LA EXISTENCIA de las ferias fluye uniformemente, y cada estación arrastra a la otra. Los años le brindaron tres dones a Horty: un centro de vida, Zena, y una luz en las sombras.
Después de que Caníbal le arreglara la mano, y las heridas cicatrizaran, el nuevo enano —es decir, la nueva enana— empezó a trabajar. Ya fuese por su irradiante buena voluntad, o el gozoso deseo de encontrar un lugar en el mundo y hacerse útil, o por capricho o descuido del Caníbal, Horty se quedó en la feria.
En las ferias, los fenómenos, los acróbatas, los anunciadores y sus ayudantes, los bailarines, traga-fuegos, hombres serpientes, tienen algo en común que trasciende las diferencias de sexo, raza y edad. Todos son gente de feria, interesada en atraer multitudes y hacerlas entrar en las barracas. Trabajan para eso, y nada más. Y Horty fue como ellos.
La voz de Horty era casi parte de la voz de Zena. El número anterior era el de Bets y Bertha, otras dos hermanas que sumaban casi trescientos kilos. Las hermanitas Zena y Kiddo se presentaban con una hilarante parodia de Bets y Bertha, y luego pasaban a su propio número: una armoniosa sucesión de cantos y bailes que concluía con sorprendentes modulaciones vocales. La voz de Horty, clara y entonada, y la de Zena, de contralto, armonizaban como dos registros de órganos. La pareja trabajaba también en la ciudad infantil, una ciudad en miniatura con puesto de bomberos, alcaldía, restaurantes, donde no se admitían adultos. Horty servía té liviano y bizcochos a los chicos de ojos asombrados y caras transpiradas de los pueblos y se sentía parte de aquel asombro, de aquella fe en la ciudad mágica. Parte de… parte de… hechizante leitmotiv de todo lo que Kiddo hacía. Kiddo era parte de Horty, y Horty era parte del mundo, por primera vez.
La caravana de cuarenta camiones serpenteaba entre las montañas Rocosas y se estiraba en la carretera de Pennsylvania; entraba ronroneando en los campos de feria de Ottawa, y se perdía en la exposición de Fort Worth. En una ocasión, cuando tenía diez años, Horty ayudó a que la giganta Bets trajera un niño al mundo, y no dio ninguna importancia a este previsible accidente en la vida de la feria. En otra ocasión, un pobre enano idiota, que se pasaba el día acurrucado en un rincón de la galería de los fenómenos, riéndose sin saber por qué, murió en brazos de Horty luego de beberse una botella de lavandina. Y la cicatriz que quedó en la memoria de Horty —el recuerdo de aquella boca escarlata y asustada, y aquellos ojos doloridos y asombrados— era también parte de Kiddo, que era Horty, que era parte del mundo.
Y lo segundo era Zena, que tenía manos para Horty, ojos para Horty, cerebro para Horty, mientras él aprendía las leyes del nuevo mundo, mientras aprendía a ser, naturalmente, una joven enana. Con Zena participaba en la vida del universo. El yo hambriento de Horty lo devoraba todo. Zena le leía, docenas de libros, con aquella voz profunda y expresiva que se adaptaba automáticamente a todos los personajes de la historia. Zena, con su guitarra y sus discos, le enseñaba música. Nada de lo que aprendía cambiaba a Horty, pero nada tampoco era olvidado. Pues Horty-Kiddo tenía una memoria eidética.
Havana solía lamentar lo de la mano de Kiddo. Las hermanitas salían con guantes negros, lo que parecía un poco raro, y además, hubiera sido magnífico que las dos tocasen la guitarra. Pero esto, naturalmente, no era posible. A veces Havana le decía a Bunny, de noche, que Zena iba a gastarse los dedos si tocaba todo el día en el escenario y por la noche en el carro para distraer a Horty, pues la guitarra lloraba y cantaba durante horas cuando ya todos se habían acostado. Bunny, somnolienta, decía entonces que Zena sabía lo que hacía. Lo que era, por supuesto, exacto.
