Lo primero que vi al entrar fue a Isabel, con la cabeza llena de rulos, que atravesaba la cocina para subir el volumen de la música. Llevaba pantalones vaqueros cortados y una camiseta corta blanca y entre los dedos de los pies descalzos había bolitas de algodón. Las uñas brillaban de color rojo y parecían todavía húmedas.
—¿Es nuevo? —gritó Morgan, mientras yo dejaba los huevos sobre la mesita de café. Isabel le lanzó un CD antes de volver a la cocina. Morgan le dio la vuelta y lo examinó.
—Me encanta la música disco —dijo.
Asentí. Estaba mirando hacia la casa de Mira, preparando mi excusa. No podía quedarme.
—He comprado provisiones —anunció Isabel, y regresó a la salita con una bolsa de la compra. Empezó a sacar los contenidos y a colocarlos sobre la mesa y el suelo: dos packs de seis cervezas, uno de cocacola light, la revista Cosmo, dos botes de laca de uñas, un paquete de galletas con chocolate y un bote de alguna crema. Luego agarró la bolsa y la sacudió, con lo que cayeron un montón de caramelos picantes Atomic Fireballs, dos paquetes de chicles y un paquete de tabaco; también había un par de sobres de bengalas.
—Para ti —me dijo, pasándome los chicles. A Morgan le dio los caramelos picantes y se guardó los cigarrillos en el bolsillo del pantalón.
—Isabel —la riñó Morgan. Bueno, la verdad es que chilló. Todas gritábamos para oírnos sobre el estruendo de los Bee Gees—. Lo habías dejado, ¿no te acuerdas?
—Te he traído las galletas —señaló Isabel—. Así que, silencio.
—Las galletas de chocolate no te matan —protestó Morgan.
—Morgan. —Isabel meneó la cabeza—. Déjalo ya, ¿vale? Solo esta noche.
—Causan cáncer —insistió Morgan.
—Que lo dejes… —repitió Isabel cerrando los ojos.
—Y enfermedades cardíacas.
—Déjalo…
—Y enfisema.
—¡Morgan! —Isabel abrió los ojos—. ¡Que te calles ya!
Morgan cogió las galletas y se acomodó en el sofá.
—Vale —dijo. Abrió el paquete y se metió una en la boca descuidadamente, en un gesto nada típico de ella. Luego me las ofreció.
—No, gracias —dije.
—Nunca comes nada malo —me dijo. Y le preguntó a Isabel—: ¿Te has fijado, Isa?
—¿En qué?
—Que Colie come siempre cosas sanas; es asqueroso —dijo Morgan—. Ni siquiera la he visto comer una patata frita.
—Y sale todas las mañanas a correr. —Añadió Isabel, dejándose caer en el suelo y tomando una cerveza—. La veo siempre cuando me levanto para ir al baño. Está ahí fuera a horas totalmente inhumanas.
—A las ocho —dije.
—Exacto —replicó Isabel.
—Bueno, si Kiki Sparks fuera tu madre —dijo Morgan con la boca llena—, supongo que no tendrías más remedio que ser una fanática de las cosas sanas, ¿no?
Asentí. Todo el mundo suponía eso, sin saber que la comida favorita de mi madre durante los Años Gordos, y ahora, eran las cortezas de cerdo.
Isabel abrió la cerveza y le pasó una a Morgan. A mí me dio una coca light.
—Te daría una cerveza —me dijo—, pero…
—Eres menor de edad —terminó Morgan remilgadamente—. Y sería ilegal.
Isabel puso cara de mártir.
—Pues sí, sería ilegal. —Morgan dobló las piernas—. Cuando tenía quince años me alimentaba solo de cocacola y chocolatinas. Y desayunaba bollitos Twinkies.
—Y no engordabas nunca —dijo Isabel, y cogió el bote de crema. Pero cuando lo abrió, resultó ser algo verde y viscoso, como un vertido tóxico.
—En el colegio quería engordar —me explicó Morgan, que alternaba entre comer huevos rellenos y chupar el caramelo picante que sostenía entre el pulgar y el índice—. Estaba tan flaca que se me veía la clavícula a un kilómetro de distancia. Asqueroso.
—No era asqueroso —dijo Isabel. Se untó la pasta verde en la cara, por las mejillas y la frente.
—Además, le sacaba tres cabezas a todos los chicos —continuó Morgan—. Y como mi madre nunca quería comprarme ropa nueva y yo no dejaba de crecer, todas las faldas y pantalones me quedaban cortos. Me llamaban pescadora.
