aproximando a la edad de la jubilación. También él tenía varios tics, parpadeaba constantemente con un ojo, se le movían sin querer los hombros y echaba hacia atrás la nuca, como la parodia de un profesor atormentado. Durante los meses de verano llevaba un traje claro, y uno oscuro en los meses de invierno. En una ocasión lo vi usar el compás de la pizarra como fusil; nosotros estábamos inclinados sobre un examen, él nos miraba fijamente a todos, dobló el compás, se lo puso al hombro y lo iba moviendo de fila en fila mientras sonreía maliciosamente. Yo no daba crédito a mis ojos, ¿se había vuelto loco? Yo también hablaba en sus clases, tanto que siempre tenía que pagar las consecuencias hablara quien hablara: Knausgård, decía si oía algún murmullo desde algún sitio de la clase, y levantaba la mano, lo que significaba que tenía que quedarme de pie al lado de mi pupitre durante lo que quedaba de clase. Yo lo hacía con gusto, porque había en mí un incipiente impulso de sedición, deseaba mandarlo todo al carajo, empezar a hacer novillos, a beber, a machacar a la gente. Era anarquista, ateo, y menos burgués cada día que pasaba. Tenía la intención de ponerme pendientes y de raparme el pelo al cero. ¿Ciencias naturales? ¿Para qué quería yo las ciencias naturales? ¿Mates? ¿Para qué quería yo las mates? Yo quería tocar en un grupo, ser libre, vivir como quería, no como debía.
En eso no tenía a nadie conmigo, estaba solo, de modo que por el momento no era realizable, pertenecía al futuro y era informe, como todo lo que tenía que ver con el futuro.
No hacer los deberes, no prestar atención en las clases, formaba parte de lo mismo. Yo siempre había estado entre los mejores en todas las asignaturas, me gustaba alardear de ello, pero ya no, ahora había algo casi vergonzoso en las buenas notas, pues significaba que te quedabas en casa estudiando, que eras un empollón, un perdedor. Pero con la lengua noruega era distinto, era algo que asociaba con escritores y vidas de bohemio; además, era algo que no podías estudiar para ser bueno en ello, se trataba de otra cosa, sensibilidad, buena mano, personalidad.
Me pasaba las clases pensando en otra cosa, fumaba en la puerta durante los recreos, y a ese ritmo, mientras el cielo y el paisaje debajo de él se abría lentamente pasó el día, hasta que sonó el timbre por última vez a las dos y media, y me fui a casa. Era el 5 de diciembre, el día antes de mi cumpleaños, cumplía dieciséis y mi madre vendría de Bergen. Me hacía mucha ilusión. En cierto modo estar solo con mi padre me gustaba en el sentido de que se mantenía alejado de mí en la medida de lo posible, viviendo en Sannes cuando yo dormía en la ciudad, y al revés. Cuando mi madre llegara eso cambiaría, pues todos viviríamos en el campo hasta pasado Año Nuevo, y la desventaja de tener que verme con mi padre todos los días casi se compensaría por completo con la presencia de mi madre. Con ella podía hablar. Con ella podía hablar de casi todo. A mi padre no podía contarle nada. Nada, sólo lo referente a cosas completamente prácticas, como adónde iba y a qué hora volvería.
Cuando llegué a casa de los abuelos, el coche de mi padre estaba aparcado fuera. Entré, el recibidor estaba lleno de humo de freír y desde la cocina llegaba el ruido de cacharros y una radio.
Asomé la cabeza por la puerta.
—Hola —saludé.
—Hola —contestó él—. ¿Tienes hambre?
—Sí, bastante. ¿Qué estás haciendo?
—Chuletas. Siéntate, ya están.
Entré y me senté junto a la mesa redonda. Era vieja, supuse que había pertenecido a su abuela.
Mi padre colocó dos chuletas, tres patatas y un montoncito de cebolla en mi plato. Luego se sentó y se sirvió él.
—Bueno —dijo—. ¿Alguna novedad en el instituto?
Negué con la cabeza.
—¿No has aprendido nada hoy?
—No.
—Está bien —dijo él.
Seguimos comiendo en silencio.
No quería herirle, no quería que pensara que la comida era un fracaso, o que tuviera una relación fracasada con su hijo, de modo que estuve pensando un buen rato en algo que decir. Pero no se me ocurría nada.
Él no estaba de mal humor. No estaba enfadado. Sólo ausente.
—¿Has ido a ver a los abuelos últimamente? —pregunté.
Me miró.
—Sí —contestó—. Me pasé por allí ayer por la tarde. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada en especial —contesté, notando cómo se me sonrojaban las mejillas—. Por saberlo.
Había cortado toda la carne con el cuchillo. A continuación me acerqué el hueso a la boca y me puse a roerlo. Mi padre hizo lo mismo. Luego dejé el hueso y me bebí el agua del vaso.
—Gracias —dije, y me levanté.
—¿La reunión de padres es a las seis? —preguntó él.
—Sí —contesté.
—¿Tú te quedas aquí?
—Creo que sí.
—Entonces luego me paso por aquí a buscarte, y vamos juntos a Sannes. ¿Vale?
—Vale.
Estaba escribiendo una redacción sobre la publicidad de una bebida deportiva cuando él volvió. Oí abrirse la puerta, el murmullo en aumento de la ciudad, los golpes en el suelo de la entrada. Su voz.
—¿Karl Ove? ¿Estás listo? Nos vamos.
Yo ya había metido todo lo que necesitaba en mi bolsa y en la cartera, las dos estaban a rebosar, porque el siguiente mes me iba a quedar en nuestra casa, y no sabía exactamente lo que iba a necesitar.
Me miró cuando bajé la escalera. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Pero no estaba enfadado. Se trataba de otra cosa.
—¿Qué tal ha ido? —pregunté sin mirarlo, aunque eso era algo que él detestaba.
—¿Que cómo ha ido? Te lo diré. Tu profesor de matemáticas me ha puesto a parir. Eso es lo que ha pasado. Se llama Vestby, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué no me habías dicho nada? No sabía nada. Me pilló por completo por sorpresa.
—¿Pero qué ha dicho? —pregunté, poniéndome el chaquetón, infinitamente contento de que mi padre guardara la compostura.
—Ha dicho que sueles sentarte con los pies sobre la mesa durante las clases y que eres descarado y terco, que no paras de hablar y que ni estudias, ni haces los deberes. Si sigues así, te va a suspender, ha dicho. ¿Es eso cierto?
