8

A medida que pasaban las semanas me fui acostumbrando a estar con Mira en público. La bici ya casi no me molestaba, ni la ropa, a menos que se hubiera arreglado mucho, lo cual era raro y se podía evitar. Pero lo que me seguía costando aceptar era la reacción del resto del mundo, del resto de Colby.

Y no era solo Bea Williamson, claro. Estaban las mujeres de la biblioteca que ponían cara de desaprobación cuando la veían llegar. Los hombres de la ferretería que se aguantaban la risa mientras ella buscaba concentrada en la sección de tornillos, con el bolso rosa bajo el brazo. Algunos solo sonreían con suficiencia y agachaban la cabeza. Pero otros dejaban claro lo que pensaban.

—Oye, Mira —le dijo un hombre en la ferretería, donde estábamos comprando Super Glue para más proyectos de bricolaje casero—, ya falta poco para el mercadillo de la parroquia para el 4 de julio. Seguro que vuelves a ser nuestra mejor clienta, ¿no?

O en el supermercado, ese susurro clandestino de un grupo de mujeres reunidas junto a la sección de congelados, mientras Mira elegía unas galletas: «Dios santo, a Mira Sparks le gustan los dulces, ¿verdad? ¡Y se le nota!».

Las bromas sobre su gordura eran las peores, por motivos evidentes. Pero yo no decía nada; no era mi guerra. Y si Mira sufría, como sufriría yo en su lugar, lo escondía muy bien. Me preguntaba si algún día estallaría en mil pedazos por el esfuerzo de guardárselo todo dentro.

Lo más cerca que estuvimos de hablar de ello fue un día en la tienda del Quik Stop, cuando una mujer le lanzó un cumplido envenenado sobre las gafas de Terminator.

—No es muy agradable —le dije a Mira indecisa mientras ella se montaba en la bici.

Pero Mira solo se encogió de hombros y subió el soporte con el pie.

—Oh, venga —fue lo único que dijo, como si fuera yo la que me hubiera portado mal. Y se marchó tranquilamente a casa haciendo eses por la carretera desierta.

Pero había noches, cuando se iba a su cuarto con Gato Norman bajo el brazo, en las que se veía la línea de luz bajo su puerta. Y me la imaginaba sentada en la cama, oyendo de nuevo aquellas voces dentro de su cabeza, igual que las oía yo. Si se parecía en algo a mí, solo sería capaz de bloquearlas durante algún tiempo. Y yo sabía que por las noches, cuando todo y todos estaban en silencio, esas voces se elevaban como fantasmas, tenues y terroríficas, ocupando tu cabeza hasta que por fin llegaba el sueño.

Una mañana de la semana del 4 de julio Morgan llegó al trabajo con una enorme sonrisa en la cara.

—Uy, uy, uy —dijo Isabel. Estaba junto a la cafetera, con su tercera taza; lloviznaba y hacía fresco, mal tiempo para la playa, y no había mucho que hacer—. A ver, ¿qué pasa?

—Mark viene esta noche, a pasar el fin de semana —dijo Morgan, con una expresión boba de felicidad—. Me acaba de llamar.

—Genial —dijo Isabel—. Yupiii.

—No seas así —la riñó Morgan, que se puso detrás de la barra y empezó a ordenar las tazas de café, con el asa apuntando en la dirección adecuada. Luego pasó a las servilletas, que colocó en la estantería en ángulo recto respecto a las cucharas. Pero seguía sonriendo. Mark te cae bien —le dijo a Isabel.

—Claro que sí —respondió Isabel con sarcasmo—. Y si esta vez aparece de verdad, me caerá aún mejor. Además, creí que teníamos planes.

—Acaba de llamar para avisarme de que venía. —Morgan se llevó una mano a la cadera. Había ciertas posturas y expresiones que la hacían parecerse un poco a un pájaro dodo. Me sentí culpable por pensar eso.

—Eso mismo dijo la última vez. —Isabel asomó la cabeza para vigilar su única mesa.

Morgan puso cara de exasperación y me miró suplicante.

—¿Puedes encargarte de mi turno esta noche, Colie? ¿Por favor?

Turno doble. Pero si le debía algo a alguien, era a Morgan.

—Claro.

—Gracias. —Sonrió y enseñó el anillo al apartarse el flequillo de la cara—. Tengo un millón de cosas que hacer. Quiero prepararle algo de cena, ¿sabes? Así que tengo que limpiar la casa, hacer la compra y arreglarme el pelo…

Isabel se volvió hacia la cafetera murmurando por lo bajo.

