Cuando ahora escribo esto han pasado más de treinta años. En la ventana frente a mí veo el reflejo de mi propio rostro. Aparte del ojo, que brilla, y justo la parte de abajo, que refleja una luz mate, todo el lado izquierdo está en sombra. Dos profundos surcos bajan por la frente, y un profundo surco baja por cada mejilla, todos como llenos de oscuridad, y con los ojos mirando fijamente, serios, y las comisuras de los labios hacia abajo, resulta imposible no pensar en este rostro como sombrío.

¿Qué es lo que se ha asentado en este rostro?

Hoy es 27 de febrero de 2008. Son las 23.43. Yo, el que escribe esto, Karl Ove Knausgård, nací en diciembre de 1968, y por tanto tengo en este momento treinta y nueve años. Tengo tres hijos, Vanja, Heidi y John, y estoy casado en segundas nupcias con Linda Boström Knausgård. Los cuatro están durmiendo en habitaciones alrededor de mí en un piso de Malmö, donde llevamos viviendo año y medio. Exceptuando a los padres de algunos niños de la guardería de Vanja y Heidi, no conocemos a nadie aquí. Y no lo echamos de menos, por lo menos yo, pues no saco nada en claro de la vida social. Nunca digo en el fondo lo que pienso, pero siempre me acerco mucho a la persona con la que hablo, hago como si lo que me dicen me interesara, excepto cuando bebo, entonces suelo moverme demasiado lejos en dirección contraria, para luego despertarme a la angustia del exceso, que ha crecido con los años y que ahora puede durar semanas. Cuando bebo, también tengo lagunas de memoria y pierdo el control de mis actos, que suelen volverse desesperados y estúpidos, pero a veces también desesperados y peligrosos. Por eso ya no bebo. No quiero que nadie me alcance. No quiero que nadie me vea, y así ocurre: nadie me alcanza y nadie me ve. Eso debe de ser lo que se ha asentado en mi cara, lo que la ha hecho rígida y parecida a una máscara, casi imposible de asociar conmigo cuando casualmente me topo con ella en un escaparate de la calle.

*

Lo único que no envejece de la cara son los ojos. Son igual de claros el día que nacemos que el día que morimos. Es cierto que sus venas pueden reventar y las retinas se vuelven más mates, pero su luz no cambia nunca. Hay un cuadro que me acerco a ver cada vez que voy a Londres y que me conmueve con la misma fuerza cada vez. Es el autorretrato del Rembrandt tardío. Los cuadros del Rembrandt tardío suelen caracterizarse por una rudeza casi inaudita, en la que todo está subordinado a la expresión de ese determinado momento, como resplandeciente y sagrado, hasta ahora algo inigualado en el arte, con la posible excepción de lo que Hólderlin logra en sus poemas tardíos, por muy incomparable que suene, porque donde la luz de Hólderlin conjurada en el lenguaje es etérea y celestial, la luz de Rembrandt es conjurada en el color: el de la tierra, el del metal y el de la materia; pero este cuadro, que se encuentra en la National Gallery, está pintado de un modo algo más cercano al clasicismo realista, más cerca de la expresión del joven Rembrandt. Pero lo que representa es al viejo Rembrandt. A la vejez. Todos los detalles del rostro son visibles, todas las huellas de la vida están estampadas en él, se dejan seguir. La cara tiene surcos, arrugas, bolsas, está ajada por el tiempo. Pero los ojos son claros, y aunque no son jóvenes, al menos parecen fuera de ese tiempo que por lo demás caracteriza su cara. Es como si otra persona nos mirase desde algún lugar más al fondo de la cara, donde todo es diferente. Más cerca que esto será difícil llegar al alma de otra persona. Porque todo lo que tiene que ver con la persona de Rembrandt, sus costumbres y vicios, los olores y sonidos de su cuerpo, su voz y su vocabulario, sus pensamientos y opiniones, su manera de comportarse, sus defectos y sus achaques, todo lo que constituye una persona a los ojos de los demás, se ha borrado, el cuadro tiene más de cuatrocientos años, y Rembrandt murió el mismo año en que lo pintó, de modo que lo que está retratado, lo que Rembrandt ha pintado, es la mismísima existencia de este ser humano, esa existencia a la que despertaba cada mañana, y que enseguida se le metía dentro de los pensamientos, pero que no eran pensamientos en sí, aquello que enseguida se le metía en los sentimientos, pero que no eran sentimientos en sí, y aquello que todas las noches lo abandonaba al quedarse dormido, al final para siempre. Es esa parte del ser humano que el tiempo no toca, y aquello de lo que la luz de los ojos procede. La diferencia entre este cuadro y los demás cuadros tardíos pintados por Rembrandt es la diferencia entre ver y ser visto. Es decir, en este cuadro se ve a sí mismo, a la vez que él mismo es visto, y supongo que esto sólo era posible en el barroco, con su gusto por el espejo dentro del espejo, el juego dentro del juego, la puesta en escena y la fe en la conexión de todas las cosas, una época en la que la perfección artesanal alcanzó un nivel nunca logrado por nadie ni antes ni después. Pero existe en nuestro tiempo y observa por nosotros.

