HORTY SUBIÓ a saltos las escaleras y se precipitó en el vestíbulo.
—Todo me sale mal —jadeó—. Voy a tomar algo y me lo arrebatan. Llego siempre demasiado tarde, o demasiado temprano… —De pronto vio a Zena en el diván, con los ojos abiertos y fijos, y a Bunny acurrucada a sus pies—. ¿Qué pasa?
—Solum vino mientras estábamos en la cocina y se llevó los cristales —explicó Bunny—. Zena no ha abierto la boca desde entonces. Tengo miedo. No sé qué hacer. Ay, Dios mío…
Y Bunny estalló en sollozos.
Horty cruzó el cuarto en dos zancadas. Alzó a Bunny, la apretó un instante entre sus brazos, y la puso otra vez en el piso. Se arrodilló junto a Zena.
—Zee…
Zena no se movió. Sus ojos eran sólo pupilas, ventanas que se abrían a una noche demasiado oscura. Horty le alzó la barbilla y le clavó los ojos. Zena se estremeció y gritó como si la hubiesen quemado, retorciéndose.
—No, no…
—Lo siento, Zee. No sabía que te haría mal.
Zena se echó hacia atrás y alzó los ojos hacia Horty, como si sólo ahora lo reconociera.
—Horty, ¿estás bien…?
—Naturalmente. ¿Qué es eso de Solum?
—Se llevó los cristales. Los ojos de Junky.
—Los tuvo escondidos doce años —murmuró Bunny—, y ahora…
—¿Crees que el Caníbal mandó aquí a Solum?
—No hay otra explicación. Pienso que me siguió y esperó hasta verte salir. Vino y se fue tan rápidamente que apenas pudimos verlo.
—Los ojos de Junky…
Horty recordó que una vez casi se había muerto, cuando Armand tiró el juguete. Y que otra vez lo había pisado un vagabundo y que él, Horty, lo había sentido en el restaurante, a cincuenta metros. Ahora el Caníbal podría… Oh, no. Era demasiado.
Bunny se llevó la mano a la boca.
—Horty, se me acaba de ocurrir. Solum pudo haber venido sin el Caníbal. El Caníbal quería los cristales… y ya sabes cómo es cuando quiere algo. No aguanta esperar. Debe de estar aquí.
—No. —Zena se enderezó tiesamente—. No, Bun. Puedo equivocarme, pero creo que el Caníbal se ha marchado. Si piensa que Kay Hallowell es Horty, querrá trabajar en los cristales con la joven delante. Apostaría a que corre de regreso a la feria, a toda velocidad, en este minuto.
—¡Si no me hubiera ido! —gimió Horty—. Hubiese podido detener a Solum, y hasta quizá atrapar al Caníbal y… ¡Maldita sea! El coche de Nick estaba en el garaje. Primero tuve que encontrar a Nick y pedirle prestado el coche, y luego hacer salir un camión estacionado frente al garaje, y echar agua en el radiador… Bueno, lo de siempre. De todos modos, ya tengo el coche. Abajo. Saldré en seguida. En cuatrocientos kilómetros podré alcanzarlos… ¿Cuándo estuvo Solum aquí?
—Hace una hora. Es imposible, Horty. ¿Qué será de ti cuando el Caníbal torture los cristales?
Horty sacó unas llaves del bolsillo y jugueteó con ellas.
—Quién sabe —dijo de pronto—. Si acaso…
Corrió al teléfono.
Zena lo oyó hablar rápidamente en el aparato y se volvió hacia Bunny.
—Un avión. ¡Claro!
Horty dejó el teléfono y miró su reloj.
—Si llego en doce minutos al aeropuerto, alcanzaré un aeroplano.
—Alcanzaremos, querrás decir.
—No, tú no vienes, Zena. Desde ahora, esto es asunto mío.
Bunny se ponía ya el abrigo.
—Yo vuelvo junto a Havana —dijo sobriamente, y su rostro infantil mostró una terca decisión.
—No vas a dejarme aquí —dijo Zena, buscando su abrigo—. No discutas, Horty. Tengo mucho que decirte, y quizá mucho que hacer.
—Pero…
—Sí —dijo Bunny—. Tiene mucho que decirte.
Cuando llegaron al aeródromo, el aeroplano marchaba ya hacia la pista. Horty entró en el campo tocando furiosamente la bocina. Ya instalados en el avión, Zena habló con calma. Terminó cuando quedaban diez minutos de viaje.
Luego de una pausa larga y pensativa, Horty dijo:
—Así que soy eso.
—Algo muy importante —dijo Zena.
—¿Por qué no me lo dijiste en tantos años?
