El Mercadillo Anual de la Parroquia Baptista estaba abarrotado, incluso a las ocho de la mañana. Fui con Mira. Ella llevó la bici andando hasta las escaleras de la iglesia y la encadenó a los barrotes por precaución.
Casi todo el pueblo estaba allí. La iglesia era pequeña y blanca, como sacada de una postal, y la gente deambulaba por el césped verde bien cortado, rebuscando entre los objetos expuestos y las mesas llenas de trastos: platos desparejados, viejas cajas registradoras, ropa antigua. En el aparcamiento se encontraban los objetos más grandes, como una caravana plegable, una barca vieja con pintura roja desportillada y el espejo de hierro forjado más grande que había visto en mi vida, con el cristal roto, naturalmente, que inmediatamente llamó la atención de Mira. En cuanto candó la bici, se fue directa a él y me dejó frente a una mesa repleta de jaulas viejas para hámsteres y pájaros.
Durante la hora que pasé curioseando, me fui dando cuenta de las reacciones de la gente ante Mira. Vi cómo la miraban, o se reían a su espalda cuando pasaba. Unos cuantos, como Ron, del Quik Stop, o el pastor de la iglesia, la saludaron. Pero casi todo el pueblo parecía considerarla una especie de extraterrestre.
—¡Oh, Dios santo, mira eso! —Oí una voz que reconocí—. Mira Sparks ya está comprando.
Me di la vuelta despacio y allí estaba Bea Williamson, con la Niña Cabezona a la cadera, meneando la cabeza en dirección a Mira, que se encontraba en cuclillas examinando unos patines.
Tal vez fue por haberme enfrentado a Caroline Dawes. O tal vez la había venido acumulando todo el verano, pero de repente me invadió una gran furia hacia Bea Williamson y todas las maldades que le había oído decir sobre Mira. Surgió como una oleada de rubor que me ascendió por el cuello e hizo que se me erizara el cabello. Era una sensación distinta a la vergüenza, pero similar. La miré con mala cara; llevaba un vestido veraniego de algodón a cuadros y sandalias blancas, y su melena rubia ondeó al agacharse para depositar a la Niña Cabezona sobre la hierba. Cuando levantó la vista, no me miró. No me había reconocido.
«Le pasa algo con Mira —me había dicho Morgan hacía semanas—. No sé qué.»
Pero no hacía falta ningún motivo.
Me puse al otro lado de la mesa, observándola, y fingí comprobar el precio de una rueda para hámster doblada.
—Me sorprende que no llegara la primera —estaba diciendo mientras la niña pasaba a su lado y rodeaba una mesa cubierta con manteles individuales de plástico—. Creí que acamparía aquí anoche para llevarse las mejores gangas.
—Ay, Bea —dijo una de las mujeres, clónica, también vestida de blanco y azul y con el pelo del mismo estilo—. Qué mala eres.
—Es horrible —dijo Bea, atusándose el cabello—. Cada vez que la veo, me entran náuseas.
Volví a pensar en Caroline, en cómo había arrugado la nariz al verme en el Última Oportunidad. Y me giré de nuevo hacia Mira, sabiendo que esta no era mi guerra, y que, si ella actuaba como si no le importarse, yo debería hacer lo mismo.
Pero ya estaba bien.
Me di cuenta de que estaba rodeando la mesa, hasta acercarme a Bea Williamson. Me coloqué entre ella y su clon azul. Ella dio un paso atrás, sorprendida, y luego recordó quién era yo: dirigió la vista inmediatamente al anillo de mi labio. La cara todavía me ardía y estaba dispuesta a hacer por Mira lo que ella nunca había hecho por sí misma.
Respiré hondo, sin saber qué palabras iban a salirme, ni cómo iba a empezar. Pero no tuve ocasión.
—¿Colie?
Era Mira. Estaba justo a mi lado, con su bici; en la cesta llevaba encajada una tostadora de metal resplandeciente, en la que se veía el precio: cuatro dólares. Parecía que ni siquiera había visto a Bea Williamson y a su amiga.
—¿Estás lista para irnos? —me preguntó, poniéndome la mano sobre el brazo.
Miré a Bea Williamson, con todas las palabras que había estado a punto de soltar agolpándose para salir. Pero Mira ya estaba empujando la bici con la tostadora traqueteando, sin darse cuenta de nada, y tuve que seguirla.
Caminamos juntas por la carretera hacia el Última Oportunidad, con la bicicleta entre las dos. La tostadora hacía ruido cada vez que nos topábamos con un bache. El resto de sus compras —dos sombrereras, un puf y unas llaves de tubo— las había dejado allí para que Norman las recogiera después.
Cuanto más nos alejábamos, más me molestaba lo que acababa de pasar, hasta que no pude aguantarme.
—Mira —le dije de repente mientras pasaba un coche, ¿cómo lo soportas?
Levantó la vista hacia mí, esquivando un socavón. La tostadora chocó con la cesta.
—¿Soportar qué?
—Vivir aquí —dije, abarcando con un gesto de la mano el Última Oportunidad, el Quik Stop, todo—. ¿Cómo soportas que te traten así?
Volvió la cabeza.
—¿Y cómo me tratan? —me preguntó. No sabía si estaba de broma.
—Ya sabes a lo que me refiero, Mira. —No tenía ganas de empezar a enumerar cosas, para ofenderla aún más. Pero tenía que dejárselo claro—. Las cosas que dicen sobre tu bici, o tu ropa. Su forma de mirarte y reírse. Es que… es que no entiendo cómo lo aguantas, un día tras otro. Tienes que sufrir tanto…
Se detuvo y se apoyó en la bici, mirándome con esos ojos grandes y azules tan parecidos a los de mi madre.
