Robert Kincaid

EN LA MAÑANA del 8 de agosto de 1965, Robert Kincaid cerró con llave la puerta de su apartamento de dos habitaciones en el tercer piso de un edificio destartalado de Bellingham, en el estado de Washington. Bajó por la escalera de madera con una mochila cargada con el equipo fotográfico y una maleta, y siguió por un corredor hasta la puerta del fondo. Su vieja camioneta Chevrolet estaba estacionada en el espacio reservado a los residentes del edificio.

Otra mochila, una nevera portátil, dos trípodes, cartones de cigarrillos Camel, un termo y una bolsa de fruta se encontraban ya en el interior del coche.

Kincaid colocó las mochilas en el asiento y dejó la nevera y los trípodes en el suelo. Subió a la cabina y guardó el estuche de la guitarra y la maleta en un rincón, sujetándolos con la rueda de repuesto que había a un lado y atándolos a la rueda con una cuerda. Puso un hule negro bajo la rueda.

Se sentó al volante, encendió un Camel y repasó mentalmente la lista: doscientos rollos de películas de diversas clases, la mayor parte Kodachrome de velocidad lenta, trípodes, nevera, tres cámaras y cinco lentes, vaqueros y pantalones caqui, camisas, y chaqueta de fotógrafo. Bien. Si se había olvidado de algo, podía comprarlo por el camino.

Kincaid llevaba vaqueros desteñidos, botas de campo Red Wing bastante usadas y tirantes de color naranja. Del ancho cinturón, guardado en su vaina, colgaba un cuchillo del ejército suizo.

Miró su reloj. Las ocho y diecisiete. La camioneta arrancó en el segundo intento y retrocedió, cambió de velocidad y avanzó lentamente por la callejuela bajo un sol brumoso. Recorrió las calles de Bellingham, tomó la carretera 11 hacia el sur, siguió durante varios kilómetros la línea de la costa de Puget Sound y luego fue por la autopista, hacia el este, hasta un poco antes de la carretera 20.

Giró y, de cara al sol, Kincaid eligió el largo camino que serpenteaba en dirección a las cascadas. Le gustaba la región, y no tenía prisa; se detenía de vez en cuando a hacer anotaciones sobre posibilidades interesantes para futuros viajes o a sacar lo que él llamaba «instantáneas de la memoria». El propósito de esas rápidas fotos era recordarle lugares que podía volver a visitar y conocer con más detalle. Al final de la tarde dobló hacia el norte en Spokane y tomó la carretera 2, que lo llevaría por el norte de los Estados Unidos a Duluth, en el estado de Minnesota.

Por milésima vez en su vida deseó tener un perro, quizás un perdiguero dorado, para viajes como éste y para que le hiciera compañía en casa. Pero viajaba a menudo al extranjero, casi siempre del otro lado del océano, y no sería justo para el animal. Sin embargo, no abandonaba la idea. En unos años sería demasiado viejo para el duro trabajo de reportero. «Entonces tendré un perro», le dijo al verde pinar que veía pasar por la ventanilla de la camioneta.

En estos viajes siempre le daba por hacer un inventario. El perro era parte de ese inventario. Robert Kincaid estaba lo más solo que se puede estar. Era hijo único, sus padres habían muerto; sólo le quedaban unos parientes lejanos que lo habían perdido de vista, como él a ellos. Conocía el nombre del propietario del mercado de la esquina, en Bellingham, y el del dueño del negocio de fotografía donde compraba sus materiales. También mantenía relaciones profesionales con algunos editores de revistas. Fuera de ellos, no conocía bien a casi nadie. A los gitanos les cuesta hacerse amigos de la gente común, y él era un poco gitano.

Pensó en Marian, que lo había dejado nueve años atrás, después de cinco de matrimonio. Ahora Kincaid tenía cincuenta y dos, lo cual significaba que ella estaba llegando a los cuarenta. Marian soñaba con dedicarse a la música, y ser cantante folk. Sabía todas las canciones de los Weavers y las cantaba muy bien en los cafés de Seattle. En aquellos tiempos, cuando Robert llegaba a casa, la llevaba en coche a reuniones de músicos de jazz y se sentaba entre el público a oírla cantar.

