HORTY se fue.
Se puso un abrigo liviano, tomó la billetera y los guantes, y se fue. Zena le gritó. Hubo una nota ronca en su voz de terciopelo. Cogió a Horty por el brazo. Horty nada hizo para librarse de ella. Simplemente siguió moviéndose, arrastrándola como una estela de humo en la succión del movimiento. Zena se acercó a la mesita, tomó su cartera, y sacó dos cristales brillantes.
—¡Espera, Horty! —Zena extendió la mano con los cristales—. ¿No recuerdas, Horty? Los ojos de Junky, los cristales… ¡Eres ellos, Horty!
—Si necesitas algo —dijo Horty—, cualquier cosa, llama a Nick, en el Club Nemo. Te ayudará.
Abrió la puerta.
Zena corrió detrás trastabillando, se aferró brevemente a los faldones del abrigo, se tambaleó, y se apoyó en la pared.
—Espera, espera. Tengo que decirte algo. No estás preparado aún. ¡No sabes! —Zena sollozó—. Horty, el Caníbal…
Ya bajando las escaleras, Horty se volvió.
—Encárgate de Bunny, Zee. No salgas, por ningún motivo. Volveré pronto —dijo.
Y se fue.
Apoyándose en la pared, Zena se arrastró por el pasillo y entró. Bunny estaba sentada en el sofá, sollozando, aterrorizada. Pero cuando vio el rostro contraído de Zena, calló, y corrió hacia ella. La ayudó a sentarse en el sillón y se acurrucó en el suelo, a sus pies, apretando la cara redonda contra las rodillas de Zena. Zena había perdido sus cálidos colores. Miraba fija y secamente: unos ojos negros en una cara gris.
Los cristales cayeron de la mano de Zena y rodaron por la alfombra. Bunny los recogió. Estaban tibios. Debían de guardar el calor de la mano de Zena. Pero la manita estaba tan fría… Eran duros, aunque Bunny sintió que si los apretaba parecían blandos. Los puso en el regazo de Zena, sin hablar. Sabía, de algún modo, que no era hora de hablar.
Zena dijo algo, algo ininteligible. Fue un ronquido, nada más. De la garganta de Bunny brotó un sonido interrogativo, y Zena se aclaró la garganta y susurró:
—Quince años.
Bunny esperó en silencio un buen rato, preguntándose por qué Zena no parpadeaba. Debía de hacerle daño… Al fin extendió la mano y rozó las pestañas de su amiga. Zena pestañeó y se movió, incómoda.
—Quince años tratando de impedirlo. Supe quién era desde que vi los cristales. Quizá antes aún…, pero estuve segura cuando vi los cristales. —Zena cerró los ojos, y su voz cobró más fuerza, como si la intensidad de su mirada estuviese agotándola—. Sólo yo sabía. El Caníbal esperaba, nada más. Ni siquiera Horty sabía. Sólo yo. Sólo yo. Quince años…
Bunny le acarició la rodilla. Pasó un largo rato. Parecía que Zena se había quedado dormida, y Bunny empezaba a hundirse en sus propios pensamientos cuando la voz grave y fatigada se alzó otra vez:
—Están vivos. —Bunny levantó la cabeza. La mano de Zena cubría los cristales—. Piensan y hablan. Se acoplan. Están vivos. Estos dos son Horty.
Zena se incorporó y se echó el pelo hacia atrás.
—Lo descubrí aquella noche. Habíamos recogido a Horty e íbamos a cenar. Un hombre entró a robar en el camión, ¿recuerdas? Pisó los cristales, y Horty se sintió enfermo. Estaba en el interior del restaurante, lejos del camión, pero supo qué pasaba. ¿Recuerdas, Bunny?
—Sí… Havana hablaba de eso a menudo. Aunque no contigo. Siempre supimos cuándo no querías hablar, Zee.
—Quiero hablar ahora —dijo Zena cansadamente. Se pasó la lengua por los labios—. ¿Cuánto tiempo llevas en la feria, Bun?
—Unos dieciocho años, me parece.
