Una carta de Francesca

FRANCESCA JOHNSON MURIÓ en 1989. Tenía sesenta y nueve años. Ese año Robert Kincaid habría cumplido setenta y seis. La causa de la muerte figuraba como «natural». «Simplemente se murió», les dijo el médico a Michael y a Carolyn. «Realmente, estamos un poco perplejos. No encontramos una causa específica de su muerte. Un vecino la encontró con la cabeza apoyada sobre la mesa de la cocina.»

En una carta a su abogado con fecha de 1982 Francesca había pedido que sus restos fueran incinerados y sus cenizas esparcidas en Roseman Bridge. La incineración era una práctica poco frecuente en Madison County —en cierto modo se la consideraba demasiado radical— y la voluntad de Francesca provocó muchas discusiones en el café, en la estación Texaco y en la tienda de herramientas. No se comunicó la decisión de esparcir sus cenizas.

Después del funeral, Michael y Carolyn fueron lentamente hasta Roseman Bridge y cumplieron con las instrucciones de Francesca. Aunque estaba cerca de la casa, la familia Johnson nunca se había interesado mucho en ese puente, y Michael y Carolyn se preguntaron una y otra vez por qué su madre, una persona bastante sensata, se comportaba de un modo tan enigmático, y por qué no había pedido que la enterraran junto a su marido, como era costumbre.

Después Michael y Carolyn procedieron detenidamente a examinar y clasificar los objetos que quedaban en la casa. Sacaron la caja fuerte del banco y, después de abrirla y revisar el contenido para la sucesión, el abogado se la entregó.

Cogieron cada uno una parte del contenido de la caja, y comenzaron a examinarlo. El sobre marrón estaba en la pila de Carolyn, debajo de otros objetos. Carolyn quedó atónita al ver el contenido. Leyó la carta que Robert había escrito a Francesca en 1965. Después leyó la carta de Robert de 1978, y por último la de 1982, del abogado de Seattle. Finalmente estudió los recortes de las revistas.

—Michael.

Michael captó la mezcla de sorpresa y pena en la voz de su hermana, e inmediatamente alzó la mirada.

—¿Sí?

Carolyn tenía los ojos llenos de lágrimas, la voz temblorosa.

—Mamá estuvo enamorada de un hombre llamado Robert Kincaid. Era fotógrafo. ¿Te acuerdas cuando todos vimos el número del National Geographic con el artículo sobre los puentes? Él fue quien hizo las fotos de los puentes de aquí. ¿Y te acuerdas de que todos los chicos hablaban en esa época del tío raro de las cámaras fotográficas? Era él.

Michael estaba sentado frente a Carolyn, con la corbata desatada y el cuello de la camisa abierto.

—A ver, dímelo otra vez. No puedo creer lo que he oído.

Después de leer las cartas, Michael buscó en el armario de la planta baja. Luego subió al dormitorio de Francesca. Nunca había visto la caja de nogal, ni conocía su contenido. La llevó a la mesa de la cocina.

—Carolyn, aquí están las cámaras.

En un ángulo de la caja había un sobre sellado con la inscripción «Carolyn y Michael», del puño y letra de Francesca, y entre las cámaras, tres cuadernos con cubierta de piel.

—No estoy seguro de poder leer lo que hay en ese sobre —dijo Michael—. Léemelo en voz alta, si te sientes capaz.

Carolyn abrió el sobre y leyó:

7 de enero de 1987

Queridos Carolyn y Michael:

Aunque me siento muy bien, creo que es tiempo de poner mis cosas en orden (como suele decirse). Hay algo, algo muy importante, que debéis saber. Por eso, os escribo esta carta.

Después de abrir la caja fuerte y encontrar el sobre marrón que va dirigido a mí, con matasellos de 1965, con seguridad llegaréis a esta carta. Si es posible, por favor, sentaos a leerla a la mesa de la cocina. Pronto entenderéis por qué os lo pido.

Me resulta difícil escribir esto a mis propios hijos, pero debo hacerlo. Es algo demasiado fuerte, demasiado hermoso como para que muera conmigo. Y si queréis saber quién ha sido vuestra madre, con todo lo bueno y todo lo malo, debéis saber lo que voy a contaros. Ánimo.

Como ya habéis descubierto, se llama Robert Kincaid. No sé a qué corresponde la inicial L. que había después de Robert. Era fotógrafo, y estuvo aquí en el año 1965, fotografiando los puentes cubiertos.

