ESE MARTES DE AGOSTO de 1965, por la noche, Robert Kincaid miró detenidamente a Francesca Johnson. Ella lo miró de la misma manera. Estaban a tres metros de distancia, pero quedaron unidos de una forma sólida, íntima, inseparable.
Sonó el teléfono. Francesca no dejó de mirar a Robert, ni se movió durante las dos primeras señales. En el largo silencio después de la segunda, y antes de la tercera, Robert respiró hondo y miró las bolsas de las cámaras. Eso le permitió a Francesca cruzar la cocina para acercarse al teléfono, que estaba en la pared detrás de la silla de Robert.
—Familia Johnson… Hola, Marge… Sí, muy bien. ¿El jueves por la noche? —Francesca calculó: Robert dijo que se quedaría una semana, llegó ayer, hoy es martes. No le costó tomar la decisión de mentir.
Francesca estaba junto a la puerta del porche con el teléfono en la mano izquierda. Él estaba muy cerca, de espaldas a ella. Francesca extendió la mano derecha y la apoyó en su hombro, un gesto habitual de algunas mujeres con los hombres que quieren. En sólo veinticuatro horas, había llegado a querer a Robert Kincaid.
—Ay, Marge, voy a estar ocupada. Debo ir de compras a Des Moines. Quiero aprovechar para hacer un montón de cosas que vengo postergando, ahora que Richard y los chicos no están.
Su mano se apoyaba tranquilamente en Robert. Sentía el músculo que iba desde el cuello hasta el hombro, detrás de la clavícula. Miraba sus cabellos grises con raya en medio, que caían sobre el cuello de la camisa. Marge seguía parloteando.
—Sí, Richard llamó hace un rato… No, el premio se da el miércoles, mañana. Richard dijo que estarían de regreso el viernes a última hora. Quieren ver algo el jueves. Es un viaje largo, sobre todo en el camión del ganado… No, el entrenamiento de fútbol sólo comienza dentro de una semana. Sí, sí, una semana. Al menos eso dijo Michael.
Francesca sentía el calor del cuerpo de Robert debajo de la camisa. El calor se trasmitía a su mano, ascendía por el brazo y, desde ahí, se irradiaba por todo su cuerpo, sin esfuerzo, en realidad sin control por parte de ella. Robert estaba inmóvil; no quería hacer ningún ruido que despertara la curiosidad de Marge. Francesca lo comprendía.
—Ah, sí, un hombre que pedía indicaciones. —Como suponía, Floyd Clark había ido a su casa e inmediatamente le había contado a su esposa lo de la camioneta verde que había visto al pasar por la casa de los Johnson.
—¿Un fotógrafo? Por Dios, no lo sé. No presté mucha atención. Es posible. —Cada vez era más fácil mentir—. Buscaba Roseman Bridge… ¿En serio? ¿Estuvo tomando fotos de los viejos puentes? Bueno, parece inofensivo. ¿Un hippie? —Francesca se rió y vio que Kincaid sacudía la cabeza—. Bueno, no sé muy bien cómo es un hippie. Este hombre era muy educado. Sólo estuvo uno o dos minutos, y se fue… No sé si hay hippies en Italia, Marge. Hace ocho años que no voy por allá. Además, como te he dicho, no sé si reconocería a un hippie en caso de encontrarme con uno.
Marge habló del amor libre y las comunas y las drogas; acababa de leer algo sobre eso.
—Marge, estaba a punto de meterme en la bañera cuando has llamado, será mejor que vaya antes de que se enfríe el agua… Bien, te llamaré. Adiós.
No deseaba retirar la mano del hombro de Robert, pero no tenía ninguna buena excusa para dejarla ahí. De manera que fue hasta el fregadero y encendió la radio. Más música country. Movió el dial hasta que se oyó una orquesta y lo dejó ahí.
—Mandarina —dijo Robert.
—¿Qué?