—Yo veinte. Casi veinte, por lo menos. Yo estaba con los hermanos Kwell cuando el Caníbal les compró el negocio. Tenía entonces una galería de fenómenos. Gogol, un enano, una serpiente de dos cabezas y una ardilla sin pelo. Leía el pensamiento, además. Los Kwell vendieron por nada. Dos primaveras lluviosas y un tornado les bastaron para cansarse de ferias. Era tiempo de vacas flacas. Me quedé porque estaba allí. Y era un lugar tan malo como cualquier otro. —Zena suspiró—. El Caníbal estaba obsesionado por lo que él mismo llamaba su afición. No la gente rara, ni la feria. Había algo más, que era la raíz de todo. —Alzó los cristales y los sacudió como dados—. Esto. Estas cosas, que hacen a veces gente rara. Cuando el Caníbal consigue un nuevo fenómeno… —la palabra sobresaltó a las dos mujeres—, lo guarda. Lo mete en la feria y así lo guarda y gana dinero a la vez. Eso es todo. Los guarda y los estudia y gana más dinero.
—¿Nacen así los monstruos realmente?
—No, no todos. Muchas veces se trata de glándulas y mutaciones, ya sabes. Pero estos cristales también los hacen. Los hacen…, en fin, creo que los hacen… a propósito.
—No entiendo, Zee.
—Bendita seas. Tampoco yo. Ni el Caníbal, aunque los conoce bastante. Les habla.
—¿Cómo?
—Como cuando lee el pensamiento. Se mete en ellos. Los lastima con la mente, para que le obedezcan.
—¿Y qué quiere el Caníbal?
—Muchas cosas, sí. Pero en definitiva una sola. Quiere… un intermediario. Quiere que hagan un hombre que pueda oírlo y recibir órdenes. Luego el intermediario dará media vuelta y hará que los cristales cumplan las órdenes.
—Me parece que soy algo torpe, Zee.
—No, no, querida… Oh, Bunny, Bunny, ¡me alegra tanto que estés aquí! —Atrajo a la albina al sofá, junto a ella, y la abrazó fervorosamente—. Déjame hablar, Bun. ¡Tengo que hablar! Años y años, sin decir una palabra…
—Pero no entenderé nada, Zee.
—Sí, sí, entenderás. ¿Estás cómoda? Bueno…, veras, estos cristales son como una especie animal, aunque no se parecen a ningún animal terrestre. No creo que sean de la Tierra. El Caníbal me dijo que a veces ve imágenes de estrellas blancas y amarillas en un cielo negro, y que así se vería el espacio fuera de la Tierra. Piensa que los cristales vinieron de allí.
—¿Te lo dijo? ¿Te hablaba de eso?
—Horas y horas. Todo el mundo, parece, necesita hablar con alguien. El Caníbal hablaba conmigo. Amenazó matarme, una y otra vez, si yo decía una palabra. Pero no callé por eso. Era bueno conmigo, Bunny. Es un hombre malvado, está loco, pero fue siempre bueno conmigo.
—Ya sé. Nos asombraba bastante.
—Yo no entendía qué mal podía hacer esa afición del Caníbal. No al principio por lo menos, no durante años. Cuando comprendí qué quería realmente, no pude hablar. Nadie me creería. Decidí entonces aprender todo lo posible e intentar detenerlo cuando llegase la hora.
—¿Detenerlo?
—Bueno…, te diré algo más de los cristales. Quizá entiendas entonces. Estos cristales acostumbran a copiar cosas. Quiero decir, si hay uno cerca de una flor, hará una flor casi igual. O un perro o un pájaro. Pero muchas veces las copias no salen bien. Y son como Gogol. O la serpiente de dos cabezas.
—¿Gogol es uno de ésos?
Zena asintió.
—Sí, el hombre-pez. Imagino que iba a ser un hombre. No tiene brazos, ni piernas, ni dientes. Y como no suda, se moriría si lo sacaran del tanque.
—¿Por qué hacen eso los cristales?
Zena sacudió la cabeza.
—El Caníbal no lo descubrió aún. Los cristales no siguen aparentemente ninguna norma. A veces hacen algo igual al modelo, y otras algo muy raro, o que ni siquiera vive. Por eso quiere el Caníbal un intermediario…, alguien capaz de hablar con los cristales. Él no puede hacerlo, sino muy brevemente. Los entiende tan poco como tú o yo entendemos la química o el radar. Pero no es esto lo más oscuro. Parece que hay distintas especies de cristales, algunas más complejas, y más poderosas. O quizá haya una sola especie, y algunos cristales son más viejos. Nunca se ayudan unos a otros. Parecen ignorarse.
»Pero se acoplan. El Caníbal no lo sabía. Había notado que a veces un par de cristales dejaba de responder. Pensó al principio que estaban muertos. Una vez disectó un par. Y otra le regaló la pareja al viejo Worble.
—¡Lo recuerdo! Era un hombre fuerte, pero viejísimo. Ayudaba al cocinero. Murió.
—Murió… pero no como dijeron. ¿Recuerdas qué tallaba?
