13

Era la segunda semana de agosto, dos días antes del eclipse de Mira, y Morgan llegó al trabajo con un plan.

—Me voy a Durham a darle a Mark una sorpresa —anunció. Se había rizado el pelo y se había maquillado; además, llevaba una falda bonita y una blusa que no reconocí—. ¿Puedes hacer tú mi turno?

—Esa falda es mía —dijo Isabel.

Morgan bajó la vista.

—No me devolviste los veinte pavos que te presté para comprarla. Además, la cuidaré bien, te lo prometo.

Isabel refunfuñó, agarró una jarra de agua y volvió a su mesa.

—¿Puedes encargarte de mis turnos? —me pidió Morgan—. ¿Al menos esta noche y mañana por la mañana? Te llamaré si me quedo más tiempo.

—Claro —dije. El único plan que tenía era el retrato—. No hay problema.

—¡Estoy tan contenta! —exclamó mientras Isabel volvía a poner la jarra sobre la barra—. Ya sabes que el calendario cambia constantemente y nunca se sabe cuándo son los partidos, pero estaba leyendo el horóscopo en el periódico y he visto en la página de deportes que el equipo está en Durham esta noche para jugar contra los Bulls. —Hablaba atropelladamente; nunca la había visto así—. Y desde que vino el 4 de julio a verme estoy deseando devolverle la sorpresa. Además —dijo inclinándose hacia mí—, tengo una idea descabellada.

—¿Cuál? —pregunté, mientras Isabel metía la cabeza entre las dos.

—¿Qué idea? —preguntó.

—Bueno —dijo Morgan tímida, retorciéndose uno de los rizos—. No sé si debo contárosla…

—Claro que debes —dijo Isabel toda seria—. Cuéntamela.

—Estaba pensando —dijo Morgan—, que todo esto de la boda ha sido fatal para Mark y para mí. Y que este estrés es una tontería. La ceremonia me importa un pimiento, ¿sabes? Lo único que quiero es casarme.

—Espera un momento —dijo Isabel en voz baja.

Morgan no la oyó.

—Entonces, estaba pensando —continuó—, que si estamos los dos en Durham, bueno, pues que Dillon solo está a tres horas de allí.

—¿Dillon? —pregunté.

—Un pueblo en el estado de Carolina del Sur —soltó Isabel.

—Y allí se celebran bodas —explicó Morgan entusiasmada—. Podemos ir, hacer el papeleo, casarnos al día siguiente y volver a tiempo para el partido contra los Bulls.

—¿En serio? —pregunté. Isabel me lanzó una mirada y me callé inmediatamente.

—Ya sé lo que vas a decir —siguió Morgan, levantando la mano—. Y es una locura. Pero Mark es tan espontáneo. Le encantará. Y si mis padres quieren hacer después una fiesta en nuestro honor, genial. Y si no, ¿qué más da? Estaremos casados.

Estaba radiante. Pero Isabel había puesto una cara de las suyas.

—Oh, venga —dijo Morgan, cogiéndole la mano—. ¿No puedes alegrarte por mí? ¿Solo esta vez?

—Es que no quiero que hagas algo de lo que te vas a arrepentir —dijo Isabel—. Morgan, piénsalo un momento. Fugarte y casarte con ese tío es…

—No es un tío cualquiera —dijo Morgan con una carcajada fácil—. Es Mark.

—Ya lo sé. —Isabel frunció el ceño—. Lo único que digo es que no vayas con muchas expectativas, ¿de acuerdo? Si no le parece buena idea, no te pongas histérica. Es todo muy repentino.

—No seas tonta —dijo Morgan, y se levantó—. Llevamos seis meses comprometidos. Es la solución perfecta. No me puedo creer que no se me haya ocurrido antes. —Se colgó el bolso.

—Morgan —dijo Isabel—. Por favor.

