A la mañana siguiente, el verdadero 4 de julio, me levanté temprano para ir a correr, dejando a Isabel dormida en el sofá. Oí el suelo crujir en el piso de arriba mientras Mira se vestía y cogía a Gato Norman.
Por el camino pasé por delante de la puerta de Norman. Estaba entreabierta y decidí entrar y darle las gracias por las gafas. Cuando llamé con los nudillos, la puerta se abrió sola. El cuarto estaba atiborrado de cosas: las paredes cubiertas de lienzos, unos encima de otros, y del techo colgaban al menos diez móviles, todos oscilando con la brisa que había entrado conmigo. Estaban fabricados con objetos variopintos: marchas de bicicletas, pelotas de goma viejas, pedazos de fotos recortadas de revistas y enmarcadas. Uno de ellos estaba compuesto exclusivamente por reglas y transportadores de metal, que resonaban al chocar unos con otros. Los maniquíes que llevaba el día de mi llegada estaban apoyados contra la pared, con el torso pintado de colores vivos, los brazos estirados y los dedos fluorescentes y felices. El mercadillo era al día siguiente; no podía imaginar dónde iba a meter nada más.
Encontré a Norman en la esquina de un futón, dormido bajo un móvil de pedazos de gafas de sol de distintos colores. Hacía frío en la habitación y él murmuraba, sin camisa, con las sábanas enredadas a su alrededor. No podía apartar la vista de él: tenía el rostro sonrojado, un brazo por encima de una almohada y los dedos rozando la pared. Me pareció distinto, como si fuera otro chico, uno que no conocía. Me sentí rara, como si en cualquier momento fuera a abrir los ojos y yo tuviera que darle explicaciones por estar allí de pie, sin la ventana del restaurante ni un propósito común que se interpusiera entre los dos, dándome seguridad. Retrocedí rápidamente y choqué contra un maletín en la salida. Pero después, durante todo el rato que pasé corriendo en la playa, no dejé de preguntarme qué estaría soñando.
En la orilla había neblina y hacía fresco, y mientras corría también pensaba en Mira, al recordar lo que Isabel había dicho la noche anterior. «Lo que nos hacemos a nosotras mismas porque tenemos miedo.»
Había una persona que a mí me parecía que no sentía miedo. Y sabía que ella sería la única que lo entendería.
—¿Colie? —oí los movimientos al otro lado del teléfono cuando se sentó en la cama—. ¿Qué pasa?
—Nada —respondí—. Solo quería hablar contigo.
Mi madre estaba en España. Había tenido que hablar con tres recepcionistas del hotel y una nueva ayudante, muy irritada, para poder llegar hasta ella.
—Te echo de menos —le dije. Era más fácil decírselo por teléfono.
—Oh, cariño. —Pareció sorprendida—. Yo también a ti. ¿Cómo va todo?
—Bien. —Tiré del cable para llevar el teléfono dentro de la cocina y me senté en el suelo. Le hablé de mi trabajo y le dije que Isabel me había teñido el pelo y depilado las cejas; me sorprendió cuántas cosas habían pasado desde la última vez que hablamos. Me contó que había firmado autógrafos durante tres horas, lo pesada que era la comida europea y que había tenido que despedir a otra asistente porque discutía demasiado, ¿no era increíble?
Y por fin llegamos al auténtico motivo de mi llamada.
—Mamá.
—¿Sí?
—¿Sabías que Mira es, bueno… un poco excéntrica? —susurré, aunque ella estaba arriba y no podía oírme.
—¿Qué? —Mi madre sonaba todavía irritada por lo de la ayudante.
—Mira —repetí—. No es como la recordaba. Es un poco… peculiar.
—Oh, querida —dijo mi madre—. Bueno, Mira siempre ha tenido una sensibilidad artística.
—Es más que eso —repliqué—. La gente aquí… la trata muy mal.
—Oh —dijo—. Bueno, sé que ha tenido algún conflicto con los del pueblo…
—Eso ya me lo han contado.
