—Es imposible celebrar una buena «noche de chicas» —explicó Morgan inclinándose sobre el espejo para rizarse las pestañas— sin que haya al menos una bronca.
—Y alguien tiene que llorar, como mínimo, una vez —dijo Isabel—. En nuestro caso, suele ser Morgan.
—No es verdad —dijo Morgan, ahuecándose el flequillo, que habían arreglado un poco.
Isabel me miró en el espejo y asintió.
Yo me senté en la cama mientras ellas estaban frente al pequeño tocador de Isabel, poniéndose cosas y usando las pinzas, destacando y escondiendo con todo el arsenal de maquillaje que tenían ante ellas. El cuarto entero olía a perfume y humo, esto último por el rizador de pelo que Isabel había dejado por descuido sobre una pila de revistas. El fuego había sido pequeño pero espectacular, y había chamuscado el hermoso rostro de Cindy Crawford.
Lo más parecido a aquello que yo había vivido eran los preparativos de mi madre cuando tenía una cita, algo que recordaba desde que tenía memoria. Incluso en los Años Gordos, mi madre siempre encontraba tiempo para la vida social. Mi función era sentarme en la cama e irle pasando pañuelos de papel cuando necesitaba extender el colorete o secar el pintalabios. También me tocaba a mí abrir la puerta, llevar al invitado a la única silla decente que teníamos y que siempre viajaba con nosotras —un sillón reclinable que habíamos comprado en un arcén en Memphis por cincuenta pavos— y darle conversación hasta que mi madre hacía su entrada triunfal, oliendo a la muestra de perfume que hubieran regalado ese mes con la revista Cosmo.
Pero aquello era diferente. Esa vez era yo la que iba a salir.
—Ponte derecha —me riñó Isabel cuando me senté, cumpliendo órdenes, en la silla frente al espejo—. Ir agachada es lo primero que delata la falta de confianza.
Me enderecé.
Me retiró el pelo de la cara con un cintillo y luego estudió mi cara.
—Morgan.
—¿Sí?
—Pásame ese maquillaje color arena de Revlon. Y una esponja. Y las pinzas.
Extendió la mano como un cirujano esperando el bisturí.
—¿Las pinzas? —pregunté cuando Morgan se las puso con eficiencia en la mano.
—Las cejas bonitas hay que mantenerlas —me dijo, inclinándose hacia mí con los ojos entrecerrados—. Así que te aguantas.
Y empezó a depilar. Yo me quedé sentada, contemplando de nuevo a todas la chicas guapas mientras ella ejercía su magia. Extendió el maquillaje sobre mi cara, alisando y secando hasta que las arrugas y bultitos habituales desaparecieron. Me rizó las pestañas mientras yo me retorcía, sujetándome el hombro con la mano. Me pintó la raya del ojo con kohl negro y la difuminó con el pulgar, y luego me puso colorete con la brocha y añadió rímel, alargando mis pestañas hasta el infinito. Luego me recogió el pelo, dejando que unos cuantos mechones quedaran sueltos, como lo llevaba ella. Y, mientras tanto, yo estudiaba todas esas caras perfectas, hasta llegar a la mía.
Y vi a una chica. No era una chica gorda, ni una pringada, ni siquiera una zorra de campo de golf.
Una chica guapa. Algo que no había sido nunca.
—Siéntate derecha —volvió a decirme Isabel, pinchándome en la columna con el cepillo del pelo—. Y echa los hombros hacia atrás.
Lo hice.
—Ahora sonríe.
Sonreí. En el espejo, sobre mi cabeza, Isabel frunció el ceño.
—Hazme un favor —me dijo, inclinándose para que su cara quedase a la altura de la mía—. ¿Puedes quitarte eso?
Estaba señalando el anillo del labio e inmediatamente me pasé la lengua por encima. Era mi piedra de toque, al fin y al cabo. Lo necesitaba.
—Mmm —respondí—. No lo sé.
—Solo una noche —me dijo—. Para darme una alegría.
Volví a mirar mi cara en el espejo, y todas aquellas caras, y luego a la prima de Isabel. Ella me devolvió la mirada a través de sus gruesas gafas, con su rostro ancho y regordete.
—Vale —respondí—. Pero solo una noche.
—Una noche —accedió, mientras me quitaba la última cosa que me quedaba de lo que había sido. Una noche.