Sabía también qué hacía cuando le pidió al Caníbal que echara a Huddie. Durante un tiempo Zena sufrió bastante. Había violado la ley de las ferias, y ella era artista de feria hasta las uñas. No había sido fácil, sobre todo porque Huddie, un acróbata de anchas espaldas y boca grande y tierna, era inocente. Idolatraba a Zena, e incluía feliz a Kiddo en su muda adoración. Les compraba golosinas y regalitos sin valor en los pueblos, y se escondía para oír absorto los ensayos.
Huddie fue a la casa rodante a despedirse. Se había afeitado, pero el traje de confección no le caía muy bien. Se detuvo al pie del estribo, jugueteando con el gastado sombrero de paja, y masculló penosamente algo incomprensible.
—Me despidieron —dijo al fin.
Zena le tocó la cara.
—¿Te dijo… te dijo el Caníbal por qué?
Huddie sacudió la cabeza.
—Me llamó y me dio el sueldo. No hice nada, Zee. No… no protesté. Me miraba como si fuese a matarme. Quisiera… —Parpadeó, dejó la maleta en el suelo, y se enjugó los ojos con la manga—. Toma —concluyó.
Buscó en el bolsillo, sacó un paquetito que puso en manos de Zena, y echó a correr.
Horty, sentado en su catre, con los ojos muy abiertos, preguntó:
—Pero… Zee, ¿qué hizo? ¡Era tan bueno!
Zena cerró la puerta. Miró el paquetito. Estaba envuelto en papel amarillo y tenía una cinta roja con un lazo muy complicado. Las manazas de Huddie debían de haber tardado una hora en preparar el paquete. Zena apartó la cinta. Era un pañuelo de seda, chillón y vulgar: el regalo que podía haber elegido Huddie luego de horas de búsqueda.
Horty notó de pronto que Zena estaba llorando.
—¿Qué pasa?
Zena se sentó en el catre y tomó las manos de Horty.
—Fui y le dije al Caníbal que Huddie me… me molestaba. Por eso lo despidieron.
—Pero… ¡Huddie no hizo nada! Nada malo.
—Ya sé —susurró Zena—. Oh, ya sé. Mentí. Huddie tenía que irse… en seguida.
Horty la miró fijamente.
—No entiendo, Zee.
—Te explicaré —dijo Zena lentamente—. Te lastimaré, Horty, pero quiero impedir algo que te lastimaría todavía más. Escucha. No olvidas nada. Hablaste con Huddie ayer, ¿recuerdas?
—Oh, sí. Huddie clavaba los piquetes con Jemmy y Ole y Stinker. Me gustaba mirarlos. Rodearon un piquete y al principio martillearon lentamente: pim, pim, pim, pim. Y luego balancearon los martillos por encima de las cabezas y golpearon con fuerza: pum, pum, pum, pum. ¡Muy rápido! Y el piquete pareció fundirse en el suelo.
Horty se calló. Le brillaban los ojos. La cámara de su mente reproducía imágenes y sonidos.
—Sí, querido —dijo Zena pacientemente—. ¿Y qué le dijiste a Huddie?
—Fui a tocar la cabeza del piquete, debajo del anillo de hierro. «¡Pero está deshecho!», dije. Y Huddie dijo: «Piensa qué les pasaría a tus dedos si los dejases ahí mientras martillamos». Y yo me reí y dije: «No me importaría mucho, Huddie. Crecerían otra vez». Eso es todo, Zena.
—¿No te oyeron los demás?
—No. Empezaban ya con el otro piquete.
—Muy bien, Horty. Huddie tuvo que irse porque le dijiste eso.
—Pero… ¡creyó que era una broma! Se rió… ¿Qué daño hice, Zee?
—Horty, querido, ya te he dicho que no debes decirle a nadie ni una palabra de tu mano, o cualquier otra cosa que te hayas cortado y vuelva a crecer. Tienes que llevar un guante noche y día en la mano izquierda y nunca hacer nada…
Zena calló.
—¿Con los tres dedos nuevos?
Zena le tapó la boca con la mano.