¿Recordáis cómo se entusiasmó la gente de aquí cuando las fotos aparecieron en el National Geographic? También recordaréis que, por esa época, yo empecé a recibir la revista. Ahora comprenderéis mi repentino interés por ella. A propósito, yo estaba con él, le llevaba una de las mochilas de las cámaras, cuando hizo la foto en Cedar Bridge.

Quiero que sepáis que yo quise a vuestro padre con un amor tranquilo. Lo sabía entonces y lo sé ahora. Él ha sido bueno conmigo y me ha dado dos hijos, vosotros, a quienes adoro. No lo olvidéis.

Pero Robert Kincaid era alguien diferente; no se parecía a nadie a quien yo hubiera visto o de quien hubiera oído hablar o sobre quien hubiera leído algo en toda mi vida. Es imposible que lleguéis a entenderlo totalmente. En primer lugar, vosotros no sois yo. En segundo lugar, hubierais tenido que estar cerca de él, mirarlo moverse, oírlo explicar que estaba en una rama muerta de la evolución. Tal vez os ayuden los cuadernos y los recortes de las revistas, pero tampoco eso será suficiente.

Además, él no era de este mundo. Es lo más claro que puedo decir sobre Robert. Siempre me pareció que era un ser parecido a un leopardo que había llegado en la cola de un cometa. Así se movía, y así era su cuerpo. De algún modo, era, al mismo tiempo, fuerte, afectuoso y bueno, poseído por cierto sentido trágico. Sentía que se estaba tornando anticuado en un mundo de ordenadores y robots y de organización generalizada. Se veía como a uno de los últimos cowboys, según decía; y también decía que tenía los colmillos viejos.

La primera vez que lo vi fue cuando se detuvo a preguntar cómo podía llegar a Roseman Bridge, vosotros tres estabais en la Feria de Illinois. Creedme, yo no andaba buscando ninguna aventura. Nada más lejos de mi mente. Pero lo miré unos segundos y enseguida supe que lo deseaba, aunque no tanto como llegué a desearlo después.

Y, por favor, no penséis que él era un Casanova que corría detrás de las campesinas para aprovecharse de ellas. No era así en absoluto. En realidad, era un poco tímido, y yo tuve tanto que ver con lo que pasó como él. Seguramente más. La nota que está guardada junto a su pulsera la dejé yo en Roseman Bridge para que él la viera, la mañana después que nos conocimos. Aparte de esa foto mía, esa nota es la única evidencia de mi existencia que le quedó a través de los años, de que no era un sueño que había tenido.

Sé que los hijos tienden a pensar que sus padres son un poco asexuales, de manera que espero no perturbaros, y, por cierto, espero que esto no destruya el recuerdo que tenéis de mí.

Robert y yo pasamos horas juntos en la vieja cocina. Hablábamos y bailábamos a la luz de las velas. Y, sí, hicimos el amor ahí y en el dormitorio y en la pradera y en cualquier lugar que se nos ocurría, Eran amores increíbles, poderosos, trascendentes, y continuaron casi sin cesar durante días. Al pensar en él, muchas veces me viene a la mente la palabra «poderoso». Porque eso era él cuando nos conocimos.

Era como una flecha en su intensidad. Yo me sentía desvalida cuando él me hacía el amor. No débil, no es así como me sentía. Sólo invadida por su viva fuerza emocional y física. Una vez, cuando se lo susurré, dijo con sencillez: «Soy el camino y soy un peregrino y soy todas las velas que salieron al mar».

Después miré el diccionario. Lo primero en que pensé cuando oí la palabra «peregrino» fue en «halcón». Pero la palabra tiene otros significados, y él seguramente lo sabía. Uno es «extranjero, extraño». Otro es «vagabundo, andariego, migratorio». El latín peregrinus, una de las raíces de la palabra, significa desconocido. Él era todo eso… un desconocido, un extranjero, un vagabundo y, ahora que lo pienso, también era como un halcón.

Entended, hijos míos, que estoy tratando de expresar algo que no se puede decir con palabras. Sólo deseo que un día vosotros podáis vivir lo que yo he experimentado; de todos modos, empiezo a pensar que no es probable. Aunque supongo que no se estila decir estas cosas en nuestros tiempos más ilustrados, no creo que sea posible que una mujer posea el tipo particular de fuerza que tenía Robert Kincaid. De manera, Michael, que con eso quedas fuera. En cuanto a Carolyn, la mala noticia es que creo que sólo hubo un Robert Kincaid, y nada más.

Si no hubiera sido por vosotros y por vuestro padre yo me habría ido con él de inmediato. Me pidió, me rogó que me fuera con él. Pero yo no quise, y fue lo bastante sensible y atento como para no interferir en nuestras vidas después de eso.

