5

La oficina de Correos de Colby era un edificio pequeño, con una sala llena de cajetines para recibir el correo atendida por un señor mayor que siempre parecía estar dormitando. Después del turno del almuerzo, salía por la puerta trasera del restaurante, atravesaba un descampado, pasaba por delante de un garaje y una droguería y llegaba justo frente a la puerta.

Cuando llevas años siendo el blanco de bromas y cotilleos, desarrollas una especie de radar. Casi hueles cuándo está a punto de suceder, puedes reconocer instantáneamente el sonido de una voz susurrante, lo bastante baja para que las palabras que pronuncia sean aceptables. Solo llevaba en Colby unas semanas. Pero no se me había olvidado.

Un día estaba en la oficina de Correos recogiendo las cartas —facturas, un cheque de la compañía de tarjetas de Mira y una postal de mi madre con la Venus de Milo con ropa de deporte— cuando lo oí.

—Bueno, ya sabes lo que dicen de ella. —Era una voz gangosa, de una mujer de mediana edad. Estaba fuera de mi vista, tras una hilera de cajetines.

—Algo he oído —dijo una segunda mujer. Se notaba que quería que su amiga continuara, pero todavía no estaba dispuesta a contribuir.

Aquello también me resultaba familiar.

—No es ningún secreto —dijo la primera mujer. Oí que pasaba las cartas—. Vamos, todo el mundo lo sabe.

Di un paso atrás y me apoyé en los cajetines; rocé con la lengua el aro del labio. Notaba la cara ardiendo, con ese rojo incontrolable que me recorría la piel, desbocado, y ese punto seco en la garganta que no lograba eliminar por mucho que tragase. Era como estar de nuevo en el colegio, en el vestuario de las chicas, escuchando a Caroline Dawes anunciar a sus amigas que yo le había dicho a Chase Mercer que mi madre le pagaría para que fuese mi novio.

Y eso en un buen día. Y ahora aquí, meses después, en una ciudad en la que apenas conocía a nadie, volvía a ocurrir.

—Siempre ha sido así desde que se vino a vivir aquí —dijo la primera mujer—. Pero esto va más allá de una personalidad peculiar, ¿sabes? Con esa bici y la ropa que lleva. Por no hablar de todos los vagabundos que adopta. Es como si tuviera una comuna o algo al final de esa carretera. Es una vergüenza para todos nosotros.

—Me sorprende —dijo su amiga— que todavía no le haya dicho nadie lo ridícula que va.

—¿Crees que no lo he intentado? —dijo la primera mujer con un suspiro—. Pero no hay nada que hacer. Está loca. Así de simple.

Respiré hondo. No estaban hablando de mí; claro que no. Estaban hablando de Mira. La recordé montada en la bici, pedaleando furiosamente, y volvió a arderme la cara.

—El gran Norm Carswell está como loco porque su hijo vive en su sótano. Quién sabe qué cosas harán ahí. No quiero ni pensarlo.

—¿Cuál? ¿El jugador de fútbol americano? ¿O la estrella de baloncesto que fue a la universidad del estado con aquella beca?

—Ninguno de los dos —respondió la primera mujer—. Es el más pequeño, el que se llama como el padre. Nunca supieron qué hacer con él; el chico no jugaba a nada. Lleva el pelo largo y creo que toma drogas.

—Ah, ese. Pues es muy simpático. La semana pasada vino a un mercadillo que hice en el jardín de casa y me compró todas las gafas de sol viejas. Dice que las colecciona.

—Tiene muchos problemas —dijo la otra—. Vamos, igual que Mira Sparks. Estoy segura de que terminará sus días sola, cada vez más loca y cada vez más gorda… —Su amiga soltó una carcajada, una de esas de «ay, mira que eres mala»—…en esa casa vieja y destartalada.

—Uf —dijo la amiga, disfrutando el momento—. Qué triste.

—Bueno, ella lo ha querido así.

Ya odiaba a esa mujer, como había aprendido a odiar a los que hablaban mal de la gente a sus espaldas. Estaba acostumbrada a los insultos malintencionados directos a la cara, sin confusiones ni malentendidos. De alguna forma, había más dignidad en eso.

Me volví hacia los cajetines, todavía sintiendo pena por Mira, mientras me metía el correo en el bolsillo del pantalón. Luego oí un ruido a mi espalda. Cuando me giré, vi por primera vez a la Niña Cabezona.

