HORTY SE RIÓ. Se miró la mano izquierda y los tres muñones que crecían como hongos, se tocó con la otra mano la piel nueva, y se rió.
Dejó el diván y cruzó el cuarto hasta el espejo de pie. Se miró la cara, y retrocedió, y se estudió críticamente los hombros y el perfil. Gruñó, satisfecho, y fue hacia el teléfono, en el dormitorio.
—Tres cuatro cuatro —dijo, con una voz sonora que armonizaba con la fuerte barbilla y la boca ancha—. ¿Nick? Te habla Sam Horton. Oh, muy bien. Sí, podré tocar otra vez. El doctor dice que tuve suerte. Una muñeca rota queda casi siempre un poco dura, pero no en este caso. No… No te preocupes. ¿Eh? Unas seis semanas. Seguro… ¿Dinero? Gracias, Nick, pero podré arreglármelas. No, no te preocupes. Gritaré si necesito algo. Gracias, de todos modos. Sí. Iré por ahí de cuando en cuando. Estuve hace un par de días. ¿Dónde encontraste ese chambón de tres cuerdas que toca la guitarra? Le sale por casualidad lo que Spike Jones hace a propósito. No, por supuesto, no quiero golpearlo. Sólo pretendo despellejarlo. —Se rió—. No te preocupes, no hablo en serio. Todo está muy bien. Bueno, gracias, Nick. Adiós.
Horty volvió al sofá del estudio y se tendió con los confiados movimientos de un felino bien alimentado. Hundió agradablemente los hombros en los muelles pliegues del sofá y tomó un libro de los cuatro que había en la mesa.
No había otros libros en la casa. Había descubierto, hacía tiempo, la invasión física de los libros, el problema de desbordantes bibliotecas. Se desprendió entonces de todos sus volúmenes e hizo un trato con el librero. Le enviarían cuatro libros nuevos, todos los días, en alquiler. Horty los leía y los devolvía al día siguiente. Era una solución satisfactoria. No olvidaba nada. ¿Para qué las bibliotecas?
Tenía dos cuadros: un Markell, formas irregulares, cuidadosamente desproporcionadas, de variadas y superpuestas transparencias, de modo que el tono de una mancha afectaba a otras, y el color del fondo afectaba todo. El otro era un Mondrian, preciso y equilibrado, que casi daba la impresión de algo que nunca sería nada.
Horty era dueño, además, de kilómetros de música en cintas magnéticas. Tenía una mente prodigiosa, capaz de recordar todo un libro, y cualquiera de sus partes. Podía hacer lo mismo con la música; pero evocar una obra musical era, en cierto sentido, recrearla, y oír una música no es lo mismo que escribirla. Horty quería escribir y oír.
Guardaba las obras clásicas y románticas que habían sido las favoritas de Zena; las sinfonías, conciertos, baladas y divertimentos que lo habían iniciado en la música. Pero sus gustos se habían ampliado e incluían ahora a Honegger y Copland, Shostakovitch y Walton. Había descubierto también los sombríos acordes de Tatum, y el increíble Thelonius Monk. Gustaba de la trompeta ocasionalmente inspirada de Dizzy Gillespie, las arrebatadoras cadencias de Ella Fitzgerald, las impecables producciones vocales de Pearl Bailey. Su criterio, en todo, era la humanidad, y las resonancias humanas. Vivía con libros que llevaban a otros libros, un arte que lo llevaba a la conjetura, una música que lo llevaba a mundos más allá del mundo.
En las habitaciones de Horty todo era muy simple. El único objeto poco convencional era el reproductor y grabador; una maciza acumulación de dispositivos de alta fidelidad, pues el oído de Horty exigía la traducción exacta de todos los matices, todos los armónicos. Aparte de esto, su casa se parecía a cualquier otra casa, aunque era cómoda, y agradable. De vez en cuando, y a largos intervalos, se le ocurría que podría rodearse de lujosas máquinas automáticas, sillas que le masajearan la espalda, y cámaras de aire acondicionado para secarse después del baño. Pero la tentación no duraba mucho. Su mente era simple, y sólo le interesaba el conocimiento. Aunque dotado de una extraordinaria capacidad de análisis, muy pocas veces la empleaba extensamente. El conocimiento, pues, bastaba. Ya le encontraría utilidad. Por ahora, se contentaba con una total y justificada confianza en sus propios poderes.
Había llegado a la mitad del libro, y de pronto se detuvo con una expresión de sorpresa. Creía haber oído un sonido raro.
Cerró el libro, lo puso sobre la mesa, se incorporó y prestó atención, volviendo la cabeza ligeramente.
