6

A Mira le gustaba la astrología. Todas las mañanas empezaba por leer su horóscopo atentamente, y después hacía predicciones para el día.

—Mira esto —me decía mientras yo untaba mi bagel con queso desnatado. Ella ya iba por la mitad de su gran cuenco de cereales Cap’n Crunch ahogados en leche entera, el tipo de desayuno que habría horrorizado a mi madre—. «Hoy será un día de cinco sobre diez. Te verás en un aprieto, pero no pierdas la calma: relájate y te darás cuenta de que siempre habías tenido espacio para maniobrar. Mucha energía, paciencia, fe. Capricornio anda por ahí.»

—Mmm —respondía yo, como siempre.

—Tiene pinta de ser un día interesante —reflexionó, y tomó otra gran cucharada de cereales—. Será mejor que haga mis recados temprano.

Por ese motivo, cuando salí para trabajar Mira iba a mi lado pedaleando. Llevaba unos leotardos, una camisa con estampado de cachemira y las zapatillas moradas; el pelo oculto bajo una gorra de béisbol. Y, por supuesto, sus gafas de Terminator.

Siempre fingía no darse cuenta de que todo el mundo la miraba, e ignoraba las risas y los toques de claxon. Por mí, bien; ya iba yo bastante avergonzada por las dos.

Cuando llegamos a la tienda de la gasolinera Quik Stop, frente al restaurante, Mira torció junto a los surtidores y frenó de golpe. Saludó con la mano a Ron, que se encontraba tras el mostrador, y este le sonrió y volvió a su periódico.

—Bueno —dijo Mira, que se bajó de la bici y cogió su monedero rosa de vinilo de la cesta delantera—, necesitamos pan, queso en lonchas… ¿algo más?

Me quedé pensando un momento cuando un Toyota Camry verde aparcó a nuestro lado.

—Mmm… No me acuerdo.

—Había otra cosa —dijo Mira pensativa, ajustándose las gafas de Terminator—. ¿Qué era?

La puerta del Camry se cerró de golpe y oí unos pasos rodeando el coche.

—¿Refrescos?

—No, no era eso. —Cerró los ojos, pensando—. Era…

Había alguien de pie delante de mí.

—¡Leche! —exclamó Mira de repente, chasqueando los dedos—. Era leche, Colie. Eso era.

—Anda, Mira Sparks. —Oí decir a una voz de mujer—. ¿Cómo estamos hoy?

Ni siquiera tuve que darme la vuelta; me bastó con mirar el asiento trasero del coche. Y ahí estaba esa niña, atada en la sillita, dormida con su cabezota inclinada hacia un lado.

—Hola, Bea —respondió Mira. Luego se colgó el bolso y me dijo—: Te veré esta tarde.

—De acuerdo.

Me di la vuelta y me encontré de frente con Bea Williamson, que me miró con mala cara. Di unos cuantos pasos, sin saber si debía irme o no.

Mira abrió la puerta del Quik Stop y desapareció en su interior. Bea Williamson sacó a la niña del coche, se la plantó en la cadera y la siguió.

Tal vez no ocurriera nada más. Tal vez Bea lo dejara ahí, en ese tono, esa pregunta. Pero yo había sido el blanco de las burlas durante bastante tiempo como para saber que era mejor no concederle el beneficio de la duda.

Crucé la carretera hasta el Última Oportunidad esquivando el tráfico mañanero. Pero mientras cortaba la lechuga, con la radio a tope, no dejaba de mirar hacia el Quik Stop, preguntándome que estaría ocurriendo en su interior, enfadada conmigo misma por no estar allí.

El viernes, una semana más tarde, ocurrió.

Los viernes eran la locura, se juntaban los excursionistas de un día y los de fin semana, que pasaban a comer algo antes de ir a la playa. Morgan se tomaba casi todos los viernes libres, por si venía Mark, lo que me dejaba padeciéndolos a solas con Isabel. Ya tenía dos mesas grandes y al menos diez pequeñas y no era más que la una y media.

