16

ZENA SE ENCOGIÓ gimiendo en la incómoda cama de hotel. Horty y Bunny se habían ido hacía dos horas, y durante la hora última de depresión había crecido sobre ella, como un incienso amargo en el aire, como hojas de plomo que le pesaban en los cansados miembros. Se había levantado dos veces de un salto, y había recorrido impacientemente la habitación, pero el dolor de la rodilla la había devuelto a la cama, donde había golpeado con puños impotentes, y había mirado desanimadamente las dudas que giraban sin cesar alrededor. ¿Había acertado al decirle a Horty quién era? ¿No hubiera debido infundirle más crueldad, menos escrúpulos, y no sólo acerca de Armand Bluett y aquella proyectada venganza? ¿Hasta qué punto la entidad maleable que era Horty había absorbido los años de instrucción? ¿No podría Monetre, con sus feroces poderes, deshacer en un segundo la labor de doce años? Ella sabía tan poco. Era, sentía, tan insignificante para la tarea de fabricar… un ser humano.

Había deseado con todas sus fuerzas poder entrar mentalmente en aquellos raros cristales, como intentaba hacerlo el Caníbal, pero de un modo total, y descubrir así las leyes de juego, los hechos esenciales de una forma de vida tan extraña que la lógica no parecía poder aplicársele. Los cristales disfrutaban de una plena vitalidad; creaban, se reproducían, sentían dolor, ¿pero qué propósito tenía su existencia? Uno moría, y los otros no parecían preocuparse. ¿Y por qué, por qué creaban esos objetos de sueño, laboriosamente, célula por célula, que al fin eran a veces sólo un horror, un fenómeno, una monstruosidad inacabada e inútil, y otras una copia tan perfecta que no se distinguía del modelo? ¿Y por qué, como en el caso de Horty, creaban a veces algo nuevo, algo que no era una copia, sino quizás un punto medio, una forma viviente en la superficie, pero un ser polimórfico, fluido, en esencia? ¿Qué relación había entre los cristales y estas raras creaciones? ¿Durante cuánto tiempo gobernaba un cristal a su producto, y cuándo lo dejaba librado a sus propios medios? ¿Cuándo ocurría la rara sizigia que producía seres como Horty? ¿Cuándo lo dejarían en libertad… y qué sería de él entonces?

Quizá el Caníbal había acertado al hablar de criaturas soñadas, productos materiales de una extraña imaginación, elaborados sin planes precisos. Ella sabía —el Caníbal lo había demostrado— que había miles, quizá millones de cristales en la tierra, y que vivían sus extrañas vidas tan ajenos a la humanidad como ésta era ajena a ellos. Los ciclos vitales, los propósitos y fines de las dos especies eran totalmente distintos. Y sin embargo… cuántos hombres habían ambulado por la tierra que no eran de ningún modo hombres; cuántos árboles, cuántos conejos, flores, amebas, gusanos, pinos, anguilas o águilas habían crecido y florecido, nadado y cazado entre sus prototipos, sin que nadie sospechara que eran un extraño sueño, y que no tenían otro pasado que ese mismo sueño.

—Libros —gruñó Zena.

¡Los libros que ella había leído! Lo había devorado todo, cualquier cosa que ayudase a entender los cristales. Y por cada gota de información obtenida (y pasada a Horty) sobre fisiología, biología, anatomía comparada, filosofía, historia, teosofía y psicología, ¡cuántos galones de torpes certidumbres, de débiles hipótesis donde el hombre era siempre la alta cima de la creación! Respuestas… En los libros no faltaban respuestas. Aparecía una nueva variedad de hierbas y algún sabelotodo se pasaba el dedo por la nariz y declaraba «¡Mutación!». A veces así era. Pero ¿siempre? ¿Y los cristales ocultos que soñaban enterrados, y que por alguna rara telekinesis creaban milagrosamente desde lejos?

Ella amaba, veneraba los libros de Charles Fort, donde no se aceptaba que cualquier respuesta fuese la única respuesta.

Miró otra vez el reloj y tuvo un sobresalto. Si ella supiera por lo menos, si pudiese aconsejar a Horty… si alguien, algo, pudiese aconsejarla…

El pestillo giró. Zena, paralizada, lo miró fijamente. Algo pesado se apoyó contra la puerta. Nadie golpeaba. Entre el marco y la puerta, arriba, apareció una rendija. De pronto saltó la cerradura, y Solum se precipitó en el cuarto.

En la cara de piel suelta y verdosa, de abultado labio inferior, los ojitos parecían aún más inflamados y salientes. Solum dio medio paso atrás, cerró la puerta, y fue hacia Zena con los brazos extendidos, como impidiéndole cualquier movimiento.

La presencia de Solum le traía a Zena terribles noticias. Sólo ella sabía dónde estaban Horty y Bunny, que la habían dejado en el hotel antes de cruzar la carretera, hacia la feria. Y, aparentemente, Solum había viajado con el Caníbal.

Así que el Caníbal estaba de vuelta… y había encontrado a Bunny o a Horty, o a los dos; peor aún, había logrado saber algo que ellos no dirían voluntariamente.

Zena alzó los ojos sintiéndose encerrada entre una resignación mortal y un creciente terror.

—Solum…

Solum movió los labios. Se pasó la lengua por los brillantes dientes puntiagudos. Luego extendió los brazos hacia Zena. Zena se acurrucó en un rincón de la cama.

Y en ese instante, Solum cayó de rodillas. Moviéndose lentamente, le tomó con una mano un piececito, y se inclinó con un evidente aire de reverencia.

En seguida le besó el empeine, con la misma dulzura, y se echó a llorar. Le soltó el pie, y se quedó allí, agachado, sumergido en estremecidos y callados sollozos.

—Pero, Solum —dijo Zena tontamente.

Extendió la mano y tocó la húmeda mejilla del gigante. Solum se llevó la mano de Zena a la cara y ella lo miró con asombro. Hacía mucho tiempo se había preguntado qué habría detrás de aquella cara horrible; una mente encerrada en un universo silencioso, sin palabras, en donde entraba el mundo por los ojos fijos, sin que nunca asomara una expresión, una conclusión, una emoción.

—¿Qué pasa, Solum? —murmuró Zena—. Horty…

Solum alzó los ojos y afirmó con rápidos movimientos de cabeza.

Zena lo miró fijamente.

—Solum, ¿oyes?

Solum pareció titubear. Luego se señaló el oído y meneó la cabeza. En seguida se señaló la frente.

—Oh —susurró Zena.

Durante años, la gente de la feria había discutido ociosamente si el hombre de piel de lagarto era realmente sordo. Se sucedían los ejemplos. Unos decían que sí y otros que no. El Caníbal lo sabía, pero nunca se lo había dicho a ella. Solum leía el pensamiento. Zena enrojeció al recordar las veces que los artistas de la feria, un poco en broma, lo habían insultado a gritos; y, algo peor, las horrorizadas reacciones de los clientes.

—Pero… ¿qué ha ocurrido? ¿Has visto a Horty? ¿Bunny?

