12

—SÍ SOY YO, Pierre Monetre. Entre.

Monetre se hizo a un lado y la muchacha entró.

—Se lo agradezco de veras, señor Monetre. Sé que es usted un hombre ocupado. Y quizá no pueda ayudarme.

—Y quizá no quiera, aunque pueda —replicó Monetre—. Siéntese.

La muchacha se sentó en una silla de madera, del otro lado de la mesa, mitad escritorio, mitad banco de trabajo, que ocupaba casi la mitad de la casa rodante. Monetre la miró fríamente. Pelo rubio y suave, ojos de un azul pizarra a veces, otros apenas más oscuros que el azul del cielo; una frialdad estudiada que él, con sus ejercitadas facultades, podía traspasar con facilidad. Está perturbada, pensó, asustada y avergonzada. Monetre esperó.

—Hay algo que quiero saber —dijo al fin la joven—. Ocurrió hace años. Yo casi lo había olvidado, hasta que vi sus anuncios. Entonces, recordé. Quizá me equivoque, pero si…

La muchacha juntó las manos. Monetre las miró y luego le clavó otra vez los fríos ojos.

—Perdón, señor Monetre. No soy muy precisa. Pero todo es tan vago y tan… terriblemente importante. Cuando yo era niña, de siete u ocho años, un compañero de clase escapó de casa. Era de mi edad, y había tenido una pelea espantosa con el padre adoptivo. Creo que estaba lastimado. En la mano. No sé hasta qué punto. Fui probablemente la última persona que lo vio en la ciudad. Nunca volvió.

Monetre recogió algunos papeles, los arregló, y los puso otra vez en la mesa.

—No sé realmente qué puedo hacer por usted, señorita…

—Hallowell, Kay Hallowell. Le ruego, señor Monetre, espere a que termine mi historia. He hecho cincuenta kilómetros para verlo. No quiero perder la menor oportunidad.

—Por favor, nada de llantos o la pondré a la puerta —rugió Monetre. El tono era tan rudo, que Kay se sobresaltó. El hombre dijo entonces, suavemente—: Le ruego que continúe, señorita.

—Gra-gracias. Seré breve… Fue poco después de oscurecer, una noche de lloviznas y niebla. Vivíamos junto a la carretera y yo había salido por la puerta de atrás para hacer algo… No recuerdo qué… En fin, él estaba allí, en la luces del tránsito. Le hablé. Me dijo que no le dijera a nadie que yo lo había visto, y así lo hice, hasta ahora. Luego… —Kay cerró los ojos, tratando de recordar aparentemente todos los detalles— creo que alguien me llamó. Lo dejé y volví a casa. Pero espié por la ventana y lo vi subir a un camión. Era de esta feria. Estoy segura. Los colores… Y ayer, cuando vi sus anuncios, recordé.

Monetre esperaba con una mirada inexpresiva en los ojos hundidos. Pareció comprender, de pronto, que la muchacha había terminado.

—¿Hace doce años? Y, supongo, yo debería saber si ese niño viajó con la feria.

—Sí.

—No. Yo me hubiera enterado.

—Oh… —Era un sonido débil, triste, y sin embargo resignado. Kay no había esperado aparentemente otra cosa. Se dominó, y dijo—: Era menudo para su edad. Tenía un pelo muy oscuro y una cara puntiaguda. Lo llamaban Horty… Horton.

—Horty… —Monetre buscó en su memoria. Había algo familiar en aquellas dos sílabas. Sí… Sacudió la cabeza—. No recuerdo a ningún niño llamado Horty.

—Haga un esfuerzo, por favor. Hay algo que…

Kay calló y miró a Monetre inquisitivamente. Monetre dijo:

—Puede confiar en mí.

Kay sonrió.

—Gracias. Bueno, hay un hombre, una persona espantosa, el padre adoptivo del niño. Está haciéndome algo horrible. Una trampa legal. Y podría impedir que llegue a mis manos cierto dinero, en mi mayoría de edad. Lo necesito. No para mí. Para mi hermano. Será médico y…

—No me gustan los médicos —dijo el hombre. Si el odio tiene una campana, como la libertad, esa campana resonó entonces en la voz de Pierre Monetre. Se incorporó—. Nada sé de un niño llamado Horty, que desapareció hace doce años. Y no me interesa encontrarlo. Y menos para ayudar a un hombre que será un parásito de sí mismo y se reirá de sus pacientes. No soy un secuestrador, y no quiero mezclarme en algo que huele de lejos a chantaje. Adiós.