—No seas tan preocupona. —Morgan dio media vuelta e hizo revolotear la falda—. Todo va a salir bien, créeme. La próxima vez que nos veamos, seré la esposa de Mark McCormick. —Abrió la puerta de un empujón.

—Oh, Dios —dijo Isabel en voz baja, y de repente me di cuenta de que estaba a punto de llorar.

—¡Os llamaré, chicas! —gritó Morgan cuando salió al exterior poniéndose las gafas—. Deseadme buena suerte, ¿de acuerdo?

—Buena suerte —dije yo, y ella se despidió con la mano. Nunca la había visto tan feliz. Iba a decirle algo a Isabel, pero ya había salido a fumar un cigarro. Levantó la vista al cielo bajo el cartel del Última Oportunidad mientras Morgan tocaba el claxon y se marchaba.

Alguien me sacudía suavemente por el brazo.

—Colie.

Abrí los ojos, sin saber dónde estaba. Miré hacia abajo y vi el sillón azul antes de reconocer la mano sobre mi brazo, moteada de pintura blanca.

Claro. Estaba en el cuarto de Norman.

—¿Qué hora es? —pregunté. Sentía la boca seca y había soñado algo que ahora no era capaz de recordar.

—Las diez y media —dijo Norman. Se estaba limpiando las manos en un trapo—. Te me has quedado frita.

—Lo siento. —Me senté más derecha, todavía adormilada. Se me había agarrotado el cuello—. A partir de ahora estaré despierta, te lo prometo.

El teléfono sonó detrás de mí, fortísimo, lo que me sobresaltó. Norman se levantó y se dirigió al caballete.

Dos timbrazos.

—Norman —dije.

Me ignoró y limpió una mancha de pintura del suelo.

Tres. Cuatro.

—Norman —insistí. Todavía me parecía estar medio soñando—. Por favor.

El contestador cogió la llamada y se repitió el mensaje de siempre.

—Joder —gemí—. No lo aguanto.

—¿Quieres que responda? —me preguntó de repente.

—Sí —dije, aunque había algo en su tono que me hizo dudar—. Pero…

—¿Estás segura? —me interrumpió.

—Norman…

Ya había cruzado el cuarto. Su antebrazo estaba tenso, las puntas de los dedos blancas por la tensión cuando cogió el teléfono.

—¿Diga?

Me dejé caer en el sillón. Aquella tampoco era mi guerra.

—Sí, aquí estoy —dijo en voz baja—. No, no pasa nada.

Me concentré en el móvil de los transportadores sobre mi cabeza, intentando no escuchar. Me pregunté qué estaría diciendo su padre.

—Ya hemos hablado de esto —dijo Norman en tono cansado—. Nadie te ha pedido que me ayudes. No espero que lo hagas. Esto lo estoy haciendo yo solo.

Me levanté, con intención de salir hasta que terminara. Pero él levantó la mano para detenerme, sin darse la vuelta siquiera.

—Lo tuyo es increíble —dijo, y se rió con una risa extraña, que no era alegre—. Siempre creí que entenderías que era importante para mí. De verdad. Nunca pensé que llegaríamos a esto.

Oí que la voz se elevaba al otro lado de la línea, y Norman cerró los ojos.

—Vale, papá —dijo, y se volvió hacia mí. Lo miré y él me devolvió la mirada, con los ojos firmes, sin un lienzo ni un propósito entre los dos—. Mira, puedes decir que no te importa todas las veces que quieras. Pero el que llama cada noche no soy yo, papá. Eres tú.

Entonces se quedó callado escuchando. Yo no oía nada. Y, al cabo de un minuto, colgó.

—Norman —dije en voz baja. Él se miró el brazo y empezó a quitase la pintura con un dedo—. Lo siento. No quería…

—No importa —dijo, meneando la cabeza—. No pasa nada.

Volvió al caballete y se puso detrás del lienzo. Parecía cansado y recordé la vez que lo encontré soñando. Me pregunté si también entonces era la cara de su padre la que había visto.