—Nunca hables de eso —susurró—. Con nadie. Sólo conmigo. Nadie debe saberlo. Toma. —Se incorporó y echó el brillante pañuelo en las rodillas de Horty—. Guárdalo. Míralo y piensa y… déjame sola un rato. Huddie era… Yo… no podré quererte mucho por un tiempo, Horty. Lo siento.
Zena se volvió y salió, dejando a Horty sorprendido, herido, y profundamente avergonzado. Y, ya muy tarde, cuando la enana se acercó a la cama de Horty, y lo envolvió en sus tibios bracitos y le dijo que todo estaba bien ahora, el niño ya no lloró. Se sintió tan feliz que no pudo hablar. Hundió la cara en el hombro de Zena, estremeciéndose, y prometiéndose a sí mismo que haría siempre, siempre, lo que ella dijera. Nunca volvieron a hablar de Huddie.
Las imágenes, los olores, todo era un tesoro. Como los libros que leían juntos…, fantasías como El gusano Oroborus y La espada en la piedra y El viento en los sauces; libros raros, enigmáticos, iónicos en su especie, como Mansiones verdes o Crónicas Marcianas de Ray Bradbury, La guerra con las salamandras de Karel Kapek, o El viaje inocente.
La música era un tesoro. La música alegre como la polca de la Isla de oro, o las cacofónicas creaciones de Spike Jones y Red Ingalls; o el rico romanticismo de Crosby que cantaba Arestes Fideles o La alondra como si cada una fuese su canción favorita, y las celestes sonoridades de Tchaikovsky; y los arquitectos: Franck, que edificaba con plumas, flores y fe; Bach, con ágatas y cromo.
Pero lo que más apreciaba Horty eran las somnolientas conversaciones en la oscuridad, a veces en ferias silenciosas, otras en los caminos bañados por la luna.
—Horty…
Sólo Zena lo llamaba así. Y nadie la había oído. Era como un apodo privado.
—¿Mmm?
—¿No duermes?
—Pensaba…
—¿Pensabas en tu novia del pueblo?
—¿Cómo lo sabes? Oh… no te burles, Zena.
—Lo siento, querido.
Horty hablaba en la oscuridad:
—Sólo Kay me dijo entonces algo agradable, Zee. Sólo ella. La noche que escapé. A veces, en la escuela, me había sonreído. Nada más. Yo… yo esperaba su sonrisa. Te ríes de mí.
—No, criatura, no. Eres tan dulce.
—Bueno —dijo Horty defendiéndose—. A veces me gusta pensar en ella.
Pensaba en Kay Hallowell, y a menudo. Pues esto era el tercer elemento: la luz en medio de la sombra. La sombra era Armand Bluett. No podía pensar en Kay sin pensar en Armand. Muchas veces los ojos húmedos y fríos de un niño huraño, vislumbrado en el patio de una granja, o el preciso y anunciador sonido de una llave en una cerradura, traían a Armand, y los secos sarcasmos de Armand, y las manos duras y listas de Armand, a aquella misma habitación. Zena lo sabía, y por eso se reía siempre cuando Horty mencionaba a Kay.
Horty aprendió tantas cosas en aquellas charlas nocturnas… Acerca del Caníbal, por ejemplo.
—¿Cómo llegó a actuar en las ferias, Zee?
—No lo sé exactamente. A veces pienso que las odia. Parece como si despreciase a los clientes, y pienso que eligió el oficio porque sólo así puede guardar sus…
Zena calló.
—¿Sus qué?
Zena esperó un rato y al fin dijo:
—Tiene algunas gentes que… estima mucho —explicó—. Solum. Gogol, el Niño Pez. Monedita también. —Monedita era el fenómeno que había bebido lavandina—. Unos pocos más. Y algunos animales. El gato de dos patas, y los cíclopes. Le… le gusta tenerlos cerca. Los colecciona desde antes de actuar en las ferias. Tienen que haberle costado mucho dinero. Pero ahora puede sacarles algo, además.
—¿Por qué le gustan?
Zena se volvió, inquieta.
—Son de su misma especie —susurró, y luego dijo—: Oh, Horty, ¡nunca le muestres la mano!
Una noche, en Wisconsin, algo despertó a Horty.
Ven.
