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PIERRE MONETRE se había graduado de bachiller tres días antes de cumplir los dieciséis años, y de médico a los veintiuno. Un hombre murió en sus manos durante una simple apendicetomía, pero por causas ajenas a la capacidad del médico.

Sin embargo, alguien, un administrador del hospital, se refirió de mal modo al accidente. Monetre fue a verlo y le rompió la mandíbula de un puñetazo. Inmediatamente se le prohibió la entrada en el anfiteatro de operaciones, y la gente lo atribuyó a la apendicectomía. En vez de demostrar al mundo algo que según él no necesitaba demostración, Monetre renunció al hospital. Luego empezó a beber. Exhibió su borrachera como había exhibido su inteligencia y habilidad, de frente y sin importarle los comentarios. Los comentarios sobre su inteligencia y habilidad lo habían ayudado. Los comentarios sobre sus borracheras le cerraron todas las puertas.

Se sobrepuso a esas borracheras. El alcoholismo no es una enfermedad, sino un síntoma. Hay dos modos de combatir el alcoholismo. Uno, curar la causa. Otro, reemplazarlo con un nuevo síntoma.

Monetre eligió esta última solución. Decidió despreciar a los hombres que lo habían transformado en un paria, y luego despreció a la humanidad, a la que ellos pertenecían.

Disfrutó de su repugnancia. Edificó una torre de odio, y se subió a ella para contemplar desdeñosamente el mundo. Se encontró así a la altura que necesitaba. Pasaba hambre mientras tanto, pero como la riqueza era un valor del mundo despreciado, disfrutó también de la pobreza. Por un tiempo.

Pero un hombre en esa actitud es como un niño con un látigo, o como una nación con acorazados. Durante un tiempo basta exhibirse al sol, ante los ojos del mundo. Pronto, sin embargo, será necesario que el látigo restalle, que truenen los cañones. No basta exhibirse; es necesario actuar.

Pierre Monetre trabajó un tiempo con grupos subversivos. No le importaba qué grupo era, o qué pretendía, siempre que quisiera destruir el orden mayoritario. No se limitó a la política. Hizo también lo que pudo por introducir el arte moderno no figurativo en galerías tradicionales, luchó porque los cuartetos tocaran música atonal, echó extracto de carne en los platos de un restaurante vegetariano, y se entregó a otro centenar de estúpidas y triviales rebeldías. Rebeldías por amor a la rebeldía, siempre, sin relación con el valor de un cuadro, una música o un dogma alimenticio.

Su odio, sin embargo, se alimentó a sí mismo hasta que al fin no fue trivial ni estúpido. Una vez más se encontró sin saber cómo expresar ese odio. A medida que se le estropeaban las ropas, y se veía obligado a cambiar de guarida, se sentía más amargado. Nunca se acusaba a sí mismo. Era sólo una víctima de la humanidad, una humanidad en partes y en conjunto inferior a él. Y de pronto encontró lo que quería.

Tenía que comer. Ahí se centraron todos sus corrosivos odios. Comer era inevitable, y no podía hacerlo sino trabajando, es decir, haciendo algo que la humanidad estimaba. Se sintió furioso, pero no había otra solución. Así que decidió aprovechar en parte su carrera de médico y entró en un laboratorio biológico. Su odio a la humanidad no podía alterar las cualidades de su mente, curiosa, inquisitiva, brillante. Amaba el trabajo, odiando sólo que beneficiase a la gente: clientes que eran sobre todo médicos y enfermos.

Vivía en una casa —un ex establo— casi en las afueras de la ciudad. En largas caminatas por los bosques, se libraba a sus raros pensamientos. Sólo un hombre que hubiera dado conscientemente la espalda, durante años, a todo lo humano, hubiese notado también lo que Monetre notó un atardecer, o hubiese tenido la curiosidad de investigar qué era aquello. Sólo un hombre de su experiencia y capacidad hubiese podido explicarlo. Y, ciertamente, sólo un monstruo como él le hubiese encontrado aquella explicación.

Monetre vio dos árboles.

Cada uno era un árbol como cualquier otro: un roble joven, que había torcido algún temprano accidente, y vivo. Nunca en un millar de años le hubieran llamado la atención si hubiera visto primero uno y luego otro. Pero los vio al mismo tiempo. Paseó la mirada sobre ellos, alzó las cejas ligeramente sorprendido, y siguió caminando. Y de pronto gruñó, como si alguien lo hubiese pateado, se metió entre los árboles —separados por una media docena de metros— y los contempló alternativamente, con la boca abierta.