La paradoja es que si no hubiera sido por Robert Kincaid no sé si hubiera podido quedarme en la granja todos estos años. En esos cuatro días me dio una vida, un universo. Nunca dejé de pensar en él ni por un momento. Aún cuando no pensaba en él conscientemente, lo sentía en alguna parte, siempre estaba ahí.

Eso no modificó nunca mis sentimientos por vosotros dos y por papá. Si pienso un momento solamente en mí, creo que no tomé una buena decisión. Pero teniendo en cuenta a mi familia, creo que sí.

Aunque debo ser honesta y admitirlo, Robert Kincaid comprendió desde el principio, mejor que yo, lo que formábamos entre ambos. Creo que sólo con el tiempo comencé, gradualmente, a darme cuenta. Si realmente lo hubiera comprendido, cuando me pidió cara a cara que me fuera con él probablemente lo habría hecho.

Robert pensaba que el mundo se había vuelto demasiado racional, que había dejado de confiar en la magia como debería. A menudo me he preguntado si yo no había sido demasiado racional al tomar mi decisión.

Estoy segura de que mi voluntad sobre mi entierro debe de haberos parecido incomprensible; tal vez pensasteis que era el producto de la confusión mental de una vieja. Después de leer la carta del abogado de Seattle de 1982 y mis cuadernos, comprenderéis por qué lo quise así. Le di mi vida a mi familia; a Robert lo que quedaba de mí.

Creo que Richard sabía que había algo en mí a lo que él no tenía acceso, y a veces me pregunto si encontró el sobre marrón que yo guardaba en casa, en el escritorio. Poco antes de su muerte, estaba sentada junto a él en el hospital de Des Moines y me dijo: «Francesca, sé que tú también tuviste tus propios sueños. Lamento no haber podido dártelos yo». Fue el momento más conmovedor de nuestra vida en común.

No quiero que os sintáis culpables ni tristes por estas cosas. No es lo que pretendo. Sólo quiero que sepáis cuánto he amado a Robert Kincaid. Lo he tenido en mis pensamientos todos los días, todos estos años, lo mismo que él a mí.

Aunque nunca volvimos a hablarnos, seguimos indisolublemente unidos; tanto como pueden estarlo dos personas. No encuentro las palabras para expresar esto adecuadamente. Él lo expresó mejor cuando dijo que ya no éramos dos seres distintos, y que nos habíamos convertido en una tercera persona, formada por los dos. Ninguno de los dos existía en forma independiente de ese ser. Y ese ser andaba a la deriva.

Carolyn, recordarás la terrible pelea que tuvimos una vez sobre un vestido color rosa que yo guardaba en mi armario. Tú lo habías visto y querías ponértelo. Decías que no recordabas habérmelo visto puesto nunca, entonces, ¿por qué no podía arreglarlo para que te sirviera a ti? Ése fue el vestido que me puse la noche que Robert y yo hicimos el amor por primera vez. Nunca en mi vida estuve tan bonita como esa noche. El vestido era un pequeño recuerdo tonto de aquella época. Por eso nunca volví a ponérmelo y me negué a permitirte usarlo.

Después que Robert se fue de aquí en 1965, me di cuenta de lo poco que sabía de él en cuanto a la historia de su familia. Aunque creo que me enteré de casi todo lo que le concernía, de todo lo que realmente importaba, en esos breves días. Era hijo único, sus padres habían muerto, y él había nacido en un pueblecito de Ohio.

Ni siquiera estoy segura de si fue a la universidad, o a la escuela secundaria, pero tenía una inteligencia brillante a su manera, pura, primitiva, casi mística. Ah, sí, fue fotógrafo de guerra con los Marines en el Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial.

Estuvo casado una vez y se divorció, mucho antes de conocerme. No tuvo hijos. Su mujer tenía algo que ver con la música, creo recordar que era cantante folk, y las largas ausencias de Robert para sus reportajes fotográficos eran difíciles de soportar. Él asumía la culpa por la separación.

Aparte de eso, que yo sepa, Robert no tenía familia. Os pido que lo consideréis parte de la nuestra, por muy duro que os parezca al principio. Al menos yo tenía una familia, una vida con otros. Robert estaba solo. No era justo, y yo lo sabía.

Prefiero, o al menos eso creo, por la memoria de Richard y por la forma en que habla la gente, que de alguna manera todo esto quede en el seno de la familia Johnson. Pero lo dejo a vuestro juicio.

