AL DÍA SIGUIENTE, su señoría Armand Bluett dejó los tribunales poco después del mediodía. Lanzando a un lado y a otro miradas de reojo, cruzó el pueblo en taxi, pagó al chófer, y se metió furtivamente en una callejuela. Pasó dos veces ante una casa, para asegurarse de que no lo seguían, y al fin se escurrió llave en mano.
Arriba, examinó minuciosamente su escondrijo de dos habitaciones, baño y cocina. Abrió todas las ventanas para airear el ambiente. Entre los cojines del sofá encontró un pañuelo de seda multicolor que no perdía su barato perfume. Lo dejó caer en el incinerador con una mueca de disgusto.
—Ya no necesitaremos esto.
Inspeccionó la nevera, los estantes de la cocina, el cuarto de baño. Hizo correr el agua y encendió el gas. Probó las lámparas, la araña, la radio. Pasó un pequeño aspirador sobre las alfombras y las cortinas pesadas. Al fin, con un gruñido de satisfacción, entró en el baño, se afeitó y se dio una ducha. Siguieron nubes de talco y una neblina de colonia. Se cortó las uñas de los pies, y luego movió el espejo sacando pecho y admirándose a través de un ego color de rosa.
Se vistió cuidadosamente con un traje gris claro y una corbata diseñada especialmente para contraer pupilas. Volvió a posar ante el espejo un cuarto de hora. Se sentó, se pintó las uñas con esmalte transparente, y fue soñadoramente de un lado a otro sacudiendo las fofas manos e ideando minuciosos pensamientos, recitando, a media voz, líneas de un diálogo sofisticado e ingenioso. «¿Quién te ha pulido los ojos?», murmuraba, y «Mi querida, querida niña, esto no fue nada, realmente nada. Un estudio en armonía antes de las complejas instrumentaciones de la carne»… No, no, es demasiado joven para eso. «Eres la crema de mi café». No, no soy yo bastante viejo para eso.
Así llegó agradablemente la noche. Salió a las ocho y media para cenar en un restaurante de especialidades marinas. A las nueve y cincuenta llegó al Club Nemo y se instaló en la misma mesa de la noche anterior, puliéndose las uñas brillantes en las solapas, humedeciéndose los labios, y secándoselos en seguida discretamente con una servilleta.
Kay llegó a las diez.
La noche anterior, Bluett se había levantado al ver a Kay, que atravesaba en ese momento la pista de baile. Esta noche estuvo a su lado antes que la muchacha llegara a la pista.
Kay se había transformado. Encarnaba ahora las más alocadas visiones de Bluett.
El cabello echado hacia atrás encuadraba el rostro con pequeños rizos. Los ojos, hábilmente sombreados, parecían de un azul violáceo. Llevaba una capa larga de alguna tela pesada, y, debajo, una blusa ceñida de lustrosa seda negra y una falda negra con un corte transversal.
—Armand… —susurró, tendiéndole las manos.
Bluett tomó las manos de la muchacha entre las suyas. Abrió y cerró la boca dos veces antes de poder hablar, y Kay se adelantó hacia la mesa con pasos largos y desenvueltos. Bluett la siguió y vio que Kay se detenía ante los músicos, que empezaban a tocar, y le lanzaba al guitarrista una mirada de desdén. Cuando llegaron a la mesa, la muchacha soltó el broche de la capa y la dejó caer. Armand Bluett estaba allí para recibirla. Se quedó de pie, mirándola tanto tiempo que ella se rió.
—¿No va a hablar? —preguntó.
—Me he quedado sin habla —dijo él, y pensó: Caramba, esto ha sido muy oportuno.
Vino un camarero y Bluett pidió esta vez un daiquiri para Kay. Nunca había visto una muchacha que le recordara menos un jerez con azúcar.
—Soy un ser afortunado —dijo.
Por segunda vez hablaba espontáneamente.
—No tan afortunado como yo —dijo Kay, y parecía sincera.
Le sacó a Bluett la punta de una lengua rosada, le brillaron los ojos, y se rió. Bluett sintió que el cuarto le daba vueltas. Miró las manos de Kay, que jugueteaban con una cajita de polvos.
—Me parece que nunca me había fijado en tus manos —dijo.
—Oh —exclamó Kay, riéndose con una risa cristalina—. Me gustan mucho las cosas que usted dice, Armand —y puso las manos sobre las de Bluett.
Eran manos largas, fuertes, de palmas cuadradas, dedos ahuesados y la piel más dulce del mundo.
Llegaron las bebidas, Armand soltó de mala gana las manos de Kay y ambos se reclinaron en las sillas, mirándose.
—¿No le alegra haber esperado? —dijo ella.
—Oh, sí… Sí, de veras.