Los árboles eran del mismo tamaño. Una rama nudosa apuntaba en cada uno hacia el norte. Los dos tenían una cicatriz circular en el primer brote de la rama. Y en la extremidad de cada rama crecían cinco hojas.

Monetre se acercó más, estudiando atentamente los árboles, de arriba abajo, primero uno y luego otro.

Lo que vio era imposible. La ley de las probabilidades dice que puede haber dos árboles absolutamente idénticos, pero el número que expresase esa probabilidad sería astronómico. En realidad sólo cabía un adjetivo: imposible.

Monetre extendió la mano y arrancó una hoja de un árbol, y luego la correspondiente del otro.

Las hojas eran idénticas: nervaduras, forma, tamaño, textura.

Eso era suficiente para Monetre. Gruñó de nuevo, miró alrededor para no olvidar el lugar, y volvió casi corriendo a su casa.

Trabajó varias horas en las hojas de roble. Miró a través de una lupa hasta que le dolieron los ojos. Preparó soluciones con lo que había en la casa —vinagre, azúcar, sal, un poco de fenol— y metió en ellas partes de las hojas. Pintó otras partes con tinta diluida.

A la mañana siguiente, en el laboratorio, examinó una y otra vez lo que había descubierto de noche. Los análisis cuantitativos y cualitativos, las medidas volumétricas, la temperatura y el peso específico, los exámenes espectroscópicos y la investigación del pH… todo decía lo mismo: las dos hojas eran increíble y absolutamente idénticas.

Febrilmente, en los meses que siguieron, Monetre trabajó en distintas partes de los árboles. Los microscopios comunes repetían la misma historia. Le pidió al jefe del laboratorio que le dejara usar el microscopio de 300 aumentos que guardaban bajo una campana de vidrio, y éste confirmó los otros resultados. Los árboles eran idénticos, no hoja por hoja, sino célula por célula. Corteza, albura, líber eran, en los dos, iguales.

Aquellas pruebas incesantes llevaron a Monetre al próximo paso. Tomaba sus muestras luego de las más minuciosas medidas. El agujero practicado en el árbol A era repetido en el árbol B hasta una fracción de milímetro. Un día Monetre metió el barreno en el árbol A, sacó una muestra, y al tirar del barreno rompió la mecha antes de obtener la muestra del otro árbol.

Culpó, por supuesto, a la mecha, y luego a los hombres que la habían fabricado, y luego a todos los hombres. Regresó furioso a casa.

Pero cuando volvió al día siguiente, encontró un agujero en el árbol B, en un lugar que correspondía exactamente al del agujero del otro árbol.

Se quedó allí, con los dedos sobre el inexplicable orificio, sin pensamientos. Luego, con cuidado, sacó el cuchillo, y con incisiones claras y profundas grabó una cruz en el árbol A y un triángulo en el sitio correspondiente en el árbol B. Luego volvió a su casa, a leer más libros esotéricos sobre estructura celular.

Cuando volvió al bosque descubrió que había una cruz en los dos árboles.

Hizo otras pruebas. Grabó raras figuras en los árboles. Las pintó con rayas de color.

Descubrió que las añadiduras, capas de color o trozos de madera clavados en el tronco, no provocaban ningún cambio. Pero cualquier cosa que afectara la estructura misma del árbol —una cortadura, una raspadura, un pinchazo— pasaba del árbol A al árbol B.

El árbol A era el original. El árbol B era algo así como… una copia.

Pierre Monetre trabajó dos años antes de descubrir con ayuda de un microscopio electrónico que el árbol B no sólo se distinguía por su capacidad de duplicar exactamente el árbol A. En el núcleo de las células del árbol B había una molécula gigante, similar a las enzimas hidrocarbúricas, que podía transmutar elementos. Si se sacaban tres células de una hoja o de la corteza, eran reemplazadas por otras tres en menos de una hora. La extravagante enzima, agotada, descansaría una hora o dos, y luego empezaría a restaurarse a sí misma, tomando átomo tras átomo de los tejidos de alrededor.