—Oh. —Hizo una pausa. Me la imaginaba al otro lado de la línea, mordiéndose el labio concentrada—. Bueno, Mira siempre ha sido así. No pensé que fuera tan grave.
—Ojalá lo hubiéramos sabido —le dije—. Me da tanta pena…
—Oh, Colie, lo siento muchísimo —me interrumpió—. Ya tenía remordimientos por hacer esta gira y haberte dejado sola, y ahora esto… Podemos hacer una cosa. Mandaré a Amy, mi ayudante, de vuelta a casa en el próximo vuelo. Puedes tomar el tren y quedarte con ella en Charlotte hasta que termine la gira.
—Mama —dije—. No. Espera.
Pero no me estaba escuchando, ya tenía la mano sobre el auricular mientras se dirigía a alguien en la habitación.
—… mira a ver qué vuelos hay de vuelta, por favor…
—Mamá.
—… sería mejor hoy mismo o mañana. Y dile a Amy…
—¡Mamá!
—… que haga la maleta y llame al servicio de habitaciones, y que reserve un billete de tren…
—¡Mamá!
Tuve que gritar. Cuando mi madre se ponía en marcha, no había manera de detenerla.
—¿Qué? —gritó ella también—. Colie, espera un momento, por favor.
—No —respondí—. No quiero irme a casa. Estoy bien aquí.
Otra pausa. Me imaginé a la gente en España corriendo de acá para allá preparando mi inminente viaje—. ¿Estás segura?
—Estoy segura. —Me cambié el auricular de oreja—. Me lo estoy pasando bien y me gusta mi trabajo. Y creo que a Mira le gusta que esté aquí. Es solo que me da pena. Nada más.
—Bueno —respondió vacilante—. De acuerdo. Pero si te parece que la situación se vuelve demasiado extraña, me llamas y mando a alguien para allá. ¿Vale?
—Vale —respondí, mientras la oía decirle a alguien que lo dejara, que no pasaba nada—. Te lo prometo.
—Pobre Mira —suspiró—. Siempre le costó mucho tratar con la gente. Incluso cuando éramos niñas. Siempre ha sido diferente.
—No como tú —dije.
—Oh, yo también he tenido mis malos momentos —dijo a la ligera. Este tema le gustaba; los malos momentos fueron los que la convirtieron en Kiki Sparks—. Pero con Mira era otra cosa. A la gente siempre le ha costado mucho entenderla de verdad.
—¿Mamá?
—Sí. —Cuando estábamos solas, terminaba por abandonar toda su «personalidad Kikesca» y volvía a ser mi madre. Pero necesitaba un poco de tiempo.
—¿Y tú fuiste —vacilé— fuiste siempre tan valiente?
Hubo una pausa mientras digería mis palabras.
—¿Valiente? —dijo—. ¿Yo?
—Venga —dije—. Sabes que eres valiente.
Lo pensó un momento.
—No me considero valiente, Colie. Tú ya no te acuerdas de lo mal que lo pasamos en los Años Gordos. Y me alegro de que lo hayas olvidado. Pero no siempre he sido tan fuerte.
Me acordaba. Pero no hacía falta decírselo.
—¿Sabes lo que creo que es? —dijo de repente. La oía moverse y me la imaginé en la habitación del hotel, con las almohadas mullidas a su alrededor—. Creo que adelgazar fue una parte importante en esto, para dejar de tener miedo. Pero, sobre todo, creo que fue cuando la gente empezó a creer en mí de verdad. Todas esas mujeres que me tenían de ejemplo, que querían que fuese fuerte y capaz para mostrarles el camino. Así que lo fingí.
—Lo fingiste —repetí despacio.
—Pues sí. Pero luego, no sé cómo —continuó— en algún momento comencé a creérmelo yo también. Creo que ser valiente y tener confianza en uno mismo no tiene por qué empezar en tu interior, cariño. Empieza con el resto del mundo y luego vuelve a ti.