—Porque había demasiadas cosas que yo no sabía. Y que no sé aún… No sabía, por ejemplo, cuánto era lo que el Caníbal podría sacarte de la mente, si lo intentaba. Todo lo que yo quería era que tú aceptases, sin cuestionamientos ni dudas, que eras un ser humano, una parte de la humanidad, y que crecieras con esa idea.
Horty se volvió bruscamente.
—¿Por qué comía hormigas?
Zena se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá ni siquiera dos cristales puedan crear un ser perfecto. En fin, quizá te faltaba ácido fórmico. El ácido que da su nombre a las hormigas. Algunos chicos comen yeso porque necesitan calcio. A otros les gustan los bizcochos quemados por el carbono. Si había en ti una carencia, debía de ser bastante grave.
Les pareció que algo frenaba el avión. Había bajado los alerones.
—Llegamos. ¿A qué distancia está la feria?
—A unos cinco kilómetros. Podemos tomar un taxi.
—Zee, voy a dejarte en algún sitio, fuera del campamento. Ya soportaste demasiado.
—Yo iré contigo —dijo firmemente Bunny—. Pero tú, Zena… Creo que Horty tiene razón. Por favor, quédate afuera… hasta que termine todo.
—¿Qué vas a hacer?
Horty extendió las manos.
—Lo que pueda. Llevarme a Kay. Impedir que Armand Bluett cumpla sus planes. Y al Caníbal… No sé, Zee. Ya se verá. Pero haré algo. Tú, Zee, reconócelo, no te tienes en pie…
—Tiene razón, Zee. Te lo ruego… —dijo Bunny.
—Oh, cuídate, Horty… Por favor, ¡cuídate!
Esto es peor que una pesadilla, pensó Kay. Encerrada en una casa rodante con un viejo sátiro asustado y un enano moribundo. Y un loco y una especie de monstruo que volverán en cualquier momento. Y preguntas sin sentido sobre dedos cortados, cristales vivos… Y que yo, Kay, no soy Kay, sino algún otro, o alguna otra cosa.
Havana gimió. Kay mojó una servilleta y le enjugó la frente. Vio, otra vez, que a Havana le temblaban los labios. Pero las palabras le morían en la garganta.
—Quiere algo —susurró Kay—. Oh, cómo me gustaría saber qué quiere.
Armand Bluett estaba apoyado en la pared, junto a la ventana, con un codo fuera. Kay comprendió que Bluett no estaba cómodo, y que seguramente le dolían los pies. Pero el hombre no se sentaría. No dejaría la ventana. Oh, no. Desde allí podía gritar pidiendo ayuda. De pronto el viejo sátiro le tenía miedo. La miraba aún con los ojos húmedos y la boca babosa, pero le tenía miedo. Bueno, mejor así. A nadie le gusta que discutan su identidad; pero en este caso Kay estaba de acuerdo. Cualquier cosa con tal de que Armand Bluett no se moviera.
—Sería mejor que dejara a ese monstruito —dijo el juez secamente—. Se morirá de todos modos.
Kay se volvió con una mirada de odio, pero no dijo nada. El silencio se alargó, puntuado solamente por el doloroso ajetreo de los pies del juez.
—Cuando vuelva el señor Monetre con los cristales —dijo Bluett al fin— pronto descubriremos quién es usted. Y no diga otra vez que no sabe nada —estalló.
—No sé nada —suspiró Kay—. Y por favor, basta de gritos. No me sacarán lo que no sé. Y además, este pobre hombre, tan enfermo…
El juez gruñó desdeñosamente y se apretó aún más a la ventana. Kay sintió la tentación de acercarse y rugirle como una fiera. El juez atravesaría probablemente la pared. Pero Havana se quejó de nuevo.
—¿Qué pasa, amigo? ¿Qué pasa?
En seguida, Kay se endureció. Sintió, interiormente, una presencia, algo relacionado, de algún modo, con una música fluida y delicada, una cara ancha y amable, y una sonrisa. Era como una pregunta. Kay respondió silenciosamente: Estoy aquí. Estoy bien, hasta ahora.
Se volvió y miró al juez. Bluett parecía tenso. Con el codo en el alféizar se lustraba nerviosamente las uñas en la solapa.
Y una mano entró por la ventana.
Era una mano mutilada. Se alzó como la cabeza de un ave acuática que busca su presa, pasó sobre el hombro de Armand y se abrió directamente ante su rostro. El índice y el pulgar estaban intactos. Al dedo mayor le faltaba la mitad, y los otros dos eran meros muñones de piel cicatrizada.
Las cejas de Armand Bluett, dos abiertos semicírculos, se erizaron sobre unos ojos desorbitados, tan redondos como la boca. El labio superior se le retorció y subió hasta casi tocar la nariz. Emitió un sonido débil, una arcada, un chillido, y cayó al suelo.