La cabeza bajó y subió, dos veces.

—¿Dónde están? ¿Están a salvo?

Solum señaló la feria con el pulgar, y sacudió la cabeza gravemente.

—Los… ¿Los tiene el Caníbal?

Sí.

—¿Con la muchacha?

Sí.

Zena saltó de la cama, e, ignorando el dolor, caminó de un lado a otro por el cuarto.

—¿Te envió para que me llevaras?

Sí.

—¿Pero por qué no lo hiciste entonces?

No hubo respuesta. Solum hizo unos débiles ademanes.

—Veamos —dijo Zena—. Le llevaste los cristales.

Solum se golpeó la frente con las puntas de los dedos y extendió las manos.

De pronto Zena entendió.

—Te hipnotizó entonces.

Solum meneó la cabeza lentamente.

Zena entendió que el robo de los cristales no había tenido para él ninguna importancia. Pero ahora era distinto. El punto de vista de Solum había cambiado, y drásticamente.

—Oh, cómo me gustaría que pudieses hablar.

Solum movió ansiosamente, en pequeños círculos, la mano derecha.

—Oh, sí, ¡claro! —estalló Zena. Corrió cojeando hasta el gastado escritorio donde había dejado la cartera. Encontró el lapicero. No tenía otro papel que la libreta de cheques—. Toma, Solum. Rápido. ¡Cuéntame!

Las manazas envolvieron la pluma, ocultando completamente el estrecho papel. Solum escribió con rapidez, mientras ella se retorcía impacientemente las manos.

Al fin Solum le dio a Zena el papel. Su escritura era delicada, casi microscópica, nítida como letra impresa. Solum había escrito, concisamente:

C. odia a la gente. Yo también. No tanto. C. quería ayuda, lo ayudé. C. quería que Horty lo ayudara a hacer daño a más gente. No me importaba. Seguí ayudando. La gente nunca me quiso.

Soy humano, un poco. Horty no es humano. Pero cuando Havana se moría, quiso que Kiddo cantara. Horty le leyó el pensamiento. No había tiempo. Pero Horty no se salvó. Hizo la voz de Kiddo. Cantó para Havana. Demasiado tarde. Llegó C. Horty había ayudado a que Havana muriese feliz. Pero no le servía de nada a Horty. Horty lo sabía, y sin embargo lo hizo. Horty es amor. C. es odio. Horty es más humano que yo. Estoy avergonzado. Tú hiciste a Horty. Y yo te ayudo.

Zena leyó, con ojos cada vez más brillantes.

—Havana ha muerto, entonces.

Solum hizo el ademán de retorcerse la cabeza, se señaló el cuello, y castañeteó ruidosamente los dedos. Sacudió el puño señalando la feria.

—Sí, lo mató el Caníbal… ¿Cómo te enteraste de la canción?

Solum se tocó la frente.

—Oh. Has leído el pensamiento de Bunny y de esa muchacha, Kay.

Zena se sentó en la cama, apretándose los nudillos contra las mejillas. Piensa, piensa… Oh, qué no daría ella por un consejo, una palabra acerca de aquellas raras criaturas. El Caníbal, loco, inhumano, seguramente un retorcido producto cristalino. Debía de haber algún modo de detenerlo. Si ella pudiera comunicarse con algún cristal y le preguntara qué hacer. Si ella dispusiese de ese intermediario, ese intérprete que el Caníbal había estado buscando todos esos años…

¡El intermediario!

—Estoy ciega. ¡Completamente ciega y estúpida! —jadeó.

En todos esos años había impedido que Horty se acercase a los cristales. El Caníbal no lo usaría así contra los hombres. Pero Horty era lo que era; era exactamente lo que el Caníbal quería, el ser que podía hablar con los cristales. ¡Y los cristales sabían sin duda cómo destruir sus propias creaciones!

¿Pero le dirían los cristales algo semejante?

No sería necesario, decidió instantáneamente. Bastaría con que Horty entendiera el extraño mecanismo mental de los cristales, y sabría en seguida cómo hacerlo.

¡Si pudiera decírselo! Horty era rápido para aprender y lerdo para pensar, pues la memoria eidética es ajena al pensamiento metódico. En algún momento a él también se le ocurriría lo mismo, pero por ese entonces quizá fuese el esclavo tullido del Caníbal. ¿Qué haría? ¿Escribirle una nota? Quizá ni siquiera estuviese consciente. Si ella pudiera transmitirle pensamientos…

—Solum —dijo urgentemente—, ¿puedes… hablar aquí —Zena se tocó la frente— tan bien como oír?

Solum sacudió la cabeza. Pero tomó el cheque escrito y señaló una palabra.

—Horty. ¿Puedes hablarle a Horty?

Solum sacudió la cabeza y luego movió la mano de la frente hacia adelante, varias veces.

—Oh —dijo Zena—. No puedes proyectar tus pensamientos, pero Horty podría leerlos, si quisiera.

Solum movió afirmativamente la cabeza.

—Perfecto —dijo ella.

Respiró profundamente. Sabía al fin qué debía hacer. Aunque el coste… No, no importaba.

—Llévame a la feria, Solum. Me llevarás a la fuerza. Pareceré asustada, y furiosa. Busca a Horty. Sabrás cómo hacerlo. Búscalo y piensa: Pregunta a los cristales cómo matar a las criaturas soñadas. Descúbrelo en los cristales. ¿Entendiste, Solum?

El muro se había alzado mucho tiempo atrás, cuando Horty concluyó que las perentorias llamadas nocturnas no eran para él sino para Zena. Cogito, ergo sum. Nada había movido el muro, una vez erigido, hasta que Zena sugirió que intentase entrar en la hipnotizada mente de Bunny. El muro se había derrumbado entonces, y así estaba cuando localizó la casa rodante donde habían encerrado a Kay, y alcanzó a descubrir el último deseo del agonizante Havana. La mente sensitiva estaba pues abierta y sin defensas cuando llegó el Caníbal. El Caníbal lanzó su entrenado acero de odio, y Horty cayó envuelto en llamas de dolor.

Estaba, en verdad, totalmente inconsciente. No vio a Solum, que sostenía a Kay, cuando iba a caer desmayada, y se la ponía bajo el largo brazo mientras extendía el otro y alzaba del suelo la figurita de Bunny, de rostro dulce y corazón tierno, que se revolvía, luchaba y escupía. No advirtió que lo llevaban a la gran casa rodante de Monetre, ni la llegada tambaleante de un tembloroso, arrebatado Armand Bluett. No notó que Monetre dominaba rápida e hipnóticamente a la histérica Bunny, ni oyó la voz inexpresiva de la enana que informaba del paradero de Zena, ni cómo Monetre ordenaba imperiosamente a Solum que corriera al hotel. No oyó tampoco que Monetre rechazaba secamente a Bluett.

—No los necesito, ni a usted, ni a la chica. Hágase a un lado.