De todas maneras no me avergüenzo de lo que ocurrió entre Robert Kincaid y yo. Al contrario. Todos estos años lo he amado desesperadamente, aunque por razones personales traté una sola vez de ponerme en contacto con él. Fue después de la muerte de vuestro padre. Mi intento fracasó, y temí que le hubiese sucedido «algo», y por ese miedo nunca volví a intentarlo. Simplemente no podía enfrentarme con la realidad. De manera que imaginaréis lo que sentí cuando llegó, en 1982, el paquete con la carta del abogado.

Como os he dicho, espero que comprendáis que no pienso mal de mí misma. Si me queréis, debéis comprender lo que hice.

Robert Kincaid me enseñó lo que es ser mujer de una forma que pocas mujeres, tal vez ninguna, experimentará jamás. Era un hombre agradable y cariñoso, y, por cierto, merece vuestro respeto y quizá vuestro amor. Espero que podáis brindarle las dos cosas. A su manera, a través de mí, ha sido bueno con vosotros.

Que Dios os acompañe, hijos míos.

Mamá

Silencio en la vieja cocina. Michael respiró profundamente y miró por la ventana. Carolyn miró en torno suyo, el fregadero, el suelo, la mesa y todo lo demás.

Cuando habló, su voz era casi un suspiro.

—Ay, Michael, Michael, piensa en ellos, todos estos años, deseándose tan desesperadamente. Ella renunció a él por nosotros y por papá. Y Robert Kincaid se mantuvo aparte por respeto a los sentimientos de mamá. Michael, me duele tanto pensarlo. Hemos tratado con tanta indiferencia nuestros matrimonios, después de que ese increíble amor terminara como terminó por nuestra causa. Estuvieron cuatro días juntos, sólo cuatro. En toda una vida. Cuando nosotros fuimos a esa ridícula feria en Illinois. Mira la foto de mamá. Nunca la había visto así. Tan increíblemente hermosa, y no es la fotografía. Es lo que él le hizo. Mírala, tan salvaje y libre. Con los cabellos al viento, el rostro lleno de vida. Está maravillosa.

—Dios mío —fue todo lo que pudo decir Michael, enjugándose la cara con un trapo de cocina, y también los ojos cuando Carolyn no lo miraba.

Carolyn volvió a hablar.

—Aparentemente, él nunca ha intentado comunicarse con ella en esos años. Y debe de haber muerto solo; por eso le hizo enviar las cámaras. Recuerdo la pelea que tuvimos mamá y yo por el vestido rosa. Duró días y días. Ella se limitaba a decir: «No, Carolyn, ése no».

Y Michael recordó esa vieja mesa a la que estaban sentados. Ahora comprendía por qué Francesca le había pedido que volviera a traerla a la cocina después de la muerte de su padre.

Carolyn abrió el pequeño sobre acolchado.

—Aquí está su pulsera, y su cadena con la medalla de plata. Y la nota que menciona mamá en su carta, la que ella le dejó en Roseman Bridge. Por eso él le envió esta foto del puente: aquí se ve el papel clavado en la madera.

—Michael, ¿qué vamos a hacer? Piénsalo; ahora mismo vuelvo.

Carolyn subió corriendo la escalera y volvió unos minutos después con el vestido rosa cuidadosamente doblado en una funda de plástico. Lo desplegó para mostrárselo a Michael.

—Imagínala con este vestido y bailando con él aquí, en la cocina. Piensa en todo el tiempo que hemos pasado aquí y en las imágenes que ella debe de haber recordado mientras cocinaba y cuando estábamos todos aquí con ella, hablando de nuestros problemas, pensando a qué universidad ir, comentando lo difícil que es tener éxito en el matrimonio. Dios mío, qué inocentes e inmaduros somos comparados con ella.

Michael asintió con un gesto y se volvió hacia la alacena que había encima del fregadero.

—¿No tendría mamá alguna bebida por aquí? Por Dios, qué bien me vendría. Para contestar a tu pregunta, te diré que no sé lo que vamos a hacer.

Buscando en la alacena encontró una botella de coñac casi vacía.

—Alcanza para dos copas, Carolyn. ¿Quieres?

—Sí.

Michael sacó las únicas dos copas de coñac que había en la alacena y las colocó en la mesa de formica amarilla. Vertió lo que quedaba del contenido de la botella, mientras Carolyn comenzaba a leer en silencio el primer volumen de las memorias de su madre.

«Robert Kincaid llegó a mi vida un lunes, el 16 de agosto de 1965. Estaba buscando Roseman Bridge. Era casi de noche, hacía calor, y él venía en una camioneta a la que llamaba Harry…»