El resto del mundo, pensé. Vale.
—¿Por qué lo preguntas? —preguntó mi madre, que de repente desconfió—. ¿Qué pasa?
—Nada —dije—. Solo sentía curiosidad. Nada más.
Estaba sentada a la mesa comiendo cereales cuando bajó Mira. La oí en la cocina, abriendo los armarios, poniendo el café y hablando con Gato Norman, que terminó por encontrarme y subirse a la mesa de un salto, dándole un golpe a la cuchara y salpicando todo de leche.
—Te crees muy listo, ¿verdad? —le dije, mientras inclinaba la cabeza para lamerla. La lengua raspaba la superficie de la mesa.
—¡Buenos días! —saludó Mira alegremente cuando entró con el cuenco rebosante de cereales y el periódico bajo el brazo—. ¿Qué tal?
—Bien —dije, y le señalé el periódico con la cabeza. Y a ti, ¿cómo se te presenta el día?
—¡Ah! —exclamó, y dejó el cuenco sobre la mesa. Abrió el diario y lo extendió—. «Hoy es un siete sobre diez.» ¡Ohh, muy bien! —carraspeó—. «Un día para la soledad y la tranquilidad: tienes muchas cosas en que pensar. Reciclar, renovar, se avecina algo grande.»
—Hala —dije.
—Sí. —Siguió leyendo en la página—. Tu día tiene un cuatro. Escucha: «A veces las palabras dicen más que las acciones. Presta atención. Piscis anda por ahí».
—Mmmm.
Se giró en la silla y consultó el calendario que había colgado detrás de ella.
—Pues para mí eso de «se avecina algo grande» tiene que ser el eclipse lunar… o tal vez el mercadillo de la parroquia.
—O el 4 de julio —le dije.
—Psé. No me gusta mucho esa fiesta: demasiados turistas, demasiado barullo. Me quedo con el eclipse. O con un día productivo en el mercadillo.
Se lanzó a los cereales y masticó pensativa.
—La verdad, Mira —dije—, no sé qué más puedes necesitar de un mercadillo.
Se me quedó mirando.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno —dije con delicadeza—, tienes en casa tantas cosas de segunda mano que no funcionan bien. Me preguntaba…
—¿Que no funcionan? —preguntó, y soltó la cuchara—. Pero si todo funciona, Colie.
Miré hacia el televisor —MENEAR PARA EL CANAL 11—, luego a la tostadora, que decía: ¡QUEMA RÁPIDO!
—Sí —le dije—, pero ¿no te gustaría tener algo que funcionara perfectamente cada vez que lo usas?
Se quedó pensando y se volvió hacia los comederos de los pájaros.
—Hombre, perfectamente es una expectativa un tanto exagerada, ¿no? Todos tenemos nuestros defectos.
—No se trata de nosotras —le dije amablemente—. Es una tostadora.
—Da igual. —Se acomodó en la silla—. Si algo no funciona perfectamente, o necesita que lo trates de forma especial, no se tira. Es imposible que todo funcione a la perfección todo el tiempo. A veces hay que tener paciencia y darle a las cosas ese empujoncito que necesitan.
—Incluso menearlas —dije.
—Justamente —respondió, apuntándome con la cuchara—. Mira, Colie, hay que ser comprensiva. Todos valemos algo.
Volvió a comer cereales y yo miré alrededor, pensando en sus notitas —GRIFO IZQUIERDO DIFÍCIL DE ABRIR; CUCHILLO GRANDE NO ESTÁ BIEN AFILADO; LA VENTANA SE ATASCA EN EL LADO IZQUIERDO— y las cosas de segunda mano, todas ellas reparadas, al menos en parte, para usarse de alguna manera. Para Mira no había causas perdidas. Todo, y todos, tenían su propósito. Parece que esto se le olvida al resto del mundo con demasiada frecuencia.
Aquella tarde me tocaba trabajar con Morgan. Se presentó con dos docenas de huevos rellenos. Isabel ya me había prevenido.