—Bueno, supongo que sí, en cierto modo —dije enderezándome, ya listo para salir a la calle.
—Me echó la culpa a mí, ¿sabes? Me increpó por tener un hijo tan gamberro.
Yo me retorcí.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Lo puse verde. Tu conducta en el instituto es su responsabilidad. No la mía. Pero no fue muy agradable, supongo que te haces cargo.
—Me hago cargo —dije—. Perdóname.
—Eso no me sirve. Ha sido la última reunión de padres para mí, que lo sepas. ¿Nos vamos?
Salimos a la calle y nos encaminamos hacia el coche. Mi padre se sentó dentro y se inclinó sobre el asiento de al lado para abrirme la puerta.
—¿Puedes abrir el maletero también? —pregunté.
No contestó, pero lo abrió. Metí la bolsa y la cartera en el maletero, abrí con cuidado para no despertar su ira, me senté en el asiento de delante, cogí el cinturón de seguridad y me lo puse.
—Fue bastante incómodo —dijo, arrancando el motor. El salpicadero se iluminó—. ¿Pero cómo es realmente ese Vestby como profesor?
—Bastante malo. Le cuesta mantener la disciplina en la clase. Nadie le hace caso. Y tampoco sabe enseñar.
—Hizo uno de los mejores exámenes universitarios jamás vistos en Noruega, ¿lo sabías? —preguntó mi padre.
—No —contesté.
Dio marcha atrás un par de metros, giró, salió a la calle, enfiló la carretera y salimos de la ciudad. El ventilador de la calefacción hacía ruido, los clavos de las llantas golpeaban el asfalto. Conducía deprisa, como siempre. Una mano sobre el volante, la otra en el asiento junto a la palanca de cambios. Noté un cosquilleo en la tripa, pequeñas ráfagas de alegría que me recorrían el cuerpo, porque eso nunca había ocurrido antes. Él nunca me había defendido. Jamás había optado por hacer la vista gorda ante algo negativo de mi conducta. Entregarle las notas antes de las vacaciones de verano y de Navidad era algo que empezaba a temer con mucha antelación. Cualquier observación ligeramente negativa bastaba para que se pusiera furioso conmigo. Lo mismo ocurría con las reuniones de padres. Un pequeño comentario sobre que yo hablaba mucho o que no era muy ordenado con mis cosas le hacía estallar contra mí. Por no decir las pocas veces que algún profesor había enviado una nota a casa. Era como el día del Juicio Final. Un puro infierno.
¿Acaso me trataba así ahora porque estaba a punto de hacerme mayor?
¿Estábamos a punto de convertirnos en iguales?
Me entraron ganas de mirarlo, pero no pude, porque entonces tendría que haber dicho algo, y no tenía nada que decir.
Media hora más tarde subimos la última cuesta y entramos en el patio que había delante de casa. Con el motor en marcha mi padre salió del coche a abrir la puerta del garaje. Yo fui a la puerta de la entrada a abrirla con la llave. Me acordé del equipaje, volví en el momento en que él paraba el motor y se apagaban las luces rojas traseras.
—¿Me abres atrás? —pregunté.
Hizo un gesto afirmativo, metió la llave y la giró. La puerta del maletero se abrió como la cola de una ballena, se me ocurrió pensar. Al entrar en la casa me di cuenta inmediatamente de que había limpiado. Olía a jabón, las habitaciones estaban ordenadas, los suelos resplandecientes. Y los excrementos resecos de gato en el sofá de la planta de arriba habían desaparecido.
Era evidente que lo había hecho porque mi madre estaba a punto de volver a casa. Pero aunque existiera una razón concreta y no lo hubiera hecho porque la casa estaba terriblemente sucia y poco acogedora, me sentí aliviado. Se había restituido el orden. No es que estuviera intranquilo, era más bien que me sentía ofuscado, sobre todo porque había algo más. Algo en él había cambiado ese otoño, seguramente por la manera en que vivíamos, solos los dos, y a veces ni siquiera eso, era obvio. Él nunca había tenido amigos, nunca recibía visitas en casa, excepto de su familia. Los únicos a los que conocía eran los colegas y los vecinos, es decir en Tromøya era así, aquí ni siquiera conocía a los vecinos. Pero sólo unas semanas después de que mi madre se fuera a Bergen a estudiar, él había reunido a unos colegas en nuestra casa de Sannes, iban a celebrar una pequeña fiesta, y me preguntó si podría quedarme en la ciudad esa noche. Si me sentía solo, podría subir a ver a los abuelos si quería. Pero nunca tuve miedo de estar solo, y él pasó por la mañana con una bolsa de pizzas, Coca-Cola y patatas fritas, que me comí delante del televisor.
Al día siguiente cogí el autobús para ir a ver a mi amigo Jan Vidar, estuve con él un par de horas, y luego cogí el mismo autobús de vuelta a casa. La puerta estaba cerrada. Abrí el garaje para ver si se había ido a dar un paseo o había cogido el coche. Estaba vacío. Volví a la casa y abrí la puerta con llave. Encima de la mesa del salón había un par de botellas de vino vacías, los ceniceros estaban llenos, pero no se veía mucho desorden, así que pensé que debió de tratarse de una fiesta pequeña. La cadena de música solía estar en el granero, pero él la había colocado sobre una pequeña mesa junto a la estufa, y me arrodillé delante del pequeño montón de discos. Algunos estaban apilados y apoyados contra las patas del sillón, otros estaban dispersos por el suelo. Eran los discos que él escuchaba siempre desde que yo podía recordar. Pink Floyd, Joe Dassin, Arja Saijonmaa, Johnny Cash, Elvis Presley, Bach, Vivaldi. Los dos últimos los habría puesto antes de empezar la fiesta, o esa misma mañana. Pero el resto de la música tampoco era muy festiva. Me levanté y fui a la cocina, donde había platos y vasos sin fregar en la pila, abrí la puerta del frigorífico, que estaba más o menos vacío, exceptuando un par de botellas de vino blanco y unas cervezas prácticamente vacías. Subí al piso de arriba. La puerta del dormitorio de mi padre estaba abierta. Me acerqué y miré dentro. Habían llevado la cama del dormitorio de mi madre y la habían juntado con la de mi padre en medio de la habitación. Se les haría tarde, y como habían bebido y la casa estaba en un lugar tan retirado que un taxi a la ciudad o a Vennesla, donde trabajaba mi padre, sería demasiado caro, alguien se había quedado a dormir. Mi cuarto estaba intacto, cogí lo que necesitaba, y aunque mi intención era quedarme allí a dormir, volví a la ciudad. Algo desconocido y extraño había entrado en la casa.