Chase Mercer era nuevo en el barrio, igual que yo. Su padre trabajaba en algo de informática y tenía dos Porsche, uno azul y uno rojo. Al principio tampoco encajó bien, pues tenía una hermana en silla de ruedas; le pasaba algo en las piernas y una enfermera la paseaba por la calle todos los días. Siempre que me veía, me saludaba con la mano. Saludaba a todo el mundo.
Conocí a Chase en una fiesta en la piscina con los vecinos, en el club de campo. Los dos estábamos con nuestros padres. Los adultos se habían reunido alrededor del bar, mi madre hablando con todo el mundo, y todos los chicos había desaparecido para hacer lo que sea que hacen los chicos de la urbanización Conroy Plantations, así que Chase y yo fuimos a dar un paseo por el campo de golf. Era finales de verano y habían salido las estrellas. Estábamos hablando. Nada más.
Era de Columbus y tenía el pelo rubio y grueso, que se encrespaba por atrás. Le gustaban los deportes y la Super Nintendo y a los seis años tuvo una neumonía tan grave que estuvo a punto de morir. Su madre era agente inmobiliaria y nunca estaba en casa, y su hermana estaba enferma desde que nació y se llamaba Andrea. Echaba de menos a los amigos de su antiguo colegio y le parecía que todos los chicos de este barrio eran ricos y bordes, y les importaba demasiado la ropa.
Le conté a Chase Mercer que mi madre se había hecho famosa de repente. Y le hablé de mi padre, a quien no había visto nunca, más que en una foto en la que mi madre y él posaban delante de El Álamo, en Tejas. Y de que todas las chicas de Conroy Plantations se reían de mí porque antes era gorda y solo me trataban bien cuando sus madres las obligaban.
Le conté muchas cosas a Chase.
Terminamos sentados sobre la hierba del hoyo dieciocho, los dos mirando las estrellas. Chase conocía casi todas las constelaciones —en Columbus tenía un telescopio— y me las iba señalando con el dedo mientras yo las seguía con la vista. Acababa de ver Casiopea cuando oí las voces.
—¡Yujuuu! —Una luz me iluminó la cara, el haz de una linterna que pasó de mí a Chase y de nuevo a mí—. ¡Joder! —gritó alguien. Se oyó una explosión de carcajadas—. Chase, eres un salido —gritó otra voz.
—Cállate —dijo Chase. Se levantó y se sacudió la tierra, luego se tapó los ojos para protegerse de la luz.
—Siempre supe que era una zorra —oí decir a alguien, y sin verla supe que tenía que ser Caroline Dawes, una chica delgada y bronceada, con una melena negra y lisa que se pasaba el día agitando de un lado a otro. Su madre la había obligado a invitarme cuando nos trasladamos al barrio y habíamos pasado una tarde larga y horrible en su cuarto donde, mientras yo la miraba, ella hablaba por teléfono tumbada en la cama. Habíamos estado juntas en clase de gimnasia dos años seguidos y me había torturado con todos los insultos sobre gordos que existen, hasta que adelgacé. Ahora, con mi mala suerte, éramos vecinas y ya tenía otra cosa con la que atacarme.
—Vámonos —dijo alguien, y la luz volvió a caer sobre nosotros una vez más, directamente sobre mi cara. Me molestaba en los ojos.
—Jo, qué asco —dijo otra voz—. Chase, debes de estar desesperado, tío.
Me volví hacia Chase pero se estaba alejando rápidamente con la cabeza gacha.
—Chase —lo llamé.
—Oh, Chase —repitió alguien con voz de pito. Más risas. Pero ya se marchaban; las voces se iban apagando y la luz saltaba entre los árboles y la hierba, iluminándoles el camino.
—Espera —dije, pero ya no lo veía. Las voces se perdieron del todo y me quedé sola bajo todas las estrellas.
A la mañana siguiente, cuando fui a la piscina, tenía un nuevo mote: «hoyo en uno». Y cuando vi a Chase Mercer en la barra del bar, ni siquiera me miró. Se dirigió directamente hacia donde Caroline Dawes estaba sentada con sus amigas, untándose con aceite para bebés y bebiendo coca-cola light, y se sentó con ellas.
Chase Mercer salió bien parado.