No era un sonido. No eran palabras. Era una llamada. Había una cualidad cruel en esa llamada. Horty no se movió.
Ven. Ven. ¡Ven! ¡Ven!
Horty se sentó en la cama. Esta vez era distinto. Esta vez llegaba envuelto en un ardiente resplandor de cólera, una cólera dominada, voluntaria, y algo de ese placer con que Armand Bluett, alguna vez, lo había acusado justamente. Horty saltó de la cama y se quedó de pie en medio del cuarto, sin aliento.
—¿Horty? ¿Qué pasa, Horty?
Zena salió desnuda de la pálida blancura de sus sábanas como un delfín de la espuma.
—Es necesario… que vaya —dijo Horty penosamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Zena, tensa—. ¿Una voz, adentro?
Horty asintió. La orden furiosa lo golpeó otra vez, y Horty retorció la cara.
—No vayas —murmuró Zena—. ¿Me oyes, Horty? No te muevas. —Se envolvió en una bata—. Vuélvete a la cama. Resístete, y sobre todo no salgas, por favor. El…, eso parará. Te prometo que parará pronto. —Lo empujó hacia el catre—. No vayas, pase lo que pase.
Ciego, aturdido por aquella presión urgente, dolorosa, Horty se dejó caer en la cama. La llamada ardió otra vez dentro de él.
—Zee… —dijo.
Pero ella se había marchado. Horty se incorporó, con la cabeza entre las manos, y luego recordó la ansiosa insistencia de las órdenes de Zena, y volvió a sentarse.
La orden llegó nuevamente, pero… incompleta. Interrumpida.
Horty, muy quieto, empezó a buscarla mentalmente, con timidez, como si estuviese rozando con la lengua un diente sensible. Había desaparecido. Agotado, se echó de espaldas, y se durmió.
A la mañana, Zena estaba de vuelta. Horty no la había oído entrar. Cuando le preguntó dónde había estado, ella le lanzó una curiosa mirada.
—Fuera —dijo.
Así que Horty dejó de preguntar. Pero en el desayuno, con Bunny y Havana, Zena lo cogió por el brazo aprovechando que los otros habían ido a la cocina.
—¡Horty! Si oyes otra vez esa llamada, despiértame. Despiértame en seguida, ¿entiendes?
Zena parecía tan enojada que Horty se asustó. Apenas tuvo tiempo de asentir con un movimiento de cabeza antes que los otros regresaran. No lo olvidó nunca. La despertó algunas veces. Ella se levantaba y salía sin decirle una palabra. Volvía horas más tarde. Al fin Horty creyó entender que las llamadas no eran para él y dejó de oírlas.
Pasaron las estaciones y creció la feria. El Caníbal seguía allí, omnipresente, azotando a sus fenómenos y a sus hombres animales, a sus acróbatas y conductores, siempre con la misma arma: el desprecio, que exhibía de continuo como una espada desnuda.
La feria creció…, se hizo más grande. Bunny y Havana crecieron, envejecieron, y lo mismo Zena, de algún modo. Pero no Horty.
Él —o ella— era ahora una gran atracción, con su clara voz de soprano y sus guantes negros. El Caníbal lo aceptaba. Llegaba hasta a esconder su desprecio y darle los buenos días. Un gran favor, de quien poco más tenía que decir. Pero Horty-Kiddo era muy querido por los artistas, con ese afecto serio y peculiar de las ferias.
La compañía disponía ahora de un tren de camiones, con agentes de propaganda y faros que barrían los cielos, un pabellón de baile y complicados y precisos itinerarios. Una revista había publicado una larga historia donde se hablaba de la «Extraña gente» («Feria de monstruos» era la frase popular). Había una oficina de propaganda, y empresarios, y contratos anuales con grandes organizadores. En los estrados había micrófonos y altavoces, y más nuevas —no nuevas, pero más nuevas— casas rodantes para el personal.