—La canción. Se llama Mandarina. Es sobre una mujer argentina.
Hablar otra vez de la periferia de las cosas.
Decir cualquier cosa, cualquier cosa. Luchar con el momento y el sentido de todo esto, oyendo en las profundidades de su mente el golpe de una puerta que se cierra detrás de dos personas, en una cocina de Iowa.
Francesca sonrió a Robert.
—¿Tienes hambre? La comida está lista para cuando quieras. Ha sido un día largo, y bueno. Preferiría tomar otra cerveza antes de comer. ¿Me acompañas?
Ir dando vueltas, buscando el centro, perdiéndolo minuto a minuto.
Ella dijo que sí. Robert abrió dos cervezas y le acercó una.
A Francesca le gustaba su aspecto, y cómo se sentía. Se encontraba femenina. Liviana, y cálida, y femenina. Se sentó en la silla de la cocina, cruzó las piernas y el dobladillo de la falda quedó bastante por encima de la rodilla derecha. Kincaid estaba apoyado en la nevera, con los brazos cruzados sobre el pecho, la botella de Budweiser en la mano derecha. A ella le complacía que se fijara en sus piernas, y él lo hizo.
Se fijó en ella de pies a cabeza. Podría haberse retirado antes; todavía podía retirarse. La razón le gritaba: «Abandona, Kincaid, vuelve al camino. Fotografía los puentes y márchate a la India. Haz un alto en Bangkok y busca a la hija del comerciante en sedas que conoce todos los secretos del éxtasis de la antigüedad. Nada desnudo con ella, al amanecer, en las lagunas de la jungla y óyela gritar mientras la posees en el crepúsculo». Y la voz añadió, ahora en un susurro: «Abandona eso, te supera».
Pero el lento tango callejero había comenzado. Se oía desde alguna parte; Robert lo oía, era un viejo acordeón. Venía desde muy atrás, o de muy adelante; no estaba seguro. Pero se acercaba firmemente a él. Y ese sonido oscurecía su razonamiento y reducía sus esperanzas de armonía, inexorablemente, hasta que no le quedaba adónde ir sino hacia Francesca Johnson.
—Si quieres podemos bailar con esta música —dijo Robert en ese tono tímido y serio característico de él. Y enseguida advirtió—: No soy buen bailarín, pero si quieres, creo que puedo arreglármelas en una cocina.
Jack arañaba la puerta del porche; quería entrar. Que se quedara fuera.
Francesca se sonrojó un poquito.
—Bueno. Yo no bailo mucho… ahora. Bailaba cuando era jovencita, en Italia, pero ahora casi exclusivamente en la víspera de Año Nuevo, y sólo un poco.
Él sonrió y dejó la cerveza en la repisa. Ella se levantó y se acercaron el uno al otro.
«Éste es el baile de los martes por la noche, por la W.G.N., de Chicago», dijo una untuosa voz de barítono. «Volveremos después de algunos mensajes.»
Los dos se rieron. Llamadas telefónicas y anuncios publicitarios. Había algo que seguía interponiendo la realidad entre ellos. Lo sabían sin necesidad de decirlo.
Pero de todos modos, él había extendido el brazo izquierdo para cogerle la mano derecha, y se apoyó cómodamente en la repisa, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, la pierna derecha sobre la otra. Francesca estaba a su lado, contra el fregadero, y miraba por la ventana, sintiendo los dedos finos de Robert que rodeaban su mano. No había brisa, y el maíz crecía.
—Ah, espera un minuto.
Retiró con desgana su mano de la de él y abrió el último cajón de la derecha en la alacena. Sacó dos velas que había comprado en Des Moines esa mañana, junto con un pequeño candelabro de bronce para cada una, y las puso sobre la mesa.
Robert se acercó y encendió las dos velas mientras ella apagaba la luz del techo. Ahora estaban casi a oscuras. Las llamas de las velas apuntaban hacia arriba, agitándose apenas en la noche sin viento. La sencilla cocina nunca había estado tan bonita.