De pronto, esperar era intolerable. Casi inadvertidamente, Armand tomó el vaso y lo vació de un trago.
El guitarrista equivocó una nota. Kay parecía triste.
—No se está muy bien aquí esta noche, ¿verdad? —dijo Armand.
Los ojos de Kay chispearon.
—¿Conoce un sitio mejor? —preguntó suavemente.
El corazón del juez dio un salto y le pareció que le golpeaba la manzana de Adán.
—Ciertamente —dijo cuando recuperó el aliento.
Kay inclinó la cabeza con una curiosa expresión de aceptación voluntaria que casi lastimó al juez. El hombre echó un billete sobre la mesa, le puso a Kay la capa sobre los hombros, y la llevó afuera.
En el coche, antes casi de que hubieran llegado a la esquina, el juez intentó abrazarla. Kay no se movió, aparentemente, pero apartó el cuerpo bajo la capa y Armand se encontró con dos pliegues de género en las manos. El perfil de Kay sonreía ligeramente, y se sacudía. Era un «no» mudo pero claro. Era también un homenaje reconocido al bajo índice de fricción de la seda.
—Nunca imaginé que fueses así —dijo Armand.
—¿Así cómo?
—No eras así anoche —farfulló él.
Kay insistió alegremente.
—¿Cómo, Armand?
—No eras tan… quiero decir, no parecías tan segura de ti misma.
Kay lo miró.
—No estaba preparada.
—Oh, comprendo —mintió Armand.
La conversación decayó. Al fin el taxi se detuvo en una esquina, cerca del escondrijo de Armand. El hombre sentía que no dominaba la situación. Pero si ella continuaba mostrando el camino como hasta ahora, él la seguiría de buena gana.
Caminaron por la estrecha y sucia callejuela y el juez dijo:
—No mires, Kay. Es muy distinto arriba.
—Todo es lo mismo cuando estamos juntos —dijo Kay pisando alguna basura.
Armand se alegró mucho.
Subieron las escaleras y Armand abrió la puerta de par en par con un gran ademán.
—Entrad, hermosa señora, en el país de los lotófagos.
Kay entró haciendo una pirueta y chilló de admiración ante las cortinas, lámparas y cuadros. Armand cerró la puerta, echó el cerrojo, tiró el sombrero sobre el diván, y se acercó a Kay. La muchacha se apartó con un saltito.
—¡Qué modo de empezar! —cantó—. Dejando ahí el sombrero. ¿No sabe que trae mala suerte poner el sombrero sobre la cama?
—Hoy es mi día —declaró Armand.
—También el mío, así que no lo estropeemos. Pretendamos que hemos estado siempre aquí, y que no nos iremos nunca.
Armand sonrió.
—Me parece muy bien.
—Me alegra. De ese modo —continuó Kay, alejándose de un rincón al ver que Armand se le acercaba— no hay prisa. Podríamos beber algo.
—Pídeme la luna —canturreó Armand. Abrió la cocina—. ¿Qué te gustaría?
—Oh, qué hermosura. Déjeme, déjeme. Vaya al otro cuarto y espere, señor hombre. Esto es cosa de mujeres.
Kay lo apartó y se puso a mezclar bebidas.
Armand se estiró en el diván, con los pies en la mesita de café de roble, y escuchó los agradables tintineos de la cocina. Se preguntó ociosamente si Kay le traería las zapatillas todas las noches.
Kay entró deslizándose, con dos grandes vasos de cóctel en una bandejita. Se arrodilló escondiendo siempre una mano, puso el plato en la mesa, y se dejó caer en un sillón.
—¿Qué escondes? —preguntó Armand.
—Es un secreto.
—Acércate.
—Hablemos un rato primero. Por favor.
—Un ratito —rió Armand—. Es culpa tuya, Kay. Eres tan hermosa. Me siento enloquecer, me siento impetuoso.
Se frotó las manos. Kay cerró los ojos.
—Armand…
—Sí, mi chiquita —respondió Armand, protector.
—¿Le hizo daño alguna vez a alguien?
Armand se incorporó.
—¿Yo? Kay, ¿me tienes miedo? —Hinchó ligeramente el pecho—. Pero, nenita, no te haré daño.
—No hablo de mí —dijo Kay un poco impaciente—. ¿Le hizo daño a alguien?
—Bueno, no. No intencionadamente. Recuerda que mi oficio es la justicia.
—La justicia —dijo Kay como si estuviese saboreando algo—. Hay dos modos de hacer daño a la gente, Armand. Exteriormente, donde se ve, y adentro, en la mente, donde envenena y marca.
—No te entiendo, Kay —dijo Armand, confuso, hablando otra vez con tono pomposo—. ¿A quién le he hecho daño?
