Francesca

A MEDIADOS DE OTOÑO era el cumpleaños de Francesca, y la lluvia fría golpeaba contra su casa de madera en el campo, en el sur de Iowa. Miraba la lluvia y, a través de ella, veía las colinas que bordean Middle River, pensando en Richard. Richard había muerto un día así, ocho años atrás, de una enfermedad que Francesca prefería no recordar. Pero pensaba en él y en su tosca ternura, en sus actitudes firmes, y en la vida apacible que habían llevado.

Habían llamado los chicos. Tampoco este año podían venir para su cumpleaños, aunque Francesca cumplía sesenta y siete años. Ella lo comprendía, como siempre lo había comprendido y siempre lo comprendería. Los dos estaban muy atareados, en un momento importante de su vida profesional, dirigiendo un hospital, dando clases. Michael iniciaba su segundo matrimonio, Carolyn luchaba por el primero. En secreto Francesca se alegraba de que nunca la visitaran para su cumpleaños; reservaba sus propias ceremonias para ese día.

Por la mañana, habían venido sus amigos desde Winterset con una tarta de cumpleaños. Francesca había hecho café, mientras hablaban de los nietos y de la ciudad, del día de Acción de Gracias y de los regalos de Navidad. La tranquila alegría y las voces de la conversación eran familiares y reconfortantes, y le recordaron la razón por la que se había quedado ahí después de la muerte de Richard.

Michael se había instalado en Florida, Carolyn en Nueva Inglaterra. Pero Francesca se había quedado en el sur de Iowa, que era su tierra, conservando su antiguo domicilio por una razón especial, y ahora se alegraba de haberlo hecho.

Sus invitados se fueron a mediodía. Se alejaron por el sendero con sus Buick y sus Ford, cogieron la carretera asfaltada del distrito y se dirigieron hacia Winterset; los limpiaparabrisas iban y venían sobre los cristales. Eran buenos amigos, aunque nunca comprenderían lo que había dentro de Francesca. Ni lo comprenderían aunque ella se lo explicase.

Su marido dijo que encontraría buenos amigos cuando la trajo de Nápoles a Madison County después de la guerra. Le dijo: «La gente de Iowa tiene sus defectos, pero al menos se preocupan por los demás». Y era cierto, es cierto.

Cuando se conocieron, ella tenía veinticinco años. Había regresado de la universidad tres años antes, y había sido profesora en un colegio de niñas, sin saber muy bien qué hacer con su vida. La mayor parte de los italianos jóvenes estaban muertos o heridos, en campos de prisioneros o deshechos por la guerra.

Un año atrás había terminado su relación con Niccolo, un profesor de arte de la universidad que pintaba todo el día y la llevaba a hacer paseos temerarios de noche por los barrios bajos de Nápoles. La incesante desaprobación de los padres conservadores de Francesca había conseguido separarles.

Ella se adornaba con cintas el cabello negro y seguía fiel a sus sueños. Pero no había apuestos maridos que desembarcaran en su busca, ni voces que llegaran hasta su ventana desde la calle. La dura realidad la obligó a reconocer que no tenía mucho para elegir. Richard le ofrecía una alternativa razonable: un buen trato y la dulce promesa de Norteamérica.

Francesca observó a Richard con su uniforme de soldado, sentados los dos en un café al sol del Mediterráneo. Vio que él la miraba seriamente, al estilo del medio este, y se fue con él a Iowa. Fue a tener hijos, a mirar jugar al fútbol a Michael en las frías noches de octubre, a llevar a Carolyn a Des Moines a comprarse vestidos para las fiestas de graduación.

Se escribía con su hermana de Nápoles varias veces por año, y volvió allí dos veces, al morir sus padres. Pero ahora Madison County era su tierra y no deseaba regresar a Italia.

La lluvia cesó a media tarde y recomenzó al caer la noche. Al oscurecer, Francesca se sirvió una copita de coñac y abrió el escritorio de tapa corrediza. Era un mueble de nogal que había pertenecido a tres generaciones de la familia de Richard. Sacó un sobre de papel manila y lo acarició lentamente, como hacía cada año en esa fecha.

El matasellos del correo decía «Seattle, WA, Sept 12/65». Siempre empezaba mirando el matasellos. Era parte del ritual. Luego leía el nombre y domicilio escritos sin abreviaturas:

«Francesca Johnson, RR 2, Winterset, Iowa» y, por fin, el remitente, descuidadamente garabateado en el ángulo superior izquierdo: «Apdo. 642, Bellingham, Washington».

Se sentó en un sillón junto a la ventana, miró las direcciones y se concentró, porque en ellas estaba el movimiento de esas manos como había sido veintidós años antes.

Cuando llegó a sentir que sus manos la tocaban, abrió el sobre, sacó cuidadosamente tres cartas, un breve manuscrito, dos fotografías y un número completo del National Geographic, junto con recortes de otros números de la revista.

Allí, a la luz grisácea que quedaba, bebió el coñac a sorbitos, mirando por encima del marco de las gafas la nota manuscrita sujeta con una grapa a las páginas dactilografiadas.

La carta estaba escrita en unas hojas con su membrete, que decía simplemente: «Robert Kincaid, Autor-Fotógrafo» en letra discreta.

10 de septiembre de 1965

Querida Francesca:

Te envío dos fotografías. Una es la que te hice en el campo a mediodía. Espero que te guste tanto como a mí. La otra es de Roseman Bridge antes de que yo retirara la nota que hablas clavado allí con una tachuela.

Estoy sentado aquí, recorriendo las zonas grises de mi mente en busca de cada detalle, de cada momento que pasamos juntos. Me pregunto una y otra vez, «¿Qué pasó en Madison County?», y trato de juntarlo todo. Por eso escribí el breve texto «Al caer de la dimensión Z» que te envío, en un intento de aclarar mi confusión.

Miro a través de un objetivo, y estás tú en el otro extremo. Empiezo a escribir un artículo, y estoy escribiendo sobre ti. Ni siquiera sé bien cómo volví aquí desde Iowa. De alguna manera, el viejo camión me trajo a casa, pero apenas recuerdo los kilómetros que recorrí.

Hace unas semanas me sentía equilibrado, razonablemente satisfecho. Tal vez no profundamente feliz, tal vez un poco solo, pero al menos contento. Ahora todo ha cambiado.

Ahora sé que estuve yendo hacia ti, y tú hacia mí desde hace largo tiempo. Aunque ninguno de los dos percibía al otro antes de que nos conociéramos, había una especie de inconsciente certeza que cantaba alegremente bajo nuestra ignorancia, asegurando que nos reuniríamos. Como dos pájaros solitarios que vuelan por las grandes praderas por designio de Dios, en todos estos años y estas vidas hemos estado yendo el uno hacia el otro.