Una semana más tarde, justo antes de empezar el curso, fui a un sitio de tatuajes en el centro y me puse el aro en el labio. No sé por qué lo hice; me hizo sentir bien. Pensé que no tenía nada que perder.
La misma razón por la que me corté el pelo con las tijeras de manicura y me lo teñí de negro. La misma razón por la que salí con Ben Lucas, que era un sucio asqueroso que lo único que quería era meterse en mis pantalones, y estuve a punto de dejarle. La misma razón por la que escuchaba música que chillaba y rugía y odiaba tanto como quería hacerlo yo.
Y sentada en mi nuevo dormitorio de mi nueva casa con mi nueva piscina y mi ropa nueva, me sentía triste y enfadada con cada gramo de mi ser. En el colegio era como una bomba de relojería, lista para estallar; me envolvía en mi abrigo largo para protegerme, para que nada pudiera penetrarlo.
Funcionó, en cierta medida.
La psicóloga, la señora Young, me daba palmaditas en el hombro y me decía que necesitaba más confianza en mí misma.
—Y un referente —continuaba con voz cantarina—. Alguien a quien admires que sea fuerte y no tenga miedo, a quien puedas parecerte.
No tenía a nadie más que a mi madre. Y yo sabía que no siempre era fuerte. Ella también había sido gorda en el colegio.
—Oh, cariño —decía mi madre, acariciándome el pelo—. Estos años son los peores. Te lo prometo.
Pero esta vez no podía dejar su trabajo y llevarme a otro lugar. Aquí estábamos para quedarnos.
Los peores años, me repetía, pensando en Caroline Dawes y Chase Mercer y «hoyo en uno» y la música, que casi, aunque no del todo, los eliminaba a todos. Y entonces me pasaba la lengua por el aro y esperaba que tuviera razón.
Morgan conducía. Isabel iba a su lado y yo detrás, con todos los CDs y revistas y un cepillo del pelo que me caía sobre las piernas cada vez que tomábamos una curva. La radio sonaba a todo volumen, pero Morgan e Isabel no paraban de hablar. Yo no oía nada de lo que decían; solo entendía palabras sueltas y veía de vez en cuando sus caras sonrientes cuando algún coche venía de frente. Morgan ponía cara de exasperación, Isabel subía los pies sobre el salpicadero cantando las canciones de la radio.
Yo intentaba verme en el retrovisor cada vez que un coche lo iluminaba; estaba segura de que volvería a ver a mi viejo yo, con el pelo negro cortado a trasquilones, el aro brillando en el labio. En vez de eso, vi a la misma chica guapa que había creado Isabel. Y volvía a sorprenderme cada vez, segura de que no era real.
Al parecer había algo de vida social en Colby, y la encontramos en la playa. Los fuegos artificiales eran el acontecimiento del verano. Aparcamos al final de una larga fila de coches cerca de las dunas.
Morgan abrió la puerta y la luz del techo se iluminó. Isabel bajó el visor y se miró en el espejo.
—Comprobación de nariz —dijo.
Morgan se miró en el retrovisor, levantó la cabeza y comprobó los orificios de la nariz.
—Todo bien por aquí.
—Aquí también.
—¿Cómo están mis labios? —preguntó Morgan.
Isabel la miró.
—Bien. ¿Los míos?
—Bien.
Si esto era lo que hacían las chicas, no estaba segura de querer saberlo.
Isabel se giró hacia mí.
—¿Lista? —me preguntó.
Es más fácil estar lista cuando no sabes para qué.
—Claro —dije.
—Perfecto. Pues vamos.
Agarró uno de sus packs de cervezas y salió; después cerró la puerta de una patada. Morgan inclinó el asiento para que yo saliera. Sacó una manta del maletero, la dobló y luego cerró la puerta meticulosamente con la llave. Para cuando terminó, Isabel estaba ya a medio camino entre las dunas.
—¿Por qué tardáis tanto? —gritó—. Morgan, no cierres con llave el coche, hombre.
—El coche es mío —dijo Morgan, pero no lo bastante alto como para que la oyera. No se dio cuenta de que la ventanilla de Isabel estaba bajada.
Caminamos por las dunas detrás de Isabel, quien, para variar, no nos esperó. Cuando mi vista se habituó pude reconocer grupos sentados en la playa. Vi que Isabel sonreía a algunas personas, ya con una cerveza en una mano, y el resto acomodado debajo del brazo. Cuando pasábamos nosotras, me fijé en que siempre se trataba de parejas: un chico sonriente y una chica que le ponía mala cara a Isabel mientras ella seguía su marcha.
