YA ERA NOCHE en Madison County en 1987, el día que Francesca cumplía sesenta y siete años. Hacía dos horas que se había acostado. Veía, tocaba, olía y oía todo lo sucedido veintidós años atrás.
Había recordado y había vuelto a recordar. La imagen de esas luces rojas que avanzaban hacia el oeste por la carretera 92 la perseguía desde hacía dos décadas. Se tocó los senos y sintió deslizarse sobre ellos los músculos del pecho de Robert. Dios, cómo lo había amado. Lo había amado entonces, más de lo que le parecía posible, y ahora lo amaba todavía más. Habría hecho cualquier cosa por él menos destruir a su familia, y destruirlo tal vez a él también.
Bajó la escalera y se sentó en la cocina, ante la vieja mesa de formica amarilla. Richard había insistido en comprar una nueva, pero Francesca pidió a su vez que conservaran la vieja en un cobertizo, y la envolvió cuidadosamente en plástico antes de guardarla.
«Francamente, no sé por qué le tienes tanto apego a esta vieja mesa», protestó él mientras la ayudaba a transportarla. Cuando Richard murió, Michael volvió a llevarla a la casa a petición de su madre, y nunca le preguntó por qué la quería en lugar de la nueva. Sólo la miró con aire inquisitivo, pero Francesca no dijo nada.
Ahora estaba sentada ante esa mesa. Luego fue hasta el armario y sacó dos velas blancas con pequeños candelabros de bronce. Las encendió y puso la radio, moviendo lentamente el dial hasta encontrar música suave.
Se quedó mucho tiempo de pie junto al fregadero, con la cabeza ligeramente erguida, mirándolo a la cara; y susurró: «Te recuerdo, Robert Kincaid. Tal vez el Gran Amo del Desierto tuviera razón. Tal vez fuiste el último. Tal vez todos los cowboys están ahora cerca de su extinción».
Antes de la muerte de Richard, nunca se había atrevido a llamar a Kincaid, ni siquiera a escribirle, aunque durante años había estado a punto de hacerlo. Si le hablaba una sola vez más, se iría con él. Si le escribía, sabía que él vendría a buscarla. Porque estaban muy cerca. A lo largo de esos años, Robert nunca había vuelto a llamar ni a escribir, después de enviarle un único paquete con las fotos y el manuscrito, Francesca sabía que él entendía sus sentimientos y las complicaciones que podía provocar en su vida.
Se suscribió al National Geographic en septiembre de 1965. El artículo sobre los puentes cubiertos apareció el año siguiente: allí estaba Roseman Bridge en la primera luz cálida de la mañana, cuando Robert había encontrado su nota. La portada era la foto que Robert había sacado a un tiro de caballos que arrastraban una carreta hacia Hogback Bridge. También él había escrito el artículo.
En la contraportada se mencionaban a los autores de los reportajes y a los fotógrafos, y de vez en cuando aparecían fotos. A veces estaba Robert. Los mismos cabellos largos plateados, la pulsera, los tejanos o los pantalones caqui, las cámaras colgando de los hombros, las venas marcadas en los brazos. En el Kalahari, en los muros de Jaipur de la India, en una canoa en Guatemala, en el norte de Canadá. El camino y el cowboy.
Francesca las recortaba y las guardaba en el sobre marrón junto con el artículo sobre los puentes cubiertos, el manuscrito, las dos fotografías y la carta. Guardaba el sobre debajo de la ropa interior en un cajón de la cómoda donde a Richard nunca se le ocurriría buscar algo. Y, como una observadora lejana, siguiéndolo a través de los años, veía envejecer a Robert Kincaid.
La sonrisa seguía allí, también el cuerpo delgado y musculoso. Pero Francesca veía el paso de los años en las líneas alrededor de los ojos, en los fuertes hombros ligeramente encorvados, en los contornos de la cara más blandos. Lo veía. Había estudiado ese cuerpo con más detenimiento que cualquier otra cosa en su vida, más que el suyo propio. Y las señales de la edad hacían que lo deseara aún más, si era posible. Sospechaba, o más bien sabía, que él estaba solo. Y así era.
