A la mañana siguiente Norman y yo fuimos los únicos en presentarnos a trabajar. Aunque era el turno de Morgan, abrí yo sola; por suerte no había mucha gente y pude apañarme. Había pensando que me sentiría rara estando cerca de Norman, pero no fue así. Estuvimos comiendo patatas fritas sin grasa y jugando al ahorcado, escuchando la radio mientras él escribía su lista de la compra sin dejarme verla, tan misterioso como siempre, planeando la «gran cena». De todas formas, me alegré cuando dieron las dos y media y pude cerrar y marcharme a casa para averiguar qué estaba pasando.
—Mira, es demencial —oí decir a Isabel cuando entré en casa—. Esta mañana me levanto y voy con el coche hasta Starbucks solo para comprarle un café de esos pijos que le gustan tanto, ¡y me deja encerrada fuera! Desde entonces no para de llorar y escuchar a Patsy Cline. Está fatal, Mira. Pero fatal.
Entré en el cuarto trasero y vi a Mira sentada a su mesa de dibujo, con Isabel en el sofá a su lado. Estaban bebiendo té helado con aspecto sombrío. A través de la ventana que daba a la casita llegaba música. Música triste.
—Tiene el corazón roto —dijo Mira, clavándose el bolígrafo en el pelo—. Vas a tener que ser paciente.
—Pero debería estar ahí con ella. Siempre he estado a su lado cuando se ha llevado un disgusto, como ahora. No entiendo que de repente crea que todo es culpa mía. —Isabel tenía un aspecto horrible; llevaba el pelo recogido en una coleta lacia e iba vestida con vaqueros, una camiseta rota y nada de maquillaje. Me vio observándola y saltó—: Pensé que salía solo un momento.
—Vale —dije. No tenía intención de pelearme con ella ese día.
—Tiene que echarle la culpa a alguien —explicó Mira.
—¡Pues que se la eche a Mark! —exclamó Isabel dejando la taza de té de golpe sobre la mesa—. Él ha sido quien le ha puesto los cuernos, se ha casado con otra y la ha dejado embarazada. Lo único que he hecho yo ha sido…
—Decirle que él era una mala persona. Que le estaba mintiendo. Que le iba a hacer daño —continuó Mira. Meneó la cabeza apesadumbrada—. ¿No te das cuenta, Isabel? Está avergonzada. Humillada. Y cuando te mira, sabe que tenías razón desde el principio.
—Pero yo no quería tener razón —protestó Isabel—. Es solo que no quería que sufriera.
—Pero ha sufrido —dijo Mira—. Y hasta que no se recupere de la conmoción y entre en razón y se ponga furiosa, tendrás que mantenerte alejada. Y es un mal momento, con el eclipse y lo demás. Todo está desequilibrado.
Isabel hizo una mueca de exasperación.
—Pero también es mi casa —gruñó—. Ni siquiera puedo sacar mi ropa.
—Dale tiempo —dijo Mira, bajando la vista a la mesa de dibujo—. O, aún mejor —continuó con repentina animación—, dale una tarjeta.
—¿Una qué?
—¡Una tarjeta! —exclamó Mira, haciendo un gesto grandilocuente en dirección a las cajas que tenía a su espalda—. Aquí mismo tienes mil formas de consolarla por su pérdida. Coge una cualquiera.
—No está muerto, Mira —intervine yo.
—Pues debería —dijo Isabel en tono siniestro.
—Adelante —dijo Mira animada—. Coge una. Coge varias.
Isabel se acercó a la estantería y cogió una caja. Mira dio un saltito en la silla, sonriéndome.
—¿Y tú? —me dijo—. ¿Lista para la cita de esta noche? —Se lo había contado esa mañana, durante nuestra sesión de cereales.
—Supongo que sí… —dije, y ella me sonrió.
Isabel abrió una tarjeta y leyó en voz alta.
—«Siento mucho tu terrible pérdida… pero sé que el tiempo y el amor curarán todas las heridas y que tu amiguito vivirá para siempre en tu corazón.» —Miró a mi tía con las cejas arqueadas.
—Un hámster —explicó Mira—. Prueba con otra.
—De acuerdo —dijo Isabel, abriendo otra tarjeta—. A ver qué tal… «Hay un momento en la vida en el que todos debemos aceptar la pérdida de alguien que puede que no fuera real, pero que tuviera una presencia real en nuestros corazones. Sé que esta pérdida te afecta de un modo que algunos no comprenderán. Pero como amiga tuya, yo lo entiendo. Y lo siento mucho.»