El camino es un lugar extraño. Por él andaba yo arrastrando los pies, y ahí estabas tú, caminando por la hierba hacia mi camión, un día de agosto. Viéndolo retrospectivamente, parece inevitable (no pudo haber sido de ninguna otra manera): es un caso de lo que yo llamo la alta probabilidad de lo improbable. De manera que ahora estoy viviendo con otra persona dentro de mí. Aunque creo que lo expresé mejor el día que nos separamos, cuando dije que hemos creado una tercera persona a partir de nosotros dos. Y ahora me acecha ese otro ser.

De alguna manera tenemos que volver a vernos. En cualquier parte, en cualquier momento. Puedo ocuparme de los pasajes de avión, si eso es un problema. Me voy al sudeste de la India la semana que viene, pero estaré de vuelta a finales de octubre.

Te amo.

Robert.

P.D.: El proyecto de fotografía en Madison County salió muy bien. Búscalo en el «National Geographic» el año que viene. O dime si quieres que te mande un ejemplar del número cuando se publique.

Francesca Johnson dejó la copa de coñac en el ancho alféizar de roble de la ventana y miró la fotografía de ocho por diez en blanco y negro que le había sacado Robert. A veces le resultaba difícil recordar qué aspecto tenía ella entonces, veintidós años atrás. Se apoyaba en un poste del cerco, llevaba tejanos ajustados y descoloridos, sandalias y una camiseta blanca; su cabello ondeaba al viento.

Desde su lugar junto a la ventana veía, en medio de la lluvia, el poste del viejo cerco que todavía circunscribía los pastos. Al alquilar la tierra, después de la muerte de Richard, había determinado que la pastura se mantuviese intacta y quedase así, aunque ahora estaba despoblada y se había convertido en un pastizal.

La fotografía descubría en su rostro las primeras arrugas evidentes. La cámara de Robert las había encontrado. Sin embargo, le complacía lo que veía. El cabello negro, el cuerpo lleno y cálido, bien dibujado por los tejanos. Pero era su rostro lo que miraba con fijeza. Era el rostro de una mujer desesperadamente enamorada del hombre que le estaba sacando la foto.

Ahora lo veía con claridad en el fluir de su memoria. Cada año repasaba mentalmente todas las imágenes, con meticulosidad, recordando todo, sin olvidar nada, grabándolo todo, para siempre, como los miembros de una tribu que transmiten oralmente una historia de generación en generación. Él era alto, delgado, duro, y se movía como la hierba, sin esfuerzo, con gracia. Sus cabellos plateados colgaban más abajo de las orejas y casi siempre estaban despeinados, como si acabara de llegar de un largo viaje por mar con fuerte viento y hubiera tratado de arreglárselos con las manos.

Su rostro delgado, de pómulos salientes, y el cabello que le caía sobre la frente hacían resaltar los ojos azules que nunca parecían dejar de buscar la próxima foto. Él le sonrió, le dijo que se la veía muy bien y muy cálida con la luz de la mañana, le pidió que se apoyara en el poste, y luego caminó alrededor de ella describiendo un gran arco. La fotografió primero arrodillándose, luego de pie, luego tendido de espaldas con la cámara vuelta hacia ella.

Ella se sentía abrumada por la cantidad de película que invertía, pero contenta por la atención que le prestaba. Esperaba que ningún vecino hubiera salido temprano con el tractor. Aunque esa mañana en particular, no le importaban mucho los vecinos ni lo que pudieran pensar.

Él fotografió, cambió el rollo, cambió los lentes, cambió de cámara y fotografió un poco más, hablando tranquilamente con ella mientras trabajaba, repitiéndole qué bien la veía y cuánto la amaba. «Francesca, eres increíblemente hermosa.» A veces se detenía y la miraba, miraba a través de ella, alrededor de ella, dentro de ella.

Los pezones se marcaban con nitidez en su camiseta. Curiosamente, no le había importado no llevar nada debajo. Es más: se alegraba de ello y la excitaba saber que él veía sus pechos a través del objetivo. Nunca se hubiera vestido así para estar con Richard. Él no lo habría aprobado. En realidad, antes de conocer a Robert Kincaid, no se hubiera vestido así en ningún momento.

Robert le había pedido que arqueara un poco la espalda, y entonces susurró: «Eso es, eso es, quédate así». Fue en el momento en que tomó la foto que ella miraba ahora. La luz era perfecta, eso había dicho él (nebulosa brillante, la llamó), y se oyó muchas veces seguidas el chasquido del obturador mientras él se movía alrededor de ella.

Robert era flexible; ésa era la palabra que pensaba Francesca mientras lo miraba. A los cincuenta y dos años, su cuerpo era puro músculo, sin grasa, músculo que se movía con la clase de intensidad y potencia que sólo poseen los hombres que trabajan mucho y se cuidan. Robert le contó que había sido reportero de guerra en el Pacífico, y Francesca lo imaginó en las playas saturadas de humo con los marines, con las cámaras colgando de los hombros, una ante su ojo, y el obturador recalentado por la velocidad con que fotografiaba.

Volvió a mirar la foto. La estudió. Sí, realmente estaba guapa, pensó, sonriendo ante esa ligera admiración que sentía por sí misma. Nunca lo he estado tanto, ni antes ni después. Fue por él. Y bebió otro sorbito de coñac mientras la lluvia cabalgaba furiosamente sobre el viento de noviembre.

Robert Kincaid era un verdadero mago, que vivía dentro de sí mismo en lugares extraños, casi amenazadores. Francesca lo había percibido inmediatamente, aquel lunes caluroso y seco del mes de agosto de 1965, cuando él bajó de la furgoneta, enfrente de su casa. Richard y los chicos estaban en la feria del estado de Illinois, exhibiendo el novillo campeón que recibía más atenciones que ella. Esa semana era suya.

Estaba sentada en el columpio del porche de la entrada, bebiendo té helado, mirando distraídamente la espiral de polvo que levantaba una camioneta en la carretera del condado.

El coche se movía con lentitud, como si el que lo conducía buscara algo; se detuvo justo al llegar al sendero de Francesca y giró por él en dirección a la casa. Dios mío, pensó Francesca, ¿quién es éste?

Estaba descalza, y llevaba tejanos y una camisa desteñida y arremangada por encima del pantalón. Los largos cabellos negros estaban sujetos con la peineta de carey que su padre le había regalado cuando ella se marchó de su país natal. La camioneta recorrió el sendero y se detuvo cerca de la puerta del cerco de alambre que rodeaba la casa.