Otro día fui a la casa sin avisar, era de noche, y no tenía ganas de volver a la ciudad después del entrenamiento. Tom, uno del equipo, me subió en su coche. A la luz de la cocina vi a mi padre sentado con la cabeza entre las manos y una botella de vino delante. Eso era nuevo, porque él nunca bebía, al menos no delante de mí ni estando solo. Lo vi y no quise verlo, pero ya no podía irme otra vez, así que me quité ruidosamente la nieve de las botas contra el escalón, abrí la puerta de golpe y la volví a cerrar de un portazo, y para que no tuviera duda alguna sobre dónde me encontraba, abrí los dos grifos del cuarto de baño antes de sentarme en el inodoro y dejar pasar unos minutos. Cuando entré en la cocina, no había nadie. La copa estaba vacía en la encimera y la botella vacía en el armario de debajo de la pila. Mi padre estaba en el apartamento del granero. Como si eso no fuera lo bastante misterioso, lo vi pasar en coche por delante de la tienda de Solsetta un día que me salté las tres últimas clases y me di una vuelta por casa de Jan Vidar, antes de ir al entrenamiento en el polideportivo de Kjevik. Estaba fumando sentado en un banco delante de la tienda, cuando pasó el inconfundible Ascona color verde moco de mi padre. Tiré el cigarrillo, pero no vi motivo alguno para esconderme, y me quedé mirando el coche mientras pasaba, levanté la mano y saludé. Pero él no me vio, estaba hablando con alguien que iba sentado a su lado. Al día siguiente fue a verme a la habitación de la casa de los abuelos, mencioné que lo había visto; sí, iba con una colega, estaban colaborando en el mismo proyecto, y habían estado trabajando un par de horas después del instituto en nuestra casa.
En general, en esa época tenía mucho contacto con sus colegas. Un fin de semana asistió con ellos a un seminario en Hovden, e iba a más fiestas de las que había ido nunca, seguramente porque se aburría o porque no le gustaba pasar tanto tiempo solo. Yo me alegraba por él, en esa época ya lo miraba con otros ojos, ya no los de un niño, sino los de alguien a punto de convertirse en adulto, y con esa mirada quería que quedara con amigos y colegas, como hacía todo el mundo. Al mismo tiempo no me gustaba ese cambio, pues lo hacía imprevisible.
El que realmente me hubiera defendido en la reunión de padres formaba parte de esa situación. Tal vez fuera lo más evidente de todo.
Deshice mi bolsa en la habitación y coloqué la ropa en el armario, puse las cintas de casete en el estante que había sobre el escritorio y dejé los libros de texto en un montón. La casa era de mediados del siglo XIX, los suelos crujían, los sonidos traspasaban las paredes, de manera que no sólo sabía que mi padre estaba en el salón justo debajo de mí, sino también que estaba sentado en el sofá. Había decidido acabar de leer Drácula, pero tenía la sensación de no poder hacerlo mientras no aclaráramos nuestra situación. Él debía saber lo que iba a hacer yo y yo lo que iba a hacer él. Al mismo tiempo, no se trataba simplemente de bajar y decirle: «Hola, papá, estoy arriba leyendo.» «¿Por qué me dices eso?», me diría, o al menos lo pensaría. Pero había que equilibrar el desequilibrio, de manera que bajé la escalera, di una vuelta por la cocina —¿acaso decir algo relacionado con la comida?— antes de dar los últimos pasos hasta el salón, donde mi padre estaba sentado con uno de mis viejos cómics en la mano.
—¿Vas a cenar? —le pregunté.
Me miró un instante.
—Toma tú algo —dijo.
—Vale. Luego me iré a mi cuarto.
No contestó, siguió leyendo Agente X9 a la luz de la lámpara que había junto al sofá. Me partí un buen trozo de salchichón y me lo comí sentado a la mesa. Se me ocurrió pensar que seguramente él no me habría comprado ningún regalo de cumpleaños, mi madre lo traería de Bergen. Pero de la tarta se encargaría él, ¿no? ¿Habría pensado en ello?
Cuando volví del instituto al día siguiente, mi madre ya estaba allí. Mi padre había ido a buscarla al aeropuerto, cuando entré estaban sentados a la mesa de la cocina, en el horno había un asado, comimos a la luz de las velas, me regalaron un cheque de quinientas coronas y una camisa que ella había comprado en Bergen. No tuve corazón para decirle que jamás me la pondría, al fin y al cabo ella había recorrido las tiendas de Bergen buscando algo que comprarme, y había encontrado esa camisa que a ella le parecía bonita y que creía que me gustaría.
Me la puse, comimos la tarta y tomamos el café en el salón. Mi madre estaba contenta, dijo varias veces que le encantaba estar en casa. Yngve llamó para felicitarme, no llegaría a casa hasta el mismo día de Nochebuena, dijo, entonces me daría mi regalo. Me fui a entrenar, y cuando volví, sobre las nueve, ellos estaban en el apartamento del granero.