Recomenzó la música. Afortunadamente para los dos era una versión de Hojas muertas.
Ella se sentía extraña. Él también. Pero le cogió la mano, le rodeó la cintura con un brazo, ella se aproximó a él, y la sensación de extrañeza se desvaneció. De alguna manera, dio paso a un cierto bienestar. Él movió el brazo en la cintura de Francesca y la atrajo más hacia él.
Ella sentía el olor de Robert, olor a limpio, a jabón; un olor cálido. El buen olor fundamental de un hombre civilizado, que parecía innato en él.
—Qué buen perfume —dijo Robert, apoyando las manos de los dos sobre su pecho, cerca del hombro.
—Gracias.
Bailaron. Lentamente. Sin desplazarse mucho en ninguna dirección. Ella sentía las piernas de Robert contra las suyas, y, a veces, el vientre de él contra su vientre.
Terminó la canción, pero él seguía abrazándola, tarareando la melodía que acababa de terminar, y así se quedaron hasta que comenzó la siguiente canción. Él comenzó a bailar automáticamente y el baile continuó mientras las langostas protestaban por la llegada de septiembre.
Francesca sentía los músculos del hombro de Robert a través de la delgada camisa de algodón. Era real, más real que cualquier cosa que hubiera conocido. Él se inclinó ligeramente para apoyar la mejilla en la de ella.
Durante el tiempo que pasaron juntos, más de una vez Robert se describió a sí mismo como a uno de los últimos cowboys. Estaban sentados sobre la hierba, junto a la bomba, detrás de la casa. Francesca no entendía y le pidió que se lo explicara.
—Cierta clase de seres humanos están anticuados —dijo Robert—. O casi. El mundo se está organizando demasiado para mí y para otros. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. Bueno, mi equipo fotográfico está bastante ordenado, es cierto, pero hablo de algo más que eso. Hablo de las reglas y de las leyes y de las convenciones sociales. La jerarquía del poder, las zonas de control, los planes a largo plazo y los presupuestos. El poder corporativo. Un mundo de trajes arrugados y tarjetas de identificación en la solapa. No todos los hombres son iguales. A algunos les irá muy bien en el mundo del futuro. A otros, tal vez a unos pocos, no. Eso se ve en los ordenadores y en los robots y en lo que representan. En el mundo de antes, había cosas que podíamos hacer, que estábamos destinados a hacer, que ninguna persona ni ninguna máquina salvo nosotros, podía hacer. Corríamos velozmente, éramos fuertes y rápidos, agresivos y duros. Nos habían dado valor. Arrojábamos lanzas a gran distancia y luchábamos en peleas cuerpo a cuerpo.
»Algún día, los ordenadores y los robots dirigirán el mundo. Los seres humanos harán funcionar las máquinas, pero para eso no se requiere coraje ni fuerza ni otras características así. En realidad, los hombres están dejando de ser útiles. Sólo se necesitan bancos de esperma para que la especie se perpetúe, y ya los hay. La mayoría de los hombres son pésimos amantes, según dicen las mujeres, de manera que no se pierde mucho al reemplazar el sexo por la ciencia.
»Estamos renunciando a los tiempos y a las distancias sin límites, organizándonos, censurando nuestras emociones. Eficiencia y eficacia y todos esos otros elementos del artificio intelectual. Y, con la pérdida de esa libertad, el cowboy desaparece junto con el león de la montaña y el lobo gris. No queda mucho sitio para los viajeros.
»Yo soy uno de los últimos cowboys. Mi trabajo me concede algo de esa libertad; todo lo que es posible encontrar hoy. Eso no es lo que me entristece. Tal vez siento nostalgia. Pero tiene que suceder; será la única forma de evitar nuestra propia destrucción. Lo que creo es que las hormonas masculinas son la verdadera causa de los problemas de este planeta. Una cosa era dominar a una tribu o a otro guerrero. Pero es muy distinto tener misiles. También es muy distinto tener el poder de destruir el medio ambiente como lo estamos haciendo. Rachel Carson tiene razón. Y también John Muir y Aldo Leopold.