—Tu comanda está lista —me soltó Isabel. Llevaba una gran bandeja apoyada sobre el hombro y avanzaba entre la gente que esperaba en la cola para sentarse.

—¿Cómo va eso? —me preguntó Norman mientras yo colocaba los platos sobre la bandeja. La música que sonaba en el aparato de la cocina era Stevie Wonder, a tope. Isabel había estado de buen humor por la mañana. Norman llevaba sus gafas de sol verdes y bailaba junto a la plancha, mientras Bick hacía ensaladas y canturreaba detrás de él.

—De locos —le dije—. Al menos tres mesas esperando.

—Cuatro o más —dijo Isabel detrás de mí, pasando la mano para alcanzar un plato de patatas fritas—. Me hace falta esa hamburguesa, Norman —añadió acercándose a la ventana—. Ahora mismo.

Me aparté y Norman arqueó las cejas y sonrió. Me caía bien. Puede que fuese un artista colgado, pero era muy simpático: siempre me cambiaba los platos rápidamente, incluso cuando el error era mío, y siempre me guardaba una bolsa de patatas fritas con poca grasa, que sabía que me encantaban. En las noches tranquilas, cuando nos tocaba cerrar, nos quedábamos cada uno a nuestro lado de la ventana pasaplatos y charlábamos. Los días en que trabajaba con Isabel, era mi único aliado, pero desde la cocina no podía hacer mucho.

—Esto es tuyo —dijo Isabel, mientras cogía el resto de mis platos y los dejaba en mi bandeja—. Tienes que llevártelo, no dejarlo aquí enfriándose y ocupando sitio.

—A eso iba. Pero has llegado tú y…

—Me importa un bledo. —Ni siquiera se volvió—. Haz tu trabajo, ¿vale? Es lo único que te pido.

—Lo estoy haciendo —repliqué, con esa sensación de frustración acalorada que siempre sentía cuando ella estaba cerca.

—Mira, hoy no está aquí Morgan para protegerte —saltó, agarrando la hamburguesa que le pasaba Norman. Y yo no tengo tiempo de explicarte que la vida es como el café o lo que sea. Así que no me estorbes y encárgate de tu propia mierda.

Asió su bandeja, me apartó con un golpe de cadera y se marchó. Yo me quedé allí parada. Cada vez que pasaba algo así, se me ocurría una respuesta estupenda, unas tres horas después, lo que no servía para mucho. Trabajar de camarera me había obligado a ser más decidida con los desconocidos, pero Isabel era otra cosa.

—Colie, son cosas suyas —dijo Norman, como siempre. Por muy atareado que estuviera, Norman se daba cuenta de todo. Si levantaba la vista en plena hora punta, veía que me estaba mirando, solo para comprobar dónde estaba. Era raro, me tranquilizaba—. No lo hace…

—Ya lo sé —dije, suspirando antes de volver a mis mesas. Llevé los platos y seguí trabajando, con mi sonrisa falsa pegada en la cara. Me sumergí en el jaleo y el trabajo, evitando a Isabel hasta las dos y media, cuando las cosas se calmaron. Y luego, cuando se marchó mi última mesa, me quité el delantal y salí por la puerta trasera.

Me senté en los escalones mirando a los contenedores de basura con los pies colgando. Por las tardes, el sol y la luz te hacían entrecerrar los ojos y, si el viento soplaba en la dirección adecuada, ni siquiera se olía la basura.

Un coche aparcó en la parte delantera; sonó la campanilla cuando alguien entró. Miré el reloj: un minuto para la hora de cerrar. A través de la mosquitera vi a dos chicas apoyadas contra la barra.

Me iba a levantar pero Isabel llegó antes, sacándose un bolígrafo del pelo. Tenía su expresión borde, como si hubiera estado esperando para enfadarse con ellas.

—¿Qué queréis?