Me habría gustado hablar con mi madre a solas, pero no parecía posible, así que tras esperar un rato, me fui a acostar. Al día siguiente teníamos examen en el instituto, las dos últimas semanas antes de Navidad teníamos un montón, yo salía enseguida de todos, y me iba al centro a tiendas de discos o cafés, unas veces con Bassen, otras con algunas chicas de clase, siempre si surgía por casualidad y nadie pudiera pensar que era un pesado. Pero con Bassen no había problema. Habíamos empezado a relacionarnos más, una tarde estuve en su casa, no hicimos más que oír discos en su habitación, pero de todos modos me sentía muy contento, tenía un nuevo amigo. No era un paleto, ni un fan del heavy metal, pero le gustaba Talk Talk y U2, Waterboys y Talking Heads. Bassen, o Reid, como se llamaba en realidad, era moreno y guapo, de un atractivo increíble para las chicas, lo que aparentemente no lo había vuelto engreído, porque no había en él nada ostentoso ni vanidoso, nunca ocupó el lugar que podía haber ocupado, pero tampoco era modesto, lo que pasaba era más bien que ese lado suyo reflexivo y algo introvertido siempre lo mantenía un poco alejado. Nunca daba todo de sí mismo. Ignoro si era porque no quería o porque no sabía, a menudo se trata de dos caras de la misma moneda. Pero lo que más me llamaba la atención de él era que tuviera sus propias opiniones sobre las cosas. Yo, por mi parte, pensaba por bloques, por ejemplo en política, en los que una postura automáticamente conducía a otra, o en cuanto a gustos, si te gustaba un grupo tenían que gustarte también los grupos afines, o en lo humano, en lo que nunca era capaz de librarme de posturas reinantes sobre otras personas. Él, en cambio, pensaba con independencia, basándose en sus propias evaluaciones, más o menos idiosincrásicas. Tampoco de eso hacía alarde, al contrario, tenías que conocerlo algún tiempo para darte cuenta. De modo que no era algo que él usaba, sino algo que él era. La razón por la que me sentía orgulloso de tener a Bassen como amigo, aparte de sus muchas y buenas cualidades y la amistad en sí, era sobre todo la idea de que su buena reputación también me favorecería a mí. No era consciente de eso en aquel momento, pero cuando ahora miro hacia atrás, me parece algo obvio: si estás excluido, tienes que buscar a alguien que te pueda incluir, al menos cuando tienes dieciséis años. En este caso la exclusión no era metafórica, sino literal y concreta. Estaba rodeado de varios cientos de chicos y chicas de mi edad, pero no conseguía entrar en el contexto que era válido para ellos. Cada lunes me temía la pregunta que todo el mundo hacía: «¿Qué has hecho el fin de semana?» Una vez se podía decir «He estado en casa viendo la tele», otra vez «He estado en casa de un compañero escuchando discos», pero luego había que inventarse algo mejor, si no, podían dejarte fuera. A algunos los habían dejado fuera desde el primer momento y así siguieron hasta terminar el instituto, y por nada del mundo quería ser como ellos. Yo quería ser de los que siempre estaban en medio de los acontecimientos, quería que me invitaran a sus fiestas, ir de juerga con ellos, vivir su vida.
La gran prueba, la fiesta más grande del año, era Nochevieja. Las semanas previas se hablaba de ello en todas partes. Bassen iba a casa de unos que conocía en Justvik, allí no había posibilidad alguna de intentar colarse, de manera que cuando empezaron las vacaciones de Navidad, yo no había sido invitado a ninguna parte. Entre Navidad y Año Nuevo fui a casa de Jan Vidar, que vivía en Solsletta, a cuatro kilómetros de nosotros, y que aquel otoño había empezado a hacer formación profesional, y estuvimos estudiando las posibilidades que teníamos de hacer algo. Queríamos ir a una fiesta y queríamos emborracharnos. Lo último no debería representar ningún problema; yo jugaba en el equipo júnior, y el portero, Tom, era de esos que lo conseguían todo; no se opondría a comprar cerveza por nosotros. Fiesta, en cambio… Había unos alumnos de noveno, de esos medio delincuentes que se quedan en el camino, que al parecer se iban a reunir en una casa cerca de nosotros, pero ni hablar, antes me quedaría en la mía. También había una pandilla a la que conocíamos bien, pero a la que no pertenecíamos, tenía su base en Hamresanden y la formaba gente con la que habíamos ido al colegio o con la que habíamos jugado al fútbol, pero no estábamos invitados a su fiesta, y aunque probablemente seríamos capaces de colarnos de alguna manera, tampoco ellos me merecían mucho respeto. Vivían en Tveit, hacían formación profesional o trabajaban ya, y los que tenían coche habían forrado los asientos de piel y tenían un ambientador colgando del espejo. Pero no había más alternativas. A las fiestas de Año Nuevo había que estar invitado. Por otra parte, la gente salía sobre las doce, y se reunía en plazas y cruces a tirar cohetes y a gritar felicitaciones de Año Nuevo. Para esos eventos no hacía falta ninguna invitación. Yo sabía que muchos alumnos de mi instituto iban de fiesta a la región de Søm. ¿Y si fuéramos allí? Entonces Jan Vidar se acordó de que el batería de nuestro grupo, al que habíamos recurrido por extrema necesidad, un tipo de octavo que vivía en Hånes, nos había dicho que iba a ir a Søm en Nochevieja.
Tras dos llamadas telefónicas, todo estaba arreglado. Tom nos compraría la cerveza, y nosotros estaríamos con los de octavo y noveno en su sótano hasta cerca de medianoche, luego iríamos al cruce, donde la gente se congregaba, allí me encontraría con compañeros del instituto y nos pegaríamos a ellos el resto de la noche. Era un buen plan. Cuando llegué a casa esa tarde, les dije a mis padres como de pasada que me habían invitado a una fiesta de Año Nuevo, que alguien de mi clase iba a hacer una fiesta en su casa de Søm, ¿les importaba que fuera? También en casa íbamos a hacer una fiesta, vendrían mis abuelos paternos y el hermano de mi padre, Gunnar, y su familia, de manera que ni mi madre ni mi padre tenían nada en contra de que me fuera.
—¡Qué bien! —exclamó mi madre.
—De acuerdo —dijo mi padre—. Pero tienes que estar en casa a la una.
—Pero si es Nochevieja —protesté—. ¿Podría ser a las dos?
—Sí. Pero entonces a las dos, y no a las dos y media. ¿Entendido?
La mañana de Nochevieja fuimos en bici hasta la tienda de Ryensletta, donde nos estaba esperando Tom. Le dimos el dinero y recibimos a cambio dos bolsas con diez botellas de cerveza en cada una. Jan Vidar escondió las bolsas en el jardín de su casa, y yo volví en bici a la mía. Mis padres estaban en plena faena con los preparativos, limpiando y recogiendo para la fiesta. Fuera hacía viento. Me quedé unos instantes delante de la ventana de mi habitación, mirando la nieve pasar como un torbellino, y el cielo gris, que parecía haberse bajado entre los oscuros árboles del bosque. Puse un disco, cogí el libro que estaba leyendo y me tumbé en la cama. Al cabo de un rato mi madre llamó a la puerta.
—Jan Ivar al teléfono —dijo.
El teléfono estaba abajo, en el cuarto de los armarios. Bajé, cerré la puerta y cogí el auricular.
—¿Sí? —dije.
—Ha ocurrido una catástrofe —dijo Jan Vidar—. Ese maldito Leif Reidar…
Leif Reidar era su hermano. Tenía poco más de veinte años, conducía un cuidado Opel Ascona y trabajaba en la fábrica de parqués Boen. Su vida no estaba orientada hacia el suroeste, hacia la ciudad, como lo estaban la mía y la de casi todos los demás, sino hacia el noreste, hacia Birkeland y Lillesand, y eso, sumado a su edad, hizo que nunca llegara a conocerlo mucho, a saber quién era, o qué pretendía. Tenía bigote y a menudo llevaba gafas de sol de piloto, pero no era el típico cutre, había algo pulcro en su modo de vestir y en su conducta que señalaba en otra dirección.