»La maldición de los tiempos modernos es la preponderancia de las hormonas masculinas allí donde pueden causar estragos a largo plazo. Aunque no hablemos de guerra entre naciones o de agresiones contra la naturaleza, sigue existiendo la agresividad, lo que nos mantiene apartados a los unos de los otros, y apartados de los problemas en los que necesitamos trabajar. De alguna manera tenemos que sublimar esas hormonas masculinas, o al menos, controlarlas.
»Probablemente es hora de guardar las cosas de la infancia y crecer. Qué diablos, lo reconozco. Lo admito. Sólo trato de tomar algunas buenas fotos y dejar la vida antes de estar demasiado anticuado o de hacer algún daño importante.
Mucho tiempo después, Francesca había pensado en estas palabras de Robert. En cierto modo, le parecían bien, pero sólo superficialmente. Las actitudes de Robert contradecían sus palabras. Tenía cierta agresividad impulsiva, pero parecía poder controlarla, encenderla y apagarla cuando quisiera. Y eso era lo que a la vez confundía y atraía a Francesca… esa increíble fuerza, controlada, medida, esa fuerza tensa como un arco, que se mezclaba con la ternura, sin rastro de maldad.
Ese martes por la noche, gradualmente y sin proponérselo, se acercaron cada vez más, bailando en la cocina. Él la estrechaba en sus brazos, y Francesca se preguntaba si sentiría sus pechos a través del vestido y de la camisa, estaba segura de que sí.
Le gustaba tanto sentirlo cerca. Quería que eso durara eternamente. Más viejas canciones, más baile, y más veces su cuerpo contra el de él. Volvía a ser mujer. Otra vez había un lugar para bailar. Lentamente pero sin vacilaciones, Francesca volvía a casa, en donde nunca había estado.
Hacía calor. La humedad era alta, y la tormenta sonaba a lo lejos. Las mariposas nocturnas se pegaban contra las celosías, atraídas por las velas en pos del fuego.
Ahora él la invadía. Y ella a él. Apartó la mejilla de la de él, lo miró con sus ojos oscuros y él la besó, y ella le devolvió el beso, un beso suave y largo, cantidades de besos.
Dejaron de fingir que bailaban y ella le rodeó el cuello con los brazos. La mano izquierda de Robert se apoyaba en la cintura de Francesca, por detrás la otra le acariciaba el cuello, la mejilla y los cabellos. Thomas Wolfe hablaba del «fantasma del antiguo deseo». El fantasma se había despertado en Francesca Johnson. En los dos.
Sentada junto a la ventana el día en que cumplía sesenta y siete años, Francesca miraba la lluvia y recordaba. Llevó el coñac a la cocina y se detuvo un momento, observando el punto exacto en que habían estado de pie los dos. Las sensaciones en su interior eran avasalladoras, como siempre. Tan fuertes que, a través de los años, sólo se había atrevido a evocarlas detalladamente una vez por año porque, de otro modo, se habría desmoronado con esa tremenda fuerza emocional.
Para sobrevivir había tenido que abstenerse de recordar. Aunque, en los últimos tiempos, los detalles la asaltaban cada vez con mayor frecuencia. Ya no trataba de impedir que Robert volviera a ella. Las imágenes eran claras y reales y estaban ahí. Después de tanto tiempo. Veintidós años. Pero lentamente volvían a ser su realidad, la única en la que le importaba vivir.
Sabía que cumplía sesenta y siete años y lo aceptaba, pero no podía imaginar que Robert Kincaid tuviera cerca de setenta y cinco. No podía pensarlo, no podía concebirlo, ni siquiera concebir que pudiera concebirlo. Él estaba con ella, ahí, en la cocina, con la camisa blanca, los largos cabellos grises, los pantalones caqui, las sandalias marrones, la pulsera y la cadena de plata alrededor del cuello. Él estaba ahí abrazándola.