*

La noche en que nació, Vanja nos estuvo mirando durante varias horas. Sus ojos eran como dos faros negros. Tenía el cuerpo ensangrentado, el pelo largo pegado a la cabeza, y cuando se movía, lo hacía con los movimientos de un reptil. Se parecía a algo llegado del bosque, tumbada sobre la tripa de Linda, mirándonos fijamente. No logramos saciarnos de ella ni de su mirada. Pero ¿qué había en esa mirada? Calma, seriedad, oscuridad. Saqué la lengua, transcurrió un minuto, y ella sacó la suya. Nunca hubo en mi vida tanto futuro como en ese instante, tanta alegría. Ahora ella tiene cuatro años y todo es diferente. Sus ojos son espabilados, y lo mismo se llenan de celos que de felicidad, de dolor que de ira, ya tiene experiencia del mundo, y puede ser tan descarada que me hace perder por completo los estribos, acabo por gritarle o sacudirla hasta que se echa a llorar. Pero en general sólo se ríe. La última vez que ocurrió, la última vez que estuve tan enfadado que la sacudí, ella no hizo sino reírse, se me ocurrió de repente una idea y le puse la mano en el pecho.

El corazón le martilleaba. Vaya, cómo le martilleaba.

*

Pasan unos minutos de las ocho de la mañana. Es el 4 de marzo de 2008. Estoy sentado en mi despacho, rodeado de libros desde el suelo hasta el techo, escuchando al grupo sueco Dungen, mientras pienso en lo que he escrito y adónde conduce. Linda y John duermen en el cuarto de al lado, Vanja y Heidi están en la guardería, donde las dejé hace media hora. En el enorme Hotel Hilton de enfrente, todavía con sombra, los ascensores suben y bajan deslizándose por las tres cajas de cristal de la fachada. Junto al hotel hay un edificio de ladrillo rojo que, a juzgar por todos sus miradores, buhardillas y arcos, tiene que ser de finales del siglo XIX o principios del XX. Un poco más allá veo un jirón del parque Magistrat, con sus árboles sin hojas y su hierba verde, donde una casa abigarrada de cemento gris, con aire de los años setenta, obstaculiza la visión y fuerza la mirada hacia el cielo, que por primera vez en varias semanas está claro y azul.

Después de haber vivido aquí un año y medio, conozco esta vista y todas sus expresiones a través de los días y del año, pero no me siento muy unido a ella. Nada de lo que veo aquí significa algo para mí. Tal vez sea justo lo que buscaba, porque sin duda hay algo que me atrae en eso de no tener relación con nada, o tal vez incluso sea algo que necesito, pero no ha sido una elección consciente. Hace seis años, Bergen era la ciudad en la que escribía, y aunque no había pensado vivir en ella el resto de mi vida, tampoco tenía intención de dejar ni el país ni a la mujer con la que estaba casado. Al contrario, estábamos pensando en tener hijos y tal vez mudarnos a Oslo, donde yo escribiría más novelas y ella seguiría trabajando en la radio y la televisión. Pero de ese futuro, que seguramente sólo fue una prolongación del entonces presente, con sus rutinas y sus cenas con amigos y conocidos, sus viajes de vacaciones y sus visitas a padres y suegros, todo esto enriquecido por los hijos que pensábamos tener, no hubo absolutamente nada. Algo sucedió, y de un día para otro me fui a Estocolmo, al principio sólo para ausentarme durante unas semanas, y luego de repente se convirtió en mi vida. No sólo cambiaron la ciudad y el país, sino también todas las personas. Si resulta extraño que lo hiciera, aún más extraño es que nunca piense en ello. ¿Cómo aterricé aquí? ¿Por qué ocurrió así?