—¿Qué ha hecho? —pregunté.
—Encontró la bolsa con las cervezas en el jardín. Y no pudo resistir la tentación el muy cabrón. Qué puta mierda. Tiene esa maldita doble moral. Me puso verde, diciendo que sólo tengo dieciséis años y chorradas de ésas. Luego me exigió que le dijera quién había comprado la cerveza. Me negué, claro. No es de su incumbencia. Y entonces dijo que si no le decía un nombre, se lo contaría a mi padre. Es un jodido hipócrita. Es…, joder… Me vi obligado a decírselo. ¿Y sabes lo que hizo? ¿Sabes lo que hizo el muy cabrón?
—No —contesté.
La nieve salía como un velo del tejado del granero entre las ráfagas de viento. La luz de las ventanas del piso de abajo brillaba suavemente, casi como si guardara un secreto, hacia el crepúsculo, que avanzaba despacio. Vislumbré un movimiento dentro, tiene que ser papá, pensé, y así era, al instante su cara apareció detrás del cristal de la ventana, mirándome fijamente. Bajé la vista, volviendo la cabeza a medias.
—Me obligó a entrar en el coche y fuimos a casa de Tom con las bolsas.
—¿De verdad?
—¡Qué mierda de tío! Disfruta haciendo esas cosas. Era como si se sintiera orgulloso de lo que había hecho. De repente tan espléndido. Él. Estoy tan cabreado que no puedo respirar.
—¿Y qué pasó? —pregunté.
Cuando volví a mirar hacia la ventana, la cara había desaparecido.
—¿Que qué pasó? ¿Tú qué crees? Puso a parir a Tom y me dijo que le devolviera las bolsas con las cervezas. Lo hice. Luego Tom tuvo que devolverme el dinero. Como si fuera un niño. Como si él no hubiera hecho lo mismo a los dieciséis. Coño. Disfrutó como un enano, ¿sabes? Disfrutó cabreándose conmigo, disfrutó llevándome allí, disfrutó poniendo a parir a Tom.
—¿Y ahora qué? ¿Vamos a ir sin cervezas? Eso no puede ser.
—No, le guiñé un ojo a Tom cuando nos marchábamos. Supuse que lo entendería. Así que cuando llegué a casa lo llamé para pedirle perdón. No se había cabreado. Quedamos en que él iría a tu casa con las cervezas. Y me recogería en el camino para que se las pagara.
—¿Venís aquí?
—Sí, llegará dentro de diez minutos. En un cuarto de hora estamos en tu casa.
—Tengo que pensármelo —dije.
Hasta ese momento no descubrí que el gato estaba en la silla junto a la mesita del teléfono. Me miró y empezó a lamerse una pata. En el salón enchufaron el aspirador. El gato giró rápidamente una oreja hacia el sonido. Al instante volvió a relajarse. Me incliné sobre él y le rasqué el pecho.
—No podréis subir hasta la casa. Es imposible. Pero podemos dejar las bolsas en algún lugar de la cuneta. Nadie las encontrará allí.
—¿Al principio de la cuesta quizá?
—¿Junto a la casa?
—Sí.
—¿Al principio de la cuesta, junto a la casa en quince minutos?
—Muy bien.
—Y dile a Tom que no dé la vuelta justo delante de la casa, ni tampoco abajo, donde los buzones. Hay un sitio para dar la vuelta un poco más arriba.
—Vale. Hasta luego.
Colgué y entré en el salón, donde estaba mi madre. Al verme apagó el aspirador.
—Bajo a ver a Per un rato —dije—. A desearle feliz Año Nuevo.
—Muy bien —dijo mi madre—. Y saluda a sus padres de nuestra parte.
Per tenía un año menos que yo y vivía en la casa vecina, unos doscientos metros más abajo. Pasé con él la mayor parte del tiempo los años que vivimos allí. Jugábamos al fútbol siempre que podíamos, después del colegio, los sábados y domingos, en vacaciones, y gastábamos mucha energía en reunir a gente para jugar buenos partidos, pero cuando no lo conseguíamos, jugábamos a veces dos contra dos durante horas, y cuando eso tampoco era posible, jugábamos sólo Per y yo. Yo le tiraba balones a él y él me los devolvía, o jugábamos a lo que llamábamos el juego de dos. Lo hacíamos día tras día, incluso después de que yo empezara el bachillerato superior. Y nos bañábamos debajo de la cascada, en el remolino, donde el agua era profunda y se podía saltar desde una roca, o abajo en los rápidos, donde las masas de agua nos llevaban. Cuando el tiempo era demasiado malo para hacer algo fuera, veíamos vídeos en su sótano, o simplemente nos quedábamos en el garaje charlando. Me gustaba su casa, su familia era entrañable y generosa, y aunque su padre no me soportaba, yo siempre me sentía bien recibido. Pero a pesar de que Per era la persona con la que más tiempo pasaba, no lo consideraba un amigo, nunca lo mencionaba en ningún otro entorno, tanto porque era más joven que yo, lo que no era bueno, como porque era un paleto. No le interesaba la música, y era totalmente ignorante al respecto, tampoco le interesaban las chicas ni beber, estaba feliz con quedarse en casa los fines de semana con su familia. Le importaba un bledo presentarse en el colegio con botas de agua, y no tenía ningún problema en llevar jerséis de punto y pantalones de pana, vaqueros demasiado cortos o camisetas en las que ponía Zoológico de Kristiansand. Cuando yo fui a vivir allí, él nunca había ido aún solo a la ciudad. Apenas había leído un libro en su vida, sólo cómics, lo que, pensándolo bien, era mi caso, aunque yo también me nutría de una infinita cantidad de libros de MacLean, Bagley, Smith, Le Carré y Follett, pasión que poco a poco conseguí contagiarle a él. Algún que otro sábado íbamos a la biblioteca, cada dos domingos veíamos los partidos del club de fútbol Start, entrenábamos con el equipo de fútbol dos veces por semana, en los meses de verano también jugábamos un partido una vez por semana, y, para colmo, íbamos y veníamos juntos en el autobús del colegio todos los días. Pero nunca nos sentábamos uno al lado del otro, porque cuanto más nos acercábamos al colegio, menos amigo mío era Per, y en el recreo no teníamos ningún contacto. Curiosamente no le importaba nada. Siempre estaba alegre, abierto a todo, tenía un desarrollado sentido del humor y era, como el resto