Horty no vio que Kay se precipitaba de pronto hacia la puerta, ni el cruel puñetazo de Armando Bluett que la envió al rincón.

Yo te necesito, querida —gruñó el juez—, y no te perderé otra vez.

Pero la desaparición del mundo común reveló otro. No era un mundo raro; los dos habían coexistido siempre. Horty llegó a ver sólo porque el mundo común se había retirado.

No había nada allí que pudiese aliviar las tinieblas de la inconsciencia. Horty se sentía inmunizado contra el asombro y la curiosidad. Estaba en un mundo de sensaciones e impresiones que iban y venían, donde había placer en unirse a pensamientos abstractos, excitación al pasar de un difícil problema a otro; y donde era fascinante concentrarse en distantes y esotéricas construcciones. Horty sentía alrededor, y claramente, la presencia de entidades; no había relación entre ellas, excepto algún raro acercamiento y, en la lejanía, alguna pareja excepcional. Estas entidades se desarrollaban por sí mismas, cada una según sus preferencias. Había una sensación de permanencia, de vida tan larga que no contaba la muerte, salvo como fin estético. Aquí no había hambre, persecuciones, cooperación, o miedo, y las entidades ignoraban las bases mismas de la común existencia humana. Acostumbrado desde la infancia a aceptar y creer, Horty no hacía preguntas ni comparaciones, no se sentía intrigado ni perplejo.

Sintió al fin la fuerza que lo había derribado; se acercaba otra vez tentativamente, pero ahora no como un arma, sino más bien como una aguja. La rechazó sin esfuerzo, pero se movió para recuperarse más pronto. Se libraría de esa molestia.

Abrió los ojos y vio a Monetre sentado al escritorio. Horty yacía en un largo sofá, con la cabeza apoyada en un ángulo del respaldo. El Caníbal miraba, y esperaba.

Horty cerró los ojos, suspiró, y movió las mandíbulas, como un hombre que despierta.

—Horty. —La voz del Caníbal era suave y amable—. Mi querido muchacho. He esperado tanto este momento. Se inicia una importante obra común.

Horty abrió una vez los ojos y miró alrededor. Bluett lo observaba con una estremecida mezcla de miedo y furia. Kay Hallowell estaba acurrucada en el rincón más alejado de la puerta. Bunny, en cuclillas, colgaba flojamente del brazo de Kay, y miraba el cuarto con ojos inexpresivos.

—Horty —insistía el Caníbal. Horty lo miró otra vez. Bloqueó sin esfuerzo la fuerza hipnótica que emitía el Caníbal. La voz melosa continuó, apaciguadora—. Estás en tu casa al fin. Y yo estoy aquí para ayudarte. Tu lugar está entre nosotros. Te entiendo, Horty. Sé lo que quieres. Te haré feliz. Te mostraré la grandeza. Te protegeré. Y me ayudarás. —El Caníbal sonrió—. ¿No quieres, Horty?

—Váyase al diablo —dijo Horty.

La reacción fue instantánea: una flecha de odio afilada como una navaja, aguzada como una aguja. Horty la rechazó, y esperó.

Los ojos del Caníbal se achicaron. Elevó las cejas.

—Más fuerte que lo esperado. Bien. Prefiero que seas fuerte. Vas a trabajar conmigo, ya sabes.

Horty sacudió la cabeza, indiferente. Otra vez, y dos veces más, el Caníbal lo golpeó, con intervalos irregulares. Si la defensa de Horty hubiese sido un contraataque, como en un asalto de esgrima o un match de boxeo, el Caníbal lo hubiera alcanzado. Pero la defensa era un muro.

El Caníbal se echó hacia atrás. Aquellos ataques parecían agotarlo.

—Muy bien —murmuró—. Antes te aplastaremos un poco.

Los dedos del Caníbal tamborilearon perezosamente sobre la mesa.

Pasó un largo rato. Horty advirtió por vez primera que estaba paralizado. Podía respirar con bastante facilidad, y mover trabajosamente la cabeza. Pero los brazos y las piernas le parecían de plomo. Sentía además un vago dolor en la nuca. Sin duda, una hábil inyección espinal.

Kay se movió silenciosamente en su rincón. Bunny la miró con aquella misma mirada vacía en la cara redonda y dulce. Bluett frotó incómodamente los pies en el suelo.

Alguien abrió la puerta de un codazo. Entró Solum, trayendo la figura inanimada de Zena. Horty trató de moverse, inútilmente. El Caníbal sonrió, insinuante, y señaló con un movimiento de cabeza.

—Al rincón, con todos los inútiles —dijo—. Quizá podamos usarla más tarde. ¿Y si le sacáramos un buen pedazo? ¿Qué diría nuestro amigo?

Solum sonrió como si se le hiciese agua la boca.

—Por supuesto —dijo el Caníbal pensativamente—, Zena no es muy grande. Iremos despacio. Un poco por vez. —Hablaba en un tono indiferente, pero clavando los ojos en el rostro de Horty—. Mi viejo Solum, nuestro amigo Horty está demasiado despierto. ¿Si lo atontaras un poco? Con el borde de la mano en un lado del cuello, justo en la base del cráneo. Como te he enseñado, ya sabes.

Solum se acercó. Puso una mano en el hombro de Horty, y apuntó cuidadosamente con la otra. La mano que se apoyaba en el hombro apretaba ligeramente, una y otra vez. Solum miraba a Horty con ojos llameantes. Horty observaba al Caníbal. Sabía que el golpe mayor vendría de allí.

La mano de Solum cayó. Una fracción de segundo antes que golpeara el cuello, la onda mental de Monetre se estrelló contra el muro de Horty. Horty sintió una leve sorpresa; Solum había contenido el golpe. Alzó rápidamente los ojos. El gigante, de espaldas al Caníbal, se tocaba la frente, movía ansiosamente los labios. Horty se encogió de hombros. No había tiempo para hacerse preguntas ociosas… Oyó gemir a Zena.

—¡No me dejas ver, Solum! —Solum se apartó de mala gana—. Te daré en seguida otra oportunidad —dijo el Caníbal. Abrió un cajón del escritorio y sacó dos pequeños objetos—. Horty, ¿los conoces?

Horty gruñó y asintió. Eran los ojos de Junky. El Caníbal emitió una risita.

—Si los aplasto, morirás. Ya lo sabes, supongo.

—No le serviré de mucho entonces, me parece.

—Es verdad. Pero ya ves que no me faltan argumentos. —Ceremoniosamente, el Caníbal encendió una lamparita de alcohol—. No tengo por qué destruirlos. Las criaturas nacidas de un cristal reaccionan maravillosamente con el fuego. Contigo será dos veces mejor. —Y añadió en otro tono—: Oh, Horty, mi muchacho, mi querido muchacho, no me obligues a jugar así contigo.

—Adelante —gruñó Horty.

La voz del Caníbal fue ahora como un latigazo.

—Otra vez, Solum.