Kay se había incorporado también, con los ojos muy abiertos.

—Lo… lo siento. Realmente, yo…

—Adiós.

Monetre habló ahora con una voz de terciopelo que usaba a veces para mostrar que su gentileza era un virtuosismo, un barniz. Kay se volvió hacia la puerta y la abrió. Se detuvo y miró por encima del hombro.

—Podría dejarle mi dirección por si algún día usted…

—No —dijo Monetre.

Le dio la espalda y se sentó. Oyó que la puerta se cerraba.

Cerró los ojos y las estrechas aberturas de la nariz se le agrandaron hasta parecer casi redondas. Humanos, humanos, y sus complejas, inútiles y triviales maquinaciones. No había misterio en los humanos; no había enigma. Los intereses de los hombres podían reducirse a un único tema: la ganancia. ¿Qué podían saber los hombres de una forma de vida donde no había idea de ganancia? ¿Qué podía decir un hombre de una raza de cristales, seres que no se interesaban en comunicarse o cooperar entre ellos?

¿Y qué harían los hombres —y aquí Monetre se permitió una sonrisa— si tuviesen que luchar con los cristales? ¿Cuándo se encontraran con un enemigo que avanzaba un poco y no se molestaba en consolidar ese avance, y en seguida avanzaba de otro modo, de un modo diferente, en otro lugar?

Monetre se hundió en una ensoñación esotérica, dirigiendo ejércitos de cristales contra una humanidad estúpida y prolífica, olvidando las inútiles preocupaciones de una muchacha que por alguna interesada razón personal buscaba a un niño perdido.

—Eh, Caníbal…

—¡Maldita sea! ¿Qué pasa ahora?

La puerta se abrió prudentemente.

—Caníbal, hay…

—Entra, Havana, y habla. No me gustan los farfullones.

Havana entró luego de dejar el cigarro en un escalón.

—Hay un hombre que quiere verlo.

Monetre le lanzó una mirada furiosa por encima del hombro.

—Estás encaneciendo. Tíñete.

—Bueno, bueno. Esta misma tarde. —Havana arrastró los pies miserablemente—. Y este hombre…

—Hoy he completado mi cuota —dijo Monetre—. Gente inútil que persigue cosas imposibles y triviales. ¿Se ha ido ya esa chica?

—Sí. Eso quería decirle. El hombre la vio también, y está esperando. Le preguntó a Johnward dónde podía encontrarlo a usted, y…

—Creo que despediré a Johnward. Quiero un artista, no un ujier. No hace otra cosa que molestarme con gente.

—Es un hombre importante —dijo tímidamente Havana—. Me preguntó al llegar si estaba usted ocupado. Le expliqué que sí, que hablaba usted con alguien. Me dijo entonces que esperaría. En ese momento se abrió la puerta y salió la muchacha. Se apoyó en el montante y se volvió para decirle algo a usted y el hombre importante casi cae redondo. De veras, Caníbal, nunca vi nada parecido. Se agarró de mi hombro con tanta fuerza que seguramente me dejó un moretón para una semana. «¡Es ella! ¡Es ella!», gritó. «¿Quién?», pregunté. «¡No quiero que me vea!», gritó el hombre. «¡Un demonio! ¡Se cortó los dedos y le crecieron otra vez!».

Monetre se enderezó en su sillón y giró hasta enfrentarse con el enano.

—Adelante, Havana —dijo suavemente.

—Bueno, eso es todo. El hombre se escondió detrás de la barraca de Gogol y espió cuando pasaba la chica.

—¿Y dónde está ahora?

Havana miró por la puerta abierta.

—Todavía ahí. Tiene mala cara. Parece que sufriera un ataque.