La reconocí al instante: era imposible no hacerlo. Tendría unos dos años y llevaba un vestido rosa de volantes repolludos y sandalias blancas. Tenía el pelo rubio y fino y llevaba una diadema rosa con un lazo, que hacía aún más grande su cabeza, si es que era posible. Tenía ojos azul celeste y me miró con la boca abierta, con la falda apretada en el puño.

Madre mía, pensé. Mira tenía razón: un pedazo de cráneo, con forma ahuevada, y la piel bajo el cabello, pálida y casi translúcida. El resto del cuerpo parecía de juguete en comparación.

Se quedó quieta y me miró fijamente, como hacen los niños antes de aprender que eso es de mala educación. Luego levantó una mano y se llevó un dedo gordezuelo al labio, al lugar exacto donde tengo el aro. Lo dejó allí unos segundos, sin despegar de mí la mirada. Yo no podía apartar los ojos de ella.

Y luego, con la misma rapidez con la que había aparecido, dio media vuelta y se alejó tambaleándose; sus pasitos apenas resonaban sobre las baldosas del suelo.

Yo aún seguía en el mismo sitio cuando las mujeres pasaron a mi lado, con la niña de la mano de la más alta, y salieron de la oficina. La campanilla tintineó tras ellas. Ahora iban hablando de otra persona, sobre maridos y divorcios y propiedades inmobiliarias. No me vieron.

Las vi marcharse, dos mujeres de mediana edad con pantalones cortos y sandalias. La de la niña tenía el pelo rubio y rizado y llevaba un jersey con barcos de vela. Se quedaron paradas afuera, todavía charlando, y sonrieron y saludaron con la mano a una anciana con andador que subía las escaleras. La niña echó a correr por la acera con los brazos abiertos, hacia la valla de madera blanca y las rosas que crecían al otro lado.

La edad no importaba. Había gente como Caroline Dawes por todas partes.

Me quedé frente al escaparate, observando cómo se subían a sus coches y se marchaban. Luego volví caminando a casa de Mira.

—Hola —me dijo mi tía con una sonrisa, pasando las cartas una a una—. ¿Qué se cuentan en el pueblo?

Oí en mi cabeza la voz de la mujer, tan despectiva, y sentí el mismo punto seco en la garganta, el mismo rubor en la cara.

—Nada —respondí.

Y ella asintió, creyéndome, antes de volverse hacia la tele.

Era mucho más fácil con la lucha. Había equilibrio: estaban los buenos, como Rex Runyon, y los malos, como los Hermanos Moratón. A veces los malos tomaban ventaja, pero siempre había uno de los buenos cerca, dispuesto a pegarle a alguien con una silla en la cabeza, tirarla por encima de las cuerdas o darle un buen guantazo; todo por una buena causa.

Mientras lo veía, me di cuenta de que seguramente Mira supiera que era todo fingido; tenía que saberlo. Pero había cierta satisfacción en ver cómo los Hermanos Moratón salían cojeando del cuadrilátero, con la cara entre las manos, pagando por lo que habían hecho. Te devolvía la fe. Y bastaba aparcar el escepticismo y creer, solo por un momento, que al final siempre ganan los buenos.

—La cosa —dijo Morgan, mientras tomaba otra medida de café y la volcaba en un filtro— es que Mira siempre ha sido diferente.

Estábamos en el trabajo, antes de abrir, y yo le había contado lo que había pasado en la oficina de Correos. Ella se limitó a suspirar y asentir con la cabeza, como si no le sorprendiera.

—Quiero decir —siguió—, que la gente lleva hablando de ella desde que llegó. Mira es una artista y esto es un pueblo. Entra dentro de lo normal.

Asentí. Estaba enrollando los cubiertos, primero el cuchillo y luego el tenedor, en una servilleta. La servilleta había que doblarla en ángulo recto y darle tres vueltas bien apretadas sobre los cubiertos. Morgan me miraba por el rabillo del ojo mientras hablaba, para comprobar mi técnica.

—Todavía recuerdo la primera vez que la vi. Isabel y yo íbamos al instituto, calculo que tendríamos más o menos tu edad. Trabajábamos en el supermercado Big Shop, en la caja, y Mira llegó un día en su bici, con un anorak naranja chillón. Compró como seis cajas de cereales. Parecía que era lo único que comía. Yo esperaba que en cualquier momento le diera una subida de azúcar, allí mismo, en la caja.

Seguí enrollando cubiertos, temiendo que dejara de hablar si yo decía algo.