Solum se dobló. Horty vislumbró el rostro ávido de Armand, que se pasaba la lengua por los labios húmedos. El golpe fue más fuerte esta vez, aunque no tanto como Horty esperaba. La cabeza se le dobló y le cayó hacia atrás. Cerró los ojos. El Caníbal no lanzó esta vez ninguna descarga. Esperaba, tal vez, que Horty gastara sus municiones, mientras él ahorraba las suyas.

—¡Demasiado fuerte, idiota!

La voz de Kay gimoteó en un rincón:

—Oh, basta, basta…

—Ah. —El Caníbal se volvió haciendo crujir la silla—. La señorita Hallowell. ¿Qué hará este joven por usted? Tráigala, Bluett.

El juez obedeció.

—Déjeme un pedazo, Pierre —dijo con una risita.

—Haré como me parezca —replicó el Caníbal.

—Muy bien, muy bien —dijo el juez retrocediendo a su rincón.

Kay se quedó junto al escritorio, temblando, pero muy erguida.

—Rendirá usted cuentas a la policía —amenazó.

—De la policía se encargará el juez. Siéntese, querida. —Kay no se movió y Monetre lanzó un rugido—: ¡Siéntese! —Kay dio un salto y se dejó caer en la silla, al extremo del largo escritorio. El Caníbal estiró la mano y le aferró la muñeca, acercándola a él—. El juez me dice que le gusta a usted cortarse los dedos.

—No sé de qué habla. Déjeme…

Mientras tanto Solum estaba de rodillas junto a Horty, moviéndole la cabeza, abofeteándolo. Horty, enteramente consciente, no se resistía. Kay gritó.

—Qué feria hermosamente ruidosa tenemos —sonrió el Caníbal—. Es inútil, señorita Hallowell.

Sacó del cajón un par de pesadas tijeras. Kay gritó otra vez. El Caníbal dejó las tijeras y alzó la lámpara, rozando ligeramente los cristales con la punta de la llama. Por una extraordinaria y afortunada coincidencia, o quizá por algo más sutil que la buena fortuna, en ese preciso instante Horty lanzó una rápida mirada a través de las pestañas. Cuando la pálida llama tocó los cristales, echó la cabeza hacia atrás, se le crispó el rostro…

Pero fingía. No había sentido nada.

Miró a Zena. El alma entera parecía asomarse al rostro tenso, queriendo decirle algo…

Abrió la mente. El Caníbal vio los ojos abiertos y le lanzó otra de aquellas terribles descargas. Horty cerró la mente justo a tiempo; una parte de los impulsos entró sacudiéndolo de pies a cabeza.

Horty reconoció entonces, por vez primera, su incapacidad. Zena quería decirle algo, y él no entendía. Hizo un desesperado esfuerzo. Si dispusiese de un segundo… Pero si recibía otro golpe, estaba perdido. Había algo más, algo que se refería a… ¡Solum! La mano que le tocaba el hombro, los ojos brillantes, donde parecía estallar algo inexpresado…

—Golpéalo, Solum.

El Caníbal recogió las tijeras. Kay gritó.

Y otra vez Solum se inclinó sobre él; otra vez la mano le apretó secretamente, urgentemente, el hombro. Horty miró al hombre verde a los ojos y se abrió al mensaje.

Pregunta a los cristales. Pregunta a los cristales cómo matar a las criaturas soñadas. Descúbrelo en los cristales.

—¿Qué esperas, Solum?

Kay gritó y gritó. Horty cerró los ojos y la mente. Cristales… no los cristales sobre la mesa. Todos los cristales que vivían en… en…

La dura mano de Solum le golpeó el cuello. Dejó que el golpe lo hundiera, más y más abajo, en aquel mundo oscuro de sensaciones fugitivas y estructurales. Se detuvo al fin, y movió con rapidez la mente, buscando. Sólo encontró una indiferencia total y majestuosa. Pero no había sin embargo ninguna barrera. Lo que él quería estaba allí; sólo tenía que entenderlo. No lo ayudarían, pero tampoco le pondrían obstáculos.

Reconocía ahora que el mundo de los cristales no era más inabordable que el otro. Era sólo… distinto. Los cristales eran abstracciones de ego que se bastaban a sí mismas, que seguían sus propios gustos, vivían sus vidas totalmente ajenas, y pensaban con una lógica y una escala de valores incomprensibles para un ser humano.

Horty algo podía entender, ya que no había en él ideas preconcebidas. Pero se había formado demasiado sólidamente en un molde humano para confundirse totalmente con esos seres impensables. Entendió casi en seguida que la teoría de Monetre era en parte verdadera, y en parte falsa, como la teoría convencional de que en el núcleo de un átomo hay partículas planetarias. La creación de seres vivos tenía un propósito, pero este propósito no podía explicarse en términos humanos. Horty vio que esa función no tenía para los cristales ninguna importancia. Los cristales ejercían esa función, pero les era tan poco útil como el apéndice al hombre. Y el destino de las criaturas creadas les importaba tan poco como le importa al hombre el destino de una exhalada molécula de CO2.

No obstante, el mecanismo de esta creación estaba allí, ante Horty. No podía entender su propósito, pero sí su funcionamiento. Horty abrió su mente eidética y receptiva y aprendió… cosas. Dos cosas. Una tenía relación con los ojos de Junky, y la otra…

Era algo que debía hacerse. Era como detener una roca que cae desde lo alto de una montaña echando a rodar otra en el camino. Era como quitarle las escobillas a un motor eléctrico, como cortarle los tendones de las patas a un caballo que corre. Era algo que se hacía con la mente, y requería un tremendo esfuerzo. Una particular orden de detención a una particular forma de vida.

Horty entendió, y se retiró. Los curiosos egos de alrededor no le hacían caso, o lo ignoraban. Salió a la luz. Emergió, y por primera vez se sintió realmente asombrado. El cuello le dolía por el golpe de Solum, y en ese momento la mano del gigante rebotaba… El mismo grito que había empezado a oír al iniciar el descenso, concluía ahora en un gemido. Bunny miraba aún con un lento y pesado parpadeo; Zena yacía acurrucada con la misma expresión torturada en el rostro triangular.

El Caníbal le lanzó su golpe. Horty lo hizo a un lado y se rió.

Pierre Monetre se incorporó, con la cara negra de rabia. La muñeca de Kay le resbaló entre los dedos. Kay se precipitó hacia la puerta. Armand Bluett le cerró el paso. La muchacha retrocedió, fue al rincón de Zena, y se dejó caer, sollozando.

Horty sabía ahora qué hacer; había aprendido algo. Lo probó mentalmente, y supo que no era fácil. Había que concentrar, apuntar, disparar. Replegó la mente sobre sí misma, e inició la tarea.

—No debías haberte reído de mí —dijo el Caníbal roncamente.

Recogió los dos cristales y los dejó caer en una bandeja de metal. Se inclinó luego sobre la lámpara de alcohol, y ajustó minuciosamente la llama.

Horty seguía en su trabajo. Pero una parte de su mente hacía otra cosa. Puedes matar a las criaturas de los cristales, decía. El Caníbal, sí, pero… puedes matar a otros. ¿Qué otros? ¿Moppet? ¿La serpiente de dos cabezas? ¿Gogol? ¿Solum?