El Caníbal había abandonado años atrás su acto de adivinación del pensamiento, y apenas se mostraba en público. En las revistas no se hablaba de él sino como «socio». Muy pocas veces lo entrevistaban, y jamás lo fotografiaban. Se pasaba las horas trabajando con su gente, recorriendo el campamento, o con libros y fenómenos. Se decía que lo habían visto a altas horas de la noche, de pie en la oscuridad donde se oían roncas respiraciones, con las manos a la espalda, encogido de hombros, mirando fijamente a Gogol en su tanque, o espiando la serpiente de dos cabezas o el conejo pelado. Serenos y cuidadores habían aprendido a no acercarse a él en esos momentos. Se retiraban silenciosamente, sacudiendo la cabeza, y lo dejaban solo.
—Gracias, Zena.
El tono de Caníbal era cortés, meloso.
Zena sonrió cansadamente, y cerró la puerta de la casa rodante contra la oscuridad de la noche. Se acercó a la silla enrejada de plástico y cromo, junto al escritorio, y se acurrucó envolviéndose los tobillos en la bata.
—Tenía bastante sueño —dijo.
El Caníbal sirvió un poco de vino; mosela.
—No es una hora muy apropiada —dijo—, pero sé que te gusta.
Zena tomó el vaso y lo puso en una punta del escritorio. Esperó. Había aprendido a esperar.
—He encontrado algunos hoy —dijo el Caníbal. Abrió una pesada caja de roble y sacó una bandeja afelpada—. Casi todos jóvenes.
—Magnífico —dijo Zena.
—Sí y no —dijo el Caníbal irritado—. Son más fáciles de manejar, pero no hacen casi nada. Me pregunto a veces por qué me molesto.
—Lo mismo yo —dijo Zena.
Le pareció que los ojos de Monetre se habían vuelto rápidamente hacia ella en las hundidas órbitas, pero no podía asegurarlo.
—Mira éstos —dijo el hombre.
Zena se puso la bandeja en el regazo. Había ocho cristales en la felpa, que brillaban opacamente. Les habían sacado la capa de barro seco que hacía que pareciesen pedruscos o terrones. No eran totalmente translúcidos; sin embargo, si uno sabía qué sombra interior buscar, podía ver el núcleo.
Zena cogió un cristal y lo alzó a la luz. Monetre gruñó, y Zena vio que el hombre la miraba.
—Me preguntaba qué cristal cogerías —dijo Monetre—. Ése está bien vivo.
Lo tomó de los dedos de Zena y lo miró entornando los ojos. Le lanzaba ya una corriente de odio cuando Zena protestó ahogadamente.
—No, por favor…
—Perdón… Pero grita tan bien —dijo el hombre suavemente, y puso el cristal con los otros—. Si por lo menos pudiera entender cómo piensan —dijo—. Puedo hacerles daño. Puedo dominarlos. Pero no hablar con ellos. Un día, sin embargo, sabré…
—Por supuesto —dijo Zena, mirándolo.
¿Estallaría otra vez el Caníbal en una de sus furias? Parecía preparado…
Monetre se dejó caer en el sillón, puso las manos cerradas entre las rodillas y se estiró. Zena oyó cómo le crujían los hombros.
—Sueñan —dijo el hombre, y la voz de órgano se apagó en un largo suspiro—. No puedo decirlo mejor. Sueñan.
Zena esperó.
—Pero sus sueños viven en nuestro mundo, en nuestra realidad. No son imágenes y sombras y sonidos como nuestros propios sueños. Son sueños de carne y savia, madera y huesos y sangre. Y a veces estos sueños quedan inconclusos, y así tengo un gato con dos patas, una ardilla sin pelo, y Gogol, que tenía que ser un hombre, y es un hombre sin brazos ni glándulas sudoríparas, ni cerebro. No están terminados… A todos les falta ácido fórmico y niacina, entre otras cosas. Pero… viven.
—Y usted no sabe cómo… todavía. No sabe cómo los hacen.
Monetre la miró de soslayo y Zena vio que los ojos relampagueaban bajo las cejas espesas.
—Te odio —dijo el hombre, y sonrió mostrando los dientes—. Te odio porque dependo de ti, porque necesito hablar contigo. Pero a veces me gusta lo que haces. Me gusta lo que dices… por ahora. No sé cómo los cristales materializan sus sueños… por ahora.