Monetre dejó la silla y salió rápidamente, dejando que Havana decidiese si lo acompañaba o se quedaba. El enano se apartó, pero la huesuda cadera de Monetre alcanzó a golpearle la mejilla redonda.

Monetre corrió hacia el hombre acurrucado aún detrás de la plataforma. Se arrodilló y le puso una mano en la frente, fría y húmeda.

—Cálmese, señor —dijo con una voz grave y tranquilizadora—. Está usted seguro conmigo. —Monetre subrayó la palabra «seguro», pues el hombre, cualquiera que fuese la causa, transpiraba, temblaba y parecía paralizado por el miedo. Monetre no hizo preguntas y siguió entonando—: Está en buenas manos, señor. Fuera de peligro. Nada puede pasarle ahora. Venga. Beberemos algo. Le hará bien.

El hombre fijó lentamente los ojos húmedos en Monetre. Pareció que recobraba poco a poco la lucidez.

—Eh… un ataque… claro, sí… un desmayo. Lamento de veras…

Monetre lo ayudó cortésmente a levantarse, recogió el sombrero que había rodado por el suelo, y le sacudió el polvo.

—Mi oficina está ahí. Entre y siéntese.

Puso una mano firme en el codo del hombre, lo llevó a la casa rodante, le ayudó a subir los dos escalones, y abrió la puerta.

—¿Quiere recostarse unos minutos?

—No, no, gracias. Es usted muy amable.

—Siéntese aquí entonces. Le traeré algo.

Monetre abrió un armario y eligió una botella de viejo oporto. Luego sacó un frasco de un cajón del escritorio y vertió dos gotas en un vaso, llenándolo con vino.

—Beba esto —dijo—, le hará bien. Un poco de amital de sodio. Le calmará los nervios.

—Gracias. Gracias. —El hombre bebió ávidamente—. ¿Es usted el señor Monetre?

—A sus órdenes.

—Soy el juez Bluett. De la cámara civil.

—Muy honrado.

—Por favor, por favor, soy yo quien… He viajado ochenta kilómetros para verlo y hubiese recorrido gustosamente una distancia dos veces mayor. Tiene usted una gran reputación.

—No lo sabía —dijo Monetre, y pensó que aquella desinflada criatura era tan poco sincera como él mismo—. ¿En qué puedo servirle?

—Bueno… Un asunto… cómo diría… de interés científico. Leí acerca de usted en una revista. Parece que sabe usted de mons… eh, gente rara, y cosas semejantes, más que nadie en el mundo.

—Yo no diría eso —replicó Monetre—. He trabajado con esas criaturas muchos años, por supuesto. ¿Qué quiere saber?

—Oh…, algo que no se encuentra en los libros de consulta. Y que tampoco se puede preguntar a los llamados hombres de ciencia. Lo que no está impreso los hace sonreír.

—Conozco el asunto, señor juez. Pero yo no tengo la sonrisa fácil.

—Espléndido. Entonces se lo preguntaré. Concretamente, ¿sabe usted algo de… regeneración?

Monetre se llevó una mano a los ojos. ¿Este imbécil nunca iría al grano?

—¿Qué clase de regeneración? ¿Anillos de nematodos? ¿Cicatrización celular? ¿O la carga de viejas baterías?

El juez hizo un débil ademán.

—Por favor —dijo—. Soy un lento en estas cuestiones, señor Monetre. Le ruego que use un lenguaje más simple. Lo que quiero saber es esto: ¿hasta qué punto pueden regenerarse los tejidos humanos después de una herida grave?

—¿A qué llama usted grave?

—Bueno… digamos una amputación.

—Depende, señor juez. La punta de un dedo, por ejemplo, sería posible. Un hueso roto se reconstruye a veces de modo sorprendente. ¿Conoce usted algún caso donde la regeneración de tejidos haya sido, digamos, excepcional?

Hubo una larga pausa. Monetre advirtió que el juez palidecía. Le sirvió más oporto y se llenó también un vaso.

—Conozco un caso. Es decir, por lo menos… Bueno, me parece. Vi la amputación.

—¿Un brazo? ¿Una pierna, quizá, o un pie?