Solum, el feo Solum, el prisionero mudo, que a último momento se había vuelto contra el Caníbal, y los había ayudado. Había traído el mensaje de Zena, y era su propia sentencia de muerte.

Horty miró al gigante, que retrocedía ahora, brillándole aún ansiosamente los ojos, sin saber que Horty había leído la orden del mensaje, y pocos segundos antes la había cumplido. Pobre, atrapada, lastimada criatura…

Pero era un mensaje de Zena, y Zena había sido siempre su árbitro y su guía. Zena, sin duda, había tenido en cuenta el coste, y había decidido. Quizá era mejor así. Quizá Solum, de algún modo inimaginable, podría gozar al fin de una paz que la vida le había negado.

La extraña fuerza creció en el interior de Horty. Su polimórfico metabolismo se vació del todo en el arsenal de la mente. Sintió que la fuerza se le retiraba de las manos, de las piernas.

—¿Te hace cosquillas? —se burló el Caníbal.

Acarició con la llama los cristales centelleantes. Horty, rígido, esperaba, sintiendo que ya no podía dominar aquella fuerza creciente, una fuerza que se liberaría a sí misma, de pronto, cuando alcanzara su punto crítico.

Miró el rostro encendido y furioso del Caníbal.

—Me pregunto —dijo el Caníbal— cómo se repartirá el trabajo en una pareja. —Bajó la llama, como un escalpelo, y atravesó un cristal—. ¿Y esto…?

Ocurrió entonces. Horty mismo no lo esperaba. Aquello que había aprendido en los cristales, estalló en él. No hubo sonido. Sólo un monstruoso fulgor azulado, pero en el interior de su cabeza. Cuando el fulgor se extinguió, Horty no veía. Oyó un grito apagado, la caída de un cuerpo. Luego, lentamente, unas rodillas, una cadera, una cabeza, otro cuerpo. Horty se abandonó al dolor. Su mente, adentro, era como un campo devastado por un llameante huracán, ennegrecido y humeante, moteado de fuegos que se extinguían poco a poco…

La oscuridad lo envolvió lentamente, abriéndose aquí y allá en algunos luminosos puntos de color. Empezó a ver. Se echó hacia atrás, agotado.

Solum había caído al piso, junto a Horty. Kay Hallowell se apoyaba en la pared, con las manos sobre la cara. Zena se apoyaba en Kay, con los ojos cerrados. Bunny seguía sentada en el piso, con los ojos muy abiertos, balanceándose lentamente. Cerca de la puerta, Armand Bluett yacía de espaldas, muy tieso. Aun inconsciente, este imbécil parece un victoriano acorsetado, pensó Horty. Miró el escritorio.

Pálido y tembloroso, pero todavía en pie, el Caníbal dijo:

—Me parece que te equivocaste.

Horty lo miró oscuramente.

—Pensé que con tus cualidades —continuó el Caníbal— podrías distinguir un cristalino de un ser humano.

Nunca pensé en eso, lloró silenciosamente Horty. ¿Cuándo aprenderé a dudar? Zena siempre dudó por mí.

—Me decepcionas. He tenido siempre la misma dificultad. Pero mi promedio es bastante alto. Los descubro ocho veces de cada diez. Admitiré, sin embargo, que eso me sorprende. —Señaló con el pulgar a Armand Bluett—. Oh, bueno, otro ataque cardíaco en la feria. Muerto, un cristalino es igual a un humano. Sobre todo si no sabes qué buscar. —Y con uno de aquellos alarmantes cambios de voz, el Caníbal continuó—: Has querido matarme… —Se acercó a Horty y miró a Solum—. Tendré que aprender a pasármelas sin el viejo Solum. Es una lástima. Me era muy útil. —Pateó distraídamente el largo cuerpo, y girando rápidamente sobre sí mismo dio a Horty una bofetada en la boca—. Harás dos veces lo que él hacía, ¡y te gustará! —gritó—. ¡Saltarás cuando te hable!

El Caníbal se frotó las manos.

—Oh-h-h…

Era Kay. Se había movido, y la cabeza de Zena colgaba ahora flojamente. Kay frotó las manitas de la enana.

—No pierda el tiempo —dijo el Caníbal negligentemente—. Está muerta.

Horty sintió un cosquilleo en las puntas de los dedos, y sobre todo en los muñones. Está muerta. Está muerta.

El Caníbal cogió un cristal del escritorio y lo hizo saltar en la mano mirando a Zena.

—Encantadora criatura —dijo—. Traicionera, como una serpiente, por supuesto, pero hermosa. Me gustaría saber dónde encontró el cristal su modelo. Una verdadera obra de arte. —Se frotó otra vez las manos—. Nada molestará ya nuestra futura tarea, ¿eh, Horty? —Se sentó, acariciando el cristal—. Descansa, muchacho, descansa. Fue una verdadera explosión. Me gustaría aprender el truco. ¿Crees que yo podría? No, te lo dejaré a ti. Me parece algo bastante agotador.

Horty tendió los músculos, sin moverse. Estaba recuperándose poco a poco, pero no le servía de mucho. La droga lo hubiera retenido aunque tuviese una fuerza dos veces mayor que la normal.

Está muerta. Está muerta. Zena hubiese querido ser una criatura humana común… Bueno, todos los fenómenos desean lo mismo, pero especialmente Zena, pues no había en ella nada de humano. Por eso no había permitido nunca que él, Horty, le leyese la mente. No quería que nadie lo supiera. Deseaba tanto ser humana. Y ella debía de haberlo sabido. Debía de haber sabido lo que ocurriría cuando envió el mensaje con Solum. Sabía que ella moriría también. Era más humana, al fin y al cabo, que ninguna otra mujer.

Me moveré ahora, pensó Horty.

—Te dejaré sin comer ni beber hasta que te mueras —dijo el Caníbal amablemente—, o por lo menos hasta que te debilites, y yo pueda entrar en tu cerebro y barrer esas tontas ideas de independencia. Me perteneces, y de varios modos. —Acarició tiernamente los dos cristales—. ¡No se mueva! —rugió volviéndose hacia Kay Hallowell, que había empezado a incorporarse. Kay, agotada, se dejó caer otra vez. Monetre se acercó a ella—. Bueno, ¿qué podríamos hacer ahora con usted?

Horty cerró los ojos y trató de pensar. ¿Qué droga había utilizado Monetre? Algún derivado de la cocaína sin duda: la benzocaína, la monocaína… Horty sintió un vértigo, el anuncio de una náusea. ¿Qué sustancia podía producir este efecto? ¿A qué correspondían estos síntomas? En el fondo de su mente hojeó con rapidez un diccionario farmacológico.

Piensa.

Una docena de drogas, por lo menos, podía producir ese efecto. Pero Monetre había elegido, sin duda, alguna que respondiera exactamente a sus deseos, y había deseado algo más de inmovilidad. Había deseado, también, un estímulo psíquico.