—Queremos pedir algo para llevar —dijo una de las chicas—. Umm, dos hamburguesas con queso y una de aros de cebolla. Y dos pepsi light.

—Marchando dos hamburguesas con queso —le gritó Isabel a Norman, mientras pinchaba el papel en el pincho—. Tardará unos minutos —les dijo a las chicas. Luego avanzó hacia la puerta trasera, me lanzó una mirada y se fue al servicio. Desde la cocina oía a Stevie Wonder, alegre y desenfadado.

Cerré los ojos y dejé que el sol me calentara la cara. Ya olía las hamburguesas y me retumbó el estómago. Por lo general había seguido el Plan de Alimentación de Kiki, con alguna patata frita o aro de cebolla aquí o allá. Pero la tentación estaba siempre ahí. «Un día menos, una victoria más», decía mi madre. Era el nombre de una de sus cintas inspiradoras.

Oí que alguien venía por el pasillo y me volví, creyendo que era Isabel. Pero no: era una de las chicas de la barra. E incluso a través de la puerta con pantalla mosquitera y el reverbero del sol, reconocí a Caroline Dawes.

Ella también me vio y pareció igual de sorprendida. Por alguna razón absurda pensé que tal vez, solo tal vez, no pasaría nada. No estábamos en el colegio. Ni siquiera estábamos en nuestra ciudad. Estábamos a muchos kilómetros de distancia. Así que le sonreí.

—Madre mía —dijo, arrugando la nariz como si hubiera visto algo asqueroso—. ¿Y qué haces tú aquí?

Idiota.

Ahí estaba de nuevo, ese punto seco en la garganta, e instantáneamente volví a ser gorda, con granos en la cara, envuelta en mi gabardina negra para ocultarme. Excepto que ya no la tenía, ni tampoco esos veinte kilos y medio. Era una presa totalmente desprotegida.

Entonces se echó a reír. Soltó una carcajada y meneó la cabeza, mientras daba un paso hacia atrás tapándose la boca con la mano. Y volvió corriendo a la barra, con las sandalias tableteando alegremente.

Volví a mirar los contenedores y cerré los ojos. Me oía respirar.

—¿Quién era esa? —le preguntó su amiga cuando se acercó.

—Colie Sparks —respondió Caroline. Todavía seguía riéndose.

—¿Quién?

—Una chica de mi colegio. Es, o sea, una auténtica pringada. —Caroline hablaba en voz alta, lo bastante para que la oyera yo desde la otra punta del restaurante. Sabía que Norman también la estaba oyendo, podía imaginar lo que estaría pensando, pero no me di la vuelta—. Se acuesta con cualquiera, te lo juro. La llaman «hoyo en uno». —Volvió a reír.

—Qué horror —dijo su amiga, pero por la voz me di cuenta de que estaba sonriendo.

—Se lo merece totalmente —dijo Caroline—. Es la más guarra del colegio. Además, se lo tiene creído porque su madre es Kiki Sparks. Como si eso fuera a impresionar a alguien.

Doblé las piernas y apoyé la barbilla sobre las rodillas. Era como estar de vuelta en el colegio, en el vestuario, el día que Caroline y sus amigas abrieron mi bolsa de gimnasia y sacaron mis enormes bragas para que todas las vieran.

Cada vez que pensaba que la cosa no podía empeorar, empeoraba.

Si hubiera sido Mira, habría fingido ignorarlo todo. Si hubiera sido Morgan, me habría levantado y le habría dicho un par de cosas a Caroline. Si hubiera sido Isabel, seguramente le habría dado un puñetazo. Pero yo era yo. Así que me puse cada vez más tensa, cerré los ojos y esperé a que aquello terminara.

—No me puedo creer que esté aquí —dijo Caroline—. Si tengo que volver a ver su horrible cara, me va a fastidiar las vacaciones.

Entonces oí algo a mi espalda, en el pasillo. Muy cerca.