Sonó el timbre de la puerta.
En ese mismo instante Horty dejó de moverse. No se le endureció el cuerpo, como a un animal asustado. Pareció como si se hubiese detenido voluntariamente a pensar, una fracción de segundo. Luego se movió otra vez, con calma y facilidad.
Se detuvo ante la puerta, y clavó los ojos en el panel más bajo. Se le endureció la cara, y una rápida arruga le cruzó la frente. Abrió la puerta.
Ella estaba en el umbral, apoyada en una pierna. Alzó los ojos para verlo. Tenía la cabeza ligeramente torcida, un poco hacia abajo. Tuvo que hacer un esfuerzo casi doloroso para que sus ojos encontraran los ojos de Horty. Medía un metro veinte de altura.
—¿Horty? —dijo débilmente.
Horty emitió un sonido ronco y se arrodilló y la abrazó con fuerza y dulzura a la vez.
—Zee… Zee… ¿Qué ha ocurrido? Tu cara, tu…
Alzó a Zena, entró, cerró la puerta con el pie, y fue hasta el diván del estudio. Se sentó con Zena en las rodillas, acunándola, sosteniéndole la cabeza con la tibia palma de la mano. Zena le sonrió. Sólo se le movió un lado de la boca. Luego se echó a llorar, y a Horty se le humedecieron los ojos, y las lágrimas le ocultaron la carita deformada.
Zena calló, como si el cansancio no le dejara seguir llorando. Miró la cara de Horty, atentamente, parte por parte. Alzó la mano y le tocó el pelo.
—Horty… Me gustaba tanto cómo eras…
—No he cambiado —dijo Horty—. Soy un hombre ahora. Tengo mi casa y un empleo. Tengo esta voz y estos hombros y cincuenta kilos más que hace tres años. —Se inclinó y besó a Zena rápidamente—. Pero no he cambiado, Zee. No he cambiado. —Le tocó la cara, cuidadosamente, con la suavidad de una pluma—. ¿Duele?
—Un poco. —Zena cerró los ojos y se humedeció los labios. Parecía como si la lengua no pudiese alcanzar las comisuras de la boca—. Yo he cambiado.
—Te han cambiado —dijo Horty, con voz temblorosa—. ¿El Caníbal?
—Claro. Lo sabías, ¿no es cierto?
—No realmente. Me pareció una vez que me llamabas. Tú o él… era algo muy lejano. ¿Qué ocurrió? ¿Quieres decírmelo?
—Oh, sí. Descubrió quién eras. No sé cómo. Tu… ese Armand Bluett… es juez o algo ahora. Fue a ver al Caníbal. Cree que eres una muchacha.
Horty sonrió tensamente.
—Lo fui un tiempo.
—Oh. Oh, ya entiendo. ¿Estuviste entonces en la feria aquel día?
—¿En la feria? No. ¿Qué día, Zee? ¿El día que se descubrió la verdad?
—Sí, cuatro… no, cinco días atrás. ¿No estuviste allí? No entiendo… —Zena se encogió de hombros—. En fin, una muchacha fue a ver al Caníbal y el juez la siguió y pensó que eras tú. El Caníbal también. Le dijo a Havana que la buscara. Havana no la encontró.
—Y entonces el Caníbal se vengó en ti.
—Mm. Yo no pensaba decírselo, Horty. No le dije nada. Por lo menos durante un tiempo. No… no recuerdo muy bien.
Zena cerró otra vez los ojos. Horty se estremeció y se quedó un rato sin aliento.
—No… no recuerdo —dijo otra vez Zena con dificultad.
—No te esfuerces. No hables —susurró Horty.
—Tengo que hacerlo. Es necesario. ¡No debe encontrarte! —dijo Zena—. Está buscándote ya.
Horty entornó los ojos y dijo:
—Tanto mejor.
Zena no abrió los ojos.
—Duró mucho tiempo —dijo—. El Caníbal hablaba muy lentamente. Me sentó en unos almohadones y me sirvió un vino que sabía a otoño. Me habló de la feria y de Solum y de Gogol. Mencionó a Kiddo, y luego me habló de los coches nuevos y la tienda del guardia y las dificultades con el sindicato de chóferes, y también algo de música, y algo de guitarras, y luego de nuestro acto en la feria. Y después me habló de los animales y los echadores de suertes y los agentes de publicidad, volviendo de nuevo atrás, otra vez. ¿Entiendes? Mencionándote al pasar, y luego retrocediendo y retrocediendo. Toda la noche, Horty. ¡Toda, toda la noche!
—Cálmate.