Me senté en mi sitio y me puse las gafas. No hablamos.

—Es que —dijo de repente— yo soy el único de sus hijos que no está haciendo exactamente lo que él había planeado. Todo esto del arte le pone de los nervios, siempre le ha desquiciado. Su idea del arte es uno de esos cuadros aterciopelados de perros que juegan al póquer.

Sonreí. Una ligera brisa entró por la puerta abierta e hizo girar los transportadores. Chocaron unos contra otros, y contra las reglas y Norman los observó, meneando la cabeza.

—Me gusta mucho esto —dije, señalando el móvil.

—¿Sí? —dijo—. La geometría era la única asignatura que me gustaba en el colegio, bueno, además del arte. Tiene algo regular y agradable. Todos esos teoremas y leyes. Sin dudas.

—Pues sí —respondí.

—Me gustaba poder estar seguro de que iba a permanecer igual para siempre —dijo, con el pincel en la mano sujeto con un gesto ligero, y los ojos fijos en el móvil, que seguía girando—. Podrías volver sobre ella dentro de un millón de años y encontrarla exactamente igual.

Y me miró y sonrió, y sentí su sonrisa hasta la punta de los dedos de los pies.

—Eso me gusta —dijo.

Estuvimos un minuto sin hablar; solo se oía el rumor de la hojas fuera. Me sentía responsable por lo que acababa de pasar; quería igualar las cosas. No eran solo las sonrisas lo que había que ganarse.

—Norman.

—Sí —dijo, frotándose los ojos. Era tarde. Pero tenía que hacer una cosa. Así que me toqué el anillo del labio con la lengua y respiré hondo.

—¿Te acuerdas cuando empezamos y me preguntaste si había algo de lo que no quería hablar?

Limpió el pincel con el faldón de la camisa.

—Sí.

—Bueno, pues sí hay algo. —Recogí las piernas en el sillón y me quité las gafas—. Lo que has visto de mí este verano no es quien soy de verdad. Bueno, no es quien era de verdad.

Arqueó las cejas.

—La cuestión es —continué despacio, restregando los dedos por la tela azul y desgastada del sillón— que en mi ciudad todo el mundo me odia.

Esperaba que me interrumpiera, pero no lo hizo. Así me asustaba incluso más. Quería que apareciera Mira junto a mí y me guiara delicadamente fuera de allí, como había hecho en el mercadillo, salvándome de lo que fuera a salir de mi boca a continuación. Pero estaba sola. Tragué saliva.

—Yo antes era muy gorda —dije—, y nos mudábamos constantemente de ciudad. Hasta que llegamos a Charlotte, donde alguien hizo correr el rumor de que me había acostado con un chico, pero era mentira. Ni siquiera lo conocía. Solo estábamos hablando, y…

—Colie.

—No —dije con firmeza.

Fuera, la brisa volvía a soplar: oí las campanillas de viento de Mira. Tenía que continuar.

—No pasó nada de nada, pero al día siguiente todos empezaron a insultarme, y no han parado desde entones. Por eso fui tan antipática cuando viniste a buscarme a la estación. No estaba acostumbrada a que alguien fuera amable conmigo.

—No tienes que contarme eso —me dijo en voz muy baja.

—Pero quiero hacerlo —dije, y me temblaba la voz—. Eres el único al que he querido contárselo.

Seguía sin ser capaz de mirarlo, incluso cuando salió de detrás del caballete.

—Colie.

Meneé la cabeza.

—Ese es mi verdadero yo, Norman. Bueno, no quiero decir que hiciera esas cosas, porque no las hice. Pero para ellos siempre he sido una zorra, y sigo siéndolo.

Me atraganté con esta última palabra. Casi me arañó la garganta cuando la obligué a salir.

—Colie —me dijo con suavidad. Sentí que me observaba; estaba muy cerca.