de su familia, una persona entrañable. En las vacaciones de Navidad había ido a su casa un par de veces, y habíamos visto vídeos o esquiado en las cuestas de detrás de nuestra casa. Ni se me había ocurrido invitarlo a nuestra fiesta de Año Nuevo, ni siquiera como una remota posibilidad. Jan Vidar tenía una relación inexistente con Per, se conocían, claro, como se conocía todo el mundo en ese lugar, pero nunca había estado solo con él. Cuando yo fui a vivir allí, Jan Vidar estaba siempre con Kjetil, un chico de su edad que vivía en Kjevik, cerca del aeropuerto, eran íntimos amigos, y entraban uno en casa del otro como si fueran de la familia. El padre de Kjetil era militar, y habían vivido en muchos sitios, según tenía entendido. Cuando Jan Vidar empezó a acercarse a mí, sobre todo debido a nuestro interés por la música, Kjetil intentó llevárselo de nuevo a su terreno, no paraba de llamarlo, lo invitaba a su casa, le contaba chistes que sólo ellos dos entendían cuando estábamos los tres en el colegio. Cuando eso no funcionaba, ponía el listón más bajo y nos invitaba a los dos a su casa. Un día fuimos en bicicleta por el aeropuerto, nos sentamos en un café, fuimos a Hamresanden y llamamos a la puerta de una de las chicas, Rita, por la que estaban interesados tanto Jan Vidar como Kjetil. Este último tenía una barra de chocolate que compartió con Jan Vidar por la cuesta, sin ofrecerme a mí, pero eso tampoco le dio resultado, pues Jan Vidar hizo como si nada y repartió su mitad conmigo. Al final Kjetil lo dejó para centrarse en otros, pero mientras estudiábamos el bachillerato elemental no tuvo ningún amigo tan íntimo como lo había sido Jan Vidar. Kjetil gustaba a todo el mundo, sobre todo a las chicas, pero ninguna lo quería como novio. Rita, que por lo demás era descarada y dura, se había encariñado con él, se reían mucho juntos y mantenían una relación muy especial, pero nunca llegaron a ser algo más que amigos. Rita guardaba para mí sus peores sarcasmos, y yo siempre estaba alerta cuando ella estaba cerca, pues nunca sabías cuándo y de qué manera llegarían los ataques. Era baja y delgada, tenía la cara estrecha y la boca pequeña, pero sus facciones estaban bien formadas y los ojos, a menudo tan llenos de desdén, brillaban con una rara intensidad; eran casi destellantes. Rita era una belleza, pero aún no era considerada como tal, y puede que nunca lo fuera, por lo desagradable que podía llegar a mostrarse con los demás.
Una tarde llamó por teléfono a mi casa.
—Hola, Karl Ove, soy Rita —dijo.
—¿Rita? —pregunté.
—Sí, tonto. Rita Lolita.
—Vale —dije.
—Tengo que hacerte una pregunta —dijo.
—¿Sí?
—¿Quieres ser mi novio?
—¿Qué has dicho?
—Te lo repito. ¿Quieres ser mi novio? Es una pregunta sencilla. Se supone que tienes que contestar sí o no.
—No… no lo sé —respondí.
—Venga ya. Si no quieres, dímelo.
—Creo que no —contesté.
—Está bien —dijo ella—. Nos vemos en el instituto mañana. Hasta luego.
Y colgó. Al día siguiente me comporté como de costumbre y ella también, aunque tal vez se mostrara aún más interesada en hacerme daño cuando se le presentaba la ocasión. Ella no lo mencionó jamás y yo tampoco, ni siquiera a Jan Vidar o Kjetil, no quería jugar con tanta ventaja sobre ellos.
Después de despedirme de mi madre y de que ella hubiera vuelto a encender el aspirador, me puse el chaquetón en la entrada y salí, doblegado contra el viento. Mi padre había abierto una de las dos puertas del garaje y estaba a punto de sacar la máquina quitanieves. La gravilla que cubría el suelo estaba seca y sin nieve, y siempre despertaba en mí un ligero malestar, porque la gravilla pertenecía a algo que estaba fuera, al aire libre, y lo que estaba fuera estaba cubierto de nieve, así que se producía un desequilibrio entre dentro y fuera. No pensaba en ello cuando las puertas estaban cerradas, ni se me ocurría, pero cuando lo veía…
—Voy a acercarme a casa de Per —grité.
Mi padre, que estaba maniobrando con la máquina, volvió la cabeza y asintió. Me arrepentí un poco de haber quedado en vernos en la cuesta, probablemente sería demasiado cerca, pues mi padre solía tener un sexto sentido en cuanto a irregularidades. Por otra parte, hacía algún tiempo que se interesaba mucho por mí. Cuando llegué donde estaban los buzones, le oí arrancar la máquina. Volví la cabeza para comprobar si podía verme o no desde donde estaba. Comprobé que no y bajé la cuesta por el lado desde donde sería menos probable que me viera. Una vez abajo, me detuve a contemplar el río mientras esperaba. Tres coches pasaron en fila por el otro lado. La luz de sus faros era como pequeños pinchazos amarillos en lo gris. La nieve sobre la llanura había tomado el color del cielo, cuya luz era contraída por el cono de la creciente oscuridad. El agua del canal abierto entre el hielo estaba negra y resplandeciente. Entonces oí un coche cambiar de marcha abajo en la curva, a unos cientos de metros de distancia. El zumbido del motor era quebradizo, propio de un coche viejo. El de Tom, sin duda. Miré la calle y levanté la mano a modo de saludo cuando apareció en la curva. Frenó y se detuvo junto a mí. Tom bajó la ventanilla.
—Vale, Karl Ove —dijo.
—Vale —contesté.
Sonrió.
—¿Te han regañado? —pregunté.
—Ese gilipollas —intervino Jan Vidar, que estaba sentado a su lado.
—Da igual —dijo Tom.
—¿Vais a salir esta noche?
—Sí. ¿Y tú?
—Me daré una vuelta.
—¿Y por lo demás?
—Todo bien.
Me miró con sus ojos de buena persona y sonrió.
—Vuestras cosas están atrás.
—¿Está abierto?
—Sí, claro.
Di la vuelta al coche y abrí el maletero, saqué las dos bolsas blancas de plástico que estaban entre un caos de herramientas, cajas de herramientas y esas gomas con ganchos en las puntas que se usan para sujetar cosas en la baca del coche.