Continuó avanzando hasta que por fin soltó las cervezas en un pequeño espacio de arena libre.
—Aquí estamos —anunció, mientras Morgan extendía la manta—. La gran reunión social de Colby.
—Enorme —dijo Morgan, que alargó el brazo y sacó una cerveza. Miró sobre mi cabeza, guiñando un poco los ojos, y dijo—: Oye, ¿no es ese Norman?
Lo era. Estaba con un grupo de gente sentado alrededor de una hoguera. Llevaba gafas, por supuesto: rojas con lentes ovaladas. Cuando nos vio, sonrió y nos saludó con la mano.
—Atención —dijo Morgan en voz baja—. Aproximándose.
—¿Qué? —pregunté.
—Shhh.
Isabel dio otro sorbo a su cerveza y echó los hombros hacia atrás. Y después actuó sorprendida al ver al chico de pelo negro y camisa a cuadros verdes que se plantó en nuestra manta.
—Hola —le dijo, tras lanzarnos una mirada a Morgan y a mí, hasta yo me di cuenta de que había sido de pura cortesía. Tenía unos dientes blanquísimos—. ¿Me vendes una cerveza?
Isabel miró primero sus provisiones y luego a él.
—No sé —dijo lentamente.
—Te prometo que me la beberé aquí —dijo, acercándose un poco más.
—Puaj —me susurró Morgan—. Lo de siempre.
—A mí me da igual dónde te la bebas —dijo Isabel—. Es solo que no sé si quiero desprenderme de una.
—Merezco la pena —dijo el chico.
Eso la hizo sonreír.
—Un punto —susurró Morgan.
—Eso lo veremos —dijo ella. Y él se sentó.
—Me llamo Frank —dijo.
—Isabel —respondió ella. Todavía no le había dado la cerveza—. Esa es Morgan y esta Colie.
—Hola —nos saludó, pero solo separó los ojos de Isabel un momento.
Morgan suspiró y dio otro sorbito cuidadoso a su cerveza. Luego levantó los ojos al cielo oscuro y dijo:
—Los fuegos artificiales deben de estar a punto de empezar.
—Eh, Colie —me llamó Isabel—. Ven aquí.
Me levanté y me acerqué. Me puso la mano en la oreja y me susurró:
—Vete al coche y coge el otro pack de cervezas, ¿vale? Está debajo del asiento delantero.
Se oyó un estallido sobre nuestras cabezas y todos levantaron la vista. Empezaba.
—Vale —dije, y me levanté. Pero ella me agarró de la camisa y me hizo volver a agacharme.
—Camina con la cabeza alta —me dijo en voz baja, con firmeza—. Los hombros hacia atrás. No sonrías. Estás guapísima esta noche, Colie. Presume un poco. ¿Vale?
—Cuchichear es de mala educación —dijo Morgan desde el otro lado de la manta.
—Va a traerme una cosa del coche.
Mientras caminaba noté que la gente me miraba. No llevaba el aro en el labio ni el abrigo largo. No tenía grasa, ni siquiera llevaba la bandeja y el delantal detrás de los que esconderme. Tuve que esforzarme en mantener la cabeza alta, no encorvar la espalda e ignorar a todos a mi alrededor.
«Camina con la cabeza alta. Los hombros hacia atrás. No sonrías.»
Oía mi propia respiración. Siempre me había mantenido en el perímetro de las multitudes. Pero fui ganando confianza a medida que avanzaba. No había nada en mí grotesco ni extraño que llamara la atención.
«Estás guapísima esta noche, Colie. Presume un poco.»
¿Habría sido tan fácil todo este tiempo? ¿Bastaba con adelgazar, contar con la ayuda de Revlon, Miss Clariol y unas pinzas asesinas para cambiar mi vida para siempre?
No podía creerlo. Si lo hubiera sabido antes, no sé cómo…
De repente alguien chocó conmigo, fuerte, con uno de esos golpes que se notan hasta los dedos de los pies.
Perdí el equilibrio y estuve a punto de caer al suelo. Noté el sentimiento familiar de vergüenza. Era una pringada, gorda y fea. No merecía estar guapa. Ni siquiera durante un momento.