Sentada a la mesa, estudió los recortes a la luz de las velas. Él la miraba desde lugares lejanos. Encontró una foto especial en un número de 1967. Robert estaba junto a un río en el este de África, frente a la cámara y cerca de ella, en cuclillas, preparándose para tomar una foto.
Cuando, años antes, Francesca miró por primera vez ese recorte, vio que, de la cadena de plata que llevaba al cuello, colgaba ahora una medalla. Michael estaba lejos, en la universidad; cuando Richard y Carolyn se acostaron, Francesca fue a buscar la poderosa lupa que Michael usaba cuando era pequeño para su colección de sellos, y la acercó a la foto.
—Dios mío —dijo casi sin aliento.
La medalla decía «Francesca». Una única y pequeña indiscreción, que ella le perdonó sonriendo. En todas las fotos posteriores aparecía la medalla en la cadena de plata.
Después de 1975, nunca volvió a verlo en la revista. Tampoco volvió a aparecer su firma. Buscó en todos los números, pero no encontró nada. Ese año Robert cumplía sesenta y dos años.
Cuando murió Richard en 1979, después del funeral —cuando sus hijos ya habían regresado a sus hogares respectivos— Francesca pensó en llamar a Robert Kincaid. Él tendría sesenta y seis años; ella cincuenta y nueve. Todavía había tiempo, a pesar de la pérdida de catorce años. Lo pensó mucho durante una semana, y finalmente buscó el número en su agenda y lo llamó.
Sintió que se le paraba la respiración cuando empezó a sonar el teléfono. Oyó que levantaban el receptor y estuvo a punto de colgar. Una voz de mujer dijo: «Seguros McGregor». Francesca se sobresaltó, pero se recuperó lo suficiente como para preguntar a la secretaria si había marcado el número correcto. Le respondieron que sí. Francesca agradeció y colgó.
Después probó en la información telefónica de Bellingham. Nada en la guía telefónica. Probó en Seattle. Nada. Luego en las oficinas de la Cámara de Comercio de Bellingham y en Seattle. Pidió que buscaran en las guías telefónicas de cada ciudad. Lo hicieron, y no figuraba Robert Kincaid. Puede estar en cualquier parte, pensó Francesca.
Recordó la revista; él le había dicho que lo llamara allí. La recepcionista fue cortés, pero era nueva y tuvo que buscar a alguien que la ayudara. La llamada de Francesca fue transferida tres veces hasta que la comunicaron con un editor asociado que estaba en la revista desde hacía veinte años. Francesca le preguntó sobre Robert Kincaid. Por supuesto, el editor lo recordaba.
—Está tratando de localizarlo, ¿eh? Era un estupendo fotógrafo. Un poco quisquilloso, aunque no en el mal sentido: era tenaz. Le importaba el arte por el arte mismo, y eso no funciona muy bien con nuestros lectores. Nuestros lectores quieren buenas fotos, fotos bien hechas, pero nada demasiado audaz. Siempre decíamos que Kincaid era un poco extraño; ninguno de nosotros lo conocía fuera del trabajo. Pero era muy positivo. Podíamos mandado a cualquier parte y él hacía el trabajo, aunque casi siempre disintiera de nuestras decisiones editoriales. En cuanto a dónde puede estar ahora, he estado revisando los ficheros mientras hablábamos. Dejó la revista en 1975. La dirección y el número de teléfono que tengo aquí… —leyó los mismos datos que tenía Francesca.
Después de eso, Francesca renunció a sus investigaciones, un poco por miedo de lo que podría descubrir.
