7

Iba de camino a casa cuando me topé con Norman.

Literalmente. Iba yo caminando de espaldas, diciéndole adiós a Isabel con la mano, cuando me choqué contra algo sólido.

—Mmmmmft —dijo la cosa, y se oyó un golpe seco y un ruido estrepitoso. Me di la vuelta y vi a Norman en el suelo, debajo de un cuadro enorme, del que solo asomaban los pies y la cabeza. Parpadeó.

—Hola —dijo.

—Hola. —Me alarmé—. ¿Te has hecho daño?

—Eh, no —dijo tranquilamente, mientras movía el cuadro con cuidado y se incorporaba. Era una noche rara, cálida, y el viento llegaba del mar con una brisa curva. Los pantalones cortos me aleteaban contra los muslos y todo olía a lluvia—. No me he hecho daño.

—Lo siento —dije.

—No lo sientas. —Se levantó y flexionó una muñeca, que crujió. Llevaba una camiseta que decía ¡NO PUEDO DEJAR DE BAILAR! con letras blancas descoloridas—. Iba solo a llevar esto —explicó, señalando el cuadro con la cabeza.

—¿Qué es? —pregunté. La brisa volvió a soplar en nuestra dirección, alborotando los árboles. Oí el trueno a lo lejos, un retumbar grave, como si alguien estuviera carraspeando.

—Oh, un cuadro que he hecho —dijo—. Es parte de una serie.

—¿También pintas?

—Sí. —Lo inclinó hacia atrás y lo miró, y luego volvió a apoyarlo sobre las rodillas—. Bueno, mi especialidad son las esculturas con objetos. Ahora estoy con marchas de bicicletas. Pero para la clase de pintura de la escuela estoy trabajando en esta serie de cuadros. Es algo experimental. Este es de Isabel y Morgan. —Le dio la vuelta para enseñármelo.

Las dos llevaban gafas de sol. Las de Morgan eran rojas con forma de ojos de gato y rebordes negros; las de Isabel, grandes y blancas, le cubrían media cara. Estaban sentadas sobre la barra del Última Oportunidad. Morgan apoyaba la barbilla en la mano e Isabel tenía los labios fruncidos, como si fuera a lanzar un beso. Aunque no las conociera, hubiera comprendido que eran íntimas amigas. Todo lo que eran estaba a la vista.

—Es genial —dije. Arrastró los pies nervioso—. Lo digo en serio, Norman.

—Bueno, no está mal —dijo con su típico hablar pausado, y volvió a girarlo para mirarlo—. Me interesa mucho la idea del anonimato y la confianza. Y las gafas, bueno, ya sabes, resultan indicativas de eso. Vamos, que algunos las llevan para ocultarse. Pero también son una expresión de la moda, para destacar. Así que ahí hay una dicotomía.

Me lo quedé mirando. Aunque hacía un mes que nos conocíamos y trabajábamos juntos, era la frase más larga y complicada que le había oído.

—Norman —le dije, mientras los truenos estallaron más cerca—. Es increíble.

Sonrió.

—Sí, no está nada mal. Por lo menos sirvió para que me admitieran en la escuela de arte. Ahora solo tengo que terminar la serie. —Volvió a alzar el cuadro—. Solo llevo tres. Pero les prometí que cuando terminara este se lo llevaría para que lo vieran.

Entonces recordé el retrato de Mira y Gato Norman que colgaba en el salón.

De repente un trueno retumbó detrás de nosotros, sobre el agua, y oí que la puerta de Mira se abría y se cerraba de golpe con el viento.

Los dos miramos hacia la casa, iluminada y amarilla en la creciente oscuridad. Y distinguí a Mira pasando delante de una ventana tras otra, con la cara entre las manos.

—¿Qué pasa? —pregunté, pero Norman ya iba de camino a la casa, con el cuadro chocando contra su pierna. Se oyó otro estallido y empezó a llover, con fuerza, las gotas me salpicaban los brazos desnudos.

—¡Gato Norman! —oí gritar a Mira cuando llegamos al porche. La puerta seguía batiendo agitada por el viento—. ¿Dónde estás?

—Mira —grité, y sujeté la puerta para que dejara de hacer ruido—. ¿Qué pasa?

—¡No lo encuentro! —me respondió a gritos. El viento soplaba por la ventana abierta del porche y unas cuantas hojas sueltas pasaron volando—. ¡Gato Norman!

—No pasa nada —dijo Norman—. Estará por aquí, escondido en alguna parte.

Ella apareció en el umbral del cuarto trasero, con el pelo encrespado alrededor de su cara.

—Hace unos minutos lo oí, pero ahora… ya sabes que le asustan las tormentas.

Me sobresaltó otro trueno: estaba muy cerca.

—Quédate ahí —le dije, mientras Norman apoyaba su cuadro contra la ventana principal para protegerlo de la lluvia—. Lo encontraremos.

—Maldito gato —murmuró, y desapareció de nuevo en el interior.

—¡Gato Norman! —llamó Norman desde el otro lado del porche—. ¡Ven aquí, chico!