—Oh, sí… Muñecos y juguetes, y cosas parecidas.
—Eso es. Hizo un polichinela, y le puso estos cristales como ojos. —Zena arrojó los cristales al aire y los recogió al vuelo—. Siempre les regalaba cosas a los chicos. Era un buen viejo. Sé qué ocurrió con el polichinela. El Caníbal no lo descubrió nunca, pero Horty me lo dijo. De un modo u otro pasó de mano en mano hasta llegar a un orfanato. Allí estaba Horty, cuando era un bebé. A los seis meses los cristales eran parte de Horty… o él parte de ellos.
—¿Pero qué ocurrió con Worble?
—Oh, aproximadamente un año más tarde, el Caníbal empezó a preguntarse si los cristales se acoplarían, y qué pasaría entonces. Temió haber regalado dos cristales grandes y bien desarrollados, que al fin y al cabo no estaban muertos. Cuando Worble le dijo que los había puesto en un juguete, y que se lo había regalado a algún chico, no sabía cuándo o dónde, el Caníbal lo golpeó. Lo arrojó al suelo. El viejo Worble nunca recobró el sentido, aunque aguantó aún dos semanas. Sólo yo me enteré. Estaba junto a la tienda de la cocina.
—No sabía nada —susurró Bunny abriendo los grandes ojos color de rubí.
—Nadie sabía nada —repitió Zena—. Tomemos un poco de café. ¡Pero querida! ¡Todavía no desayunaste, criatura!
—Oh, bueno —dijo Bunny—, no importa. Sigue hablando.
—Vamos a la cocina —dijo Zena enderezándose penosamente—. No, no te asombre que el Caníbal parezca inhumano. No es… humano.
—¿Qué es entonces?
—Ya llegaremos a eso. Sigamos con los cristales. El Caníbal opina que para describir cómo los cristales hacen cosas… plantas, animales, y el resto… lo mejor es decir que las sueñan. Tú sueñas a veces. Sabes que las cosas vistas en sueños son a veces claras y nítidas, y otras veces borrosas, distorsionadas, o desproporcionadas.
—Sí. ¿Dónde pusiste los huevos?
—Aquí, querida. Bueno, los cristales sueñan a veces. Cuando tienen sueños claros y nítidos, crean plantas bastante perfectas, y ratas y arañas y pájaros verdaderos. Pero no comúnmente. El Caníbal dice que son sueños eróticos.
—¿Por qué?
—Sueñan antes de acoplarse. Pero algunos son demasiado jóvenes… o están poco desarrollados, o simplemente no encuentran la pareja adecuada en ese momento. De todos modos, cuando sueñan cambian las moléculas de una planta, y la hacen similar a otra planta, o de una piedra hacen un pájaro… Nadie puede decir qué elegirán hacer, o por qué.
—¿Hacen cosas entonces para poder acoplarse?
—El Caníbal no lo cree —explicó Zena mientras rompía hábilmente un huevo en la sartén—. Llama a estos sueños, subproductos. Como si una estuviese enamorada, y pensando en la persona amada, hiciese una canción. Quizá la canción no hable del amor. Quizá sea una canción sobre un arroyo, o una flor u otra cosa. El viento, por ejemplo. Quizá ni siquiera sea una canción completa. Esa canción será subproducto, ¿entiendes?
—Oh. Los cristales hacen cosas, y a veces cosas completas como Tin Pan Alley hace canciones.
—Algo parecido. —Zena sonrió. Era la primera sonrisa desde hacía mucho tiempo—. Siéntate, querida. Traeré la tostada. Bueno, ésta es mi opinión. Cuando dos cristales se acoplan, ocurre algo distinto. Hacen algo completo. Pero no a partir de cualquier cosa, como los cristales solitarios. Ante todo parecen morir. Juntos. Pasan semanas así. Luego, sueñan juntos. Encuentran algo vivo cerca, y lo recrean. Lo transforman célula por célula. Mientras, no se nota nada. Puede tratarse de un perro. El perro seguirá comiendo y corriendo de un lado a otro, ladrando a la luna y persiguiendo gatos. Pero un día —no sé cuánto dura el proceso— todo su organismo habrá sido reemplazado.
—¿Y entonces?
—Entonces podrá transformarse a sí mismo, si se le ocurre. Ser cualquier cosa.
Bunny dejó de masticar, pensó, tragó, y preguntó:
—¿Transformarse cómo?
—Oh, agrandarse, o achicarse. Tener más patas. O formas raras: delgado y chato, o redondo como una pelota. Si pierde un miembro, podrá recobrarlo. ¿Has oído hablar de los hombres lobos?
