V

Entretanto habían arrojado las basuras delante de las puertas. Escarbé en los montones con desesperación y encontré dos o tres huesos mondos que habían tirado a las cenizas. Entonces comprendí cuán suculenta es la comida de su tía. Mi amigo hurgaba con destreza entre las sobras. Me tuvo corriendo hasta el amanecer, examinando cada adoquín, sin apresurarse. Tras casi diez horas bajo la lluvia, yo tiritaba de frío. ¡Maldita calle, maldita libertad! ¡Cómo añoraba mi cárcel!

Por la mañana, el gato, viéndome flaquear, me preguntó con aire extraño:

—¿Has tenido bastante?

—Ya lo creo —respondí.

—¿Quieres volver a casa?

—Claro, pero ¿cómo encontrarla?

—Ven. Al verte salir esta mañana, comprendí que un gato rollizo como tú no está hecho para las ásperas alegrías de la libertad. Sé dónde vives. Te dejaré en la puerta.

Aquel digno gato dijo esto con toda sencillez. Cuando llegamos me dijo sin mostrar ninguna emoción:

—Adiós.

—¡No —exclamé—, no nos despediremos así! Ven conmigo, compartiremos la misma cama y la misma comida. Mi ama es una buena mujer…

No me dejó acabar.

—Calla —dijo bruscamente—, eres tonto. Yo me moriría en la calidez de tu hogar. Tu vida regalada es buena para gatos bastardos, pero los gatos libres nunca pagarán con la prisión tus manjares y tu cojín de plumas. Adiós.

Y trepó de nuevo a los tejados. Vi su gran silueta delgada estremecerse de placer al sentir los rayos del sol naciente.

Cuando entré en casa, su tía cogió el zurriago y me administró un correctivo que recibí con profunda alegría. Saboreé a fondo el placer de sentir calor y ser castigado. Mientras ella me zurraba, yo me relamía pensando en la comida que me daría después.