Monetre se incorporó de un salto y el sillón fue a golpear la pared metálica.
—¿Quién entiende un sueño realizado? —gritó. Y continuó, casi en voz baja, dominándose—: Dile a un pájaro si entiende que una torre de cien metros es el sueño materializado de un hombre, o que el dibujo de un artista es parte de un sueño. Explícale a una oruga la estructura de una sinfonía… y el sueño de donde nació la sinfonía. ¡Al diablo las estructuras! ¡Al diablo los modos y comos! —El puño de Monetre cayó sobre la mesa. Zena recogió tranquilamente su vaso—. No importa cómo ocurre. No importa por qué ocurre. Pero ocurre, y puedo dominarlo. —Se sentó otra vez y le preguntó a Zena, cortésmente—: ¿Más vino?
—Gracias, no. Todavía…
—Los cristales viven —prosiguió Monetre—. Piensan. Piensan de un modo que nos es totalmente extraño. Han estado en esta tierra durante decenas, centenares de siglos… terrones, guijarros, pedruscos… pensando sus propios pensamientos… luchando por nada que la humanidad desee, no tomando nada que la humanidad necesite… sin entrometerse, comunicándose sólo con seres como ellos. Pero dueños de un poder que el hombre nunca soñó. Y yo quiero ese poder, lo quiero, y lo tendré.
Monetre bebió un sorbo de vino y se quedó mirando la copa.
—Se propagan —dijo—. Mueren. De un modo que no entiendo. Mueren en parejas. Pero un día los obligaré a que me den lo que quiero. Será algo perfecto, un hombre, o una mujer… que pueda hablar con los cristales… Alguno me dará lo que quiero.
—¿Cómo no…? ¿Cómo puede estar seguro? —preguntó Zena cuidadosamente.
—Algo he obtenido haciéndoles daño. Relámpagos, chispas de pensamiento. Los he sondeado durante años, y por cada mil golpes he obtenido un fragmento. No puedo ponerlo en palabras, es algo que sé. No en detalle, no muy claramente… pero algo habla de sueños terminados. No como Gogol, o como Solum, incompletos o mal hechos. Algo parecido al árbol aquél. Y esa cosa terminada será quizá un ser humano, o casi… Y si lo es, podré dominarla.
Monetre abrió el más bajo de los cajones del escritorio.
—Escribí una vez un artículo —dijo al cabo de un rato—. Se lo vendí a una revista, una de esas retorcidas revistas literarias que aparecen trimestralmente. El artículo aparentaba ser una suma de conjeturas. Describí los cristales de un modo muy preciso, pero no dije a qué se parecían. Demostré la posibilidad de otras formas de vida sobre la tierra, y cómo sus individuos podrían vivir y crecer a nuestro alrededor sin que nosotros lo advirtiéramos, siempre que no compitieran. Las hormigas compiten con el hombre, y lo mismo las amebas y las zarzas. No estos cristales. Viven simplemente sus vidas. Deben de tener una conciencia gregaria, como el hombre; pero si es así, no la emplean como arma de supervivencia. Y la única prueba que tiene el hombre son sus sueños… esas insensatas e incompletas tentativas de copiar cosas vivas. ¿Y qué eruditas refutaciones supones que mereció mi artículo?
Zena esperó.
—Una —dijo Monetre con horrible suavidad— declaraba simplemente que en el cinturón de asteroides, entre Marte y Júpiter, hay una torta de chocolate del tamaño de una pelota de béisbol. Parecía que nadie podía negar que esta afirmación fuese verdadera, pues no admitía refutación científica. ¡Maldición! —rugió Monetre, y luego siguió como antes—: Otra explicaba la existencia de criaturas deformes con un galimatías ecléctico de moscas de frutales, rayos X, y mutaciones. Con esa ciega, terca, condenada actitud se quiso negar la posibilidad del aeroplano (pues si los barcos hubiesen necesitado energía para flotar, a la vez que para moverse, nunca hubiéramos tenido barcos), o que el ferrocarril era una ilusión (pues el peso de los coches en las vías superaría el poder de adherencia de las ruedas de la locomotora, y el tren nunca se pondría en marcha). Volúmenes de pruebas lógicas, reunidas por observadores capaces, probaron que la tierra era chata. ¿Mutaciones? Claro que las hay, y naturales. ¿Pero por qué ha de haber una única respuesta? Mutaciones debidas a rayos… Mutaciones bioquímicas… Y los sueños de los cristales…
Del cajón inferior Monetre sacó un cristal marbeteado. Tomó del escritorio el encendedor de plata, lo encendió con el pulgar, y pasó la llama amarilla por la piedra.