—¿Qué? —dijo Morgan bruscamente mientras dejaba entre nosotras la bandeja de huevos, todos blancos y amarillos en perfecta formación—. ¿Qué pasa?
—Nada —respondí.
—¿No te gustan los huevos rellenos?
—Me encantan.
—¿Entonces a qué viene esa cara?
Se notaba que no se encontraba de su buen humor habitual. De todas maneras, cuando se puso detrás de la barra para encender la máquina de té helado, recogió mi montón de trapos, los dobló deprisa y los colocó en ángulo recto con el cajón de los cubiertos.
—Nada —repetí mientras observaba cómo doblaba, doblaba y volvía a doblar con expresión irritada. La puerta de la cocina se cerró de un portazo y a través de la ventanilla vi entrar a Norman, con un libro bajo el brazo. Me saludó con la mano y de repente me sentí avergonzada al recordarlo dormido, sin camiseta. Me obligué a sonreír.
—No estás obligada a comértelos —saltó Morgan. Cuando se enfadaba su cara parecía volverse más cuadrada. Además se había cortado el pelo, con el flequillo recto, lo que contribuía al efecto—. Estaba intentando ser amable. —Le dio la vuelta a las servilletas.
—Lo siento —dije. No quería que Morgan se enfadara conmigo—. Es solo que Isabel me dijo que probablemente traerías huevos rellenos hoy.
Se quedó mirándome.
—Por eso me resultó gracioso.
Ella no sonreía.
—Que los trajeras —terminé—. De verdad, lo siento mucho.
Suspiró y se dirigió a las cucharas.
—Oh, yo también lo siento. —Se apoyó en la máquina de café—. Es solo que Mark se marchó temprano y las cosas no salieron como yo quería. —Hizo una pausa. Y siempre hago huevos rellenos cuando estoy disgustada. Bueno, supongo que es gracioso, sí.
—No —repliqué solemnemente—. No es gracioso, para nada.
Norman salió de la cocina y se dirigió al almacén con su habitual pachorra. Se detuvo de repente al ver los huevos.
—¡Eh! —dijo—. ¿Son huevos rellenos?
—Sí —respondió Morgan en voz baja.
—¿Con pimiento?
Morgan asintió.
Norman levantó el borde del papel transparente y examinó las filas de huevos perfectos que había debajo.
—¡Hala!
Olían muy bien.
—¿Puedo, mm, comerme uno? —le preguntó a Morgan, que se tapó los ojos con la mano y asintió. Se tomó su tiempo hasta elegir el de la esquina superior izquierda, y lo acunó en la palma de la mano como si fuera un tesoro—. Genial. —dijo encantado, y volvió a colocar el plástico en su sitio—. Gracias.
—De nada —murmuró Morgan. Vio cómo se alejaba hacia el almacén. Desapareció en su interior, salió con una bolsa de pan de hamburguesas y volvió a pasar a nuestro lado, con el huevo todavía protegido en la mano.
—Quiero saborearlo —explicó. Y se metió de nuevo en la cocina.
Morgan suspiró.
—Soy patética —anunció.
—No lo eres —repliqué.
—Sí, lo soy. —Se acercó a colocar bien el papel transparente—. ¿Sabes cuántas veces he traído huevos rellenos? Y seguramente esta es la única vez que he llegado sin llorar, y solamente porque me he pasado llorando toda la noche. Y Norman —dijo, elevando la voz casi hasta el sollozo—, el bueno de Norman, siempre finge sorprenderse de ver los huevos, y alegrarse, y nunca, jamás, ha actuado como si supiera lo que significan.
Miré los huevos.
—¡Odio mi vida! —gritó Morgan, y se vino abajo completamente. Le temblaban los hombros y a su espalda se agitaban las cucharas.
—Oh, Morgan —dije sin saber qué hacer.
Siguió llorando. En la cocina, Norman se comía el huevo despacio, mirándonos solemnemente.