Sí. El viejo producto, el clorhidrato de cocaína. Antídoto… la epinefrina.

Ahora tendré que transformarme en una farmacia, pensó sombríamente. Epinefrina…

¡Adrenalina! Algo bastante parecido… y fácil de conseguir en aquellas circunstancias. Sólo tenía que abrir los ojos y mirar al Caníbal. Apretó los labios. El vértigo desapareció. El corazón empezó a batirle con fuerza. Se dominó. El cuerpo se preparaba. Sintió un hormigueo en los pies, insoportable.

—Podría sufrir un ataque cardíaco, también —le decía pensativamente el Caníbal a Kay—. Un poco de curare… no. Basta el juez por hoy.

Observando la espalda de Monetre, Horty flexionó las manos, apretó los codos contra las costillas hasta que le crujieron los músculos pectorales. Intentó incorporarse, una vez, dos veces… Perdió casi la conciencia, pero la idea de libertad, y el odio, lo sostuvieron. Se levantó cerrando los puños, tratando de silenciar la agitada respiración.

—Bueno, ya encontraremos un modo de librarnos de usted —dijo el Caníbal volviendo a su escritorio, hablándole por encima del hombro a la joven aterrorizada—. Y pronto… ¡Eh!

El Caníbal se encontró cara a cara con Horty.

Sacó la mano y la cerró sobre los cristales.

—Un paso más —jadeó— y los aplasto. Te derrumbarás como un saco de patatas podridas. ¡No te muevas!

—¿Zena ha muerto, realmente?

—Muerta, sin remedio, hijo mío. Lo siento. Siento que haya sido tan rápido, quiero decir. Merecía un tratamiento más artístico. ¡No te muevas! —Apretó los cristales en la mano, uno contra otro, como un par de nueces—. Será mejor que vuelvas al sofá y te sientes cómodamente. —Los ojos de los dos hombres se encontraron. Una, dos veces, el Caníbal envió a Horty su odio acerado. Horty no parpadeó—. Magnífica defensa —dijo el Caníbal admirativamente—. ¡Ahora, siéntate!

Los dedos del Caníbal apretaron los cristales.

—Conozco un modo de matar a seres humanos, también —dijo Horty adelantándose.

El Caníbal retrocedió. Horty bordeó el escritorio y siguió avanzando.

—Tú lo has querido —jadeó el Caníbal.

Cerró la mano huesuda. Se oyó un débil crujido.

—Lo llamo el modo de Havana —dijo Horty con voz pastosa—, en recuerdo de un amigo.

El Caníbal se aplastaba ahora contra la pared, los ojos redondos, el rostro pálido. Observó con la boca abierta el único cristal intacto que aún tenía en la mano: como nueces, sólo uno se había roto. Lanzó un grito de pájaro, dejó caer el cristal, y lo aplastó con el talón. Horty le aferró la cabeza. Se la torció. Cayeron juntos. Horty rodeó con las piernas el pecho del Caníbal, y le torció otra vez la cabeza. Se oyó un ruido, como un atado de fideos secos que se rompe en dos, y el cuerpo del Caníbal se aflojó entre las manos de Horty.

Las tinieblas cayeron en capas sobre Horty. Se alejó arrastrándose de la inerte figura, y se encontró mirando el rostro de Bunny. Bunny miraba hacia abajo, a otro lado, con una expresión que no era indiferente, ni tensa. Sonreía mostrando los dientes, el cuello tieso y los músculos tirantes. La dulce Bunny… miraba al Caníbal muerto, y se reía.

Horty no se movió. Se sentía cansado, tan cansado… Aun respirar era demasiado esfuerzo. Alzó la barbilla para que el aire le penetrara más fácilmente en la garganta. La almohada era tan blanda, tan tibia… Una cabellera suave como una pluma le caía sobre la cara rozándole delicadamente los párpados cerrados. No, no era una almohada; un brazo redondo le sostenía la cabeza. Sintió un aliento perfumado. Ella era grande ahora, una verdadera mujer, lo que siempre había querido ser. Le besó los labios.

—Zee. Zee grande —murmuró.

—Kay. Es Kay, querido, pobre querido…

Horty abrió los ojos y se quedó mirándola, como un niño asombrado y fatigado.

—Todo está bien. Todo está bien ahora —dijo ella quedamente—. Soy Kay Hallowell. Todo está bien.

—Kay.

Horty se sentó. Allí estaba Armand Bluett, muerto. Allí estaba el Caníbal, muerto. Allí estaba… estaba… Horty gimió roncamente y se incorporó, tambaleándose. Corrió a la pared, recogió a Zena, y la puso suavemente sobre la mesa. Sobraba espacio… Horty le besó el pelo. Le juntó las manos y la llamó en voz baja, dos veces, como si Zena estuviese escondida por allí cerca, jugando con él.

—Horty…

Horty no se movió. De espaldas a Kay dijo inexpresivamente.

—Kay…, ¿a dónde ha ido Bunny?

—Fue a ver a Havana, Horty…

—Ve con ella un rato. Ve. Ve…

Kay titubeó, y al fin se fue, corriendo.

Horty oyó un quejido, pero no con los oídos, sino en el interior de la cabeza. Alzó los ojos, y vio la silenciosa figura de Solum. El quejido se alzó otra vez en Horty.

—Pensé que habías muerto —dijo Horty de pronto, sorprendido.

Pensé que habías muerto fue la silenciosa y asombrada réplica. El Caníbal destrozó tus cristales.

—Se habían separado de mí. Hace años. Soy un ser completo ahora…, terminado. Lo soy desde los once. Acabo de descubrirlo, cuando me pediste que… hablara con los cristales. No lo sabía. Tampoco Zena. Durante años, Zena… ¡Oh, Zee, Zee! —Pasó un rato y al fin Horty alzó los ojos y miró al hombre verde—. ¿Y tú?

No soy un cristalino, Horty. Soy humano. Pero recibo los pensamientos ajenos. Me golpeaste de un modo terrible. No me asombra que tú y el Caníbal me creyerais muerto. Yo mismo lo creí un rato. Pero Zena…

Miraron juntos el torturado cuerpecito, sin comunicarse sus pensamientos.

—¿Qué haremos con el juez? —preguntó Horty al cabo de un rato.

Ya es de noche. Lo dejaré cerca de la carretera. Será un ataque cardíaco.

—¿Y el Caníbal?

El pantano. Me ocuparé de él después de medianoche.

—Eres una gran ayuda, Solum. Me siento un poco… perdido. Lo estaría realmente si no hubiese sido por ti.

No me des las gracias. No soy bastante inteligente como para imaginar algo parecido. Zena lo hizo todo. Me dijo exactamente que hacer. Sabía que iba a ocurrir. Sabía también que yo era humano. Lo sabía todo. Lo hizo todo.

—Sí, Solum, sí… ¿Y qué haremos con la muchacha? Kay.

Oh. No sé.

—Me parece que es mejor que vuelva a Eltonville, donde trabajaba. Desearía que lo olvidara todo.