Sus largas ausencias, a veces de dos o tres meses, eran perjudiciales para el matrimonio. Él lo sabía. Marian estaba enterada de lo que él hacía cuando se casaron, y pensaron que de algún modo podrían asumirlo. No pudieron. Cuando Robert volvió tras realizar un reportaje en Islandia ella no estaba. Había dejado una nota: «Robert, no ha funcionado. Te dejo la guitarra Harmony. Llámame».

No lo hizo. Ella tampoco. Firmó los papeles del divorcio cuando llegaron un año después y, al día siguiente, tomó un avión para Australia. Ella no pedía nada; sólo su libertad.

Se detuvo para pasar la noche en Kalispell, en Montana. Ya era tarde. El «Cozy Inn» parecía barato y lo era. Llevó sus cosas a una habitación que tenía dos lámparas de mesa, una de ellas con la bombilla fundida. Ya en la cama, mientras leía Las verdes colinas de África bebiendo una cerveza, sentía el olor de las fábricas de papel de Kalispell. Por la mañana salió a correr cuarenta minutos; después, hizo cincuenta flexiones y usó las cámaras como pequeñas pesas para completar el ejercicio rutinario.

Cruzó la parte alta de Montana, entró en Dakota del Norte, y la zona despojada, llana, le pareció tan fascinante como las montañas o el mar. El lugar emanaba una especie de austera belleza, y se detuvo varias veces, colocó un trípode y tomó varias fotos en blanco y negro de las viejas construcciones de las granjas. Ese paisaje respondía a sus inclinaciones minimalistas.

Las reservas indias eran deprimentes, por las razones que todo el mundo conoce e ignora. Ese tipo de población no era mejor en el noroeste de Washington ni en ninguna otra parte que él hubiese visto.

En la mañana del día 14, dos horas después de salir de Duluth, dobló hacia el nordeste y siguió por un camino secundario hacia Hibbing y las minas de hierro. El polvo rojo flotaba en el aire, y había grandes máquinas y trenes especialmente diseñados para llevar el mineral hasta los cargueros de Two Harbors, en el Lago Superior. Pasó la tarde visitando Hibbings y no lo encontró a su gusto, a pesar de que Bob Zimmerman-Dylan fuese originario de allí.

La única canción de Dylan que realmente le había gustado era Muchacha del norte. La cantaba para sí mismo mientras dejaba atrás esa región y sus gigantescos agujeros rojos en la tierra. «Si viajas por la feria del norte, donde golpea el viento en la frontera…».

Cantaba esa canción acompañándose con la guitarra. Marian le había enseñado algunos acordes y arpegios. «Me dejó más ella a mí que yo a ella», le dijo una vez a un lanchero borracho en una taberna llamada McElroy’s Bar, en algún lugar de la cuenca del Amazonas. Y así era.

El Bosque Nacional Superior era hermoso, realmente hermoso. Era la patria de los transportistas de las empresas peleteras. Cuando era joven, deseaba que los días de aquellos transportistas no hubiesen terminado para poder ser uno de ellos.

Cruzó praderas, vio tres alces, un zorro rojo y muchos ciervos. Se detuvo junto a un estanque y fotografió algunos reflejos de una rama de árbol deformada en el agua.

Cuando terminó, se sentó en el estribo de la camioneta a beber café, a fumar un Camel y a escuchar el viento en los abedules.

Sería bueno tener a alguien, a una mujer, pensó, mirando flotar el humo del cigarrillo sobre el agua. Cuando uno envejece se pone así. Pero sus largas estancias lejos de Bellingham serían difíciles de soportar para ella. Ya lo había aprendido.

Cuando estaba en su casa, en Bellingham, veía de vez en cuando a la directora creativa de una agencia de publicidad de Seattle. La había conocido mientras hacían un trabajo juntos. Ella tenía cuarenta y dos años, era una persona inteligente y agradable; pero él no la amaba, no la amaría nunca.