—Jo, tío —oí decir a alguien. Y luego noté una mano sobre mi brazo—. ¿Te has hecho daño? Joder.
Levanté la cabeza. Había un chico junto a mí, tocándome, un chico muy mono de pelo castaño con una camiseta blanca y pantalones cortos. Llevaba una bebida en la mano, que ahora se había derramado, y parecía preocupado.
—Estoy bien —le dije. Y enseguida me puse derecha.
—Lo siento —me dijo, y sonrió—. Soy un torpe.
—No pasa nada.
Se quedó allí quieto, todavía sonriéndome. Eso sí que era una novedad.
—Oh —me dijo—. Me llamo Josh.
—Yo, Colie.
—Hola, Colie. —En el cielo se oyó el primer estallido oficial y cayó una lluvia de estrellas rojas. Todos vitorearon—. ¿Estás aquí con tu familia?
—No, con unas amigas —dije, y señalé con la cabeza hacia Morgan e Isabel. Me pregunté si me estaban observando.
—¡Josh! —gritó alguien detrás de él—. ¡Venga!
Miró hacia atrás y luego de nuevo hacia mí.
—Tengo que irme —explicó—. Pero… ¿a lo mejor nos vemos luego?
—Vale —dije.
—Muy bien —dijo él—. Genial. Y, oye, lo siento. De nuevo.
—No pasa nada.
—¡Josh! —Alguien se estaba impacientando.
—Hasta luego —dijo, y con un movimiento rápido me apretó un poco el brazo. Luego se dio la vuelta y se marchó trotando. Y se dio media vuelta para mirarme.
Esperé hasta que se perdió en la multitud antes de volver a mirar hacia nuestra manta. Morgan estaba mirando al cielo, pero Isabel me observaba. Sonreí. Ella solo levantó su cerveza y la señaló con el dedo.
El negocio era el negocio.
Fui hasta el coche y saqué el pack. Para entonces los fuegos artificiales estaban en pleno apogeo, estallando y resonando sobre nuestras cabezas. La gente exclamaba «ohhh» y «ahhh». Fui abriéndome camino entre las mantas, intentando distinguir a Morgan e Isabel.
—Colie —dijo alguien, y sentí un golpecito en la pierna. Era Norman.
—Hola —dije.
—Siéntate —me dijo, aplanando la arena para mí con la palma de la mano.
—Estoy con Morgan e Isabel —dije, y busqué entre la gente hasta encontrarlas de nuevo. Frank tenía la cabeza agachada, hablaba muy concentrado con Isabel, que a medias escuchaba y a medias miraba los fuegos artificiales. Morgan parecía aburrida.
—Oh —dijo, mientras se oía otra explosión y otra lluvia de chispas—. Sí, claro.
Los dos levantamos la vista para verlas caer. Norman dijo:
—¿Sabes? Es una cosa muy rara, pero cada vez que te veo estás distinta, Colie.
Volví a mirarlo. Dos chicos tratándome bien en una noche. No me importaría acostumbrarme a esto.
—Gracias —le dije—. Es Isabel. Soy algo así como una obra inacabada.
—Estás muy guapa —me dijo—. ¿Sabes? Quería preguntarte si…
Y justo entonces vi a Josh, que iba con un grupo de chicos. Se estaba riendo y también me vio. Y sonrió.
—… te apetecería posar para un retrato. Ya sabes, para mi serie. —Norman seguía hablando. Lo oía, pero seguía con los ojos puestos en Josh, que me miraba—. Tengo que terminarla en las próximas semanas, y pensé…
—Estaría genial —le dije. Josh me saludó con la mano. Le devolví el saludo.
—¿En serio? —preguntó Norman—. Porque, la verdad, no sabía qué te iba a parecer.
—Genial —repetí. Josh y sus amigos se detuvieron junto a una hoguera un poco más allá. Se volvió y me hizo señas para que me acercara.
—Muy bien, estupendo —dijo Norman—. ¿Cuándo podemos empezar? Bueno, si quieres podrías pasarte luego. Hago un chocolate caliente fenomenal. Mi hornillo tiene fama mundial.
—Sí, vale —respondí, sin apenas escuchar; solo entendí que estaba diciendo algo sobre chocolate—. Tengo que irme.