Me di la vuelta y se me borró la visión mientras los ojos se acostumbraban a la penumbra. Era Isabel. Estaba al otro lado de la puerta, de brazos cruzados. Observando y escuchando a Caroline Dawes.

Lo que faltaba, pensé. Ahora ya tiene un motivo para odiarme.

Esperé que dijera algo, uno de sus comentarios punzantes en voz baja. Pero no lo hizo. Unos segundos después Norman gritó que la comanda estaba lista, y ella se alejó por el pasillo.

Oí cómo les cobraba la comida y la caja se abría con su alegre tintineo. Les dio el cambio y la puerta principal chirrió cuando Caroline y su amiga la empujaron.

—Hasta luego —dijo Isabel—. Que tengáis un buen día.

—Tú también —dijo la amiga de Caroline, y la campanilla sonó cuando se marcharon. Isabel salió de detrás de la barra y giró el cartel a CERRADO.

El nuevo comienzo que había deseado, lo que quería que Norman pensara de mí, todo se había esfumado. Isabel guardaría esa información y la utilizaría.

La oí volver hacia mí, con calma, y tragué saliva, preparándome. Se quedó al otro lado de la mosquitera. La sentía.

—No digas nada —le dije—, ¿vale?

Mi voz sonó débil y triste, incluso para mí misma. Ella no dijo nada durante un buen rato. Yo me concentré en el cielo, memorizando el azul. Y me sobresalté cuando me ordenó:

—Vamos.

—¿Qué? —Me di media vuelta. Me estaba mirando.

—Ya me has oído —contestó. Se quitó el delantal, lo arrojó sobre la barra y se dirigió a la puerta principal. No se giró para ver si la seguía. Simplemente se marchó—. Vamos.

Fuimos al Golf y dejamos que Norman cerrara solo el restaurante. Isabel entró y buscó la llave, que estaba en el suelo. Puso el coche en marcha y la música empezó a tronar inmediatamente. La bajó un poco, pero no mucho.

Sentí que debía decir algo.

—Mira —le dije—, sobre esa chica…

Meneó la cabeza y volvió a subir el volumen para no oírme.

Condujimos de vuelta a más de cien kilómetros por hora. Pero no puedo saberlo seguro, porque el velocímetro estaba roto, igual que el retrovisor, que colgaba de medio lado, y el cambio de marchas, cuyo puño había sido sustituido por una pelota de plástico blando pintada como el planeta Tierra. El suelo y el asiento trasero estaban repletos de barras de labios, estuches de CDs, revistas Vogue y Mirabella, y unos veinte pares de gafas de sol, todo lo cual traqueteaba de un lado a otro cada vez que tomábamos una curva. Isabel no dijo ni una palabra mientras conducía; llevaba la boca apretada en una línea delgada y tensa.

Apenas redujo la marcha cuando tomamos el camino de tierra. Como mi cinturón también estaba roto, fui todo el camino agarrada al tirador. Cuando por fin se detuvo con un frenazo delante de la casita blanca, me parecía que hasta se me habían aflojado los empastes.

Isabel cogió un par de CDs del asiento trasero y salió.

—Llévalos tú —me dijo, y la obedecí. Vi cómo se quitaba los zapatos de una patada en el porche y sacaba la llave de debajo de una planta seca que estaba en los escalones. Abrió la puerta y entró, sorteando unas cuantas revistas y prendas de vestir, y se dirigió a la cocina. Yo me quedé en la puerta.

Fue hasta la nevera, sacó una cerveza y le quitó la chapa con el canto de la encimera. Luego bebió un trago, eructó y se llevó una mano a la cadera.

—El mundo —dijo— está repleto de zorras.

Entré.

Era fácil adivinar qué mitad del dormitorio era la de Isabel. Una tenía la cama hecha, las fotos bien colocadas, la ropa sobre las estanterías dobladas y ordenadas por categoría y color. La otra estaba cubierta, desde el suelo hasta la cama, de cosas. Ropa, CDs, calcetines, revistas, sujetadores, cajetillas de tabaco vacías: todo revuelto. Pero lo que más me llamó la atención fue el espejo.