—¿Esos monstruos que a veces son lobos y a veces hombres?
Zena sorbió un poco de café.
—Mmm. Bueno, hay mucho de leyenda. Pero la leyenda nació quizá con un cambio parecido.
—¿Quieres decir que los cristales no son algo nuevo en la Tierra?
—¡Oh, cielos, no! El Caníbal dice que llegan, y viven y se crían y mueren continuamente.
—Y sólo para hacer monstruos y hombres lobos —murmuró Bunny estupefacta.
—¡No, querida! Esas criaturas no significan nada para ellos. Los cristales tienen su propia vida. Ni siquiera el Caníbal sabe qué hacen, qué piensan. Crean distraídamente, como si garabatearan en un trozo cualquiera de papel. Pero el Caníbal piensa que llegará a entenderlos, con un intermediario.
—¿Y para qué entender esa locura?
La carita de Zena se oscureció.
—Cuando lo descubrí, empecé a escuchar cuidadosamente… y a confiar en poder detenerlo. Bunny, el Caníbal odia a la gente. Odia a todos, y desconfía de todos.
—Oh, sí —dijo Bunny.
—Aun ahora, a pesar de que apenas los domina, ha conseguido algo. Oh, Bunny. Ha plantado cristales en pantanos, con huevos de mosquito infectados de malaria. Ha recogido serpientes de cascabel en Florida y las ha llevado al sur de California. Y otras cosas semejantes. Por eso también conserva la feria. Recorre el país de un extremo a otro, siempre por los mismos caminos, todos los años. Va y viene, examinando los cristales, viendo cuánto daño han hecho. Busca otros. Los encuentra en todas partes. Anda por bosques y praderas, y de cuando en cuando envía una… una especie de pensamiento. Lastima los cristales. Y cuando los cristales sufren, él lo siente, y busca alrededor, lastimando, hiriendo, hasta que el dolor los delata. Hay muchos. Antes de limpiarlos parecen guijarros, o terrones.
—Oh, qué horror. —Las lágrimas brillaban en los ojos de Bunny—. ¡Habría que matarlo!
—No sé si es posible.
—¿Quieres decir que los cristales hicieron también al Caníbal?
—¿Te parece un ser humano?
—Pero… ¿qué ocurrirá si encuentra al intermediario?
—Lo domesticará. Las criaturas nacidas de dos cristales son lo que creen ser. El Caníbal le dirá al intermediario: Eres mi esclavo, estás a mis órdenes. El intermediario lo creerá. Entonces, el Caníbal dominará realmente los cristales. Quizá hasta pueda acoplarlos e inspirarles algún sueño horrible. Quizá pueda diseminar enfermedades, y pestes y venenos, hasta acabar con los hombres. Y los cristales, lamentablemente, no parecen temer ese futuro. Les basta con seguir como hasta ahora, haciendo una flor o un gato de cuando en cuando, entregados a sus propios pensamientos, y viviendo esa vida extraña. No buscan a los hombres. Les son indiferentes.
—¡Oh, Zee! ¡Y has arrastrado esto tantos años! —Bunny corrió al otro lado de la mesa y abrazó a Zena—. Oh, querida, ¿por qué no hablaste?
—No me atreví, criatura. Me hubieran creído loca. Y además, estaba Horty.
—¿Horty?
—Horty era un bebé cuando el juguete con los cristales entró de algún modo en el asilo. Los cristales se unieron a él. Todo concuerda. Horty me dijo que cuando le sacaron a Junky, el polichinela, casi se muere. Los doctores diagnosticaron una psicosis. No era así, por supuesto; había una rara relación entre Horty y la pareja de cristales. Parecía más simple, opinaron, devolverle el juguete que curar la psicosis. En fin, Junky siguió a Horty cuando lo adoptaron… Lo adoptó ese mismo Bluett, el juez.
—Un hombre horrible. Blando y… húmedo.
—El Caníbal buscaba sin saberlo un ser nacido de dos cristales. Alguna vez vislumbró la verdad, pero ahora está seguro. Yo lo supe la noche que recogimos a Horty. El Caníbal daría cualquier cosa por Horty: un ser humano. No, no un ser humano. Horty no es humano. No lo ha sido desde bebé. Pero ya me entiendes.
—¿Y Horty será el intermediario?
—Sí. Cuando supe quién era Horty, pensé en seguida en esconderlo, en un lugar donde el Caníbal nunca lo buscaría… Delante de sus propias narices.