—No me hacen sufrir, Colie —me dijo—. Nunca ha sido así.
—Mira, venga ya —le dije—. Llevo todo el verano viéndolo. ¿Qué me dices de Bea Williamson? No me digas que…
—No, no. —Me interrumpió, meneando la cabeza—. No se trata de Bea Williamson. Ni de nadie. Soy una persona con suerte, Colie. Soy una artista, tengo salud y amigos que llenan mi vida y me hacen feliz. No tengo ninguna queja.
—Pero tiene que hacerte daño —insistí—. Aunque lo disimulas muy bien.
—No. —Y me sonrió, como si la cosa no fuera tan complicada como yo la pintaba—. Mírame, Colie —dijo, señalando su camisola amarilla, sus leotardos y las zapatillas moradas altas—. Yo siempre he sabido quién soy. Puede que no funcione perfectamente, que no sea como ellos, pero no pasa nada. Yo sé que funciono a mi manera.
Durante todo este tiempo había creído que lo teníamos todo en común, pero estaba equivocada.
Me quedé parada, en la cuneta, mirando cómo se montaba en la bici y empezaba a pedalear lentamente cuesta abajo, hacia casa. Se giró para saludarme con la mano y se dejó llevar, con el viento de espaldas. El pelo se le alborotó y la camisa amarilla empezó a aletear y, ante mis ojos, levantó el vuelo.
Al final de la hora punta sonó el teléfono y respondí mientras sacaba una libreta del bolsillo y un lápiz del pelo.
—Última Oportunidad —dije—. ¿Qué desea?
—¿Está Colie?
Era un chico. Miré a Norman, el único chico que se me ocurría que podía llamarme, y lo vi sentado junto a la plancha leyendo un libro sobre Salvador Dalí y comiendo patatas fritas.
—Soy yo —dije. Morgan levantó la vista de los saleros.
—Hola —dijo el chico, aliviado—. Soy Josh. El de anoche.
—Ah, cierto —asentí, y me apoyé contra la máquina de café—. Hola.
—Hola. Pues, estamos a punto de marcharnos de aquí, pero…, esto… —Se oían ruidos de fondo, gente hablando y puertas de coche que se cerraban—. Pero quería saber si puedo llamarte cuando vuelvas a casa. Yo también vivo en Charlotte.
—Ah, ¿sí?
—Sí.
Isabel llegó por el pasillo con el pelo recogido, lista para trabajar.
—¿Un pedido? —le preguntó a Morgan mientras me saludaba con la cabeza.
—No —susurró Morgan—. Un chico.
Isabel arqueó las cejas.
—Ponte derecha.
—No me ve —siseé yo, cubriendo el teléfono con la mano.
—Podríamos quedar a ver una peli o algo, antes de que empiecen las clases —continuó Josh.
Isabel también:
—Ponte derecha, he dicho. Y no le des tu número, aunque te lo pida.
—Isabel —dijo Morgan.
—No se lo des —repitió—. En serio.
—Me encantaría —le dije a Josh—. Pero seguramente no vuelva hasta mediados de agosto.
—Ah, bueno —respondió—. ¿Por qué no me das tu número ahora? —Alguien se rió al fondo, otro chico, y oí que Josh tapaba el teléfono.
—Mm —dije, e Isabel me miró con el ceño fruncido, con una mano en la cadera—, ¿sabes? Me acaban de asignar unas cuantas mesas, tengo que colgar. Pero pídeselo a Caroline. Vive justo al lado de mi casa.
—Ah, ¿sí? No me lo ha dicho.
Ya me imagino, pensé. Morgan soltó una carcajada, pero Isabel se limitó a asentir y fue a por la comida del pasaplatos.
—Mira, me tengo que ir —dije—. Pero llámame, ¿vale? En agosto.
—En agosto —dijo—. Te llamaré.
Colgué y miré a Isabel. Norman había dejado el libro y observaba desde la cocina. Desde que volvió del mercadillo se había estado comportando de forma rara, agachando la cabeza y rehuyendo mi mirada. No sabía qué le pasaba.
—Nuestra Colie —dijo Morgan orgullosa—. Mira cómo ha crecido.
—Todavía andas encorvada —dijo Isabel.
Sonreí a Morgan, que suspiró y rellenó otro salero.
—Amor juvenil —dijo—. Hace que eche de menos a Mark.
—Buah —dijo Isabel, sirviéndose una coca-cola—. No empieces.
—Fue una sorpresa tan bonita por su parte —dijo por milésima vez, por lo menos. La visita sorpresa de Mark había resuelto sus dudas de una vez por todas y la había dejado con una expresión de ensoñación permanente: según Isabel, solo podía ser amor, o gases—. Quiero darle una sorpresa yo también a él, ¿sabes?
Isabel puso cara de martirio.
—Me va a llamar en agosto —dije, enredándome el cable del teléfono en la muñeca.
—No aceptes su primera invitación para salir —me dijo Isabel, mientras sacaba una revista de un montón que tenía junto al balde para recoger los platos sucios—. Dile que estás ocupada al menos una vez. Mejor dos. Tú eres la que manda, Colie.
—Sí. —Me pregunté cómo me las arreglaría cuando ella no estuviera.