Francesca bajó los escalones del porche y caminó sin prisa por la hierba hacia la entrada. Y de la camioneta bajó Robert Kincaid, como una visión surgida de un libro jamás escrito: Historia ilustrada de los chamanes.

La camisa marrón de estilo militar se le pegaba a la espalda por la transpiración; tenía grandes círculos oscuros debajo de los brazos. Los tres botones de arriba estaban desabrochados, y ella veía los tensos músculos del pecho bajo la simple cadenita de plata que llevaba al cuello. Sobre los hombros lucía unos anchos tirantes de color naranja, del tipo que siempre usa la gente que pasa mucho tiempo en lugares agrestes.

Robert sonrió.

—Perdone la molestia, pero estoy buscando un puente cubierto que hay por aquí y no In encuentro. Creo que me he perdido.

Se enjugó la frente con un pañuelo azul y volvió a sonreír.

Tenía una mirada directa, y algo dio un salto dentro de ella. Los ojos, la voz, la cara, el cabello plateado, la flexibilidad con que se movía su cuerpo, todo eso despertaba sensaciones familiares en Francesca, sensaciones perturbadoras e irresistibles. Todo en él evocaba una de esas imágenes que hablan en susurros cuando uno está a punto de dormirse, cuando han caído todas las barreras. Una de esas imágenes que reorganizan el espacio molecular entre macho y hembra, independientemente de la especie.

Las generaciones pasan, pero esas emociones que Robert provocaba en Francesca sólo murmuran acerca de una exigencia única, nada más. Son inamovibles, y sus metas, claras. Y son simples; nosotros somos quienes las hemos vuelto complicadas. Francesca percibía todo esto sin saber que lo percibía; lo experimentaba físicamente. Y allí empezó aquello que habría de cambiarla para siempre.

Un coche pasó por el camino, levantando polvo, y se oyó la bocina. Francesca saludó con la mano al brazo marrón de Floyd Clark que salía del Chevy, y se volvió hacia el desconocido.

—Ya casi ha llegado. El puente está a sólo tres kilómetros de aquí.

Y entonces, después de veinte años de vivir una vida estrecha, una vida de conducta rígida y sentimientos ocultos, impuesta por las tradiciones rurales, Francesca Johnson se sorprendió a sí misma diciendo:

—Se lo mostraré con mucho gusto, si quiere.

Nunca supo muy bien por qué lo hizo. Eran los sentimientos de una muchacha joven que aparecían como una burbuja en el agua y estallaban, tal vez, después de todos esos años. No era tímida, pero tampoco muy directa. Lo único que podía pensar era que Robert Kincaid la había atraído intensamente, después de sólo unos segundos de mirarlo.

Era obvio que él se había sorprendido un poco con el ofrecimiento. Pero se recuperó pronto, y con expresión seria le dijo que se lo agradecería. Francesca cogió de los escalones de atrás las botas de vaquero que usaba para trabajar en la granja, fue hasta el camión y se detuvo junto al asiento del acompañante.

—Espera, te haré sitio; hay un montón de material y otras cosas ahí. —Hablaba mientras iba ordenando, principalmente para sí, y ella advertía que estaba un poco confundido y un poco azorado por esa situación.

Trasladó bolsos de lona y trípodes, un termo, y bolsas de papel a la parte trasera de la camioneta, donde una vieja maleta Samsonite marrón y un estuche de guitarra polvoriento y deteriorado permanecían atados a una rueda de repuesto con una cuerda de tender ropa.

La puerta de la furgoneta se cerró, golpeándolo por detrás, mientras él murmuraba, juntaba y metía vasitos de plástico para café y cáscaras de plátano en una bolsa de papel. Arrojó la bolsa a la caja de los residuos. Finalmente quitó del asiento delantero la nevera y la puso también detrás. En la puerta verde del camión, unas letras rojas descoloridas rezaban: «Kincaid, Fotografía, Bellingham, Washington».

—Bien, creo que ahora puedes meterte ahí. Sostuvo la puerta, la cerró tras ella, luego fue al asiento del conductor y con una peculiar gracia animal se sentó frente al volante. Le echó una sola mirada rápida a Francesca, sonrió apenas y dijo:

—¿Hacia dónde voy?

—Hacia la derecha. —Le indicó con la mano. Él giró la llave, y se oyeron los gruñidos desafinados del motor. Recorrieron el sendero hacia el camino dando brincos. Las largas piernas de Robert se movían automáticamente al cambiar de velocidades; los viejos Levi’s cubrían las botas de cuero con cordones que habían visto pasar muchos kilómetros a pie.

Se inclinó y buscó en la guantera, rozando accidentalmente con el antebrazo la parte inferior del muslo de Francesca. Con un ojo en el camino y otro en la guantera, sacó una tarjeta de visita y se la entregó. «Robert Kincaid, Autor-Fotógrafo.» Luego venían su dirección y su número de teléfono.

—Me envía aquí el National Geographic —dijo—. ¿Conoces la revista?

—Sí —respondió Francesca, y pensó: ¿Acaso no la conoce todo el mundo?

—Están haciendo un reportaje sobre puentes cubiertos, y parece que Madison County tiene algunos interesantes. He localizado seis, pero creo que hay por lo menos uno más, y tiene que estar en esta dirección.

—Se llama Roseman Bridge —informó Francesca en medio del ruido del viento, de los neumáticos y del motor.

Su voz sonaba rara, como si perteneciera a otra persona, a una adolescente asomada a una ventana, en Nápoles, viendo a lo lejos calles de ciudades, trenes y puertos, mientras soñaba con sus lejanos y futuros amantes. Mientras hablaba miraba los músculos de su antebrazo, que se movían cuando él cambiaba de velocidad.

Junto a Francesca había dos mochilas. Una estaba cerrada, pero la solapa de la otra, doblada hacia atrás, dejaba ver la parte superior plateada y la posterior negra de una cámara. En la parte posterior, tenía la etiqueta de un carrete, que decía «Kodachrome II 25. 36 fotos». Detrás de los bultos, había una chaqueta de color tostado con muchos bolsillos. De un bolsillo colgaba una delgada cuerda con un émbolo en el extremo.

Francesca tenía dos trípodes entre los pies. Estaban muy rayados, pero en uno se podía leer la gastada etiqueta: «Gitzo». Cuando Robert abrió la guantera, Francesca vio que estaba abarrotada de cuadernos, mapas, lápices, cajas de película vacías, monedas y cigarrillos Camel.

—Dobla a la derecha en la próxima curva —dijo. Eso le dio una excusa para mirar el perfil de Robert Kincaid. La piel tostada y suave brillaba con la transpiración. Sus labios eran bonitos; por alguna razón, Francesca lo había notado de inmediato. Y la nariz era como la de los indios que había visto en unas vacaciones que se había tomado la familia en el oeste, cuando los hijos eran pequeños.