—No me hizo preguntas. Hablaba doblando la cabeza, espiándome de reojo. Y yo allí sin moverme. Traté de beber, y de comer cuando trajeron la cena, y el desayuno. Y traté de sonreír cuando el Caníbal calló, un minuto. No me golpeó entonces, no me tocó, ¡no me preguntó!
—Lo hizo más tarde.
—Mucho más tarde. No recuerdo… La cara sobre mí, como una luna. A mí me dolía todo. Él gritaba. Quién es Horty, dónde está Horty, quién es Kiddo, por qué escondiste a Kiddo… Yo despertaba y despertaba. No recuerdo cuántas veces me dormí, o me desmayé, o lo que fuera. Me despertaba con sangre que se me secaba en los ojos, y él hablaba de máquinas y generadores de electricidad. Me despertaba en sus brazos, y él me hablaba al oído de Bunny y Havana, que sabían quién era Horty. Me despertaba en el suelo. Me dolía la rodilla. Había una luz terrible. Me incorporaba huyendo de la luz, corría a la puerta, y me caía. La rodilla se me doblaba. Era la tarde del día siguiente. Y el Caníbal me alcanzó, y me arrastró otra vez adentro, y me tiró al suelo, y encendió aquella luz. Tenía una lente de aumento y me hizo beber vinagre. Se me hinchó la lengua y yo…
—Basta, Zena, basta. No hables más.
La voz gris y sin inflexiones continuó:
—Yo estaba tirada en el suelo cuando llegó Bunny y miró adentro y el Caníbal no vio que ella venía. Bunny corrió y vino Havana con una barra de hierro y el Caníbal le rompió el cuello y Havana va a morirse…
Horty sentía los párpados secos. Alzó cuidadosamente una mano y le golpeó la mejilla sana.
—Zena, ¡basta!
El golpe arrancó a Zena un grito penetrante.
—¡No sé más, de veras! —chilló y estalló en dolorosos y convulsivos sollozos.
Horty le habló, pero no consiguió calmarla. Se incorporó entonces, la acostó dulcemente en el sofá, trajo del baño una toalla húmeda, y le mojó la cara y las muñecas. Zena dejó de llorar y se durmió.
Horty la miró un rato. Luego se arrodilló en el suelo, al pie del sofá, y puso la cabeza junto a la cabeza de Zena. El pelo de la enana le rozaba la cara. Se cruzó los brazos, y tomándose los codos, apretó hasta que el pecho y los hombros le latieron dolorosamente. Necesitaba estar junto a ella, sin moverse, pero necesitaba a la vez aliviar la oscura y furiosa tensión que crecía en él. El esfuerzo que imponía a sus músculos salvaguardaba su cordura, sin perturbar el sueño de Zena. Se quedó así mucho tiempo, arrodillado…
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, Zena pudo reír otra vez. Horty sólo la había tocado para descalzarla y cubrirla con una manta. Al alba, había traído una almohada del dormitorio y la había puesto en el suelo, entre el sofá y la puerta, y se había acostado en el piso vigilando la respiración de Zena, y con una felina atención, cualquier ruido que viniese de la escalera o el pasillo.
Cuando Zena abrió los ojos, Horty, inclinado sobre ella, dijo inmediatamente:
—Soy yo, Horty, y estás a salvo, Zena.
La espiral de pánico que giraba ya en los ojos de Zena se extinguió en seguida. La muchacha sonrió.
Mientras ella se bañaba, Horty le llevó las ropas a un lavadero mecánico, y media hora más tarde estaba de vuelta con la ropa limpia y seca. Compró de camino algunos comestibles, pero cuando llegó a la casa se encontró con un desayuno ya preparado: huevos fritos sobre tostadas y jamón. Zena le sacó los comestibles de las manos, riéndose:
—Arenques… jugo de papaya… jamón del diablo… ¡Pero todas cosas de adorno!
Horty sonrió, más por el coraje y la recuperación de Zena que por sus protestas. Se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados, y miró cómo Zena se afanaba en la cocina, envuelta de la cabeza a los pies en una bata que era, para Horty, demasiado corta.
Fue un dichoso desayuno, en el que jugaron alegremente a «recuerdas cuando…», juego que, en última instancia, es el más apasionante. Luego siguió un período de silencio, y se entendieron mirándose. Al fin Horty dijo:
—¿Cómo escapaste, Zena?
La cara de Zena se oscureció. Trató evidentemente, y con éxito, de dominarse.
—Tienes que decírmelo todo, Zee —dijo Horty—. Tienes que hablarme… de mí también.
—Has descubierto muchas cosas de ti —dijo Zena.
No era una pregunta.
Horty hizo a un lado el asunto con un ademán.