—No les importaba el daño que me hacían —seguí—. Casi me mata.

—Pero no te mató —dijo él, y entonces alargó la mano y me levantó la barbilla, de forma que tuve que mirarlo—. Tú siempre has sabido la verdad, Colie. Eso es lo único que importa. Tú lo sabías.

El último año me inundó el pensamiento: todas las provocaciones y las cosas terribles que me habían dicho, cada parte de mí que me habían arrebatado.

La cara de Chase Mercer, enmarcada en el haz de luz de la linterna, que ya se iba separando de mí.

Caroline Dawes con su grupito de amigas en el vestuario del gimnasio, riéndose a carcajadas mientras yo intentaba girarme para cambiarme de ropa.

El hombre del salón de tatuajes que se inclinaba con la aguja —esto te va a doler— mientras yo cerraba los ojos.

Mi madre sentada frente a mí en la mesa del comedor en una casa nueva, rogándome que le contara qué me pasaba.

Mi cara enfadada reflejada en la ventanilla del tren, entrando en Colby, el último sitio en el que querría estar.

Sentada en el universo de Norman todo empezó a girar, cada vez más rápido, y sentí que me agarraba al sillón con todas mis fuerzas.

«Suéltalo», oí decir a Isabel en mi cabeza. «Suéltalo.»

Los giros aumentaron en intensidad, arrastrando todo a su paso. Y en el centro estábamos nosotros dos, sentados totalmente inmóviles, aguantando la tormenta.

Agarré el sillón más fuerte y cerré los ojos. Norman tenía razón: lo había sabido siempre. Y había llevado esa verdad cerca de mi corazón, protegiendo la parte más sensible de mí misma.

«Suéltalo», oí susurrar a una voz en mi cabeza. Tal vez era Isabel de nuevo, todavía dándome lecciones. O mi madre, obrando sus milagros. Mira o Morgan, animándome. O Norman, que reconocía esa verdad como el regalo que era. O tal vez fuera mi propia voz, que había estado todo ese tiempo callada, y ahora por fin dejaba de estarlo.

Suéltalo.

Y, así de simple, lo solté.

En ese instante, cesaron los giros y todos los elementos volvieron a caer en su sitio. Respiré hondo y recobré el equilibrio. Abrí los ojos y Norman se levantó de repente y dio un paso atrás, como si él también lo hubiera sentido.

Me estaba mirando y me pregunté si mi cara habría cambiado. Si me vería distinta a la chica que llevaba semanas recreando sobre el lienzo.

Lo más raro de todo era que yo me sentía distinta. Como si algo que llevara mucho tiempo en tensión se hubiera aflojado y todo lo que había estado tenso hubiera vuelto a su lugar. Y los veinte kilos y medio por fin habían desaparecido para siempre.

—El retrato —dije. Volví a adoptar mi pose, coloqué la barbilla con el corazón todavía acelerado—. Tenemos que…

Miró hacia el otro lado del cuarto.

—Colie —me dijo—. Está terminado.

—¿En serio?

—Sí. —Se giró, caminó hacia el caballete y dejó el pincel en la lata de café—. Le di los últimos toques hace más o menos una hora.

—¿Y por qué no me despertaste entonces?

—No sé —dijo—. Parecía que estabas soñando algo bueno.

Me levanté, me estiré, y fui hacia el lienzo.

—Muy bien —dije—. Vamos a verlo.

Me adelantó, cuando quería podía ser muy rápido este Norman, y se colocó delante del caballete.

—Un momento —me dijo.

—Oh, no. Llevo siglos esperando. Me lo prometiste.

—Sí, ya lo sé. Y te lo enseñaré. Pero es que… quiero que sea especial.

—¿Especial?

—Sí —me dijo—. Déjame que te invite a cenar mañana por la noche. Lo prepararé todo y lo descubriremos, a lo grande. Para conseguir el efecto total.