Puede olvidarlo.

—Puede… Oh, por supuesto, yo lo lograría. Solum, ella…

Ya sé. Te quiere, como si fueses un ser humano. Piensa que lo eres. No entiende nada.

—Sí. Desearía… No importa. Pero no, no quiero. No es de mi… mi especie. Solum…, Zena… me quería.

Sí. Oh, sí… ¿Y qué vas a hacer?

—¿Yo? No sé. Irme, imagino. Tocar la guitarra en alguna parte.

¿Y qué querría ella que hicieses?

—Yo…

El Caníbal hizo mucho daño. Zena quería detenerlo. Bueno, lo has detenido. Pero pienso que ella querría que reparases un poco de ese daño. Todo a lo largo de nuestra ruta, Horty. Ántrax en Kentucky, hierbas venenosas en las praderas de Wisconsin, serpientes en Arizona, poliomielitis y fiebres en los Alleghanys. Y hasta creó moscas tsetsé en la Florida con sus infernales cristales. Sé donde están algunos, pero tú podrías encontrar el resto mejor que yo.

—Dios mío, y hay mutaciones en esos gérmenes y esas serpientes.

¿Y bien?

—Era diez centímetros más alto…, manos largas, cara afilada… ¿Por qué no, Solum? Puedo interpretar este papel durante un tiempo, por lo menos hasta que Pierre Monetre se retire, cediéndole el puesto a Sam Horton. Solum, te felicito.

No. Zena me dijo que te lo sugiriera, si no se te ocurría.

—Zena… Oh, Zee, Zee… Solum, si no te importa, me gustaría quedarme solo un rato.

Sí, me llevaré esta carroña. Bluett primero. Lo arrastraré hasta la tienda de primeros auxilios. Nadie le pregunta nada al viejo Solum.

Horty acarició el pelo de Zena. Miró alrededor y clavó los ojos en el cadáver del Caníbal. Se acercó a él bruscamente y lo puso boca abajo.

—No me gusta que me miren así —murmuró.

Se sentó junto al escritorio donde yacía el cuerpo de Zena. Acercó la silla, cruzó los brazos, y apoyó la cara sobre ellos. No tocó a Zena, ni siquiera la miró. Pero estaba con ella, cerca, cerca. Dulcemente, le habló con el lenguaje de otro tiempo, como si ella estuviese todavía viva.

—¿Zee? ¿Duele, Zee? Parece que te doliera. ¿Recuerdas la historia del gato en la alfombra, Zee? Es una alfombra suave, ves, y el gatito hunde las garras y r-r-rasca. Va de un lado a otro y mau-u-úlla. Y al fin se deja caer aplastándose en la alfombra. Y si tú le levantas una pata con el dedo, es una pata blanda, ¡puf!, cae otra vez en la alfombra gruesa y suave. Y si piensas bastante en el gatito hasta que lo ves, lo ves todo, hasta la piel un poco erizada, y hasta esa línea rosada a un lado, pues el gatito está demasiado cansado para cerrar totalmente la boca… bueno, entonces ya no te puede doler.

»Bueno, ahora…

»Te duele ser distinta de los demás, ¿no es así, Zee? Me pregunto si sabrás cuánto hay de esto en todos. La gente rara, los enanos, lo sienten más. Y tú más que nadie. Ahora entiendo, ahora entiendo por qué tú deseabas ser grande. Pretendías ser humana, y tenías la pena humana de no ser grande. De ese modo te ocultabas a ti misma que no había en ti nada de humano. Y por eso mismo intentaste hacer de mí el mejor ejemplo de criatura humana que podías imaginar. Pues tenías que ser hermosamente humana tú misma para hacer todo eso por la humanidad. Pienso que tú creías, creías realmente, que eras humana. Hasta hoy, que enfrentaste la realidad.

»La enfrentaste, y te alcanzó la muerte.

»Estás llena de música, risas, y lágrimas, y pasión, como una mujer humana. Sabes participar, sabes vivir con alguien.

»Zena, Zena, qué sueño realmente hermoso soñó el cristal que te hizo.

»¿Por qué no terminó el sueño?

»¿Por qué no terminan lo que empiezan? ¿Por qué estos esbozos que nunca llegan a ser pinturas, estos acordes sin resolver, estas piezas interrumpidas en el segundo acto?

»¡Espera! Calla, Zee, no hables…

»¿Todos los esbozos deben concluir en pinturas? ¿Habrá que componer una sinfonía con todos los temas? Espera, Zee… Se me ha ocurrido algo muy importante.

»Es algo que viene de ti. ¿Recuerdas todo lo que me enseñaste…, los libros, la música, los cuadros? Cuando dejé la feria conocía Tchaikovsky y Django Reinhardt; conocía Tom Jones y 1984. Ya fuera de la feria descubrí otras cosas, nuevas bellezas. Conocí a Bartok y a Gian Carlo Menotti, La ciencia y el juicio y El jardín del Plynck. ¿Entiendes, querida? Nuevas bellezas… cosas que no había pensado.

»Zena, no sé si es muy o poco importante en la vida de los cristales, pero tienen un arte. Cuando son jóvenes, prueban su habilidad copiando. Y cuando se acoplan —si se trata realmente de acoplamiento hacen algo nuevo. En vez de copiar, se unen a un ser vivo, y célula por célula lo transforman en belleza inventada.

»Voy a mostrarles una nueva belleza. Voy a indicarles una nueva dirección…, algo que nunca soñaron.

Horty se incorporó y fue a la puerta. Cerró las celosías y echó el cerrojo. Volvió al escritorio, se sentó y buscó en los cajones. Del más bajo de la izquierda sacó una pesada caja de roble, la abrió con las llaves del Caníbal, y sacó las bandejas de cristales. Los examinó cuidadosamente a la luz de la lámpara de mesa. Sin prestar atención a los marbetes, los reunió en un montón junto al cuerpo de Zena, y se tomó la cabeza entre las manos. Todo estaba en sombras, salvo el círculo de la lámpara del escritorio. Las cortinas de las ventanas ovaladas dejaban entrar apenas las luces de la feria.

Horty se inclinó hacia adelante y besó el codo suave y frío de Zena.

—No te muevas —murmuró—. Volveré pronto, querida.

Inclinó la cabeza y cerró los ojos, y dejó que se le oscureciera la mente. Olvidó que estaba en la casa rodante, y pareció desprenderse de sí mismo, y fue como un viajero en las tinieblas.

Otra vez un nuevo sentido reemplazó al de la vista, y otra vez advirtió a su alrededor las Presencias. Pero ahora no había grupos, salvo una, no, tres parejas distantes. Todos los demás eran núcleos solitarios, aislados, que nada compartían, y cada uno perseguía su propia, compleja y esotérica línea de pensamiento… No, no pensamiento, sino algo parecido. Horty sintió claramente las diferencias que separaban a aquellas criaturas. Una era grandeza concentrada, dignidad, y paz. Otra era dinámica y altanera, y otra ocultaba celosamente series de ideas curiosas y secretas que fascinaron a Horty, aunque él sabía que nunca las entendería.