—Bueno —continuó, mientras enderezaba una pila de filtros que estaba ligeramente inclinada—, al cabo de un tiempo empezó a integrarse en la comunidad. Recuerdo que mi madre hizo un curso de pintura que dio Mira en el centro comunitario. Antes lo daba una señora mayor, con la que solo se podían pintar flores y animales. Y entonces llegó Mira, hablando de la forma humana y la perspectiva, y animándolos a pintar como quisieran.

Sonreí; sonaba típico de Mira.

—Pero lo peor fue que convenció al cartero, el señor Rooter, que tenía unos setenta años por esa época, para que hiciera de modelo para el curso.

Levanté la vista.

—Desnudo —añadió, colocando otro filtro—. Al parecer fue algo horrible. Vamos, mi madre nunca se recuperó de aquello. Dijo que nunca volvería a mirar el correo como antes.

—Jo —dije.

—Pues sí —replicó Morgan—. Mira no entendió a qué se debía el revuelo. Pero desde aquel momento todo el mundo empezó a hablar de ella. No estás enrollando las servilletas lo bastante fuerte.

—¿Qué? —pregunté sobresaltada.

—Tienes que tirar más fuerte de la servilleta —dijo, señalándome—. ¿Ves cómo ha quedado suelta y bailando?

—Oh, lo siento —me disculpé.

Me estuvo observando con cara de concentración hasta que volví a hacerlo bien.

—Pero Mira pareció no darse cuenta de que estaban todos revolucionados hasta que le pidieron que se marchara. Y el pobre señor Rooter… No creo que nadie lo mirara a los ojos al menos durante un año. Y una semana después la clase de pintura volvió a tratar de flores y perritos. Mi madre pintó un basset hound torcido, horrible, que colgó en el cuarto de baño. Daba miedo.

No supe qué decir.

—Así fue como empezó —continuó—. Pero hubo otras cosas, también. Como por ejemplo cuando unos padres quisieron prohibir unos libros en el colegio. Mira se puso como una fiera con eso, se presentaba en las reuniones del consejo escolar y armaba un gran escándalo. Supongo que ponía a la gente nerviosa.

—Es una pena —dije.

—Sí, es verdad. —Cogió uno de mis rollos blanduchos y lo rehízo, tirando fuerte de la servilleta—. Pero ahí fue donde empezaron a portarse mal con ella. Como te he dicho, esto es un pueblo. No hace falta mucho para ganarse una mala reputación.

—Esas mujeres que oí hoy en la oficina de Correos —dije en voz baja—, una de ellas tenía una…

—La niña —terminó por mí. Asentí—. Es Bea Williamson. Los Williamson son una de las familias con más solera de Colby: club de campo, ayuntamiento, una gran mansión sobre la bahía. Ella tiene algo contra Mira. No sé qué será.

Quise decirle que a veces ni siquiera hace falta un motivo. Sabía por experiencia que en ocasiones daba igual cuántas vueltas le dieras a las cosas en tu cabeza, intentando comprenderlas: había personas que simplemente desafiaban a la lógica.

—Dijeron cosas horribles —le conté, mientras terminaba con otro rollo de cubiertos—. Ya sabes, sobre su forma de ser.

—Su forma de ser —repitió Morgan llanamente.

—Sí, bueno —continué, sin mirarla. De repente me sentí fatal por mencionarlo siquiera, como si yo fuera Bea Williamson, igual de superficial—. Su forma de vestir y eso.

Ella pensó un momento.

—No sé —dijo, encogiéndose de hombros—. Mira siempre ha sido un espíritu libre, desde que la conozco. Es simplemente Mira.

Se oyó crujir la gravilla en el exterior cuando entró el Golf en el aparcamiento, con la radio a todo volumen. Isabel se bajó de él con un par de gafas blancas y cerró de un portazo.

—Aquí viene —dijo Morgan en voz alta.

—No quiero oírlo —dijo Isabel, que pasó a mi lado sin quitarse las gafas de sol y se dirigió directamente a la máquina de café.

—¿Dónde estuviste anoche?

Isabel cogió el recipiente de los filtros que acabábamos de llenar y lo sostuvo sobre la pierna para sacar uno. Se resbaló, se le cayeron unos cuantos al suelo y los pisó cuando fue a poner en marcha la cafetera.

Esto, claro está, puso a Morgan furiosa.

—¡Dame eso! —exclamó, quitándole el recipiente y dejándolo sobre la barra. Se puso a arreglar el desaguisado—. Acabo de colocarlos, Isabel.