—Es horrible —lloró—. Por fin consigo verlo y está tan distante, no quiere hablar de la boda en absoluto…
—Oh, Morgan —repetí. ¿Qué podía hacer? En las películas las mujeres se abrazaban y lloraban, pero para mí eso era tan desconocido como un país extranjero. Decidí ordenar los sobrecitos de sacarina.
Ella siguió llorando. Me comí un huevo. Y seguramente habríamos seguido así para siempre si Isabel no hubiera cruzado la puerta.
Primero vio los huevos. Luego miró a Morgan.
—Morgan —dijo con voz tierna, lo cual volvió a provocarle el llanto. Isabel vino detrás de la barra y yo me aparté—. Morgan, venga.
Morgan seguía llorando, con ese tipo de sollozos burbujeantes y explosivos que no se pueden controlar.
—Fue fatal —dijo. Le goteaba la nariz—. Ni siquiera se quedó a desayunar.
El resto se perdió entre sus gimoteos.
—Ay, bonita —dijo Isabel, dando un paso al frente para abrazarla—. Qué cabrón.
Agaché la cabeza y me puse a amontonar pajitas.
—No digas que ya me lo advertiste —dijo por fin Morgan contra el hombro de Isabel, con la voz amortiguada—. Por favor.
Isabel meneó la cabeza, mientras le acariciaba el pelo.
—No lo diré.
—Gracias —sorbió Morgan—. Sé que lo piensas…
—Pues sí —respondió Isabel.
—Pero no lo digas. —Se separó; tenía los ojos hinchados y enrojecidos, y el flequillo pegado a la frente.
—¡Oh, dios mío! —exclamó Isabel—. ¿Qué te has hecho en el flequillo, Morgan?
—Me lo he cortado —dijo Morgan, que volvió a echarse a llorar.
—¿Qué te he dicho de cortarte el pelo cuando estás alterada?
—Ya lo sé. Ya lo sé… —Morgan intentó ahuecarlo con los dedos, pero era demasiado corto—. Mi pelo tiene un mal día, ¿vale?
—Vale —decidió Isabel—. Luego lo arreglaremos.
—De acuerdo—. Morgan volvió a sorber—. Vale.
Isabel miró los huevos. Luego metió la mano por debajo del papel film para sacar uno, y los desordenó todos. Se lo metió en la boca, entero.
Me di cuenta de que Morgan estaba deseando arreglar el plástico, pero se contuvo.
—Cuando termines aquí, ven a casa directamente —le dijo Isabel con la boca llena de huevo—. Te arreglaremos el pelo y nos tomaremos unas cervezas y abriremos el paquete de CDs que llegó la semana pasada.
—¿Un paquete? —preguntó Morgan, y se sonó la nariz con una servilleta—. No me dijiste que nos hubieran mandado otro.
—Lo estaba guardando para una ocasión especial —dijo Isabel, que sacó otro huevo y se puso las gafas de sol—. Te veo luego, ¿vale?
Por fin Morgan sonrió.
—Vale. ¿Todavía no tienes plan para ir a los fuegos artificiales? —le preguntó.
Isabel se metió el huevo en la boca, sin dejar de sonreír. Luego meneó la cabeza.
—No. Están buenísimos —dijo. Luego me miró mientras empujaba la puerta—. Ven tú también, Colie. ¿Vale?
Me sorprendió.
—Claro —dije.
—Muy bien. Será una noche de chicas. —Salió a la calle—. Hasta luego.
La vimos caminar hasta el Golf y salir derrapando, como siempre. Cuando se incorporó al tráfico, alguien que pasaba con una camioneta gritó algo y la pitó. Y ella desapareció.
—«Noche de chicas» —dijo Morgan despacio; se acercó y sacó dos huevos. Luego limpió el papel transparente—. ¿Sabes? Creo que es justo lo que necesito.
Asentí. Me pasó un huevo y lo tomé. Nos quedamos allí masticando hasta que llegaron los primeros clientes.