—¿Dónde estará? —preguntó Mira cuando volvió a pasar por allí—. Seguro que es otra vez ese perro, estoy segura…

—Andará por aquí —la tranquilicé—. No te preocupes.

Y volví a salir. Estaba diluviando y las copas de los árboles se agitaban de un lado a otro. Isabel había salido al porche de la casita blanca para ver la tormenta avanzar sobre las aguas.

Gato Norman —dije, mirando entre los arbustos. La hierba mojada se me pegaba a los pies—. Ven, chico. Venga.

—Nor-man —oí gritar a Norman en el otro extremo.

—Nor-man —repetí.

Un rayo cayó lo bastante cerca como para hacer temblar el suelo y que parpadearan las luces de la casa, y ya empezaba a pensar que Gato Norman iba a tener que pasar solo esta tormenta cuando me encontré con Norman en el patio trasero. Había estado buscándolo en su cuarto.

—Más vale que entremos —dijo. Hubo un resplandor, otro estallido y los comederos de pájaros sobre nuestras cabezas se balancearon con violencia y provocaron una lluvia de pipas de girasol.

—Seguramente está debajo de la casa —le dije mientras subíamos corriendo las escaleras traseras, con la lluvia golpeándonos los hombros. Nos resguardamos bajo el estrecho alero y giré el picaporte. La puerta estaba cerrada con llave.

—Joder —dijo Norman.

—¡Mira! —grité golpeando la puerta—. Abre.

El viento me azotaba con fuerza, lanzando la lluvia y las pipas contra las piernas.

No hubo respuesta. Me imaginé que estaría en la parte delantera de la casa, mirando entre los arbustos junto a las escaleras, el escondite favorito de Gato Norman. Las ventanas abiertas habían dejado entrar el viento suficiente para hacer volar todo lo que había sobre la mesa: había servilletas dando vueltas por los aires y coloridos manteles individuales diseminados por el suelo. Podría haber intentado forzar la puerta, pero sabía perfectamente que EL CIERRE SE ATASCA A VECES.

—Mira —repetí, gritando—. ¡Ábrenos ya!

—No nos oye —dijo Norman.

Seguí golpeando la puerta mientras la lluvia caía con más fuerza y empezaba a picar; las campanillas de viento que colgaban junto a mi cabeza, tintineando descontroladas, se soltaron del clavo y salieron volando por el jardín.

—Mira. —Puse la mano sobre el cristal cuando el viento me empujó contra la casa—. Por favor.

—Vamos a tener que correr hasta la puerta principal —me dijo Norman al oído—. ¿Preparada?

—Pues… —dije, tragando saliva.

—¿Lista? —preguntó Norman.

Brilló el fogonazo de otro rayo y esperé conteniendo la respiración porque sabía bien lo que venía a continuación.

—¡Ya! —gritó, me cogió de la mano y de un tirón me hizo bajar las escaleras, justo cuando resonaba un enorme estruendo en la oscuridad, frente a nosotros. Creo que solté un grito.

Nos adentramos en el fragor a la carrera, con el suelo temblando bajo nuestros pies, pero seguimos adelante con su mano apretando la mía con fuerza. La lluvia me golpeaba en los ojos, la boca y las orejas.

Cuando subimos corriendo al porche delantero, empapados, me encontraba sin aliento. Me apoyé contra la puerta y cerré los ojos.

Norman todavía me tenía agarrada de la mano, sentí su palma caliente sobre la mía.

—Tío —dijo. Sonreía, pero temblaba—. Qué intenso.

—No me puedo creer que lo hayamos conseguido —dije.

Sonrió y bajó la vista hacia nuestras manos. Me solté inmediatamente, sin pensarlo.

Norman se metió la mano en el bolsillo.

Entonces sentí algo. Algo mojado y peludo que se frotaba contra mi pierna con una lenta pereza.

—Miau —maulló Gato Norman, aparcando su amplio trasero junto a mis pies y levantando su mirada hacia mí—. Miau.

—Te odio —le dije. No se inmutó.

—Gato bobo —le dijo Norman, agachándose para cogerlo. Abrió la puerta y lo metió dentro.

El viento se iba calmando poco a poco y la lluvia era una cortina constante, que repiqueteaba por los canalones y desbordaba el tubo de desagüe. Estaba segura de que Gato Norman ya estaría junto a Mira, que lo habría cogido en brazos y perdonado, como siempre.

—Bueno —dijo Norman de repente.

—Bueno —repetí yo.

Se acercó a mí y me miró.

—Estás distinta, ¿no?

Me llevé una mano al pelo empapado y recordé la tarde en manos de Isabel.

—Sí —respondí—. Supongo.

Asintió, sonriendo.

—Te queda bien —me dijo, de aquella manera típica suya de hablar, lenta y seria—. De verdad.

—Gracias. —En lo único que podía pensar era en cómo me había apretado la mano mientras corríamos en la tormenta. El hippy Norman. Un chico que claramente no era mi tipo. Pero daba igual.

