Antiguas noches, música lejana

¿Y AHORA?, pensó Francesca. Habían terminado de comer, y estaban ahí sentados.

Él hizo una sugerencia.

—¿Vamos a caminar por la pradera? Está un poco más fresco. —Cuando ella dijo que sí, sacó una cámara de una de las bolsas y se echó la correa al hombro.

Kincaid abrió la puerta del porche de atrás y la sujetó para que ella pasara, la siguió afuera y cerró la puerta con suavidad. Caminaron por el sendero agrietado, por el patio de grava, y siguieron por los pastos al este del cobertizo de las máquinas. El cobertizo olía a grasa tibia.

Cuando llegaron al cerco, Francesca sostuvo el alambre de púa con una mano y pasó por encima, sintiendo el rocío en los pies, alrededor de las estrechas tiras de las sandalias. Robert ejecutó la misma maniobra, pasando fácilmente las botas sobre el alambre.

—¿A esto lo llamas pradera o pastizal?

—Pradera, creo. El ganado mantiene corto el pasto. Cuidado con el estiércol.

Por el este ascendía una luna casi llena, que se había vuelto azulada ahora que acababa de ocultarse el sol. Un coche pasó por el camino como una exhalación, y se oyó el ruido sordo de la bocina. El chico de los Clark. Cuarto trasero en el equipo de Winterset. De novio con Judy Leverenson.

Hacía mucho tiempo que Francesca no daba un paseo así. Después de la cena, que era siempre a las cinco, venían las noticias por televisión, luego los programas de la noche, que miraban Richard y sus hijos después de hacer los deberes. En general Francesca leía libros de la biblioteca de Winterset y del círculo de lectores al que pertenecía —historia, poesía y acción— en la cocina o en el porche delantero, cuando hacía buen tiempo. La televisión la aburría.

Cuando Richard la llamaba: «¡Frannie, tienes que ver esto!», iba y se sentaba un momento con él. Elvis siempre suscitaba esas llamadas. También los Beatles, cuando aparecieron por primera vez en El show de Ed Sullivan. Richard les miraba el pelo y sacudía la cabeza con aire de desaprobación.

Durante un momento, surgieron estrías rojas en una parte del cielo.

—A eso yo lo llamo «el salto» —dijo Robert—. Casi toda la gente guarda la cámara demasiado temprano. Después de la puesta de sol, siempre hay unos minutos en los que la luz es magnífica y el cielo tiene un hermoso color, justo cuando el sol acaba de esconderse en el horizonte y sigue difundiendo su luz.

Francesca no respondió, intrigada por ese hombre que daba importancia a la diferencia entre un pastizal y una pradera, que se entusiasmaba por el color del cielo, que escribía un poco de poesía pero no mucha ficción. Que tocaba la guitarra, se ganaba la vida con las imágenes y llevaba su equipo de trabajo en mochilas. Que era como el viento, y se movía como el viento. Que venía del viento, tal vez.

Robert miró hacia arriba, con las manos en los bolsillos de los Levi’s, la cámara colgando contra la cadera izquierda.

—«… las manzanas de plata de la luna, las manzanas de oro del sol». —Su voz de barítono dijo las palabras como un actor profesional.

Ella lo miró.

—W. B. Yeats, Canción de Aengus vagabundo.

—Exacto. Buen material, el de Yeats. Realismo, economía, sensualidad, belleza, magia. Cuadra con mi herencia irlandesa.

Lo había dicho todo con cinco palabras. Francesca se había esforzado por explicar Yeats a los alumnos de Winterset, pero no lograba conectar con la mayoría de ellos. Había citado a Yeats en parte por lo que acababa de decir Kincaid, pensando que esas cualidades atraerían a esos adolescentes, físicamente adultos, tanto como la banda marcial del colegio en los descansos. Pero ni siquiera Yeats podía superar sus prejuicios contra la poesía, que consideraban poco viril.

Recordaba a Matthew Clark, mirando al chico que estaba a su lado, ahuecando las manos como para oprimir los pechos de una mujer, mientras ella leía: «… las manzanas de oro del sol». Soltaron risitas, y las chicas detrás suyo se ruborizaron.

Conservarían esas actitudes toda la vida. Eso la desalentó, saberlo y sentirse comprometida y sola a pesar de la simpatía aparente de la comunidad. Allí los poetas no eran bien recibidos. A la gente de Madison County le gustaba decir, para compensar el sentido de inferioridad cultural que se atribuían a sí mismos: «Éste es un buen lugar para criar niños». Y Francesca siempre tenía ganas de responder: «Pero ¿es un buen lugar para criar adultos?».

Sin darse cuenta habían caminado lentamente por la pradera un largo trecho; entonces, volvieron sobre sus pasos hacia la casa. Ya estaba oscuro cuando pasaron por el cerco, que esta vez él sostuvo para que pasara ella.

Francesca recordó el coñac.

—Tengo coñac. ¿O quieres café?