Siguió sin rumbo fijo, permitiéndose pensar cada vez más en Robert Kincaid. Todavía conducía bien y, varias veces por año, iba a Des Moines a almorzar en el restaurante donde él la había llevado. En uno de esos viajes compró un cuaderno con cubiertas de piel. Y, en esas páginas, comenzó a escribir en letra clara los detalles de sus amores con él y sus pensamientos acerca de él. Tuvo que llenar tres de esos cuadernos antes de considerar terminada la tarea.
Winterset mejoraba. Había una activa asociación artística compuesta en su mayor parte por mujeres, y desde hacía algunos años se hablaba de restaurar los viejos puentes. Gente joven e interesante construía casas en las colinas. Los principios ya no eran tan rígidos, nadie se quedaba mirando a los que llevaban el pelo largo, aunque todavía pocos hombres usaban sandalias y no había muchos poetas.
Sin embargo, Francesca se apartó de la comunidad; sólo veía aún a algunas amigas. La gente lo comentaba, y también que se la veía muy a menudo de pie junto a Roseman Bridge, y a veces junto a Cedar Bridge. Las personas de edad a veces se vuelven raras, decían, y se contentaban con esa explicación.
El 2 de febrero de 1982 un camión del United Parcel Service entró en su sendero. Ella no había encargado nada, y se sorprendió. Firmó al recibir el paquete y miró la dirección. «Francesca Johnson, RR2, Winterset, Iowa 50273». El remitente era un bufete de abogados de Seattle.
El paquete estaba cuidadosamente cerrado, y llevaba un seguro suplementario. Francesca lo puso en la mesa de la cocina y lo abrió cuidadosamente. Contenía tres cajas, bien envueltas en un plástico grueso. Sobre una de ellas había un pequeño sobre acolchado. Sobre otra, un sobre comercial para ella, con remitente del bufete de abogados.
Retiró la cinta adhesiva del sobre y lo abrió, temblando.
25 de enero de 1982
Sra. Francesca Johnson RR2
Winterset, lA 50273
Estimada señora Johnson:
Representamos el patrimonio de Robert L. Kincaid, recientemente fallecido…
Francesca dejó la carta en la mesa. Fuera, la nieve volaba sobre los campos invernales. Francesca la vio azotar los rastrojos, arrancar espigas, amontonadas en una esquina de la alambrada. Leyó una vez más las palabras: «Representamos el patrimonio de Robert L. Kincaid, recientemente fallecido…».
—Ay, Robert, Robert, no —dijo suavemente Francesca, y bajó la cabeza.
Una hora después pudo seguir leyendo. El lenguaje llano de la ley, la precisión de sus palabras la enfurecían. «Representamos…» Simplemente un abogado que llevaba a cabo sus obligaciones con un diente.
Pero la fuerza, el leopardo que cabalgaba en la cola de un cometa, el chamán que buscaba Roseman Bridge en un caluroso día de agosto; el hombre de pie en el estribo de una furgoneta llamada Harry que se volvía para verla morir en el polvo de un sendero campestre en Iowa… ¿dónde estaba él en esas palabras?
La carta debería haber sido de mil páginas. Debería haber hablado de las ramas muertas de la evolución y de la desaparición de los grandes espacios, de los cowboys que luchaban por pasar por encima de las alambradas, como los rastrojos en invierno.
El único testamento que dejó data del ocho de julio de 1967, donde da instrucciones para que se le envíen a usted los objetos adjuntos: Si no pudiéramos encontrarla, deberíamos incinerar los objetos.
Dentro de la caja señalada con la palabra «carta» hay un mensaje que él dejó para usted en 1978. Selló el sobre, que no ha sido abierto.
Los restos del señor Kincaid fueron incinerados. A petición suya no hay indicación alguna del lugar donde se encuentran. También a petición suya, sus cenizas fueron esparcidas cerca de su casa, señora, por un socio nuestro. Creo que la localidad se llama Roseman Bridge.