La mano desapareció. Se oyeron afuera unos pasos rápidos que se acercaban a la puerta. Un golpe. Una voz.
—Kay. Kay Hallowell. Abre.
—¿Quién… quién es? —balbuceó Kay.
—Horty. —El pestillo se sacudía—. Rápido. El Caníbal no tardará.
—Horty. Yo… La puerta está cerrada.
—Busca la llave en el bolsillo del juez. De prisa.
Kay se acercó rápidamente, de mala gana, a la caída figura. El juez yacía de espaldas, la cabeza apoyada en la pared, los ojos obstinadamente cerrados, como queriendo borrar el mundo. En el bolsillo izquierdo del chaleco había un llavero, y una llave suelta. Kay tomó la llave y abrió.
Se quedó parpadeando a la luz.
—Horty.
—El mismo. —Horty entró, le tocó el brazo, y sonrió con una mueca—. No tendrías que escribir cartas. Entra, Bunny.
—Pensaban que yo sabía dónde encontrarlo.
—Lo sabías. —Horty se volvió y estudió la forma caída de Armand Bluett—. Qué espectáculo. ¿El hombre sufre del estómago?
Bunny había corrido hasta el camastro y se había arrodillado.
—Havana… Oh, Havana…
Havana yacía tiesamente de espaldas. Tenía los ojos vidriosos y los labios hinchados y secos.
—Está… está… —comenzó Kay—. He hecho lo que he podido. Quiere algo. Temo que…
Se acercó al lecho.
Horty la siguió. Los labios pálidos y gruesos de Havana se distendieron lentamente y luego volvieron a plegarse. Se oyó un débil susurro.
—Cómo me gustaría saber qué quiere —dijo Kay.
Bunny no dijo nada. Puso las manos sobre las mejillas enrojecidas del enano, suavemente, pero como si quisiese arrancarle un secreto.
Horty frunció el entrecejo.
—Quizá yo pueda descubrirlo —dijo.
Kay vio que la cara de Horty se distendía, como cubierta por una grave placidez. Horty se inclinó hacia Havana. El silencio fue de pronto tan profundo que los ruidos de la feria parecieron caer sobre ellos, rugiendo.
Un momento después, Horty volvió a Kay un rostro crispado por el dolor.
—Ya sé qué quiere. Quizá no haya tiempo antes de que llegue el Caníbal, pero… tiene que haber tiempo —dijo con firmeza—. Iré al otro extremo de la casa. Si se mueve —dijo señalando al juez—, golpéalo con un zapato. Preferiblemente con un pie dentro.
Horty salió con una mano en la garganta.
—¿Qué va a hacer?
Bunny, con los ojos clavados en el rostro comatoso de Havana, respondió:
—No sé. Algo por Havana. ¿Le vio la cara a Horty? No creo que Havana vaya a… a…
Del otro cuarto llegó el sonido de una guitarra. Las seis cuerdas vibraron ligeramente. Un mi cayó, luego se alzó un poco. Un do pareció aplastarse. Luego un acorde…
En alguna parte una muchacha empezó a cantar con la guitarra. Polvo de estrellas. La voz era plena y clara como la voz de una soprano, pura como la voz de un niño. Quizá era la voz de un niño. Las frases terminaban con un ligero vibrato. La voz cantaba las palabras siguiendo simplemente el compás, no improvisando, no estilizando, como una respiración fácil. Los acordes de la guitarra no eran complicados, y envolvían la melodía en rápidos y delicados arabescos.
Havana no se movió. Pero se le habían humedecido los ojos vidriosos, y empezó a sonreír. Kay se arrodilló junto a Bunny. Quizá se arrodilló sólo para estar más cerca…
—Kiddo —susurró Havana a través de su sonrisa.
Cuando la canción terminó, el rostro de Havana pareció descansar. —Bien— dijo muy claramente. Había un mundo de felicitaciones en esa sílaba. En seguida, y antes que Horty volviese, murió.
Horty, al entrar, ni siquiera miró el catre. Parecía tener alguna dificultad con la garganta.
—Vamos —dijo roncamente—. Salgamos de aquí.
Llamaron a Bunny y fueron hacia la puerta. Pero Bunny se quedó junto al catre, con las manos en las mejillas de Havana, con una expresión de tirantez en el suave rostro redondo.
—Bunny, vamos. Si volviese el Caníbal…
Se oyeron unos pasos fuera, y un golpe en la pared de la casa. Kay se volvió y miró la ventana, de pronto oscura. La cara triste y grande de Solum miraba hacia adentro. En ese mismo instante, Horty gritó, y cayó retorciéndose al piso. Kay se volvió, y vio que la puerta se abría.
—Les agradezco que me hayan esperado —dijo Pierre Monetre mirando alrededor.