Sin embargo, alguna noche los dos se sentían un poco solos y salían juntos. Iban al cine, tomaban unas cervezas, y más tarde se acostaban y todo salía bastante bien. Ella había tenido su vida; había trabajado de camarera en varios bares cuando iba a la universidad y se había casado dos veces.

Después de hacer el amor, mientras estaban acostados juntos, ella invariablemente le decía: «Eres el mejor, Robert, no tienes competencia, no hay quien se te acerque siquiera».

Él suponía que a un hombre debía gustarle que le dijeran eso, pero no era tan experimentado y de todos modos no tenía forma de saber si ella le decía la verdad. Una vez, ella dijo algo que no pudo olvidar. «Robert, hay un ser dentro de ti que yo no llego a sacar a la superficie, que no tengo fuerzas suficientes para alcanzar. A veces siento que hace mucho tiempo que estás aquí, más que una vida, y que has estado en lugares con los que ninguno de nosotros ha soñado jamás. Me asustas, a pesar de que eres muy delicado conmigo. Si no luchara por controlarme cuando estoy contigo, sentiría que puedo perderme a mí misma y no volver a encontrarme.»

Él comprendía, ambiguamente, de qué hablaba ella. Pero no podía apresarlo. Tenía esos pensamientos errantes, un melancólico sentido de lo trágico combinado con una intensa potencia física e intelectual, desde que era niño en un pueblecito de Ohio. Mientras otros chicos aprendían Row, Row Your Boat, él aprendía la melodía y la letra en inglés de una canción de cabaret francesa.

Le gustaban las palabras y las imágenes. Una de sus palabras favoritas era «azul». Le gustaba la sensación en los labios y en la lengua mientras la decía. «Las palabras provocan sensaciones físicas, no solamente trasmiten significados», recordaba haber pensado cuando era joven. Le atraían otras palabras por el sonido: distante, humo, camino, antiguo, pasaje, viajero, India. Disfrutaba del sonido y del sabor, y de lo que evocaban en su mente. En las paredes de su cuarto, había listas de palabras que le gustaban.

Luego combinaba las palabras en frases y también las ponía a la vista:

Demasiado cerca del fuego.

Vine del este con un pequeño grupo de viajeros.

Los constantes murmullos de los que me salvarían y los que iban a venderme.

Talismán, talismán, muéstrame tus secretos.

Timonel, timonel, llévame de vuelta a casa.

Desnudo en el lugar donde nadan las ballenas azules.

Ella le deseó trenes con chimeneas humeantes que partieran de las estaciones en invierno.

Antes de ser hombre fui flecha; hace mucho tiempo.

También le encantaban los nombres de algunos lugares: la corriente somalí, las Grandes Montañas Hatchet, el Estrecho de Malaca y muchos otros. A veces, las listas de palabras y frases cubrían totalmente su cuarto.

Hasta su madre notaba que en él había algo diferente. Robert no habló hasta los tres años, y luego empezó a hacerlo con oraciones completas; a los cinco años sabía leer. En la escuela era un estudiante indiferente que frustraba a sus profesores. Miraban sus coeficientes de inteligencia y le hablaban de lograr cosas, de hacer lo que era capaz de hacer; le decían que podía llegar a ser lo que quisiese. Uno de sus profesores de la secundaria escribió lo siguiente en una evaluación: «Robert piensa que las pruebas de inteligencia son una forma muy deficiente de juzgar la capacidad de la gente porque no pueden explicar lo mágico, que tiene su propia importancia, no sólo en sí mismo sino como complemento de la lógica. Sugiero conversar con sus padres».

La madre habló con varios profesores. Cuando los profesores le hablaban de la conducta algo recalcitrante de Robert dadas sus posibilidades, decía: «Robert vive en un mundo propio, inventado por él. Sé que es mi hijo, pero a veces tengo la sensación de que no ha venido de mi marido y de mí, sino de otro lugar al que está intentando volver. Aprecio el interés que ustedes se toman, y trataré una vez más de estimularlo a que trabaje más en la escuela».