—¿Hay alguna posibilidad de que sean las dos cosas? —Sus palabras llegaban en la oscuridad. Ella sabía que él estaba sonriendo.

Cuando llegaron al círculo de luz que el farol del patio proyectaba en la hierba y en la grava, ella respondió:

—Por supuesto —y percibió en propia su voz un sonido que la perturbó. Era el sonido de las risas espontáneas en los cafés de Nápoles.

Le costó encontrar dos tazas que no tuviesen rajas. Aunque sabía que las tazas con bordes rotos eran parte de la vida de Robert, esa vez quería tazas perfectas. Había dos copas de coñac, vueltas hacia abajo, en el fondo del armario; nunca se habían usado, ni tampoco la botella de coñac. Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzadas y se dio cuenta de que tenía las sandalias mojadas y los tejanos muy ajustados al trasero.

Él estaba sentado en el mismo sillón de antes, y la observaba. Las cosas de siempre. Las cosas de siempre que volvían a él. Se preguntó cómo sería su cabello al tacto, como apoyaría la mano en la curva de su espalda, qué sentiría al tenerla debajo de él.

Los viejos hábitos que trataban de imponerse a todo lo que había aprendido, a la «buena conducta» impuesta por siglos de cultura, a las duras reglas del hombre civilizado. Trató de pensar en otra cosa, en la fotografía, o en el camino o en los puentes cubiertos. En cualquier cosa menos en el aspecto de Francesca, en ese momento.

Pero fracasó, y volvió a pensar en cómo sería tocar su piel, apoyar su vientre contra el de ella. Las eternas preguntas, siempre las mismas. Los malditos viejos hábitos que luchaban por subir a la superficie. Los rechazó, los empujó hacia abajo, encendió un Camel y respiró hondo.

Ella sentía constantemente la mirada de él, aunque su forma de mirar era circunspecta, nunca directa, nunca invasora. Sabía que él sabía que nunca se había servido coñac en esos vasos. Y con el sentido irlandés de lo trágico que él tenía, Francesca no ignoraba tampoco que Robert sentía algo acerca de ese vacío. No era lástima. No se trataba de eso. Tristeza, tal vez. Casi oía la mente de él que formaba las palabras:

la botella sin abrir,

las copas vacías,

ella se estiró para alcanzarlas

en un lugar al norte de Middle River

en Iowa.

La miré con ojos

que habían visto el Amazonas del jíbaro

y el camino de seda

con el polvo de la caravana

alzándose a mis espaldas,

hasta los espacios vírgenes

del cielo de Asia.

Mientras quitaba el sello de Iowa de la botella de coñac, Francesca miró sus uñas y se lamentó de que no estuvieran más largas y cuidadas. La vida en la granja no permitía uñas largas. Hasta entonces no le había importado.

La botella de coñac y dos vasos sobre la mesa. Mientras preparaba el café, Robert abrió la botella y sirvió la cantidad justa en los dos vasos. No era la primera vez que Robert Kincaid servía coñac después de la cena.

Francesca se preguntó en cuántas cocinas, en cuántos buenos restaurantes, en cuántas habitaciones con luces tenues había realizado ese pequeño gesto. Cuántas manos con uñas largas —apoyadas en los pies de las copas, delicadamente dirigidas hacia él— había mirado, cuántos pares de ojos azules o de oblicuos ojos castaños lo habrían mirado en noches extranjeras, mientras veleros anclados se balanceaban cerca de una costa y el agua golpeaba contra los muelles de antiguos puertos.

La luz en el techo de la cocina era demasiado fuerte para el café y el coñac. Francesca Johnson, la esposa de Richard Johnson, la dejaría encendida; Francesca Johnson, una mujer que caminaba por la pastura después de la cena y evocaba sus sueños de muchacha, la apagaría. Lo mejor sería encender una vela, pero eso sería demasiado. Robert podría interpretarlo mal. Francesca encendió una pequeña luz encima del fregadero y apagó la del techo. No era la solución perfecta, pero así estaba un poco mejor.

Él levantó la copa para un brindis y la acercó a ella.

—Por las noches antiguas y la música lejana.

Por alguna razón, esas palabras le aceleraron la respiración. Pero Robert chocó su copa con la suya, y aunque ella quería decir: «Por las noches antiguas y la música lejana», se limitó a sonreír.

Los dos fumaron en silencio y bebieron el café y el coñac. Se oyó el grito de un faisán a lo lejos, en el campo. Jack, el collie, ladró dos veces en el patio. Los mosquitos golpeaban la red metálica de la ventana que había cerca de la mesa, y una sola mariposa nocturna, con vuelo tortuoso pero instinto seguro, fue atraída por las posibilidades de luz de la bombilla del fregadero.

Todavía hacía calor, no había brisa, y estaba un poco más húmedo. Robert Kincaid sudaba ligeramente; los dos primeros botones de su camisa estaban desabrochados. No miraba directamente a Francesca, pero ella sentía que estaba dentro de su campo de visión, aunque parecía mirar por la ventana. Desde su sitio, Francesca alcanzaba a verle el pecho y las gotitas de sudor en la piel.