—¿Tenemos que hablar del instituto? —preguntó Isabel. Ahora tenía la cara completamente verde, menos un poco de blanco alrededor de los ojos y la boca. Le pasó el bote a Morgan.
—Tienes razón. —Morgan escupió el caramelo y se sentó con las piernas cruzadas; cogió un poco de crema. Ya estoy lo bastante deprimida.
—Un momento —dijo Isabel—. Y tampoco vamos a hablar de Mark.
Pero Morgan ya estaba en ello.
—Lo que pasa —comenzó, con un pegote de verde en la mano—, es que fue una estupidez llevarme ese disgusto. O sea, no es culpa suya que su calendario sea una locura en estos momentos. Es posible que el año que viene ascienda de categoría, el equipo va muy bien…
—Ya —dijo Isabel. La pasta de la cara, que imaginaba que sería algún tipo de mascarilla de belleza, se estaba endureciendo y se agrietaba cada vez que hablaba.
—… y lo último que le hace falta, ahora que por fin tiene la ocasión de verme, es que lo bombardee con detalles de la boda y nuestro futuro. No me extraña que se irrite de esa forma cuando lo molesto con eso.
—Morgan —dijo Isabel. Su voz sonaba rara porque intentaba hablar sin mover la boca—. No te olvides del disgusto que tenías esta mañana.
—No se me olvida —replicó Morgan, mirando su anillo. Se untó la mascarilla por la cara, con cuidado, usando solo la punta de los dedos.
Isabel se echó hacia atrás y sacó los cigarrillos del pantalón.
—Es que siempre haces lo mismo, ¿sabes? Te llevas un gran disgusto y luego se te olvida todo.
—Aquí no puedes fumar —soltó Morgan. Entonces se levantó y fue a la cocina para poner la música aún más alta.
—No pensaba hacerlo —gritó Isabel. Luego me señaló el bote de crema con un movimiento de cabeza—. Vamos —dijo—. Te toca.
Lo cogí y miré el contenido verde.
—No me digas que nunca has hecho esto antes —me dijo.
—Pues… —respondí.
—¡Por favor! —Se agachó delante de mí—. Dámelo, anda.
Morgan seguía en la cocina, lavándose las manos. Veía su cara verde reflejada en el armarito sobre el fregadero.
Isabel cogió un pegote de crema y se inclinó hacia mí. Me lo untó generosamente sobre la piel. Estaba fresco y olía a hojas.
—Todo natural —me explicó; me rozó el anillo del labio con el dedo y se me metió un poco de crema en la boca. Sabía horrible—. Limpia los poros en profundidad y tersa la piel. ¿Qué tipo de persona no ha usado nunca una mascarilla? Cuando yo tenía quince años estaba obsesionada con estas cosas.
—Colie no es como éramos nosotras —dijo Morgan al regresar para sentarse a mi lado. Se recogió el pelo con una pinza y parecía un gran espárrago verde—. No se pasa las noches de sábado en casa leyendo revistas de cotilleo. Tiene vida propia.
Isabel siguió extendiendo la mascarilla. Esperé que dijera algo sobre Caroline Dawes y lo que había oído, pero no lo hizo. En vez de eso, se apartó un poco y me miró la cara, estudiando su obra.
—Sí, claro —dijo—. Vida propia.
Morgan alargó el brazo y descolgó el teléfono.
—¿Diga? —dijo.
Durante un momento me sentí confundida hasta que me di cuenta de que debía de haber sonado. Era obvio que Morgan tenía oídos superdotados, como los perros.
—Baja eso —siseó, señalando al equipo de música.
—¿Quién es? —preguntó Isabel, levantándose.
—Que lo bajes.
—Oh —dijo Isabel, que redujo el paso considerablemente—. Es Mark.
Inclinó la cabeza hacia un lado para remarcar el nombre.
—Que lo bajes, Isa.
Isabel bajó el volumen y el sonido desapareció de repente. Luego volvió y se dejó caer al suelo. Abrió otra cerveza.
—No estaba enfadada —decía Morgan; la mascarilla se agrietaba con sus palabras—. Solo estaba deseando hablar de nuestro futuro…
—Mierda —dijo Isabel en voz alta, y Morgan le dio la espalda.