Pero él se contentaba con leer todos los libros de aventuras y de viajes que encontraba en la biblioteca de la escuela, y el resto del tiempo andaba solo. Pasaba los días junto al río que corría por las afueras de la ciudad, y pasaba por alto fiestas, partidos de fútbol y las cosas así, que lo aburrían. Pescaba, nadaba, caminaba y se acostaba sobre la hierba, escuchando voces lejanas, y se imaginaba que era el único en oírlas. Hay brujos por aquí, se decía. Si uno calla y no se cierra, los oye, están ahí. Y le hubiera gustado tener un perro para compartir esos momentos.

No había dinero para la universidad. Tampoco deseaba ir. Su padre trabajaba mucho y era bueno con su madre y con él, pero el trabajo en una fábrica de válvulas no dejaba mucho para otras cosas, ni para alimentar a un perro. Robert tenía dieciocho años cuando murió su padre, de manera que se alistó en el ejército para poder mantenerse a sí mismo y a su madre en la época más dura de la Gran Depresión. Estuvo en el ejército cuatro años, pero esos cuatro años cambiaron su vida.

Por el misterioso funcionamiento de la mente militar, le asignaron la tarea de ayudante de fotógrafo, aunque ni siquiera sabía poner un rollo en la cámara. Pero ese trabajo le reveló su vocación. Los detalles técnicos no le plantearon dificultades. En un mes, no sólo hacía el revelado para dos fotógrafos del equipo, sino que también le permitían realizar solo los proyectos sencillos.

Uno de los fotógrafos, Jim Peterson, le tenía simpatía, y dedicó horas extra a enseñarle las sutilezas fotográficas. Robert Kincaid tomó prestados libros de fotografías y de arte de la biblioteca de Fort Monmouth y los estudió. Desde el principio le gustaron particularmente los impresionistas franceses y el uso de la luz en Rembrandt.

Con el tiempo, comenzó a darse cuenta de que era esa luz lo que fotografiaba, no los objetos. Los objetos eran meros vehículos para reflejar la luz. Si la luz era buena, siempre se podía encontrar algo que fotografiar. Entonces empezaban a venderse las cámaras de treinta y cinco milímetros; Robert compró una Leica usada en una tienda local. La llevó a Cape May, en New Jersey, y se pasó una semana de su permiso fotografiando la vida en la playa.

Otra vez fue en autobús a Maine e hizo autostop por la costa. Desde Stonington, la lancha correo le llevó de madrugada hasta la isla Au Haut, donde acampó. Luego, cruzó en ferry la Bahía de Fundy hasta Nueva Escocia. Empezó a tomar notas sobre sus composiciones fotográficas y sobre los lugares que quería volver a visitar. Cuando salió del ejército, a los veintidós años, era bastante buen fotógrafo y encontró trabajo en Nueva York como ayudante de un conocido fotógrafo de modas.

Las modelos eran hermosas; salió con unas cuantas y se enamoró un poco de una, hasta que ella se mudó a París y se separaron. Ella le dijo: «Robert, no estoy segura de quién eres o qué eres pero, por favor, ven a verme a París». Él le dijo que iría, y lo dijo en serio, pero nunca fue. Años más tarde, cuando hacía un reportaje sobre las playas de Normandía, encontró el nombre de esa muchacha en la guía de teléfonos de París, la llamó y tomaron un café en un bar al aire libre. Ella estaba casada con un director de cine y tenía tres hijos.

A Robert, no le atraía demasiado la idea de la moda. La gente tiraba ropa perfectamente buena o la reformaba apresuradamente siguiendo las indicaciones de los dictadores de la moda europea. Le parecía muy estúpido, y se sentía minusvalorado por tener que hacer fotografías de modas, «Uno es lo que produce», dijo al dejar ese trabajo.

Su madre murió durante el segundo año que él estuvo en Nueva York. Volvió a Ohio, la enterró, y luego un abogado le leyó el testamento. No había quedado mucho. Él no esperaba nada. Pero le sorprendió enterarse de que sus padres habían ahorrado algo después de pagar la hipoteca de la casita de Franklin Street donde habían pasado toda su vida de casados. Robert vendió la casa y compró equipo fotográfico de primera clase con el dinero. Mientras le pagaba la cámara al vendedor, pensó en los años que su padre había trabajado para ganar esos dólares y en la vida sencilla que habían llevado.