—Oh, Zee, qué peligroso. ¡El Caníbal descubriría fatalmente la verdad!
—No tan fatalmente. El Caníbal no me puede leer el pensamiento. Puede sondearme, y llamarme de un modo raro, pero no descubrir mi interior. No como Horty hizo contigo. El Caníbal te hipnotizó, y Horty entró en tu mente y borró la hipnosis.
—Recuerdo… Estaba cómo loca.
—Trabajé en Horty constantemente. Yo leía y le pasaba los libros. Todo, Bunny: anatomía comparada, historia, música, matemática y química… Lo que podía ayudarle a conocer la humanidad. Horty fue siempre lo que creyó ser. Cuando era un enano, creía que era un enano. No crecía. Nunca pensaba en cambiar la voz. Nunca pensaba en aplicar lo que aprendía a sí mismo. Digería conocimientos, y los guardaba en un depósito cerrado. No les prestó ninguna atención hasta pensar que había llegado la hora. Tiene una memoria eidética.
—¿Qué es eso?
—Una memoria fotográfica. Recuerda perfectamente todo lo que ha visto, leído y oído. Cuando los dedos amputados empezaron a crecerle otra vez, guardé el secreto. Esos dedos hubiesen podido abrirle los ojos al Caníbal. En los seres humanos los dedos no se regeneran. Tampoco en las criaturas de un solo cristal. El Caníbal se pasaba las noches en la tienda de los fenómenos, tratando de que a la ardilla le creciese el pelo, o de que apareciesen agallas en Gogol, el hombre pez. Si hubiesen sido criaturas de dos cristales, se hubieran reparado a sí mismas.
—Sí. Y tú querías que Horty se creyese un ser humano.
—Eso eso. Ante todo, y principalmente, debía identificarse con los hombres. Una vez que le crecieron los dedos, le enseñé guitarra. Se aprende más teoría musical en un año de guitarra que en tres de piano, y la música es quizá la más humana de las cosas humanas… Horty se confió en mí enteramente… porque nunca le dejé pensar.
—Nunca imaginé que hablaras así, Zee. Como en los libros.
—Yo también he interpretado un papel, querida —dijo Zena dulcemente—. Primero, esconder y educar a Horty. Luego, un plan para que Horty detuviese al Caníbal, y destruyera su cristal. Pues no bastaba con matar al Caníbal. El cristal podía acoplarse otra vez, más tarde, y recrearlo, con todo su poder.
—Zee, ¿cómo sabes que el Caníbal nació de dos cristales?
—No lo sé —dijo Zee en tono lúgubre—. Si es así, ruego que la idea que tiene Horty de sí mismo, como un ser humano, baste para combatir al Caníbal. El odio a Armand Bluett es humano. Lo mismo el amor a Kay Hallowell. Lo animé con esos dos aguijones, se los metí en la carne.
Bunny escuchó en silencio este amargo torrente. Sabía que Zena amaba a Horty, y que la aparición de Kay Hallowell era para ella una grave amenaza. Miró el rostro orgulloso y golpeado de Zena, los labios ligeramente torcidos, la cabeza dolorosamente inclinada, los hombros cuadrados bajo la bata enorme. Comprendió que nunca olvidaría esa imagen. La humanidad es un concepto familiar en los anormales, que se sienten desesperadamente cerca de ella, que declaran su propia humanidad con un dolorido sollozo, que nunca dejan de tender hacia ellos los brazos deformes. Aquella figura desgarrada y valiente se fijó en la mente de Bunny como un medallón: un homenaje y un tributo a la vez.
Los ojos de Bunny se encontraron con los de Zena.
Zena sonrió:
—Hola, Bunny…
Bunny abrió la boca y tosió, o sollozó. Abrazó a Zena y hundió el mentón en el hueco fresco y sedoso del cuello moreno. Apretó con fuerza los ojos para escurrir las lágrimas. Cuando los abrió, pudo ver otra vez. Y entonces no pudo hablar.
Por sobre el hombro de Zena, a través de la puerta de la cocina, en el vestíbulo, vio una figura torcida y gigantesca. La figura se inclinó sobre la mesa de café. El labio inferior le colgó flojamente. Con dedos delicados recogió uno, dos cristales. Se enderezó, echó a Bunny una mirada tristemente piadosa, y se fue, en silencio.
—Bunny, querida, ¡me lastimas!
Los dos cristales son Horty, pensó Bunny. Ahora le diré que Solum se los ha llevado al Caníbal.
Bunny habló con una voz y un rostro secos y blancos como tiza.
—No te he lastimado aún…