La reparación de un tejido dañado es más sutil cuanto más simple. Cualquier biólogo puede describir lúcidamente qué ocurre cuando se reconstruye una célula, qué factores metabólicos intervienen, qué cambios de oxígeno ocurren, con qué rapidez, en qué proporción y con qué propósito aparecen nuevas células. Pero no puede decir por qué. No puede decir qué ordena «¡empieza!» a la célula deteriorada, y qué dice «basta». Sabe que en el cáncer el mecanismo no funciona de modo adecuado: pero no qué mecanismo es éste. Y eso en tejidos normales.

Pero ¿y en el árbol B de Pierre Monetre? Nunca se reparaba normalmente a sí mismo. Se reparaba sólo para duplicar el árbol A. Si uno hacía una incisión en una rama del árbol A, y luego cortaba la rama correspondiente del árbol B y se la llevaba a casa, podía verse, durante trece o catorce horas, que la rama cortada trabajaba arduamente para mostrar una incisión. Luego el proceso se detenía, y era una rama común. Si entonces uno volvía al árbol B, descubría allí que la rama había crecido otra vez, con un corte perfectamente duplicado.

Aquí hasta la cabeza de Pierre Monetre se encontraba paralizada. La regeneración celular es un misterio. La duplicación celular es más que un enigma insondable. Pero en alguna parte, de algún modo, un cierto mecanismo gobernaba esta fantástica duplicación, y el obstinado Monetre decidió encontrarlo. Era como un salvaje que al oír un aparato de radio empezara a buscar la fuente del sonido. Era un perro que oía llorar al amo, que había recibido una carta donde una muchacha decía que no lo quería. Veía el resultado, y trataba, sin adecuadas herramientas, de determinar la causa, que no podría entender aunque la tuviese bajo las narices.

Lo ayudó un incendio.

Las pocas gentes que lo conocían de vista —nadie lo conocía de otro modo— se asombraron de que se ofreciera como bombero voluntario aquel otoño, cuando el humo atravesó las colinas, impulsado por los látigos de un viento llameante. Y durante años hubo una leyenda acerca de un hombre flaco que había luchado contra las llamas como un alma salida del infierno. Se había hablado de cerrarle el paso al fuego, y el hombre flaco amenazó con matar al guardia rural si no paraban las llamas quinientos metros más al norte. El hombre flaco hizo historia luchando contra las llamas negras, bañándolas con su propio sudor para mantenerlas lejos de unos ciertos árboles. Y cuando el fuego llegó a la línea donde trabajaban los hombres, todos huyeron, menos el flaco, que se quedó entre dos robles jóvenes, agachado en el musgo humeante, con un pico y un hacha en las manos ensangrentadas, y en los ojos un fuego más ardiente que cualquiera que hubiese tocado alguna vez un árbol. Vieron todo eso…

No vieron que el árbol B se estremecía. No estaban con Monetre para mirar a través del calor y el humo y la pesada nube de cansancio, ni para ver cómo la mente del investigador descubría que los temblores del árbol B coincidían exactamente con el ir y venir de las llamas, a quince metros.

Monetre miraba, con ojos enrojecidos. Las llamas alcanzaron el claro boscoso. El árbol B se estremeció. Pareció que las llamas succionaban la tierra, como un huracán que eriza los cabellos. Al fin oscilaron y se lanzaron verticalmente hacia arriba. El árbol no se movió. Pero cuando una torturada ráfaga de aire frío perseguida por dedos de fuego, se precipitó a ocupar el vacío del calor, el árbol se sacudió rígidamente.

Monetre, casi desollado, se arrastró hasta el claro y observó el fuego. Una espada rojo anaranjada allá; el árbol no se movía. Una lengua ardiente allí; el árbol temblaba.

Así lo encontró, en medio de un afloramiento basáltico. Dio vuelta una piedra, chamuscándose los dedos, y debajo había un cristal embarrado. Se lo metió en la axila y volvió tambaleándose a sus árboles, ahora una islita de tierra, sudor y llamas que había creado él mismo, con demoníaca energía. Se desplomó entre los robles y el fuego pasó a su lado, rugiendo.

Poco antes del alba, atravesando una pesadilla, un infierno que exhalaba sus últimas bocanadas de fuego, llegó a su casa y escondió el cristal. Se arrastró otros quinientos metros, hacia el pueblo, antes de caer. Recuperó la conciencia en el hospital e inmediatamente pidió que lo dejaran ir. Al principio se negaron, luego lo ataron a la cama, y al fin Monetre escapó por la ventana una noche y fue a reunirse con su cristal.

