CUANDO ELLA llegó, el hombre ya estaba allí. Kay se había retrasado un poco, sólo unos minutos. Pero eran minutos que se habían sumado a horas de odio impotente, disgusto y miedo.
Kay entró en el club y se detuvo un momento. Todo era suave… luces suaves, colores suaves, música suave, que ejecutaba un trío. Había muy pocos clientes, todos desconocidos. Kay descubrió al fin el reflejo de una cabellera plateada detrás de la plataforma de la orquesta, junto a una mesa sombría. Se acercó suponiendo que el juez debía de haber elegido esa mesa, no porque lo hubiese reconocido.
El juez se incorporó y apartó una silla.
—Sabía que vendrías —dijo.
¿Cómo podía evitarlo, viejo canalla?, pensó Kay.
—Naturalmente —dijo—. Lamento haberle hecho esperar.
—Me alegra que lo lamentes, pues si no yo haría que lamentases no haberte lamentado.
El juez se rió, con una risa que revelaba, únicamente, el placer que le daba la idea. Pasó la mano por el brazo de Kay, poniéndole otra vez la carne de gallina.
—Kay. Mi linda y chiquita Kay —gimió—. Te confesaré algo. Esta mañana te presioné un poco.
—¿Sí? —preguntó Kay.
—Quizá no te diste cuenta. Bueno, quiero decírtelo. No hablaba seriamente…, excepto cuando recordé mi soledad. La gente no entiende que además de juez soy hombre.
Y yo soy esa gente, pensó Kay. Le sonrió. Era un proceso bastante complicado. En aquel persuasivo y lacrimoso discurso, la voz del juez se había transformado en un gimoteo, y su cara en la cara tristona de un perro de aguas. Kay había entornado los ojos para borrar esta impresión, y vio aparecer la sorprendente imagen de una llorosa cabeza de perro sobre una camisa de cuello duro. Recordó la frase oída en otro tiempo: «Lo dejaron así los continuos ladridos de la madre». Por eso había sonreído. El juez no entendió ni la sonrisa ni la mirada de la muchacha y le acarició otra vez el brazo. Kay dejó de sonreír, aunque siguió mostrando los dientes.
—Me explicaré —canturreó el hombre—. Quisiera gustarte por mí mismo. Lamento aquella presión. Pero no quería fracasar. De todos modos, todo está permitido… ya sabes.
—… en la guerra y el amor —concluyó Kay dócilmente, pensado que se trataba en verdad de una guerra. Quiéreme por lo que soy, o ya verás.
—No soy exigente —emitieron los labios húmedos—. Pero un hombre necesita ternura…
Kay cerró los ojos para que el juez no viera que los alzaba al cielo. No es exigente. Sólo se cuida y esconde para salvaguardar su posición. Sólo debo soportar esa cara, esa voz, esas manos… cerdo, chantajista, viejo sátiro de dedos sucios. Bobby, Bobby, pensó con angustia, trata de ser un buen médico.
Hubo mucho de esto, mucho más. Llegó una bebida. La elección del juez para una muchacha inocente. Un cóctel azucarado de jerez. Era demasiado dulce, y la espuma se le pegaba desagradablemente a los labios pintados. Bebió unos sorbos y se dejó llevar por la marea sentimental. Asentía de cuando en cuando con un movimiento de cabeza, sonreía, y, si le era posible, dejaba de oír la voz del hombre y escuchaba la música. Era un trío competente y claro —Hammond Solovox, contrabajo y guitarra— y durante un tiempo no hubo para Kay nada mejor en el mundo.
El juez Bluett tenía, parecía ahora, un lugarcito detrás de una tienda, en los suburbios.
—El juez trabaja en la corte y sus cámaras —entonó él— y tiene una hermosa mansión en la colina. Pero Bluett, el hombre, tiene también su lugar, un lugar cómodo, un diamante en un marco rústico, un lugar donde puede quitarse las negras togas, las dignidades y honores, y recordar que una sangre roja le corre por las venas.
—Debe de ser encantador —dijo Kay.