Noche de chicas, pensé. Sería la primera vez para mí. No sabía bien qué esperar.
Pero pronto lo descubriría.
La música se oía desde el final de camino de entrada a casa de Mira. Yo llevaba la bandeja con los pocos huevos que quedaban; me había comido seis y estaba intentando no mirarlos.
—Ah —dijo Morgan cuando nos acercamos. La música era cada vez más alta—. Disco.
—¿Qué?
Ella señaló la casita con la cabeza. Todas las luces estaban encendidas, y la puerta, abierta.
—La música disco es genial para recuperarse —me explicó—. Y no digamos para bailar.
—Yo no bailo —dije.
Morgan me miró.
—¿Qué?
—He dicho que no bailo.
—Todo el mundo baila —sentenció Morgan.
—Yo no.
Abrió la puerta y salió una explosión de música: Sister Sledge, cantando «We are family», un tema clave de la cinta Ejercicios con Kiki con música disco. En el vídeo mi madre llevaba un maillot morado y pantalones campana, y marcaba los pasos del baile mientras tres filas de personas rollizas jadeaban y resoplaban tras ella.
—Ya bailarás —me dijo. Y me tendió la mano mientras mantenía la puerta abierta; la música salía a recibirme.
Yo no bailaba. Y tenía mis motivos.
Como chica gorda, había vivido una amplia gama de humillaciones. Si además añadimos que casi siempre era la nueva, me topaba con problemas allá donde iba.
Una vez, en primaria, llegué a casa después de un día especialmente malo y me puse a comer galletas Oreo hasta reventar. Me senté con un paquete entero y un litro de leche para ahogar mis penas. Separaba las dos partes de las galletas y chupaba el interior de nata; así una detrás de otra.
Tres minutos después me encontraba en el baño, de rodillas frente a la taza del váter, vomitando una sustancia negra que desaparecía dando vueltas por el desagüe e inmediatamente era sustituida por más, y más, durante lo que me pareció una eternidad.
No he vuelto a tocar una galleta Oreo. La verdad es que ni siquiera puedo estar en una habitación donde las haya.
Y lo mismo me pasa con el baile.
Era el Baile de la Cosecha. Mi primer baile. Como siempre, era nueva en un colegio: la escuela secundaria Central, en algún barrio a las afueras de Maryland. Mi madre trabajaba en la consulta de un dentista; era la primera vez en mi vida que tenía los dientes limpios y controlados.
Tal vez fuera eso lo que me dio la confianza para ir al Baile de la Cosecha. O tal vez fuera mi madre, que nunca dejó que unos kilos de más le aguaran la fiesta. En cualquier caso, cuando llevaba dos meses en el nuevo colegio, gorda y sin amigos (los demás chicos gordos no querían ser amigos míos porque era nueva; siempre había divisiones complicadas incluso entre los más pringados del colegio), mi madre se gastó todo el dinero de la semana en comprarme unos vaqueros nuevos talla extra grande y una camiseta bonita.
La camiseta era de manga larga a rayas rosas y verdes. Me la puse con mis zapatillas Keds y unos pendientes con forma de corazón que me había regalado mi madre por mi cumpleaños. Dedicamos mucho tiempo a elegir esa combinación, e incluso me dijo que usara un poco de su maquillaje. Me dejó al otro lado del campo de fútbol, como hacían los chicos más guais, para que pareciese que había salido de entre los árboles.
—Que lo pases bien —me dijo. Durante las compras y los preparativos, me dio la impresión de que le habría encantado estar en mi lugar e ir ella a la fiesta. Y yo hubiera estado más que dispuesta a dejarla.
El motor del Volaré traqueteó al alejarse.
—¡Estás guapísima! —gritó por la ventanilla mientras yo atravesaba los arbustos para cruzar el campo de fútbol. Ya se oía la música y se veían las luces de la cafetería; a pesar de todo, sentí un aleteo de emoción.