—Ya lo tengo todo —dije—. Gracias, Tom. Nunca lo olvidaremos.
Tom resopló.
—Nos vemos —dije a Jan Vidar.
Asintió con la cabeza. Tom subió la ventanilla, saludó alegremente llevándose la mano a la frente, como solía hacer, y metió primera. Desaparecieron cuesta arriba. Yo salté por encima de los montones de nieve de la cuneta y entré en el bosque, seguí el curso del arroyo cubierto de nieve unos veinte metros hacia arriba, y dejé las botellas debajo de un tronco de abedul fácilmente reconocible, cuando oí bajar el coche de nuevo.
Me quedé esperando unos minutos entre los árboles, para que mi salida de casa no pareciera sospechosamente breve. Luego subí la cuesta, donde mi padre se encontraba en plena faena de quitar nieve para ensanchar la calle. No llevaba ni gorro ni guantes, iba detrás de la máquina con su viejo chaquetón de piel de cordero y una gruesa bufanda de lana enrollada al cuello. La nieve que acababa de quitar y que no se la llevaba el viento, caía como en cascadas a unos metros. Lo saludé con la cabeza al pasar por delante de él, sus ojos apenas me vieron y su rostro estaba inmóvil. Cuando entré en la cocina, después de haberme quitado el chaquetón en la entrada, mi madre estaba fumando. Una vela ardía en la ventana con una llama temblorosa. El reloj que había sobre la cocina eléctrica marcaba las tres y media.
—¿Todo bajo control? —pregunté.
—Sí, sí —contestó—. Lo pasaremos bien. ¿Quieres comer algo antes de irte?
—Me tomaré un poco de pan con algo —dije.
En la encimera había un gran paquete blanco de bacalao seco. La pila estaba llena de patatas oscuras sin lavar. La luz de la cafetera en el rincón estaba encendida. La jarra de cristal estaba llena hasta la mitad de café.
—Pero creo que voy a esperar un poco —añadí—. No me iré hasta las seis y media o por ahí. ¿A qué hora llegan ellos?
—Papá irá a buscar a los abuelos, creo que se va ya pronto. Gunnar llegará sobre las siete.
—Entonces tendré el tiempo justo para saludarlos —dije. Me fui al salón y me puse delante de la ventana para contemplar el valle, luego me acerqué a la mesa baja, cogí una naranja, me senté en el sofá y la pelé. Brillaban las luces del árbol de Navidad, temblaban las llamas en la chimenea, y en la mesa puesta en la otra punta del salón chispeaba la luz de las copas de cristal. Pensé en Yngve y me pregunté cómo se habría sentido él con todas estas cosas cuando iba al instituto. Al menos ya se le habían acabado los problemas; estaba en la cabaña de Vindil, en la provincia de Aust-Agder, con todos sus amigos. Llegó a casa apurando al máximo el mismo día de Nochebuena, y se volvió a marchar lo más pronto que le dictaba la prudencia, el 27 de diciembre. Él nunca había vivido en esa casa. El verano que nos mudamos, empezaba el tercer curso del instituto y quería acabarlo en el mismo sitio, con sus amigos de allí. Mi padre se puso furioso, pero Yngve se mostró inflexible, no se mudó, pidió un préstamo oficial para estudiantes, porque mi padre se negó a darle nada, y alquiló una habitación no muy lejos de nuestra antigua casa. Mi padre apenas hablaba con él los pocos fines de semana que venía a casa. La relación entre ellos era gélida. Al año siguiente, Yngve hizo el servicio militar, y recuerdo que un fin de semana trajo a casa a su novia, Alfhild. Era la primera vez que hacía algo así. Mi padre no apareció, claro está, estuvimos solos Yngve y Alfhild, mi madre y yo. Al final de la visita, cuando ellos estaban bajando la cuesta para ir a coger el autobús, llegaba mi padre en su coche. Se paró, bajó la ventanilla y saludó muy sonriente a Alfhild. Lo hizo con una mirada que jamás había visto en él, cargada de alegría e intensidad. Jamás nos había mirado así a ninguno de nosotros, eso sí que era seguro. Luego dejó de mirar, puso el coche en marcha y desapareció cuesta arriba, mientras nosotros seguimos bajando hacia la parada del autobús.
¿Era ése nuestro padre?
Toda la amabilidad y consideración hacia Alfhild por parte de mi madre fueron completamente eclipsadas por la mirada de cuatro segundos de mi padre. Lo mismo solía ocurrir los fines de semana que Yngve venía solo, mi padre se pasaba casi todo el tiempo en el pequeño apartamento del granero, y sólo se dejaba ver a la hora de las comidas. El hecho de que no preguntara nada a Yngve y sólo le prestara un mínimo de atención era lo que se recordaba de esos fines de semana, a pesar de todos los esfuerzos de mi madre para que Yngve se sintiera bien. Mi padre era el que marcaba la pauta en casa, nadie podía hacer nada contra eso.
En el exterior dejó de sonar de repente la máquina quitanieves. Me levanté, cogí la cáscara de la naranja, fui a la cocina, donde mi madre estaba pelando patatas, abrí la puerta del armario que había junto a ella y tiré la cáscara al cubo de la basura, viendo a mi padre cruzar el patio por delante del garaje, mientras se alisaba el pelo de un modo muy característico suyo. Subí a mi habitación, puse un disco y volví a tumbarme en la cama.
Durante algún tiempo estuvimos pensando en cómo llegar a Søm. Tanto el padre de Jan Vidar como mi madre se habrían ofrecido a llevarnos, lo que también hicieron cuando les expusimos nuestros planes. Pero las dos bolsas de cervezas lo imposibilitaban. Llegamos a la conclusión de que Jan Vidar diría en su casa que mi madre nos llevaría y yo diría en la mía que nos llevaría el padre de Jan Vidar. Era algo arriesgado, porque nuestros padres se encontraban a veces, pero la posibilidad de que surgiera la cuestión del transporte no era tan grande como para no correr el riesgo. Con este problema resuelto, sólo quedaba el viaje en sí. En Nochevieja no funcionaban los autobuses de nuestra zona, pero averiguamos que pasarían algunos por el cruce de Timenes, que estaba a diez kilómetros. Tendríamos que hacer autostop, si teníamos suerte, algún coche podría llevarnos hasta Søm, si no, tendríamos que coger el autobús desde Timenes. Con el fin de evitar toda clase de preguntas y sospechas, tendría que salir de casa después de que llegaran los invitados, es decir, a las siete. El autobús salía a las ocho y diez, de manera que con un poco de suerte debería funcionar.