—¡Genial! —Se oyó otro estallido—. Me acuesto tarde, así que ven cuando quieras.
—Sí. Hasta luego, Norman.
Avancé hacia la manta mientras los fuegos artificiales ganaban intensidad.
—Ya era hora —dijo Isabel cuando me vio—. ¿Por qué has tardado tanto?
—Por nada. —Dejé las cervezas en el suelo y me senté junto a Morgan, que estaba quitándole la etiqueta a su botella y bostezando. Luego me giré. Josh seguía mirándome.
—Ven aquí —me dijo solo moviendo los labios, y me hizo una seña con la mano. Sus amigos, entre los que ahora había también alguna chica, estaban agrupados alrededor del fuego, fumando y riéndose.
—¿A qué viene esa cara, Colie? —preguntó Morgan. ¿Colie?
Me levanté. Estaba dispuesta a ir hacia allí, con un chico mono de ojos marrones que había conocido bajo los fuegos artificiales del Día de la Independencia.
—Ven aquí —había dijo Josh.
Y ahí fue donde empezó a torcerse.
—Voy a ir para allá —dije en voz alta, y Morgan levantó la vista hacia mí—. Yo…
Entonces la vi: Caroline Dawes. Salió de detrás de un amigo de Josh y volvió la cabeza para mirar en mi dirección, y me vio. Arrugó la nariz inmediatamente, como si hubiera olido a podrido.
—Ven —repitió Josh, haciéndome señas, insistente. En el cielo se produjo otro estallido de luz y color.
Pero yo me quedé paralizada, con los ojos puestos en Caroline, que nos miraba a Josh y a mí alternativamente. Alzó la mano y le dio un golpecito en el hombro. Él se dio media vuelta y ella le dijo algo.
—Colie —dijo Morgan—. ¿Qué pasa?
Estaba ocurriendo de nuevo. Daba igual lo que hiciera, o cómo hubieran cambiado las cosas, lo único que hacía falta para arruinarlo todo era Caroline Dawes.
Entonces oí a Isabel.
—Colie —dijo, y su voz se oyó muy clara en medio del alboroto que reinaba a nuestro alrededor—. Ve.
—No puedo —dije. Sabía que había visto a Josh chocarse conmigo y todo lo demás. Y que había reconocido a Caroline Dawes cuando salió de detrás de la hoguera y se dejó ver.
—Ve —repitió. Y me hizo una seña con la cabeza en dirección a Josh—. Ahora mismo. Venga.
—¿Qué pasa? —preguntó Morgan—. ¿De qué estáis hablando?
Pero Isabel solo me miraba a mí. Y recordé todas las veces que había dejado que Caroline Dawes me amargara la vida. Y aquel primer baile, y el chico que me imitó. Y, por último, pensé en mi madre, frente a miles de orugas, haciéndoles creer que eran mariposas.
—Ve —repitió Isabel. En su voz, y por cómo me miraba, noté que sabía que lo haría.
Y no sé cómo, me levanté y fui.
Avancé por la arena como en un sueño, junto a las caras levantadas hacia el cielo que las coloreaba con sus luces.
Josh me esperaba junto a la hoguera. Caroline se quedó a un lado, de brazos cruzados. Se reía.
Los fuegos artificiales estaban llegando al momento culminante. Oí sonar el himno «The Star-Spangled Banner», con sus notas tintineantes que se elevaban al ritmo de los estallidos. En medio de todo el estruendo y el color, me dije que tenía que mirar a Caroline Dawes. Todas las demás veces que me había tratado mal, yo había permitido que sus palabras cayeran sobre mí, como una manta sacudida por los extremos. Pero esta vez iba a ser diferente. Me dijese lo que me dijese, lo afrontaría.
Me acordé de Isabel, el día que me llevó a casa y me puso las cosas claras. Y recordé cómo se dio un golpecito en la sien, con su cara cerca de la mía, y dijo: «Si crees en ti misma aquí arriba, serás más fuerte de lo que te puedes ni siquiera imaginar».
Y las palabras de mi madre: «Tener confianza en uno mismo no tiene por qué empezar en tu interior, cariño. Empieza con el resto del mundo y luego vuelve a ti».
Entonces, con una última explosión espectacular, se terminaron los fuegos artificiales. Y la gente vitoreó y aplaudió, silbando impresionada.