Yo seguí enrollando los cubiertos con la cabeza gacha.

—Lo siento —dijo Isabel. La máquina empezó a gorgotear y a escupir café, y ella se estiró y bostezó mientras la miraba.

—Sabes que estaba muerta de preocupación por ti —dijo Morgan. Mientras cogía los filtros del suelo aprovechó para darle a Isabel en la rodilla con el recogedor, que ya tenía listo para limpiar.

—¡Ay! —Isabel se apartó—. Por Dios, Morgan. Que no eres mi madre. No hace falta que pases la noche en vela esperándome, tía.

—Ni siquiera sabía dónde estabas —protestó Morgan, barriendo enérgicamente—. No dejaste ninguna nota. Podrías haber estado…

—Muerta en la autopista —Isabel terminó la frase, mirándome con cara de hastío. Yo le devolví la mirada, sorprendida de que se hubiera dirigido a mí.

—¡Pues sí! —exclamó Morgan poniéndose de pie, tiró los posos del café a la basura y colocó la escoba y el recogedor en su sitio—. Muy probable. Y, encima, con mi coche.

Isabel dio una palmada sobre la barra.

—No empecemos con el coche, ¿vale?

—Bueno —dijo Morgan, elevando la voz—, no deberías usarlo sin avisar. ¿Y si yo tenía que ir a algún sitio? Como no me dijiste nada, no tenía forma de encontrarte…

—¡Tía, Morgan, si no fueras tan antigua tal vez te contara más cosas! —gritó Isabel—. Vivir contigo es como tener a mi abuela todo el día pegada a los talones. Perdona que no comparta contigo los detalles íntimos, ¿vale?

Morgan puso un gesto de dolor, como si la hubiera golpeado. Luego se dio la vuelta y se mantuvo ocupada con los azucarillos y la sacarina, separándolos con movimientos bruscos y rápidos.

Isabel sacó la cafetera de un tirón, colocó una taza bajo el chorro de café y la llenó hasta la mitad. Después volvió a colocar la cafetera en su sitio, dio un sorbo y cerró los ojos.

El silencio podía cortarse.

—Lo siento —dijo Isabel en voz alta. Parecía más sincera que cuando me lo había dicho a mí—. De verdad.

Morgan no dijo nada y se puso a colocar todas las cucharas hacia arriba.

Isabel me lanzó una mirada que interpreté como lárgate, así que me levanté y me llevé las servilletas y los cubiertos a la cocina. Pero las veía a través de la ventana. Me subí de un salto a la mesa, intentando no hacer ruido, y las observé.

—Morgan —dijo Isabel, esta vez con mayor suavidad, te he dicho que lo siento.

—Siempre lo sientes —replicó Morgan sin girarse.

—Ya lo sé —dijo Isabel en el mismo tono.

Otro silencio. Solo se oía a Morgan colocando las pajitas.

—Ni siquiera tenía pensado salir —dijo Isabel—. Pero Jeff me llamó y me propuso salir a navegar, así que me fui con él, y luego se hizo de noche, y cuando me quise dar cuenta…

Morgan se volvió con los ojos como platos.

—¿Jeff? ¿Ese que conocimos en el Big Shop?

—Sí —respondió Isabel. Sonrió—. Me llamó, ¿no es increíble?

—¡Jo, tía! —dijo Morgan, y la agarró de la mano—. ¿Y qué hiciste? ¿Te pusiste nerviosa?

—Pues se me había olvidado totalmente quién era —le contó Isabel riéndose. Estaba tan acostumbrada a verla enfurruñada que me sorprendió. Parecía una persona distinta—. Me lo tuvo que recordar. ¿No es flipante? Pero es muy simpático, Morgan, y pasamos un día fenomenal…

—Un momento, empieza por el principio —dijo Morgan, que rodeó la barra y se sentó, preparándose—. Empieza por la llamada.

—Vale —asintió Isabel, mientras se servía otro café—. Pues sonó el teléfono y yo, pues, estaba en albornoz, viendo un culebrón…

Me quedé escuchando mientras Isabel contaba toda la historia, desde la llamada a la salida con velero y el beso. Se les había olvidado que estaba allí. Mientras Isabel contaba su cita, y las dos se reían, permanecí en la cocina, fuera de su vista, y fingí que me lo estaba contando también a mí. Y que, por una vez, formaba parte de ese lenguaje secreto de risas y bobadas y chicas que, de algún modo, era la amistad.