—Ya lo sé. Ya sé que estás muy ocupado. —Morgan se examinó las uñas una a una—. Siempre se me olvida el poco tiempo que tienes para mí.
Isabel fingió vomitar. Morgan se levantó, cogió el teléfono y se dirigió al dormitorio mientras seguía hablando.
—Pregúntale por qué no te da un número donde puedas localizarlo —gritó Isabel mientras el cable se deslizaba por el suelo—. Pregúntale por qué te llama solo una vez a la semana.
Morgan la mandó callar con un gesto de la mano, e intentó cerrar la puerta.
—Pregúntale por esa chica de Wilson, Morgan. Atrévete a preguntarle de una vez por ella.
La puerta se cerró de golpe. Isabel levantó los brazos en señal de rendición.
—Parece que quiere que le hagan daño —me dijo—. Y estoy tan harta de presenciarlo… —La mascarilla se le estaba resquebrajando en las mejillas—. Déjame que te diga algo sobre los hombres, Colie.
Esperé. Sentía la piel rara, tensa, y me estaba concentrando en no mover un solo músculo de la cara.
—Los hombres —dijo Isabel, después de una pausa para beber cerveza— están programados, por naturaleza, para tomar todo lo que pueden de ti. Su instinto básico es aprovecharse de ti.
—¿En serio?
—Sí —respondió decidida. Luego se inclinó hacia mí—. Si crees que esa chica de ayer en el restaurante puede hacerte daño, espera y verás. Todas las chicas malas del mundo no son más que un entrenamiento para lo que te pueden hacer los hombres.
La puerta del dormitorio se abrió y Morgan se quedó allí, con el teléfono bajo el brazo. Incluso con la cara verde me di cuenta de que estaba enfadada.
—¿Cuál es tu problema? —Soltó, y dejó caer el teléfono en el sofá—. Ha oído lo que estabas diciendo, Isabel. Te ha oído.
—Muy bien.
—No entiendo por qué tienes que hablar mal de él con todo el mundo —resopló Morgan.
—Yo no soy la que llega al trabajo llorando por él, Morgan —contraatacó Isabel—. Yo no soy la que prepara huevos rellenos.
—No estamos hablando de huevos rellenos —dijo Morgan.
—No. —Isabel cogió un paquete de tabaco y lo hizo girar en la mano—. Estamos hablando de que Mark no te respeta. Y que te utiliza.
—Cállate —replicó Morgan con voz cansada, dirigiéndose a la cocina.
—¿Por qué nunca te pide que vayas a un partido? ¿Y por qué nunca te da el teléfono de donde está o donde va a estar desde que le diste la sorpresa en Wilson?
—Nunca sabe seguro dónde va a…
—¡Y una mierda! —gritó Isabel—. Puedes ir al quiosco y comprar un póster por noventa y nueve centavos con el calendario de toda la temporada. Son un equipo de béisbol, Morgan. Tienen un calendario. No van viajando por ahí al azar jugando contra los equipos que se encuentran por el camino.
Morgan se puso en jarras.
—Es algo más complicado. Tú no sabes…
—Una cosa sí sé —dijo Isabel, y se levantó—. Sé que viene al pueblo, se acuesta contigo y se larga al día siguiente antes de desayunar. Sé que cuando fuiste a darle una sorpresa en vuestro aniversario te encontraste con esa stripper en la habitación del hotel—. Iba marcando los puntos con los dedos, uno por uno—. Y sé que desde que te dio ese «anillo» —cuando lo dijo, hizo el gesto de las comillas con las manos— no ha vuelto a decir ni una palabra sobre la boda ni el futuro. Ni una palabra.
Morgan asimiló todo esto, parpadeando. Había cubierto el anillo con la mano, en un gesto protector, cuando Isabel lo mencionó.
Yo sentía la cara tan tensa que empezaban a dolerme los ojos. Pero levantarme para lavarme la cara significaba pasar entre las dos, y no pensaba hacerlo.
—¿No lo ves, Morgan? —dijo Isabel, bajando la voz y acercándose un poco más; con la cara verde, parecían dos extraterrestres que se encontraban en un planeta desconocido—. Aquí hay algo que no funciona. —Morgan volvió a parpadear. Pensé que iba a llorar.
Luego se puso muy tiesa y respiró hondo.
—¡Estás celosa! —gritó, apuntando a Isabel con un dedo huesudo. Isabel puso cara de exasperación—. ¡Siempre lo has estado! ¡Desde el principio!
—Anda ya —respondió Isabel indignada.