Francesca sentía cosas agradables, viejas sensaciones unidas a la música y a la poesía. Pero pensó que era hora de que él se fuese. El reloj sobre la nevera indicaba las nueve y cincuenta y dos. Por la radio se oía la voz de Faron Young. Una melodía de años atrás, El santuario de Santa Cecilia. Una mártir romana del siglo III después de Cristo, recordó Francesca. Patrona de la música.

La copa de Robert estaba vacía. Cuando él dejó de mirar por la ventana, Francesca cogió la botella de coñac y la acercó a la copa. Él hizo un gesto negativo.

—Roseman Bridge a la madrugada. Será mejor que me vaya.

Ella se sintió aliviada. Pero también sufrió una decepción. Se sentía perpleja, Sí, por favor vete. Toma un poco más de coñac. Quédate. Vete. A Faron Young no le importaba lo que sentía Francesca. Ni a la polilla que giraba alrededor de la lamparita del fregadero. Francesca no sabía muy bien qué pensaba Robert Kincaid.

Él se levantó, se echó una de las bolsas sobre el hombro izquierdo y puso la otra sobre la nevera. Ella se acercó a él. Él le dio la mano, y ella la cogió.

—Gracias por esta noche, por la cena, por el paseo. Todo ha sido muy agradable. Eres una buena persona, Francesca. Deja el coñac en la parte delantera del armario. Con el tiempo tal vez dé resultado.

Como había pensado Francesca, él comprendía. Pero no se ofendió con sus palabras. Él hablaba de amor, y de la mejor manera posible. Ella lo percibía por la suavidad del lenguaje, la forma en que decía las palabras. Lo que no sabía era que él quería gritarles a las paredes de la cocina, estampando las palabras como un bajorrelieve en el yeso: «Por Dios, Richard Johnson, ¿de veras eres tan estúpido como pienso que eres?»

Francesca lo siguió hasta la camioneta y se quedó ahí de pie mientras él guardaba el equipo. El collie cruzó el patio y se puso a olisquear alrededor de la camioneta.

—Jack, ven aquí —murmuró de inmediato Francesca, y el perro se echó junto a ella, jadeando.

—Adiós. Cuídate —dijo Robert, deteniéndose un momento junto a la puerta de la furgoneta para mirarla a los ojos.

Luego, con un solo movimiento, se sentó al volante y cerró la puerta. Puso en marcha el motor, pisó el acelerador y arrancó con muchos ruidos. Se asomó por la ventanilla.

—Creo que no le vendría mal una revisión —comentó con una sonrisa.

Cogió el volante, retrocedió, cambió de velocidad y avanzó por la zona iluminada del patio. Justo antes de llegar a la parte oscura, sacó la mano izquierda por la ventanilla para saludar a Francesca. Ella también lo saludó, aunque sabía que él no podía verla.

Mientras la camioneta se alejaba por el sendero, Francesca caminó hasta la zona oscura, mirando las luces rojas que subían y bajaban en los baches. Robert Kincaid dobló a la izquierda y tomó el camino principal hacia Winterset, mientras relámpagos de una tormenta de verano cruzaban el cielo y Jack iba cansadamente hacia el porche de atrás.

Momentos después, Francesca se contemplaba en el espejo de la cómoda, desnuda. Las caderas apenas ensanchadas por la maternidad, los pechos todavía bellos y firmes, no demasiado grandes, el vientre apenas redondeado. No se veía las piernas en el espejo, pero sabía que se conservaban bien. Pensó que debería depilarse más a menudo, pero no le encontraba mucho sentido.

A Richard le interesaba el sexo sólo de vez en cuando, más o menos cada dos meses; pero todo terminaba muy rápido, y era rudimentario y nada excitante, y a él no parecían importarle mucho los perfumes o la depilación o cosas parecidas. Era fácil caer en cierta dejadez.

Francesca era más que nada una socia comercial de Richard. Una parte de ella valoraba esa relación. Pero, dentro de Francesca, bullía otra persona que quería bañarse y perfumarse, y quería que una fuerza que sentía, pero que no podía nombrar ni aun confusamente, la apresara, la llevara a otra parte, le arrancara la vieja piel.

Se vistió y se sentó a la mesa de la cocina, y escribió algo en media hoja de papel corriente. Jack la siguió hasta la camioneta Ford y saltó junto a ella cuando abrió la puerta. Se sentó en el asiento delantero y sacó la cabeza por la ventanilla mientras Francesca retrocedía para salir del cobertizo. El perro la miró; luego volvió a mirar por la ventanilla, mientras ella doblaba a la derecha para coger la carretera.

Roseman Bridge estaba a oscuras. Pero Jack corrió adelante, controlándolo todo, mientras Francesca bajaba de la camioneta con una linterna. Fijó la nota a la izquierda de la entrada del puente y volvió a su casa.