—¿Cómo escapaste? —repitió.
El lado de la cara de Zena que aún se movía se crispó. Se miró las manos, alzó una lentamente y la apretó con la otra.
—Estuve en coma varios días, supongo. Ayer desperté en mi cuarto. Comprendí que se lo había dicho todo, excepto dónde estabas. Piensa aún que eres aquella joven.
»Lo oí hablar. Estaba en el otro extremo de la casa rodante, en el cuarto de Bunny. Ella lloraba. Oí que se iba con el Caníbal. Esperé, y luego me arrastré afuera y llegué a la puerta de Bunny. Entré. Havana estaba en cama, con algo duro alrededor del cuello. Le dolía hablar. Me dijo que el Caníbal lo cuidaba y le arreglaba el cuello. Me dijo que el Caníbal haría que Bunny trabajase para él. —Zena alzó rápidamente los ojos y miró a Horty—. Puede hacerlo, ya sabes. Es un hipnotizador. Puede obligar a Bunny a cualquier cosa.
—Ya sé. —Horty la miró pensativamente—. ¿Por qué diablos no te hipnotizó a ti?
Zena se acarició la cara.
—No puede. No le da resultado conmigo. Puede llamarme; pero no me domina. Soy demasiado…
—¿Demasiado qué?
—Humana —dijo Zena.
Horty le acarició el brazo sonriéndole.
—Eso es cierto… Continúa.
—Volví a mi cuarto, recogí algún dinero y unas pocas cosas, y me fui. No sé qué hará el Caníbal cuando lo sepa. Tuve mucho cuidado, Horty. Con autos y camiones que me recogían en el camino hice ochenta kilómetros, y al fin subí a un ómnibus en Eltonville —a trescientos cincuenta kilómetros de aquí— y luego tomé un tren. Pero sé que tarde o temprano me encontrará. Nunca se da por vencido…
—Estás a salvo aquí —dijo Horty, y había un acero azulado en su voz suave.
—¡No se trata de mí! Oh, Horty, ¿no entiendes? ¡Te busca a ti!
—¿Para qué? Dejé la feria hace tres años, y no pareció preocuparse mucho. —Horty se encontró con los ojos de Zena, que lo miraban con asombro—. ¿Qué pasa?
—¿No te interesas en ti mismo, Horty?
—¿En mí mismo? Bueno, sí. Como todos, supongo. ¿Hay algo especial?
Zena calló un momento, pensando. De pronto, preguntó:
—¿Qué hiciste en estos años?
—Ya te lo he dicho en mis cartas.
—En líneas generales, sí. Alquilaste un cuarto y viviste ahí un tiempo, leyendo mucho, y buscando tu camino. Luego decidiste crecer. ¿Cuánto tardó eso?
—Unos ocho meses. Conseguí esta casa por carta, me mudé de noche, y cambié. Bueno, tenía que hacerlo. Necesitaba un trabajo de hombre. Durante un tiempo toqué en los clubes y viví de propinas. Luego compré una guitarra realmente buena, y trabajé en Horas Felices. Cuando cerraron, fui al Club Nemo. Estuve ahí hasta hace poco, esperando. Me dijiste que yo sabría cuando llegase la hora… Así fue.
—Sí —asintió Zena—. La hora de dejar de ser un enano, la hora de trabajar, la hora de empezar con Armand Bluett… todo eso.
—Exactamente —dijo Horty, como si el asunto no mereciese comentarios—. Y cuando necesité dinero, escribí cosas… canciones y arreglos, artículos, y hasta un cuento o dos. Los cuentos no fueron muy buenos. Es fácil distribuir las partes, pero cuesta muchísimo inventar. Eh, no sabes lo que le hice a Armand, ¿no es cierto?
—No. —Zena miró la mano de Horty—. Algo relacionado con eso, ¿no?
—Así es. —Horty se examinó la mano y sonrió—. Mira. Perdí estos dedos hace tres semanas.
—¿Y ya han crecido tanto?
—Tarda menos ahora que antes —dijo Horty.
—Crecían muy lentamente —dijo Zena.
Horty la miró, pareció que iba a preguntarle algo, y continuó:
—Una noche entraron juntos en el Club Nemo. Nunca había pensado que los vería así. Entiendo qué piensas. ¡Siempre los recordaba a la vez! Ah, pero aquello era hacer cuentas. El bien y el mal. Bueno… —Horty bebió un poco de café—. Se sentaron tan cerca que yo podía oírlos. Él era el viscoso seductor, y ella la doncella desamparada. Bastante desagradable. Cuando él fue a empolvarse la nariz, interpreté el papel de Lochinvar. No perdí el tiempo. Le hablé crudamente, le di unos dólares, y ella se fue prometiéndole una cita para el otro día.