—Norman —dije, suspicaz—, si me estás tomando el pelo…

—Que no —me aseguró—. Te lo juro. —Y se llevó la mano al pecho para mostrarme su sinceridad—. Cena y descubrimiento. Será genial. Confía en mí.

—De acuerdo —acepté. Era como una cita, una cita de verdad—. Aquí estaré.

Nos dimos las buenas noches y cuando salí recordé mi sueño. Me llegó de repente e hizo que me detuviera en seco.

Estaba en la playa, besando a un chico. Sentía el sol en la cara, deslumbrante y cálido como en las tardes en las escaleras traseras del Última Oportunidad. Era un buen beso y lo estaba disfrutando; separé la cabeza y sonreí al chico, que me devolvió la sonrisa.

Era Norman.

—¡Joder! —dije. Dejé de caminar. Gato Norman estaba al borde del porche, lamiéndose las patas, y me miró sobresaltado.

«Parecía que estabas soñando algo bueno», me había dicho. Y después, cuando le conté todo, se había quedado allí conmigo, cerca.

De repente vi aproximarse unos faros por la carretera. Rápido. Oí el coche antes de verlo; la gravilla crujía y saltaba a medida que se acercaba.

Rodeé el porche de Mira, preguntándome quién llegaría tan tarde. La casa estaba iluminada, Isabel se encontraba sentada en los escalones de la entrada con Frank, el chico que había conocido el 4 de julio. Veía arder la punta del cigarrillo; siempre fumaba cuando Morgan no estaba.

El coche tomó el camino de entrada, haciendo saltar las piedras, y la luz de los faros se extendió entre los árboles antes de inundar el porche. Era el Golf. Isabel se levantó y se protegió los ojos con la mano.

—¿Quién es? —preguntó Frank.

El coche avanzó a toda velocidad hacia la casa, derrapando ligeramente, antes de detenerse en seco, con un frenazo. Se abrió la puerta del conductor y al iluminarse el interior reconocí a Morgan.

—¿Qué ha pasado? —preguntaba Isabel mientras Morgan subía corriendo los escalones. Había dejado el coche en marcha, con las luces largas puestas, por lo que podía verla perfectamente. Tenía el rostro enrojecido y con manchas, y se tapaba la boca con la mano. También llevaba algo colgado del cuello, algo amarillo y de aspecto esponjoso.

Atravesó corriendo el salón y se metió en el cuarto de baño. Isabel tiró el cigarrillo y la siguió a toda prisa.

Me acerqué un poco más, hasta el seto que separaba las dos casas. Frank apagó el motor y las luces del coche y de repente todo quedó en silencio. Permaneció fuera.

—¡Morgan! —Vi a Isabel a través de la ventana entreabierta de la cocina. Golpeaba la puerta del cuarto de baño—. ¡Abre la puerta!

No hubo respuesta. Isabel golpeó con más fuerza.

—Morgan, venga —dijo Isabel—. Me estás asustando.

Isabel, asustada. Eso sí que no lo había visto nunca.

Frank entró con las manos en los bolsillos. Se quedó a una distancia respetuosa de Isabel, observando la situación, antes de preguntar:

—¿Quieres que…?

—Vete —le dijo Isabel, haciéndole una seña con la mano. Ni siquiera lo miró—. Luego te llamo.

—Sí, claro. —Ya estaba retrocediendo. Este no era un buen lugar para los pusilánimes. Esperé a que se marchara antes de acercarme al porche.

—¡Morgan! —gritaba Isabel—. ¡Abre la puerta ahora mismo!

Nada. Entré.

—Esto es de locos —dijo Isabel. Tampoco me miró, pero de alguna manera sabía que estaba allí—. Cuéntame que ha pasado —le dijo a la puerta. Luego con más suavidad, suplicando—: Morgan.

—Tal vez sería mejor que… —empecé a decir. Pero no pude continuar.