Oí la puerta de la cocina cerrarse de un portazo. Norman se había marchado, dejando el libro abierto sobre la mesa. Cuando miré fuera, estaba de pie junto a su coche, lleno de trastos que había comprado en el mercadillo. El puf de Mira estaba en el asiento de atrás, y una esquina de falso cuero color naranja asomaba por la ventanilla.
—Tía —dijo Morgan—, ¿qué le pasa a Norman?
Isabel pasó la página de la revista.
—Que está celoso.
—¿De qué?
Isabel me miró.
—¿A ti qué te parece?
—A mí no me mires —dije—. ¿De qué estás hablando?
—Le gustas. ¿No se lo notaste en la cara cuando estaba hablando contigo en los fuegos artificiales, Colie? Era evidente.
—No —dije—. Te equivocas.
—Nunca me equivoco con estas cosas. —Miró a Norman, que ahora estaba sentado en el asiento delantero del coche, enredando con la guantera. La cerró de golpe; se abrió sola. Y otra vez. Y otra.
—¡Mierda! —gritó.
—¿Ves? —dijo Isabel—. Está celoso. Probablemente tenía un plan para conquistarte. Probablemente —dijo, pensando—, te iba a pedir que posaras para un retrato.
El retrato. Chocolate caliente.
—Oh, no —dije despacio—. Anoche. Se me olvidó totalmente.
—¿Qué se te olvidó? —preguntó Morgan.
—Me iba a hacer chocolate caliente.
—¿En serio? —preguntó Morgan mientras se reacomodaba en el asiento—. Tía, pues está buenísimo. En serio. Lo prepara con leche, no con agua, y luego…
—Morgan. —Isabel dejó la revista.
—¿Sí?
—Cállate. —Se volvió hacia mí—. ¿Y? ¿Qué te parece?
—¿Norman?
—Pues claro. —Isabel puso cara de exasperación—. Sí, Norman.
Miré hacia fuera. Ahora estaba sentado en el maletero del coche, con su camiseta naranja y las gafas Ray-Ban negras. ¿Que qué me parecía Norman? Bueno, era mono. Y había sido majo conmigo desde el día que llegué a Colby. Pero no era Josh. Por otro lado, tampoco era Chase Mercer.
—No sé —dije—. Me cae muy bien, pero es tan…
—Tan ¿qué?
Pensé en Josh, tan guapo. Luego en Norman, dormido e intranquilo bajo todos sus móviles.
—Bueno, es un poco… la verdad es que no es mi tipo.
—Tu tipo —dijo Morgan.
Isabel arqueó una ceja.
—¿Y cuál es tu tipo, si puede saberse?
—Ya sabes a qué me refiero —dije—. Todas esas cosas que colecciona. Y las gafas, y su coche… No sé. Es solo… Norman. Ya sabes.
—No —dijo, cruzándose de brazos—. No sé.
—Es muy mono —dije—. Pero no sé si podría llegar a salir con él, la verdad. Es un poco rarito. Eso sí lo entiendes, Isabel.
—Pues no, no lo entiendo —respondió despacio. Morgan dejó el salero—. Lo que sí sé —siguió Isabel, cogiendo carrerilla— es que cuando te presentaste aquí vestida toda de negro, con ese maldito labio perforado y el pelo hecho un desastre, y aún más borde que yo, «rarita» se queda corto para describir lo que pensé de ti.
—Isabel —dijo Morgan.
Isabel levantó una mano para hacerla callar.
—No —dijo. Y se volvió hacia mí—. Mira, Colie. No dejes que un niñato guapo te haga olvidarte de ti misma. Nunca te habría animado si hubiera pensado que te ibas a volver como la chica esa que te insultó.
—Yo no soy así —dije, dolida.
—Ahora mismo, sí lo eres. —Volvió a coger la revista—. Norman es el chico más majo y más bueno que he conocido en mi vida. Si crees que no es lo bastante bueno para ti, es que debes de ser mejor que todos nosotros.
—Yo no he dicho eso —repliqué. Noté un nudo en la garganta. Morgan ni me miraba.
—No hacía falta que lo dijeras —siguió Isabel—. Tú, precisamente, deberías saber que lo que no se dice puede ser lo que más daño hace.
Tenía razón. Las palabras de Mira aquella mañana debían haberme enseñado algo. Me quité el delantal, lo enrollé en una bola y lo metí junto a la máquina de café. Luego salí de detrás del mostrador, avancé por el pasillo y me encerré en el baño.
Miré mi reflejo en el espejo: el nuevo pelo, las nuevas cejas. La nueva yo. Si Isabel tenía razón, nunca podría perdonarme a mí misma. Igual que mi madre había jurado no olvidar nunca los Años Gordos, yo no me permitiría olvidar los Años de la Vergüenza. Si los olvidaba, no sería mejor que Bea Williamson o Caroline Dawes.
Observé a Norman desde la ventana del aseo. Estaba inclinado sobre el guardabarros, buscando algo. Siempre se había portado bien conmigo.
Durante el resto del día no hablé con nadie. Isabel se marchó a primera hora de la tarde y nos dejó a Morgan y a mí para cerrar. Norman estaba en la cocina terminando de recoger.
Lo único que sabía de él era lo que había visto y supuesto. Lo había observado tantas veces desde mi cuarto mientras arrastraba objetos extraños hasta su apartamento: peces disecados montados sobre placas de madera, viejos trofeos de hockey, unas cuantas bandejas decoradas con los rostros de presidentes, incluso una plancha antigua para hacer tortitas que pesaba tanto que se le cayó y rodó por la hierba hasta chocar con estruendo contra el baño para los pájaros.