—Uno puede esconderse ahí del mundo —dijo el juez, expansivo—. En verdad, diría que pueden esconderse dos. Todas las comodidades. Un sótano con bebidas y una despensa al alcance de la mano. Una caverna civilizada con pan, vino y la… bueno… oh…
El juez terminó su descripción con un ronco gemido, y Kay tuvo la disparatada impresión de que si a Bluett se le saliesen los ojos un centímetro más, un hombre podría sentarse en uno de ellos y observar cómo sobresalía el otro.
Kay cerró los ojos otra vez y examinó mentalmente sus reservas. No podría resistir más de diez segundos. Dieciocho. Dieciséis. Oh, magnífico. La carrera de Bobby que se hace humo… en una nube en forma de hongo sobre una mesa para dos.
El juez juntó los pies y se incorporó.
—Me excusarás un momento —dijo, casi saludando con un entrechocar de talones. Hizo un chistecito sobre una santabárbara y las inevitables necesidades humanas. Se alejó, se volvió y señaló que ésta era la primera de las pequeñas intimidades que habría entre ellos. Se fue una vez más, volvió a retroceder y dijo—: Piénsalo. ¿Por qué no refugiamos esta misma noche en ese país encantado?
Desapareció al fin. Si se hubiera vuelto otra vez hubiese recibido un taco alto a la altura de su reloj de bolsillo.
Cuando Kay se vio sola en la mesa, pareció derrumbarse. La ira y el desprecio la habían sostenido hasta entonces. Ahora, durante un momento, sólo sintió miedo y cansancio. Encorvó los hombros, se inclinó hacia delante apoyando la barbilla en el pecho, y una lágrima le rodó por la mejilla. No, esto era más que horroroso. Era un precio excesivo, aun por una clínica Mayo llena de doctores. Algo tenía que ocurrir, en seguida.
Algo ocurrió. Sobre el mantel, frente a ella, apareció un par de manos.
Kay alzó los ojos y se encontró con la mirada de un hombre joven. Era de cara ancha y común, casi tan rubio como ella, aunque de ojos oscuros. Tenía una boca agradable.
—Cuando tratan asuntos sentimentales —dijo el joven—, muchos no distinguen un músico de una maceta. Está usted en apuros, señorita.
Kay sintió que la ira subía en ella otra vez, pero que cedía luego, aplastada por una marea de confusión.
—Por favor, déjeme sola —atinó a decir.
—No puedo. Oí la cantinela.
Con un movimiento de cabeza el joven señaló los fondos del salón.
—Hay un modo de escapar, si confía en mí.
—Prefiero el mal conocido —dijo Kay fríamente.
—Escúcheme. Es decir, escuche hasta que yo haya terminado. Luego haga lo que se le antoje. Cuando él vuelva a la mesa, despídalo. Prometa encontrarlo aquí, mañana por la noche. Represente bien su papel. Luego dígale que será mejor que no salgan juntos, que podrían verlos. Él mismo pensará en eso, por otra parte.
—¿Y una vez que se vaya quedo en sus bondadosas manos?
—¡No sea terca! Perdón. No, usted se irá antes. Vaya a la estación y tome el primer tren. Hay uno hacia el norte a las tres, y otro hacia el sur a las tres y doce. Tome cualquiera. Váyase a alguna otra parte, escóndase, busque otro trabajo, y no aparezca por aquí.
—¿Y con qué? Sólo me quedan tres dólares.
El joven sacó una gran billetera del bolsillo interior de la chaqueta.
—Aquí tiene trescientos. Es usted bastante inteligente y le bastarán.
—¡Está loco! No me conoce, y no lo conozco. Además, no tengo nada que venderle.
El hombre torció la cara, exasperado.
—¿Quién habló de eso? Le dije que tomara un tren, cualquier tren. Nadie va a seguirla.
—Está usted loco. ¿Cómo voy a devolvérselo?
—No se preocupe. Trabajo aquí. Venga alguna vez, durante el día si quiere, cuando yo no estoy, y deje el dinero a mi nombre.
—Pero entonces, ¿por qué quiere ayudarme?
El joven habló con una voz muy dulce.
—Digamos que es ese instinto que me lleva a alimentar con pescado fresco a los gatos de albañal. Oh, no discuta, por favor. Necesita una solución y aquí la tiene.
—¡No puede hacerlo!
—¿Tiene una buena imaginación? ¿Una imaginación visual?