—Te vas a alegrar, Isabel —dijo Morgan detrás de la puerta. La voz sonaba tensa y ahogada, y tuve que prestar atención para entenderla—. Porque tenías razón. Así que ya puedes celebrarlo.

—Cuéntame qué ha pasado.

El picaporte se movió, tardó un segundo en girar, y Morgan salió. Llevaba la ropa de esa mañana, pero era una pura arruga, y la falda tenía un gran desgarrón en la parte delantera. Se había arañado la rodilla derecha y los ojos estaban hinchados y enrojecidos. En la mano apretaba un pañuelo de papel. Lo que llevaba en el cuello era uno de esos collares hawaianos; lei creo que se llaman. Era amarillo y parecía sucio, como si también hubiera sufrido algo grave.

—Dios mío —dijo Isabel al mirarla.

—Adelante, Isabel —dijo Morgan, haciéndole un gesto con el pañuelo de papel—. Date un golpecito en la espalda. Haz lo que sea que hacéis los que siempre tenéis razón.

—¿De qué estás hablando? —dijo Isabel—. Mira cómo has dejado mi falda, por favor.

—¡Tenías razón desde el principio! —gritó Morgan—. Y sé lo mucho que te gusta tener razón. Te va la vida en ello. Así que échate un bailecito o lo que sea. Hazlo de una vez.

Isabel arqueó una ceja.

—¿Por qué no me cuentas lo que ha pasado?

—¿Y por qué te lo voy a contar? —preguntó Morgan. Su voz sonaba aguda y alterada—. Ya conoces toda la historia, de principio a fin. Te has sentido siempre tan orgullosa de tener a Mark bien calado.

Isabel me miró. Yo miré al suelo. Se oía la respiración agitada de Morgan, espasmódica, como la de las histéricas que salen en las películas. Me pregunté si no sería mejor marcharme.

—De acuerdo —dijo Isabel en tono tranquilo. Por una vez, deseé que hubiera música, muy alta—. ¿Había una chica?

—¡Pues claro que sí! —gritó Morgan—. Había una chica viviendo en el hotel con él. ¿Y sabes lo que era? ¿Lo sabes?

Isabel suspiró.

—¿Una stripper? —preguntó.

—¡Sí! —Morgan la señaló con el pañuelo como si hubiera ganado un premio—. ¿Y qué más?

—No lo sé —dijo Isabel con delicadeza.

—Sí, sí que lo sabes —saltó Morgan—. Venga, Isabel. ¡Eres una experta en esto, tía! Adivina.

Observé cómo se movía el lei con las sacudidas de su pecho.

—No quiero adivinarlo —dijo Isabel—. ¿Por qué no me lo…?

—Oh, no —dijo Morgan, levantando la mano—. Tienes que adivinarlo. Te daré una pista. También era su… —y dobló los dedos para indicar que venían comillas; por primera vez noté que no tenía puesto el anillo, su piedra de toque—… espacio en blanco. Rellénalo.

Isabel miró al suelo. Nunca la había visto tan silenciosa.

—Esposa —dijo en voz baja.

—¡Exacto! —gritó Morgan—. Y aquí tenemos la pregunta del millón. La medalla de oro. ¿Lista?

—Morgan —dije.

—¡Lista! —gritó Morgan sin prestarme atención—. Además estaba… espacio en blanco. ¿Qué? ¿Cómo estaba?

Isabel miró por la ventana de la cocina. Solo se oía la respiración de Morgan.

—¡Venga! También estaba… ¿Cómo estaba, Isabel?

Y entonces Isabel, con una voz tan triste que te partía el alma, dijo:

—Embarazada. Estaba embarazada.

Morgan levantó las manos.

—¡Exacto! ¡Embarazada! ¡De su hijo! Ha ganado usted el sofá y el coche y la vajilla, señorita Isabel. Y el panel final y el bote acumulado. ¡Enhorabuena! —gritó.