Y luego estaban los retratos. Y esa parsimonia al moverse. Y las gafas. Y, por fin, cómo le había ofendido sin querer. Cuando le pregunté a Morgan sobre él, levantó la vista y sonrió, como si hubiera estado esperando la pregunta.
—Oh, Norman —dijo mientras limpiábamos las bandejas con spray. Miró a la cocina y vio que estaba metido en la cámara refrigeradora, examinando una caja de limones—. Es un cielo.
—Es verdad —dije en voz baja. Si alguien podía perdonarme por lo que había hecho, era Morgan—. ¿Cuál es su historia?
Dejó la bandeja y dobló el trapo meticulosamente.
—Bueno —dijo, muy seria—, ha tenido muchos problemas familiares. Su padre es el gran Norm Carswell. Es el dueño de ese concesionario de coches, el que tiene un foco grande, justo antes del puente. Seguro que has visto los anuncios. Tiene el pelo blanco y habla moviendo mucho los brazos, dando gritos sobre buenos precios.
—Ah, ya —dije. Salía mucho en los descansos de los combates de lucha—. Los he visto.
—Bueno —dijo Morgan—. Pues por aquí es muy famoso. Está metido en el ayuntamiento, en el consejo de turismo, todo eso. Los dos hermanos mayores de Norman han seguido el negocio de su padre. Pero Norman…
Se interrumpió cuando se cerró la puerta de la nevera, y esperó a que apareciera Norman con unos cuantos limones y saliera a la calle.
—Pues —continuó en voz baja—, Norman no es el típico vendedor de coches, ¿no? Y hace un par de años, cuando empezó a hablar de estudiar bellas artes, su padre se puso histérico. Le dijo que no se lo pagaría, que era una pérdida de tiempo y todo eso. Algo absurdo, porque a Norman ya le habían dado una beca; empieza en otoño. Es muy bueno, Colie. Deberías ver sus cosas.
Pensé en el retrato en casa de Mira, y el que había visto de Morgan e Isabel.
Norman estaba en la puerta, examinando sus limones. Tiró uno por el aire y lo recogió.
—Entonces —continuó, mientras limpiaba otra bandeja— las cosas se pusieron tan mal, que Norman se fue de casa. Esto fue el año pasado, cuando tenía diecisiete años. Metió sus trastos en el coche y vivía ahí atrás, cerca de los contenedores hasta que Mira le ofreció un sitio. Fue la misma semana en que ese gato apareció en su puerta medio muerto. Ella los acogió a los dos.
—Vaya —dije, mirando a Norman, que seguía tirando al aire los limones, estudiando su caída—. Es increíble que su padre pueda ser así.
—Bueno, él ya había decido cómo quería que fuese Norman. Había dado demasiadas cosas por supuestas. —No me miró cuando lo dijo, pero yo supe que ahí estaba mi lección y esperaba que la aprendiera—. Es muy triste que su padre no lo entienda —añadió—. Nunca lo ha entendido.
—¿El qué? —pregunté, mientras Norman lanzaba un limón al aire y lo hacía circular con una sola mano. Al cabo de un momento lanzó otro, ahora usando las dos manos.
—A nuestro Norman —dijo Morgan, mientras el tercer limón se unía a la rueda y Norman los iba lanzando cada vez más alto y más deprisa, de forma que parecía una cinta amarilla—. Él es simplemente… —Y miró fuera; sonrió al verlo—. Es especial, Colie. Por eso tienes que tener cuidado, ¿vale?
—Vale —respondí. Ella asintió como si ya estuviera todo en orden, y nos pusimos a trabajar.
Después, cuando terminamos, salí y me lo encontré rebuscando en el asiento trasero del coche.
—Hola —dije.
Él apenas levantó la cabeza.
—Hola —respondió.
Me senté en el escalón.
—¿Qué tal?
—Bien —dijo con la cabeza dentro del coche. Cogió un lienzo, lo sacó y lo colocó contra el guardabarros. Después sacó otro.
—¿Son nuevos? —le pregunté.
Negó con la cabeza. Seguía sin mirarme.
—Son de hace tiempo.
—Oye, Norman —dije despacio, sabiendo que era importante—, espero que me des otra oportunidad. Para hacerme el retrato.
—Pensé que no te interesaba.
—Sí, me interesa —dije—. Fui una idiota. Se me olvidó.
Ahora levantó la vista.
—No te sientas obligada —me dijo—. O sea, que no estoy desesperado ni nada de eso.
—Ya lo sé —dije—. Quería, quiero, hacerlo.
Se inclinó para colocar los lienzos, se veían los omóplatos moverse bajo la camiseta.
—No sé —respondió—. Estoy muy ocupado estos días.
—Oh —dije. No iba a suplicarle. Ya me sentía lo bastante mal—. Vale.
Me levanté y me dirigí adentro. Estaba a punto de abrir la puerta trasera cuando me dijo:
—La verdad es que no lo tuve en cuenta cuando te lo propuse.
Me quedé quieta en el umbral.
—Quiero decir que un retrato es un gran compromiso —continuó—. No es cosa de un solo día.
—Tengo tiempo —dije.
Se volvió hacia el coche. No sabía por qué era tan importante para mí, pero de repente, volver a llevarme bien con Norman era lo único que me importaba. Así que me quedé allí quieta, esperando que se diera la vuelta.
Pero no lo hizo. Me disponía a entrar cuando le oí decir en voz muy baja.
—Bueno, vale. —Tuve que hacer un esfuerzo para oírlo—. Supongo que todavía hay tiempo —me dijo con tono de resignación.