Finalmente, ella se apartó y lo cogió de la mano, lo llevó arriba, pasaron por el cuarto de Carolyn, por el de Michael, y entraron en la habitación de Francesca. Sólo encendió un pequeño velador en la mesita de noche.
Ahora, tantos años después, Francesca subió lentamente la escalera con la botella de coñac extendiendo el brazo derecho hacia atrás como si Robert todavía la siguiera, como para evocar el recuerdo de él cuando iba detrás suyo, por el pasillo, hasta el dormitorio.
Las imágenes físicas grabadas en la mente de Francesca eran tan claras que podían ser una de las precisas fotografías de Robert. Recordaba a Robert sosteniéndose encima de ella, avanzando lentamente el pecho contra su vientre y sobre sus senos. Lo había hecho una y otra vez, como cumpliendo con un ritual de cortejo animal sacado de un viejo libro de zoología. Se movía sobre su cuerpo, besando alternativamente sus labios, sus orejas, pasándole la lengua por el cuello, lamiéndola como un imponente leopardo en la hierba alta de una sabana.
Era un animal. Un animal soberbio, duro, macho, que no hacía nada manifiesto por dominarla, pero que la dominaba completamente, en la forma exacta en la que ella deseaba que sucediera en ese momento.
Pero había algo que iba más allá de lo físico, a pesar de que el hecho de que él pudiera hacer el amor durante tanto tiempo sin cansarse tenía su importancia. Amarlo —ahora, después de pensar tanto en ello—, durante todos esos años, casi le parecía algo normal y corriente; era un asunto espiritual. Espiritual, pero no corriente.
Mientras hacían el amor ella se lo había susurrado, captándolo en una sola frase: «Robert, eres tan fuerte que me da miedo». Él era físicamente poderoso, pero usaba su fuerza con cuidado. Sin embargo, era algo más que eso.
El sexo era una cosa. Desde que se habían conocido, ella preveía o, al menos, percibía la posibilidad de algo placentero, una ruptura de la monotonía de la rutina. No había contado con la extraordinaria fuerza de Robert.
Era casi como si hubiera tomado posesión de ella en todas sus dimensiones. Eso era lo que le daba miedo, Al principio, no dudaba de que una parte de ella podía permanecer libre de cualquier cosa que hiciera con Robert; era la parte que pertenecía a su familia y a su vida allí, en Madison County. Pero él, simplemente, se apropió de todo. Francesca debería haberlo sabido en el mismo momento en que él había bajado de su furgoneta para pedirle información. Entonces le había parecido un chamán, y ese juicio original se había confirmado.
Hacían el amor durante una hora, a veces más, luego él se apartaba lentamente y la miraba, y encendía un cigarrillo para él y otro para ella. O bien simplemente se quedaba tendido a su lado, siempre con una mano moviéndose sobre su cuerpo. Después volvía a penetrarla, susurrándole suavemente al oído mientras la amaba, besándola entre una y otra frase, entre una y otra palabra, rodeándole la cintura con el brazo, atrayéndola hacia él, entrando en ella.
Y ella, a perder la conciencia, a respirar más fuerte, a dejarlo que la llevara adonde él vivía y vivía en lugares extraños, embrujados, muy anteriores a la lógica de Darwin.
Con la cara hundida en el cuello de Robert y la piel contra la de él, Francesca olía ríos y humo de leña, oía trenes de vapor que salían de estaciones invernales en noches de un pasado remoto, veía viajeros vestidos de negro que avanzaban sin cesar por ríos helados y praderas estivales, marchando hacia el fin de las cosas. El leopardo saltaba sobre ella, una y otra vez, y otra, y otra, como el vendaval en las llanuras, y, deslizándose sobre él, ella cabalgaba en ese viento como una sacerdotisa hacia los dulces fuegos obedientes que marcaban la suave curva del olvido.