Me puse muy derecha, eché los hombros hacia atrás y miré a Caroline Dawes.
Esto pareció desconcertarla. La miré fijamente y me concentré en el blanco y el marrón de sus ojos. Eran normales, nada más. No apartó la mirada, pero tampoco lo esperaba. Nos quedamos mirándonos durante lo que me pareció mucho tiempo mientras la gente recogía y se dirigía a los coches. El espectáculo había terminado.
—Hola —oí decir a Josh. Dio unos pasos hacia mí—. ¿Por qué has tardado tanto?
—No me lo puedo creer —me dijo Caroline con su voz viperina. Realmente era una chica demasiado guapa para portarse de forma tan fea—. Aquí no pintas nada.
Yo no dije nada. No hacía falta. Por el momento, bastaba con estar allí.
—Es una fulana —le dijo a Josh, y vi cómo su boca se retorcía con las palabras—. En el instituto todo el mundo lo sabe.
Josh la miró, y luego a mí. De repente me di cuenta de que no me importaba si la creía o no. No me importaba lo que pasara a continuación. Me había enfrentado al enemigo. El resto de la batalla eran solo detalles.
—Eres patética —me dijo, y comenzó a darse la vuelta.
—Y tú eres una arpía —le respondí. Y luego me reí, sorprendida del sonido de mi voz, fuerte y segura—. Me das pena, Caroline.
—Te odio —soltó.
—Pues más vale que se te pase —le dije. E imaginé a Isabel, con los ojos cerrados, diciendo estas mismas palabras—. No es sano. Relájate.
Se quedó con la boca abierta.
Sentí a alguien a mi lado.
—Venga —dijo Isabel, que me cogió de la mano—. Nos vamos.
Caroline se la quedó mirando como miran las chicas monas a las que son mucho más guapas.
—Vale —le dije, y sonreí. Empezamos a alejarnos, pero Josh corrió detrás de nosotras.
—Colie —me dijo, y detrás de él vi a Caroline todavía observándome, con sus amigas alrededor. Estaba hablando enfadada, escupiendo las palabras. No hacía falta imaginarse lo que les estaría contando sobre mí. Ya lo había oído antes.
—¿Sí?
—Yo, esto, siento lo de mi prima —me dijo—. Mañana por la noche nos vamos, pero ¿puedo llamarte o algo?
A mi lado, Isabel arrastraba los pies sobre la arena. Vi que Morgan ya iba cruzando las dunas, con la manta bien doblada en los brazos.
—Trabajo en el Última Oportunidad —le dije, mientras Isabel me daba un tirón—. Allí puedes encontrarme.
—No me he enterado de nada de lo que ha pasado esta noche —dijo Morgan mientras avanzábamos dando tumbos por el camino de tierra de camino a casa.
—Luego te lo cuento todo —le dijo Isabel, dándole una palmadita en la rodilla—. Pero ha sido totalmente genial.
Cuando entramos en el camino de la casa, los faros iluminaron el porche, donde había un hombre sentado en las escaleras. Se levantó y nos miro entrecerrando los ojos.
—Oh —exclamó Morgan, llevándose una mano a la boca.
—Ay —gimió Isabel—. Genial.
—¡Mark! —gritó Morgan, que sin apenas detenerse a parar el coche, salió, atravesó la hierba y subió los escalones para llegar a sus brazos. El coche empezó a rodar hacia la playa hasta que Isabel tiró del freno de mano—. Creía que esta noche ya estarías en Durham.
—Cambio de planes —dijo—. Quería darte una sorpresa.
Observamos desde el coche cómo se besaban, un beso de película que duró mucho tiempo.
—Perfecto —protestó Isabel—. ¿Y ahora adónde voy yo?
—Vente a casa de Mira.
—No. Creo que voy a aceptar la invitación de Frank, que iba con unos amigos a hacer unas almejas a la barbacoa en el otro lado del estrecho. Puedo ir andando desde aquí.
Salió del coche y me sujetó el asiento; luego se agachó y recuperó las últimas cervezas. Se metió una en cada bolsillo de los pantalones cortos.
—Hola, Isabel —le dijo Mark en la oscuridad.
—¿Qué hay, Mark? —respondió ella con tono neutro.