Sentí que mis hombros se relajaban y respiré hondo; no me había dado cuenta de que había estado conteniendo el aliento.
—Estupendo —dije—. Gracias, Norman.
—Pero —añadió con voz firme—, el chocolate te lo has perdido. En eso no hay segundas oportunidades.
—Vale —asentí—. Tendré que aguantarme. ¿Cuándo empezamos?
—¿Todavía tienes las gafas? —me preguntó—. ¿Las que te di?
—Sí.
—Pues ven con ellas a mi casa, sobre las ocho, para hacer un boceto. Después tendremos que trabajar allí por la noches y aquí por el día.
—¿Aquí? —pregunté—. ¿Puedes pintar aquí?
—Sí —respondió—. Aquí mismo, para ser exactos. Debajo de eso. —Y señaló sobre mi cabeza—. Hasta esta noche.
Me volví y vi un cartel en el que no me había fijado hasta ahora. Era blanco con letras rojas. ENTREGAS, decía. Y luego, debajo, SOLO ÚLTIMA OPORTUNIDAD.
—De acuerdo —dije—. Allí estaré.
La primera vez que había estado en la habitación de Norman me pareció un caos. Pero descubrí aquella noche que, en realidad, era un universo ordenado con esmero.
El universo de Norman. Y en él todo tenía su lugar, desde la gran colección de personajes de cómic y televisión de plástico sobre una estantería —ordenados según la altura, como una foto de clase— hasta los maniquíes que llevaba en el coche el día en que nos conocimos, que estaban sentados muy formalitos contra la pared, como si estuvieran esperando su turno. También había un banco de trabajo repleto de botes de potitos, cada uno lleno de una cosa: arandelas, tornillos, chinchetas de colores chillones, clavos oxidados, canicas, conchas, cabezas de muñequitas de plástico. Parecía capaz de tomar cualquier cosa y convertirla en algo valioso.
Las paredes estaban pintadas de blanco y cubiertas por lienzos; algunos los había visto ya, como el de Morgan e Isabel; otros, no. Pero había solo uno más con el tema de las gafas.
Era el retrato de un hombre que parecía tener veintipocos años, apoyado en un coche de época. Tenía el pelo cortado a cepillo y llevaba una camisa blanca con corbata, pantalones negros y gafas de sol; estaba cruzado de brazos. Detrás de él se veía el cielo azul y despejado, y tenía la cabeza inclinada hacia atrás, riéndose como si alguien acabara de contar el chiste más gracioso del mundo. Me pregunté quién sería.
Norman me hizo sentarme en un viejo sillón azul. Olía levemente a perfume, a rosas, y pensé que debía ser reconfortante que todas las cosas a tu alrededor tuvieran su propia historia.
—Vale —dijo—. Mira hacia aquí.
No sé cómo sabía hacia dónde estaba mirando, si tenía las gafas puestas. Estaba sentado al otro lado de la habitación, sobre un cajón de leche, con un bloc de dibujo sobre las piernas. A su lado había una lata de café llena de lápices de varios colores y tamaños en la que no dejaba de rebuscar, como si no encontrara exactamente el que quería.
Me di cuenta de que iba a ser el objeto de su atención por completo. Me alegré de poder esconderme detrás de algo.
—Levanta la barbilla —me dijo mientras tomaba un lápiz y me miraba entrecerrando un poco los ojos—. No tanto. Vale, ahí. Muy bien. Quédate justo así.
Ya me dolía el cuello, pero no me moví. Me quedé mirando a Norman, casi como si fuera la primera vez.
No sabría decir exactamente cuándo ocurrió. Tal vez al verlo inclinarse, levantando la vista solo de vez en cuando, con sus ojos oscuros moviéndose hacia mí y sobre mí, capturándome mirada a mirada. O cuando me fijé en sus manos —a las que había visto dar la vuelta a las hamburguesas, coger gatos, acunar huevos y que incluso habían agarrado mi mano una vez— y cómo parecían tan distintas, ejecutando movimientos cortos y controlados, creándome. El roce del lápiz sobre el papel era lo único que se oía, excepto mi respiración. Y me sentí rara sentada allí, delante de él. Y como si no fuera solo Norman Norman, otro hippy vago, sino un chico con ojos marrón oscuro que me miraba y, tal vez, si Isabel tenía razón, pensaba…
—No juguetees con el aro del labio —me dijo en voz baja, mirando su bloc de dibujo, mientras difuminaba con el pulgar una gruesa línea negra.
—No estaba jugando —respondí automáticamente, avergonzada, como si pudiera leerme el pensamiento.
Pero si es Norman, por favor.
Levantó la vista y por un momento de pánico pensé que lo había dicho en voz alta. Esta vez no volvió a bajar la vista al bloc.
—Aquí falla algo —dijo sin dejar de mirarme.
—¿El qué? —pregunté demasiado deprisa—. ¿Qué pasa?
Se levantó, dejó el bloc a un lado y cruzó la corta distancia de alfombra que nos separaba. Sentí un vuelco en el estómago.
—Estate quieta —dijo, y se inclinó hacia mí. Luego extendió una mano y me puso un mechón de pelo detrás de la oreja; su pulgar me rozó las mejillas.
Fue solo un gesto, un movimiento: en realidad no fue nada. Pero cuando regresó a su sitio, sentí que algo se aceleraba dentro de mí y, detrás de las gafas, cerré los ojos. Volví a verlo en mi cabeza, inclinándose, con los ojos clavados en mí y una mano dirigiéndose a mi cara.
