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SORPRENDIERON al niño debajo de las graderías del estadio, frente a la escuela, y lo mandaron de vuelta a su casa. El niño tenía ocho años entonces. Había estado haciéndolo durante años.

En cierto modo era una pena. Era un buen chico, y hasta de cara agradable, aunque no sobresaliente. Había niños, y maestros, que simpatizaban un poco con él, y otros que no se le acercaban; pero todos lo condenaron sin excepción. Se llamaba Horty —es decir, Horton— Bluett. Naturalmente, en su casa no lo recibieron muy bien.

Abrió la puerta con mucho cuidado, pero lo oyeron y lo arrastraron al medio de la sala. Allí se quedó cabizbajo, encendido, con una media caída, y los brazos cargados de libros y un guante de béisbol. Era un buen jugador, para sus ocho años.

—Me han… —empezó a decir.

—Ya lo sabemos —dijo Armand Bluett. Armand era un hombre huesudo, de bigotito, y ojos fríos y húmedos. Se llevó las manos a la cabeza y luego alzó los brazos—. Dios mío, muchacho, ¿cómo has caído en una cosa parecida?

Armand Bluett no era un hombre religioso, pero cuando se llevaba las manos a la cabeza, lo que ocurría a menudo, hablaba siempre así.

Horty no respondió. La señora Bluett, de nombre Tonta, suspiró y pidió un cóctel. No fumaba, y cuando le faltaban las palabras necesitaba reemplazar esas pausas meditativas del fumador que enciende el cigarrillo. Tan pocas veces le faltaban las palabras, que un quinto de botella le bastaba para un mes y medio. Tonta y Armand no eran los padres de Horty. Los padres de Horty habitaban el primer piso, pero los Bluett no lo sabían. Se le había permitido a Horty que llamara a Armand y a Tonta por sus nombres.

—¿Puedo saber —dijo Armand fríamente— desde cuándo te dedicas a esas prácticas nauseabundas? ¿O era sólo un experimento?

Horty sabía que no se libraría fácilmente. Armand arrugaba la cara, como cuando probaba vino y lo encontraba inesperadamente bueno.

—No lo hice muchas veces —dijo Horty, y esperó.

—Que el Señor nos perdone la generosidad de haber recogido un cerdito —dijo Armand llevándose otra vez las manos a la cabeza.

Horty suspiró. Sabía ya adonde irían. Armand decía siempre la misma oración cuando se enojaba. Fue a preparar un cóctel para Tonta.

—¿Por qué hiciste eso, Horty?

La voz de Tonta parecía más dulce, pero sólo porque sus cuerdas vocales eran diferentes. Su rostro expresaba el mismo implacable frío.

—Bueno… porque me gustaba, creo.

Horty dejó los libros y el guante sobre un taburete.

Tonta volvió la cabeza y emitió un sonido ronco, parecido a una arcada. Armand se acercó con un vaso donde tintineaba un trozo de hielo.

—Nunca oí nada parecido —dijo despreciativamente—. Supongo que se enteró toda la escuela.

—Creo que sí.

—Los niños, y los maestros también, sin duda. Por supuesto. ¿Nadie te dijo nada?

—Sólo el doctor Pell. —Pell era el director—. Me dijo… dijo que podían…

—¡Habla!

Horty ya había pasado por todo esto. ¿Por qué debía soportarlo otra vez?

—Dijo que la escuela no necesitaba puercos salvajes.

—Lo comprendo muy bien —dijo Tonta afectadamente.

—¿Y los otros niños? ¿Dijeron algo?

—Hecky me ofreció unos gusanos. Y Jimmy me llamó Lengua Pegajosa.

Y Kay Hallowell se había reído, pero no lo diría.

—Lengua Pegajosa. No está mal para un chico. Un oso hormiguero. —Armand se golpeó otra vez la frente—. ¡Dios mío! ¿Qué haré si el lunes por la mañana el señor Anderson me saluda «Hola, Lengua Pegajosa»? La historia va a correr por toda la ciudad, como que dos y dos son cuatro. —Miró a Horty con ojos penetrantes y húmedos—. ¿Y piensas ganarte la vida comiendo chinches?

—No eran chinches —dijo Horty tímidamente, pero animado por un afán de exactitud—. Eran hormigas. De las rojas.

Tonta se atragantó con su cóctel.

—Ahórranos los detalles.

—Dios mío —dijo Armand otra vez—, ¿qué será de este niño cuando crezca?

Mencionó dos posibilidades. Horty entendió una. La otra hizo saltar a Tonta, que no se escandalizaba fácilmente.