—Tienes celos —dijo Morgan, que se dio media vuelta y se fue por el pasillo hacia el baño—. Porque no eras su tipo.
—Sí, claro, Morgan —gritó Isabel, mientras esta cerraba la puerta del baño de un portazo—. ¡Me encantaría estar prometida con un jugador de béisbol que se está quedando calvo, me pone los cuernos, no me responde sobre qué va a pasar el resto de nuestras vidas y no es capaz de pasar la línea de Mendoza ni aunque lo maten!
Se hizo el silencio. Morgan abrió la puerta.
—Su promedio de bateo —dijo con frialdad— ha mejorado muchísimo esta temporada.
—¡Me importa un pepino! —gritó Isabel.
La puerta volvió a cerrarse.
—¿La línea de Mendoza? —pregunté.
Isabel volvió pisando fuerte al salón y subió la música.
—Es un término de béisbol y quiere decir que es malísimo.
—¡No es verdad! —gritó Morgan desde el baño—. ¡Ya no es el que más errores comete del equipo!
Isabel cogió el paquete de cigarrillos y abrió la mosquitera de la puerta de una patada. La vi encender una cerilla y el resplandor anaranjado le iluminó la cara antes de salir al porche, fuera de mi vista.
La música disco seguía sonando a tope. Sentía la cara como si la hubiera metido en cemento. Desde la ventana de la cocina veía la casa de Mira, tranquila y silenciosa. Me pregunté si sabría que no necesitaba ver partidos de lucha: Morgan e Isabel eran como el Tunda Triple y Lucha en la jaula todo en uno.
Bajé la música y me acerqué al baño. Toqué a la puerta.
—¿Qué? —dijo Morgan.
—Tengo que lavarme la cara, de verdad —respondí.
—Oh. —Oí que se levantaba—. Vale.
Quitó el pestillo y abrí la puerta. Me deslicé dentro. Ella estaba sentada en el borde de la bañera, con la mascarilla corrida y pastosa por las lágrimas. Fingí no darme cuenta.
Dejé correr el agua del lavabo hasta que salió templada; me lavé la mascarilla con cuidado y observé como el verde se iba por el desagüe. Morgan me pasó una toalla.
—Colie, ¿tienes una mejor amiga? —me preguntó mientras me secaba, y me di cuenta de que la piel tenía un tacto muy agradable.
Miré la toalla y la doblé con cuidado. Al fin y al cabo, era la de Morgan.
—No tengo ninguna amiga —respondí.
—Oh, no es verdad —me dijo, una respuesta automática, como las de los profesores y los psicólogos escolares.
—Es verdad —asentí, y le pasé la toalla.
Se produjo un silencio incómodo, que se notaba aún más por lo pequeño que era el cuarto de baño. No tenía sitio a donde mirar que no fuesen mis manos, Morgan o mi propio rostro en el espejo.
—Bueno —dijo ella, y me di cuenta de que se sentía incómoda y se arrepentía de haber sacado el tema—, a veces no merecen la pena, por los problemas que dan.
No sabía qué contestar a eso. Por muchos problemas que causara una amiga, al menos no estabas sola.
—A Mark lo quiero muchísimo —me soltó de repente. E Isabel se equivoca. Si no fuera el hombre de mi vida, lo sabría. Vamos, tendría que saberlo, ¿no?
—Solo está preocupada por ti —le dije—. No quiere verte sufrir.
Yo lo entendía, porque así me había cuidado mi madre a mí.
—Tiene que mantenerse al margen —siguió Morgan—. Es mi vida. Ella es mi mejor amiga, pero es mi vida.
Se hizo el silencio. Morgan siguió llorando, y se secaba la cara con la toalla, que tenía manchones verdes. Aquella era mi primera sesión de confesiones en el baño, un «momento de chicas», puro y simple. Tenía que decir algo.
—Cuando te conocí, dijiste que Isabel no era mala —le recordé. Ella levantó la vista y el color de su piel asomaba aquí y allá entre las manchas de verde—. Dijiste que a veces se portaba como una auténtica bruja. Y que no sabía lo que era la amistad.
—Oh —dijo—. ¿Eso dije?
—Sí.
—Bueno, es cierto que lo de la amistad le cuesta un poco —admitió—. No sabía cómo ser una buena amiga porque no había tenido amigas hasta que llegué yo.