En Estocolmo conocía sólo a dos personas, y a ninguna de ellas bien: Geir, a quien había conocido en Bergen en la primavera de 1990, es decir, doce años antes, y Linda, a la que había conocido en un seminario para principiantes en Biskops-Arnö en la primavera de 1999. Mandé un correo a Geir preguntándole si podía alojarme en su casa hasta que encontrara algo. Me dijo que sí y desde allí puse por teléfono un anuncio para encontrar piso en dos periódicos suecos. Recibí más de cuarenta respuestas, de las que elegí dos. Una en la calle Bastu, la otra en la calle Bränkyrka. Después de haber visto los dos me decidí por el ultimo, hasta que posé la mirada en la lista de los vecinos del portal. Allí estaba el nombre de Linda. ¿Cuál era la probabilidad de que ocurriera algo así? En Estocolmo viven más de un millón y medio de personas. Si hubiera encontrado el piso por medio de amigos o conocidos, la casualidad no habría sido tan grande, porque en todas partes los ambientes literarios son relativamente pequeños, independientemente del tamaño de la ciudad, pero había sucedido mediante un anuncio anónimo en el periódico, leído por varios centenares de personas, y la mujer que me había contestado no nos conocía ni a Linda ni a mí, claro está. Cambié de opinión en un momento, lo mejor sería coger el otro piso, porque si elegía ése, puede que Linda pensara que la perseguía. Pero fue un presagio. Y tendría sentido, porque ahora estoy casado con Linda y es la madre de mis tres hijos. Ahora es con ella con quien comparto mi vida. Las únicas huellas que existen de la vida anterior son los libros y los discos que me traje. Dejé todo lo demás. En aquella época perdí mucho tiempo pensando en el pasado, cuando ahora miro hacia atrás me parece que fue casi enfermizo perder tanto tiempo pensando en el pasado y que por ello no sólo leía la novela En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, sino que más o menos me la bebía, ya que ahora el pasado apenas está presente en mis pensamientos. Creo que gran parte de la razón son los hijos que hemos tenido, la vida con ellos aquí y ahora ocupa todo el espacio. Incluso el pasado más cercano es reprimido: si me preguntas lo que hice hace tres días no me acuerdo. Si me preguntas cómo era Vanja hace dos años, Heidi hace dos meses y John hace dos semanas, no me acuerdo. Ocurre un montón de cosas en la pequeña vida cotidiana, pero lo que ocurre, ocurre todo el tiempo dentro del mismo marco, y eso, más que ninguna otra cosa, ha cambiado mi imagen del tiempo. Antes veía el tiempo como un trayecto que había que recorrer y el futuro como un proyecto para mucho más adelante, tal vez brillante, pero al menos nunca aburrido; en este momento está entretejido con la vida de aquí y ahora de una manera muy diferente. Si tuviera que describirlo mediante una imagen, sería la de un barco dentro de una esclusa: de un modo tan lento como ineludible, la vida es elevada por el tiempo, que entra constantemente a pequeños chorros desde todos los lados. Excepto en los detalles, todo se parece a sí mismo. Y cada día que pasa crece la añoranza por ese momento en que la vida llegue al borde, por ese momento en que se abra la compuerta y la vida por fin avance. Al mismo tiempo, comprendo que precisamente lo repetitivo, lo encerrado, lo inalterable, es necesario, que me protege, porque las pocas veces que lo abandono, vuelven todos mis viejos tormentos. De repente estoy de nuevo obsesionado por toda clase de pensamientos sobre lo que se dijo, lo que se vio, lo que se pensó, como lanzado dentro de esa parcela descontrolada, estéril, a menudo humillante y a la larga destructiva en la que viví durante tantos años. La añoranza de otro lugar es tan fuerte allí como aquí, pero la diferencia es que la meta de la añoranza es realizable allí, pero no aquí. Aquí estoy obligado a buscarme otros objetivos y a contentarme con