—Tres dedos. Tres dedos enteros —dijo el juez—. Parece que crecieron otra vez. Y en cuarenta y ocho horas. Un conocido osteólogo se me rió en las narices cuando se lo conté. No quiso creer que yo hablase en serio. —De pronto se inclinó hacia adelante, tan bruscamente que le tembló la fláccida piel de la cara—. ¿Quién era la joven que salió de aquí?

—Una cazadora de autógrafos —dijo Monetre con voz de aburrimiento—. Una persona sin importancia. Continúe.

El juez tragó saliva con dificultad.

—Se llama Kay, Kay Hallowell.

—Es posible, es posible. ¿Por qué cambió de tema? —preguntó Monetre, impaciente.

—No he cambiado de tema, señor —respondió calurosamente el juez—. Esa muchacha, ese monstruo, a la luz, y ante mis propios ojos, ¡se cortó tres dedos de la mano izquierda!

Bluett sacudió vigorosamente la cabeza, frunció la boca y se hundió otra vez en su asiento.

Si esperaba una reacción brusca de su huésped, no quedó decepcionado. Monetre se incorporó de un salto.

—¡Havana! —gritó. Fue hacia la puerta y gritó otra vez—: Dónde está ese gordito… Ah, estás ahí, Havana. Ve y encuentra a esa muchacha que estuvo aquí. ¿Entiendes? Encuéntrala y tráela. No me importa lo que le digas, encuéntrala y tráela. —Golpeó las manos—. ¡Corre!

Volvió a su silla, arrugando la cara. Se miró las manos y luego miró al juez.

—Naturalmente, está usted seguro.

—Sí, señor.

—¿Qué mano?

—La izquierda. —El juez se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa—. Bueno…, señor Monetre… Si ese muchacho la trae de vuelta…, bueno, yo… no…

—Parece que le tiene miedo.

—Bueno, sí, no…, yo no diría eso —dijo el juez—. Sorprendido, sí. ¿No lo estaría usted?

—No —dijo Monetre—. Miente, señor.’

—¿Yo? ¿Yo miento?

Bluett adelantó el pecho y miró enojado al hombre de la feria.

Monetre entornó los ojos y empezó a contar sus argumentos con los dedos.

—Hace unos minutos, parece, se asustó usted con la mano izquierda de la muchacha. Le dijo al enano que los dedos le habían crecido otra vez. Por lo tanto era la primera vez que veía la mano regenerada. Y sin embargo me dijo que había consultado a un osteólogo,

—No he mentido —dijo Bluett, duramente—. Es cierto, vi la mano entera cuando ella se detuvo en el umbral, y por primera vez. ¡Pero también vi cómo se amputaba los dedos!

—¿Entonces por qué esas preguntas sobre regeneración de tejidos? —dijo Monetre. Miró al juez, que buscaba alguna respuesta, y añadió—: Vamos, juez Bluett. O no ha confesado el propósito que lo trajo aquí, o… ha visto antes un caso parecido… Ah, veo que es eso. —Los ojos de Monetre centellearon—. Será mejor, creo, que me cuente toda la historia.

—¡No, señor! —protestó el juez—. Realmente, señor, estos interrogatorios no me gustan. No veo…

Monetre decidió remover el terror que parecía cercar a aquel hombre de ojos húmedos.

—No sabe usted en qué peligro se encuentra —dijo—. Yo lo conozco, y soy quizá el único hombre en el mundo que puede ayudarlo. Cooperará usted conmigo, señor, o se irá inmediatamente, exponiéndose a todas las consecuencias.

Monetre había hablado con una voz de diapasón, resonante y suave a la vez. Pareció que el juez perdía totalmente la cabeza. La cadena de horrores imaginarios que se reflejaron en su pálido rostro no eran, por lo menos, triviales. Monetre sonrió ligeramente, se reclinó en su silla, y esperó.

—Puedo… —El juez se sirvió más vino—. Ah, señor, debo decirle ante todo que esto fue en un principio una simple conjetura. Es decir, hasta que hoy vi a la muchacha. A propósito, no quisiera que ella me viese. Podría usted…

—Cuando la traigan, lo ocultaré a usted. Prosiga.