Sentí que mi confesión anterior colgaba en el aire entre las dos, como una cortina de humo. Y entonces podría haberle contado a Morgan lo de mi Baile de la Cosecha cuando era gorda, y todos los colegios en los que había sufrido. Pero había algo que no me lo permitía, que me impedía abrirme como un libro para dejar las páginas expuestas.
—Solo quiero decir —expliqué— que tal vez deberías recordar tus palabras cuando os peleáis así.
Asintió.
—Lo sé —dijo en voz baja—. No se me olvida. Es, bueno, forma parte de su personalidad, ¿sabes?
—Sí. —Y lo sabía.
Fuera, en el salón, la música se cortó de repente. Hubo unos minutos de silencio, interrumpidos solo por el sonido que hacía Isabel buscando entre las pilas de CDs. Luego se oyó un clic cuando cerró la tapa del equipo y otro cuando apretó el botón.
Empezó la música.
—At first I was afraid, I was petrified [1]…
Morgan se acercó al lavabo. Se mojó la cara una y otra vez hasta que el agua dejó de correr de color verde. Luego levantó la cabeza y sonrió a su reflejo, a las manchas verdes que quedaban aquí y allá junto a las raíces del cabello.
—Está como una cabra —me dijo en voz baja. Pero sonreía.
—Kept thinking I could never live without you by my side…
Y al otro lado de la puerta, de repente, oí a Isabel cantando en voz alta.
—But then I spent so many nights thinking how you did me wrong!
—And I grew strong! —respondió Morgan cantando a gritos—. And I learned how to get along!
La puerta se abrió de golpe y allí estaba Isabel, con los brazos en alto, meneando las caderas y con los ojos cerrados, como si fuera una reina de la discoteca del año catapún. Tenía la cara verde y los rulos rebotaban a lo loco.
—And so you’re back from outer space —cantó, desafinando.
—I just walked in to find you here with that sad look upon your face… —Morgan se adelantó y pasó a mi lado chasqueando los dedos sobre la cabeza mientras Isabel daba media vuelta y recorría el pasillo bailando. Morgan la siguió, dando saltitos de derecha a izquierda y palmeándose el trasero.
Era como la primera noche que las vi, y deseé estar de nuevo en el tejado de Mira, observándolas desde una distancia segura.
Avancé detrás de ellas, mirando fijamente la puerta. Era como verse en medio de algún extraño ritual salvaje, como caminar sobre ascuas o tragar cristal, sin saber cómo escapar de allí discretamente. Las esquivé cuando empezaron a darse golpes de cadera. Los enérgicos movimientos de Isabel lanzaban a Morgan al otro lado del cuarto y puse la mano sobre la pantalla mosquitera. Se habían olvidado completamente de mí.
—¡Colie!
O tal vez no.
Me di la vuelta mientras empujaba la puerta.
—¿Sí?
—¡Venga!
Morgan me hacía señas para que me acercara mientras meneaba las caderas. La música seguía sonando y la canción, aquella estúpida canción, parecía no acabar nunca.
—Tengo que…
Pero entonces se acercó hacia mí, todavía bailando, y me agarró la mano.
—Vamos —me dijo, dando un buen tirón que me atrajo hasta ellas.
—Ya te he dicho que no bailo —grité sobre la música.
—Nosotras te enseñamos —dijo ella, sin entenderme. La canción se terminaba, nota a nota.
—No —dije en voz alta, y liberé el brazo. Pareció sorprendida, luego dolida, y de repente se hizo el silencio, mientras los ecos de mi grito de objeción se asentaban a nuestro alrededor.
—¿Se puede saber qué te pasa? —dijo Isabel.
—Que yo no bailo. —Me crucé de brazos, cerrándome en banda—. Te lo dije.
Y no me importaba si se reían de mí o me odiaban. No me importaba lo que dijeran cuando me marchara. Se miraron. Isabel se encogió de hombros.
—Tú misma —dijo. Luego levantó el brazo y se quitó un rulo: un rizo rubio perfecto le cayó sobre los ojos—. De todas maneras, tenemos que prepararnos para salir.
—Sí —dijo Morgan, pero parecía vacilar, todavía mirándome—. Es verdad.
—¿Para salir? —pregunté.
—Claro —dijo Isabel por encima del hombro—. Es verdad que nunca habías participado en una «noche de chicas», ¿no?
—No —respondí.
—Bueno, pues date prisa —me riñó Morgan—. Y cierra la puerta. Tenemos mucho que hacer.