De la oscuridad exterior llegó un débil grito de agonía.
—Por favor, no —dijo Zena.
Monetre miró el rostro tenso de la enana.
—Fue Moppet —dijo—. ¿Te has encariñado ahora con los gatos de dos patas, Zena?
—No tiene por qué hacerle daño.
—¿No? —Monetre pasó otra vez la llama por el cristal, y otra vez vino aquel grito desde la tienda de animales—. He de probar mis argumentos. —Apagó el encendedor y Zena se tranquilizó. Monetre dejó el cristal y el encendedor sobre el escritorio y prosiguió con calma—: Pruebas. Podría traer aquí a ese idiota de la torta de chocolate y me diría que al gato le duele el estómago. Podría mostrarle algunas fotos tomadas con el microscopio electrónico donde se ve que en el interior de los glóbulos rojos de ese gato hay una molécula gigante que transmuta elementos y me diría que he falsificado los negativos. La humanidad ha sufrido siempre la misma maldición: creer que lo que ya se sabe ha de ser cierto, y todo lo distinto, un error. A la maldición de la historia sumo ahora mi propia maldición. Zena…
—Sí, Caníbal.
El abrupto cambio de voz había sobresaltado a Zena. Aún no se había acostumbrado.
—Los cristales sólo duplican los seres complejos, mamíferos, pájaros, plantas, si quieren, o si yo los golpeo hasta dejarlos medio muertos. Pero hay seres sencillos.
Monetre se incorporó y apartó las cortinas que cubrían los estantes, detrás y encima de él.
—Cultivos —dijo, con una voz de enamorado—. Simples e inofensivos por ahora. Bastoncillos aquí, espirilos allá. Los cocci están apareciendo lentamente, pero llegarán también. Si se me antojase, Zena, cultivaría el germen del muermo, o la peste. Sembraría con epidemias todo el país… o barrería ciudades enteras. Lo único que necesito es un intermediario, el sueño realizado que pueda enseñarme cómo piensan los cristales. Encontraré a esa criatura, hombre o mujer, Zena, o crearé una. Y entonces, haré lo que se me antoje con la humanidad, cuando yo quiera, y a mi modo.
Zena miró el oscuro rostro de Monetre.
—¿Por qué vienes a oírme, Zena?
—Porque usted me llama. Porque me hace daño si no vengo —dijo ella cándidamente. Y añadió—: ¿Y usted por qué habla conmigo?
Monetre se rió.
—Nunca me lo preguntaste, en tantos años, Zena; los pensamientos son algo informe, un lenguaje en código… impulsos sin forma, sustancia o dirección… hasta que uno se los transmite a otro. Entonces se precipitan, y se transforman en ideas que uno puede poner en la mesa, y estudiar. Uno no sabe lo que piensa, hasta que se lo dice a alguien. Por eso hablo contigo. Para eso estás. No has bebido tu vino.
—Lo siento.
Zena bebió dócilmente, mirándolo con los ojos muy abiertos por encima del borde del vaso, demasiado grande para ella.
Luego Monetre dejó que se fuese.