—Levanta la barbilla —me dijo—. Mira justo hacia aquí, Colie.
Respiré hondo y me tranquilicé. Esto era ridículo. Mira habría dicho que era astrológico, alguna locura lunar, el tipo de energía celestial que hace que las mujeres se pongan de parto y los hombres lobo corran sueltos por la calle.
Sí, eso es lo que era. Alguna locura de la luna.
—Levanta la barbilla —repitió, mientras difuminaba otra línea.
—Lo siento.
Habían pasado unos treinta minutos cuando, de repente, el teléfono sonó detrás de mí. Y volvió a sonar. Tres veces.
—¿Quieres que conteste? —pregunté.
—No.
—¿Seguro?
—Levanta la barbilla, Colie.
El teléfono sonó de nuevo. Era uno de los antiguos, con dial, y tenía un timbre muy fuerte: normalmente, lo oía incluso dos pisos más arriba. Se oyó otro timbrazo y la voz de Norman en el contestador.
Seguía dibujando, al parecer sin prestar atención. Se oyó un pitido y nada más. Pensé que quien hubiera llamado habría colgado. Hasta que lo oí: el sonido de alguien carraspeando, como si estuviera a punto de decir algo.
Los ojos de Norman estaban fijos en el dibujo. La persona al teléfono volvió a aclararse la garganta, y vi que Norman levantaba el lápiz y lo sostenía sobre la hoja, como si estuviera esperando algo.
Clic. Y el tono de la línea. Norman volvió a pintar.
Estuvimos cinco minutos en silencio hasta que no aguanté más y le pregunté:
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué?
—El teléfono. ¿Era una llamada de broma o qué? —Cuando el anuncio de la tele de Kiki triunfó, tuvimos muchas llamadas así. Mi madre, por alguna razón, era muy popular entre los presos—. ¿Te pasa mucho?
—Levanta la cabeza —me dijo, difuminando otra línea. Mira justo aquí.
Reajusté mi posición y adelanté la barbilla.
—¿No me vas a contestar?
—No —respondió amablemente.
—Oye, si es una broma, puedes hacer que averigüen quién es —le dije. Me costaba hablar con la barbilla hacia arriba—. No es tan difícil…
—Ya sé quién es —dijo en voz baja; inclinó el bloc de dibujo y se apartó el pelo de la cara.
—¿En serio? ¿Quién?
No hubo respuesta.
—Norman.
Dejó el bloc y metió el lápiz de nuevo en la lata de café.
—A ver, Colie —me dijo—, ¿es que no hay cosas de las que prefieres no hablar?
No lo dijo de forma antipática, pero algo en su tono me hizo sentir que era una mala persona solo por preguntarlo.
—Sí —respondí.
—Pues entonces lo entiendes, ¿no? —Asentí mientras se levantaba y dejaba caer el bloc sobre el futón—. Vale, hemos terminado.
—Venga ya, Norman —me quejé, sabiendo que había insistido demasiado. Era muy susceptible—. No te enfades por eso y…
—No —me interrumpió—. Quiero decir que ya hemos terminado con el boceto. —Extendió los brazos hacia arriba, con los dedos apuntado hacia el techo, estirando todo el cuerpo, como Gato Norman—. Y empezaremos el retrato mañana en el restaurante, ¿de acuerdo?
—Oh —dije—. Vale. Pero me dejas ver el boceto, ¿no?
—No.
—Pero Norman…
—Buenas noches, Colie.
Ya me había dado cuenta de que era mejor no insistir. En vez de eso, me quité las gafas de sol, me levanté y avancé entre los maniquíes y un montón de vidrios de colores, hacia la puerta.
Cuando me volví, Norman estaba en el medio del cuarto, levantando la vista hacia el móvil de los transportadores. Se encontraba en el minúsculo espacio libre que quedaba, y todos sus objetos, brillantes y multicolores, parecían girar en torno a él. Ahora yo también había entrado en su mundo y me sorprendió descubrir que me gustaba estar allí, en el universo de Norman, un sistema solar ecléctico que atraía las cosas, las transformaba y les daba una nueva vida.
Trabajábamos juntos todos los días, en el Última Oportunidad durante las horas tranquilas de la tarde y por las noches en su cuarto. El retrato era importante para mí, pero, cada vez más, Norman también.
Era una locura, claro está. Pero desde aquella primera noche en que me apartó el pelo de la cara, algo había cambiado. Tal vez no para él. Pero para mí sí.
Eran pequeñas cosas. Como la rutina que habíamos establecido al trabajar, llegábamos y ocupábamos cada uno nuestro lugar casi sin hablar. Y yo me había hecho un sitio en su cuarto: junto al sillón donde posaba dejaba las gafas de sol, el vaso de agua que me había dado la primera vez que dije que tenía sed y el mando para la televisión que él juraba no veía, excepto cuando estaba yo. Tener mis cosas allí me gustaba, y me pregunté si cuando yo me iba él las miraba y pensaba en mí.
Estaba acostumbrándome a esa habitación abarrotada. Había colgado los dos cuadros con las gafas de sol —el de Morgan e Isabel, y el del hombre apoyado en el coche—, uno junto al otro. Yo me sentaba en el sillón, mirando a través de las gafas y ellos me devolvían la mirada, ya completos, colgados donde pronto estaría mi propia imagen. Cuando pasaba por el cuarto trasero de Mira, me quedaba examinando su retrato también, y tocaba su superficie rugosa preguntándome qué aspecto tendría yo cuando terminara.