—¡Fuera de aquí!

Horty fue hacia las escaleras mientras Armand se dejaba caer exasperadamente junto a Tonta.

—Estoy saturado —dijo—. No aguanto más. Este cara sucia ha sido desde el primer día un símbolo del fracaso. No hay lugar bastante para… ¡Horton!

—Sí.

—Vuelve y llévate tu basura. No quiero que me recuerden que estás en casa.

Horty regresó lentamente, sin acercarse mucho a Armand, tomó sus libros y el guante de béisbol, dejó caer una caja de lápices —momento en que Armand invocó nuevamente a Dios—, la recogió, se le resbaló el guante, y al fin subió las escaleras.

—Los pecados de los padres adoptivos —dijo Armand— caerán sobre sus cabezas hasta la trigésima cuarta irritación. ¿Qué he hecho para merecer esto?

Tonta hizo girar el vaso entre los dedos, sin dejar de mirarlo, y frunciendo los labios apreciativamente. En un tiempo no había estado de acuerdo con Armand. Más tarde tampoco había estado de acuerdo, pero había callado. Ahora mostraba un exterior comprensivo, y dejaba que este exterior la empapara todo lo posible. La vida era así menos difícil.

Ya en su cuarto, Horty se dejó caer en la cama con los libros aún en los brazos. No cerró la puerta porque no había puerta. Armand pensaba que el aislamiento no convenía a los jóvenes. No encendió la luz. Conocía el cuarto aun con los ojos cerrados. Había pocas cosas. Una cama, un armario, una cómoda con un espejo móvil agrietado. Un escritorio infantil, prácticamente un juguete, que desde hacía años era demasiado pequeño. En el armario había tres sacos de tela encerada con ropas que Tonta no usaba ya, y que apenas dejaban sitio para las suyas.

Las suyas…

Nada aquí era realmente suyo. Si hubiera un cuarto más pequeño, allí estaría él. Había dos cuartos de huéspedes en ese piso, y otro arriba, y casi nunca había huéspedes. Las ropas que usaba no eran suyas. Eran concesiones a lo que Armand llamaba «mi posición». Si no fuera por eso, se vestiría con andrajos.

Se incorporó, y advirtió entonces que aún tenía las cosas de la escuela en los brazos. Las dejó en la cama. El guante era suyo, sin embargo. Lo había comprado por setenta y cinco centavos en la tienda del Ejército de Salvación. Había conseguido el dinero cargando paquetes en el almacén de Dumpledorff, diez centavos por viaje. Pensó que Armand se alegraría. Hablaba siempre de la necesidad de aprender a ganar dinero. Pero le prohibió a Horty que lo hiciera otra vez. «¡Dios mío! ¡La gente va a pensar que somos unos mendigos!». El guante era, pues, único resultado de la experiencia.

Era en verdad todo lo que tenía en el mundo… excepto Junky, naturalmente.

Miró en el armario entreabierto el estante superior donde se amontonaban las luces del árbol de Navidad (el árbol de Navidad estaba siempre fuera de la casa, donde los vecinos podían verlo, nunca dentro), cintas viejas, una lámpara, y… Junky.

Llevó cuidadosamente la silla demasiado grande del escritorio demasiado pequeño hasta el armario. (Si la hubiera arrastrado, Armand habría subido los escalones de dos en dos para ver qué era aquello, y si era algo divertido lo habría prohibido en seguida). Se subió a la silla, y buscó detrás de los trastos hasta encontrar la forma cúbica y dura de Junky. Lo sacó, un cubo de madera de colores chillones, muy golpeado, y lo llevó al escritorio.

Junky era uno de esos juguetes tan conocidos, tan usados, que no es necesario verlos o tocarlos frecuentemente para saber que están ahí.

Horty era un niño abandonado, y encontrado en el parque un atardecer, envuelto en una manta, y Junky había llegado a sus manos en el asilo. Cuando Armand lo adoptó (durante su campaña como candidato a concejal, que perdió, y que pensó podría favorecer si adoptaba «un pobre niño sin hogar») Junky fue con él.

Horty puso suavemente a Junky sobre el escritorio, y tocó un despintado botón lateral. Violentamente al principio, luego con un titubeo de muelle enmohecido, y al fin desafiante, emergió Junky, reliquia de una generación más inocente. Era un polichinela, de nariz ganchuda y descarada que tocaba casi el mentón puntiagudo. Entre la nariz y el mentón se abría una sonrisa cargada de experiencia.