—Bueno, Isa —dijo Morgan al cabo de un momento—, ¿me dejas la casa esta noche?

—¿Y dónde se supone que duermo yo? —preguntó Isabel.

Morgan bajó la voz.

—Sabes que Mira te dejaría quedarte en su casa. —Fingí tener que volver a la cocina, donde encontré a Norman con un libro junto a la ventana mojada por la lluvia. Levantó la vista y sonrió, luego pasó la página y siguió leyendo. Bick, que era un surfero ya mayorcito, estaba en la parte de atrás con su tabla, poniéndole cera y mirando el cielo gris con expresión abatida.

Todavía veía a Morgan a través de la ventana pasaplatos.

—Solo esta noche —dijo—. Quiero que sea… especial.

—Jo, qué asco —gimió Isabel—. Vale, me iré por ahí, si eso es lo que quieres.

—¡Eres genial! —exclamó Morgan entusiasmada. Se acercó corriendo a ella y le dio un abrazo breve. Isabel permaneció inmóvil—. Bueno, pues entonces será mejor que me vaya. Va a llegar sobre las seis y tengo tantas cosas que hablar con él… O sea, tenemos que poner una fecha de boda. Especialmente ahora que quiero volver a estudiar en otoño, tengo que saber cuándo será. Hay tantas cosas que planear, ¿sabes?

Isabel revolvió el café y añadió más crema y azúcar. Morgan la observaba y su sonrisa se iba debilitando.

—Isabel —le dijo—, no seas así. No lo veo nunca.

—¿Te dijo algo sobre la última vez? —saltó Isabel. Ahora me daba la espalda. Me apoyé en la puerta del refrigerador, deslizándome fuera de su vista—. ¿Te pidió disculpas al menos?

—No le pedí que lo hiciera…

—¿Te dijo que sentía mucho que estuvieras toda la noche esperándolo y haberle dado plantón a toda tu familia? ¿Te explicó por qué no descolgó el teléfono para llamarte?

—Eso ahora no es importante.

Isabel meneó la cabeza enfadada.

—Venga ya, Morgan. Tú eres una tía lista. ¿Por qué actúas de forma tan estúpida con esto?

Morgan parpadeó varias veces. Y poco a poco la sonrisa se evaporó de su rostro.

—No es asunto tuyo —dijo despacio.

—Ah, ¿no?

—No. —Dio media vuelta, salió de detrás de la barra y cogió sus llaves—. No lo es.

—Entonces no me llores después, ¿vale? —le gritó Isabel. Oí la campanilla sobre la puerta—. No me llores diciéndome el daño que te ha hecho ni me montes el numerito de quitarte el anillo y esconder sus fotos. Porque ya estoy harta. Así que no es asunto mío. Ya no.

La puerta se cerró de golpe. Isabel se volvió hacia la ventana, revolviendo enfadada el café. Y entonces me vio.

—¿Qué pasa? —saltó.

Meneé la cabeza. Al otro lado de la cocina, Norman siguió leyendo, como un niño tan acostumbrado a que sus padres se peleen que ya casi ni los oye. Isabel soltó el café y se dirigió a la puerta trasera, donde se quedó observando la lluvia, de brazos cruzados, hasta que se fueron los clientes de la última mesa.

Aquella noche, Isabel se marchó primero, sobre las nueve, con lo que Norman y yo cerramos juntos.

—¿Quieres que te lleve? —me preguntó cuando salimos al aparcamiento. Oí sus llaves tintineando al cerrar la puerta.

—¿Vas a casa? —le pregunté.

—Podría. —Lanzó las llaves al aire y las atrapó—. Tengo que hacer algo de sitio porque este fin de semana es el mercadillo de la parroquia. Allí es donde suelo conseguir las mejores cosas.

Pensé en el camino de vuelta. En las luces de las casas, los faros de los coches que me deslumbrarían al pasar. Habría sido agradable que me llevara, pero ahora tenía que preguntarme qué querría Norman a cambio.

—No hace falta —le dije, y eché a andar por el aparcamiento.

—Esto, espera, tengo algo para ti —me dijo. Di media vuelta. Estaba de pie junto a la puerta del copiloto de su coche, con la luz interior encendida. En el asiento trasero vi un montón de hueveras, una lámpara que parecía tener la forma de un molino y un gran pez de plástico. Norman, el coleccionista.

—¿Algo para mí?

—Sí. —Se sentó y abrió la guantera; se produjo la explosión habitual de gafas de sol. Rebuscó entre ellas deprisa, levantando la vista de vez en cuando como si quisiera asegurarse de que no me había marchado.