Robert no era apuesto en el sentido convencional. Ni tampoco feo. Esas palabras no se aplicaban a él. Pero había algo en ese hombre. Algo muy antiguo, algo ligeramente deteriorado por los años; no en su apariencia, sino en sus ojos.

En la muñeca izquierda llevaba un reloj de aspecto complicado, con una correa de cuero marrón manchada por el sudor. En la derecha tenía una pulsera de plata con arabescos. Le vendría bien una limpieza con limpiametales, pensó Francesca, y enseguida se condenó por haber caído en la trivialidad de la vida pueblerina, contra la que se rebelaba en silencio desde hacía años.

Robert Kincaid sacó un paquete de Camel del bolsillo de la camisa y le ofreció uno. Francesca aceptó el cigarrillo y, por segunda vez en cinco minutos, se sorprendió a sí misma. ¿Qué estoy haciendo?, pensó. Hacía años que había dejado de fumar, debido a la presión constante de la crítica de Richard. Robert se puso el cigarrillo entre los labios y encendió el de Francesca con un Zippo de oro, sin dejar de mirar la carretera.

Ella ahuecó las manos a ambos lados de la llama para protegerla del viento, y tocó la mano de Robert para que no la sacudieran los saltos de la camioneta. Sólo le llevó un instante encender el cigarrillo, pero fue suficiente para sentir el calor de la mano de él y su ligero vello en el dorso. Volvió a apoyarse en el respaldo y Robert acercó el encendedor a su propio cigarrillo, defendiéndolo del viento con mano experta y retirando sólo un segundo las manos del volante.

Francesca Johnson, esposa de granjero, apoyada en el asiento polvoriento de la camioneta, fumando un cigarrillo, señaló:

—Es allí, al doblar la curva.

El viejo puente rojo, descascarillado, ligeramente inclinado por los años, cruzaba un arroyo.

Entonces Robert Kincaid sonrió. La miró rápidamente y dijo:

—Fantástico. Una foto del crepúsculo.

Se detuvo a cien metros del puente y bajó, llevándose la mochila abierta.

—Voy a hacer un pequeño reconocimiento, ¿no te molesta?

Ella le devolvió la sonrisa.

Lo observó mientras él caminaba por el sendero de campo, mientras sacaba la cámara de la mochila y luego se echaba el bolso sobre el hombro izquierdo. Ese movimiento exacto, lo había hecho miles de veces. Francesca se dio cuenta por la fluidez con que lo hizo. Mientras caminaba, su cabeza no dejaba de moverse, mirando de un lado a otro, el puente, y los árboles detrás del puente. Se volvió una vez y fijó la vista en ella, con el rostro serio.

En contraste con la gente del lugar, que se alimentaba de salsas, patatas y carnes rojas, Robert daba la impresión de no comer otra cosa que fruta, nueces y vegetales. Duro, pensó Francesca. Parece físicamente duro. Reparó en lo pequeño que era su trasero dentro de los tejanos ajustados; veía el contorno de la billetera en el bolsillo izquierdo y el del pañuelo en el derecho. Robert parecía andar por el terreno sin un solo movimiento innecesario.

No había ruidos. Un mirlo de alas rojas posado en una alambrada la miró. Una alondra gritó desde el pasto, junto al camino. Nada más se movía bajo el sol blanco de agosto.

Robert se detuvo justo antes de llegar al puente. Se quedó un momento allí, luego se puso en cuclillas y escudriñó a través de la cámara. Fue hasta el otro lado del camino e hizo lo mismo. Luego se paró en el puente y estudió las vigas y las planchas del suelo, y contempló la corriente por un agujero que había en un lado.

Francesca apagó el cigarrillo en el cenicero, abrió la puerta y apoyó las botas en la grava. Echó una mirada alrededor para asegurarse de que no venía el coche de un vecino, y caminó hasta el puente. El sol era como un martillazo al final de la tarde, y el interior del puente parecía estar más fresco. Veía recortarse la silueta de Robert en el otro extremo, hasta que desapareció en la pendiente de la orilla.

Francesca oía el suave arrullo de las palomas en sus nidos, debajo del tejado del puente. Pasó mano por la barandilla; la madera estaba caliente. En algunas planchas había pintadas: «Jimbo-Denison, Iowa»; «Sherry + Dubby»; «¡Arriba, Hawks!» Las palomas seguían arrullándose suavemente.

Francesca espió por una grieta de las dos planchas laterales hacia el arroyo adonde había ido Robert Kincaid. Estaba de pie sobre una roca en medio del riachuelo, mirando hacia el puente, y ella se sobresaltó al ver que él la saludaba con la mano. Robert saltó otra vez a la orilla, moviéndose con soltura por el terreno inclinado. Francesca siguió mirando el agua hasta que sintió las botas de él en el suelo del puente.

—Se está muy bien aquí, es muy agradable —dijo Robert, y su voz resonó dentro del puente cubierto.

Francesca asintió.

—Sí. A estos puentes nosotros no les prestamos ninguna atención, no pensamos que sean gran cosa.

Él fue hacia ella con un ramillete de flores silvestres.

—Gracias por hacer de guía —le dijo, sonriendo con dulzura—. Uno de estos días vendré al amanecer a hacer fotos.

Una vez más, ella sintió algo por dentro, Flores. Nadie le regalaba flores, ni siquiera en ocasiones especiales.

—No conozco tu nombre —dijo Robert. Entonces ella se dio cuenta de que no se lo había dicho, y se sintió como una tonta. Cuando se lo dijo, él hizo un gesto afirmativo y respondió:

—Me había parecido notar un levísimo acento. ¿Italiana?

—Sí. Vine hace mucho tiempo.

Volvieron a subirse a la camioneta verde y volvieron a recorrer los caminos de grava mientras bajaba el sol. Se cruzaron con dos coches, pero no era nadie que Francesca conociera. En los cuatro minutos que tardaron en llegar a la granja dejó vagar los pensamientos, sintiéndose liberada y extraña. Quería más de Robert Kincaid, autor y fotógrafo. Quería saber más y apretaba el ramillete que llevaba en la falda, con las flores hacia arriba, como una colegiala que vuelve de un paseo.

Estaba ruborizada. Lo sentía. No había hecho ni dicho nada, pero sentía como si algo hubiera sucedido. La radio de la furgoneta, casi inaudible en medio del rugido del camino y del viento, transmitió el sonido de una guitarra eléctrica y después las noticias de las cinco.

La furgoneta entró en el sendero.

—¿Richard es tu marido? —Había visto el nombre en el buzón.