Pagué mis tres dólares y entré. En el pasillo pasé junto a grupos de chicos; parecía que todavía no bailaba nadie. Uno había llevado un libro y lo estaba leyendo.
Fui al baño y comprobé el maquillaje bajo los focos fluorescentes, para ver si me veía distinta. Luego me lavé dos veces las manos y volví a la cafetería.
Para entonces ya había gente bailando. Entré y me apoyé contra la pared, y vi cómo algunos de los alumnos más populares salían a la pista: las chicas meneando la cadera y la melena, los chicos bailando como bailan los chicos blancos, mirando para otra parte, con pinta de aburridos.
De repente, no se estaba tan mal allí. Todos a mi alrededor se movían al ritmo de la música, incluso los demás gordos. Así que yo también lo hice.
Nadie te enseña a bailar. Yo estaba moviéndome hacia adelante y hacia atrás, mirando al suelo como todos los demás. Ni siquiera me veía a mí misma entre la multitud reflejada en las ventanas de la cafetería. Eso me gustó.
Había una chica a mi lado con gafas y el pelo largo, y cuando la miré me sonrió tímidamente. La música era buena y me relajé, me permití moverme un poco más, copiando los movimientos que hacían otros a mi alrededor. Quizá esta vez fuera distinto, en este colegio. Quizá hiciese amigos.
Seguí bailando, pensando en eso, y de repente me di cuenta de por qué a la gente le gustaba bailar. Te sentías bien. Era incluso divertido.
Y luego lo oí. Alguien que se reía. Empezó en voz baja, pero a medida que la música se iba apagando al cambiar de tema, se oyó más fuerte. Levanté la vista, todavía bailando, y vi a un chico al otro lado de la cafetería con los carrillos hinchados, moviéndose como un hipopótamo: las piernas tiesas, balanceándose hacia adelante y hacia atrás. Todos a su alrededor lo miraban y se reían. Cuanto más se reían, más exagerados eran sus movimientos; sacó la lengua y puso los ojos en blanco mientras bailaba.
Tardé varios segundos en darme cuenta de que me estaba imitando a mí. Y para entonces todos me estaban mirando.
Dejé de moverme. La música cambió y miré alrededor, pero la chica de las gafas se había ido; todos se habían ido. Había estado yo sola, bailando, con mis vaqueros extra grandes y mi camiseta nueva.
Cuando esto ocurre en las películas o en las series de televisión, la chica gorda y maltratada siempre se hace amiga de alguien amable que la aprecia por la persona hermosa y valiosa que es de verdad. Pero en la vida real, el colegio no funciona así.
Nadie me siguió cuando atravesé el campo de fútbol y me senté bajo un pino rugoso durante dos horas y media, esperando a mi madre. Oía la música de la cafetería. Incluso oía las voces en el bosque, de los chicos que habían despistado a sus carabinas. Cuando mi madre llegó a las diez en punto, me subí al coche y no dije ni una palabra en todo el camino a casa.
Se lo conté después, sentada y llorando mientras me abrazaba, con voz avergonzada e hiposa. Mi madre me acunaba y tenía la boca apretada en esa línea recta que significaba que estaba enfadada. Me acarició el pelo y me dijo que era muy guapa, pero para entonces yo era lo bastante mayor como para no creérmelo.
Dos semanas después dejó su trabajo en la consulta del dentista y nos mudamos a Massachusetts, donde volví a ser la chica nueva y gorda otra vez. Pero nunca olvidé la escuela secundaria Central ni aquel baile. Imposible olvidarlo.
Bailar tiene algo parecido a desnudarse: hay que tener mucha seguridad para retorcerse en público, llamando deliberadamente la atención sobre uno mismo. Y yo nunca he sido así, ni siquiera sin el peso que antes me hacía el blanco de todas las miradas. Las bailarinas eran las mariposas más leves y hermosas, mientras que las chicas como yo permanecían abajo, con la barriga rozando el suelo, y las observaban desde allí.