—¿Quieres decir que se separaron sólo por esa noche?
—Oh, no. Ella se fue del pueblo, en tren. No sé a dónde. Bueno, yo me quedé allí tocando la guitarra y pensando. Dijiste que yo siempre sabría si era la hora. Supe aquella noche que era hora de dedicarme a Armand Bluett. Hora de empezar, quiero decir. Bluett me aplicó una vez un tratamiento que duró seis años. Yo no podía hacer menos. Así que elaboré mis planes. Tardé toda una noche y un día.
Horty se interrumpió, sonriendo sin humor.
—Horty…
—Te lo contaré, Zena. Es bastante simple. Bluett se vio con la muchacha. Se la llevó a un apestado agujero sibarítico que tenía en los suburbios y se creyó muy pronto en el jardín de las delicias. En el momento crítico, su conquista dijo unas pocas y elegidas palabras sobre la crueldad y los niños, y el hombre se quedó rumiándolas mirando tres dedos que ella dejó como recuerdo.
Zena miró otra vez la mano izquierda de Horty.
—¡Qué tratamiento! Pero Horty…, ¿te preparaste en una noche y un día?
—No sabes lo que puedo hacer —dijo Horty. Se arremangó la camisa—. Mira.
Zena miró el antebrazo derecho de Horty, moreno, ligeramente velludo. Horty parecía ahora profundamente concentrado, pero sin tensiones, serena la mirada, lisa la frente.
Durante un tiempo no hubo cambios en el brazo. De pronto, los pelos se doblaron, se retorcieron. Cayó uno, luego otro, y al fin toda una llovizna sobre el mantel ajedrezado. El brazo no se movía y, como la frente de Horty, no revelaba ninguna tensión. La piel tenía ahora el color castaño claro de Kiddo, y Zena. Pero… ¿era así? ¿O los ojos, demasiado atentos, se engañaban? No, no. El brazo era realmente más pálido, más pálido y más delgado también. La carne se contrajo entre los dedos y en el dorso de la mano, hasta que ésta fue más delgada y larga.
—Suficiente —dijo Horty, y sonrió—. Puedo dejarlo como antes en un tiempo similar. Excepto el pelo, claro, que me llevaría dos o tres días.
—Sabía de esto —susurró Zena—. Lo sabía, pero pienso que no lo creía realmente… ¿Tu poder es total?
—Total. Oh, hay cosas que no puedo hacer. No es posible crear o destruir materia. Puedo achicarme y ser como tú, supongo; pero pesaría lo mismo que ahora. Y no podría transformarme en un gigante de tres metros de la noche a la mañana. No hay modo de reunir tanta masa con suficiente rapidez. Pero el trabajo con Armand Bluett fue simple. Duro, pero simple. Reduje los hombros y los brazos y la parte inferior de la cara. Me costó veintiocho dolores de dientes. Me blanqueé la piel. El pelo era una peluca, por supuesto. Y en cuanto a las formas femeninas, solucioné el problema con lo que Elliot Springs llama «el moldeado de bustos y caderas».
—¿Cómo puedes bromear?
Horty habló con una voz inexpresiva:
—¿Qué puedo hacer? ¿Rechinar continuamente los dientes? Este vino necesita algunas burbujas de cuando en cuando, querida, o pronto te cansas de beber. No, lo que le hice a Armand Bluett fue sólo un comienzo. Ahora seguirá solo. No le dije quién soy. Kay se fue y él ya no sabe quién es ella, o quién soy yo, o quién es él. —Horty se rió, roncamente—. Bluett asoció profundamente los tres dedos con el pasado. Ahora trabajarán en él los sueños. Luego le daré algo del mismo valor… y distinto.
—Tendrás que cambiar de algún modo tus planes.
—¿Por qué?
—Kay no desapareció como crees. Empiezo a entender. Fue a la feria a ver al Caníbal.
—¿Kay? ¿Pero por qué?
—No sé. De todos modos, el juez la siguió. La muchacha se fue, pero el Caníbal y Bluett se quedaron juntos. Sé algo, sin embargo. Me lo dijo Havana. El juez le tiene miedo a Kay Hallowell.
Horty golpeó la mesa.
—¡La mano intacta! ¡Qué maravilla! ¿Te imaginas la escena?
—Horty, no es tan divertido. ¿No entiendes que ahí empezó todo? El Caníbal sospecha ahora que Kiddo no era sólo una enana. Y piensa que tú y Kay son la misma persona, no importa lo que diga el juez.
—Oh, Señor.