Estaba sobre el tocador, enmarcado por cientos de caras recortadas de revistas. Chicas rubias, morenas, pelirrojas, de pómulos marcados, seductoras. Había algunas con maquillaje llamativo, otras sin maquillar, todas delgadas, algunas sonrientes. Estaban pegadas de cualquier manera, solapándose unas sobre otras, extendiéndose como una nube desde los bordes del espejo. Aquí y allá, entre medias, había fotos de gente real: algunas de Isabel y Morgan, fotos de familia, un par de bebés y varias de chicos guapos y sonrientes. Junto a las modelos parecían más pequeñas, y se percibían todas las imperfecciones.

—Siéntate —me dijo Isabel, apartando con el pie una sandalia blanca y un par de pantalones cortos para sacar la silla. El tocador era un mar de botecitos y cajitas, tan atestado de cosméticos que no se veía la superficie. Me miré en el espejo, rodeada de todas aquellas chicas hermosas, y me pregunté qué estaba haciendo allí.

Isabel apartó un par de cosas más y se apoyó en el tocador, dando otro trago de cerveza.

—Mira, Colie. Tengo que decirte algo y voy a ir al grano, ¿de acuerdo?

Pensé un momento. No podía ser nada peor de lo que ya había pasado.

—Vale.

Se colocó el pelo detrás de la oreja, respiró hondo y dejó escapar el aire. Luego dijo:

—Creo que deberías depilarte las cejas.

No era precisamente lo que estaba esperando.

—¿Qué?

—Ya me has oído —dijo, y se situó detrás de mí, haciéndome volver la cabeza para que me viera en el espejo—. Y tampoco estaría mal hacer algo con ese pelo.

—No sé —dije insegura mientras se acercaba al armario y abría la puerta de un tirón. Sacó una caja grande con paquetes de tinte. Y yo que creía que era rubia natural…

—Ese negro es demasiado irregular —me dijo—. No podemos teñir por encima, pero al menos podríamos intentar teñirlo de nuevo para igualarlo. No lo arreglaría del todo, pero…

Dejó caer la caja el suelo y salió abruptamente del cuarto hablando consigo misma. La oí abrir y cerrar armarios en la cocina.

Levanté la vista hacia las fotos, observando las caras. Y entonces la vi; una, en la parte de arriba, en la que no me había fijado antes. Parecía una foto de un anuario escolar. La chica era gorda, con gafas. Tenía la cara rechoncha y el pelo castaño liso, y vestía un jersey grueso de cuello vuelto con pinta de incómodo y de picar. Llevaba una cadena con una ranita dorada, algo que debía de haberle regalado su madre o su abuela. Era el tipo de chica a quien Caroline Dawes le habría hecho la vida imposible. Una chica como yo.

Me acerqué más, preguntándome qué pintaba allí. Incluso entre las fotos de los bebés y de Morgan y esos chicos, no encajaba.

—Toma —dijo Isabel, que entró súbitamente en la habitación y me puso una caja sobre las rodillas. La modelo de la foto tenía el pelo castaño oscuro, casi negro, con reflejos rojizos, y me sonreía—. Algo así era lo que tenía en mente.

No sabía cuál había sido el efecto de Caroline Dawes en Isabel, pero no iba a cuestionarlo. Después del día que llevaba, cualquier cambio me parecía una buena idea.

—Muy bien —dije. Y a mi espalda, reflejada en el espejo junto a las demás bellezas, la linda cara de Isabel casi, casi sonrió.

—Ay.

—Silencio.

—¡Ay!

—Cierra el pico.

—¡Aayy!

—¿Te quieres callar ya? —soltó Isabel, que me arrancó un buen pellizco de piel al tirar.