—Personaje de telenovela muerto —dijo Mira—. Esa tampoco pega. —Se levantó, se acercó a las cajas y rebuscó dentro—. A ver. ¿Qué tal una sobre un exmarido muerto? ¿O un exnovio?
—Son demasiado agradables —dijo Isabel—. Lo que necesitamos es una tarjeta con mala leche para darle ánimos. Pero nadie las hace así.
Mira se dio media vuelta, cogió un rotulador del pelo y lo volvió a colocar en otro sitio. Estaba pensando.
—Podríamos hacerla nosotras —propuso de repente—. Claro. Le escribiremos una tarjeta. ¡Qué tonta soy! —Volvió a la silla, la puso más alta, sacó una hoja en blanco de papel de dibujo y la dobló por la mitad—. A ver —dijo chupando la punta del rotulador—. ¿Qué decimos? —Miró a Isabel.
Isabel me miró a mí.
—La verdad —dije yo—. Tiene que decir la verdad.
—La verdad —confirmó Mira—. Entonces, por delante, tal vez debería decir algo así como «Siento mucho que te hayan roto el corazón».
—Perfecto —dijo Isabel.
Mira se inclinó sobre la tarjeta y se puso a escribir con trazos elegantes. Debajo dibujó un corazón partido con una línea quebrada.
—Muy bien —dijo al terminar—. Ahora necesitamos el interior. Es lo más difícil.
Lo pensamos un poco. Gato Norman pasó entre nosotras, nos miró a las tres, y se sentó resollando.
—Siento mucho que te hayan roto el corazón… —leyó Mira—, pero…
—Pero —dijo Isabel— «era un cabrón asqueroso y una rata infiel y tú te mereces algo mejor».
—¡Eureka! —exclamó Mira, sacándose otro rotulador del pelo—. Perfecto. Y…
—Y —dije yo—, «como amiga tuya, quiero que sepas que te quiero y que sé que vas a superarlo».
—Excelente. —Mira escribía a toda prisa—. Fenomenal. ¿Sabéis? Me gusta este concepto: tarjetas de venganza. Directas al grano.
—Deberías empezar una nueva colección —le dije mientras la terminaba con una floritura, y le daba la vuelta para firmar por detrás—. Le pones un nombre llamativo, dejas el negocio de la muerte y te dedicas a las tarjetas de ánimo con mala leche.
Mira levantó la vista.
—Tienes razón. —Pensó durante un momento—. ¡Ya sé! —dijo esto apuntándome con el rotulador—. ¡La dieta del desamor! Así la voy a llamar. Me voy a hacer millonaria.
—Sin duda —le dije sonriendo—. Seguro que hay más desamor que muertos, ¿no?
—Vale —dijo Isabel, que se acercó y firmó la tarjeta con rotulador rojo antes de ponérsela debajo del brazo. Deseadme suerte. Espero que ayude.
—Buena suerte —dijo Mira.
—Buena suerte —dije yo—. ¿Sigue en pie lo de después?
—¿Después? —preguntó Isabel.
—Dijiste que me ayudarías a arreglarme —le recordé. Para la cena.
—Ah, claro —dijo. Y crucé los dedos por ellas mientras la veía atravesar el césped hacia la casita.
Sobre las ocho en punto, cuando estaba empezando a anochecer, apareció Norman por el camino. Me quedé junto a la ventana y lo vi descargar la compra: de una bolsa asomaba un apio. Rodeó la casa, con las gafas sobre la cabeza, y se dirigió hacia su cuarto. Pero justo cuando estaba doblando la esquina levantó la vista hacia mí.
Di un paso atrás. Ya me había cambiado dos veces de ropa, pero decidí llevarme una camisa más para que Isabel pudiera tomar la decisión final.
Mira estaba apalancada delante de la tele, comiendo varitas de zanahoria y preparada para ver el programa de pago Lucha en la jaula antes del eclipse. Se estaba pintando las uñas de los pies.
—Te veo a las doce y cuarto —le dije mientras me colocaba detrás de su sillón, viendo cómo un luchador a quien no reconocí sacaba a los Hermanos Lazo de la jaula arrastrándolos de las piernas.
Se volvió y sonrió.
—De acuerdo —dijo—. Quedamos ahí delante.
Cogí la camisa y me dirigí a la casita; cuando vi a Isabel sentada en el porche, aún con la misma ropa, me detuve. Tenía una cerveza en la mano.
—¿La tarjeta no ha funcionado? —pregunté.