Lo más raro sin embargo era esto: que él, un extraño, no lo fuera entre ellas. En la tierra, un extraño que entra en un club, en un teatro, en una piscina, no puede olvidar que no pertenece a un grupo. Pero Horty no sentía nada similar. Aunque no sentía tampoco que lo aceptaran. O lo ignoraran. Notaba que advertían su presencia. Sabían que él los observaba. Podía sentirlo. Nadie sin embargo, no importaba cuánto se quedase, intentaría comunicarse con él… estaba seguro. Y nadie lo evitaría.

Y de pronto, entendió. Todos los seres terrestres obedecen a una orden: sobrevive. Una mente humana no puede concebir otra base de vida.

Pero sí los cristales, y una muy diferente.

Horty la entendió, aunque no del todo. Era algo tan simple como el «sobrevive», pero tan ajeno a la vez a todo lo que había oído o leído que se le escapaba. No obstante, le bastaba ese indicio para saber que juzgarían su mensaje complejo e intrigante.

Así que… les habló. No hay palabra para expresar lo que dijo. No empleó palabras. Lo que debía decir brotó de él en un instante. Con todos los pensamientos que habían dormido en él durante veinte años, con libros y música, con miedos y alegrías y asombros, con aspiraciones y motivos, el rayo del mensaje atravesó los cristales.

El mensaje hablaba de los blancos y perfectos dientes de Zena y su voz musical. Del día que había hecho despedir a Huddie, y de la curva de su mejilla, y la profunda expresión de sus ojos. Hablaba del cuerpo de Zena y citaba mil formas humanas que señalaban su belleza. Hablaba del canto elocuente de su guitarra de niña, de su voz generosa, y los peligros que ella había enfrentado para defender esa forma de vida que un cristal le había negado al crearlo. Describía su desnudez sin artificios; resucitaba las lágrimas que ella trataba siempre de ocultar, las lágrimas negadas con un arpegio de risa. Hablaba del dolor de Zena, de su muerte.

El mensaje implicaba a la humanidad, con una nueva ley: La moral de la supervivencia debe referirse ante todo a la especie, luego al grupo, y en tercer término al individuo. Todo bien y todo mal, todo sistema ético, todo progreso dependía de este orden. Si el individuo sobrevive a expensas del grupo, peligra la especie. El grupo que intenta sobrevivir a expensas de la especie, se suicida. Ésa era la esencia del bien y del mal, y la fuente de justicia de todos los hombres.

Y en cuanto a Zena, la excluida… Había dado su vida por una casta extraña, y en nombre de la ética más noble. Los términos de «justicia» y «misericordia» eran quizá relativos. Pero nada podía negar que la muerte de Zena, luego de haberse ganado el derecho a sobrevivir, fuese, desde el punto de vista de la estética, un error.

Y esto, brevemente, entorpecido por imprecisas palabras, describe la frase única del mensaje de Horty.

Horty esperó.

Nada. Ninguna respuesta. Ninguna señal de reconocimiento… Nada.

Horty volvió. Sintió el escritorio bajo los brazos, el brazo bajo la cara. Alzó la cabeza y parpadeó a la luz. Movió las piernas. Ningún entumecimiento. Algún día debería investigar la anómala percepción del tiempo en aquella atmósfera extraña.

En ese mismo instante, se sintió golpeado por la derrota.

Lloró, roncamente, y extendió los brazos hacia Zena. Inmóvil, muerta. La tocó. Rígida. La sonrisa torcida, resultado del daño que el Caníbal había infligido a sus centros motores, se había acentuado. Zena parecía a la vez valiente, triste, y abrumada por el remordimiento. Horty sintió un fuego en los ojos.

—Cavas una fosa —susurró—, echas esto, y lo cubres de tierra. Y luego, ¿qué diablos haces con el resto de tu vida?

Sintió que había alguien a la puerta. Sacó el pañuelo y se enjugó los ojos. Le quemaban aún. Apagó la lámpara del escritorio y fue hacia la puerta. Solum.

Horty salió, cerró la puerta, y se sentó en el escalón.

¿Tan mal?

—Así es —le dijo Horty—. Hasta ahora no había creído realmente en su muerte. —Esperó un momento, y añadió con rudeza—. Conversa, Solum.

Perdimos a un tercio de nuestros fenómenos. Todos los que estaban a unos cincuenta metros de aquí.

—Que descansen en paz. —Horty alzó los ojos hacia el hombre verde—. Lo decía de veras, Solum. No era sólo una frase.

Ya lo sé.

Un silencio.

—No me sentía así desde que me echaron de la escuela. Por comer hormigas.

¿Y por qué hacías eso?

—Pregúntaselo a mis cristales. Provocan al operar una tremenda deficiencia de ácido fórmico. No sé por qué.

Horty olió el aire.

—Me parece que huelo hormigas. —Se inclinó. Olió otra vez—. ¿Tienes una cerilla?

Solum le alcanzó un encendedor llameante.

—Ya me parecía —dijo Horty—. Estamos sobre un hormiguero. —Tomó un poco de tierra y la movió en la palma de la mano—. Hormigas negras. Las rojas son mucho mejores.

Lentamente, casi de mala gana, volvió la mano y dejó caer la tierra. Se sacudió la mano.

Vamos a la cantina, Horty.

—Sí. —Horty se incorporó. En su rostro asomaba una creciente perplejidad—. No, Solum. Tú ve adelante. Tengo algo que hacer.

Solum sacudió tristemente la cabeza y se alejó. Horty entró en la casa rodante, y fue hacia la pared donde el Caníbal tenía el laboratorio.

—Debe de haber algo… —murmuró encendiendo la luz—. Muriático, sulfúrico, nítrico, acético… Ah, aquí está. —Tomó la botella de ácido fórmico y la abrió. Buscó un algodón, lo mojó en el ácido, y lo tocó con la lengua—. Esto hace bien —murmuró—. ¿Pero qué pasa ahora? ¿Todo vuelve a empezar?

Alzó otra vez el algodón.

—¡Qué bien huele! ¿Qué es? ¿Puedes darme un poco?

Horty se mordió violentamente la lengua y giró sobre sí mismo.

Zena salió a la luz, bostezando.

—En qué lugar más raro me fui a dormir… ¡Horty! ¿Qué pasa? ¿Lloras?

—¿Yo? Nunca —dijo Horty.

Alzó en brazos a Zena y sollozó. Zena le acarició la cabeza oliendo el ácido.

Más tarde, cuando Horty se hubo tranquilizado, y Zena tuvo también su algodón, ella preguntó:

—¿Qué ha ocurrido, Horty?

—Tengo mucho que contarte —dijo Horty dulcemente—. La mayor parte se refiere a una niñita que era una extraña indeseable hasta que salvó un país. Luego aparece un comité internacional que se encarga de arreglarle los papeles, a ella y a su marido. Es toda una historia. Realmente artística…