—Duele —dije. Había buscado unos cubitos de hielo, pero sin suerte: se le olvidó llenar la bandeja la noche anterior.

—Pues claro que duele —gruñó, y de un tirón me hizo inclinar la cabeza hacia atrás—. La vida es una mierda. Vete acostumbrando.

Obviamente no íbamos a convertirnos en amigas del alma inmediatamente.

Para distraerme, miré hacia el espejo.

—¿Quién es esa chica?

—¿Qué chica? —Otro tirón.

Me lloraban los ojos.

—Esa —dije señalando a la chica gordinflona con el jersey de cuello vuelto—. La de la foto del anuario.

Me dio otro buen tirón y miró hacia donde yo le señalaba.

—Mi prima —respondió distraída.

—Ah.

—Es un bellezón, ¿eh? —Se cambió las pinzas de mano y flexionó los dedos entumecidos.

—Bueno, es… —dije—. Quiero decir que es muy…

—Es un asco —me dijo, y se preparó para empezar con la otra ceja—. No es ningún secreto.

Para las chicas guapas era todo tan fácil. No entendían la suerte que tenían. Pero yo conocía a su prima, sabía por lo que estaba pasando. Y no podía apartar la vista de ella, incluso mientras Isabel se esforzaba por transformarme.

Estaba terminando mis cejas, arrancando algún pelo suelto aquí y allá, con su cara cerca de la mía.

—¿Por qué te estás portando tan bien conmigo? —le pregunté.

Se apartó y dejó las pinzas.

—¿Sabes? —me dijo—, cuando dices cosas así me entran ganas de darte un guantazo.

—¿Qué?

—Me has oído. —Cogió la cerveza y dio un buen trago, todavía observándome. Luego dijo—: Colie, no debería sorprenderte que la gente te trate con respeto. Deberías esperarlo.

Meneé la cabeza.

—No sabes… —comencé, pero, como siempre, no me dejó terminar.

—Sí —dijo sencillamente—, lo sé. Te he estado observando, Colie. Vas por ahí como un perro que espera que le den una patada. Y cuando alguien te la da, haces pucheros y lloras como si no lo merecieras.

—Nadie merece que le den una patada —repliqué.

—No estoy de acuerdo —dijo secamente—. Te lo mereces, si no crees merecer nada mejor. En cuanto viste a esa chica, te viniste abajo. Le abriste la puerta y la dejaste entrar y machacarte.

Pensé en Mira, en cuánto me molestaba que no se defendiera.

—Ella es…

—No me importa quién sea —me dijo, interrumpiéndome de nuevo con un gesto de la mano—. Respétate a ti misma, Colie. Si no te respetas tú, el mundo te pasará por encima.

Bajé la vista y me pasé la lengua por el aro del labio.

—¿Ves? —me dijo—, ya estás otra vez.

—No es cierto.

Me tomó de la barbilla y me obligó a mirarla.

—Tú eres lo más importante, Colie. —Se llevó un dedo a la sien y dio tres golpecitos, tap, tap, tap—. Si crees en ti misma aquí arriba, serás más fuerte de lo que puedes ni siquiera imaginarte.

La confianza tiene algo de contagioso. Y en ese momento, con las cejas escocidas y los ojos llenos de lágrimas, creí en mí.

—Y una buena melena tampoco hace daño —añadió, mientras alcanzaba del suelo la caja del tinte—. Venga. Luego he quedado, pero si nos damos prisa nos dará tiempo.

Me quedé sentada, mirando mi reflejo en el espejo. Un cambio pequeño, pero ya me veía distinta.

—¡Venga! —me gritó desde la cocina. Lancé una última mirada al espejo: vi mi cara, rodeada por tantas chicas guapas, y fui a ponerme en sus manos. Pero cuando me sentó en una silla de la cocina e inclinó mi cabeza sobre el fregadero diciéndome que cerrara los ojos, solo fui capaz de pensar en una chica, su prima gorda, mientras el agua salpicaba a mi alrededor.