—Lo recuerdas todo —dijo Zena—. Pero no tienes mucha imaginación.
—Pero… pero… esas torturas que has sufrido, Zena… ¡Por mi culpa! ¡Es como si yo mismo te hubiese torturado!
Zena se acercó, bordeando la mesa, y abrazó a Horty. Horty apoyó la cabeza en el pecho de la enana.
—No, querido —dijo Zena—. Esto es viejo. Si quieres acusar a alguien, además del Caníbal, aquí me tienes. Caí en falta cuando te recogí, hace doce años.
—¿Por qué lo hiciste? Nunca lo supe realmente.
—Para alejarte del Caníbal.
—Alejarme del… ¡Pero me llevaste a su lado!
—El último lugar del mundo donde se le ocurriría buscarte.
—Quieres decir que me busca.
—Te busca desde que tenías un año. Y te encontrará. Te encontrará, Horty.
—Así lo espero —gruñó Horty.
Se oyó el timbre de la puerta.
Hubo un helado silencio. El timbre de la puerta sonó otra vez.
—Iré a ver —dijo Zena, levantándose.
—De ningún modo —le dijo Horty roncamente—. Siéntate.
Horty se puso de pie y miró la puerta, del otro lado del vestíbulo. La estudió un rato y dijo:
—No es él. Es… bueno, ¡qué te parece! ¡Una reunión de familia!
Horty cruzó a zancadas el vestíbulo y abrió la puerta de par en par.
—¡Bunny!
—Oh, perdón, ¿es aquí donde…?
Bunny no había cambiado mucho. Parecía un poco más redonda, y un poco más tímida.
—Oh, Bunny…
Zena se acercó corriendo torpemente, enredándose en los pliegues de la bata. Horty la sostuvo justo a tiempo. Las mujeres se abrazaron frenéticamente, lanzándose llorosas palabras de cariño dominadas por la sonora risa de alivio de Horty.
—Pero, querida, ¿cómo has podido encontrar…?
—Es tan bueno…
—Creí que estabas…
—Muñeca, nunca pensé…
—¡Basta! —gritó Horty—. Bunny, ven a desayunar.
Bunny miró sorprendida a Horty, con sus ojos de albina muy abiertos.
—¿Cómo está Havana? —preguntó Horty dulcemente.
Sin dejar de mirar a Horty, Bunny buscó a Zena y le apretó el brazo.
—¿Lo conoce este señor a Havana?
—Querida —dijo Zena—, ¡es Horty!
Bunny echó a Zena una mirada de conejo asustado, torció el cuello para mirar detrás de Horty, y al fin pareció entender.
—¿Eso? —preguntó señalando a Horty—. ¿Él? —Le clavó los ojos—. ¿Y es Kiddo… también?
Horty sonrió mostrando los dientes.
—Así es.
—Creció —dijo Bunny inexpresivamente.
Horty y Zena rieron, y, lo mismo que Horty mucho tiempo atrás, Bunny miró primero a uno y luego a otro, comprendió que no se reían de ella, sino con ella, y respondió con su risita tintineante. Horty fue a la cocina.
—Bunny —llamó desde allí—, ¿siempre tomas leche condensada y media cucharada de azúcar?
Bunny se echó a llorar. Apoyando la cabeza en el hombro de Zena, sollozaba, feliz:
—Es Kiddo, es Kiddo…
Horty puso la taza humeante en un extremo de la mesa y se sentó junto a las mujeres.
—Bunny, ¿cómo has hecho para encontrarme?
—No te encontré a ti. La encontré a Zee. Zee, es posible que Havana se muera.
—Sí…, recuerdo —susurró Zena—. ¿Estás segura?
—El Caníbal hizo lo que pudo. Hasta llamó a otro médico.
—¿Sí? ¿Y desde cuándo cree en los médicos?
Bunny sorbió un poco de café.
—No sabes cómo ha cambiado, Zee. Yo misma no quería creerlo hasta que hizo eso, llamar al doctor. Me conoces bien, Zee, y sabes cómo quiero a Havana. Y sabes cómo me sentí cuando el Caníbal lo golpeó. Pero ahora… es como si el Caníbal hubiese salido de una nube donde vivió durante años. Ha cambiado realmente, Zee. Lamenta tanto lo ocurrido. Está destrozado de veras.
—No lo suficiente —murmuró Horty.
—¿Y quiere que Horty vuelva también?
—Horty… Oh, Kiddo. —Bunny lo miró—. Pero no podrá trabajar en la feria ahora. No sé, Zee. No me dijo nada.
Horty advirtió una breve arruga en el ceño de Zena. Zena tomó a Bunny por el brazo y pareció que se lo apretaba impacientemente.