—Perfectamente. Gracias, señor. Bueno, hace algunos años llevé a un niño a mi casa. Un horrible monstruito. Cuando tenía siete u ocho años, se escapó. No he oído de él desde entonces. Imagino que tendría ahora diecinueve o veinte años… si viviera. Y… y parece haber alguna relación entre aquel niño y la muchacha.

—¿Qué relación? —inquirió Monetre.

—Parece que ella supiese algo de él. —Monetre movió los pies con impaciencia y el juez añadió en seguida—: Bueno, hubo una dificultad. El chico era un rebelde sin cura. Lo castigué y lo encerré en el ropero. La puerta (de modo puramente accidental, claro es) le apretó la mano. Ejem. Algo muy desagradable.

—Siga.

—Yo he estado…, bueno, buscando, ya entiende usted. Cuando el chico creciera, habría en él cierto resentimiento… Además, era un chico muy poco equilibrado, y uno nunca sabe cómo pueden afectar esas cosas a una mente débil.

—Quiere decir que se sintió usted culpable y asustado como el diablo y buscó entonces a un joven al que le faltaran tres dedos. ¡Dedos, no nos salgamos del tema! ¿Qué relación tiene esto con la muchacha?

La voz de Monetre era un látigo.

—No lo sé… exactamente —murmuró el juez—. Ella parecía saber algo acerca del chico. Quiero decir que ella me habló indirectamente del chico, me dijo que me recordaría cómo yo había lastimado una vez a alguien. Y entonces sacó un hacha y se cortó los dedos. Luego desapareció. La busqué con un hombre, y él me dijo que ella vendría aquí. Eso es todo.

Monetre cerró los ojos y meditó un rato.

—No noté que le faltara ningún dedo.

—Maldita sea, ya lo sé. Pero ya le dije que la vi con mis propios ojos…

—Bueno, bueno. Se los cortó. Dígame ahora por qué vino usted.

—Yo… no sé. Cuando ocurre algo parecido, uno olvida todo y parte de cero. Lo que yo había visto parecía imposible, pero empecé a pensar que quizá todo era posible… todo…

—¡Al grano! —rugió el Caníbal.

—¡Ya se lo he dicho! —rugió Bluett a su vez. Los dos hombres se miraron con furia—. El niño y los dedos aplastados, y ahora esta muchacha. Empecé a preguntarme si ella y el chico no serían la misma persona… Ya le dije que no había para mí «imposibles». Bueno, la muchacha tenía una mano perfecta. Si de algún modo ella era el chico, tenían que haber crecido los dedos. Y si eso había ocurrido una vez, podía ocurrir otra. Y si ella lo sabía, no temería cortárselos. —El juez se encogió de hombros, alzó las manos y las dejó caer flojamente—. Así que empecé a preguntarme en qué criaturas los dedos crecerían a voluntad. Eso es todo.

Los oscuros y centelleantes ojos de Monetre, que parecían aún más hundidos, observaron al juez.

—Ese chico que podía ser una chica —murmuró—, ¿cómo se llamaba?

—Horton. Lo llamábamos Horty. Un pequeño vicioso.

—Piense un poco. ¿Había algo raro en él?

—¡Ya lo creo! Yo diría que no era normal. No se despegaba de juguetes sin valor, y cosas parecidas. Y tenía costumbres repugnantes.

—¿Qué costumbres?

—Lo echaron de la escuela por comer insectos.

—¡Ah! ¿Hormigas?

—¿Cómo lo sabe?

Monetre se incorporó y se paseó entre la puerta y el escritorio. La excitación le golpeaba el pecho.

—¿A qué juguetes se ataba tanto?

—No recuerdo. No es importante.

—Eso lo decidiré yo —estalló Monetre—. Piense, hombre, ¡piense! Si en algo estima su vida…

—¡No puedo pensar! ¡No puedo! —Bluett alzó los ojos, vio la mirada brillante del Caníbal y se encogió—. Era una especie de polichinela. Algo horrible.

—¡Descríbalo! ¡Hable, maldita sea!