Me quedé donde estaba.

—Ajá —anunció triunfante. Cogió un par y arrojó todos los demás al interior. Cuando cerró con un golpe la guantera, volvió a abrirse sola. Dos veces. Y por fin se enganchó con un buen golpe.

Me acerqué cuando salió, y dio unos pasos hacia mí, bajo la luz de la única farola.

—Toma. —Depositó las gafas en mi mano abierta; sentí su peso ligero en la palma—. Es que las vi y, bueno, pensé en ti.

Pensé en ti. Las miré. Eran negras, con forma de ojos de gato, delgadas y elegantes. Muy chulas.

—Guau —dije—. Gracias.

Pero me pasé la lengua por el aro del labio para recordarme que en realidad no había cambiado nada. Seguía siendo «hoyo en uno», allí, de pie junto a Norman bajo la luz blanquísima, con la brisa ligera acariciándome la nuca.

—Bueno —dijo Norman, para ocultar mi falta de entusiasmo—, las vi en un mercadillo, ya sabes.

—Sí —respondí, y me las metí en el bolsillo de la camisa—. Gracias.

Él asintió, ya en retirada.

—Adiós, Norman —me despedí cuando llegué al extremo del aparcamiento. Estaba de pie junto a su coche, con las llaves en la mano. Agitó la mano sin decir nada.

Caminé deprisa, con las manos en los bolsillos, hasta que oí cómo se marchaba. Luego me puse las gafas. Me quedaban perfectas. Las llevé puestas todo el camino a casa de Mira.

Cuando me acerqué a la casa, Isabel me estaba esperando.

—Eh —me llamó, sobresaltándome. Estaba sentada en el jardín, con las piernas cruzadas y una cerveza en la mano.

—Hola —respondí en voz baja, cuando levanté la vista y vi luz en el cuarto de Mira. No sabía si estaría dormida—. ¿Qué haces?

Se echó hacia atrás y se apoyó en las manos. Era una noche agradable para sentarse en la hierba.

—Haciendo tiempo —dijo—. Me han echado, ya sabes. —Y cabeceó en dirección a la casita blanca por encima del hombro. Parecía estar de mejor humor.

—Oh —dije—. Es verdad.

Salté sobre la hilera de pequeños setos que flanqueaban el camino para sentarme a su lado. Tenía la cabeza echada hacia atrás, con los ojos cerrados. Se oía música, tenue, proveniente de la casa. Celine Dion.

—Odio esa canción.

Isabel dio un gran trago de cerveza. Yo no dije nada.

—¿Qué hora es? —me preguntó, abriendo los ojos y sentándose erguida.

Miré el reloj.

—Las diez y cuarto.

Asintió.

—Cuatro horas y quince minutos tarde —dijo en voz alta—. Y seguimos contando.

La música se detuvo y volvió a empezar. Era la misma canción, otra vez desde el principio. Vi a Morgan moviéndose dentro de la casa. Había un ramo de flores sobre el baúl que hacía las veces de mesita de café y parecía que había ordenado todos los CDs. Al parecer todavía seguía arreglando la casa, recogiendo cosas del suelo y llevándolas de una habitación a otra. Cada vez que pasaba junto a la puerta se inclinaba hacia el cristal, para escudriñar la carretera oscura.

—No va a venir —gritó Isabel.

Morgan abrió la puerta y asomó la cabeza.

—Te he oído —dijo. Y cerró la puerta.

—Pues bueno —replicó Isabel en voz baja. Morgan movió el jarrón de flores al otro lado de la mesita de café.

Detrás de la casa se oyó un estallido y una explosión de luz sobre el agua. Oí reírse a alguien a lo lejos.

—Todavía no es el 4 de julio, idiotas —dijo Isabel—. Es mañana.

Me volví hacia la casa de Mira. Gato Norman estaba junto a la ventana y Mira sentada en la cama, con su kimono, las manos sobre el regazo. Tenía el pelo suelto e iba descalza. Solo miraba.

Me pregunté si podría vernos.

—No es que no quiera que Morgan sea feliz —me dijo Isabel, mientras otra tanda de fuegos artificiales explotaba a lo lejos—. No es eso. Es que él no la hace feliz.

—Pero ella lo quiere —señalé.

—No tiene ni idea. —Terminó la cerveza y metió el casco vacío en el paquete de seis que estaba a su espalda.

Morgan se sentó en el sofá. Volvió a cambiar las flores de sitio.

—Él es el único que le ha dicho que era guapa en toda su vida —dijo Isabel—. Y tiene miedo de no volver a oírlo de nadie más.