—Querida, empieza por el principio. ¿Te envió el Caníbal?
—Oh, no. Bueno, no exactamente. Ha cambiado tanto, Zee. No me crees. Te necesita, y decidí venir a buscarte.
—¿Por qué?
—¡Por Havana! —gritó Bunny—. El Caníbal podría salvarlo, ¿entiendes? Pero quiere saber cómo estás.
Zena volvió un rostro perturbado hacia Horty. Horty se incorporó.
—Te prepararé un bocado, Bunny —dijo.
Le hizo una seña a Zee con un leve movimiento de cabeza. La enana respondió con un parpadeo y se volvió hacia Bunny.
—¿Pero cómo supiste dónde estaba yo, querida?
La albina se inclinó hacia Zena y le tocó la mejilla.
—Pobre querida. ¿Te duele mucho?
Horty llamó desde la cocina.
—¡Zee! ¿Dónde pusiste el pimiento?
—Voy, Horty —dijo Zena. Fue hacia la cocina—. Está ahí en… Oh, ¡no empezaste con las tostadas! Las haré yo.
Trabajaron juntos sobre el fuego. Horty dijo entre dientes:
—Esto no me gusta, Zee.
Zena asintió.
—Sí, hay algo… Le preguntamos dos veces, tres, cómo había encontrado tu casa, y no contestó. —Zena continuó en voz alta—: ¿Ves? Así se hacen las tostadas. Ahora basta vigilarlas un poco.
Un momento después:
—Horty. ¿Cómo supiste quién estaba a la puerta?
—No lo supe. De veras. Supe quién no estaba. Conozco a cientos de personas, y supe que no eran ellas. —Se encogió de hombros—. Sólo quedaba Bunny, ¿entiendes? Es fácil.
—Yo no podría hacerlo. Y no conozco a nadie que pudiese. Excepto quizá el Caníbal. —Zena fue hacia el sumidero y golpeó ruidosamente unos platos—. ¿Puedes saber qué piensa la gente? —murmuró al acercarse otra vez a Horty.
—A veces, un poco. Pero nunca lo he intentado realmente.
—Inténtalo ahora —dijo Zena señalando el vestíbulo con la cabeza.
En el rostro de Horty apareció otra vez aquella tranquila y pensativa expresión. En ese mismo instante algo cruzó ante la puerta de la cocina. Horty, que estaba de espaldas, se volvió y saltó al vestíbulo.
—¡Bunny!
Los labios rosados de Bunny se recogieron mostrando los dientes, como un animal. La enana se escurrió hasta la puerta de entrada, la abrió, y desapareció.
—¡Mi cartera! ¡Se lleva mi cartera! —gritó Zena.
En dos grandes saltos, Horty llegó al pasillo, y alcanzó a Bunny en el descanso de la escalera. La enana se retorció y le mordió la mano. Horty le metió la cabeza bajo el brazo, apretándole la mejilla contra el pecho. Bunny no dejaba de morder… y mientras tanto no podía soltarse.
Ya adentro, Horty cerró la puerta con el pie, llevó a Bunny al sofá como un saco de aserrín, y la obligó a abrir las mandíbulas. Bunny quedó tendida en el sofá, con los ojos enrojecidos y brillantes, y sangre en la boca.
—¿Qué la habrá puesto en este estado? —preguntó Horty casi distraídamente.
Zena se arrodilló junto a Bunny y le tocó la frente.
—Bunny. Bunny, ¿estás bien?
No hubo respuesta. La enana parecía consciente, y clavaba los ojos de rubí en Horty. Respiraba con fuerza y regularidad, como un tren de carga. Entreabría rígidamente la boca.
—No le hice nada —dijo Horty—. Sólo alzarla en brazos.
Zena recogió la cartera del suelo, la abrió y buscó. Aparentemente satisfecha, dejó la cartera en la mesita de café.
—Horty, ¿qué hiciste en la cocina hace un rato?
—Pensé… —Horty frunció el entrecejo—. Pensé en la cara de Bunny e hice que se abriera como una puerta, o…, bueno, que una niebla se levantara, para que yo pudiera ver adentro. No vi nada.
—¿Nada?
—Se fue en ese mismo momento —dijo Horty simplemente.
Zena cerró y abrió nerviosamente las manos.
—Trata otra vez.
Horty se acercó al sofá. Los ojos de Bunny lo siguieron. Se cruzó de brazos. Se le distendió la cara. Bunny cerró inmediatamente los ojos. Abrió la boca.
—Cuidado, Horty —dijo Zena, inquieta.