ellos. El arte de vivir, de eso estoy hablando. Sobre el papel no es ningún problema, allí puedo fácilmente obtener una imagen de Heidi, por ejemplo, bajándose de su cuna de barrotes a las cinco de la mañana, atravesar la habitación en la oscuridad y unos segundos después encender la luz y colocarse delante de mí, que medio dormido la miro con un ojo y la oigo decir: «¡Cocina!» Su lengua sigue siendo idiosincrásica, con un significado de las palabras diferente a los usuales, y «cocina» significa muesli y leche con arándanos. De la misma manera que la vela, por ejemplo, se llama «cumpleaños feliz». Heidi tiene ojos grandes, boca grande, gran apetito, y es en todos los sentidos una niña feroz, pero esa alegría robusta e invulnerable que mostró durante su primer año y medio de vida, desde este otoño, desde el nacimiento de John, se ha visto ensombrecida por estallidos emocionales hasta ahora desconocidos. Los primeros meses aprovechaba casi cualquier ocasión para intentar hacer daño a su hermano. Los arañazos en la cara del pequeño constituían más la regla que la excepción. Cuando este otoño volví a casa después de un viaje de cuatro días a Frankfurt, parecía que John había estado en la guerra. Fue difícil, porque tampoco queríamos alejarla de él, de modo que teníamos que procurar interpretar el humor del que se encontraba la niña y regular el acceso a su hermano conforme a ese humor. Pero incluso cuando estaba de muy buen humor, su mano podía escaparse velozmente para pegarle o arañarle. En esa época empezó a tener ataques de rabia con una fuerza que dos meses antes ni me habría imaginado, a la vez que apareció en ella una vulnerabilidad igual de desconocida hasta entonces: si en mi voz o en mi conducta había el más leve indicio de dureza, ella bajaba la cabeza, se daba la vuelta y se ponía a llorar, como si la rabia fuera algo que quería mostrarnos, y la sensibilidad algo que quería esconder. Cuando escribo esto, siento una gran ternura por ella. Pero eso es sobre el papel. En realidad, cuando es de verdad y ella se pone delante de mí, tan temprano por la mañana que las calles están silenciosas y no se oye ni un ruido en la casa, ella contentísima de empezar un nuevo día, y yo con un gran esfuerzo me pongo de pie, me visto con la ropa del día anterior y la sigo hasta la cocina, donde le esperan la soñada crema de leche con sabor a arándanos y el muesli sin azúcar, entonces no es ternura lo que siento, y si en esos momentos ella traspasa los límites, por ejemplo pidiéndome sin parar que le ponga una película o intentando entrar en la habitación donde duerme John, en resumen, cada vez que ella no acepta un no por respuesta, sino que insiste e insiste eternamente, ocurre a menudo que mi irritación se convierte en enfado, y cuando entonces le hablo con dureza, llegan sus lágrimas y ella agacha la cabeza y me da la espalda con los hombros hundidos, entonces pienso que se lo tiene merecido. La comprensión de que sólo tiene dos años no me llega hasta por la noche, cuando ellos están dormidos y yo estoy levantado pensando en lo que realmente estoy haciendo. Pero para entonces me he salido de la situación. Dentro no tengo ninguna posibilidad. Dentro lo importante es conseguir superar la mañana, las tres horas de cambiar pañales, vestir, servir desayunos, lavar caras, peinar y recoger pelo, limpiar dientes, evitar peleas y golpes, poner monos y botas antes de entrar en el ascensor con el cochecito plegable doble en una mano, y las manitas de las dos niñas en la otra, a menudo empujones y ruido bajando al portal, donde las meto en el cochecito, les pongo gorras y manoplas y salgo a la calle, que ya está llena de gente camino del trabajo, para diez minutos más tarde dejarlas en la guardería, y con ello tener por delante cerca de cinco horas libres para trabajar, hasta que las rutinas requeridas por las niñas se presentan de nuevo.