La primera mañana que vi a Norman en el Última Oportunidad con gotas de pintura en el brazo, sentí algo extraño, un sentimiento de posesión, como si compartiésemos un secreto. Casi deseé que la sesión no terminara nunca.
A veces parecía que me estaba mirando solo por la forma, como si fuera un cuenco con manzanas o un paisaje. Pero había otros momentos en los que lo pillaba inclinando la cabeza hacia un lado, con el pincel sin tocar el lienzo, y esos ojos castaños mirándome de verdad y entonces…
—¡Eh, Picasso! —gritaba Isabel irritada desde el interior del restaurante—. Necesito aros de cebolla. ¡Ahora mismo!
—Vale —decía Norman, y dejaba el pincel. Cuando había mucho que hacer metía el lienzo en el maletero del coche, plegaba el caballete y volvía a freír hamburguesas mientras yo atendía las mesas. Y cuando se relajaba la cosa, volvíamos a salir fuera y ocupábamos nuestro sitio.
Pero siempre se negaba a enseñarme el retrato.
—Mala suerte —me dijo la primera vez que se lo pedí—. Ya lo verás al final.
—Pero quiero verlo ahora —protestaba yo. Era uno de nuestros puntos de conflicto; al igual que a mi madre, se me daba muy mal esperar.
—Lo llevas crudo. —Norman era capaz de ponerse duro cuando le convenía—. Ahora es un caos, de todas maneras; es un proceso. Lo que importa es el producto terminado.
Norman tenía sus secretos. El teléfono sonaba casi todas las noches cuando estábamos trabajando, más o menos a la misma hora: las diez y cuarto. Norman nunca contestaba y el hombre al otro lado de la línea nunca decía ni una palabra. Solo carraspeaba, como si estuviera esperando que Norman hiciera el primer movimiento.
A mí me daban ganas de agarrar el teléfono y obligar a hablar al hombre, que sabía que tenía que ser su padre. Pero no podía. Así que me quedaba ahí quieta, noche tras noche, apretando los dientes cuando sonaba.
—Norman —le dije por fin—, por favor, contesta. Por favor. ¿Por mí?
Meneó la cabeza antes de contestar como hacía siempre.
—Levanta la barbilla.
Cuando no estábamos discutiendo por el teléfono, escuchábamos música. Y, horror, descubrí que estaban empezando a gustarme sus grupos hippies. O yo encendía la tele e iba pasando los canales; veía los programas hasta que Norman los vetaba. Una noche nos topamos con un anuncio de Kiki y le presenté el tonificador de glúteos Buttmaster y las cintas con mensajes inspiradores de FlyKiki, y «Comer mucho para nada». Pensé que era el justo castigo por sus grupos Phish y The Dead. Norman estaba intrigado. Incluso dejó el pincel para dedicarle toda su atención al SuperQuemacalorías de mi madre.
—Tu madre es todo un personaje —me dijo, mientras ella se inclinaba y flexionaba los músculos, haciendo enloquecer al público del estudio.
—Sí —respondí—. A veces no me puedo creer que sea mi madre.
—Ah, pues yo sí —dijo tranquilamente, con los ojos fijos en la pantalla—. Tienes muchas cosas de ella.
—Ni de coña.
—Que sí. —Cogió otra vez el pincel y lo mojó en el óleo. Aquello era una novedad.
—¿Como qué?
—Levanta la barbilla —me dijo, y yo puse cara de hastío. Cuando la levanté, continuó—. Como tu cara: es igual que la suya, con forma de corazón. Y tu modo de poner las manos cuando hablas, justo en la cintura. Y tu sonrisa.
Miré a mi madre sonriendo ampliamente en la tele.
—Yo no sonrío así —dije.
—Claro que sí —me dijo, retocando algo en el lienzo—. Mírala, Colie. No es artificial. En mucha gente lo sería, pero en su caso se nota que le encanta lo que hace. Disfruta.
Volví a mirar a mi madre, que escuchaba atentamente a una mujer que le estaba haciendo una pregunta sobre cómo librarse de las cartucheras. Tenía razón: en el caso de mi madre, sus sentimientos saltaban a la vista.
—¿Sabes? —continuó—. Creo que pasaron tres semanas desde que te conocí hasta que te vi sonreír por primera vez. Y luego, un día Morgan dijo algo y te echaste a reír, y pensé que era genial porque tu risa realmente significaba algo. No eres el tipo de persona que sonríe sin motivo, Colie. He tenido que ganarme cada sonrisa.
Ahora no estaba sonriendo. De hecho, estaba segura de que me había quedado boquiabierta y me había puesto colorada. Norman volvió a esconderse detrás del caballete y yo tragué saliva, intentando recobrar la compostura.
¿Qué estaba pasando? Ya no estaba segura de que fueran solo fantasías mías.
—Levanta la barbilla —dijo, y lo miré a los ojos mientras me imaginaba que se acercaba y me recogía el pelo detrás de la oreja. Si lo hiciera, sonreiría. Sin duda—. Levanta la barbilla.
—Se acerca —me dijo Mira una mañana, semanas más tarde, mientras tomábamos los cereales: yo, los integrales con pasas y nueces; ella, los azucarados Conde Chócula. Mis días se habían reducido al trabajo y el retrato, y los desayunos eran el único momento que nos quedaba para estar juntas.
—¿El qué?
Me pasó el periódico doblado que había en la mesa.
«Agricultor local cultiva el tomate más grande jamás documentado», decía el titular.
—No entiendo nada —dije—. ¿Tomates?