—A Kay Hallowell, por ejemplo —dijo la muchacha desinteresadamente—, con esa presión que ejerció usted sobre ella. No porque sea una menor. Es usted un criminal sólo en el papel, y ni siquiera para todos los Estados.
—Bueno, escucha, jovencita…
—… sino porque —continuó Kay serenamente— ha minado usted, sistemáticamente, la fe que ella tenía en los hombres. Si hay una justicia básica, es usted un criminal según sus normas.
—Kay… ¿Qué te ha pasado? ¿De qué me hablas? ¡Basta! —Se reclinó en el diván y cruzó los brazos. Kay no se movió—. Ya sé —dijo Armand al fin—, estás bromeando. ¿No es así, nena?
En el mismo tono monótono y desinteresado, Kay continuó:
—Es usted culpable de hacer daño de los dos modos. Físicamente, lo que se ve, y psíquicamente. Se le castigará también de ambos modos, justicia Bluett.
Armand resopló.
—Suficiente. No te traje aquí para nada parecido. Quizá tenga que recordarte que conmigo no se juega. Tu herencia…
—No estoy jugando, Armand.
Se inclinó hacia él, sobre la mesita. El hombre alzó las manos.
—¿Qué quieres? —susurró sin poder contenerse.
—Su pañuelo.
—Mi pa… ¿Qué?
Kay se lo sacó del bolsillo de la chaqueta.
—Gracias. —Mientras hablaba Kay sacudió el pañuelo, juntó dos puntas y las ató. Metió la mano en el aro del pañuelo, y lo subió hasta el antebrazo—. Lo lastimaré primero del modo que no se ve —dijo informativamente—, recordándole, de manera que no pueda olvidarlo, que una vez lastimó usted a otro.
—Qué disparate…
Kay buscó detrás de ella con la mano derecha y sacó lo que había escondido… un hacha nueva, afilada, pesada.
Armand Bluett se acurrucó en el diván, entre los almohadones.
—¡Kay! ¡No, no! —jadeó. Se le puso verde la cara—. No te he tocado, Kay. Sólo quería hablar. Quería ayudarte y ayudar a tu hermano. ¡Deja eso, Kay! —Babeaba de terror—. ¿No podemos ser amigos, Kay?
—¡Cállese! —siseó la joven. Alzó el hacha, dejando la mano izquierda sobre la mesa e inclinándose hacia él. Las líneas, superficies y curvas del rostro de la joven expresaban un profundo desprecio—. Ya le he dicho que el castigo físico vendrá luego. Piénselo mientras espera.
El hacha se alzó y bajó, en un arco, impulsada por un cuerpo en tensión. Armand Bluett chilló. Fue un sonido agudo, ronco, ridículo. Cerró los ojos. El hacha golpeó la superficie de la mesita. Armand se retorció entre los almohadones, como un cangrejo, de costado, a lo largo de la pared, hasta que no pudo moverse. Se detuvo grotescamente, en cuatro patas, en un rincón, con el mentón cubierto de sudor y baba. Abrió los ojos.
Aquella huida histérica había durado, parecía, una fracción de segundo. Kay, inclinada aún sobre la mesita, no había soltado el hacha. El filo se había hundido en la gruesa madera, luego de traspasar los huesos y la carne.
Kay tomó un cortapapeles de bronce y lo pasó bajo el pañuelo. Al enderezarse, una brillante sangre arterial salió por los muñones de los tres dedos seccionados. Estaba pálida bajo los cosméticos, pero no había cambiado fundamentalmente. Mostraba aún el mismo y orgulloso desprecio. Erguida y alta, retorcía el pañuelo con el cortapapeles, en un torniquete, y miraba fijamente a Armand.
La joven escupió al fin y dijo:
—¿No supera esto lo que usted planeó? Ahora tiene algo mío que podrá conservar. Mejor que usar algo y devolverlo.
La hemorragia era ahora un hilo. Kay se acercó a la silla donde había dejado la cartera. La abrió y sacó un guante de goma. Sosteniendo el torniquete contra el brazo, se puso el guante y lo apretó.
Armand Bluett empezó a vomitar.
Kay se echó la capa sobre los hombros y fue hacia la puerta.
Retiró el cerrojo, abrió, se volvió, y dijo con voz seductora:
—Ha sido todo tan maravilloso, querido Armand. Repitámoslo pronto.
Armand tardó casi una hora en salir de aquel pozo de terror. Se quedó allí tendido en el diván, entre sus propios vómitos, con los ojos clavados en el hacha y los tres dedos blancos.
Tres dedos.
Tres dedos de la mano izquierda.
En alguna parte, en las profundidades de su mente, eso significaba algo. Pero no dejó que saliera a la luz. Tenía miedo. Sabía que cuando recordara, el terror acabaría con él.