—Sí —respondió Francesca, ligeramente agitada. Una vez que pronunció esa palabra, pudo seguir hablando—. Hace mucho calor. ¿Te apetece un té helado?

Él la miró.

—Si no es molestia, ya lo creo que sí.

—No es molestia —dijo ella.

Le indicó sin revelar ansiedad, o al menos eso esperaba, que estacionara la camioneta detrás de la casa. No deseaba que, al volver Richard, uno de los vecinos le dijera: «Ah, Dick, ¿estáis en obras? La semana pasada vi una furgoneta verde en tu casa. Sabía que Frannie estaba allí, de manera que no me preocupé por controlar».

Subieron por los escalones rotos hasta la puerta del porche trasero. Robert sostuvo la puerta para que ella pasara; llevaba consigo las bolsas con las cámaras.

—Hace demasiado calor para dejar el equipo en el coche —había dicho al retirarlos.

En la cocina se estaba un poco más fresco, pero de todos modos hacía mucho calor. El collie husmeó las botas de Kincaid, luego salió al porche y se echó pesadamente, mientras Francesca sacaba cubitos de hielo y vertía el té en una enorme jarra. Robert se había sentado a la mesa de la cocina, y se alisaba el pelo con las dos manos; y ella sabía que él la observaba.

—¿Limón?

—Sí, por favor.

—¿Azúcar?

—No, gracias.

El jugo de limón goteó lentamente por la pared del vaso, y él notó eso también. Robert Kincaid no se perdía ningún detalle.

Francesca colocó un vaso frente a él y el otro al otro lado de la mesa de formica. Puso las flores en agua, en un viejo frasco de jalea con dibujos del pato Donald. Apoyada en la repisa, levantó una pierna y se quitó la bota.

Luego se apoyó en el pie descalzo y se quitó la otra.

Robert bebió un sorbito de té y la miró. Ella medía menos de un metro setenta, andaba por los cuarenta o poco más, tenía una linda cara y un cuerpo hermoso, cálido. Pero dondequiera que fuera encontraba mujeres bonitas. El aspecto físico podía tener cierta importancia, pero, para Robert, lo que realmente contaba era la inteligencia y la pasión de vivir, la capacidad de conmover y de conmoverse con sutilezas de la mente y del espíritu. Por eso, siendo indiferente a una belleza exterior, no encontraba atractivas a la mayoría de las mujeres jóvenes. No habían vivido ni sufrido lo suficiente para poseer esas cualidades que le interesaban.

Pero había algo en Francesca Johnson que realmente le atraía. Había inteligencia; Robert lo sentía. Y había pasión, aunque no sabía hacia qué iba dirigida esa pasión, si es que iba dirigida a algo.

Más tarde él le dijo que, de alguna manera indefinible, verla quitarse las botas esa tarde había sido uno de los momentos más sensuales que recordaba, No importaba por qué. Él no se acercaba a la vida con porqués.

«El análisis destruye los conjuntos. Algunas cosas, las cosas mágicas, han sido hechas para permanecer enteras. Si uno las observa por partes, desaparecen.» Eso había dicho.

Ella estaba sentada a la mesa con una pierna doblada bajo su cuerpo, y apartaba los mechones de cabello negro que le caían sobre la cara sujetándolos nuevamente con la peineta de carey. Luego recordó algo, se levantó y se acercó al aparador; cogió un cenicero y lo puso en la mesa al alcance de la mano de Robert.

Con ese permiso tácito, él sacó un paquete de Camel y se lo ofreció. Francesca cogió un cigarrillo y advirtió que estaba levemente húmedo por la intensa transpiración de él. Repitieron los mismos movimientos que en el coche. Él encendió el Zippo, ella le tocó la mano para que no la moviera, sintió su piel con las yemas de los dedos y se apoyó en el respaldo de la silla. El sabor del cigarrillo era maravilloso. Francesca sonrió.

—¿Qué haces, exactamente? Me refiero a la fotografía.

Robert observó su cigarrillo y contestó con calma:

—Bueno, trabajo para… soy un fotógrafo del National Geographic. Esto ocupa parte de mi tiempo. Vendo ideas a la revista y tomo las fotos. O ellos me llaman cuando quieren hacer algo. No hay mucho espacio para la expresión artística; es una publicación muy conservadora. No es extraordinaria, pero sí decente y segura. El resto del tiempo, escribo y fotografío por mi cuenta y mando material a otras revistas. Si las cosas se ponen duras, hago trabajo de equipo, pero eso me limita mucho. A veces, escribo poesía para mí mismo. De vez en cuando trato de escribir un poco de ficción, pero parece que no tengo talento para ello. Vivo al norte de Seattle y trabajo bastante en esa zona. Me gusta sacar fotografías de barcos pesqueros, poblaciones indias y paisajes. El trabajo para el Geographic a veces me retiene en el mismo lugar un par de meses, especialmente cuando es algo de envergadura, por ejemplo una parte del Amazonas o el desierto de África del Norte. Suelo viajar en avión para esos trabajos y alquilar después un coche. Pero tenía ganas de visitar en coche algunos lugares y explorarlos para reportajes futuros. Vine bordeando el Lago Superior; volveré por Black Hills. ¿Y tú?

Francesca no esperaba que se lo preguntara. Tartamudeó unos instantes.

—Ah, por Dios, nada parecido a lo tuyo. Me gradué en literatura comparada. Cuando llegué a Winterset en 1946, había problemas para encontrar profesores, y como estaba casada con un veterano, me cogieron. De manera que obtuve un certificado de enseñanza y enseñé literatura inglesa unos años en la escuela secundaria. Pero a Richard no le gustaba que yo trabajase. Decía que él podía mantenernos, que no era necesario, sobre todo cuando nuestros hijos eran pequeños, así que lo dejé y dediqué mi jornada completa a ser esposa de granjero. Eso es todo.

Advirtió que Robert había terminado el té helado y le sirvió más de la jarra.

—Gracias. ¿Te gusta vivir en Iowa?

La situación le permitía ser sincera. Francesca lo sintió. La respuesta estereotipada era: «Mucho. Es muy tranquilo. La gente es muy buena».

No contestó de inmediato.

—¿Me das otro cigarrillo?

Otra vez el paquete de Camel, otra vez el encendedor, otra vez el ligero contacto de las manos. El sol entraba en el porche de atrás y caía sobre el perro, que se levantó y desapareció. Francesca, por primera vez, miró a los ojos a Robert Kincaid.