Si podemos ayudarle en algo, por favor no dude en ponerse en contacto con nosotros.
La saluda atentamente,
Allen B. Quippen, abogado.
Francesca ahogó un gemido, volvió a secarse los ojos y comenzó a examinar el resto del contenido de la caja.
Sabía lo que había en el pequeño sobre acolchado. Lo sabía con la seguridad con que sabía que después del invierno volvería a llegar la primavera. Lo abrió cuidadosamente y buscó dentro. Sacó la cadena de plata. La medalla estaba rayada, y decía «Francesca». En la parte posterior, grabado en letras minúsculas, se podía leer: «Quien lo encuentre, por favor envíelo a Francesca Johnson, RR2, Winterset, Iowa, USA».
La pulsera de plata de Robert estaba en el fondo del sobre, envuelta en un papel de seda. Junto con la pulsera había una hoja de papel. Decía: «Si quieres cenar otra vez cuando las mariposas nocturnas estén en vuelo, vuelve esta noche al terminar». La nota de Roseman Bridge. Hasta eso había guardado entre sus recuerdos.
Entonces pensó que esa nota era lo único que él tenía de ella, la única evidencia de que ella existía, aparte de las huidizas imágenes fotográficas en lento deterioro. La breve nota de Roseman Bridge estaba manchada y ajada, como si la hubiera llevado largo tiempo en la billetera.
Francesca se preguntó cuántas veces la habría leído a lo largo de esos años, lejos de las colinas que bordeaban Middle River. Imaginaba a Robert leyendo la nota a la escasa luz de una lámpara de un avión, volando quién sabe adónde, o bien sentado en el suelo en una cabaña de bambú en el país de los tigres; lo imaginaba leyéndola a la luz de la linterna, doblándola y guardándola en una lluviosa noche de Bellingham, y mirando después las fotografías de una mujer apoyada en un cerco una mañana de verano, o bajando de un puente cubierto al atardecer.
Las tres cajas contenían una cámara con una lente. Estaban rayadas, deterioradas. Al dar la vuelta a una de ellas, leyó «Nikon» en el visor y, justo en la parte superior izquierda de la etiqueta, la letra «F». Era la cámara que ella le había entregado en Cedar Bridge.
Finalmente Francesca abrió la carta de Robert. Estaba escrita a mano en un papel con su membrete, y llevaba fecha del 16 de agosto de 1978.
Querida Francesca:
Espero que te encuentres bien. No sé cuándo recibirás esta carta. Algún tiempo después de mi partida. Tengo sesenta y cinco años, y hoy hace trece que nos conocimos, cuando entré en tu sendero para pedirte una dirección.
Espero que este paquete no perturbe tu vida en modo alguno. No podría soportar pensar que las cámaras queden en estuches de segunda mano, en alguna tienda de fotografía, o en poder de un desconocido. Estarán bastante estropeadas cuando lleguen. Pero tengo a quien dejárselas, y te ruego que me perdones por ponerte en peligro enviándotelas.
Entre 1965 y 1975 estuve casi todo el tiempo viajando. Para alejar la tentación de llamarte o ir a verte, una tentación que tengo prácticamente en todos mis momentos de vigilia. Acepté todas las misiones que pude fuera del país. A veces, muchas veces, me dije: «Al diablo, me voy a Winterset, y me llevo a Francesca conmigo a cualquier precio».
Pero recuerdo tus palabras, y respeto tus sentimientos. Tal vez tengas razón; no lo sé. Lo que sé es que salir de tu sendero aquel viernes, en aquella calurosa mañana fue lo más duro que me tocó hacer en la vida. En realidad dudo de que muchos hombres hayan hecho algo tan difícil.
Dejé el National Geographic en 1975, y dedico el resto de mis años de fotógrafo a cosas que yo elijo. Hago algún trabajo donde lo encuentro, sobre temas locales o regionales que sólo me obligan a estar fuera unos días cada vez. Desde el punto de vista financiero es duro, pero me las arreglo. Siempre me las he arreglado.