—No, no, eso no —me dijo, inclinándose y señalándome algo—: ¡Esto!
Era un pequeño recuadro al pie de la página, junto a la previsión del tiempo para el día siguiente. Había una foto de la luna y las palabras: «Eclipse total de luna previsto para el 15 de agosto; alcanzará la plenitud a las 00.32. Si la noche está clara, será una hora perfecta para contemplarlo».
—El eclipse —dije—. Se me había olvidado por completo.
—¿Cómo es posible? —preguntó, y tomó otra cucharada de cereales—. ¿No te has dado cuenta lo raro que está todo últimamente? Vamos, que el cosmos se está preparando para volverse loco. Vienen grandes cambios. Me muero de impaciencia.
Grandes cambios. Pensé en Norman y luego lo expulsé de mi cabeza. Ridículo.
—Todavía falta —dije.
Se volvió hacia el calendario y pasó la página hacia arriba. Vi que había pintado una luna en el día 15, y lo había enmarcado con rotulador morado.
—Diecisiete días…
—Diecisiete días —repetí. Ella volvió al periódico, buscando el horóscopo, y tomándose los cereales con alegría. Para ella, el cambio solo podía ser bueno.
Unos días después, en casa de Norman, me encontré pensando sobre ello. Teníamos la radio puesta, lo bastante alto para oír la música pero sin distinguir la letra de las canciones, y la puerta abierta. Sobre el mar, colgaba la luna, grande y brillante.
—Catorce días —dije en voz alta.
—¿Qué? —preguntó Norman, asomando la cabeza por detrás del lienzo.
—El eclipse. Faltan catorce días.
—Ah, sí —dijo—. Es verdad.
Me apoyé en el respaldo del sillón y levanté la barbilla antes de que me lo indicara. Ya me había acostumbrado, al igual que me había acostumbrado a que mis días giraran en torno a una sola cosa. Todavía iba a trabajar y salía a correr por la playa, y me abría paso en el laberinto de notas de Mira. Pero todo me parecía un medio para llegar a este fin: el retrato. Llevábamos casi un mes con él. Norman me iba construyendo lentamente sobre el lienzo mientras yo lo memorizaba a él: el arco de la ceja, la forma en que sobresalía su omóplato cuando se estiraba, el olor a aguarrás en la piel cuando cruzaba el cuarto para ajustar mi posición. Había empezado a temer los instantes en los que dejaba de pintar, con el pincel detenido en el aire, como si en cualquier momento fuera a decir que había terminado, y todo llegara a su fin.
—Recuerdo la primera vez que vi un eclipse de luna —me dijo de repente, lo que me hizo prestar atención—. Yo tendría unos seis años, y mis hermanos y yo habíamos acampado en el jardín para verlo. Estábamos emocionados.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Una brisa suave hizo girar los móviles que colgaban sobre mi cabeza—. Ellos se quedaron dormidos antes de que empezara, como había dicho mi padre que ocurriría, pero yo recuerdo estar allí metido en el saco de dormir, viendo desaparecer la luna. Y aunque sabía lo que era, y había pasado todo el día esperando que llegara ese momento, me asusté muchísimo. Porque la luna no vuelve a aparecer inmediatamente, ¿sabes? Hay un rato larguísimo en el que simplemente no está, ha desaparecido.
No lo sabía. Nunca había visto un eclipse.
—Entonces volví a casa corriendo y desperté a mi padre —continuó, mientras metía el pincel en un bote de disolvente y lo agitaba—. Me puse histérico. Llorando y todo. Y mi madre no dejaba de decir que ya sabía ella que era demasiado pequeño para acampar fuera y que mi padre debía haberle hecho caso (esto fue antes del divorcio) y mi padre la mandaba callar para enterarse de lo que decía yo, porque no me entendía.
Entonces se detuvo y pensé en la voz del contestador automático, carraspeando. Esperando.
—¿Y tú qué decías? —le pregunté.
—Pues —dijo Norman mirando hacia fuera— que se habían llevado la luna. Que la habían atrapado.
—¿Y qué hizo tu padre?
—Volvió conmigo al jardín y me dijo que no fuera ridículo y que me durmiera. La verdad es que no fue uno de esos momentos de unión entre padre e hijo. —Volvió la vista al cuadro que tenía delante y después hacia mí—. Pero nunca se me olvidará lo que sentí allí fuera esperando a que volviera la luna. Porque no estaba seguro del todo de que fuera a volver. Quería creerlo, igual que siempre había creído que la luna no podía desaparecer. Pero no era capaz.
—Pero regresó —dije—. Al cabo de un rato.
—Claro —dijo él, asintiendo; y me miró fijamente.
Yo no quería que eso terminara nunca, podría haberme quedado para siempre en ese minúsculo universo con la radio de fondo, Norman mirándome y la brisa rozándonos, cálida y dulce.
—Pero es raro —continuó—, aunque siempre te hayan dicho que algo es cierto, como que la luna volverá, necesitas una prueba. Y mientras esperas, notas que el equilibrio de todo tu mundo se altera. Es una locura. Pero luego, cuando al final vuelve, es increíble, porque es lo único que deseabas: todo se reduce a eso. Y entonces te sientes genial, porque durante ese segundo todo va bien en el mundo. Es fantástico.
Me miró y sonrió y volví a pensar que sería feliz si pudiera pasar mucho tiempo, o incluso toda la vida, ganándome sus sonrisas.
—Ya verás lo que quiero decir —me dijo, ocultándose de nuevo detrás del lienzo—. Ya lo verás.