Pero lo más curioso en Junky —y de más valor para Horty— eran los ojos. Parecían haber sido cortados o tallados de algún vidrio de color, y brillaban de un modo raro aun en el cuarto sombrío. A Horty le parecía a veces que tenían un brillo propio, pero no podía asegurarlo.

—Hola, Junky —murmuró.

El muñeco asintió con dignidad, y Horty extendió la mano y tomó el pulido mentón.

—Junky, vayámonos de aquí. Nadie nos quiere. Quizá pasemos hambre, y quizá frío, pero sin embargo… Piénsalo, Junky. No asustarse al oír su llave en la cerradura, y no cenar oyendo preguntas y preguntas hasta que uno debe mentir… y cosas parecidas.

No había por qué explicarle todo a Junky.

Soltó el mentón, y la sonriente cabeza subió y bajó y luego asintió lenta y pensativamente.

—No debían haberme tratado así por eso de las hormigas —confió Horty—. No llamé a nadie para que mirase. Pero ese sinvergüenza de Hecky me espiaba. Y fue y llamó al señor Carter. Eso no estuvo bien, ¿no es cierto, Junky?

Horty golpeó uno de los lados de la ganchuda nariz y la cabeza se sacudió agradablemente.

—Odio a los mirones.

—Te refieres a mí, sin duda —dijo Armand Bluett desde el umbral.

Horty no se movió, y el corazón se le detuvo también, un tiempo. Se acurrucó, escondiéndose a medias detrás del pupitre sin volverse hacia la puerta.

—¿Qué haces?

—Nada.

Armand le dio una bofetada. Horty gimió, una vez, y se mordió los labios.

—No mientas —dijo Armand—. Hacías algo, evidentemente. Hablabas solo, claro signo de degeneración mental. Qué es eso… Oh, el juguetito que llegó contigo. Tan repulsivo como tú.

Tomó la caja, la arrojó al suelo, se limpió la mano en un costado del pantalón, y pisó cuidadosamente la cabeza de Junky.

Horty gritó como si estuviesen aplastándole la propia cabeza, y saltó hacia Armand. Tan inesperado fue el ataque, que el hombre perdió el equilibrio. Golpeó pesada y dolorosamente los pies de la cama, extendió inútilmente las manos, y se fue al suelo. Se quedó allí un momento, gruñendo y parpadeando, y al fin entrecerró los ojos y miró al tembloroso Horty.

—Mm. ¡Hum! —dijo Armand con tono de gran satisfacción. Se incorporó—. Eres una bestia dañina. —Tomó a Horty por la pechera de la camisa y lo golpeó. Golpeaba la cara del niño, con la palma y el dorso de la mano, alternativamente, mientras hablaba—: Un homicida, eso eres. Te encerraremos en un colegio. Pero eso no bastará. La policía será lo mejor. Se encargarán de ti. Tienen dónde. Un lugar para delincuentes juveniles. Niñitos puercos. Pervertidos.

Arrastró al niño aturdido por el cuarto y lo metió en el ropero.

—Ahí te quedarás hasta que venga la policía —jadeó, y cerró con fuerza la puerta.

Tres dedos de la mano izquierda de Horty quedaron afuera.

El niño lanzó un grito de verdadera agonía y Armand abrió la puerta.

—Es inútil que chilles… ¡Dios mío, qué porquería! Ahora, supongo, habrá que llamar a un doctor. Cuándo, cuándo no traerás dificultades. ¡Tonta! —Salió del cuarto y corrió escaleras abajo—. ¡Tonta!

—Sí, corazón.

—Ese pequeño demonio se lastimó la mano en la puerta. A propósito, para llamar la atención. Sangra como un cerdo. ¿Sabes qué hizo? Me golpeó. ¡Me atacó, Tonta! Es peligroso tenerlo en casa.

—¡Pobre querido! ¿Te lastimó?

—¡No me mató por milagro! Voy a llamar a la policía.

—Será mejor que suba mientras tú telefoneas —dijo Tonta pasándose la lengua por los labios.

Pero cuando llegó arriba, Horty había desaparecido. Durante un rato hubo gran agitación en la casa. Al principio, Armand quería encontrar de cualquier modo a Horty, pero luego pensó qué diría la gente si el niño daba su propia deformada versión del incidente.

Pasó un día, y una semana, y un mes, y al fin Armand pudo mirar sin peligro el cielo y decir con voz misteriosa: «Está en buenas manos ahora, el pobrecito», y la gente respondía: «Entiendo…». Al fin y al cabo todos sabían que no era hijo de Armand.

Pero Armand Bluett se metió una idea en la mente: buscar en el futuro a un joven sin tres dedos en la mano izquierda.