Siempre he sentido una gran necesidad de estar solo, necesito amplias superficies de soledad, y cuando no logro tenerlas, como ha sido el caso los últimos cinco años, la frustración llega a veces a ser desesperada o agresiva. Y cuando lo que me ha mantenido en marcha durante toda mi vida de adulto, es decir, la ambición de llegar a escribir algo grande un día, resulta amenazado de esa manera, mi único pensamiento, que me roe como una rata, es que tengo que huir. La sensación de que el tiempo se me escapa de entre los dedos mientras hago… ¿qué? Friego suelos, lavo ropa, preparo comidas, friego cacharros, hago la compra, juego con los niños en el patio, los meto en casa y los desnudo, los baño, tiendo ropa, doblo prendas y las meto en el armario, ordeno, friego mesas, sillas, armarios. Es una lucha, y aunque no sea heroica, la libro contra una fuerza superior, porque por mucho que trabaje en casa, las habitaciones están llenas de desorden y suciedad, y los niños, que están siendo cuidados cada minuto de su tiempo despierto, son más rebeldes que ningún otro niño que yo haya visto, en ocasiones esto es una casa de locos, tal vez porque nunca conseguimos el equilibrio necesario entre distancia y cercanía, lo que es tanto más importante cuanto mayor es la personalidad implicada. Y aquí hay bastante de eso. Cuando Vanja tenía más o menos ocho meses empezó a tener fuertes estallidos emocionales, a veces casi arrebatos. En esos casos resultaba imposible llegar hasta ella, gritaba sin cesar. Lo único que podíamos hacer era tenerla en brazos hasta que se le hubiera pasado. No es fácil saber a qué se debía, pero ocurría a menudo cuando había recibido muchas impresiones nuevas, como por ejemplo cuando íbamos al campo de los alrededores de Estocolmo a visitar a su abuela, cuando llevaba mucho rato con otros niños o cuando habíamos estado fuera un día entero. En esos casos podía ponerse a gritar a todo volumen fuera de sí, inconsolable. Sensibilidad y fuerza de voluntad no combinan fácilmente. Y no le resultó más fácil cuando Heidi nació. Me gustaría poder decir que en esa época me comporté con moderación y sensatez, pero por desgracia no fue así, porque también mi enfado y mis emociones se ponían en marcha bajo esas condiciones, muy a menudo en público. A veces, furioso, tiraba de ella tumbada en el suelo de uno de los centros comerciales de Estocolmo, me la echaba al hombro como un saco de patatas y la llevaba por la ciudad mientras ella daba patadas y golpes gritando como una loca. También ocurría que yo respondiera a sus gritos con los míos, para luego tirarla sobre la cama y sujetarla hasta que se tranquilizaba. No era muy mayor cuando ya sabía exactamente algo que me volvía loco: un determinado tipo de grito, no llanto, sollozo o histeria, sino gritos fuera de contexto, metódicos, agresivos, capaces de sacarme por completo de mis casillas, y que me hacían levantarme y acercarme a la pobre niña para gritarle o sacudirla hasta que los gritos se convertían en llanto, su cuerpo se suavizaba, y por fin estaba lista para recibir consuelo.