Quizá fue porque se encontraba en los mellados límites de la locura, o porque la conciencia y el inconsciente se fundían en él de algún modo. Quizá más porque estaba particularmente equipado con aquella mente inquisitiva. En verdad, pocos hombres debían de haberlo logrado antes, si alguien lo había logrado. Se comunicó con el cristal.

Lo logró con el arma del odio. El cristal centelleaba pasivamente en todas las pruebas… aquellas a las que Monetre se atrevía a someterlo. Debía tener cuidado, después de haber descubierto que estaba vivo. Así se lo decía el microscopio. No era realmente un cristal, sino un líquido superenfriado, una célula de paredes en facetas. El fluido solidificado del interior era un coloide, con índice de refracción similar al del polietileno, y había un núcleo complejo que no podía entender.

Su curiosidad luchaba contra su prudencia. No se atrevía a someterlo a temperaturas muy altas, sustancias corrosivas, o bombardeos atómicos. Terriblemente frustrado, le lanzó un rayo de aquel odio que había refinado a lo largo de los años, y el cristal… gritó.

No hubo sonido. Fue una presión en la mente de Monetre. No hubo palabras, pero la presión fue una agónica negación, un impulso coloreado de «no».

Pierre Monetre, estupefacto, se apoyó en su golpeada mesa de trabajo, mirando desde las sombras el cristal que había puesto en el círculo de luz de una lámpara. Se inclinó hacia adelante, con los ojos entrecerrados, y con total sinceridad —pues le desagradaba de veras cualquier cosa que desafiara su comprensión— lanzó otra vez aquel impulso.

El cristal reaccionó, con un grito silencioso, como si lo hubiesen atravesado con una aguja caliente.

¡No!

Monetre conocía, por supuesto, el fenómeno de la piezoelectricidad en que un cristal de cuarzo o de Rochelle comprimido emite electricidad, o cambia ligeramente de dimensión si se lo atraviesa con una corriente eléctrica. Aquí había algo análogo, aunque el cristal no era en realidad un cristal. Sus impulsos mentales habían provocado aparentemente una reacción que se manifestaba en «frecuencias» de pensamiento.

Monetre reflexionó.

Ante todo, aquel árbol extraordinario, que se comunicaba de algún modo con el cristal enterrado a cincuenta metros de distancia; pues cuando la llama se acercaba al cristal, el árbol se estremecía. Y cuando él, Monetre, lanzaba la llama de odio, el cristal reaccionaba.

¿El cristal había fabricado el árbol, usando el otro como modelo? ¿Pero cómo? ¿Cómo?

—No importa cómo —murmuró Monetre.

Ya lo descubriría. Podía lastimar el cristal. Las leyes y castigos lastiman; el poder se mide por la capacidad de infligir daño. Esa cosa fantástica haría lo que él quisiera, o la torturaría hasta la muerte.

Tomó un cuchillo y corrió afuera. A la luz de una luna menguante desenterró una plantita de albahaca que crecía junto al viejo establo y la plantó en una lata de café. En otra lata similar puso tierra. Llevó las latas adentro y enterró el cristal en la segunda lata.

Se sentó a la mesa, concentrándose en una fuerza particular. Sabía desde hacía tiempo que disponía de un curioso poder. En cierto modo era como un contorsionista que puede contraer o retorcer separadamente un músculo del hombro, o un muslo, o una parte del brazo. Fue como si sintonizara un instrumento electrónico con el cerebro. Encauzó su energía mental en la longitud de onda específica que hería el cristal, y de pronto, bruscamente, la lanzó hacia afuera.

Una y otra vez golpeó el cristal. Luego lo dejó descansar mientras trataba de que sus golpes transmitieran alguna orden precisa. Miró atentamente la plantita y trató de representársela en la segunda lata.

—Haz crecer otra igual. Copia ésa. Haz otra. Copia.

Repetidamente, azotó y castigó al cristal con la orden. A veces creía oír sus gemidos. En una ocasión vio, en el interior de su propia mente, un centelleo calidoscópico de impresiones: el roble, el fuego, un vacío inmenso y sombrío, un triángulo grabado en la madera. Fue algo muy breve, y nada similar se repitió durante un tiempo. Pero Monetre podía asegurar que las impresiones habían venido del cristal, que éste protestaba de algún modo.

El cristal cedió al fin. Monetre casi sintió su derrota. Lo azotó dos veces más y se fue a la cama.

Por la mañana había dos plantas de albahaca. Pero una era un aborto monstruoso.