—Tengo que responder: «Me gusta. Es muy tranquilo. La gente es muy buena». En general, todo eso es cierto. Es tranquilo. La gente es buena, en cierto sentido. Todos nos ayudamos. Si alguien se lastima o enferma, los vecinos cosechan su maíz o su avena o hacen lo que sea necesario. En la ciudad se puede dejar el coche abierto y permitir a los chicos que corran de acá para allá sin peligro. La gente de aquí tiene un montón de buenas cualidades, y yo la respeto por eso. Pero —vaciló, echó una calada, miró a Robert Kincaid sentado frente a ella—, no es lo que yo soñaba de jovencita.

La confesión, por fin. Hacía años que las palabras estaban ahí, y nunca las había pronunciado. Ahora se las había dicho a un hombre que venía de Bellingham, del estado de Washington, en una camioneta verde.

Durante unos momentos, él guardó silencio. Luego, dijo:

—El otro día anoté algo en mi cuaderno para usarlo algún día; se me ocurrió mientras viajaba. Es algo que sucede a menudo. Dice así: «Los viejos sueños eran sueños buenos; no se realizaron, pero me alegro de haberlos tenido». No estoy seguro de lo que significa, pero lo usaré en alguna parte. De manera que creo que entiendo lo que sientes.

Francesca le sonrió entonces, por primera vez, con una sonrisa cálida y profunda. Y el instinto del jugador se impuso en ella.

—¿Quieres quedarte a cenar? Mi familia está fuera, de modo que no tengo mucho en casa, pero algo inventaré.

—Desde luego, estoy cansado de los supermercados y de los restaurantes. Así que si no es mucha molestia, me encantaría.

—¿Te gustan las chuletas de cerdo? Puedo servirlas con verduras de la huerta.

—Prefiero las verduras solas. No como carne. Hace años que ya no la como. No es por ninguna razón en especial, simplemente me siento mejor así.

Francesca volvió a sonreír.

—Aquí tu punto de vista no sería muy popular. Richard y sus amigos dirían que estás tratando de destruir su medio de subsistencia. Yo misma no como mucha carne; no sé muy bien por qué, sencillamente no me gusta. Pero cada vez que intento hacer una cena sin carne para mi familia hay gritos de rebelión, de manera que he abandonado el intento. Será agradable de pensar en algo diferente para variar.

—Bueno, pero no te tomes muchas molestias por mí. Escucha, tengo película en la nevera. Necesito tirar el agua del hielo derretido y ordenar un poco las cosas. Me llevará un rato. —Se levantó y bebió lo que quedaba del té.

Ella lo vio salir por la puerta de la cocina, cruzar el porche y salir al patio. No dejó golpear la puerta de alambre tejido como hacían todos, sino que la cerró suavemente. Justo antes de salir se agachó para palmear al collie, que le agradeció la atención con varias buenas lamidas en los brazos. Francesca fue a las habitaciones de arriba, se dio un rápido baño y, mientras se secaba, miró por encima de la cortina que cubría la mitad inferior de la ventana. La maleta de Robert estaba abierta, y él se estaba lavando con la vieja bomba de mano. Francesca pensó que debería haberle dicho que podía ducharse en la casa si lo deseaba. Lo había pensado antes, pero la había retenido la familiaridad que eso implicaba, y luego, flotando en su propia confusión, se había olvidado y no había dicho nada.

Pero Robert Kincaid se había lavado en peores condiciones. Con baldes de agua estancada en la patria de los tigres, con el agua de su cantimplora en el desierto. En la granja de Francesca, se había desnudado hasta la cintura y usaba la camisa sucia como una combinación de esponja y toalla. Una toalla, se reprochó Francesca; al menos podría haberle dado una toalla.

La navaja de afeitar reflejaba el sol; ella lo vio enjabonarse la cara y afeitarse. Era —otra vez esa palabra, pensó Francesca—, era duro. No era corpulento, medía un poco más de uno ochenta y era más bien delgado. Pero tenía la musculatura de los hombros grande, y el abdomen liso como la hoja de un cuchillo. No representaba la edad que tenía y no se parecía a los hombres del lugar, que comían demasiados dulces en el desayuno.

La última vez que había ido a Des Moines, Francesca se había comprado un perfume nuevo: Windsong, y ahora lo usó con moderación. ¿Qué se pondría? No le pareció bien arreglarse demasiado, puesto que él seguía con su ropa de trabajo. Camisa blanca de manga larga, unos tejanos limpios, sandalias. Los aretes que, según Richard, le daban aspecto de gitana, y una pulsera de oro. El cabello recogido con una hebilla en la nuca, caído sobre la espalda. Así estaría bien.

Cuando volvió a la cocina, Robert estaba sentado ahí con sus mochilas y su nevera; se había puesto una camisa caqui limpia con los mismos tirantes naranja de antes. En la mesa había tres cámaras, dos lentes cortos, dos medianos y uno largo, y un nuevo paquete de Camel. Las cámaras y los lentes eran de la marca Nikon. El equipo estaba rayado, en algunas partes abollado. Pero Robert lo manejaba cuidadosamente, aunque sin obsesionarse. Pulía, cepillaba, soplaba.

Volvió a mirarla; ella estaba seria otra vez, tímida.

—Tengo cerveza en la nevera. ¿Quieres una?

—No estaría mal. —Sacó dos botellas de Budweiser. Cuando levantó la tapa de la nevera, Francesca vio cajas de plástico transparente con película apiladas en el interior. Quedaban otras cuatro botellas de cerveza.

Francesca abrió un cajón para coger un abridor, pero él dijo: «Yo tengo». Sacó de su vaina el cortaplumas múltiple que llevaba en el cinturón, extendió una de sus hojas y la usó con pericia.

Le entregó una botella a Francesca y alzó la suya en una especie de brindis:

—A los puentes cubiertos en el atardecer, o, mejor aún, en las mañanas cálidas, rojas. —Sonrió.

Francesca no dijo nada, pero sonrió con suavidad y levantó un poco su botella con gesto vacilante, incómodo. Un extraño desconocido, las flores, el perfume, la cerveza y un brindis un caluroso lunes del final del verano. Era más de lo que podía resistir.

—Alguna vez alguien tuvo sed una tarde de agosto. Quienquiera que fuese, se paró a estudiar su sed, improvisó alguna bebida e inventó la cerveza. De allí proviene, y se resolvió el problema de la sed. —Estaba ocupado con una cámara, y parecía que le hablaba a ella mientras ajustaba un tornillo en la parte superior, con un destornillador de joyero.

—Voy un minuto al jardín. Ahora vuelvo.

Robert levantó los ojos.

—¿Necesitas ayuda?

Ella hizo un gesto negativo y pasó junto él, sintiendo su mirada en las caderas, preguntándose si la seguiría mirando mientras cruzaba el porche, adivinando que sí lo haría.

No se equivocaba. Él la observaba. Movió la cabeza y volvió a mirarla. Observó su cuerpo, pensó en la inteligencia que él sabía que poseía, se preguntó qué otras cosas percibía de ella. Se sentía atraído y luchaba contra esa atracción.