Emborracharse requería planificación. Había que conseguir las bebidas de un modo seguro, y también había que conseguir un lugar seguro para guardarlas. Además de un transporte de ida y vuelta seguro, había que evitar encontrarse con los padres al volver a casa. Desde aquella bienaventurada experiencia en Oslo, sólo había conseguido emborracharme dos veces. La última estuvo a punto de acabar mal. Liv, la hermana de Jan Vidar, acababa de comprometerse con Stig, un militar al que había conocido en el aeropuerto de Kjevik, donde también trabajaba el padre de ella y de Jan Vidar. Ella quería casarse joven, tener hijos y ser ama de casa, un sueño de futuro completamente anormal para una chica de su edad, de modo que aunque sólo nos llevaba un año, vivía en un mundo completamente distinto al nuestro. Una noche de sábado nos invitaron a los dos a una pequeña celebración en casa de unos amigos. Como no teníamos ningún otro plan, aceptamos, y unos días más tarde nos encontrábamos sentados en un sofá, en una casa de algún lugar, bebiendo vino casero y viendo la televisión. La intención era organizar una acogedora «velada en casa», había velas encendidas en la mesa y se sirvió lasaña. Estoy seguro de que podría haber resultado de no haber sido por el vino, del que había cantidades incalculables. Bebí y me puse tan increíblemente alegre como la primera vez, pero esa noche perdí el conocimiento y luego no recordaba nada de entre la quinta copa de vino y el momento en el que me desperté en el suelo de un oscuro sótano, vestido con un pantalón de chándal y una camiseta que jamás había visto, tumbado sobre un edredón, tapado con toallas, con mi ropa en un montoncito al lado y empapado de vómitos. Vislumbré una lavadora junto a la pared, una cesta llena de ropa sucia al lado y un congelador en la otra pared con varias prendas para la lluvia sobre la tapa. También había por allí un montón de nasas de cangrejos, un salabre, una caña de pescar, y un estante con herramientas y cachivaches. Era un entorno nuevo y desconocido para mí, que capté en una sola mirada, porque me desperté descansado y con la cabeza completamente despejada. La puerta estaba entreabierta, la abrí y entré en la cocina, donde estaban sentados Stig y Liv, con las manos entrelazadas, ardiendo de felicidad.
—Hola —dije.
—Aquí tenemos a Garfield, ¿no? —dijo Stig—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —contesté—. ¿Qué ha pasado?
—¿No lo recuerdas?
Negué con la cabeza.
—¿Nada?
Stig se rió. En ese momento entró Jan Vidar.
—Vale —dijo.
—Vale —contesté.
Sonrió.
—Vale, Garfield —dijo.
—¿Qué es eso de Garfield? —pregunté.
—¿No lo recuerdas?
—No. No recuerdo absolutamente nada. Pero veo que he vomitado.
—Estábamos viendo la tele. Una película sobre Garfield. Entonces te levantaste, te pusiste a golpearte el pecho y a gritar I’m Garfield. Luego te volviste a sentar y no parabas de reír. Lo volviste a hacer. I’m Garfield! I’m Garfield! Y vomitaste. En el salón. Sobre la alfombra. Luego te dormiste, jodido. En un mar de vómitos. Y no hubo forma de despertarte.
—Joder —dije—. Lo siento.
—No es grave —dijo Stig—. La alfombra se puede limpiar. Ahora lo importante es devolveros a casa sanos y salvos.
En ese instante me invadió el miedo.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Pronto será la una.
—¿Sólo la una? Menos mal. Tenía que estar en casa a la una. Entonces sólo voy a llegar unos minutos tarde.
Stig no bebía, lo seguimos hasta el coche, y nos metimos en él, Jan Vidar delante y yo detrás.
—¿De verdad que no te acuerdas de nada? —preguntó Jan Vidar cuando ya estábamos en marcha.
—No, joder, de nada absolutamente.
Me sentía orgulloso. Toda la historia sobre lo que yo había dicho y hecho, incluso la vomitona, me enorgullecía. Era algo así como lo que quería ser. Pero cuando Stig paró el coche abajo, donde los buzones, y me puse a subir la cuesta oscura, con ropa que no era mía, y con la mía en una bolsa que colgaba de mi mano, entonces lo que sentía era miedo.
Ojalá se hayan acostado. Ojalá se hayan acostado.
De hecho eso parecía. Al menos las luces de la cocina estaban apagadas, y eso era lo último que hacían antes de acostarse. Pero cuando abrí la puerta y entré de puntillas, oí sus voces. Estaban sentados arriba, en el sofá delante del televisor, charlando. Nunca lo hacían.
¿Me estaban esperando? ¿Querían controlarme? De mi padre podía esperar que me hiciera soplar para olerme el aliento. Sus padres lo habían hecho, ahora se reían de ello, pero seguro que no por aquel entonces.
Pasar sin que se dieran cuenta sería simplemente imposible, pues la escalera acababa justo al lado de donde estaban. No me quedaba otro remedio que liarme la manta a la cabeza.
—¿Hola? —dije—. ¿Todavía estáis levantados?
—Hola Karl Ove —me saludó mi madre.
Subí la escalera lentamente y me paré donde podían verme.
Estaban sentados uno al lado del otro en el sofá, mi padre con un brazo encima del respaldo.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó mi madre.
¿Acaso no lo veía?
No me lo podía creer.
—Ha estado bien —dije, dando unos pasos—. Hemos visto la tele y comido lasaña.
—Estupendo —dijo mi madre.
—Pero tengo mucho sueño —añadí—. Creo que me voy a acostar.
—Muy bien —dijo ella—. Nosotros también nos acostaremos pronto.
Me encontraba a cuatro metros de ellos, vestido con unos pantalones desconocidos de chándal, un jersey desconocido, y mi ropa llena de vómito en una bolsa de plástico, apestando a alcohol. Pero ellos no se dieron cuenta.
—Buenas noches —dije.
—Buenas noches —contestaron ellos.
Y se había acabado. No entendía cómo podía haberme salvado, pero había que dar las gracias y recibirlo como un regalo. Metí la bolsa con la ropa en el armario, y la siguiente vez que estuve solo en casa, la enjuagué en la bañera. La puse a secar en el armario de mi cuarto y luego la metí en la cesta de la ropa sucia como de costumbre.
Ni una palabra a nadie.