Algunos de sus trabajos comenzaron a salir en revistas. Después, lo llamaron del National Geographic. Habían visto en un calendario, una foto tomada por él en Cape May. Habló con ellos, le dieron un trabajo de poca importancia, que realizó de forma muy profesional, y con eso se abrió camino.

El ejército volvió a llamarlo en 1943. Fue con los marines a arrastrarse por las playas del Pacífico sur, con las cámaras colgadas de los hombros, tendido de espaldas, fotografiando a los hombres que salían de los vehículos anfibios. Vio el terror en sus rostros, lo sintió él mismo. Los vio partidos en dos por el fuego de las ametralladoras, los vio pedir ayuda a Dios y a sus madres. Lo captó todo, sobrevivió y nunca se sintió fascinado por la supuesta gloria y aventura del reportaje de guerra.

Al ser desmovilizado en 1945, llamó al National Geographic. Lo estaban esperando. Se compró una motocicleta en San Francisco, fue con ella a Big Sur, hizo el amor en la playa con una violoncelista de Carmel, y volvió al norte para explorar el estado de Washington. Le gustó el lugar y lo eligió como base de operaciones.

Ahora, a los cincuenta y dos años, seguía estudiando la luz. Había estado en la mayor parte de los lugares cuyos nombres fijaba en las paredes de su cuarto cuando era niño, y se maravillaba de estar allí cuando los visitaba, de sentarse en el Raffles Bar, de remontar el Amazonas en una ruidosa lancha fluvial o de balancearse sobre un camello por el desierto de Rajastani.

La costa del Lago Superior era tan bonita como le habían explicado. Tomó algunas fotos para poder recordar, y siguió bordeando el Misisipi hacia Iowa. Nunca había estado en Iowa, pero lo sedujeron las colinas al nordeste del gran río.

Se detuvo en la pequeña ciudad de Clayton, donde alquiló una habitación en un motel de pescadores, y pasó dos mañanas fotografiando los remolcadores, y una tarde en uno de ellos invitado por un piloto al que había conocido en un bar local.

Pasó la carretera 65, cruzó Des Moines a primera hora de la mañana de un lunes, el 16 de agosto de 1965, giró al oeste por la carretera de Iowa 92, y se dirigió a Madison County y a los puentes cubiertos que debía haber allí, según el National Geographic. Efectivamente, ahí estaban; el empleado de la estación de servicio Texaco se lo aseguró y le indicó vagamente cómo llegar a los siete puentes.

Encontró fácilmente los seis primeros, y fue anotando en el mapa la estrategia que adoptaría para fotografiarlos. Pero no lograba localizar el séptimo, llamado Roseman Bridge. Hacía calor; Robert tenía calor, Harry —su furgoneta— estaba ardiendo, y recorría caminos de grava que no parecían llevar a ninguna parte excepto al siguiente camino de grava.

Cuando se hallaba en un sitio desconocido, la regla de oro de Robert era «preguntar tres veces». Había descubierto que tres respuestas, aunque estuviesen las tres equivocadas, lo conducían a uno gradualmente adonde quería ir. Tal vez ahí bastaría con dos preguntas.

Se acercaba a un buzón que se avistaba al final de un sendero de menos de cien metros. El nombre del buzón decía «Richard Johnson, RR 2». Disminuyó la velocidad y entró en el sendero en busca de un guía.

Al llegar a la casa vio a una mujer sentada en el porche. Ese lugar parecía fresco, y la mujer tenía en la mano un vaso con una bebida de aspecto aún más fresco. Se levantó y fue hacia él. Robert bajó del camión y la miró, la miró más atentamente, y luego más atentamente aún.

Era hermosa, o lo había sido, o podía volver a serlo. Y de inmediato Robert empezó a sentir esa vieja torpeza que siempre lo acometía ante las mujeres que lo atraían, aunque sólo fuera un poco.