Se dio media vuelta y se metió en su cuarto, dando un portazo tan fuerte que hizo temblar el suelo bajo mis pies.

Miré a Isabel.

—Genial —dijo—. He ganado.

Esperamos una hora a que Morgan saliera. Y luego otra. A las dos y media de la mañana, cuando me estaba quedando dormida, Isabel me dijo que me fuera a casa.

—No hay razón para que te quedes —me dijo, y se puso en pie—. Yo dormiré en el sofá y ella estará bien por la mañana.

Miró hacia la puerta del dormitorio. Me di cuenta de que no estaba tan segura.

—Puedo quedarme —ofrecí.

—No. —Ya se había acostado en el sofá y alargó la mano para apagar la luz de la mesita de noche—. Vete. Mañana nos vemos.

Fui hacia la puerta y la abrí de un empujón. Vi la luz de mi dormitorio desde el porche, alegre, esperándome.

—Oye, Colie —me dijo Isabel a mi espalda. El salón ya estaba a oscuras y no la veía.

—¿Sí?

—¿Y qué hacías tú por ahí tan tarde?

—Norman y yo estábamos terminando el retrato —le dije—. Ya está listo.

—Genial —dijo con un bostezo.

—Me ha invitado a cenar mañana; cocina él —añadí en voz baja—. Es una, bueno, una especie de cita.

—¿De verdad? —preguntó, ahora más despierta—. ¿A qué hora?

—No lo sé —dije—. A la hora de cenar, supongo. —Norman no era aficionado a la puntualidad, precisamente.

—Pásate primero por aquí —me dijo. Oí cómo se acomodaba en el sofá. Su voz sonó amortiguada cuando dijo—: Te ayudaré a arreglarte.

—¿En serio?

—Claro. —Ahora estaba adormilada, la voz cada vez más baja—. Mañana todo saldrá bien. Perfectamente.

Cerré la puerta despacio y atravesé el jardín; salté por encima del seto. De camino a mi cuarto pasé por delante del dormitorio de Mira; se había quedado dormida con la luz encendida, escuchando música con los auriculares, a uno de los cuales, claro, le faltaba la almohadilla. Todavía estaba en marcha. Saqué el disco y lo reconocí inmediatamente. Tapé a mi tía con la manta, le quité los cascos y me los puse yo. Ahí estaba la voz de mi madre.

—No creo en el fracaso —decía con su habitual tono seguro y animado—, porque al decir que hemos fallado, ya estamos admitiendo que lo hemos intentado. Y todo el que lo intenta no fracasa. Los que fracasan, en mi opinión, son los que ni siquiera lo intentan. Los que se quedan sentados en el sofá y se quejan y gimotean y esperan que el mundo cambie para ellos.

Sonreí. Había oído estas palabras muchas veces. Y mientras seguía escuchando, fui a la ventana de Mira y contemplé la luna.

Colgaba radiante en el cielo, amarillenta, madura, esperándome. Luego miré hacia la casita. La luz del porche estaba encendida y vi a alguien sentado en los escalones. Alguien con la cabeza entre las manos y un lei sucio en el cuello, sentada a la luz del cuarto de Mira.

—Si intentas algo —continuó mi madre, su voz ganando fuerza—, si intentas adelgazar o mejorar o amar o transformar el mundo en un lugar mejor, ya has logrado algo precioso, incluso antes de empezar. Olvídate del fracaso. Si las cosas no salen como querías, mantén la cabeza alta y siéntete orgullosa. Y vuelve a intentarlo. Otra vez. ¡Y otra!

«Vuelve a intentarlo.» Pensé en mi noche con Norman mientras miraba a Morgan y recordaba lo feliz que se había sentido porque Mark la hubiera escogido a ella. Y me pregunté dónde estaría ese anillo brillante.

«Vuelve a intentarlo.»