Ahora el jardín estaba en sombra. Francesca llevaba una cascada cazuela de esmalte blanco. Recogió zanahorias y perejil, nabos, cebollas.

Cuando volvió a la cocina, Robert Kincaid estaba colocando nuevamente el equipo en las bolsas. Con cuidado y precisión, observó Francesca. Evidentemente, había un lugar para cada cosa y cada cosa estaba en su lugar. Robert había terminado su cerveza y había abierto dos más, aunque Francesca aún no había terminado la suya. Entonces, ella echó la cabeza hacia atrás, vació la botella y se la entregó.

—¿Puedo hacer algo? —preguntó él.

—Puedes traer el melón del porche y unas patatas de ese balde que está allí.

Él se movió con tanta agilidad que a Francesca le asombró el poquísimo tiempo que tardó en ir al porche y volver, con el melón bajo el brazo y cuatro patatas en las manos.

—¿Bastarán?

Asintió, pensando que él tenía algo fantasmal. Dejó las patatas y el melón junto al fregadero donde ella limpiaba las verduras y volvió a su silla, encendiendo un Camel mientras se sentaba.

—¿Cuánto tiempo estarás por aquí? —preguntó Francesca, mirando las verduras que limpiaba.

—No estoy seguro. No tengo mucha prisa, no debo entregar las fotos de los puentes hasta dentro de tres semanas. Me quedaré hasta que acabe el trabajo, supongo. Probablemente será una semana.

—¿Dónde te alojas? ¿En la ciudad?

—Sí, en un pequeño lugar con cabañas. «Motor Court» no sé qué más. He llegado esta mañana. Ni siquiera he sacado todavía mis cosas del coche.

—Es el único hotel que hay, excepto el de la señora Carison, que aloja pensionistas. Los restaurantes no te gustarán, especialmente por tu forma de comer.

—Lo sé. Es una vieja historia. Pero he aprendido a arreglármelas. En esta época del año no es tan difícil; encuentro productos frescos en tiendas y en puestos por el camino. Pan y otras cosas, y más o menos me arreglo. Pero es bueno que a uno lo inviten como tú lo haces ahora. Yo lo agradezco mucho.

Francesca extendió la mano sobre la repisa y encendió una pequeña radio con sólo dos diales y con unos altavoces cubiertos por una tela beige.

«Siéntate a mi lado, tan cerca como el aire», cantó una voz, acompañada del rasgueo de las guitarras. Francesca dejó la radio a bajo volumen.

—Soy bastante bueno para picar verduras —ofreció él.

—Bueno, ahí está la tabla de madera; debajo, en el cajón, hay un cuchillo. Voy a hacer un guiso, de manera que tienes que cortarlas en cubos.

Él estaba a medio metro de ella, mirando hacia abajo, cortando las zanahorias y los nabos, el apio y las cebollas. Francesca pelaba patatas en el fregadero, consciente de estar muy cerca de un hombre extraño. Nunca se le había ocurrido que pelar patatas podía provocar esas pequeñas sensaciones extrañas.

—¿Tocas la guitarra? He visto el estuche en tu camión.

—Un poquito. Me hace compañía, no es más que eso. Mi esposa fue una cantante folk de la primera época, mucho antes de que esa música se hiciera popular, y me enseñó algo.

Francesca se había puesto un poco rígida al oír la palabra «esposa», no sabía bien por qué. Tenía derecho a estar casado, pero de alguna manera eso no encajaba con él. Ella no quería que estuviese casado.

—Mi esposa no soportaba mis viajes, ni que yo pasara meses fuera. No la critico. Me dejó hace nueve años. No tuvimos hijos, así que no fue complicado. Se llevó una guitarra y me dejó otra a mí.

—¿La has vuelto a ver?

—No, nunca. —Eso fue todo lo que dijo.

Francesca no insistió. Pero se sintió mejor, egoístamente, y otra vez se preguntó por qué le importaba el asunto, ya fuese de una u otra manera.

—He estado dos veces en Italia —dijo Robert—. ¿Dónde naciste tú?

—En Nápoles.

—No he ido nunca a Nápoles. Estuve una vez en el norte, fotografiando el río Po. Y, otra vez, para otro trabajo, en Sicilia.

Francesca pelaba patatas pensando en Italia y sintiendo la presencia de Robert Kincaid.

Las nubes se habían acumulado en el oeste dividiendo el sol en rayos que se extendían en varias direcciones. Robert miró por la ventana que estaba encima del fregadero y dijo:

—La luz de Dios. A las fábricas de calendarios les encanta. Y a las revistas religiosas.

—Tu trabajo parece interesante —dijo Francesca. Sentía la necesidad de mantener la conversación en un terreno neutro.

—Lo es. Me gusta muchísimo. Me gusta el camino y me gusta hacer fotos.

Ella advirtió que decía «hacer» fotos.

—¿Tú «haces» fotos, no las tomas?

—Así es. Al menos así es como me gusta pensarlo. Ésa es la diferencia entre los que sacan instantáneas los domingos y los fotógrafos profesionales. Cuando haya terminado con el puente que vimos hoy, no tendrá el aspecto que tú piensas. Lo habré convertido en algo mío, por la elección de la lente, o el ángulo de la cámara, o la composición general, o probablemente por la combinación de todo eso. Yo no me limito a tomar las cosas como se presentan; trato de convertidas en algo que refleje mi conciencia personal, mi espíritu. Trato de encontrar la poesía en la imagen. La revista tiene su propio estilo y sus exigencias, y yo no siempre estoy de acuerdo con el gusto del editor; en realidad, casi nunca lo estoy. Y eso les molesta, aunque ellos deciden lo que guardan y lo que suprimen. Supongo que conocen a sus lectores, pero a mí me gustaría que, de vez en cuando, se arriesgaran un poco. Se lo digo y les molesta. Ése es el problema de ganarse la vida con el arte. Siempre se trabaja con mercados, y los mercados, los mercados masivos, están diseñados para satisfacer un gusto intermedio. Ahí están los números. Supongo que es la realidad. Pero, como te dije, puede limitar mucho. Me permiten conservar las fotos que no publican, de manera que al menos tengo mis propios archivos privados con el material que me gusta. Y, de tanto en tanto, otra revista compra alguna de esas fotos, o puedo escribir un artículo sobre un lugar donde he estado e ilustrarlo con un poco más de audacia de lo que le gusta al National Geographic.