Ella murmuraba suavemente, sin aliento:
—Ay, Robert… Robert… me pierdo.
Ella, que desde hacía años no tenía orgasmos, los tenía ahora en largas secuencias con ese ser que era mitad hombre y mitad otra criatura. Francesca se preguntaba cómo él resistía tanto, y Robert le dijo que podía llegar a los orgasmos de la mente lo mismo que a los físicos, y que los orgasmos de la mente tenían un carácter especial.
Francesca no tenía idea de lo que quería decir. Sólo sabía que, en cierto modo, él los había atado a los dos y había apretado tanto la cuerda alrededor de ambos que ella se habría sofocado a no ser por la liberación de sí misma que sentía.
La noche avanzaba, y la gran danza en espiral continuaba. Robert Kincaid rechazaba la idea de lo lineal y se refugiaba en una parte de sí mismo que sólo tenía que ver con la forma, el sonido y la sombra. Recorría los caminos de los viejos hábitos, encontrando su dirección a la luz de los reflejos del sol, que se dispersaba sobre la hierba del verano y las hojas rojas del otoño.
Y Robert oía las palabras que él mismo le susurraba a Francesca como si otra voz que no era la suya estuviera diciéndolas. Fragmentos de un poema de Rilke: «… alrededor de la antigua torre… giré durante mil años». La letra de un cántico al sol de los indios navajas. Le habló en susurros de las visiones que ella le traía…, de la arena que volaba, los vientos de color fucsia y los pelícanos marrones que cabalgaban en el lomo de los delfines hacia el norte, por la costa de África.
Sonidos, pequeños sonidos ininteligibles salían de la boca de Francesca cuando se arqueaba hacia él. Pero era un lenguaje que él comprendía a la perfección, y en esa mujer que estaba debajo de él, el vientre contra el suyo, a la que penetraba profundamente, terminaba la larga búsqueda de Robert Kincaid.
Ahora, por fin, descubría el significado de todas las pequeñas huellas en todas las playas desiertas por las que había caminado, y el de todas las cargas secretas que llevaban los barcos en que nunca había navegado, y el de todos los rostros velados que había visto pasar por calles sinuosas de ciudades crepusculares. Y, como le sucedería a un gran cazador de la Antigüedad que hubiera viajado a tierras lejanas y ahora viera el resplandor de las hogueras de su país natal, su soledad desapareció. Por fin. Por fin. Venía desde tan lejos… desde tan lejos. Y estaba tendido sobre ella, perfectamente realizado e inalterablemente completo en su amor por ella. Por fin.
Hacia el amanecer se incorporó ligeramente, y dijo, mirándola a los ojos:
—Para esto estoy aquí, en este planeta, en este momento, Francesca. No para viajar ni para tornar fotos, sino para amarte. Ahora lo sé. He estado cayendo desde el borde de un sitio muy grande, muy alto, en algún lugar del pasado, durante más años que los que he vivido en esta vida. Durante todos esos años, he estado cayendo hacia ti.
Cuando bajaron, la radio todavía estaba encendida. Ya había amanecido, pero el sol se ocultaba tras una delgada capa de nubes.
—Francesca, quiero pedirte un favor. —Robert le sonrió mientras ella preparaba el café.
—¿Sí? —Lo miró. Dios mío, cómo lo amo, pensó, sintiéndose trémula, deseándolo todavía más, sin descanso.
—Ponte los tejanos y la camiseta que llevabas anoche, y unas sandalias. Nada más. Quiero hacer una foto tuya tal como estabas esta mañana. Una foto sólo para nosotros dos.
Francesca fue arriba, con las piernas flojas de haber rodeado el cuerpo de Robert toda la noche. Se vistió y salió con él a la pradera. Allí había hecho la foto que ella miraba todos los años.