Pasaron las estaciones, y hubo otros cambios. Zena apenas leía ahora en voz alta. Escuchaba música, o tocaba la guitarra, o hacía trabajos de costura, mientras Horty, echado en su catre, apoyaba el mentón en una mano, y con la otra hojeaba algún libro. Movía los ojos no más de cuatro veces sobre cada página, y la vuelta de las hojas era un rítmico susurro. Los libros los elegía Zena, aunque no los entendía. Horty absorbía rápidamente el contenido del libro, clasificándolo, y almacenándolo. Y ella lo miraba asombrada a veces, sorprendida. Era Horty, era Kiddo, una niña que pocos minutos después estaría en una plataforma, cantando. Era Kiddo, que en la tienda comedor se reía a carcajadas de las bromas de Cajun Jack, o ayudaba a Lorelei a ponerse sus reducidas vestiduras de écuyère. Sin embargo, aun riéndose o arreglando ropas, Kiddo era Horty, que tomaría enseguida una novela romántica, de abultada encuadernación, y se hundiría en los esotéricos asuntos que ocultaban las tapas: microbiología, genética, cáncer, dietética, morfología, endocrinología. Nunca discutía sus lecturas; nunca, aparentemente, reflexionaba sobre ellas. Las almacenaba, nada más; todas las páginas, todos los diagramas, todas las palabras. Horty ayudaba a Zena a poner las falsas carátulas, y a deshacerse de los libros ya leídos —nunca los necesitaba para consultar o recordar algo— y jamás preguntaba por qué.
Los negocios humanos rehúsan ser simples; los destinos humanos rehúsan ser claros. Zena se dedicaba de todo corazón a su tarea, pero su objetivo le parecía aún oscuro e incierto, y la carga era pesada.
Al alba, la lluvia golpeaba furiosamente las paredes de la casa rodante, y en el aire de agosto había un frío otoñal. La lluvia hervía y siseaba como el torbellino que Zena imaginaba a veces en el cerebro del Caníbal. Alrededor estaba la feria. Alrededor estaban también los recuerdos, de demasiados años. La feria era un mundo, un buen mundo, donde ella se sentía vivir, pero que exigía una amarga retribución. La misma feria evocaba un mar de ojos y dedos que apuntaban: Eres diferente. Eres diferente. ¡Un monstruo!
Zena se volvió, inquieta. Películas y canciones de amor, novelas y comedias… era siempre una mujer —la llamaban encanto, también— que cruzaba una habitación en cinco pasos en vez de quince, que podía tomar un pestillo con una manita, que subía muy derecha a los trenes en vez de encaramarse como un animalito, y en los restaurantes usaba los tenedores sin deformarse la boca.
Y esas mujeres eran amadas. Eran amadas, y podían elegir. Y cuando elegían, sus problemas eran sutiles, y simples… diferencias entre hombres, diferencias tan insignificantes que apenas contaban. No tenían que mirar a un hombre y pensar ante todo, antes que ninguna otra cosa: ¿Qué significará para él que yo sea un monstruo?
Ella era pequeña, pequeña de muchas maneras, pequeña y estúpida. Al único ser a quien ella había llegado a amar… lo había expuesto a continuos y terribles peligros. No podía saber si no se había equivocado.
Se echó a llorar, en silencio.
Horty no podía haberla oído, pero allí estaba, deslizándose en la cama junto a ella. Zena se estremeció, y durante un momento se quedó sin aliento, el corazón golpeándole la garganta. Tomó a Horty por los hombros, lo volvió y se apretó contra su espalda, abrazándolo, hasta que oyó su respiración. Se quedaron así, juntos como dos cucharas.
—No te muevas, Horty. No hables.
Callaron.
Zena quería hablar, de su soledad, de su hambre. Abrió la boca cuatro veces, y no pudo, y sus lágrimas mojaron el hombro de Horty. Horty, cálido, y con ella… sólo un niño, pero tan con ella.
Zena secó el hombro de Horty con la sábana, y lo abrazó otra vez. Y gradualmente la violencia de sus sentimientos la fue abandonando, y aflojó el brazo.
Al fin dijo dos cosas que parecían expresar aquellos ciegos impulsos.
—Te quiero, Horty. Te quiero —dijo primero en nombre de su cuerpo. Y luego, en nombre de su hambre, añadió—: Quisiera ser grande, Horty. Quisiera ser grande.
Y entonces pudo soltar a Horty, volverse, dormir. Cuando despertó a la luz goteante de la mañana, Horty no estaba.
Horty no había hablado, no se había movido; pero le había dado algo que ella no había tenido nunca.