Gran parte de mi trabajo gira alrededor de Puget Sound, y eso me gusta. Parece que cuando los hombres envejecen se acercan al agua.
Ahora tengo un perro, un perdiguero dorado. Lo llamo «Camino», y viaja conmigo casi todo el tiempo sacando la cabeza por la ventanilla, buscando presas.
En el setenta y dos, me caí de un acantilado en Maine, en el parque nacional de Acadia, y me fracturé un tobillo. Con la caída se rompieron la cadena y la medalla. Afortunadamente cayeron cerca. Las encontré y mandé reparar la cadena a un joyero.
Vivo con el corazón lleno de polvo. Ésa es la mejor manera en que puedo expresarlo. Hubo mujeres antes de ti, algunas, pero después de ti ninguna. No hice ningún voto de celibato; sencillamente no me interesan.
Una vez, en Canadá, vi a un ganso salvaje cuya pareja había muerto a manos de unos cazadores. Sabes que se aparean para toda la vida. El ganso estuvo dando vueltas alrededor del estanque durante muchos días después de lo sucedido. Cuando lo vi por última vez, nadaba solo en medio del arroz silvestre, y seguía buscando a su compañera. Supongo que la analogía es demasiado obvia para el gusto literario, pero así es como me siento.
En mi imaginación, en mañanas neblinosas en tardes en que el sol se pone sobre las aguas al noroeste, trato de pensar qué puede ser de tu vida y qué estarás haciendo mientras pienso en ti. Nada complicado… salir al jardín, sentarse en el columpio del porche, estar de pie ante el fregadero de la cocina. Cosas así.
Lo recuerdo todo. Tu olor; tu sabor a verano, la sensación de tu piel contra la mía, tus susurros cuando te amaba.
Una vez Robert Penn Warren dijo esta frase: «… un mundo que parece abandonado de Dios…». No está mal se parece bastante a lo que siento a veces. Pero no puedo vivir siempre así. Cuando estos sentimientos se hacen demasiado intensos, cargo las cosas en Harry y me voy de viaje unos días con Camino.
No me gusta tenerme lástima. No soy de esa clase de hombres. Y la mayor parte del tiempo no me siento así. Por el contrario, me siento agradecido por haberte encontrado. Podríamos haber pasado uno junto al otro, como dos partículas de polvo cósmico.
Dios o el universo, o lo que uno elija para nombrar los grandes sistemas de equilibrio y orden, no reconoce el tiempo terrestre. Para el universo, cuatro días no es distinto de cuatro mil millones de años luz. Trato de tenerlo siempre presente.
Pero, al fin y al cabo, no soy más que un hombre. Y todas las elucubraciones filosóficas que puedo conjurar no me salvan de desearte, todos los días, a cada momento, ni del despiadado lamento del tiempo, el tiempo que nunca puedo pasar contigo, dentro de mi cabeza.
Te amo profundamente, totalmente. Y así será siempre.
El último cowboy,
Robert
P.D.: El verano pasado le puse un motor nuevo a Harry. Va muy bien.
El paquete había llegado cinco años antes. Y mirar el contenido se había convertido en uno de los rituales de cumpleaños de Francesca. Tenía las cámaras, la pulsera y la cadena con la medalla en un compartimiento especial del armario. Un carpintero local había construido una caja según el diseño de Francesca, de madera de nogal, con protección para el polvo y partes acolchonadas en el interior. «Muy bonita la caja», dijo el carpintero. Francesca se limitó a sonreír.
La última parte del ritual era el manuscrito. Siempre lo leía a la luz de las velas, al final del día. Lo llevaba del salón a la cocina y lo colocaba cuidadosamente sobre la formica amarilla, cerca de una de las velas, encendía su único cigarrillo del año, un Camel, bebía un sorbo de coñac y empezaba a leer.