Las dos me fascinaban. Cuando Mira se acostaba temprano, después de los combates de lucha, me pasaba casi todas las tardes sentada en el tejado fuera de mi ventana. Desde allí podía ver perfectamente la casita blanca.

A Morgan y a Isabel les encantaba la música. De cualquier tipo: desde la música disco a las canciones antiguas de los cuarenta, siempre había algo sonando. Parecía que Isabel no funcionaba sin ella. Lo primero que hacía Morgan al llegar al restaurante era encender la máquina del té helado; Isabel ponía la radio y subía el volumen.

Si Isabel estaba contenta, ponía cosas como el primer volumen de los Grandes Éxitos de Stevie Wonder. Si no, Led Zeppelin IV, que Morgan odiaba; lo llamaba música de porreros y le recordaba a algún antiguo novio. Su colección de discos, que vi una vez mientras esperaba a Morgan en el porche, era enorme. Estaba desperdigada por toda la casa, amontonada sobre los bafles, la televisión y la mesita de café, y por todas partes, tirados por el suelo formando un camino de una habitación a otra.

Morgan se dio cuenta de que me fijaba en eso. Tuvo que apartar con el pie dos CDs, George Jones y Talking Heads, creo, para poder cerrar la puerta.

—Es el club de música de la discográfica Columbia —me explicó, señalando con la cabeza hacia la casa—. Te mandan doce por un céntimo. Nos odian.

Al parecer Isabel y Morgan estaban en guerra postal con Columbia y había un flujo constante de cartas indignadas en ambos sentidos. Pero la música no dejaba de llegar. Era el accesorio principal de Isabel cuando llegaba tarde a trabajar, siempre con dos o tres CDs, normalmente nuevos, debajo del brazo.

Por la noche, cuando salía de rodillas a mi tejadillo, era lo primero que oía, saliendo de sus ventanas. Solían sentarse en el porche delantero con la puerta abierta y la luz las iluminaba por detrás. Isabel fumaba y se bebían un pack de seis cervezas entre las dos, descalzas una frente a la otra. De vez en cuando, una se levantaba y entraba a cambiar la música, y la otra se quejaba.

—No vuelvas a poner esa basura de Celine Dion —oí gritar a Isabel una noche mientras apagaba el cigarrillo—. Me importa un bledo que eches mucho de menos a Mark.

Morgan reapareció en el umbral, con la mano en la cadera. Detrás de ella, Celine ya estaba cantando.

—Me tocaba a mí elegir, lo sabes.

—A ver si os buscáis otra canción —protestó Isabel—. Nada más que por eso, voy a poner a Led Zeppelin en mis tres turnos siguientes.

—Isabel —dijo Morgan, dejándose caer a su lado—, entonces me obligarás a poner a Neil Diamond, y eso no te va a gustar. —A Morgan le encantaban los cantantes de baladas: Tony Bennett, Tom Jones, Frank Sinatra. Pero solo escuchaba a Sinatra cuando había tenido una mala noche y echaba mucho de menos a Mark. Conocía bien esa música porque mi madre también era fan.

—Vale, entonces —dijo Isabel— no me quedará más remedio que poner una de esas canciones de Rush con un solo de batería de diez minutos. No es que quiera, pero no me dejarías otra opción.

—Está bien —cedió Morgan—. Te prometo que solo lo pondré una vez esta noche. Es que le echo de menos, ¿vale?

Isabel no dijo nada. Casi nunca replicaba cuando se trataba de Mark; al oír su nombre siempre apretaba un poco más los labios y se daba media vuelta.

Celine Dion siguió cantando y Morgan arrastraba los pies en el porche, tarareando la canción. No dijeron nada durante un rato. Cuando terminó, Morgan extendió su botella e Isabel se inclinó hacia adelante para brindar con la suya.

Así marcaban siempre las treguas.

Si ninguna de las dos tenía planes, se quedaban allí toda la noche. A medida que se hacía tarde, les podía la pereza y ya no se levantaban a cambiar el disco, dejando que sonara de principio al final. Isabel siempre cantaba; se sabía todas las letras.

Me sorprendió que tuvieran tantas cosas de que hablar. Desde que se veían, no cesaban las risas, los comentarios y las bromas; había algo que las conectaba, algo que se estiraba o se encogía con cada pensamiento que se contaban. Sus palabras, como la música, tenían el potencial de ser infinitas.