Meneó la cabeza.
—No sé qué hacer —dijo, pasando un dedo por el cuello de la botella—. De verdad que nunca la había visto así.
—Se le pasará —dije.
—No sé. —La casa estaba iluminada y vacía. Me pregunté si Morgan habría salido de su cuarto—. Frank vendrá a recogerme para ir a una fiesta dentro de quince minutos y no creo que pueda dejarla sola.
—Bueno —dije, levantando la camisa—, al menos puedes ayudarme a mí a arreglarme. ¿Cuál me pongo?
Levantó la vista.
—No sé, Colie.
—Venga, Isabel.
Dejó la cerveza en el suelo.
—No puedo ayudarte, ¿vale? Esta noche no. Esto es… es demasiado.
—Pero me lo prometiste.
—Bueno —dijo, meneando la cabeza—, pues lo siento.
Me quedé ahí parada. Por detrás de la casa de Mira veía la luz del cuarto de Norman.
—Sin ti, no puedo —dije—. Tú sabes maquillarme y arreglarme el pelo, y todo. Si no fuera por ti…
—No —dijo. Sonaba cansada—. No es verdad.
—¿Qué voy a hacer? —le pregunté—. No puedo ir así.
—Claro que puedes —replicó—. Eres muy guapa, Colie.
—Anda ya. —Sonaba igual que mi madre durante todos aquellos Años Gordos: «Eres guapísima. Tienes una cara preciosa».
—No me necesitas. —Se levantó—. Nunca me has necesitado. Yo no hice más que teñirte el pelo y ponerte un poco de maquillaje. Aquella noche en la playa eras tú misma, Colie. Nada más. Porque, por una vez, tuviste confianza en ti. Creíste que estabas guapa y así lo creyó el resto del mundo.
El resto del mundo.
—No —dije.
—Es verdad. —Sonrió, una sonrisa medio triste—. Es el secreto que nadie te cuenta. Todas podemos ser chicas guapas, Colie. Es facilísimo. Es como Dorothy en El mago de Oz, que solo tenía que hacer chocar los talones de los zapatos mágicos para volver a casa. Tú pudiste hacerlo desde el principio.
Dentro de la casa oí abrirse una puerta y volverse a cerrar. Vi un relámpago de algo que solo podía ser Morgan.
Isabel dio media vuelta. Ella también lo había visto.
—Venga —me dijo—. Pásalo bien, Colie. La primera cita es siempre importante. Disfrútala.
—Pero… —dije. Había tantas cosas que quería decirle, preguntarle. El coche de Frank se acercaba al tiempo que Isabel se dirigía a la puerta y volvía a llamar.
—Morgan —dijo. Sonaba cansadísima—. Por favor, déjame pasar.
Me alejé del porche mientras Frank salía del coche. Y luego volví a casa de Mira y a mi cuarto, para prepararme para mi cita y para la luna.
Norman me estaba esperando con velas encendidas, una colcha de patchwork muy original en el suelo y música suave —los Grateful Dead, claro— de fondo.
—He estado trabajando como un esclavo —me dijo—. Espero que tengas hambre.
—Pues sí —le dije. Me había decidido por la primera camisa que había elegido y muy poco maquillaje, y me había recogido el pelo igual que la noche de los fuegos artificiales. Me dejé el aro del labio y me ordené a mí misma poner la espalda recta y echar los hombros hacia atrás. Quería creer a Isabel, pero tenía mis dudas.
—Estás guapísima —me dijo Norman—. Toma, un aperitivo.
Había preparado un menú que él denominó Comida Lunar, en honor al eclipse.
Para empezar había hecho unas quiches pequeñas.
«Con forma de luna llena», dijo. Luego ensalada, con salsa de queso azul —el queso, como saben todos los niños, viene de la luna— y pescado fresco del pueblo Moonakis[2] (un poco traído por los pelos, me dijo, pero se le habían acabado las ideas). Y por fin, de postre, bizcochos de chocolate Moon Pies.
—La verdad —le dije, apuntándole con un bizcocho—, es que haces maravillas con un hornillo.
—Es un don —explicó. Ya se había comido varios; eran su comida favorita, según me había dicho.
—Claro que sí —le dije. Miró a su alrededor. Durante todas las horas allí sentada había memorizado los retratos, los móviles, los maniquíes, todo: conocía aquellos objetos de memoria. La única cosa nueva estaba en una esquina, cubierta con una sábana, apoyada contra el muro.