Cuando ahora miro hacia atrás, resulta sorprendente cómo ella, con apenas dos años, pudo marcar nuestra vida de esa manera. Porque así fue, durante un tiempo todo giró en torno a eso. Naturalmente no dice nada de ella, pero sí todo de nosotros. Tanto Linda como yo vivimos cerca del caos, o de la sensación de caos, todo puede desbordarse en cualquier momento, y todo eso que una vida con niños pequeños exige, es algo a lo que nos tenemos que forzar. No sabemos lo que es la planificación. El hecho de que tenemos que comprar para la comida nos llega cada día como una sorpresa. También el hecho de que las facturas tienen que pagarse al final de cada mes. Si no fuera por los ingresos esporádicos en mi cuenta, en concepto por ejemplo de derechos de autor, ventas a clubs de libros, un poco de dinero de una edición escolar o, como este otoño, la segunda parte de un pago de una venta al extranjero y que había olvidado, todo se habría ido a pique. Pero esta constante improvisación aumenta la importancia del momento, que, claro está, se vuelve extremadamente animado, ya que nada en él marcha por su cuenta, y si entonces la vida aparece como algo luminoso, lo que es el caso, la presencia se vuelve grande, y la felicidad correspondientemente intensa. Ah, entonces brillamos. Cada niño está lleno de vida y busca de un modo natural la alegría, así que si uno tiene un poco de aguante y los sabe llevar, ellos se olvidan de su rabia o su ira en el transcurso de unos minutos. Lo terrible es, claro, que la conciencia de esto, el que sólo sirva saberlos llevar, no me ayuda en absoluto cuando me encuentro en medio de una de esas situaciones, como si hubiera sido arrastrado hasta dentro de un pozo de lágrimas y frustración. Y cuando ya estoy dentro del pozo, cada nueva acción conduce a que me hunda un poco más en él. E igual de terrible resulta el hecho de que se trate de una niña. Del hecho de que sea una niña la que me haga hundirme. Hay en ello algo profundamente indigno. En situaciones como ésas estoy lo más lejos posible de la persona que quisiera ser. Yo no sabía nada de todo esto antes de tener hijos. Entonces pensaba que todo iría bien siempre y cuando fuera bueno con ellos. Y supongo que en realidad es así, pero nada de lo que había visto hasta entonces me había advertido de la invasión que implica un niño en tu vida. Esa intimidad inaudita que uno tiene con ellos, cómo tu propio genio y humor se entreteje en cierto modo con su genio y humor, de tal manera que los peores aspectos de tu personalidad ya no es algo que puedes guardar para ti a escondidas, sino que de alguna manera se forman fuera de ti y luego te son arrojados de vuelta. Lo mismo rige para tus mejores cualidades, claro. Porque exceptuando los períodos más apremiantes, cuando nació Heidi primero y luego John, y la vida sentimental de los implicados se volvió catastrófica, la vida aquí les resulta en el fondo estable y transparente, y aunque de vez en cuando me pongo furioso con ellos, ellos se sienten, sin embargo, seguros conmigo, y buscan mi presencia cada vez que la necesitan. No hay nada que les guste más que cuando todos los miembros de la familia hacemos algo juntos, y no exigen nada más que lo más sencillo: una excursión a Vástra Hamnen un día soleado, primero a través del parque, donde un montón de palos basta para mantenerlos entretenidos durante media hora, luego ir a ver los veleros del puerto, que les interesan sobremanera, después almuerzo en las escaleras junto al mar, comiéndonos nuestros panini del café italiano que hay allí, porque por supuesto nos hemos olvidado de preparar algo para llevar, y luego una hora en la que no hacen sino dar vueltas corriendo, jugando y riéndose: Vanja con esa manera tan característica de correr, típica de ella desde que sólo tenía año y medio; Heidi con sus pasos inseguros y alegres, siempre dos metros detrás de su hermana mayor, dispuesta a recibir los raros regalos de solidaridad que pueda recibir de la otra, antes de volver a casa por el mismo camino. Si Heidi se duerme en el cochecito, nos sentamos en un café con Vanja, que adora esos momentos que puede disfrutar a solas con nosotros, bebiendo su limonada mientras habla de todo y hace preguntas del tipo ¿el cielo está pegado o suelto?, o ¿se puede detener el otoño?, o ¿los monos tienen esqueleto? Aunque la sensación de alegría que me producen esos momentos no sea arrolladora, sino más bien de satisfacción o calma, es, al fin y al cabo, alegría. Quizá incluso, en momentos muy especiales, felicidad. ¿Y no basta con eso? Pues sí, si la felicidad hubiera sido el objetivo habría bastado. Pero la felicidad no es mi objetivo, nunca lo ha sido, ¿para qué sirve la felicidad? Tampoco la familia es mi objetivo. Si lo hubiera sido y hubiera empleado todo mi tiempo y toda mi energía en ella, lo habríamos pasado estupendamente, estoy seguro de ello. Entonces podríamos haber vivido en algún lugar de Noruega, esquiando y patinando en invierno, con bocadillos y un termo en la mochila, habríamos salido en barca en verano, nos habríamos bañado en el mar, pescado, acampado, habríamos ido de vacaciones al extranjero con otras familias con niños, habríamos tenido un hogar ordenado, empleado el tiempo en hacer buena comida, estar con amigos, alegres y felices. Ay, suena como una caricatura, pero todos los días veo a familias que consiguen que la vida con niños funcione. Los niños están aseados, su ropa limpia, a los padres se les ve contentos, y aunque alguna vez levanten la voz, nunca hablan a los hijos como si fueran idiotas. Salen de excursión los fines de semana, alquilan una casa en Normandía en verano, y su frigorífico nunca está vacío. Trabajan en bancos u hospitales, en empresas de informática o en la administración municipal, en el teatro o en la universidad. ¿Por qué el hecho de que escriba iba a excluirme de ese mundo? ¿Por qué el hecho de que escriba tiene como consecuencia que los cochecitos de nuestros hijos parezcan sacados de un vertedero? ¿Por qué el hecho de que escriba tiene como consecuencia que llegue a la guardería con ojos enloquecidos y mi cara se endurezca en una grotesca máscara de frustración? ¿Por qué el hecho de que escriba va a tener como consecuencia que nuestros hijos insistan en imponer su voluntad, independientemente de las consecuencias? ¿De dónde viene todo este desorden en nuestra vida? Sé que puedo hacerlo desaparecer, también sé que podemos llegar a ser una familia así, pero entonces yo tendría que quererlo, y la vida sólo podría tratar de eso. Y no quiero eso. Hago por la familia lo que tengo que hacer, es mi deber. Lo único que me ha enseñado la vida es a soportarla, nunca a cuestionarla, y a quemar en la escritura los deseos generados. No tengo ni idea de dónde viene ese ideal, y cuando ahora lo veo escrito, negro sobre blanco, delante de mí, parece casi perverso: ¿por qué la obligación antes que la felicidad? La cuestión sobre la felicidad es banal, pero no lo es la siguiente pregunta, la que trata del sentido. Se me saltan las lágrimas cuando veo una hermosa pintura, pero no cuando miro a mis hijos. Eso no significa que no los quiera, porque sí los quiero, con todo mi corazón, sólo significa que el sentido que proporcionan no puede llenar una vida. Al menos no la mía. Pronto cumpliré cuarenta años, luego cincuenta. Cuando tenga cincuenta faltará poco para los sesenta. Cuando tenga sesenta casi setenta. Y ya está. Así puede sonar la frase de mi lápida: Aquí reposa uno que aguantó. Lo que al final acabó con él. O tal vez mejor:

Aquí reposa uno que todo aguantó

y que por eso sólo a medias vivió.

Lo último que antes de morir profirió

y muerto en el suelo cayó

fue qué frío hace en este plató,

¿alguien puede darme un poco de calor?

O tal vez aún mejor:

Aquí reposa un escritor,

un hombre noble al fin y al cabo,

pero ajenos le eran la risa y el humor

y de la felicidad no fue esclavo.

En un tiempo de palabras se le llenaba la boca,

ahora de tierra no tiene poca.

Venid larvas, venid gusanos

a comer un poco de cuerpos humanos.

Comeos un ojo,

importa muy poco,

de nada se asustan estos ancianos.

Pero me quedan treinta años de vida, y no es seguro que sea el mismo. Tal vez mejor algo así:

De todos nosotros a ti, Dios mío,

aquí está con cuerpo, alma y libre albedrío,

Karl Ove Knausgård por fin murió,

mucho tiempo pasó hasta que al fin ocurrió.

Dio de lado a los amigos todos

para dedicarse a sus libros y cuidar de su sexo,

escribía y se hacía pajas, pero bien no salió,

le faltaba estilo y no continuó.

Cogió una pasta y luego una más,

cogió una patata y un ananás,

cogió un cerdo y entero lo asó,

se lo comió, eructó y heil gritó:

Nazi no soy, pero lo marrón me gusta.

Otro alfabeto, escribir con runas no me asusta.

Los editores lo rechazaban, el hombre loco se volvió,

comía y eructaba y nunca se llenó,

su tripa creció, la grasa chorreaba.

Los ojos eran malvados y la lengua le quemaba.

Si sólo quise decir lo que en mi cabeza guardaba.

La grasa se concentró en venas y corazón,

un día gritó de dolor y de desazón:

Socorro, socorro, mi corazón se para,

dame otro nuevo, de un muerto lo aceptara.

Pero el médico se negó, pues su libro había leído.

Morirás como un pez, pescado y corroído,

¿sientes el dolor, sientes la hinchazón?

¡Esa es la muerte, se para tu corazón!

O tal vez, si tengo suerte, algo menos personal:

Aquí descansan un hombre que fumaba en la cama

y su mujer, que también ardió, la pobre dama,

es decir, lo que veis aquí no son ellos,

pero un poco de ceniza sí encontramos

en estos verdes campos tan bellos.