«Un día, escribiré un ensayo titulado Las virtudes del amateurismo, para todos aquellos que desean ganarse la vida con el arte. El mercado mata más pasión artística que cualquier otra cosa. Para la mayoría de la gente representa la seguridad. Quieren seguridad; las revistas y los fabricantes les dan seguridad, les dan homogeneidad, les dan lo conocido y lo cómodo, no los desafían. Las ganancias y las suscripciones y todo eso domina el arte. Todos estamos atados a la gran rueda de la uniformidad.

»Los responsables de marketing siempre hablan de los «consumidores». Cuando oigo esta palabra, me imagino a un hombrecito gordo en bermudas, con camisa hawaiana y un sombrero de paja del que cuelgan abridores para latas de cerveza, y con montones de dólares en sus puños cerrados.

Francesca se rió suavemente, pensando en la seguridad y en la comodidad.

—Pero me quejo demasiado. Como te dije, viajar es agradable, y a mí me gusta jugar con las cámaras y estar al aire libre. La realidad no es exactamente lo que prometía la canción, pero la canción no es mala.

Francesca suponía que, para Robert Kincaid, eso era una charla sobre temas cotidianos. Para ella era un tema literario. La gente de Madison County no hablaba así, ni de esas cosas. Ellos hablaban del tiempo y de los precios de los productos de la granja, de los recién nacidos y de los funerales, de los programas del gobierno y de los equipos de deporte. No del arte y los sueños. No de las realidades que hacían cesar la música y encerraban los ideales en una caja.

Robert terminó de cortar las verduras.

—¿Algo más que pueda hacer?

Ella dijo que no con la cabeza.

—No. Está todo bajo control.

Él volvió a sentarse a la mesa. Fumaba y tomaba un trago de cerveza de vez en cuando. Ella cocinaba y bebía entre una tarea y otra. Sentía los efectos del alcohol a pesar de que no había bebido casi nada. La víspera de año nuevo, en la Legion Hall, ella y Richard bebían unas copas. Pero no solía beber, y casi nunca había bebidas alcohólicas en casa. Sin embargo, hacía algún tiempo, Francesca había comprado una botella de coñac con la esperanza de resucitar el amor en sus vidas campesinas. La botella todavía estaba sin abrir.

Aceite vegetal, una taza y media de verduras. Cocinar hasta que estén doradas. Agregar harina y mezclar bien. Agregar un cuarto de litro de agua. Agregar las verduras que quedan y los condimentos. Cocinar a fuego lento unos cuarenta minutos.

Mientras las verduras se cocían Francesca volvió a sentarse frente a él. En la cocina se respiraba una cierta intimidad, que de alguna manera se producía por estar guisando. Preparar la cena para un desconocido, que había estado cortando nabos junto a ella, borraba en parte el sentimiento de extrañeza. Y, al no estar cohibidos, había un espacio para la intimidad. Robert le acercó los Camel con el encendedor sobre el paquete. Ella sacó uno, manipuló el encendedor, se sintió torpe. No lograba encenderlo. Él sonrió un poco, cogió cuidadosamente el encendedor de la mano de ella y movió dos veces la ruedecita hasta que surgió la llama. Lo sostuvo para que ella encendiera el cigarrillo. Cuando estaba con hombres, Francesca se sentía agraciada en comparación con ellos. Pero con Robert Kincaid no.

El sol blanco se había puesto rojo sobre los campos de maíz. Por la ventana de la cocina se veía un halcón volando en las primeras ráfagas del anochecer. Por la radio daban las noticias de las siete y un resumen de la bolsa. Y Francesca miraba, por encima de la formica amarilla, a Robert Kincaid, que había llegado desde tan lejos a su cocina. Un largo camino que no se contaba sólo en kilómetros.

—Ya huele bien —dijo Robert, señalando la olla—. Es un olor tranquilo. —La miró.

—¿Tranquilo? ¿Existe un olor tranquilo?

Pensaba en la frase, intentaba contestarse. Él tenía razón. Después de las chuletas de cerdo y los asados que cocinaba para su familia, eso era un guiso tranquilo. No había violencia en ningún punto de la cadena alimenticia, excepto en el hecho de arrancar los vegetales. El guiso se preparaba lentamente y olía a tranquilidad. Se estaba tranquilo ahí, en la cocina.

—Si no te molesta háblame un poco de tu vida en Italia.

Estaba estirado en la silla, con la pierna derecha cruzada sobre la izquierda a la altura de los tobillos.

A Francesca le inquietaba el silencio cuando estaba con él, de manera que habló. Le habló de cuando era niña, de la escuela primaria, de las monjas, de su padre, que era gerente de un banco, de su madre, que era ama de casa. Le contó que cuando era adolescente iba al malecón a ver los barcos de todo el mundo. Le habló de los soldados norteamericanos que llegaron después. De cómo conoció a Richard, en un café donde estaba con unas amigas. La guerra había destrozado sus vidas, no sabían si algún día se casarían. No mencionó a Niccolo.

Él escuchaba en silencio, indicando de vez en cuando con un gesto de la cabeza que entendía, que comprendía. Cuando por fin ella hizo una pausa, dijo:

—¿Y me dices que tienes hijos?

—Sí. Michael, de diecisiete, y Carolyn de dieciséis. Los dos van al colegio en Winterset. Están en el instituto de formación profesional agraria; pero se han ido a la feria estatal de Illinois a exhibir el novillo de Richard. Nunca he podido llegar a entender, a adaptarme a la forma en que prodigan amor y cuidados a los animales que luego venden para sacrificar. Pero no me atrevo a decir nada. Richard y sus amigos caerían sobre mí como rayos. Creo que es contradictorio, que hay algo frío e insensible en ello.

Se sintió culpable al mencionar el nombre de Richard. No había hecho nada, nada en absoluto. Sin embargo se sentía culpable por la lejana posibilidad de que ocurriera algo. Y se preguntó cómo lo llevaría el resto de la noche y si no se habría metido en algo que no podría controlar. Tal vez Robert Kincaid se iría. Parecía muy tranquilo, bastante simpático, hasta un poco tímido.

Mientras hablaban el anochecer tomó un tono azul, con una ligera niebla sobre la hierba de la pradera. Robert abrió otras dos cervezas mientras el guiso de Francesca se cocinaba, lentamente. Francesca se levantó, dejó caer las bolas de masa en agua hirviendo, se volvió y se apoyó en el fregadero, sintiéndose conmovida por Robert Kincaid, de Bellingham. Esperaba que no se fuera demasiado temprano.

Él se sirvió dos veces, con buenos modales, y le dijo dos veces que estaba excelente. El melón estaba perfecto; la cerveza muy fría. La noche azul. Francesca Johnson tenía cuarenta y cinco años, y en la radio de su cocina, Hank Snow cantaba una canción por la emisora KMA de Shenandoah, Iowa.