Arriba, Mira se había levantado y había ido hacia la ventana para inclinarse sobre Gato Norman.

Fui a apartarme el flequillo de la cara con la mano cuando me di cuenta de que todavía llevaba las gafas de Norman. Cuando me las quité la luna se veía aún más brillante.

—Son bonitas —dijo Isabel.

—Gracias.

—Seguro que le gustas a Norman.

—Oh, no —dije rápidamente—. Solo las encontró en un mercadillo.

—No me refiero a que le gustes en ese sentido —dijo Isabel—. Pero es muy selectivo con la gente—. Sacó otra cerveza—. Deberías sentirte halagada.

—Sí —respondí—. Así me siento.

Ahora deseé haber aceptado que me llevara, o haberle dado mejor las gracias.

Isabel abrió la botella y pasó el dedo por el cuello.

—¿Quién era esa chica, la de ayer? —preguntó—. La que dijo esas cosas sobre ti.

Levanté la vista hacia el cuarto de Mira. Había vuelto a los pies de la cama y tenía a Gato Norman en brazos. Mientras lo acariciaba, él movía la cola arriba y abajo, arriba y abajo.

—Una chica del instituto.

—Ella creía conocerte muy bien.

—Me odia —dije.

—¿Por qué?

Bajé la vista y acaricié la hierba. Notaba que quería que se lo contara.

—No lo sé.

—Tiene que haber un motivo.

—No —repliqué—. No hay ninguno.

Tal vez quisiera más información, pero por ahora esto era lo único que iba a conseguir. Suspiró.

—El instituto es una mierda —dijo por fin—. Luego mejoran las cosas.

La miré: figura perfecta, pelo perfecto, guapísima y segura de sí misma. Si yo fuera como Isabel, nadie podría hacerme nada.

—Sí, claro —dije—. Como si tú lo supieras.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Las chicas como tú no tenéis ni idea de lo horrible que es —respondí.

—Las chicas como yo —repitió. Y sonrió a medias, como si hubiera dicho algo gracioso—. ¿Qué tipo de chica soy, Colie?

Meneé la cabeza. En la casita, Morgan volvió a sentarse en el sofá. Ella lo entendería. Había sido como yo en algún momento, lo sabía.

—Dime —dijo Isabel, acercándose más—. Venga.

—Guapa. Lista —dije—. Con muchas amigas. Seguro que incluso eras animadora, por favor. —Ahora me sentía estúpida, pero era demasiado tarde para parar—. Eras el tipo de chica que nunca sabría lo que es que alguien te trate como esa chica me trató a mí. No tienes ni idea.

Me miró tranquilamente mientras yo decía todo eso. Podía imaginármela en el instituto, saliendo con un chico de algún equipo, con falditas cortas que revolotearían en torno a sus piernas perfectas. Me la imaginaba en el baile de fin de curso, con una tiara y un ramo de flores. Y en el vestuario del gimnasio, metiéndose con una chica gorda, inadaptada y sin amigos. Una chica como yo.

—Te equivocas —me dijo en voz baja, y volvió a recostarse.

—Ya, seguro —dije yo. Podría haber sido la misma Caroline Dawes, a juzgar por la rabia que sentí crecer dentro de mí—. ¿Entonces cómo eras?

—Tenía miedo —me dijo. Y volvió la cabeza hacia las luces de la casita—. Igual que tú.

Nos quedamos allí sentadas un momento, observando cómo Morgan se movía por el salón.

—Es tan idiota —añadió suavemente— lo que nos hacemos a nosotras mismas porque tenemos miedo. Tan idiota.

Y siguió con la cabeza girada, como si yo no estuviera allí.

Pero no tenía razón. Ella no se parecía en nada a mí, y estuve a punto de volver a decirle por qué. De contarle todo. Pero justo cuando iba a empezar, me miró y el valor me abandonó.

De repente pensé en mi madre, en todas aquellas orugas que querían «convertirse». En Mira, que fingía ignorar los insultos que le dedicaban. En Morgan, con su cara cuadrada y su sonrisa enamorada. Y en Isabel y yo, bajo la luna grande y amarilla.

Isabel no se movió cuando el coche pasó de largo por el camino de entrada a casa de Mira y aparcó delante de la casita. Tampoco se giró cuando alguien bajó del coche y subió a zancadas las escaleras, ni cuando Morgan salió a recibirlo. Y no dijo ni una palabra cuando desaparecieron dentro y las luces se apagaron detrás de ellos, dejándonos en la oscuridad, con la luna y la luz del cuarto de Mira iluminando el camino de vuelta.