—Pero qué… Oh, bueno. Era de este tamaño y tenía un cabeza de polichinela. Nariz y barbilla puntiagudas. El chico casi nunca lo miraba. Pero debía tenerlo cerca. Yo lo tiré una vez y el doctor me dijo que lo buscara y se lo devolviera. Horton casi se muere.

—Casi se muere, ¿eh? —gruñó Monetre con una voz áspera y triunfante—. Dígame, ese juguete estuvo con él desde que nació, ¿no es cierto? Y había algo en el juguete…, un botón de cristal o algo brillante.

—Pero cómo sabe… —empezó a decir Bluett. La furiosa impaciencia que irradiaba el hombre de la feria lo interrumpió bruscamente—. Sí, los ojos.

Monetre se inclinó sobre el juez, lo tomó por los hombros, y lo sacudió.

—Querrá decir el ojo, ¿no? Había un solo cristal —jadeó.

—Déjeme, déjeme —gimió Bluett, rechazando débilmente las manos de hierro de Monetre—. Dije «ojos». Dos ojos. Iguales. Desagradables. Brillaban.

Monetre se enderezó lentamente y retrocedió.

—Dos —susurró—. Dos

Cerró los ojos. Le zumbaba el cerebro. Un chico desaparecido, dedos… dedos aplastados. Una muchacha… la edad exacta también… Horton, Horton… Horty. La mente de Monetre saltó y retrocedió a lo largo de los años. Una carita morena, dolorida, que decía: «Me bautizaron Hortense, pero todos me llaman Kiddo». Kiddo, que había llegado con una mano aplastada, y había dejado la feria dos años atrás. ¿Qué había ocurrido entonces? Él, Monetre, había querido algo, había querido mirarle la mano, y ella se había ido, de noche.

La mano. Cuando ella llegó a la feria, él se la había curado, había sacado los tejidos deshechos, y la había cosido. La había curado durante semanas hasta que aparecieron nuevos tejidos y no hubo peligro de infección. Y luego, por algún motivo, nunca la había mirado otra vez. ¿Por qué? Oh… Zena. Zena le decía siempre cómo iba la mano de Kiddo.

Abrió los ojos. Unas delgadas ranuras.

—Lo encontraré —gruñó.

Un golpe en la puerta, y luego una voz:

—Caníbal…

—Es el enano —farfulló Bluett, sobresaltándose—. Con la muchacha. ¿Qué…? ¿Dónde…?

Monetre le lanzó una mirada que lo devolvió a la silla. El hombre de la feria se incorporó y fue hacia la puerta, abriéndola un poco.

—¿La encontraste?

—Mire, Caníbal, yo…

—No me interesa —dijo Monetre en un terrible susurro—. No la trajiste. Te ordené que la trajeras y no lo has hecho. —Cerró cuidadosamente la puerta y se volvió hacia el juez—. Váyase.

—¿Eh? Bueno, pero y qué hay de…

—¡Váyase!

Era un grito. Así como la mirada de Monetre había aflojado al juez, su voz, ahora, lo endurecía. Bluett se incorporó y fue hacia la puerta antes que el grito dejase de ser un sonido. Quiso hablar, y sólo movió los labios húmedos.

—Ningún otro en el mundo puede ayudarlo. Sólo yo —dijo Monetre, y el rostro del juez mostró que este tono tranquilo, fácil, de charla común, era lo más terrible. Llegó a la puerta y se detuvo. Monetre continuó—: Haré lo que pueda, juez. Sabrá de mí muy pronto, se lo aseguro.

—Ah —dijo el juez—. Mm. Si en algo puedo servirlo, señor Monetre, llámeme.

—Gracias. Necesitaré ciertamente su ayuda.

Monetre dejó de hablar. Se le heló el rostro. El juez salió corriendo.

Pierre Monetre se quedó mirando el espacio donde hacía un instante había estado la cara abotagada del juez. De pronto cerró el puño y se golpeó la palma.

—Zena —dijo moviendo apenas los labios.

Se puso pálido de furia. Se sintió débil y se acercó al escritorio. Se sentó, apoyó los codos en el papel secante y la barbilla en la mano, y empezó a enviar imperiosas ondas de odio.

¡Zena!

¡Zena!

¡Aquí! ¡Ven aquí!