—Quiero que conozcas a Colie —dijo Morgan, que le dio la mano y lo condujo hacia mí bajando los escalones. Cuando se acercó, vi que era igual que en la foto. No le ocurre a todo el mundo. Era alto y moreno, muy atlético, con el pelo negro corto y dientes blancos que parecían brillar en la oscuridad—. Colie, este es Mark. Mark, esta es Colie.
—Hola —dijo—. Morgan me ha hablado mucho de ti.
—Me voy —anunció Isabel. Ya estaba a mitad del camino.
—¿Adónde? —le preguntó Morgan; pero Isabel no respondió.
—A una barbacoa —expliqué—. Con ese chico que ha conocido en los fuegos artificiales.
—Así que ahí es donde estabas —dijo Mark, pasando el brazo por la cintura de Morgan. Ella tenía una sonrisa boba en la cara—. Me lo he perdido todo.
—Todo no —dijo ella súbitamente. Se metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una caja; la abrió y la sacudió hasta que tuvo algo en la mano—. ¿Tienes una cerilla?
Mark le pasó un mechero, ella lo encendió y luego sujetó el objeto largo junto a la llama. Cuando estalló en una lluvia de chispas, se echó hacia atrás.
—Las bengalas —dijo—. Se me habían olvidado.
—Feliz 4 de julio —le dijo a Mark, y él la besó.
Me puse en camino hacia casa de Mira, deseando estar un rato a solas para saborear todo lo que había ocurrido, desde la «noche de chicas» a mi triunfo sobre Caroline Dawes.
—Colie, quédate a encender estas bengalas con nosotros —me propuso Morgan.
—Tengo que irme —dije.
—Vale. Pero toma, llévatelas.
Y me las lanzó; la caja dio una vuelta en el aire antes de que pudiera cogerla con las dos manos.
—Feliz 4 de julio —les dije, pero ya no me oyeron.
Cerré la puerta con cuidado y luego me metí la mano en el bolsillo para sacar el aro del labio y colocarlo en su sitio. Me quité los zapatos y avancé de puntillas por el pasillo; no sabía qué hora era, pero no quería despertar a Mira.
No debí haberme preocupado. Antes de dar dos pasos, oí su voz.
—Hola. —Estaba sentada en su sillón, con un teléfono desmontado sobre las rodillas. Lo reconocí: era el del pasillo de arriba, cuyo TIMBRE SUENA POCO—. ¿Qué tal los fuegos artificiales?
—Bien —respondí. Me acerqué y me senté a su lado. Toda la casa estaba a oscuras, excepto la lámpara que tenía detrás de los hombros, iluminando las piezas diseminadas por la mesa. Detrás de la casa había gente que seguía con la celebración: se oían explosiones y estallidos en la oscuridad.
—Otro proyecto —dije, señalando el teléfono con un movimiento de cabeza, y ella se echó a reír.
—Ya sabes —me dijo—, solo hay que arreglarle una cosita de nada. —Sacó un muelle y lo examinó a la luz. Pero lo más difícil es descubrir de qué cosita se trata.
—Sí, lo sé —dijo.
Suspiró y me miró. Y luego se fijó con más atención y sonrió.
—Estas guapísima —me dijo en voz baja—. ¿Qué ha cambiado?
—Todo —le respondí. Y era cierto—. Todo.
Nos quedamos un rato sentadas. Por las ventanas del salón llegaba la música suave de la casa de al lado: canciones de amor tiernas y tenues. Cerré los ojos.
Sobre el mar seguían estallando los fuegos artificiales y los cohetes, seguidos de risas y gritos.
—Qué fiesta tan ruidosa —dijo Mira—. Odio toda esa pomposidad, todo llevado a la exageración. Prefiero las celebraciones tranquilas y sencillas.
—También podemos hacer eso —le dije—. Ven conmigo.
Me levanté, busqué unas cerillas, y ella me siguió hacia el porche, donde nos sentamos en los escalones. Saqué dos bengalas de la caja y le pasé una. Cuando estalló en chispas sonrió, sorprendida.
—Oh —dijo, agitándola de un lado a otro mientras caían las estrellas—. Es precioso.
Encendí otra para mí y las contemplamos en la oscuridad.
—Por el Día de la Independencia —dije.
—Por el Día de la Independencia.
Inclinó su bengala contra la mía, tocándola, y la dejó allí hasta que las dos se consumieron.