—Bueno… supongo que sí.
—Entonces perdóneme, pero necesita una paliza. Si no hace lo que le digo, ese canalla va a…
Y con una media docena de claras y simples palabras le dijo lo que el canalla haría. Luego, con un solo movimiento, le metió los billetes en la cartera y volvió a la plataforma de los músicos.
Kay, enferma, temblando, esperó a que Bluett regresara. Tenía una imaginación particularmente vívida.
—¿Sabes qué hice en este tiempo? —dijo el juez instalándose en su silla y pidiendo la cuenta.
La pregunta que necesito, pensó Kay.
—¿Qué? —dijo inocentemente.
—Pensaba en ese lugarcito, y qué maravilloso sería que yo pudiese escaparme, luego de un día de duro trabajo en la corte, y te encontrara allí. —El hombre sonrió fatuamente—. Y nadie sospecharía nada.
Kay lanzó un «Perdóname, Señor, no sé lo que hago», y dijo con claridad:
—Me parece una idea maravillosa. Realmente maravillosa.
—Y entonces… ¿Qué?
Durante un momento, Kay casi lo compadeció. El hombre había tendido sus líneas con tanto cuidado, se había afilado y aceitado las garras, preparándose a echar el anzuelo, y ella se había acercado lentamente y le había mostrado de pronto una cesta de pescado.
—Bueno —dijo el juez—. Bueno, yo, claro… Sí… ¡Camarero!
—Pero —dijo Kay con aire de dignidad—, no esta noche, Armand.
—Vamos, Kay. Échale una ojeada. No es lejos.
Kay, figuradamente, se escupió las manos, y se zambulló… preguntándose, de un modo oscuro, cuándo habría tomado esta decisión fantástica. Batió las pestañas, delicadamente, sólo dos veces, y dijo con dulzura:
—Armand, no soy una persona de experiencia, como usted, y yo… —titubeó, y bajó la vista— quiero que sea perfecto. Esta noche, todo ha sido tan repentino, e inesperado. Y es terriblemente tarde, y los dos nos hemos cansado mucho, y es necesario que yo llegue temprano a la oficina. Pero no será lo mismo mañana, y además… —y aquí la joven se detuvo e ideó espontáneamente la más difusa y colorida declaración de toda su vida—. Además —dijo agitando hermosamente las manos—, no estoy preparada.
Kay miró al juez de reojo y vio en el rostro huesudo cuatro expresiones diferentes, una tras otra, descubriendo que aún podía asombrarse. No había imaginado más que tres posibles reacciones del juez. En ese momento, el guitarrista, detrás de ella, en medio de un fluido glissando, tropezó con el dedo meñique en la cuerda de do.
Antes que Armand Bluett recuperara el aliento, Kay dijo:
—Mañana, Armand. Pero… —La muchacha enrojeció de pronto. En otro tiempo, cuando leía Ivanhoe y El cazador de venados, había practicado delante de un espejo, tratando de enrojecer voluntariamente. Nunca lo había conseguido. Sin embargo, ahora estaba roja hasta las orejas—. Pero más temprano —concluyó.
Kay se asombró esta vez de sí misma, pensando cómo no se le había ocurrido antes.
—¿Mañana por la noche? ¿Irás? —dijo Bluett—. ¿De veras?
—¿A qué hora, Armand? —le preguntó Kay con aire sumiso.
—Bueno… ¿Las once?
—Oh, entonces habrá aquí mucha gente. A las diez, antes que terminen los teatros.
—Ya sabía que eras una chica inteligente —dijo Bluett, admirado.
Kay insistió con firmeza.
—Hay siempre demasiada gente —dijo mirando alrededor—. Creo que no debemos salir juntos. Por si acaso.
Bluett sacudió la cabeza asombrado, pero sonriendo.
—Me… —Kay hizo una pausa mirando los ojos y la boca del juez—. Me iré, así. —Castañeteó los dedos—. Sin despedidas…
Kay se incorporó y escapó apretando la cartera contra el cuerpo. Cuando pasaba por el extremo de la plataforma de los músicos, el guitarrista, en voz baja, moviendo apenas los labios, le dijo:
—Magnífico, pero enjuáguese la boca con alcohol.