Olvídate, me dije. Por muy majo que estuviera siendo conmigo, había oído lo que dijo Caroline Dawes. Claro que quería cogerme la mano. Y hacer todo lo demás que uno hace con las chicas como yo.

—Tengo que entrar —dije abruptamente.

—Oh, vale —respondió, algo sorprendido. Miró hacia el cuadro—. Creo que me llevaré esto después, cuando deje de llover.

—Muy bien —dije—. Hasta luego, Norman.

—Sí. Esto… adiós. —Y empezó a bajar los escalones del porche—. Adiós —volvió a decir cuando iba por la mitad del jardín.

Entré y cerré la puerta. Solo me había cogido la mano por instinto, para correr juntos. Lo sabía.

Pero de todas formas me quedé allí mirando hasta que desapareció de mi vista antes de darme la vuelta y subir las escaleras.

Mira estaba en su cuarto con Gato Norman; la oía susurrando y riñéndolo alternativamente. Cerré las ventanas del cuarto trasero, recogí los papeles y los manteles individuales, apagué unas cuantas luces y salí a recoger las campanillas de viento del baño de los pájaros, donde habían aterrizado. El interior de la casa parecía inestable y suelto, como si hubiera estado respirando con dificultad y hubiera expulsado todo el aire acumulado.

En el estudio de Mira había tarjetas por todas partes, algunas abiertas y otras cerradas. Mientras las recogía las iba leyendo; cada una, una forma distinta de decir «Lo siento mucho…

… porque es difícil perder a alguien que ha dado tanto».

… porque era un buen esposo, un buen padre y un buen amigo.»

… por todos nosotros que trabajábamos con ella, y a quienes nos conmovió.»

… era un amigo y un compañero, y echaré de menos veros paseando juntos todas las mañanas.»

Exmaridos muertos, compañeros de trabajo muertos, incluso perros muertos. Miles de condolencias al cabo de los años.

Me sequé y me preparé una sopa. Después, por la costumbre, me senté a ver un combate de lucha yo sola, mientras Mira trajinaba en el piso de arriba. El agua corría para su baño de todas las noches. Rex Runyon y Lola Baby se habían reconciliado, pero ya había problemas. La alianza de Manta Raya y el Señor Maravilla se vio puesta duramente a prueba por varias derrotas seguidas ante Mini y Blanquito, y durante un combate entre unos desconocidos y la Serpiente Rápida, tiraron al árbitro fuera del ring y cayó al suelo con gran estruendo. La multitud rugió.

Durante los anuncios pasé varios canales hasta encontrar a mi madre: un programa de noticias informaba sobre su cruzada antigrasa por toda Europa. Ahora estaba en Londres. En la tele salía aún más guapa que en persona: su piel relucía, su sonrisa era amplísima. Por primera vez me di cuenta de cuánto se parecía a Mira, sobre todo en su forma de mover las manos cuando hablaban, atrayéndote.

—Kiki —decía el entrevistador, un inglés de cara redonda con acento entrecortado—, he oído que tienes una nueva filosofía de la que estás hablando en esta gira.

—¡Es cierto, Martin! —respondió mi madre cantarina, con su voz hiperactiva de anuncio—. Me dirijo a todos los que se perciben como una oruga, pero saben que en su interior habita una mariposa.

—¿Una oruga? —Martin parecía escéptico.

—Sí. —Mi madre se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos—. Ahí afuera hay mucha gente, Martin, que está viendo este programa igual que han visto millones de programas y anuncios de deporte: deseando encontrar soluciones. Pero son como orugas que miran a las mariposas. Tienen que dar un paso fundamental. Tienen que convertirse.

—Convertirse —dijo Martin, que cambió de sitio su carpeta de notas.

—Convertirse —repitió mi madre—. Y ahí es donde intervengo yo. Yo soy el esfuerzo necesario para pasar de oruga a este mundo de mariposas. Todo el mundo tiene el potencial necesario. Ha estado siempre ahí. Solo hay que convertirse.

Y tenía ese brillo en los ojos, lo bastante intenso como para atravesar un océano y llegar hasta mí. Mi madre creía, y podía hacerte creer a ti también. Ella había creído en mí, todo el tiempo, hasta llegar a los veinte kilos y medio. Creyó en nosotras, desde que vivíamos en el coche hasta que pudimos permitirnos comprar cualquier cosa que deseáramos. Y ahora creía que millones de personas podían pasar de ser orugas deprimidas que zampaban hamburguesas en Burger King a mariposas delicadas y hermosas de todos los colores.

Más tarde, cuando estaba recogiendo los platos, vi mi reflejo en la ventana: mi pelo era distinto y la nueva forma de las cejas transformaba toda la cara. «Una obra incompleta», había dicho Isabel mientras daba un paso atrás para admirar su obra. Yo llevaba tanto tiempo siendo una oruga que, aunque hubiera salido del capullo al perder la grasa, el abrigo y los años que me habían llevado hasta allí, todavía no era una mariposa. Por ahora, lo único que sabía hacer era mirar hacia el cielo desde el suelo; todavía no estaba lista para dar el salto y echar a volar.