—¿Sabes? —dije—. Durante todo este tiempo he estado pensando en ese cuadro.
—¿Cuál?
Señalé la pared de enfrente, al hombre que se apoyaba contra el coche, riéndose.
—Ese. ¿Es tu padre?
Asintió.
—Sí.
—¿Posó para ti?
—No. —Rasgó el envoltorio del siguiente Moon Pie—. Lo hice a partir de una foto. La tomaron el día que abrió su primer concesionario, el que está junto al puente. ¿Ves ese coche? Es el primero que vendió.
—Vaya —dije, mirándolo más de cerca—. Está muy bien hecho, Norman. Debe de haberle gustado mucho.
—No lo sé —dijo en voz baja—. No lo ha visto. —Hizo una pausa—. No he querido enseñárselo, porque sé lo que piensa sobre mi obra. Pero siempre me ha encantado ese cuadro, ¿sabes? Es algo especial retratar a las personas en el momento en el que son, bueno, lo mejor que pueden llegar a ser. O han sido.
Medité sobre esto mientras observaba la ancha sonrisa de su padre.
—Por eso lo tengo aquí —añadió, limpiándose las migas del pantalón—. Así es como quiero pensar en él.
Durante unos minutos nos quedamos en silencio. Se comió el Moon Pie; solo la gente muy delgada es capaz de engullir tanta comida basura. Al final le dije:
—¿Norman?
—¿Sí?
—¿Me vas a enseñar el cuadro de una vez?
—Tía —dijo—, eres superimpaciente.
—No es verdad —le dije—. Llevo siglos esperando.
—Vale, vale. —Se levantó, se dirigió al rincón, cogió el cuadro y lo colocó contra la barriga rosa de uno de los maniquíes. Luego me pasó un pañuelo—. Póntelo sobre los ojos.
—¿Por qué? —pregunté, pero lo hice de todas maneras. Norman, eres un exagerado con las ceremonias.
—Es importante. —Oí que se movía, colocando cosas, antes de venir a sentarse a mi lado—. Vale —dijo—. Ya puedes mirar.
Me quité la venda de los ojos. A mi lado, Norman observó cómo me contemplaba a mí misma por primera vez.
Y era yo. Al menos, era una chica igual que yo. Estaba sentada en el escalón trasero del restaurante, con las piernas cruzadas colgando. Tenía la cabeza ligeramente inclinada, como si le acabaran de preguntar algo y estuviera esperando el momento perfecto para responder, sonriendo ligeramente detrás de las gafas de sol que reflejaban el cielo azul.
Pero la chica era algo más. Algo que yo no había esperado. Era hermosa.
No era una hermosura prefabricada como la de los rostros que rodeaban el espejo de Isabel. Y tampoco una belleza fácil, casi sin esfuerzo, como la de Caroline Dawes. Esta chica que me miraba, con su aro en el labio y su media sonrisa —no del todo merecida— sabía que no era como las demás. Conocía el secreto. Y había hecho chocar tres veces los talones para encontrar el camino a casa.
—Qué pasada —le dije a Norman, y alargué la mano para tocar el cuadro, que todavía no me parecía real. Mi propia cara, rugosa y granulada al tacto, me miraba—. ¿Así es como me ves?
—Colie. —Estaba justo a mi lado—. Así es como eres.
Me volví a mirarle, examinando su cara igual que él, durante todas esas semanas, había examinado la mía. Quería recordarla, no solo en ese momento, sino todo el verano y para siempre.
—Norman —dije—, es precioso.
Y entonces levantó la mano, como había hecho tantas veces en mis pensamientos, y me rozó la mejilla al apartarme el mechón de pelo de la cara. Y, esta vez, no retiró la mano.
Pensé en tantas cosas mientras se inclinaba para besarme: el universo giratorio, un millón de transportadores y, por último, esa otra chica que también era yo, sentada en el escalón, que sonreía como si no viera o no le importara el cartel colgado sobre su cabeza.
Última Oportunidad.
Todavía estábamos besándonos cuando de repente oí música. Música altísima, demencial, arrolladora, que venía de la casita.
—¿Qué es eso? —pregunté, apartándome para escuchar.
—Isabel —dijo Norman contra mi pelo—. Su vida está siempre a todo volumen.
—No —dije separando lentamente mis dedos de los suyos; me levanté y fui hacia la puerta—. Isabel ha salido con Frank. La única que está es…
El volumen subió aún más. Era música disco, desenfrenada y maravillosa, el ritmo machacón y una voz de mujer que ascendía y descendía por encima de él.