Sin otro movimiento, Horty asintió con la cabeza.
Durante un rato, no ocurrió nada. Luego Bunny se estremeció, extendió un brazo, y cerró la manita. Unas lágrimas le humedecieron las pestañas, y pareció descansar. Pasaron algunos segundos y empezó a moverse, vagamente, sin ningún propósito, como si unas manos poco hábiles le probaran los centros motores. Abrió dos veces los ojos, en una ocasión se sentó a medias, y se acostó otra vez. Luego dejó escapar un largo y estremecido suspiro, en un tono casi tan bajo como la voz de Zena. Al fin se quedó quieta, respirando profundamente.
—Duerme —dijo Horty—. Se resistió, pero ahora duerme.
Se dejó caer en una silla y se cubrió la cara con las manos. Luego, de pronto, se incorporó bruscamente y dijo:
—Fue más que la fuerza de Bunny, Zee. Había algo extraño en ella.
—¿Ha desaparecido ahora?
—Sí. Despiértala y veamos.
—¿Nunca hiciste nada parecido, Horty? Parecías tan seguro de ti mismo como el viejo Iwazian.
Iwazian era el fotógrafo de la feria. Sólo sacaba una fotografía y sabía en seguida si saldría mal o bien. Nunca miraba una copia.
—Siempre dices lo mismo —comentó Horty, impaciente—. Algunas cosas son posibles y otras no. Cuando haces algo, ¿te preguntas si lo hiciste o no realmente? ¿Acaso no lo sabes?
—Perdón, Horty. Te he tenido en menos. —Zena se sentó junto a la albina—. Bunny… —canturreó—. Bunny…
Bunny volvió la cabeza a un lado, luego a otro, y abrió los ojos. Tenía una mirada vaga, perdida. Miró a Zena y pareció reconocerla. Luego examinó la habitación y dio un grito de miedo. Zena la abrazó.
—Todo está bien, querida —dijo—. Estamos sólo yo y Kiddo, y todo anda bien ahora.
—Pero ¿cómo…? ¿Dónde…?
—Chist. Dinos qué ocurrió. ¿Recuerdas la feria? ¿Havana?
—Havana se muere.
—Trataremos de ayudarlo, Bunny. ¿Recuerdas haber venido aquí?
—¿Aquí?
Bunny miró alrededor como si una parte de su mente intentara unirse a la otra.
—El Caníbal me dijo que viniese. Era sólo ojos. Luego de un rato ni siquiera le vi los ojos. Me hablaba en la cabeza. No recuerdo —se lamentó tristemente—. Havana se muere.
Lo dijo como si fuese la primera vez.
—Será mejor que por ahora no le hagamos preguntas —dijo Zena.
—Te equivocas —dijo Horty—. Tenemos prisa. —Se inclinó hacia Bunny—. ¿Cómo fue que encontraste mi casa?
—No recuerdo.
—Luego de hablarte el Caníbal, ¿qué hiciste?
—Estuve en un tren.
Parecía como si Bunny quisiera decimos algo, y no pudiera. Había que arrancarle las palabras.
—¿Adónde fuiste al bajar del tren?
—Un bar… Bueno, un club… Nemo. Le pregunté al hombre dónde podía encontrar a la persona que se había lastimado la mano.
Zena y Horty se miraron brevemente.
—El Caníbal dijo que Zena estaría con esa persona.
—¿Y no te dijo si era Kiddo, o Horty?
—No. No lo dijo. Tengo hambre.
—Muy bien, Bunny. Te serviremos en seguida un gran desayuno. ¿Y qué debías hacer cuando encontraras a Zee? ¿Llevarla de vuelta?
—No. Los cristales. Ella tenía los cristales. Dos. El Caníbal me haría dos veces lo que le había hecho a Zena si yo volvía sin ellos. Pero me mataría si volvía con uno.
—Cómo ha cambiado —dijo Zena, con horror.
—Pero ¿cómo sabía dónde estaba yo? —preguntó Horty.
—No sé. Oh, aquella muchacha.
—¿Qué muchacha?
—La rubia. Le escribió una carta a alguien. A su hermano. Un hombre robó la carta.
—¿Qué hombre?
—Blue. El juez Blue.
—¿Bluett?
—Sí, el juez Bluett. Consiguió la carta y allí decía que la muchacha trabajaba en una casa de discos. Había una sola casa de discos en ese pueblo. La encontraron fácilmente.
—¿La encontraron? ¿Quiénes?
—El Caníbal. Y ese Blue. Bluett.
Horty juntó los puños.
—¿Dónde está ella?
—El Caníbal se la llevó a la feria. ¿Puedo desayunar?