At first I was afraid, I was petrified…
—Morgan —dije—. Es Morgan. —Y cuando salí al patio, junto a los comederos de los pájaros, la vi. Estaba bailando en la cocina iluminada, agitando los brazos sobre la cabeza y meneando las caderas.
O se había vuelto totalmente loca o había logrado dar un gran paso.
—Ven —le dije a Norman—. Vamos.
La canción terminó mientras cruzábamos el jardín. Y volvió a empezar. Cuando abrí la puerta me entró la preocupación de no ser capaz de enfrentarme a lo que iba a pasar. Pero para entonces ya me había visto.
—¡Colie! —gritó, haciéndome gestos para que entrara. ¡Adelante!
Crucé el umbral con Norman a mi lado; me cogió de la mano.
—Morgan, ¿qué pasa? —le pregunté.
—¡Norman! —chilló, corriendo hacia nosotros—. ¡Miraos a los dos! ¡Hacéis una pareja tan bonita!
La música estaba tan alta que teníamos que gritar.
—Morgan, ¿te encuentras bien?
Estaba dando saltos y meneando la cabeza, pero de repente se paró.
—Venga —dijo—. Bailad conmigo.
—Oh, no —dije—. Yo no…
—Por favor —insistió. Me tomó la mano y le dio un apretón. La miré a los ojos y recordé el primer día que la había visto en el Última Oportunidad.
—Morgan —dije.
—He estado a punto de volverme loca —explicó atropelladamente—. Llevo casi veinticuatro horas llorando sin parar y no tengo ni idea de qué voy a hacer con mi vida. Nada va a ser como esperaba. Tengo que empezar de cero, y eso me da pavor, Colie. Y de repente me he dado cuenta de que esta noche no puedo hacer nada al respecto. Excepto esto.
La canción terminó. Y volvió a empezar.
At first I was afraid, I was petrified…
—Todo va a salir bien —dije. Era la primera vez en mucho tiempo que lo creía de verdad—. Seguro.
—Venga —dijo, y me dio un leve tirón en la mano—. Eres amiga mía, Colie. Baila conmigo.
No quería. Pero se lo debía a Morgan. Así que cerré los ojos y dejé que me llevara al centro del salón, hacia la música.
Me dije que no pensaría en la cafetería de la escuela secundaria central. Mientras bailaba —y bailé—, pensé solamente en esa chica sentada en la parte trasera del Última Oportunidad, con las gafas de sol y el aro en el labio. A ella no le daría miedo bailar, y a mí tampoco.
La canción se repitió dos veces más y seguimos bailando; Morgan y yo moviéndonos juntas, riéndonos, y Norman dando unos extraños saltos por todo el cuarto. Todo el mundo es ridículo bailando. Lo que pasa es que yo siempre había estado tan preocupada por mí misma que no me había fijado en los demás.
La canción empezó por cuarta vez cuando Morgan se detuvo de repente, con los ojos clavados en la puerta. Norman y yo nos estábamos dando golpes de cadera y no nos habíamos dado cuenta, hasta que me golpeó demasiado fuerte y me mandó volando hacia la puerta, donde estuve a punto de chocarme contra Isabel.
Estaba allí parada, mirándonos. Frank le daba la mano.
Me pregunté qué sentiría en este momento. Tal vez la misma tristeza extraña que había sentido yo al verlas bailar a las dos todas aquellas noches desde mi tejado.
Norman y yo seguimos bailando. Isabel estaba mirando fijamente a Morgan, y Morgan le sostuvo la mirada.
—Lo siento —dijo Morgan en voz alta. Norman y yo nos detuvimos; yo estaba sin aliento—. No fue culpa tuya.
—Nunca quise tener razón con lo de Mark —dijo Isabel—. Solo quería…
—Ya lo sé —dijo Morgan. La canción se detuvo un segundo. De repente estábamos todos en silencio. Ella extendió la mano, con la palma hacia arriba—. Ya lo sé.
Isabel la miró y luego soltó la mano de Frank. La música comenzó de nuevo. Era la apoteosis final y Norman me agarró y me hizo girar justo cuando Isabel tomaba la mano de Morgan, inclinaba la cabeza hacia atrás en una carcajada y cerraba los ojos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Frank detrás de mí, mientras Isabel y Morgan chocaban cadera con cadera, las dos riéndose como locas.
—Es cosa de chicas —le dije. Y Norman y yo nos acercamos a ellas, formando un círculo demencial, y bailamos juntos la canción.